Los seres humanos lo habían visto en demasiadas traiciones, demasiados dobleces, demasiada ansia de dinero y de fama. Lo habían visto entre amantes, maridos, esposas, padres, hijos, madres e hijas y daba gracias a Dios porque las películas que él había hecho alentaban la esperanza de la gente, le daba gracias por sus nietos y porque no los vería crecer y desarrollar las debilidades de la condición humana.
El tartamudeo del aparato de fax se apagó, y Marrion percibió las palpitaciones de su vacilante corazón. La luz de las primeras horas de la mañana penetró en su habitación. Vio que la enfermera apagaba su lámpara de lectura y cerraba el libro. Le parecía tan triste morir con la sola compañía de aquella desconocida, habiendo tantas personas poderosas que lo querían. La enfermera le abrió los párpados y colocó el estetoscopio sobre su pecho. Las enormes puertas de su suite de hospital se abrieron como si fueran el gran pórtico de un antiguo templo, y él oyó el tintineo de los platos sobre las bandejas del desayuno…
De pronto la habitación se inundó de luz. Sintió que unos puños le golpeaban el pecho y se preguntó por qué lo estaban sometiendo a aquel suplicio. Una especie de nube estaba llenando de niebla su cerebro. A través de aquella niebla oyó unas voces que gritaban. Una frase de una película penetró en su cerebro, hambriento de oxígeno. ¿Así mueren los dioses?
Percibió las descargas eléctricas, los golpes con los puños, la incisión que le hicieron para aplicarle masaje al corazón con las manos.
Todo Hollywood lloraría su muerte, pero nadie la lloraría más que Priscilla, su enfermera del turno de noche. Había hecho turnos dobles porque tenía que mantener a dos niños pequeños, y Marrion lamentaba morir durante su turno. Priscilla se enorgullecía de ser una de las mejores enfermeras de California. Aborrecía la muerte, pero el libro que estaba leyendo le había gustado muchísimo y pensaba comentárselo a Marrion en la esperanza de que éste accediera a hacer la versión cinematográfica. No tenía intención de pasarse toda la vida trabajando como enfermera pues también era guionista a ratos. Ahora no quería perder la esperanza. El último piso del hospital, con sus grandes y lujosas suites, acogía a los hombres más grandes de Hollywood, y ella montaría siempre guardia por ellos contra la muerte.
Todo eso ocurrió en la mente de Marrion antes de morir, una mente saturada por los millares de películas que había visto.
En realidad la enfermera se acercó a su cama unos quince minutos después de su muerte pues él había dejado de existir con mucho sigilo. Durante unos treinta segundos no supo si dar la voz alarma para tratar de devolverlo a la vida. Tenía mucha experiencia con la muerte y era demasiado compasiva como para eso. ¿Por qué tratar de resucitarlo y devolverlo a todas las torturas de una vida que se empeñaba en recuperarlo? Se acercó a la ventana y contempló la salida del sol y las palomas; pavoneándose alegremente los alfeizares de piedra. Priscilla fue el poder definitivo que decidió el destino de Marrion… Y su juez más misericordioso.
* * *
El senador Wavven tenía una gran noticia que les costaría a los Clericuzio cinco millones de dólares; según decía el correo de Giorgio. Eso exigiría una montaña de papeleo. Cross tendría que sacar cinco millones de dólares de la caja del casino y hacer una larga relación para justificar su desaparición.
Cross había recibido también un mensaje de Claudia y Vail. Estaban en el hotel y ocupaban la misma suite. Querían verle cuanto antes. Era urgente.
Se había recibido una llamada de Lia Vazzi desde el pabellón de caza. Quería ver personalmente a Cross lo antes posible. No era necesario que dijera que el asunto era urgente pues cualquier comunicación suya era siempre urgente, de lo contrario él nunca llamaba. Ya estaba en camino.
Cross puso en marcha el papeleo para la transferencia de los cinco millones de dólares al senador Wavven. El dinero en efectivo abultaría demasiado como para que cupiera en una maleta o una gran bolsa de fin de semana. Llamó a la tienda de regalos del hotel, recordando haber visto en ella un baúl chino antiguo lo bastante grande como para contener el dinero. Era de color verde oscuro, estaba decorado con dragones rojos y falsas piedras verdes y tenía un sólido mecanismo de sierre.
Gronevelt le había enseñado el papeleo que se tenía que hacer para justificar el dinero sustraído al casino del hotel. Era una tarea muy larga y complicada que entrañaba transferencias a distintas cuentas, el pago a distintos proveedores de bebidas y productos alimenticios, los gastos de proyectos especiales de adiestramiento y campañas publicitarias, y la lista de toda una serie de jugadores inexistentes que debían dinero a la caja.
Cross se pasó una hora trabajando. El senador Wavven no llegaría hasta el día siguiente, que era sábado, y los cinco millones se tendrían que depositar en sus manos antes de su partida el lunes a primera hora de la mañana. Al final empezó a perder la concentración y tuvo que tomarse un descanso.
Llamó a la suite de Claudia y Vail, situada unos cuantos pisos más abajo. Claudia se puso al teléfono.
—Lo estoy pasando muy mal con Ernest —le dijo—. Tenemos que hablar contigo.
—De acuerdo —dijo Cross—. ¿Por qué no bajáis los dos a jugar un rato y yo os recojo en la zona de los dados dentro de una hora? —Hizo una pausa—. Después salimos a cenar fuera y me contáis vuestros problemas.
—No podemos jugar —dijo Claudia—. Ernest ha rebasado el límite de su crédito y tú sólo me concederás un maldito crédito de diez mil dólares.
Cross lanzó un suspiro. Eso significaba que Ernest Vail le debía al casino cien mil dólares, que valdrían menos que un rollo de papel higiénico.
—Dadme una hora y después subid a mi suite. Cenaremos aquí.
Cross tuvo que efectuar otra llamada telefónica a Giorgio para confirmar el pago al senador, no porque dudara del correo sino porque era costumbre hacerlo así. Lo hacían por medio de una clave oral previamente establecida. El nombre se formaba con números arbitrariamente acordados, y el dinero se designaba con letras del alfabeto aleatoriamente elegidas.
Cross trató de seguir adelante con el papeleo, pero su mente estaba en otro sitio. El senador Wavven debía de tener algo muy importante que decirles a cambio de los cinco millones, y para que Lia efectuara el largo viaje por carretera a Las Vegas tenía que haber un problema muy grave.
Llamaron al timbre de la puerta. Unos guardias de seguridad habían acompañado a Claudia y a Ernest al último piso del hotel. Cross le dio a Claudia un abrazo más cordial que de costumbre para que no pensara que estaba enfadado con ella por haber perdido en el casino.
En la sala de estar de su suite les entregó el menú del servicio de habitaciones y después pidió los platos. Claudia permanecía rígidamente sentada en el sofá, y Vail estaba repantigado en él con aire ausente.
—Cross —dijo Claudia—, Vail está muy mal. Tenemos que hacer algo por él.
A Cross le pareció que Vail no tenía muy mala pinta. Se le veía muy relajado, con los ojos entornados y una sonrisa de satisfacción en los labios. Cross se enfureció.
—Ya. Lo primero que voy a hacer es mandar que le corten el crédito en esta ciudad. Eso lo ayudará a ahorrar. Es el jugador más incompetente que he visto en mi vida.
—No se trata del juego —dijo Claudia.
Entonces le contó toda la historia de la promesa que le había hecho Marrion a Vail de pagarle un porcentaje de los beneficios brutos de las continuaciones de su libro, y le dijo que Marrion había muerto.
—¿Y qué? —preguntó Cross.
—Pues que ahora Bantz no quiere cumplir la promesa —contestó Claudia—. Desde que se ha convertido en jefe de la LoddStone, Bantz está borracho de poder. Hace todos los posibles por parecerse a Marrion, pero carece de su inteligencia y su carisma. En fin, Ernest está otra vez sin un céntimo.
—¿Y qué coño crees que puedo hacer yo? —preguntó Cross.
—Eres socio de la LoddStone en Mesalina —dijo Claudia—. Debes de tener alguna influencia sobre ellos. Quiero que le pidas a Bobby Bantz que cumpla la promesa de Marrion.
En momentos como aquél, pensó Cross, Claudia lo sacaba de quicio. Bantz jamás daría su brazo a torcer; era algo que formaba parte de su trabajo y de su carácter.
—No —dijo Cross—. Ya te lo he explicado otras veces. No puedo asumir una determinada postura a menos que sepa que la respuesta será afirmativa. Y aquí no hay ninguna posibilidad.
Claudia frunció el ceño.
—Es algo que jamás he entendido —dijo, haciendo una breve pausa—. Ernest habla en serio. Piensa suicidarse para que su familia recupere los derechos.
Al oír sus palabras, Vail pareció despertar de su letargo.
—Pero qué tonta eres, Claudia. ¿Es que aún no has comprendido la situación de tu hermano? Si le pide algo a alguien y éste le dice que no, está obligado a matarlo —dijo, mirando a Cross con una sonrisa de oreja a oreja.
A Cross le puso furioso que Vail se atreviera a hablar de aquella manera delante de su hermana. Afortunadamente, en aquel momento llegó el servicio de habitaciones con los carritos y los camareros pusieron la mesa en la sala de estar. Cross procuró dominarse mientras se sentaban a comer, pero no pudo evitar decir:
—Ernest, tengo entendido que lo puedes resolver todo suicidándote. A lo mejor yo te podré ayudar. Os pasaré a una suite del décimo piso y así te podrás arrojar tranquilamente por la ventana.
Ahora fue Claudia la que se puso furiosa.
—Eso no es una broma —dijo Ernest—, es uno de mis mejores amigos, y tú eres mi hermano y siempre dices que me quieres y que harías cualquier cosa por mí —añadió, rompiendo en sollozos.
Cross se acercó a ella para abrazarla.
—Claudia, aquí yo no puedo hacer nada, no soy un mago.
Ernest Vail estaba disfrutando de la cena. No parecía un hombre que estuviera a punto de suicidarse.
—Eres demasiado modesto, Cross —dijo—. Mira, yo no tengo valor para arrojarme por una ventana. Tengo demasiada imaginación y moriría cien muertes por el camino, imaginándome el aspecto que ofrecería todo despachurrado en el suelo, y además es posible que aterrizara sobre una persona inocente. Soy demasiado cobarde para cortarme las venas de las muñecas, no soporto ver sangre. Y las armas, los cuchillos y el tráfico me dan un miedo espantoso. No quiero terminar como un vegetal sin haber conseguido mi propósito. No quiero que esos malditos Bantz y Deere se burlen de mí y se queden con todo mi dinero. Pero hay algo que puedes hacer: contratar a alguien para que me mate. No me digas cuándo. Hazlo sin más.
Cross se echó a reír, le dio a Claudia una tranquilizadora palmada en la cabeza y regresó a su asiento.
—¿Pero es que tú te crees que eso es una película? —le dijo a Ernest—. ¿Crees que matar a alguien es como gastar una broma?
Cross se levantó de la mesa y se dirigió al escritorio de su despacho. Abrió el cajón, sacó una bolsa de fichas negras y le arrojó la bolsa a Ernest.
—Aquí hay diez mil dólares —le dijo—. Juega por última vez. En las mesas, a lo mejor tienes suerte. Y deja de insultarme delante de mi hermana.
Vail parecía muy animado.
—Vamos, Claudia. Tu hermano no me va ayudar guardándose las fichas negras en el bolsillo. Estaba deseando empezar.
Claudia parecía absorta. Besó a Cross en la mejilla y le dijo:
—Lo siento pero estoy muy preocupada por Ernest.
—Todo se arreglará —dijo Cross—. Le gusta demasiado jugar como para morirse y además es un genio, ¿no?
Claudia se echó a reír.
—Eso es lo que él siempre dice, y yo estoy de acuerdo.
—Y por si fuera poco es un cobarde —añadió, alargando la mano para rozar afectuosamente el brazo de Vail.
—¿Se puede saber por qué siempre estás con él? —le preguntó Cross—. ¿Por qué compartes su suite?
—Porque soy su mejor y su última amiga —contestó Claudia en tono enfadado—. Y porque me encantan sus libros.
Cuando Claudia y Vail se hubieron retirado, Cross reanudó su tarea y se pasó el resto de la noche completando el plan para transferir los cinco millones de dólares al senador Wavven. Al terminar llamó al gerente del casino, un miembro de alto rango de la familia Clericuzio, y le dijo que subiera el dinero a su suite del último piso.
El dinero lo subieron en dos grandes sacos el propio gerente y dos guardias de seguridad que también pertenecían a los Clericuzio. Los tres ayudaron a Cross a colocar el dinero en el baúl chino. El gerente del casino miró a Cross con una leve sonrisa en los labios.
—Bonito baúl —dijo.
En cuanto los hombres se fueron, Cross cogió la colcha de su cama y cubrió con ella el baúl. Después llamó al servicio de habitaciones y pidió dos desayunos. A los pocos minutos, el servicio de seguridad llamó para informarle de que Lia Vazzi deseaba verlo. Ordenó que lo acompañaran a su suite.
Cross abrazó a Lia. Siempre se alegraba de verle.
—¿Buena noticia o mala noticia? —le preguntó en cuanto los camareros les hubieron servido el desayuno.
—Mala —contestó Lia—. Aquel investigador que me paró en el vestíbulo del hotel Beverly Hills cuando yo salía con Skannet, Jim Losey, se presentó en el pabellón de caza y me hizo varias preguntas sobre mis relaciones con Skannet. Yo me lo quité de encima, pero lo más grave es que supiera quién era yo y dónde estaba. No figuro en los archivos policiales y nunca he tenido ningún problema, así que eso quiere decir que hay un confidente.
Cross se sobresaltó al oírle. Un tránsfuga era algo insólito en la familia Clericuzio, y siempre era eliminado sin piedad.
—Informaré directamente al Don —dijo—. ¿Qué hacemos contigo? ¿Quieres tomarte unas vacaciones en Brasil hasta que averigüemos qué ocurre?
Lia apenas había comido. Tomó la copa de brandy y se puso a fumar uno de los puros habano que Cross había depositado sobre la mesa.
—Todavía no estoy nervioso —dijo—, pero me gustaría que me dieras permiso para protegerme contra ese hombre.
Cross se alarmó.
—Lia, no puedes hacer eso —dijo—. Es muy peligroso matar a un oficial de la policía en este país. Aquí no estamos en Sicilia. Me obligas a decirte algo que no deberías saber. Jim Losey figura en la nómina de los Clericuzio, cobra un montón de dinero. Supongo que anda husmeando por ahí para exigir una gratificación por haberte descubierto.
—Muy bien —dijo Vazzi—, pero de todos modos tiene que haber un confidente.
—Me encargaré del asunto —dijo Cross—. No te preocupes por Losey.
Lia dio una chupada a su puro.
—Es un hombre peligroso, ten cuidado.
—Lo tendré —dijo Cross—, pero nada de ataques preventivos por tu parte, ¿de acuerdo?
—Por supuesto —dijo Lia, ya más tranquilo. De pronto preguntó en tono indiferente—. ¿Qué hay debajo de esta colcha?
—Un regalo para un hombre muy importante —contestó Cross—. ¿Quieres pasar la noche en el hotel?
—No —contestó Lia—. Regresaré al pabellón y ya me informarás cuando tú quieras de lo que descubras, aunque mi consejo sería que os deshicierais ahora mismo de Losey.
—Hablaré con el Don —dijo Cross.
El senador Wavven y su séquito llegaron al hotel Xanadu. Habían viajado en una limusina sin identificación ni escolta, como de costumbre. A las cinco mandó llamar a Cross a su villa. Cross ordenó que dos guardias de seguridad colocaran el baúl envuelto en la colcha en la parte de atrás de un carrito motorizado de golf. Lo conducía uno de los guardias, y Cross se había sentado en el asiento del pasajero; vigilando el baúl que ocupaba el espacio habitualmente destinado a los palos de golf y el agua fría. El trayecto a través de los terrenos del Xanadu desde el hotel hasta la zona acotada de las siete villas duraba sólo cinco minutos.
A Cross le encantaba ver las villas y experimentar la sensación de poder que éstas le producían. Eran unos pequeños palacios de Versalles, cada una de ellas con una piscina verde esmeralda en forma de corazón, y en el centro una plaza con un casino privado en forma de perla, destinado a los ocupantes de las villas.
Cross introdujo personalmente el baúl en la villa. Uno de los ayudantes del senador lo acompañó a la sala de estar donde el senador y sus ayudantes estaban disfrutando de una opípara comida a base de platos fríos y grandes jarras de limonada helada. El senador ya no bebía alcohol.
Wavven estaba tan apuesto y simpático como siempre. Había subido muy alto en los cenáculos políticos del país, estaba al frente de varios comités muy importantes y era un candidato en la sombra a la próxima carrera presidencial. Al ver a Cross, se levantó de un salto para saludarlo.
Cross retiró la colcha que cubría el baúl y lo depositó en el suelo.
—Un pequeño obsequio del hotel, senador —dijo—. Le deseo una feliz estancia.
El senador cogió la mano de Cross entre las suyas. Tenía unas manos muy suaves.
—Qué obsequio tan agradable —le dijo—. Gracias, Cross. Y ahora, ¿podría intercambiar unas palabras en privado con usted? Por supuesto que sí —contestó Cross, entregándole la llave del baúl.
Wavven se la guardó en el bolsillo del pantalón. Después se volvió hacia uno de los ayudantes.
—Por favor —dijo—, lleve el baúl a mi dormitorio y que uno de ustedes se quede allí. Y ahora déjenme unos minutos a solas con mi amigo Cross.
Los ayudantes se retiraron, y el senador empezó a pasear por la estancia, con el ceño fruncido.
—Tengo una buena noticia que darle, naturalmente, pero otra más bien mala.
—Es lo que suele ocurrir —dijo amablemente Cross; asintiendo con la cabeza—. Pensé que por cinco millones de dólares, la buena noticia tenía que ser mucho mejor que la mala.
—Es verdad —dijo Wavven—, soltando una risita. Primero la buena. Muy buena por cierto. En los últimos años he prestado mucha atención al tema de la aprobación de una ley de legalización de los juegos de azar en todo el ámbito de Estados Unidos, e incluso de las apuestas deportivas. Creo que por fin cuento con los votos necesarios tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes. El dinero del baúl servirá para mover algunos votos clave. ¿Son cinco, verdad?
—Son cinco —contestó Cross—. Será un dinero muy bien gastado. Y ahora, ¿cuál es la mala noticia?
—A sus amigos no les gustará —dijo el senador, sacudiendo tristemente la cabeza—. Sobre todo a Giorgio, que es tan impaciente, aunque es un tipo fabuloso, fabuloso de verdad.
—Mi primo preferido —dijo secamente Cross.
Giorgio era el que menos le gustaba de todos los Clericuzio, y no cabía duda de que el senador era de su misma opinión.
Acto seguido, Wavven lanzó la bomba.
—El presidente me ha dicho que vetará el proyecto de ley.
Cross lo miró perplejo. El triunfo final del plan de Don Clericuzio, construir un imperio basado en la legalización del juego, lo había llenado de emoción. ¿De qué coño estaba hablando ahora Wavven? Él pensaba que se aprobaría la ley.
—Y nosotros no contamos con suficientes votos para superar el veto —dijo Wavven.
Sólo para ganar tiempo y recuperar la compostura, Cross preguntó:
—¿O sea que los cinco millones son para el presidente?
—No, no —contestó el senador, horrorizado—. Ni siquiera pertenecemos al mismo partido, y además el presidente será un hombre muy rico cuando regrese a la vida privada. Todos los consejos de administración querrán contar con él. No necesita dinero de bolsillo. Las cosas funcionarán bien para él; es el presidente de Estados Unidos.
—O sea que no llegaremos a ninguna parte a no ser que el presidente la palme —dijo Cross.
—Exactamente —dijo Wavven—. Debo decir que es un presidente muy popular, aunque militemos en partidos contrarios. Será reelegido sin ninguna duda. Nos tendremos que armar de paciencia.
—¿O sea que tendremos que aguardar cinco años y esperar que resulte elegido un presidente que no vete el proyecto de ley?
—No exactamente —contestó el senador con un titubeo casi imperceptible—. Debo ser sincero con usted. En cinco años, la composición del Congreso podría cambiar, y puede que entonces yo no cuente con los votos que ahora tengo. —Hizo otra pausa—. Hay muchos factores.
Cross lo miró, desconcertado. ¿Adónde quería ir a parar realmente Wavven?
El senador le rozó levemente la mano.
—Como es natural, si algo le ocurriera al presidente, el vicepresidente aprobaría el proyecto de ley. O sea que aunque parezca un poco cruel, tienen ustedes que esperar a que el presidente sufra un ataque al corazón, se estrelle su avión o le dé una apoplejía que lo deje incapacitado. Podría ocurrir, todos somos mortales.
El senador esbozó una radiante sonrisa, y de pronto Cross lo comprendió todo.
Experimentó un momentáneo arrebato de furia. El muy hijo de puta le estaba transmitiendo un mensaje para los Clericuzio; el senador había cumplido su parte del trato y ahora ellos tenían que matar al presidente de Estados Unidos para conseguir la aprobación del proyecto de ley, pero era tan listo y taimado que no se había comprometido lo más mínimo. Cross tenía la absoluta certeza de que el Don no estaría por la labor y aunque lo estuviera, él se negaría a formar parte de la familia a partir de entonces. Wavven añadió con una amable sonrisa en los labios:
—Parece una situación bastante desesperada, pero nunca se sabe. El destino podría intervenir; el vicepresidente es íntimo amigo mío, a pesar de que pertenecemos a partidos distintos. Me consta que aprobaría mi proposición. Tenemos que esperar a ver que ocurre.
Cross apenas podía dar crédito a lo que el senador le estaba diciendo. El senador Wavven era la encarnación del honrado político típicamente norteamericano, a pesar de su reconocida fama de mujeriego y de su inocente afición al golf. Tenía un rostro de nobles rasgos y una voz aristocrática. Parecía uno de los hombres más simpáticos del mundo, pero sin embargo estaba insinuando la posibilidad de que la familia Clericuzio asesinara a su propio presidente. Menuda faena, pensó Cross.
El senador estaba picando la comida de la mesa.
—Sólo me quedaré una noche —anunció—. Confío en que algunas chicas de su espectáculo quieran cenar con un viejo chiflado como yo.
Al regresar a su suite del último piso del hotel, Cross llamó a Giorgio y le comunicó que estaría en Quogue al día siguiente. Giorgio le dijo que el chofer de la familia lo recogería en el aeropuerto. No hizo preguntas. Los Clericuzio nunca hablaban de negocios por teléfono.
Cuando llegó a la mansión de Quogue, Cross se sorprendió de que todos lo estuvieran esperando. En el estudio sin ventanas estaba no sólo el Don sino también Pippi, los tres hijos del Don, Giorgio, Vincent y Petie, e incluso Dante con un gorro renacentista de color azul cielo.
En el estudio no había comida. La cena vendría más adelante. Como de costumbre, el Don les hizo contemplar a todos las fotografías de Silvio y del bautizo de Cross y Dante, que presidían la estancia desde la repisa de la chimenea. ¡Qué día tan feliz! decía siempre el Don.
Todos se acomodaron en los sillones y los sofás. Giorgio distribuyó bebidas y el Don encendió su retorcido puro italiano de extremos cortados.
Cross les facilitó un detallado informe de la entrega de los cinco millones al senador Wavven y de la conversación textual que había mantenido con él.
Hubo un prolongado silencio. Ninguno de ellos necesitaba interpretación de Cross. Vincent y Petie parecían más preocupados que los demás. Ahora que ya tenía su cadena de restaurantes, Vincent se mostraba menos inclinado a correr riesgos. Petie a pesar de ser el jefe de los soldados del Enclave del Bronx, dedicaba todos sus esfuerzos a su gigantesca empresa de la construcción y en aquella etapa de su vida, la idea de una misión tan terrible no le hacía ninguna gracia.
—Ese senador está loco —dijo Vincent.
—¿Estás seguro —le preguntó el Don a Cross— de que éste es el mensaje que el senador nos quiere transmitir, que asesinemos al máximo dirigente de este país, uno de sus compañeros de Gobierno?
—El senador dice que no pertenecen al mismo partido político —terció secamente Giorgio.
—El senador jamás se comprometerá —dijo Cross, respondiendo a la pregunta del Don—. Ha expuesto simplemente unos hechos, y en mi opinión cree que nosotros actuaremos en consecuencia.
Dante intervino por primera vez. Estaba entusiasmado con la idea, la gloria y los beneficios que todo ello supondría. Podremos legalizar todo el negocio del juego. Merece la pena. Es el mayor trofeo que podamos imaginar. El Don se volvió hacia Pippi.
—¿Y tú qué piensas, martello mío? —le preguntó con afecto. Pippi estaba visiblemente enojado.
—No se puede hacer, y no se debería hacer.
—Primo Pippi —dijo Dante en tono burlón—; si tú no puedes hacerlo, yo sí puedo.
Pippi lo miró desdeñosamente.
—Tú eres un carnicero, no un planificador. No podrías planificar algo de tal envergadura ni siquiera en un millón de años. Es un riesgo demasiado alto. Es demasiado espectacular. Y la ejecución sería muy difícil. No podrías hacerlo, y te atraparían.
—Abuelo —dijo Dante con arrogancia—, encomiéndame la misión. Yo la cumpliré.
El Don respetaba mucho a su nieto.
—Estoy seguro de que podrías hacerlo —le dijo—, y la recompensa sería muy grande, pero Pippi tiene razón. Las consecuencias serían demasiado peligrosas para nuestra familia. Se pueden cometer errores, pero jamás un error fatal. Aunque alcanzáramos el éxito y consiguiéramos nuestro propósito, la acción pendería para siempre sobre nuestras cabezas. Es un crimen demasiado atroz. Además, la actual situación no pone en peligro nuestra existencia, y con esa misión simplemente alcanzaríamos un objetivo que también se puede lograr con paciencia. Entre tanto, nos encontramos en una situación muy cómoda. Giorgio, tú tienes tu negocio de Wall Street, Vincent, tú tienes tus restaurantes, Petie, tú tienes tu empresa de la construcción, Cross, tú tienes tu hotel; y tú y yo, Pippi, somos viejos y podemos retirarnos y vivir nuestros últimos años en paz. Y tú, Dante, nieto mío, debes tener paciencia. Algún día tendrás tu imperio del juego, ése será tu legado, y lo podrás conseguir sin que penda sobre tu cabeza la sombra de una execrable acción. Así que el senador ya se puede ir a la mierda.
La tensión se rompió y todos los presentes en la estancia se relajaron. Salvo Dante, todos se alegraron de la decisión y estuvieron de acuerdo con el Don en que el senador se fuera a la mierda por haberse atrevido a plantearles tan peligroso dilema.
El único que no parecía estar muy de acuerdo era Dante.
—Menudo morro tienes, llamándome carnicero a mí —le dijo a Pippi—. Y tú qué eres, ¿una hermanita de la Caridad?
Vincent y Petie se echaron a reír. El Don sacudió la cabeza en gesto de reproche.
—Otra cosa —dijo Don Clericuzio—. Creo que de momento tenemos, que conservar nuestros lazos con el senador. No le echo en cara los cinco millones que le hemos entregado; pero considero un insulto que nos crea capaces de asesinar al presidente de nuestro país para favorecer un negocio. Me pregunto qué otras cosas se lleva entre manos, qué ventajas obtendría él de todo eso. Creo que nos quiere manejar. Cross, cuando vaya a tu hotel, aumenta la cantidad de sus ganancias. Procura que se divierta. Es un hombre demasiado peligroso como para tenerlo en contra.
Todo estaba resuelto. Cross dudaba de la conveniencia de exponerle al Don el otro delicado problema. Al final decidió contar la historia de Lia Vazzi y Jim Losey.
—Puede que haya un confidente dentro de la familia —dijo.
—La operación era tuya, y el problema es tuyo —le dijo fríamente Dante.
El Don sacudió enérgicamente la cabeza.
—No puede haber un confidente —dijo—. El investigador debió de descubrir algo por casualidad, y ahora quiere una gratificación en premio a su labor. Encárgate del asunto, Giorgio.
—Otros cincuenta mil —dijo amargamente Giorgio—. Cross, el trato lo hiciste tú. Tendrás que pagar con dinero de tu hotel.
El Don volvió a encender su puro.
—Ahora que estamos todos, Vincent, ¿qué tal va tu negocio de los restaurantes?
—Voy a inaugurar tres más —contestó—. Uno en Filadelfia, otro en Denver y otro en Nueva York. De lujo. Papá, ¿sabes que cobro dieciséis dólares por un plato de espaguetis? Cuando los hago en casa calculo que me cuesta medio dólar cada plato. Por mucho que lo intento, no consigo que me salga más caro. Cuento incluso el precio del ajo. Y albóndigas. Los míos son los únicos restaurantes italianos de lujo que sirven albóndigas. No sé por qué, pero cobro ocho dólares por ración. Una ración no demasiado grande, por cierto. A mí me cuesta veinte centavos.
Hubiera seguido hablando, pero el Don lo interrumpió.
—Giorgio —le preguntó volviéndose hacia él—, ¿qué tal va tu negocio en Wall Street?
—Sube y baja —contestó cautelosamente Giorgio—, pero las comisiones que cobramos por nuestros servicios son tan buenas como las que perciben los usureros de la calle, si las liamos debidamente para que no se entiendan las cuentas, y sin riesgo de que el negocio flojee o de que nosotros vayamos a parar a la cárcel.
Al Don le encantaban aquellos informes. Le encantaba que los suyos tuvieran éxito en el mundo legal.
—¿Y a ti qué tal te va el negocio de la construcción, Petie? —preguntó—. Tengo entendido que el otro día tuviste un pequeño problema.
Petie se encogió de hombros.
—Tengo más contratos de los que yo puedo atender. Todo el mundo construye, y tenemos asegurados los contratos de construcción de las autopistas. Todos mis soldados están en nómina y se ganan muy bien la vida. Pero hace una semana se presentó un negro en la obra más grande que tengo en estos momentos. Lo acompañaban cien negros con toda clase de pancartas sobre los derechos civiles. Lo hago pasar a mi despacho y de repente se derrite como la mantequilla. Tengo que emplear a un diez por ciento de negros en la obra y pagarle a él veinte mil dólares bajo mano.
A Dante le hizo gracia.
—¿Nos están chantajeando a los Clericuzio? —preguntó, soltando una risita.
—Intenté pensar como papá —dijo Petie—. ¿Por qué no se tienen ellos que ganar también la vida? Le di al negro veinte mil dólares y le dije que emplearía a un cinco por ciento de negros en la obra.
—Hiciste bien —le dijo el Don a Petie—. Evitaste que un pequeño problema se convirtiera en un gran problema. ¿Y quiénes son los Clericuzio para no pagar su parte en el progreso de los pueblos y de la propia civilización?
—Pues yo hubiera matado al muy hijo de puta —dijo Dante—. Ahora vendrá por más.
—Y le daremos más —dijo el Don—, siempre y cuando sea razonable. —Se volvió hacia Pippi y le preguntó—: ¿Y tú qué dificultades tienes?
—Ninguna —contestó Pippi—. Lo único que ocurre ahora es que la familia prácticamente no actúa, y yo me he quedado sin trabajo.
—Mejor para ti —dijo el Don—. Has trabajado muy duro. Te has salvado de muchos peligros, tienes derecho a disfrutar de tu vejez.
Dante no esperó a que su abuelo le preguntara.
—Yo estoy en el mismo barco —le dijo al Don—, y soy demasiado joven para retirarme.
—Juega al golf como los bruglioni —contestó secamente el Don—, y no te preocupes, la vida siempre ofrece trabajo y problemas. Entre tanto, ten paciencia. Me temo que ya llegará tu momento, y el mío.
* * *
La mañana del funeral de Elí Marrion, Bobby Bantz le estaba hablando a gritos a Skippy Deere.
—Eso es una auténtica locura, eso es lo malo de la industria cinematográfica. ¿Cómo coño puedes permitir que ocurra algo así? —gritó, agitando un fajo de papeles grapados delante del rostro de Deere.
Deere lo miró. Era el programa de transportes del rodaje de una película en Roma.
—Bueno, ¿y qué? —replicó. Bantz estaba furioso.
—Todo el mundo tiene reservado billete de primera clase en el vuelo a Roma… el equipo de rodaje, los intérpretes secundarios, las estrellas que sólo interpretarán una escena, los encargados de la intendencia, los auxiliares. Sólo hay una excepción, y ¿sabes quién es? El contable de la LoddStone que enviamos allí para controlar los gastos. Voló con billete turístico.
—Bueno; repito, ¿y qué? —dijo Deere.
Bantz trató de dominar su cólera.
—La película tiene presupuestada una escuela para los hijos de todos los que intervienen en el rodaje. En el presupuesto se incluye el alquiler de un yate durante dos semanas. Acabo de leer cuidadosamente el guión. Hay doce actores y actrices que sólo intervienen dos o tres minutos en la película. El yate sólo sería necesario durante dos días de rodaje. ¿Me quieres explicar cómo has permitido todo eso?
Skippy Deere lo miró sonriendo.
—Pues claro —dijo—. Nuestro director es Lorenzo Tallufo. Insiste en que la gente viaje en primera. Los actores secundarios las estrellas que sólo interpretan una o dos escenas se incluyeron en el guión porque follan con los protagonistas principales. El yate se alquiló para dos semanas porque Lorenzo quiere asistir al Festival Cinematográfico de Cannes.
—Tú eres el productor, habla con Lorenzo —dijo Bantz.
—Yo no pienso hacer tal cosa —dijo Deere—. Lorenzo tiene cuatro películas cuyos beneficios brutos han superado los cien millones de dólares y cuenta en su haber con dos Oscar. Le besaré el culo cuando lo acompañe al yate. Habla tú con él si quieres.
Bantz no contestó. Técnicamente, en la jerarquía de la industria cinematográfica, el presidente de los estudios estaba por encima de todo el mundo. El productor era la persona que reunía todos los elementos necesarios y supervisaba el presupuesto y desarrollo del guión, pero en realidad, en cuanto se iniciaba el rodaje de una película, el supremo poder lo ejercía el director, sobre todo cuando tenía a su espalda un récord de éxitos. Bantz sacudió la cabeza.
—No puedo hablar con Lorenzo porque ahora ya no cuento con el respaldo de Elí. Lorenzo me mandaría a la mierda y perderíamos la película.
—Y tendría razón —dijo Deere.— Lorenzo siempre le sisa cinco millones de dólares a una película, lo hacen todos. Ahora cálmate para que podamos asistir al entierro.
Pero Bantz ya estaba examinando otras hojas de costes.
—En tu película —le dijo a Deere—, hay una partida de quinientos mil dólares para comida china de llevar a casa. Nadie, ni siquiera mi mujer, podría gastarse medio millón de dólares en comida china. Si fuera comida francesa, tal vez, pero ¿china, y de llevar a casa?
Skippy Deere tuvo que pensar con rapidez porque Bobby había gillado.
—Es un restaurante japonés, la comida es sushi. Es la comida más cara del mundo.
Bantz se calmó de repente. La gente siempre despotricaba contra la comida sushi. El jefe de unos estudios de la competencia había comentado que había llevado a un inversor japonés a cenar un restaurante especializado en sushi. Mil dólares para dos, veinte asquerosas cabezas de pescado, le había dicho. Bantz quedó de piedra.
—Muy bien —dijo Bantz—; pero tienes que reducir gastos procura conseguir más auxiliares universitarios en la película. Los universitarios trabajaban gratis.
El funeral de Hollywood de Elí Marrion ocupó más espacio en los medios de difusión que el de una estrella de primera magnitud. Lo reverenciaban e incluso respetaban los jefes de los estudios, los productores y los agentes, y a veces lo querían las estrellas de la pantalla, los directores y hasta los guionistas, en parte gracias a su amabilidad y a una prodigiosa inteligencia que había resuelto muchos problemas de la industria cinematográfica. También se había ganado fama de ser justo, dentro de lo razonable.
En sus primeros años había mantenido una actitud ascética, no se había complacido en ejercer despóticamente el poder y no había exigido favores sexuales a las aspirantes a actrices. Además, la LoddStone producía más superproducciones que ningún otro estudio, y eso era lo más importante para la gente que se dedicaba a hacer películas.
El presidente de Estados Unidos envió a su jefe de estado mayor para que pronunciara unas breves palabras de elogio. Francia mandó a su ministro de Cultura, a pesar de que era un enemigo declarado de las películas de Hollywood. El Vaticano envió a un representante especial, un joven cardenal lo bastante apuesto como para que inmediatamente le llovieran ofertas para pequeños papeles. Un grupo de ejecutivos japoneses se presentó como por arte de ensalmo. Los más altos ejecutivos de empresas cinematográficas de los Países Bajos, Alemania, Italia y Suecia también rindieron homenaje a Elí Marrion.
Se iniciaron los discursos. Primero un gran actor, seguido de una gran actriz. Después un director de serie A y un guionista llamado Benny Sly rindieron tributo a Elí Marrion. A continuación habló el representante del presidente de Estados Unidos, y al término de sus palabras intervinieron dos de los más populares cómicos de la pantalla, que para quitar un poco de severidad al acto contaron algunas anécdotas humorísticas sobre el poder y la perspicacia de Elí Marrion. Finalmente tomaron la palabra Bobby Bantz, y Kevin y Dora, los hijos de Elí.
Kevin Marrion ensalzó las virtudes paternales de Elí, no sólo con sus hijos sino con los que trabajaban en la LoddStone. Era un hombre que había llevado la antorcha del arte en sus películas, una antorcha aseguró Kevin a los presentes que él recogería.
Dora, la hija de Elí, fue la que pronunció el discurso más poético, escrito por Benny Sly. Fue muy elocuente y espiritual y se refirió a las cualidades y los logros de Elí Marrion con unas respetuosas palabras no exentas de humor.
—He querido a mi padre más de lo que jamás he querido a nadie —dijo—, pero me alegro de no haber tenido que negociar nunca con él. Yo sólo tenía que tratar con Bobby Bantz, y a éste siempre le ganaba.
Provocó las previstas risas y le cedió el turno a Bobby Bantz, quien en su fuero interno se había ofendido por su comentario.
—Me he pasado treinta años completos construyendo los Estudios LoddStone con Elí Marrion —dijo—. Era el hombre más amable e inteligente que jamás he conocido. A sus órdenes, mi servicio de treinta años ha sido la época más dichosa de mi vida, y seguiré sirviendo su sueño. Demostró la confianza que tenía depositada en mí encomendándome el control de los estudios en los próximos cinco años; y no lo defraudaré. No puedo aspirar a igualar su obra. Él regaló sueños a miles de millones de personas de todo el mundo, compartió su riqueza y su amor con su familia y con todos los ciudadanos de este país. Como dice el nombre de nuestros estudios, fue un auténtico imán.
Todos los reunidos comprendieron que Bantz había escrito personalmente el discurso pues a través de él acababa de transmitir un importante mensaje a toda la industria cinematográfica: que él iba a dirigir los estudios en los cinco años siguientes, y que esperaba que todo el mundo le tuviera el mismo respeto que le había tenido a Elí Marrion. Bobby Bantz ya no era el Número Dos, sino el Uno.
Dos días después del entierro, Bantz llamó a Skippy Deere a los estudios y le ofreció el puesto de jefe de producción de la LoddStone que él había ocupado hasta aquel momento. Ahora él ostentaba el cargo de presidente, previamente ejercido por Marrion. Las condiciones que le ofrecía a Deere eran irresistibles. Éste participaría en los beneficios de todas las películas que hicieran los estudios, podría dar luz verde a cualquier película cuyo presupuesto no superara los treinta millones de dólares, y podría asociar su propia productora a los estudios LoddStone como empresa independiente y nombrar al director de dicha empresa.
Skippy Deere se quedó asombrado ante la generosidad de la oferta y la consideró una muestra de inseguridad por parte de Bantz. Bantz era consciente de su debilidad creativa y contaba con que Deere supliera su deficiencia.
Deere aceptó la oferta y nombró directora de su productora a Claudia de Lena, no sólo por su creatividad y sus conocimientos sobre el proceso de realización de las películas sino también porque sabía que era demasiado honrada como para socavar su posición. Con ella no tendría que volver constantemente la cabeza para vigilar. Además siempre disfrutaba de su compañía y de su buen humor, lo cual no era poco en el ambiente cinematográfico. La faceta sexual de sus relaciones había quedado atrás hacía mucho tiempo.
Skippy Deere se emocionó al pensar en lo ricos que iban a ser todos. Llevaba en el sector cinematográfico el tiempo suficiente como para saber que hasta las estrellas más cotizadas llegaban a veces a la vejez en la semipobreza. Él ya era muy rico, pero consideraba que existían distintos niveles de riqueza y que él sólo estaba en el primero. Podría vivir el resto de su vida en medio del lujo, aunque no podría tener su jet privado ni mantener cinco residencias. Tampoco podría tener un harén ni permitirse el lujo de ser un jugador empedernido, divorciarse cinco veces o tener un ejército de cien criados. Ni siquiera podría financiar sus propias películas. Tampoco podría conseguir una costosa colección de arte ni comprarse un Monet o un Picasso, como había hecho Elí, pero ahora sabía que algún día quizá subiría desde el primer nivel hasta el quinto. Tendría que trabajar muy duro y ser muy listo, pero sobre todo estudiar cuidadosamente a Bobby Bantz.
Bantz esbozó los planes, y Deere se sorprendió de que fueran tan audaces. Estaba claro que Bantz tenía el decidido propósito de ocupar su lugar en el mundo del poder.
Para empezar concertaría un trato con Melo Stuart, para que éste concediera a la LoddStone una opción preferente sobre todas las estrellas más brillantes de su agencia.
—No me será difícil conseguirlo —dijo Deere—. Dejaré bien claro mi propósito de dar luz verde a sus proyectos preferidos.
—Me interesa especialmente que nuestra próxima película la haga Athena Aquitane —dijo Bobby Bantz.
Vaya, pensó Deere. Ahora que Bantz controlaba la LoddStone confiaba en poder llevarse a la cama a Athena. En su calidad de jefa de introducción, también él tendría alguna oportunidad.
—Le diré a Claudia que empiece a trabajar en un proyecto ahora mismo —dijo Deere.
—Estupendo —dijo Bantz—. Y ahora recuerda que yo siempre supe lo que Elí hubiera querido hacer, pero no se atrevía porque era demasiado blando. Vamos a deshacernos de las productoras de Dora y Kevin. Siempre pierden dinero, y además no los quiero ver en los estudios.
—Ten cuidado con ésos —le advirtió Deere—. Tienen muchas acciones en la empresa.
Banz lo miró sonriendo.
—Sí, pero Elí me ha dejado el control durante cinco años. Tu serás el cabeza de turco. Tú te negarás a dar luz verde a sus proyectos. Dentro de uno o dos años se irán asqueados y te echarán la culpa a ti. Ésa era la técnica de Elí. Yo siempre pagaba los platos rotos.
—Creo que te va a ser muy difícil echarlos del recinto de los estudios —dijo Deere—. Es su segundo hogar y crecieron aquí.
—Lo intentaré —dijo Bantz—. Otra cosa. La víspera de su muerte, Elí accedió a pagarle a Ernest Vail un porcentaje sobre los ingresos brutos y un anticipo sobre todas las películas que se hicieran con la mierda de su novela. Elí le hizo la promesa porque Molly Flanders y Claudia le fueron a dar el coñazo en su lecho de muerte, lo cual por cierto me parece de muy mal gusto. Le he notificado a Molly por escrito que no me siento ni legal ni moralmente obligado a cumplir la promesa.
Deere reflexionó sobre el problema.
—No se suicidará, pero podría morir de muerte natural en los próximos cinco años. Tenemos que protegernos contra esa eventualidad.
—No —dijo Bantz—. Elí y yo consultamos con nuestros abogados y ellos nos dijeron que el argumento de Molly no sería aceptado en un juicio. Negociaré el pago de una cantidad, pero no sobre los beneficios brutos. Nos chuparía la sangre.
—¿Y Molly ha contestado? —preguntó Deere.
—Sí, las habituales idioteces que los abogados contestan. Le he dicho que se vaya a la mierda.
Bantz cogió el teléfono y llamó a su psicoanalista. Su mujer llevaba muchos años aconsejándole que se sometiera a tratamiento para resultar más simpático.
—Quería simplemente confirmar nuestra cita de las cuatro de la tarde —dijo Bantz, hablando por teléfono—. Sí, la semana que viene hablaremos del guión.
Colgó el teléfono y miró a Deere con una tímida sonrisa en los labios.
Deere sabía que Bantz tenía una cita con Falene Fant en el bungalow de los estudios en el hotel Beverly Hills. La psicoanalista le servía a Bobby de tapadera pues los estudios habían aceptado una opción sobre un guión original suyo centrado en un psiquiatra que se convertía en un asesino en serie. Lo más curioso era que Deere había leído el guión y pensaba que se podía hacer con él una buena película de bajo presupuesto; pero Bantz pensaba que era una mierda. Deere aceptaría la película, y Bantz creería que Deere le hacía un favor.
Después Bantz y Deere comentaron los motivos por los que acostarse con Falene los hacía tan felices. Ambos se mostraron de acuerdo en que todo aquello era algo muy infantil, tratándose de unos hombres tan importantes como ellos. También se mostraron de acuerdo en que el hecho de que el sexo con Falene resultara tan placentero se debía a que era una chica muy divertida y nunca les exigía nada. Cierto que de vez en cuando les hacía algunas veladas insinuaciones, pero la chica tenía talento y cuando llegara el momento ya le ofrecerían una oportunidad.
—Lo que más me preocupa —dijo Bantz—, es que en cuanto empiece a convertirse en una estrella, quizá nuestra diversión se termine para siempre.
—Cierto —dijo Deere—. Es así como suelen reaccionar las estrellas de talento. Pero bueno, entonces ganaremos con ella un montón de dinero.
Revisaron los programas de producción y estreno. Mesalina se terminaría en cuestión de dos meses y sería la locomotora de la temporada navideña. Había finalizado una continuación de la novela de Vail, y el estreno estaba previsto para dos semanas más tarde. Posiblemente aquellas dos películas de la LoddStone alcanzaran en su conjunto unos beneficios brutos mundiales de mil millones de dólares, incluidos los derechos de vídeo. Bantz percibiría unos veinte millones de dólares, y Deere probablemente cinco. Bantz sería aclamado como un genio en su primer año como sucesor de Marrion, y reconocido como un auténtico Número Uno.
—Es una lástima que tengamos que pagarle a Cross el quince por ciento de los beneficios brutos ajustados de Mesalina. ¿Por qué no le devolvemos el dinero con los intereses? Si no le gusta, que presente una querella. Ya sabemos que no le interesa ir a juicio. ¿No dicen que es de la Mafia? —preguntó Bantz.
Este tipo es un gallina, pensó Deere.
—Conozco a Cross —dijo Deere—. No es un tipo duro. Si realmente fuera peligroso, su hermana Claudia me lo hubiera dicho. La única que me preocupa es Molly Flanders. Estamos jodiendo simultáneamente a dos de sus clientes.
—Bueno —dijo Bobby—, la verdad es que hemos tenido un buen día de trabajo. Nos ahorraremos veinte millones de dólares con Vail y puede que unos diez millones con De Lena. Con eso nos podremos pagar nuestras bonificaciones. Seremos unos héroes.
—Sí —dijo Deere, consultando su reloj—. Ya son casi las cuatro. ¿No tienes que ir a ver a Falene?
En aquel momento se abrió la puerta del despacho de Bobby Bantz y apareció Molly Flanders. Vestía ropa de combate: pantalones, chaqueta y una blusa blanca de seda. Y zapatos planos. La hermosa tez de su rostro estaba arrebolada por la furia. Había lágrimas en sus ojos, y sin embargo estaba más bella que nunca. Su voz rebosaba de perverso regocijo.
—Bueno, hijos de la grandísima puta —dijo—, Ernest Vail ha muerto. Tengo pendiente un mandato judicial para impedir el estreno de vuestra nueva continuación de su libro. Y ahora ¿estáis dispuestos a sentaros a negociar?
Ernest Vail sabía que su mayor problema para suicidarse estribaba en la forma de evitar la violencia. Era demasiado cobarde como para utilizar los métodos más conocidos. Las armas de fuego le daban miedo, y los cuchillos y venenos eran demasiado directos y podían fallar. La introducción de la cabeza en el horno, la estufa de gas o la muerte en el coche por intoxicación con monóxido de carbono no eran sistemas muy seguros. Cortarse las muñecas era muy cruento. No, él quería una muerte placentera, rápida y segura que dejara su cuerpo intacto y con aspecto decoroso.
Ernest se enorgullecía de haber tomado una decisión inteligente que beneficiaría a todo el mundo menos a los Estudios LoddStone. Era simplemente una cuestión de provecho económico personal y de restablecimiento de su ego. Volvería a recuperar el control de su vida; se rió al pensarlo. Otra manifestación de cordura. Seguía conservando el sentido del humor.
Lanzarse a nadar en el océano era demasiado cinematográfico, arrojarse al paso de un autobús resultaba demasiado doloroso y humillante, como si fuera un pobre desgraciado sin hogar. De momento había algo que lo atraía por encima de cualquier otra cosa. Una píldora para dormir, ya un poco en desuso, un supositorio que uno se introducía en el recto. Pero era algo demasiado indecoroso y no totalmente seguro.
Ernest rechazó todos esos métodos y buscó algo que pudiera proporcionarle una muerte segura y placentera. El proceso lo animó hasta el punto de inducirle a abandonar su propósito. La redacción de los borradores de las notas de suicidio también lo animó. Quería echar mano de todo su arte para que no pareciera que se compadecía de sí mismo o acusaba a alguien. Quería por encima de todo que su suicidio fuera aceptado como un acto completamente racional y no como un acto de cobardía.
Empezó con una nota a su primera mujer, a la que consideraba su único y verdadero amor. Procuró que la primera frase fuera objetiva y práctica.
“Ponte en contacto con mi abogada Molly Flanders en cuanto recibas esta nota. Te dará una noticia muy importante. Os agradezco a ti y a los chicos los muchos años de felicidad que me habéis dado. No quiero en modo alguno que pienses que lo que he hecho constituye un reproche para ti. Ya estábamos hartos el uno del otro antes de separarnos. Por favor, no pienses que mi acción es fruto de una enfermedad marital o de la infelicidad. Es algo completamente racional, como te explicará mi abogada. Diles a mis hijos que los quiero”.
Ernest apartó la nota a un lado. Necesitaría muchos retoques. Después escribió notas a su segunda y tercera esposas, informándolas de que les dejaba una pequeña parte de su herencia. Les daba las gracias por la felicidad que le habían dado y les aseguraba que no eran en modo alguno responsables de su acción. Le pareció que no estaba de muy buen humor, así que le escribió una breve nota a Bobby Bantz, un simple “Jódete”.
Después le escribió una nota a Molly Flanders en la que le decía “Dales caña a los muy hijos de puta”. Eso lo puso de mejor humor.
A Cross de Lena le escribió: “Finalmente he hecho lo más acertado”. Había intuido el desprecio que De Lena sentía por sus absurdas chácharas.
Al final puso todo su corazón en la nota que le escribió a Claudia. “Me diste los momentos más felices de mi vida, y eso que ni siquiera estábamos enamorados el uno del otro”. ¿Cómo lo entiendes tú? y ¿cómo es posible que todo lo que tú has hecho en la vida esté bien y lo que yo he hecho esté mal? Hasta ahora. Por favor, no tengas en cuenta nada de lo que te dije sobre tu manera de escribir ni mi menosprecio por tu trabajo. Era la simple envidia de un escritor tan anticuado como un herrero. Y gracias por luchar por mi porcentaje, aunque en último extremo fracasaras en tu empeño. Te quiero por haberlo intentado”.
Amontonó las notas que había escrito en amarillas hojas de copia. Eran horribles, pero ya las volvería a redactar. La clave estaba siempre en las revisiones.
Sin embargo, el hecho de haber escrito las notas había agitado su subconsciente. Al final se le había ocurrido un método perfecto para suicidarse.
Kenneth Kaldone era el mejor dentista de Hollywood, tan famoso en su reducido círculo como cualquiera de las estrellas más cotizadas de la pantalla. Era extremadamente hábil en el ejercicio de su profesión y muy pintoresco y audaz en su vida privada. Detestaba la imagen burguesa que se ofrecía de los dentistas en la literatura y el cine y hacía todo lo posible por refutarla. Sus modales y su forma de vestir eran encantadores y en su lujoso consultorio tenía un revistero con cien de las mejores revistas publicadas en Estados Unidos e Inglaterra y otro revistero más pequeño con publicaciones alemanas, italianas, francesas e incluso rusas.
En las paredes de la sala de espera colgaban costosos lienzos de arte moderno, y cuando uno entraba en el laberinto de las salas de tratamiento podía ver que los pasillos estaban adornados con fotografías autografiadas de los nombres más grandes de Hollywood; Sus pacientes.
Siempre estaba de buen humor y tenía un aire vagamente afeminado y extrañamente ambiguo. Le gustaban las mujeres, pero no acertaba a comprender que alguien pudiera establecer con ellas el menor compromiso. Para él el sexo no era más importante que una buena cena, un excelente vino o una música maravillosa.
En lo único en lo que creía Kenneth era en el arte de la odontología. En eso era un artista y se mantenía al tanto de todos los más recientes avances técnicos y cosméticos. Se negaba a colocarles a sus clientes puentes postizos e insistía en hacerles implantes de acero, a los que posteriormente se fijaban unos dientes artificiales permanentes. Pronunciaba conferencias en las convenciones de odontología y era tal su prestigio que una vez incluso había sido llamado para tratar la dentadura de un miembro de la principesca familia de Mónaco.
Ningún paciente de Kenneth Kaldone se veía obligado a meter su dentadura en un vaso de agua por la noche. Ningún paciente sufría jamás el menor dolor en su sillón de dentista, dotado de toda suerte de comodidades. Era generoso en el uso de los anestésicos y especialmente en el del llamado aire dulce, una combinación de óxido nitroso y oxígeno que los pacientes inhalaban a través de una máscara de goma y que eliminaba prodigiosamente el dolor de los nervios y los sumía en una semiinconsciencia casi tan placentera como la del opio.
Ernest y Kenneth se habían hecho amigos durante la primera visita de Ernest a Hollywood, veinte años atrás. Ernest había sufrido repentinamente un insoportable dolor de muelas en el transcurso de una cena con un productor que lo estaba cortejando para que le cediera los derechos de una de sus novelas. El productor llamó a Kenneth a las doce de la noche, y el dentista acudió rápidamente al lugar donde se celebraba la fiesta para trasladar a Ernest en su coche a su consultorio y tratarle el diente infectado. Después lo acompañó al hotel y le dijo que acudiera a su consultorio al día siguiente.
Ernest le comentó más tarde al productor que debía de tener mucha influencia para que un dentista efectuara una visita domiciliaria a medianoche. El productor le dijo que no, que Kenneth Kaldone era así. Para el dentista, un hombre con dolor de muelas era un hombre que se estaba ahogando y al que se tenía que salvar, pero además Kenneth Kaldone había leído todos los libros de Ernest y le encantaba su obra.
Al día siguiente, cuando visitó al dentista en su consultorio, Ernest le dio efusivamente las gracias, pero Kenneth levantó la mano para interrumpirle.
—Todavía estoy en deuda con usted por el placer que me han deparado sus libros —le dijo—. Y ahora permítame que le hable de los implantes de acero.
A continuación pronunció una larga conferencia, señalando que nunca era demasiado temprano para cuidar la boca, que Ernest no tardaría en perder algunos dientes y que los implantes de acero le evitarían tener que colocar la dentadura en un vaso de agua por la noche.
—Lo pensaré —dijo Ernest.
—No —dijo Kenneth—. No puedo tratar a un paciente que no está de acuerdo con mi trabajo.
Ernest se echó a reír.
—Menos mal que no es usted un novelista —le dijo—, pero de acuerdo.
Se hicieron amigos. Vail lo llamaba para salir a cenar cada vez que visitaba Hollywood, y a veces viajaba a Los Ángeles simplemente para que lo tratara con su aire dulce. Kenneth comentaba con inteligencia los libros de Ernest y era casi tan entendido en literatura como en odontología.
A Ernest le encantaba el aire dulce. Jamás sentía dolor, y algunas de sus mejores ideas se le ocurrían cuando se encontraba en aquel estado de seminconsciencia artificial. En los años sucesivos se hicieron tan amigos que al final Ernest acabó llenándose la boca con toda una serie de dientes con raíces de acero que lo acompañarían hasta la tumba.
No obstante, lo que a Ernest más le interesaba de Kenneth era su valor como personaje de novela. Ernest siempre creía que en todos los seres humanos se encerraba una sorprendente perversidad. Kenneth le había revelado la suya, de carácter sexual; aunque no tipo propiamente pornográfico en el sentido que habitualmente daba al término.
Siempre charlaban un poco antes de que el dentista le administrara a Ernest la consabida dosis de aire dulce que precedía al tratamiento. Kenneth le comentó un día que su principal novia, su segunda mujer más significativa, follaba también con su perro, enorme pastor alemán.
Ernest, que estaba a punto de sucumbir al aire dulce, se quitó la máscara de goma de la cara y dijo sin pensar:
—¿Follas con una mujer que también folla con su perro? ¿Y eso no te preocupa?
Se refería a las complicaciones médicas y psicológicas. Kenneth no comprendió sus insinuaciones.
—¿Y por qué tendría que preocuparme? —replicó—. Un perro no es un rival.
Al principio Ernest pensó que estaba bromeando, pero después comprendió que Kenneth hablaba en serio. Ernest se volvió a colocar la máscara y se sumergió en el adormecimiento provocado por el óxido nitroso y el oxígeno mientras su mente, estimulada como de costumbre, llevaba a cabo un análisis completo de su dentista.
Kenneth no concebía el amor como un ejercicio espiritual. El placer era lo principal; algo muy parecido a su capacidad para eliminar el dolor. Uno se tenía que entregar a los placeres de la carne sin dejar por ello de controlarlos.
Aquella noche los dos amigos cenaron juntos y Kenneth le confirmó más o menos a Ernest su análisis.
—El sexo es mejor que el ácido nitroso —dijo—, pero al igual que ocurre con el ácido nitroso tienes que mezclarlo por lo menos con un treinta por ciento de oxígeno.
El dentista miró con astucia a Ernest.
—Ernest, sé que te encanta el aire dulce. Te administro la dosis máxima el setenta por ciento y la toleras muy bien.
—¿Es peligroso? —preguntó Ernest.
—Pues más bien no —contestó Kenneth—. A menos que tardes un par de días en quitarte la máscara, y quizá ni siquiera entonces. Pero el óxido nitroso puro acabaría contigo de quince a treinta minutos. Es más, aproximadamente una vez al mes, organizo una pequeña fiesta de medianoche en mi consultorio. Es tremendamente divertido.
Al ver que Ernest lo miraba escandalizado, añadió: el óxido nitroso no es como la cocaína. La cocaína deja a las mujeres sumidas en un estado de impotencia, en cambio el óxido nitroso simplemente las suelta. Ven a mi fiesta como si acudieras a un cóctel. No estás obligado a hacer nada.
Ernest pensó con malicia si estaría permitida la entrada de perros. Después dijo que iría. Se juzgó a sí mismo diciendo que aquello sólo sería una investigación para una novela.
No se divirtió para nada en la fiesta, y en realidad no participó. De hecho, el óxido nitroso no despertó sus instintos sexuales sino que más bien le hizo sentirse más espiritual, como si fuera una droga sagrada que sólo se tuviera que usar para adorar a un dios misericordioso. La cópula entre los invitados fue tan bestial que Ernest comprendió por primera vez la indiferencia con que Kenneth se había referido a las actividades de su segunda mujer más significativa con el pastor alemán. Era algo tan vacío de contenido humano que resultaba de un aburrimiento mortal. El propio Kenneth no participó pues estaba demasiado ocupado manipulando los mandos del óxido nitroso.
Pero ahora, años después, Ernest cayó en la cuenta de que tenía un medio para suicidarse. Sería como una indolora intervención odontológica. No sufriría, no quedaría desfigurado y no tendría miedo. Flotaría desde este mundo al otro envuelto en una nube de benévolas reflexiones. Moriría feliz, tal como solía decirse.
El problema sería entrar de noche en el despacho de Kenneth y saber cómo se accionaban los mandos.
Concertó una cita con Kenneth para que le hiciera una revisión; Mientras Kenneth estudiaba las radiografías, Ernest le dijo que uno de los personajes de su nueva novela era un dentista y le pidió que le mostrara cómo funcionaban los mandos del aire dulce.
Kenneth era un pedagogo nato y le mostró el funcionamiento de los mandos de los depósitos de óxido nitroso y oxígeno, haciendo especial hincapié en los porcentajes de seguridad mientras le explicaba todos los detalles del sistema.
—¿Pero no podría ser peligroso? —preguntó Ernest—. ¿Qué pasaría si te emborracharas y te equivocaras? Me podrías matar.
—No, eso se regula de una forma automática para que siempre recibas por lo menos un treinta por ciento de oxígeno le explicaba Kenneth.
Ernest vaciló un instante, como si estuviera un poco turbado. Ya sabes lo bien que me lo pasé en aquella fiesta de hace unos cuantos años. Ahora tengo una amiga guapísima, pero un poco estrecha. Necesito que me eches una mano. Me podrías dejar la llave de tu consultorio para que una noche pueda venir aquí con ella. El óxido nitroso podría inclinar la balanza.
Kenneth examinó cuidadosamente las radiografías.
—Tienes la boca en perfecto estado —dijo—. Soy un dentista fabuloso.
—¿La llave? —dijo Ernest.
—¿Es guapa la chica? —preguntó Kenneth—. Dime qué noche y yo vendré y prepararé los mandos.
—Mejor no —dijo Ernest—. Es una chica muy restringida; el óxido nitroso no serviría para nada. —Pausa—. La verdad es que es una chica muy anticuada.
—No me vengas con historias —dijo Kenneth, mirándole directamente a los ojos—. Vuelvo enseguida —añadió abandonando la sala de tratamiento.
Regresó con una llave en la mano.
—Llévala a una ferretería y que te hagan un duplicado —dijo—. No olvides dejar tu nombre. Después regresa aquí y devuélveme mi llave.
Ernest lo miró con asombro.
—No es para ahora mismo —dijo.
Kenneth guardó las radiografías y se volvió a mirarle. Por primera vez desde que Ernest lo conocía, había desaparecido de su rostro su característica expresión jovial.
—Cuando la policía te encuentre muerto en mi sillón —dijo Kenneth—, no quiero verme mezclado para nada en este asunto. No quiero poner en peligro mi situación profesional y tampoco quiero que mis pacientes me abandonen. La policía encontrará el duplicado y localizará el establecimiento. Pensarán que hubo una trampa por tu parte. Supongo que dejarás una nota, ¿verdad?
Ernest se quedó sorprendido y avergonzado. No se le había ocurrido pensar que podría perjudicar a Kenneth. Kenneth lo estaba mirando con una sonrisa de reproche teñida de tristeza. Ernest cogió la llave que le ofrecía, y en una insólita muestra de emoción le dio un torpe abrazo.
—O sea que lo has comprendido —dijo—. Mi actitud es completamente racional.
—La mía también —dijo Kenneth—. Yo también lo he pensado a menudo para cuando sea viejo o en caso de que las cosas me vayan mal. —Esbozó una alegre sonrisa y añadió—: Nadie puede competir con la muerte.
Se echaron a reír.
—¿Sabes realmente por qué? —preguntó Ernest.
—En Hollywood lo sabe todo el mundo —contestó Kenneth—. En una fiesta, alguien le preguntó a Skippy Deere si de veras iba a hacer la película, y él contestó:
—Lo intentaré hasta que se congele el infierno o Ernest Vail se suicide.
—¿Y tú no crees que estoy loco —preguntó Ernest— por hacerlo por un dinero que no podré gastar?
—¿Y por qué no? —contestó Kenneth—. Es mucho más inteligente que matarte por amor. Pero la mecánica no es tan sencilla. Tienes que desconectar de la pared ese tubo que suministra oxígeno para que no funcione el regulador y puedas hacer una mezcla que supere el setenta por ciento. Hazlo el viernes por la noche cuando se vayan los del servicio de limpieza, para que no te encuentren hasta el lunes. Siempre cabría la posibilidad de que te reanimaran. Pero, como es natural, si utilizas óxido nitroso puro te irás en cuestión de media hora. —Otra triste sonrisa—. Todo trabajo que te hice en la dentadura desperdiciado. Lástima.
Dos días más tarde, el sábado por la mañana, Ernest Vails despertó muy temprano en su habitación del hotel Beverly Hills. El sol ya estaba asomando por el horizonte. Se duchó, se afeitó y se puso una camiseta, unos cómodos tejanos y una chaqueta de lino color canela. La habitación estaba llena de ropa y de periódicos por todas partes, pero hubiera sido absurdo arreglarla.
El consultorio de Kenneth se encontraba a media hora de camino del hotel, y Ernest salió a la calle con una profunda sensación de libertad. Nadie iba a pie en Los Ángeles. Tenía apetito pero no se atrevió a comer nada por temor a que lo hiciera vomitar cuando se encontrara bajo los efectos del óxido nitroso.
El consultorio estaba ubicado en la decimoquinta planta de un edificio de dieciséis pisos. En el vestíbulo sólo había un guardia de seguridad, y no se cruzó con nadie en el ascensor. Abrió la cerradura del consultorio y entró. Cerró la puerta a su espalda y se guardó la llave en el bolsillo. En las distintas salas del consultorio reinaba una quietud espectral. La ventanilla de la recepcionista brillaba bajo los rayos del sol matutino y el ordenador estaba siniestramente oscuro y silencioso.
Ernest abrió la puerta que daba acceso a la zona de trabajo. Mientras bajaba por el largo pasillo le saludaron las fotografías de varias cotizadas estrellas de la pantalla. Había seis salas de tratamiento, tres a cada lado del pasillo. Al final estaba el despacho de Kenneth y una sala de reuniones en la que se habían sentado a conversar muchas veces. Anexa se encontraba la sala de tratamiento que utilizaba Kenneth, donde atendía a sus pacientes de más categoría.
El sillón era extremadamente lujoso, con un cuero más suave. En la mesa móvil descansaba la máscara del aire dulce. La consola, el conectado a los depósitos ocultos de óxido nitroso y oxígeno: dos mandos en posición cero.
Ernest ajustó las esferas para obtener una mezcla de un cincuenta por ciento de óxido nitroso y un cincuenta por ciento de oxígeno. Después se sentó en el sillón, se puso la máscara en el rostro y se relajó. Al fin y al cabo ahora Kenneth no le iba a introducir cuchillos en las encías. Todos los dolores y sufrimientos abandonarían su cuerpo cuando su cerebro empezara a vagar por el mundo.
Pasaron por su mente varias ideas para futuras novelas y toda una serie de pensamientos sobre muchas personas conocidas, pero ninguno de ellos malicioso porque eso era precisamente lo que tenía de bueno el óxido nitroso. Mierda, había olvidado volver a redactar las notas de suicidio, y ahora se daba cuenta de que a pesar del lenguaje y de las buenas intenciones todas eran esencialmente ofensivas.
Ernest se encontraba ahora en un enorme globo de colores. Flotaba sobre el mundo que había conocido. Pensó en Elí Marrion, que había seguido su destino, había alcanzado el poder y era reverentemente admirado por su despiadada inteligencia en el ejercicio de su poder. Sin embargo, cuando él había publicado su mejor libro, el ganador del premio Pulitzer que posteriormente le habían comprado para una versión cinematográfica, Elí Marrion había asistido al cóctel organizado por la editorial. Es usted un excelente escritor, le había dicho Elí mientras estrechaba su mano.
Su presencia en la fiesta había sido la comidilla de todo Hollywood. En un alarde de respeto final, el gran Elí Marrion le había otorgado un porcentaje sobre los beneficios brutos de la película, pero Bantz se lo había arrebatado a la muerte de Marrion.
Bantz no era un canalla. Su implacable búsqueda de ganancias era el resultado de su experiencia en un mundo especial. A decir verdad, Skippy Deere era mucho peor porque con su inteligencia, su encanto, su energía elemental y su instintiva tendencia a la traición personal, resultaba mucho más mortífero.
Se le ocurrió otra cosa. ¿Por qué se había pasado la vida burlándose de Hollywood y de sus películas? ¿Por celos? El cine era la forma de arte más venerada en la actualidad y a él le encantaban las películas, por lo menos las buenas. Envidiaba las relaciones que se establecían durante el rodaje de una película. Los actores del reparto, el equipo de rodaje, el director, los protagonistas principales, incluso los trajes, los estúpidos ejecutivos de los estudios formaban una familia estrechamente unida aunque no siempre bien avenida, por lo menos hasta que terminaba la película. Se hacían regalos los unos a los otros, se besaban y abrazaban, y se juraban eterna amistad. Qué sensación tan maravillosa debía de ser… Recordó que cuando escribió su primer guión con Claudia pensó que a lo mejor acabaría siendo aceptado en aquella familia.
Pero ¿cómo hubieran podido aceptarlo con su personalidad, su perverso ingenio y sus constantes burlas? No obstante, bajo los efectos del óxido nitroso no podía juzgarse a sí mismo con dureza. Estaba en su derecho, había escrito grandes libros (era una rareza entre los novelistas porque apreciaba sinceramente sus obras) hubiera merecido ser tratado con más respeto.
Benévolamente saturado de óxido nitroso, Ernest llegó a la conclusión de que no deseaba morir. El dinero no era tan importante, Bantz acabaría cediendo, o Claudia y Molly encontraría una salida.
Después recordó toda su humillación. Ninguna de sus mujeres lo había querido de verdad. Siempre había sido un mendigo, nadie había correspondido jamás a su amor. Sus libros habían sido respetados pero jamás habían despertado el entusiasmo suficiente como para enriquecer a un escritor. Algunos críticos lo habían vapuleado, y él había fingido aceptar las críticas con espíritu deportivo. Al fin y al cabo no estaba bien enfadarse con los críticos pues se limitaban a hacer su trabajo. Pese a todo, sus comentarios le habían dolido mucho. En cuanto a sus amigos, aunque a veces disfrutaban de su compañía, de su ingenio y su honradez, nunca habían sido muy íntimos, ni siquiera Kenneth. Claudia lo apreciaba sinceramente, pero Molly Flanders y Kenneth más bien se compadecían de él.
Ernest alargó la mano y cortó el paso del aire dulce. La cabeza se le despejó en cuestión de minutos. Entonces se fue al despacho de Kenneth y se acomodó en su sillón.
Volvió a sentirse deprimido. Se reclinó en el sillón y contempló la salida del sol sobre Beverly Hills. El hecho de que le hubieran escamoteado el dinero lo hacía sentir incapaz de disfrutar de los placeres de la vida. Aborrecía el amanecer de un nuevo día, y por la noche se tomaba un somnífero y procuraba dormir todo lo que podía. No soportaba verse humillado por una gente a la que él despreciaba profundamente. Ya nunca ni siquiera podía leer; un placer que jamás lo había traicionado hasta entonces, y mucho menos escribir. Aquella elegante prosa tan a menudo ensalzada sonaba ahora falsa ampulosa y pretenciosa. Ya no disfrutaba escribiendo.
Desde hacía mucho tiempo se despertaba cada mañana con miedo al nuevo día y tan cansado que ni siquiera tenía ánimos para afeitarse y ducharse. Y por si fuera poco estaba sin blanca. Había ganado millones pero los había despilfarrado en el juego, las mujeres y las borracheras, o los había regalado. El dinero nunca había sido importante para él hasta aquel momento.
En los últimos dos meses no les había podido enviar a sus hijos la cantidad destinada a su manutención y no había podido pagarles las pensiones a sus ex mujeres. A diferencia de la mayoría de los hombres, el envío de aquellos cheques lo hacía feliz. Llevaba cinco años sin publicar un libro, y su personalidad resultaba cada vez menos atractiva para todos e incluso para él mismo. Siempre se quejaba de su destino. Era como un diente cariado en la cara de la sociedad. La sola imagen lo deprimió. Qué metáfora tan estúpida y tan impropia de un escritor de talento como él… Lo invadió una oleada de tristeza y se sintió completamente impotente.
Se levantó de un salto y regresó a la sala de tratamiento. Kenneth le había explicado lo que tenía que hacer. Desconectó los dos tubos, uno para el oxígeno y el otro para el óxido nitroso. Después volvió a enchufar sólo uno, el del óxido nitroso. Se sentó en el sillón, alargó la mano e hizo girar la esfera del mando. En aquel momento pensó que tenía que haber algún medio que permitiera la salida de por lo menos un diez por ciento de oxígeno para que la muerte no fuera tan segura. Cogió la máscara y se la volvió a aplicar sobre el rostro.
El óxido nitroso puro penetró en su cuerpo y le hizo experimentar un momento de éxtasis. Todo su dolor fue dando paso a una soñolienta sensación de satisfacción. El óxido nitroso llegó al cerebro y extrajo todas las impurezas que se albergaban en el interior de su cráneo. Hubo un momento de puro placer antes de dejar de existir, y en aquel momento creyó que había un Dios en el cielo.
Molly Flanders atacó con furia asesina a Bobby Bantz y a Skippy Deere. Hubiera tenido un poco más de cuidado si Elí Marrion aún hubiera estado vivo.
—Estáis a punto de estrenar una continuación del libro de Ernest. La orden judicial lo impedirá. La propiedad pertenece ahora a los herederos de Ernest. Quizá vosotros consigáis anularla y estrenar la película, pero entonces yo presentaré una querella. Si gano, los herederos de Ernest serán propietarios de la película y de casi todos los beneficios que obtenga. Y podéis estar seguros de que os impediremos hacer otras continuaciones basadas en los personajes de sus libros. Si queréis ahorraros todo eso y los años de molestias judiciales, bastará con que paguéis un anticipo de cinco millones de dólares y el diez por ciento de los beneficios brutos de cada película. Y quiero un certificado de todos los ingresos generados por los vídeos domésticos.
Deere se quedó horrorizado, y Bantz se enfureció. Ernest Vail, un escritor, percibiría un porcentaje sobre los beneficios de las películas superior al de todo el mundo; exceptuando a los protagonistas principales, y eso era un auténtico atropello.
Bantz llamó inmediatamente a Melo Stuart y al principal abogado de los estudios LoddStone. Ambos se plantaron en la sala de reuniones en media hora. La presencia de Melo era necesaria porque éste era el encargado de los paquetes económicos de las continuaciones y percibía una comisión sobre los ingresos de los protagonistas principales, el director y Benny Sly, el guionista que había refundido el texto. Dada la situación, cabía la posibilidad de que se viera obligado a renunciar a una parte de su porcentaje.
—Ya estudiamos la situación cuando el señor Vail hizo su primera amenaza a los estudios —dijo el principal abogado.
—¿Quiere usted decir que un suicidio es una amenaza a los estudios? —le preguntó Molly Flanders, interrumpiéndole en tono irritado.
—Y el chantaje —añadió en un susurro el abogado—. Ahora ya hemos examinado detalladamente la cuestión, que es muy complicada por cierto, pero ya entonces les dije a los estudios que podríamos enfrentarnos a sus exigencias en un juicio y ganarlo. En este caso concreto, los derechos de propiedad no revierten en los herederos.
—¿Qué puede usted garantizar? —le preguntó Molly—. ¿Una certeza de un noventa y cinco por ciento?
—No —contestó el abogado—. Nada es seguro en derecho.
Molly lo miró con semblante satisfecho. Los honorarios que percibiría cuando ganara el juicio le permitirían retirarse.
—Os podéis ir todos a la mierda, nos veremos en los tribunales —dijo, levantándose.
Bantz y Deere estaban tan aterrorizados que se habían quedado sin habla. Bantz pensó que ojalá Elí Marrion estuviera vivo. Melo Stuart se levantó y estrechó a Molly en un implorante y afectuoso abrazo.
—Mira; eso es sólo una negociación. Seamos civilizados. —Cuando acompañó de nuevo a Molly a su sillón, vio lágrimas en sus ojos—. Podemos llegar a un acuerdo, yo renunciaré a una parte de los porcentajes de todo el paquete.
—¿Queréis correr el riesgo de perderlo todo? —le preguntó Molly a Bantz—. ¿Puede garantizaros vuestro abogado que ganaréis el juicio? Por supuesto que no puede. ¿Qué eres, un hombre de negocios o un jugador empedernido? ¿Para ahorrarte una maldita cantidad de entre veinte y cuarenta millones de dólares, quieres correr el riesgo de perder mil millones?
Llegaron a un acuerdo. Los herederos de Ernest percibirían cuatro millones de dólares de anticipo y el ocho por ciento de los beneficios brutos de la película que estaba a punto de estrenarse, y cobrarían dos millones y el diez por ciento de los beneficios brutos de cualquier otra continuación que se rodara en el futuro. Las tres ex esposas y los hijos de Ernest se harían ricos.
—Si creéis que he sido dura con vosotros —dijo Molly para despedirse—, ya veréis cuando Cross de Lena se entere de que lo habéis jodido.
Molly estaba saboreando su victoria. Recordó una noche de años atrás en que había acompañado a Ernest a casa después de una fiesta. Estaba bastante bebida y se sentía muy sola. Ernest era ingenioso e inteligente y ella pensó que a lo mejor resultaría agradable pasar una noche con él. Cuando llegaron a casa serenados por el paseo en coche, lo acompañó a su dormitorio y miró desalentada a su alrededor. Ernest era un pobre hombre tremendamente tímido desde el punto de vista sexual. Estaba tan nervioso que ni siquiera podía hablar, pero ella era una persona demasiado justa como para despedirlo en un momento tan crítico, así que se volvió a emborrachar y se acostó con él. Lo pasaron bastante bien en la oscuridad. Ernest disfrutó tanto de la experiencia que ella se sintió halagada; incluso le sirvió el desayuno en la cama.
—Gracias —le dijo él, esbozando una tímida sonrisa—. Gracias de nuevo.
Entonces intuyó que Ernest comprendía lo que ella había experimentado en la víspera y le quería dar las gracias no sólo por servirle el desayuno en la cama sino por haber sido su benefactora sexual. Siempre lamentó no haber podido ser mejor actriz en aquel momento, pero bueno, ella no era actriz, era abogada, y se había entregado a un acto de amor sincero en favor de Ernest Vail.
El doctor David Redfellow recibió la llamada de Don Clericuzio mientras asistía a una importante reunión en Roma. Estaba asesorando al primer ministro de Italia sobre una nueva normativa bancaria que serviría para imponer duras condenas penales a los empleados bancarios corruptos, y como es natural él había manifestado su opinión contraria. Resumió inmediatamente sus argumentos y tomó un vuelo con destino a Estados Unidos.
Durante sus veinte años de exilio en Italia, David Redfellow había prosperado y superado sus más descabellados sueños. Al principio, Don Clericuzio le había echado una mano en lo referente a un pequeño banco en Roma. Más tarde él había utilizado la fortuna que había ganado con el tráfico de estupefacientes, y que guardaba en unos depósitos bancarios suizos, para comprar otros bancos y unas emisoras de televisión. Sin embargo fueron los amigos de Don Clericuzio en Italia los que le ayudaron a construir su imperio y a adquirir las revistas, los periódicos y las emisoras de televisión que ahora tenía, además de los bancos.
David Redfellow también estaba satisfecho por lo que había conseguido con su propio esfuerzo, una completa transformación de su carácter. Había adquirido la nacionalidad italiana; se había casado con una italiana, tenía hijos italianos, la consabida amante italiana (y un doctorado honorífico de una universidad italiana que le había costado dos millones). Vestía trajes de Armani, se pasaba una hora diaria en la peluquería, tenía su círculo de amigos con quienes solía reunirse en un café (que él había comprado) y había entrado en la política como asesor del Gabinete y del primer ministro. No obstante, cada año hacía una peregrinación a Quogue para cumplir cualquier encargo que quisiera encomendarle su mentor Don Clericuzio. Así pues, aquella llamada especial lo había alarmado.
Cuando llegó a la mansión de Quogue le estaba esperando la cena, y Rose Marie se había superado a sí misma porque él siempre les comentaba extasiado las excelencias de los restaurantes de Roma. Todo el clan de los Clericuzio se había reunido en su honor: el Don, sus hijos Giorgio, Pete y Vincent, su nieto Dante, y Pippi y Cross de Lena.
Fue una bienvenida digna de un héroe. David Redfellow, el rey de la droga que jamás había terminado sus estudios, el matón del pendiente en la oreja, la hiena que recorría los senderos del sexo, se había transformado en un pilar de la sociedad. Todos estaban orgullosos de él. Más aún, Don Clericuzio se sentía en deuda con él pues Redfellow le había dado una gran lección de moralidad.
En sus primeros tiempos, Don Clericuzio había sido víctima de unos extraños escrúpulos. Creía que, en términos generales, los representantes de la ley no se podrían corromper en cuestiones relacionadas con las drogas.
En 1960, cuando empezó a traficar con la droga no sólo por los beneficios que ello le reportaba sino también para que él y sus amigos pudieran abastecerse de una forma continuada y barata, David Redfellow era un joven universitario de veinte años. Lo suyo no era más que un simple trabajo de aficionado, sólo un poco de cocaína y marihuana. El negocio prosperó de tal manera en cosa de un año que él y sus compañeros de clase se compraron un pequeño aparato que transportaba la mercancía a través de las fronteras mejicana y sudamericanas. No tardaron en tropezar con la ley, como es lógico, y entonces fue cuando David demostró por primera vez su valía. Los seis socios que integraban el grupo ganaban enormes cantidades de dinero, y David Redfellow empezó a repartir unos sobornos tan impresionantes que muy pronto tuvo en su nómina a toda una serie de sheriffs, fiscales de distrito, jueces y centenares de agentes de policía a lo largo de toda la Costa Atlántica.
Siempre decía que todo era muy sencillo. Averiguabas cuál era el sueldo anual del funcionario y le ofrecías cinco veces más.
Después apareció en escena el cartel de los colombianos, cuyos miembros eran más salvajes que los indios más salvajes de las viejas películas del Oeste, y empezaron a cobrarse no sólo cabelleras sino también cabezas enteras. Cuatro socios de Redfellow resultaron muertos. Entonces Redfellow entró en contacto con la familia Clericuzio y pidió su protección a cambio de un cincuenta por ciento de sus beneficios.
Petie Clericuzio y todo un ejército de soldados del Enclave de Bronx se convirtieron en sus guardaespaldas, y el acuerdo se prolongó hasta que el Don le ordenó a Redfellow en 1965 que se exiliara a Italia. El negocio de la droga se había vuelto demasiado peligroso.
Ahora, todos reunidos durante la cena, felicitaron al Don por la prudente decisión que éste había tomado veinticinco años atrás. Dante y Cross oyeron el relato de la historia de Redfellow por primera vez. Redfellow era un buen narrador y ensalzó a Petie hasta el cielo.
—Menudo luchador —dijo—. De no haber sido por él, yo jamás hubiera vivido para ir a Sicilia. —Se volvió hacia Dante y Cross—. Fue el día de vuestro bautizo. Recuerdo que ni siquiera parpadeasteis cuando por poco os ahogan con el agua bendita. Nunca pensé que acabaríamos haciendo negocios juntos como hombres adultos.
—Tú no harás negocios con ellos —lo interrumpió secamente el Don—, sino tan sólo conmigo y con Giorgio. Si necesitas ayuda puedes recurrir a Pippi de Lena. He decidido seguir adelante con el negocio del que te hablé. Giorgio te explicará por qué.
Giorgio le explicó a David los últimos acontecimientos ocurridos, le informó de la muerte de Elí Marrion y le dijo que Bobby Bantz, el nuevo presidente de los estudios, había decidido no darle a Cross los porcentajes que le correspondían sobre la película la Mesalina y le había devuelto el dinero con los intereses.
A Redfellow le encantó la historia.
—Es un hombre muy listo. Sabe que no presentaréis una querella contra él y por eso se queda con vuestro dinero. Un buen negocio.
Mientras se tomaba su café, Dante miró a Redfellow con asco. Rose Marie, sentada a su lado, apoyó una mano sobre su brazo.
—¿Y eso te parece gracioso? —le preguntó Dante a Redfellow.
Redfellow lo estudió un instante, con la cara muy seria.
—Sólo porque me consta que en este caso, el hecho de ser tan inteligente es un error.
El Don observó el intercambio de palabras con aparente regocijo. Raras veces se tomaba las cosas a broma. Cuando ello ocurría, sus hijos se daban cuenta y se alegraban.
—Vamos a ver, nieto —le dijo el Don a Dante—, ¿cómo resolverías tú este problema?
—Enviándolo al otro barrio —contestó Dante.
El Don lo miró con una sonrisa en los labios.
—¿Y tú, Croccifixio? ¿Cómo resolverías la situación? —preguntó.
—Me limitaría a aceptarla —contestó Cross—. Aprendería la lección. Me han ganado en astucia porque no pensé que tendrían cojones para hacerlo.
—¿Petie y Vincent? —preguntó el Don.
Ambos se negaron a contestar. Sabían el juego que su padre se llevaba entre manos.
—No puedes pasarlo por alto —le dijo el Don a Cross—. Te ganarás la fama de tonto y todo el mundo te perderá el respeto.
Cross se estaba tomando en serio las palabras del Don.
—En la casa de Elí Marrion cuelgan todavía los cuadros de su colección que valen entre veinte y treinta millones de dólares. Los podríamos robar y pedir un rescate.
—No —dijo el Don—. Eso te dejaría al descubierto, revelaría tu poder y, por mucho cuidado que tuviéramos, podría conducir a una situación de peligro. Es demasiado complicado. ¿Qué harías tú, David?
David dio unas caladas a su puro con aire pensativo.
—Comprar los estudios —contestó—. Hacer un negocio civilizado. Adquirir los estudios LoddStone a través de nuestros bancos y nuestras empresas de comunicaciones.
Cross lo miró con incredulidad.
—Los estudios cinematográficos de la LoddStone son los más antiguos y los más ricos del mundo. Aunque pudieras reunir diez mil millones de dólares, no te los venderían. Es absolutamente imposible.
—David, mi viejo amigo —dijo Petie en tono de guasa—, no puedes reunir diez mil millones de dólares Tú, el hombre a quien yo salvé la vida, el hombre que dijo que jamás me lo podría pagar.
Redfellow hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Tú no sabes cómo se manejan las grandes sumas de dinero. Es como la crema batida, la bates hasta conseguir una espuma de bonos, préstamos y acciones. El problema no es el dinero.
—El problema es quitar de en medio a Bantz —dijo Cross—. Él controla los estudios y, sean cuales sean sus errores hay que reconocer que es fiel a la voluntad de Marrion. Jamás accedería a vender los estudios.
—Iré allí a darle un beso —dijo Petie—. El Don tomó una decisión.
—Cumple tu plan —le dijo a Redfellow—. Pon manos a la obra, pero con mucho cuidado. Pippi y Cross estarán a las órdenes.
—Otra cosa —le dijo Giorgio a Redfellow—. Bobby Bantz de acuerdo con las cláusulas del testamento de Elí Marrion será el jefe supremo de los estudios durante los próximos cinco años; pero el hijo y la hija de Marrion tienen más acciones de la empresa que Bantz. A Bantz no lo pueden despedir, pero si se venden los estudios, los nuevos propietarios le tendrán que pagar una indemnización. Ése es el problema que tendrás que resolver.
David Redfellow dio una calada al puro y lo miró sonriendo.
—Como en los viejos tiempos. Don Clericuzio, la única ayuda que yo necesito es la suya; Quizás algunos bancos de Italia no estén muy dispuestos a embarcarse en semejante empresa. Recuerde que tendremos que pagar una prima muy alta sobre el valor efectivo de los estudios.
—No te preocupes —dijo el Don—. Tengo un montón de dinero en esos bancos.
Pippi de Lena lo había estado observando todo con recelo. Lo que más le preocupaba era el carácter abierto de la reunión. Según las normas, sólo el Don, Giorgio y David Redfellow hubieran tenido que estar presentes. A él y a su hijo Cross les hubieran podido ordenar por separado que prestaran ayuda a Redfellow. ¿Por qué les habían revelado aquellos secretos? y sobre todo, ¿por qué habían incluido en el círculo a Dante, Petie y Vincent? Todo aquello no era propio del Don Clericuzio que él conocía, que siempre mantenía sus planes en el mayor de los secretos.
Vincent y Rose Marie estaban ayudando al Don a subir la escalera para irse a la cama. Se había negado en redondo a instalar una silla elevadora en la barandilla. En cuanto desaparecieron de su vista, Dante se volvió hacia Giorgio y le preguntó en tono enojado.
—¿Y quién se quedará con los estudios cuando los hayamos comprado? ¿Cross?
David Redfellow lo interrumpió fríamente.
—Yo me quedaré con ellos. Tu abuelo tendrá un interés económico. Se redactará un documento.
Giorgio se mostró de acuerdo.
—Dante —dijo Cross entre risas—, nosotros no podemos dirigir unos estudios cinematográficos. No somos lo bastante despiadados como para eso.
Pippi los estudió a todos. Tenía una habilidad especial para olfatear el peligro, por eso había conseguido sobrevivir durante tanto tiempo; pero aquello no acababa de entenderlo. Tal vez el Don se estuviera haciendo viejo.
Petie acompañó a Redfellow al aeropuerto Kennedy, donde lo esperaba su jet privado. Pippi y Cross habían utilizado un vuelo charter desde Las Vegas. Don Clericuzio tenía terminantemente prohibido que el Xanadu u otra cualquiera de sus empresas poseyera un jet.
Cross iba al volante del automóvil de alquiler en el que él y su padre se estaban dirigiendo al aeropuerto. Durante el trayecto, Pippi le dijo a Cross:
—Quiero quedarme unos días en Nueva York. No devolveré el coche cuando lleguemos al aeropuerto.
Cross se dio cuenta de que su padre estaba preocupado.
—Me parece que no lo he hecho muy bien —dijo.
—Lo has hecho perfectamente —dijo Pippi—. Pero el Don tiene razón. No puedes permitir que nadie te joda dos veces.
Al llegar al Kennedy, Cross bajó del automóvil y Pippi se desplazó al asiento del piloto. Cuando se estrecharon la mano a través de la ventanilla abierta, Pippi contempló el bello rostro de su hijo y se sintió invadido por una inmensa oleada de afecto. Procuró sonreír mientras le daba a Cross una cariñosa palmada en la mejilla.
—Cuídate mucho —le dijo.
—¿De qué? —preguntó Cross, mirando inquisitivamente a su padre con sus grandes ojos oscuros.
—De todo —contestó Pippi. Después añadió algo que le dejó muy sorprendido a Cross—: Quizás hubiera tenido que permitir que te fueras con tu madre, pero fui un egoísta. Necesitaba tenerte a mi lado.
Mientras veía alejarse el vehículo, Cross comprendió por primera vez lo mucho que su padre se preocupaba por él y hasta qué extremo lo quería.
* * *
Para su gran consternación, Pippi había decidido casarse, no por amor sino por simple compañía. Cierto que tenía a Cross y a sus amigos del hotel Xanadu, a la familia Clericuzio y a toda la amplia red de parientes. Cierto también que tenía tres amantes y que comía con buen apetito, le encantaba jugar al golf, tenía un handicap de diez y le seguía encantando el baile, pero tal como hubiera dicho el Don, podía seguir bailando hasta que se muriera.
Por consiguiente, ahora que ya rondaba los sesenta años, estaba sano como un roble, era optimista por naturaleza y se hallaba semiretirado, experimentó el repentino deseo de disfrutar de la vida hogareña y de tener una nueva remesa de hijos. ¿Por qué no? La idea lo atraía cada vez más. Curiosamente; ansiaba volver a ser padre. Sería divertido criar a una hija; había querido mucho a Claudia cuando era pequeña, pero ahora ni siquiera se hablaba con ella. Era lista y honrada, y se había abierto camino en la vida como guionista cinematográfica de éxito. ¿Quién sabe?, tal vez algún día hicieran las paces. En cierto modo Claudia era casi tan testaruda como él, así que la comprendía y la admiraba por su forma de defender aquello en lo que creía.
Cross había perdido la partida en su intento de introducirse en la industria cinematográfica, pero en cualquier caso su futuro estaba asegurado. Conservaba todavía el Xanadu, y el Don lo ayudaría a recuperarse del riesgo que había corrido con su nueva aventura empresarial. Era un buen chico pero era joven, y los jóvenes tenían que correr riesgos. En eso consistía la vida.
Tras dejar a Cross en el aeropuerto, Pippi regresó a Nueva York para pasar unos cuantos días con su amante de la Costa Este.
Era una agraciada morena, una secretaria de un bufete jurídico dotada de un agudo ingenio neoyorquino y de unas excepcionales cualidades de bailarina, pero tenía una lengua afilada como un cuchillo; le encantaba gastar dinero y sería una esposa muy cara. Para sus más de cuarenta y cinco años era demasiado independiente, una estupenda cualidad para una amante pero no para la clase de mujer con la que él deseaba casarse.
Pippi pasó un fin de semana muy agradable en su compañía, a pesar de que ella estuvo la mitad del domingo leyendo el Times. Comieron en los mejores restaurantes, fueron a bailar a las salas de fiestas y tuvieron unas apasionadas relaciones sexuales en su apartamento, pero Pippi necesitaba algo un poco más tranquilo.
A continuación voló a Chicago. Su amante de allí era el equivalente sexual de aquella bulliciosa ciudad. Bebía más de la cuenta, asistía a demasiadas fiestas y era tremendamente despreocupada y divertida, pero era demasiado perezosa y desordenada y a Pippi le gustaba una casa limpia. Y le parecía un poco mayor de cuarenta y tantos decía ella para fundar juntos una familia. Pero bueno, ¿es que realmente le apetecía andar por ahí con una jovenzuela? se preguntó. Sin embargo, al cabo de dos días de estancia en Chicago la borró de la lista como a la otra.
Las dos hubieran tenido dificultades para instalarse en Las Vegas. Eran mujeres acostumbradas a vivir en una gran ciudad, y Pippi sabía en su hueco interno que en realidad Las Vegas era una rústica ciudad ganadera en la cual los casinos ocupaban el lugar del ganado, aunque él no hubiera podido vivir en otro sitio pues en Las Vegas no existía la noche. Las luces de neón desterraban todos los fantasmas, la ciudad resplandecía como un diamante rosado en medio de la noche del desierto y, al amanecer, el ardiente sol quemaba todos los espejos que no hubieran sucumbido a la acción y a las luces de neón.
Su mejor apuesta era su amante de Los Ángeles. Pippi se alegró de haber sabido situarse tan bien desde un punto de vista geográfico. No podría haber enfrentamientos fortuitos y no tendría que hacer el menor esfuerzo mental para hacer una elección entre ellas. Las tres le servían para unas finalidades determinadas y no supondrían ningún obstáculo para cualquier otra relación amorosa transitoria.
Atrevido pero prudente, valiente pero no temerario; leal a la familia y recompensado por ella. Su único error había sido casarse con una mujer como Nalene, aunque bien mirado, ¿qué mujer hubiera podido ofrecerle más felicidad durante once años? ¿Qué otro hombre hubiera podido presumir de haber cometido un solo error en toda su vida? ¿Qué era lo que siempre decía el Don? Bien estaba cometer errores en la vida, siempre y cuando no se cometiera un error fatal.
Decidió viajar directamente a Los Ángeles sin pasar por Las Vegas. Llamó a Michelle para comunicarle que estaba en camino y rechazó su oferta de ir a recogerlo al aeropuerto.
—Tú procura estar preparada cuando yo llegue —le dijo—. Te he echado mucho de menos y tengo una cosa importante que decirte.
Michelle era muy joven. Sólo tenía treinta y dos años y era más tierna, más generosa y tranquila que las otras; quizá porque había nacido y se había criado en California. Además era estupenda en la cama, lo cual no quería decir que las otras dos no lo fueran pues ése era un requisito indispensable para Pippi. No tenía aristas y no le causaría ningún problema. Cierto que era algo rarilla, creía en las idioteces de la New Age y la comunicación con los espíritus, y hablaba de sus vidas anteriores. Pese a todo, a veces era muy divertida. Había soñado con convertirse en actriz, como muchas bellezas californianas, pero ya se había quitado la idea de la cabeza. Ahora estaba entregada por entero a la práctica del yoga, la comunicación con los espíritus, el cultivo de la salud física, el jogging y los ejercicios gimnásticos. Por si fuera poco, siempre felicitaba a Pippi por su karma. Como es natural, ninguna de sus mujeres estaba al corriente de sus actividades. Para ellas era simplemente el director administrativo de una asociación hotelera de Las Vegas.
Sí, con Michelle podría vivir en Las Vegas y mantener un apartamento en Los Ángeles. Cuando se cansaran, podrían tomar un vuelo de cuarenta y cinco minutos a Los Ángeles y quedarse allí un par de semanas. Para tenerla ocupada en algo, quizás le compraría una tienda de regalos del hotel Xanadu. Estaba seguro de que podría dar resultado. Pero ¿y si ella le dijera que no?
De pronto le vino a la mente un recuerdo de Nalene leyendo Ricitos de oro y los tres ositos cuando los niños eran pequeños. Michelle era como Ricitos. Su amante de Nueva York era demasiado dura, y la de Chicago demasiado blanda. La de Los Ángeles era justo lo que necesitaba. La idea lo llenó de placer. Claro que en la vida real nada era justo lo que uno necesitaba.
En cuanto el aparato tomó tierra en Los Ángeles, Pippi aspiró el tibio aire de California y ni siquiera reparó en el smog. Alquiló un coche y se dirigió primero a Rodeo Drive. Le encantaba sorprender a las mujeres con pequeños regalos y disfrutaba paseando por las calles de las tiendas elegantes, que vendían las cosa más lujosas de todo el mundo. En la tienda de Gucci compró un llamativo reloj de pulsera, un bolso en Fendi, que a él le pareció horrible por cierto, un pañuelo de seda en Hermes y un perfume cuyo frasco parecía una valiosa escultura. Cuando finalmente entró en una tienda de lencería muy cara, estaba de tan buen humor que le explicó a la joven dependiente rubia que todo aquello era para él.
—Ah, pues muy bien… —le dijo la chica.
Regresó al coche con tres mil dólares menos y se dirigió a Santa Mónica después de haber dejado los regalos en el asiento del pasajero, metidos en una multicolor bolsa de compra de Gucci. Al pasar por Brentwood se detuvo en el Brentwood Mart, uno de sus establecimientos preferidos. Le encantaban los comercios de alimentación que tenían terrazas con mesitas donde uno podía comer algo y tomarse una bebida fría. La comida del avión había sido malísima y estaba muerto de hambre. Michelle nunca guardaba comida en el frigorífico porque siempre estaba haciendo régimen.
En una tienda compró dos pollos asados, una docena de chuletas de cerdo a la parrilla y cuatro perritos calientes con todos los acompañamientos imaginables. En otra compró pan de centeno recién hecho, y en un tenderete callejero una enorme botella de coca cola, y se sentó a una mesita para disfrutar de un último momento de soledad. Se comió dos perritos calientes, medio pollo asado y unas cuantas patatas fritas. Le pareció que nunca había saboreado nada mejor mientras gozaba de la soleada luz del sol vespertino de California y del suave y perfumado aire que le acariciaba el rostro. Hubiera deseado quedarse un poco más allí pero Michelle lo estaba esperando. Se habría bañado y perfumado y se lo llevaría inmediatamente a la cama, un poco achispada, sin darle tiempo tan siquiera a lavarse los dientes. Quería proponerle el matrimonio ante de empezar.
La bolsa de compra de la comida estaba decorada con unas letras de imprenta que contaban una especie de fábula sobre los alimentos. Era una bolsa intelectual muy apropiada para la intelectual clientela del Mart. Cuando la colocó en el coche, sólo leyó el principio de una frase “La fruta es el producto más antiguo de consumo humano. En el Jardín del Edén…”
Al llegar a Santa Mónica se detuvo delante de la unidad residencial de Michelle, integrado por varios bungalows de estilo español.
Salió del coche, sosteniendo automáticamente las dos bolsas en la mano izquierda para dejar libre la derecha. Por costumbre miró arriba y abajo de la calle. Era una calle encantadora, no había coches aparcados y las casas de estilo español disponían de unas amplias calzadas particulares y estaban envueltas en una apacible atmósfera levemente religiosa. Las flores y la hierba ocultaban los bordillos de las aceras, y los frondosos árboles formaban un dosel contra el sol poniente.
Pippi tenía que bajar por un largo camino cuyas vallas de madera pintadas de verde estaban cubiertas de rosas. El apartamento de Michelle se encontraba en la parte de atrás y era una reliquia ligeramente bucólica de la vieja Santa Mónica. Los edificios propiamente dichos eran de madera aparentemente antigua, y cada piscina particular estaba rodeada por unos bancos de color blanco.
Fuera del camino y hacia el fondo, Pippi oyó el rugido del motor de un vehículo parado. Se puso en estado de alerta, como hacía siempre en situaciones similares. Justo en aquel momento vio a un hombre que se levantaba de uno de los bancos. Se llevó una sorpresa tremenda.
—¿Qué coño está usted haciendo aquí? —le preguntó.
El hombre no alargó la mano para saludarle, y en aquel instante todo estuvo claro para Pippi. Sabía qué iba a ocurrir. Su cerebro procesó tanta información que no pudo reaccionar. Vio aparecer el arma, muy pequeña e inofensiva, y vio la tensión del rostro del asesino. Entonces comprendió por primera vez el significado de la expresión de los rostros de los hombres a los que él había eliminado, una expresión de supremo asombro ante el hecho de que sus vidas hubieran tocado a su fin. Y comprendió también que al final tendría que pagar el precio de la existencia que había llevado. Incluso pensó brevemente que el asesino lo había organizado muy mal, que él no lo hubiera hecho de aquella manera.
Hizo todo lo que pudo, sabiendo que no habría compasión. Arrojó las bolsas al suelo y corrió hacia delante mientras sacaba el arma. El hombre se adelantó para recibirle y Pippi alargó exultante los brazos. Seis balas arrojaron su cuerpo al aire y lo dejaron caer sobre un lecho de flores, al pie de la valla verde. Aspiró el perfume de las flores. Levantó los ojos hacia el hombre que se encontraba de pie a su lado.
—Maldito Santadio —dijo.
Una última bala le estalló en el cráneo. Pippi de Lena ya no existía.
A primera hora del día en que Pippi de Lena iba a morir, Cross recogió a Athena en su casa de Malibú y se dirigieron a San Diego para visitar a Bethany, la hija de Athena.
Las enfermeras habían preparado a la niña, y Bethany ya estaba vestida para salir. Cross observó que la chiquilla era una borrosa imagen de su madre y que era muy alta para su edad. Su rostro y sus ojos carecían de expresión, y su cuerpo estaba demasiado laxo. Sus facciones no poseían perfiles definidos y parecía que estuvieran parcialmente disueltas, como una pastilla de jabón usada. Aún llevaba puesto el delantal de plástico rojo que utilizaba para protegerse la ropa cuando pintaba. No reconoció su presencia y recibió los abrazos y el beso de su madre apartando el cuerpo y el rostro.
Athena no hizo caso y la estrechó con renovada fuerza entre sus brazos.
Pensaban ir a comer a la orilla de un lago cercano rodeado de árboles. Athena había preparado una cesta de comida.
En el transcurso del breve trayecto en automóvil, Bethany permaneció sentada entre ellos dos. Athena sentada al volante, le acariciaba constantemente el cabello y el rostro, pero la niña miraba fijamente hacia delante.
Cross pensó que al final de aquella jornada él y Athena regresarían a Malibú y harían el amor. Imaginó su cuerpo desnudo en la cama y a sí mismo de pie a su lado.
De repente Bethany se dirigió a él. Jamás había reconocido su presencia. Lo miró con sus grandes e inexpresivos ojos verdes y le preguntó:
—¿Tú quién eres?
Athena contestó con toda serenidad, como si la pregunta de Bethany fuera lo más natural del mundo:
—Se llama Cross y es mi mejor amigo.
Bethany pareció no escucharla y volvió a encerrarse en su mundo.
Athena aparcó el vehículo a pocos metros de un lago de aguas deslumbrantes rodeado del bosque, una diminuta joya azul sobre un inmenso lienzo verde. Cross cogió la cesta de la comida y Athena depositó su contenido sobre un mantel de color rojo que previamente había extendido sobre la hierba. Sacó también unas servilletas de color verde y cucharas y tenedores.
El mantel estaba bordado con instrumentos musicales que llamaron mucho la atención de Bethany. Después Athena distribuyó sobre el mantel varios bocadillos de distintas clases envueltos en papel de aluminio y unos cuencos de ensalada de patatas y macedonia de frutas. Sacó también una bandeja de pastelillos de crema y otra de pollo frito. Lo había preparado todo con la habilidad de una profesional pues a Bethany le encantaba la comida.
Cross regresó al coche y sacó del maletero una caja de botellas de soda, con la que llenó los vasos que había en la cesta. Athena le ofreció un vaso a Bethany, pero la niña lo apartó con la mano.
Cross la miró a los ojos. Su rostro estaba tan rígido que no parecía de carne sino una máscara, pero sus ojos miraban con mucha viveza. Era como si estuviera atrapada en una caverna secreta, como si se estuviera asfixiando y no pudiera pedir ayuda, como si tuviera la piel cubierta de ampollas y no soportara que la tocaran.
Empezaron a comer y Athena asumió el papel de charlatana insoportable, tratando de provocar la risa de Bethany. Cross se asombró de su habilidad para resultar pesada y aburrida, como si el comportamiento autista de su hija fuera algo completamente natural. Trataba a Bethany como si fuera una compañera de chismorreos, pese a que la niña no le contestaba jamás. Era un inspirado monólogo que ella misma creaba para aliviar su propio dolor.
Al final llegó el momento del postre. Athena desenvolvió uno de los pastelillos de crema y se lo dio a Bethany, pero ésta lo rechazó. Entonces le ofreció uno a Cross, y éste sacudió la cabeza. Estaba nervioso y preocupado porque la niña había comido mucho y parecía furiosa con su madre, y sabía que Athena también se había dado cuenta.
Athena se comió el pastelillo y ensalzó con entusiasmo sus excelencias. Después desenvolvió otros dos y los dejó delante de Bethany. A la niña solían gustarle los dulces. Bethany los cogió y los puso sobre la hierba. En pocos minutos se llenaron de insectos.
Entonces Bethany se metió uno de ellos en la boca. Después le ofreció el otro a Cross. Cross se lo introdujo en la boca y enseguida notó un hormigueo en las encías y el paladar. Rápidamente tomó un sorbo de soda para tragárselo. Bethany miró a Athena.
Athena, mantenía el ceño fruncido como una actriz que se estuviera preparando para interpretar una difícil escena. De repente estalló en una contagiosa carcajada y empezó a batir palmas.
—Ya os he dicho que eran buenísimos —dijo.
Desenvolvió otro pastelillo, pero Bethany lo rechazó y Cross también. Athena arrojó el pastelillo sobre la hierba, cogió su servilleta, le secó la boca a Bethany y después hizo lo mismo con Cross. A juzgar por la expresión de su rostro, cualquiera hubiera dicho que se lo estaba pasando muy bien.
Durante el camino de vuelta al hospital se dirigió a Cross con el mismo tono de voz que utilizaba con Bethany, como si él también fuera autista. Bethany la estudió con cuidado y después se volvió para mirar a Cross.
Cuando la dejaron en el hospital, Bethany cogió la mano de Cross.
—Eres guapo —le dijo, pero cuando Cross intentó darle un beso de despedida, apartó la cabeza y se alejó corriendo.
Mientras regresaban en su automóvil a Malibú, Athena comentó emocionada:
—Ha reaccionado a tu presencia, eso es muy buena señal.
—Porque soy guapo —contestó secamente Cross.
—No —dijo Athena—, porque te has comido los bichos. Yo soy tan guapa como tú, por lo menos, y sin embargo me odia…
Mientras Athena lo miraba sonriendo alegremente, Cross se sintió tan aturdido por su belleza que la intensidad de su sentimiento lo alarmó.
—Cree que eres como ella —añadió Athena—. Cree que eres autista.
Cross se echó a reír. La idea le hacía gracia.
—Puede que tenga razón —dijo—. A lo mejor me tendrías que dejar con ella en el hospital.
—No —respondió Athena sonriendo—. Entonces no podría tener tu cuerpo siempre que lo quisiera. Además pienso sacarla de allí cuando termine Mesalina.
Al llegar a Malibú Cross entró con ella en la casa. Tenía previsto quedarse a pasar la noche allí. Para entonces ya había aprendido a interpretar a Athena: cuanto más animada parecía, más nerviosa estaba.
—Si estás disgustada, puedo regresar a Las Vegas —le dijo. Ella lo miró con tristeza. Cross no supo si la quería más cuando se mostraba naturalmente efervescente o cuando estaba muy seria o melancólica. La belleza de su rostro experimentaba unos cambios tan prodigiosos que él siempre tenía la sensación de que sus sentimientos coincidían con los suyos.
—Has tenido un día espantoso y te mereces una recompensa —le dijo cariñosamente Athena.
Hablaba en tono burlón, pero él comprendió que se estaba burlando de su propia belleza y sabía que su magia era falsa.
—No he tenido un día espantoso —dijo Cross.
Y era cierto. La felicidad que había experimentado mientras estaban los tres juntos sentados a la orilla del lago en medio del bosque le había hecho recordar la época de su infancia.
—Te encantan los pastelillos con hormigas… —dijo tristemente Athena.
—No estaban mal —dijo Cross—. ¿Crees que Bethany mejorará?
—No lo sé pero seguiré buscando hasta que lo averigüe —contestó Athena—. Tengo un largo fin de semana en el que no me va a necesitar en el rodaje de Mesalina. Me llevaré a Bethany a Francia. En París me han dicho que hay un médico estupendo y quiero que la vea y le haga una evaluación.
—¿Y si te dice que no hay esperanza? —preguntó Cross.
—Probablemente no lo creeré. Pero no importa —contestó Athena—. La quiero y cuidaré de ella.
—¿Por siempre jamás? —preguntó Cross.
—Sí —contestó Athena. De pronto empezó a batir palmas mientras un extraño fulgor se encendía en sus ojos verdes—. En tanto, nos divertiremos un poco. Vamos a satisfacer nuestras necesidades. Subiremos arriba, nos ducharemos y saltaremos a la cama. Nos pasaremos horas y horas haciendo apasionadamente el amor. Después prepararé una cena de medianoche.
Cross se sentía de nuevo como un niño que acabara de despertar, por la mañana con un día de placeres por delante, el desayuno que le preparaba su madre, los juegos con sus amigos, las excursiones de caza con su padre, la cena con su familia, Claudia, Nalene, Pippi. La partida de cartas. Una ingenua sensación infantil. Estaba a punto de hacer el amor con Athena en medio de la penumbra del ocaso. Mientras sus dedos acariciaban su cálida carne y la sedosa suavidad de su piel y el cielo se teñía de espléndidos tonos rojizos y rosados, contempló la puesta de sol sobre el Pacífico. Besaría su bello rostro y sus labios. Esbozó una sonrisa y subió con ella al piso de arriba.
Sonó el teléfono del dormitorio y Athena se adelantó a Cross para cogerlo. Lo cubrió con la mano y dijo en tono sobresaltado.
—Es para ti. ¡Un tal Giorgio!
Cross jamás había recibido una llamada en casa de Athena. Pensó que había surgido algún problema. Sacudió la cabeza, algo que jamás se hubiera creído capaz de hacer.
—No está aquí… Sí, le diré que le llame cuando regrese.
Athena colgó el teléfono y preguntó:
—¿Quién es este Giorgio?
—Un pariente —contestó Cross sin acabar de creerse lo que había hecho ni el porqué. Era un delito muy grave pero no podía renunciar a una noche con Athena. Después se preguntó cómo habría averiguado Giorgio dónde estaba y qué querría de él. Tenía que ser algo muy importante, pensó, pero aun así lo dejaría para el día siguiente. Estaba deseando disfrutar de unas horas de amor con Athena.
Era el momento con el que habían estado soñando todo el día y toda la semana.
Mientras se desnudaban para ducharse juntos, Cross, con el cuerpo todavía sudoroso después del almuerzo en el bosque, no pudo resistir la tentación de abrazarla. Después ella lo cogió de la mano y lo acompañó al chorro de la ducha.
Se secaron el uno al otro con unas grandes toallas de color anaranjado. Luego, envueltos en ellas, salieron a la terraza para contemplar cómo el sol se iba poniendo lentamente en el horizonte. Volvieron a entrar en la habitación y se tendieron en la cama.
Cuando empezó a hacer el amor con Athena, Cross tuvo la sensación de que todas las células de su cerebro y de su cuerpo se alejaban volando y que se hundía en un sueño febril en el que era un espectro cuyos tenues vapores penetraban en la carne de Athena en medio de un éxtasis indescriptible. Le pareció que la sensación se prolongaba indefinidamente hasta que finalmente se quedaron dormidos el uno en brazos del otro.
Cuando despertaron aún estaban entrelazados bajo la luz de una luna más brillante que el sol.
—¿De veras te gusta Bethany? —preguntó Athena, besándolo.
—Sí —contestó Cross—. Forma parte de ti.
—¿Crees que yo podré ayudarla a mejorar? —preguntó Athena. En aquel momento Cross pensó que hubiera sido capaz de dar la vida por la curación de la niña. Experimentaba el impulso de sacrificarse por la mujer a la que amaba, un sentimiento común a muchos hombres pero que él jamás había sentido hasta entonces.
—Intentaremos ayudarla entre los dos —dijo.
—No, tendré que hacerlo yo sola.
Volvieron a quedarse dormidos. Cuando sonó de nuevo el teléfono, la bruma del amanecer ya estaba ascendiendo en el aire. Athena cogió el teléfono, escuchó y le dijo a Cross:
—Es el guardia de la entrada. Dice que cuatro hombres que viajan en un coche quieren verte.
Cross sintió un estremecimiento de temor. Tomó el teléfono y le dijo al guardia:
—Que se ponga uno de ellos al teléfono.
La voz que oyó era la de Vincent.
—Cross, Petie está conmigo. Tenemos una noticia muy mala.
—De acuerdo, pásame al guardia —dijo Cross. Se dirigió al guardia y añadió—: Pueden entrar.
Se había olvidado por completo de la llamada de Giorgio. Eso son los efectos del amor, pensó asqueado. Como siga así, no duro ni un año.
Se vistió rápidamente y bajó corriendo. Justo en aquel momento el vehículo se estaba deteniendo delante de la casa mientras el sol, todavía medio oculto, arrojaba su luz por encima del horizonte.
Vincent y Petie estaban descendiendo de la parte de atrás del automóvil. Delante iban el conductor y otro hombre. Petie y Vincent recorrieron el largo camino del jardín que conducía a la entrada principal de la casa. Cross les abrió la puerta.
De repente Athena se situó a su lado, vestida con jersey y pantalones y sin nada debajo. Petie y Vincent la miraron. Estaba más guapa que nunca.
Athena los hizo pasar a la cocina y empezó a preparar el café mientras Cross se los presentaba como sus primos.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —les preguntó Cross—. Anoche estabais en Nueva York.
—Giorgio nos fletó un avión —contestó Petie.
Athena los estudió mientras preparaba el café. Ninguno de ellos mostraba la menor emoción. Parecían hermanos; eran muy altos, pero Vincent estaba tan pálido como el granito mientras que Petie tenía el enjunto rostro enrojecido por la intemperie o tal vez por la bebida.
—¿Bueno, cuál es la mala noticia? —preguntó Cross.
Pensaba que le iban a decir que el Don había muerto, que Rose Marie se había vuelto totalmente loca o que Dante había hecho algo terrible y la familia estaba pasando por una crisis.
—Tenemos que hablar contigo a solas —dijo Vincent con su habitual frialdad.
Athena llenó las tazas de café.
—Yo te cuento todas mis malas noticias —le dijo Athena a Cross—. Tengo derecho a conocer las tuyas.
—Voy con ellos —dijo Cross.
—No seas tan sumiso —le dijo Athena—. No salgas.
Al oír sus palabras, Vincent y Petie reaccionaron. El rostro de granito de Vincent enrojeció a causa de la turbación. Petie miró a Athena con una inquisitiva sonrisa en los labios, como si pensara que era sospechosa y se la tenía que vigilar. Al verlo, Cross soltó una carcajada.
—Bueno, decidme qué es.
Petie trató de suavizar el golpe.
—Le ha ocurrido algo a tu padre —contestó.
—Un miserable atracador negro le ha pegado un tiro a Pippi —terció Vincent interrumpiendo sin compasión a su hermano—. Pippi ha muerto y el atracador también. Un policía llamado Losey disparó contra él mientras huía. Te necesitan en Los Ángeles para identificar el cadáver y para el papeleo. El viejo quiere que lo entierren en Quogue.
Cross se quedó sin respiración. Vaciló un instante, estremeciéndose bajo el soplo de un siniestro viento, mientras Athena le sujetaba el brazo con las manos.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Anoche, sobre las ocho —contestó Vincent—. Giorgio te llamó.
Mientras yo estaba haciendo el amor, mi padre yacía en el deposito de cadáveres, pensó Cross. Experimentó una profunda sensación de vergüenza y sintió asco de sí mismo por aquel momento de debilidad.
—Tengo que irme —le dijo a Athena.
Ella contempló su afligido rostro. Jamás lo había visto en semejante estado.
—Lo siento —le dijo—. Llámame.
Desde el asiento de la parte de atrás de la limusina, Cross oyó que los otros dos hombres le daban el pésame. Los identificó como soldados del Enclave del Bronx. Mientras cruzaban la verja de la Colonia Malibú y enfilaban la autopista de la Costa del Pacífico Cross advirtió una cierta lentitud de movimientos. El vehículo en el que viajaban estaba blindado.
Cinco días más tarde se celebró en Quogue el funeral por Pippi de Lena. La finca del Don disponía no sólo de capilla particular sino también de cementerio privado. Pippi fue enterrado en una sepultura al lado de la de Silvio. El Don quería manifestar de ese modo el afecto que le profesaba.
Sólo asistieron al entierro los miembros de la familia Clericuzio y los soldados más apreciados del Enclave del Bronx. Lia Vazzi se trasladó desde el pabellón de caza de la Sierra a petición de Cross. Rose Marie no pudo estar presente. Al enterarse de la muerte de Pippi había sufrido uno de sus ataques y la habían tenido que llevar a una clínica psiquiátrica.
Claudia de Lena sí estaba. Había cogido un avión para consolar a Cross y despedirse de su padre. Lo que no había podido hacer cuando Pippi vivía, se consideraba obligada a hacerlo después de su muerte. Quería reclamar la parte de su padre que le correspondía y decirles a los Clericuzio que Pippi no sólo formaba parte de la familia sino que también era su padre.
El prado que se extendía delante de la mansión de los Clericuzio estaba adornado con una enorme corona de flores del tamaño de una valla publicitaria y había mesas con bandejas de fiambres varios camareros y un camarero con un bar improvisado para atender a los presentes. Era un día de luto y no se discutió ningún asunto de la familia.
Claudia derramó amargas lágrimas por todos los años en que se había visto obligada a vivir sin su padre. En cambio Cross recibió el pésame de los presentes con serena dignidad y no exteriorizó en ningún momento su dolor.
A la noche siguiente ya se encontraba de nuevo en su suite del hotel Xanadu, contemplando el desbordamiento de colores de las luces de neón del Strip. Desde allí arriba podía oír la música y el murmullo de los jugadores que abarrotaban el Strip en busca de un casino donde poder probar suerte. Sin embargo todo estaba lo bastante tranquilo como para que pudiera analizar lo ocurrido en el último mes y reflexionar sobre la muerte de su padre.
Cross no creía que Pippi de Lena hubiera sido abatido por un miserable atracador de raza negra. Era imposible que un hombre cualificado hubiera sufrido semejante destino.
Repasó los hechos que le habían contado. A su padre le había disparado un atracador negro de veintitrés años llamado Hugh Marlowe; con antecedentes penales por tráfico de droga. Marlowe había sido abatido mientras huía del lugar de los hechos, por el investigador Jim Losey, que le estaba siguiendo la pista por un asunto de droga. Marlowe sostenía el arma en la mano y había apuntado contra Losey, que se había visto obligado a abrir fuego. La bala le había penetrado limpiamente a través del caballete de la nariz al acercarse, Losey descubrió a Pippi de Lena e inmediatamente llamó a Dante Clericuzio, antes incluso de informar de lo ocurrido a la policía. ¿Por qué razón lo había hecho, por mucho que figurara en la nómina de la familia? Qué gran ironía… Pippi de Lena; el paradigma del hombre cualificado; el Martillo Número Uno de la familia Clericuzio durante más de treinta años, asesinado por un miserable atracador y camello.
Pero ¿por qué razón el Don había enviado a Vincent y Petie para que lo transportaran en un vehículo blindado y lo custodiaran hasta el momento del entierro? ¿Por qué había tomado el Don semejantes precauciones? Cross se lo había preguntado durante el entierro, pero el Don le había contestado que lo más prudente era estar preparados hasta que se esclarecieran los hechos. Había llevado a cabo una exhaustiva investigación, y al parecer todos los hechos eran ciertos. Un maleante había cometido un error, y de resultas de ello se había producido una absurda tragedia. Aunque según había dicho el Don, casi todas las tragedias eran absurdas.
No cabía dudar de la sinceridad del dolor del Don. Siempre había tratado a Pippi como si fuera un hijo e incluso le había concedido cierta preferencia. Tú ocuparás el lugar de tu padre en la familia, le había dicho a Cross.
Pero ahora Cross, en la terraza desde la que se podía contemplar toda la ciudad de Las Vegas, reflexionó sobre la cuestión esencial. El Don jamás había creído en la casualidad, y sin embargo el caso estaba lleno de casualidades. El investigador Jim Losey figuraba en la nómina de la familia, y de entre todos los millares de investigadores y policías que había en Los Ángeles, había tenido que ser precisamente él quien descubriera el asesinato. ¿Cuántas probabilidades hubieran habido de que ocurriera tal cosa? Pero dejando aparte aquella cuestión, lo más importante era que Don Domenico Clericuzio jamás hubiera podido creer que un vulgar atracador y callejero se hubiera podido acercar tanto a Pippi de Lena. ¿Y qué atracador efectuaba seis disparos antes de huir? Era imposible que el Don se hubiera tragado aquella explicación.
Quedaban por tanto algunas preguntas en el aire: ¿Habrían llegado los Clericuzio a la conclusión de que su mejor soldado constituía un peligro para ellos? ¿Por qué motivo? ¿Habrían sido capaces de olvidar su fidelidad, su entrega y el afecto que ellos sentían por él?
No, tenían que ser inocentes, y prueba de ello era que el propio Cross seguía con vida. El Don jamás lo hubiera permitido, si ellos hubieran eliminado a Pippi, pero Cross sabía que él también estaba en peligro.
Cross pensó en su padre. Lo quería sinceramente, y a Pippi le había dolido mucho que Claudia se hubiera negado a hablar con él en vida, como su padre hubiera deseado. No obstante, Claudia había decidido asistir al entierro. ¿Por qué? No cabía pensar que lo hubiera hecho simplemente porque era su hermana y quería estar de su lado. Había prolongado durante tanto tiempo la lucha de su padre que no quería mantener ningún contacto con los Clericuzio. ¿Y si lo hubiera hecho porque finalmente hubiera recordado lo bueno que había sido su padre con ellos dos, antes de que la familia se separara?
Recordó aquel día terrible en que había optado por quedarse con su padre tras haber comprendido quien era este realmente, de haberse dado cuenta de que hubiera sido muy capaz de matar a Nalene en caso de que ella se hubiera quedado con sus dos hijos. Entonces él se había adelantado y había cogido la mano de su padre, no por amor sino por el miedo que había visto en los ojos de Claudia.
Cross siempre había pensado que su padre era una protección contra el mundo en el que vivían, y siempre lo había considerado invulnerable. Un dador de muerte, no un receptor. Ahora él mismo se tendría que proteger contra sus enemigos y tal vez incluso contra los Clericuzio. Al fin y al cabo era muy rico, era propietario de acciones del Xanadu valoradas en quinientos millones de dólares y hubiera resultado rentable que lo quitaran de en medio.
Todo ello lo indujo a pensar en la vida que llevaba.
¿Cuál era su propósito? ¿Hacerse viejo como su padre? ¿Correr toda clase de riesgos para acabar finalmente asesinado? Cierto que Pippi había disfrutado mucho de la vida, del poder y del dinero, pero ahora Cross pensaba que la vida de su padre había estado muy vacía. Pippi jamás había conocido la dicha de amar a una mujer como Athena. Sólo tenía veintiocho años y podía iniciar una nueva vida. Pensó en Athena y recordó que al día siguiente la vería trabajar por primera vez y observaría su vida de mentirijillas y todas las máscaras que se ponía. Cuánto la hubiera amado Pippi, que tan aficionado era a las mujeres hermosas… Recordó a la mujer de Virginio Ballazzo. Pippi la apreciaba, había comido a su mesa, la había abrazado y había bailado con ella e incluso había jugado a las bochas con su marido, pese a lo cual más tarde había planeado la muerte de ambos.
Cross lanzó un suspiro y se levantó para regresar a su suite. Ya estaba amaneciendo y la luz del nuevo día empañaba las luces de neón que cubrían el Strip como un gran telón teatral. Desde allí arriba podía ver las banderas de todos los grandes hoteles casino; el Sands, el Caesars, el Flamingo, el Desert Inn y el impresionante volcán del Mirage. El Xanadu era el más grande de todos ellos. Contempló las banderas que ondeaban en lo alto de las villas del Xanadu. Había vivido un gran sueño, pero ahora su sueño se estaba desmoronando. Gronevelt había muerto y su padre había sido asesinado.
Entró de nuevo en su habitación, llamó por teléfono a Lia Vazzi y le pidió que subiera a desayunar con él. Los dos habían regresado juntos a Las Vegas tras asistir al entierro en Quogue. Después ordenó que le subieran dos desayunos. Recordó que a Lia le encantaban las frutas de sartén, un plato todavía exótico para él a pesar de los años que llevaba en Estados Unidos. El guardia de seguridad llegó con Vazzi justo en el mismo momento en que entró el camarero con los desayunos. Comieron en la cocina de la suite.
—¿Tú qué crees? —le preguntó Cross a Lia.
—Creo que tendríamos que eliminar a ese tal Losey —contestó Lia—. Te lo dije hace tiempo.
—¿O sea que tú no te crees la historia que ha contado? —preguntó Cross.
Lia estaba cortando las frutas de sartén a tiras.
—La historia no se tiene en pie —dijo—. No es posible que un hombre cualificado como tu padre permitiera que aquel sinvergüenza se acercara tanto a él.
—El Don cree que sí —dijo Cross—. Lo ha investigado.
Lia alargó la mano hacia uno de los puros y la copa de brandi que Cross le había colocado delante.
—Jamás me atrevería a contradecir al Don —dijo—, pero dame permiso para matar a Losey y así estaré más seguro.
—¿Y si los Clericuzio estuvieran detrás de él? —preguntó Cross.
—El Don es un hombre de honor —contestó Lia—, como los de antes. Si hubiera asesinado a Pippi también te hubiera asesinado a ti. Te conoce. Sabe que vengarías a tu padre y es un hombre prudente.
—Pero de todos modos —dijo Cross—, por quién decidirás luchar, ¿por mí? o por los Clericuzio…
—No tengo ninguna alternativa —contestó Lia—. Estaba muy unido a tu padre y yo estoy muy unido a ti. No me permitirían vivir si tú desaparecieras.
Por primera vez en su vida, Cross tomó brandy con Lia para desayunar.
—A lo mejor no es más que una tontería —dijo.
—No —dijo Lia—. Es Losey.
—Pero no tenía ningún motivo para hacerlo —replicó Cross—. De todos modos tenemos que averiguarlo. Quiero que formes equipo con seis de tus hombres más fieles, pero no elijas a ninguno del Enclave del Bronx. Tenlos preparados y aguarda mis órdenes.
Lia estaba insólitamente sereno.
—Perdóname —dijo—. Jamás he puesto en tela de juicio órdenes, pero esta vez te ruego que me consultes todos los detalles del plan general.
—De acuerdo —dijo Cross—. El próximo fin de semana tengo previsto viajar a Francia y permanecer dos días allí. En mi ausencia, averigua todo lo que puedas sobre Losey.
Lia lo miró sonriente.
—¿Te vas con tu novia?
A Cross le hizo gracia la delicadeza de la pregunta.
—Sí —contestó—, y también con su hija.
—¿Ésa a la que le falta un cuarto de cerebro? —preguntó Lia sin ánimo de ofender.
Era una locución coloquial italiana en la que también se incluían las personas inteligentes aunque distraídas.
—Sí —contestó Cross—. Allí hay un médico que a lo mejor puede ayudarla.
—Muy bien —dijo Lia—. Te deseo lo mejor. ¿Esa mujer sabe algo de los asuntos de la familia?
—Dios nos libre —contestó Cross mientras se preguntaba cómo era posible que Lia supiera tantas cosas sobre su vida privada.
* * *
Cross vería por primera vez trabajar a Athena en un plató cinematográfico, la vería interpretar unos falsos sentimientos y ser un personaje distinto del que ella era en la vida real.
Se reunió con Claudia en el despacho que ésta tenía en los estudios de la LoddStone. Ambos presenciarían juntos la actuación de Athena. Claudia presentó a las otras dos mujeres que se encontraban en el despacho.
—Este es mi hermano Cross y ésta es la directora Dita Tommey. Y Falene Fant, que hoy interviene en la película.
Tommey dirigió a Cross una mirada inquisitiva, pensando que era lo bastante guapo como para ser un actor aunque carecía de fuego y pasión y en la pantalla hubiera resultado más frío que un témpano. Enseguida perdió interés por él.
—Me voy —dijo, estrechando su mano—. Lamento muchísimo lo de su padre. Por cierto, bienvenido a mi plató. Claudia y Athena responden de usted, aunque sea uno de los productores.
Cross estudió a la otra mujer. Era de color chocolate oscuro, poseía un rostro descaradamente insolente y un cuerpo fabuloso, sabiamente realzado por la ropa que llevaba. Falene era menos estirada que Dita.
—No sabía que Claudia tuviera un hermano tan guapo… Y tan rico, según tengo entendido —dijo—. Si alguna vez necesitas a alguien que te haga compañía a la hora de cenar, llámame —dijo.
—Lo haré —dijo Cross sin sorprenderse demasiado del ofrecimiento.
En el Xanadu había muchas coristas y bailarinas que se comportaban de la misma forma. Era una coqueta muy consciente de su belleza y jamás hubiera permitido que se le escapara un hombre que le gustara por simple respeto a las normas sociales.
—Le vamos a dar a Falene un poco más de trabajo en la película —explicó Claudia—. Dita cree que tiene talento y yo pienso lo mismo.
Falene miró a Cross con una radiante sonrisa en los labios.
—Sí, ahora meneo el culo diez veces en lugar de seis, y le digo a Mesalina: Todas las mujeres de Roma te quieren y confían en tu victoria. —Hizo una pausa antes de añadir—: Me han dicho que eres uno de los productores. A lo mejor podrías conseguir que me dejaran menear el culo veinte veces.
Cross intuyó algo extraño en ella; algo que trataba de disimular a pesar de su desparpajo.
—Soy simplemente uno de los que ponen el dinero —dijo—. Todo el mundo tiene que menear el culo alguna vez. —Miró a la chica sonriendo y añadió con encantadora sencillez—: En cualquier caso, te deseo mucha suerte.
Falene se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla. Cross aspiró la empalagosa y erótica fragancia de su perfume mientras Falene lo abrazaba en gesto de gratitud.
—Tengo que deciros algo a ti y a Claudia, pero en secreto —dijo Falene, enderezando de nuevo la espalda—. No quiero meterme en líos, y mucho menos ahora.
Claudia, sentada delante de su ordenador, frunció el ceño pero no dijo nada. Cross se apartó de Falene. No le gustaban las sorpresas.
Falene observó la reacción de los dos hermanos.
—Siento mucho lo de vuestro padre —dijo con un leve temblor en la voz—, pero hay algo que debéis saber. Marlowe, el chico que dicen que lo atracó, creció conmigo y yo lo conocía mucho. Dicen que el investigador Losey le pegó un tiro a Marlowe porque según dicen había disparado contra vuestro padre. Pero yo sé que Marlowe nunca iba armado. Las armas le daban miedo. Marlowe traficaba un poco con droga y tocaba el clarinete, y era un cobarde encantador. Algunas veces Jim Losey y su compañero Phil Shaakey se lo llevaban algún paseo en coche con él para que les indicara a los camellos. Marlowe le tenía tanto miedo a la cárcel que era confidente de la policía. Y de repente se convierte en atracador y asesino. Yo conocía a Marlowe y os aseguro que hubiera sido incapaz de hacerle el menor daño a nadie.
Claudia guardó silencio. Falene la saludó con la mano, abandonó la estancia, pero volvió a entrar en ella.
—Recordad lo que os he dicho —dijo—. Es un secreto entre nosotros.
—Ya está todo olvidado —le dijo Cross con una tranquilizadora sonrisa en los labios.
—Necesitaba desahogarme —dijo Falene—. Marlowe era un chico estupendo.
Después se marchó.
—¿Tú qué crees? —le preguntó Claudia a Cross—. ¿Qué significa todo eso?
Cross se encogió de hombros.
—Los drogatas están siempre llenos de sorpresas. A lo mejor necesitaba dinero para droga, cometió un atraco y tuvo mala suerte.
—Supongo que debió de ser eso —dijo Claudia—. Lo que ocurre es que Falene tiene muy buen corazón y se lo cree todo. Pero es curioso que nuestro padre muriera de esta manera.
Cross la miró con semblante muy serio.
—Todo el mundo tiene mala suerte alguna vez.
Se pasó el resto de la tarde presenciando el rodaje de las escenas. En una de ellas, el héroe desarmado vencía a tres hombres armados. Se ofendió y le pareció ridículo. Nunca se tenía que colocar a un héroe en una situación tan irremediablemente desesperada. Lo único que se conseguía demostrar con ello era que el protagonista era demasiado tonto como para ser un héroe. Después vio a Athena interpretar una escena de amor y otra de una puta. Sufrió una pequeña decepción al ver que apenas actuaba y que los demás actores la eclipsaban. Era demasiado inexperto como para saber que lo que había hecho Athena cobraría mucha más fuerza en la película y que la cámara haría prodigios con ella.
Tampoco consiguió descubrir a la verdadera Athena pues tuvo unas intervenciones muy cortas, con largos intervalos entre ellas. No se percibía ninguna vibración eléctrica capaz de sacudir la pantalla, y Athena estaba incluso menos guapa delante de las cámaras que detrás de ellas.
No hizo ningún comentario cuando pasó la noche con ella en Malibú. Tras hacer el amor con él, Athena le preguntó mientras preparaba la cena de medianoche:
—¿Hoy no he estado muy bien, verdad? —Esbozó aquella sonrisa de gatita que a él siempre le producía una descarga de placer—. No te he querido enseñar mis mejores recursos —añadió—. Sabía que estarías allí; vigilándome con cuatro ojos para descubrir cómo soy realmente…
Cross soltó una carcajada. Le encantaba la percepción que tenía de su carácter.
—No, la verdad es que no has estado muy bien —contestó—. ¿Te gustaría que te acompañara a París el viernes?
Cross adivinó por la mirada de sus ojos que Athena se había quedado sorprendida, aunque su rostro no había sufrido la menor alteración. Athena lo pensó.
—Me serías de gran ayuda —contestó—, y podríamos ver París los dos juntos.
—Y regresar el lunes —dijo Cross.
—Sí —dijo Athena—. Tengo que rodar el martes por la mañana. Faltan pocas semanas para que termine la película.
—¿Qué harás después?
—Me retiraré y cuidaré de mi hija —contestó Athena—. Ya no quiero seguir manteniendo en secreto su existencia.
—¿El médico de París tiene la última palabra? —preguntó Cross.
—Nadie tiene la última palabra —contestó Athena—, y menos en un caso como éste. Pero casi casi.
El viernes a última hora de la tarde volaron a París en un avión fletado especialmente por ellos. Athena se había disfrazado con una peluca y un maquillaje que apagaba su belleza y le confería un aspecto más bien vulgar. Llevaba unas prendas holgadas que disimulaban su cuerpo y le daban la apariencia de una mujer madura. Incluso caminaba de otra manera. Cross se quedó asombrado.
En el avión, Bethany contempló fascinada la tierra desde la ventanilla y paseó arriba y abajo, mirando a través de todas las ventanillas. Se la veía un poco alterada, y su rostro habitualmente inexpresivo parecía casi normal.
Desde el aeropuerto se dirigieron a un pequeño hotel de la avenida Georges Mandel, donde tenían reservada una suite con dos dormitorios separados por una sala de estar, uno para Cross otro para Athena y Bethany.
Eran las diez de la mañana. Athena se quitó la peluca y el maquillaje y se cambió de ropa. No soporta estar hecha un asco en París.
Al mediodía, los tres se dirigieron al consultorio del médico instalado en un pequeño edificio protegido por una valla de hierro. El guardia de la entrada comprobó su identidad y les franqueó el paso.
En la puerta los recibió una sirvienta que los acompañó a un gran salón lujosamente amueblado.
El doctor Ocell Gerard era un hombre muy alto y corpulento, impecablemente vestido con un traje marrón a rayas, camisa blanca y corbata de seda marrón a juego. La barba le hubiera sentado bien para disimular sus mofletudos carrillos. Sus carnosos labios eran de un intenso color rojo oscuro. Se presentó a Athena y Cross, pero no prestó la menor atención a la niña. Athena y Cross experimentaron una inmediata aversión hacia él. No parecía un médico muy adecuado para la delicada profesión que ejercía.
Había una mesa preparada con té y pastas. Les sirvió una doncella. Poco después entraron dos jóvenes enfermeras enfundadas en unos severos uniformes de cofia blanca, y falda y blusa de color marfil. Las dos enfermeras se pasaron todo el rato estudiando atentamente a Bethany.
El doctor Gerard se dirigió a Athena:
—Madame, quiero darle las gracias por su generosa aportación a nuestro Instituto Médico para Niños Autistas. He estudiado su solicitud con absoluta discreción. Por este motivo llevaré a cabo el examen aquí, en mi centro privado. Ahora dígame exactamente qué espera usted de mí.
Tenía una suave y magnética voz de bajo que llamó la atención de Bethany. La niña lo miró fijamente, pero él no le hizo caso. Athena estaba nerviosa. Aquel hombre no le caía nada bien.
—Quiero que haga usted una evaluación. Quiero que la niña lleve una vida más o menos normal, si es posible, y estoy dispuesta a dejarlo todo con tal de conseguirlo. Quiero que la admita usted en su instituto. Estoy dispuesta a quedarme a vivir en Francia para ayudarla en su aprendizaje.
Lo dijo con una tristeza y una esperanza tan grandes y con un espíritu tan abnegado que las dos enfermeras la miraron casi con veneración. Cross se dio cuenta de que Athena estaba echando mano de todas sus dotes de actriz para convencer al médico de que aceptara a la niña en su instituto. La vio alargar el brazo para tomar cariñosamente la mano de Bethany.
El único que no parecía impresionado era el doctor Geard, que se dirigió a Athena sin mirar a Bethany.
—Por mucho amor que le dé, no podrá ayudar a esta niña. He examinado su historial y no cabe la menor duda de que es auténticamente autista. No puede corresponder a su amor. No vive nuestro mundo. Ni siquiera vive en el mundo de los animales. Vive absolutamente sola en una estrella distinta. Usted no tiene la culpa —añadió—, y en mi opinión tampoco la tuvo su padre. Se trata de una de esas misteriosas complejidades de la condición humana. Lo que yo haré será examinarla y someterla a unas pruebas más exhaustivas. Después le diré lo que podemos y lo que no podemos hacer en nuestro instituto. Si veo que no podemos hacer nada por ella, deberá usted llevársela a casa. Si podemos ayudarla, deberá usted dejarla aquí conmigo en Francia durante cinco años.
Se dirigió en francés a una de las enfermeras y ésta se retiró; regresó con un enorme libro con fotografías de célebres cuadros. Se lo ofreció a Bethany, pero era demasiado grande como para que la niña pudiera sostenerlo sobre las rodillas. El doctor Geard se dirigió a ella por primera vez, hablándole en francés. Bethany colocó inmediatamente el libro sobre la mesa y empezó a pasar páginas. Muy pronto se enfrascó en el estudio de los cuadros. El médico parecía un poco turbado.
—No quisiera ofenderla —dijo—, pero es por el bien de la niña. Sé que el señor De Lena no es su esposo, pero ¿es posible que sea el padre de la niña? En caso afirmativo quisiera someterlo a unas pruebas.
—No lo conocía cuando nació mi hija —contestó Athena.
—Bon —dijo el médico encogiéndose de hombros—. Estas cosas siempre son posibles.
Cross se echó a reír.
—A lo mejor el doctor ve en mí algunos síntomas.
El médico frunció sus labios rojos y asintió con la cabeza, esbozando una amable sonrisa.
—Sí, tiene usted ciertos síntomas. Todos los tenemos. ¿Qué sabe? Un centímetro de más o de menos y todos podríamos ser autistas. Ahora tengo que examinar exhaustivamente a la niña y meterla a algunas pruebas. Tardaremos por lo menos cuatro horas. ¿Por qué no aprovechan para dar un buen paseo por nuestra hermosa ciudad de París? ¿Es la primera vez que viene, señor De Lena?
—Sí —contestó Cross.
—Quiero quedarme con mi hija —dijo Athena.
—Como usted quiera, madame —dijo el médico, y dirigiéndose a Cross añadió—: Disfrute de su paseo, Yo personalmente detesto París. Si alguna ciudad pudiera ser autista, parís lo sería sin duda alguna.
Pidieron un taxi, y Cross regresó a la habitación del hotel. No le apetecía ver París sin Athena y necesitaba descansar. Además había viajado a París para despejarse la cabeza y reflexionar.
Pensó en lo que le había dicho Falene. Recordó que Losey había acudido solo a Malibú, cuando lo normal era que los investigadores de la policía trabajaran en pareja. Antes de emprender viaje a París le había dicho a Vazzi que examinara el asunto.
A las cuatro ya se encontraba de vuelta en la sala de estar del médico. Lo estaban esperando. Bethany seguía estudiando el libro de los cuadros y Athena estaba muy pálida, el único signo físico que Cross sabía que no era fingido. Bethany se estaba atiborrando de pastelillos. El médico le retiró la bandeja y le dijo algo en francés. Bethany no protestó. Apareció una enfermera y se la llevó a la sala de juegos.
—Perdone, pero tengo que hacerle unas preguntas —le dijo el médico a Cross.
—Como usted quiera —dijo Cross.
El médico se levantó de su asiento y empezó a pasear arriba y abajo por la estancia.
—Le voy a decir lo que ya le he dicho a madame. En estos casos no hay milagros, absolutamente ninguno. Con un largo adiestramiento puede producirse una enorme mejoría en algunos casos, pero no es muy frecuente. En el caso de mademoiselle, hay ciertos límites. Tendrá que permanecer en mi centro de Niza por lo menos cinco años. Allí tenemos profesores capaces de explorar todas las posibilidades. Ese período nos permitirá saber si hay posibilidades de que la niña lleve una vida casi normal, o si tenemos que mantenerla permanentemente ingresada.
Athena rompió a llorar. Se acercó un pañuelito de seda a los ojos y Cross aspiró su perfume.
El médico miró a Athena con semblante impasible.
—Madame está de acuerdo. Se incorporará a nuestro instituto como profesora… Bien. Se sentó directamente delante de Cross. Algunas señales son muy buenas. Tiene verdadero talento de pintora. Algunos sentidos están muy alerta y no los oculta. Mostró interés cuando le hablé en francés, un idioma que no comprende pero intuye. Eso es una buenísima señal. Otra cosa que también es positiva es que la niña ha dado muestras de echarle a usted de menos esta tarde, lo cual significa que experimenta algún sentimiento por otro ser humano y que a lo mejor este sentimiento se puede ampliar. Muy insólito, pero tiene una explicación no demasiado misteriosa. Cuando se lo comenté a la niña me dijo que usted era guapo. Le ruego que no se ofenda señor De Lena. Le hago la pregunta por razones médicas y para ayudar a la niña, no para acusarle a usted de nada. ¿Ha estimulado usted sexualmente a la niña de alguna manera, tal vez sin querer?
Cross se llevó tal sorpresa que estalló en una carcajada.
—No sabía que hubiera reaccionado a mi presencia, y nunca he dado ocasión para que reaccionara.
Athena enrojeció de cólera.
—Eso es ridículo —dijo—. Nunca ha estado solo con ella.
El médico insistió.
—¿Le ha hecho usted en algún momento alguna caricia física? No me refiero a tomar su mano, acariciarle el cabello ni siquiera darle un beso. La niña es muy pequeña, y por consiguiente su acción sería de carácter puramente físico. No sería usted el primero en sentirse atraído por semejante inocencia.
—A lo mejor intuye mi relación con su madre —dijo Cross.
—Su madre no le importa —dijo el médico—. Perdóneme, madame, pero ésa es una de las cosas que tiene usted que aceptar… No le importa ni la belleza de su madre ni su fama. Son cosas que realmente no existen para ella. Es por usted por quien siente algo. Piénselo bien. A lo mejor una inocente muestra de ternura, alguna acción involuntaria.
Cross lo miró fríamente.
—Si así fuera se lo diría, para poder ayudarla.
—¿Siente usted cariño por esta niña? —preguntó el médico.
—Sí —contestó Cross tras dudar un instante.
El doctor Gerard se reclinó contra el respaldo de su asiento y entrelazó los dedos de las manos.
—Le creo —dijo—. Y eso me infunde una gran esperanza. La niña reacciona con usted, puede que consigamos ayudarla a reaccionar con otras personas. Hasta es posible que algún día tolere a su madre. Eso será suficiente para usted, no es cierto, madame.
—Oh, Cross —dijo Athena—. Espero que no te hayas enfadado.
—No te preocupes —dijo Cross.
El doctor Gerard lo estudió detenidamente.
—¿No se ha ofendido? —le preguntó—. Muchos hombres se lo hubieran tomado muy a mal. El padre de una paciente llegó a agredirme, en cambio usted no está enfadado. Dígame por qué.
Cross no podía explicarle al médico, y ni siquiera a Athena, hasta qué extremo la máquina de los abrazos de Bethany lo había afectado. Le recordaba a Tiffany y a todas las coristas que habían hecho el amor con él y lo habían dejado totalmente vacío de sentimientos, a todos los Clericuzio e incluso a su padre, que siempre lo habían hecho sentirse aislado y desesperanzado. Y también a las víctimas que había dejado a sus espaldas y que eran como unos personajes de un mundo espectral que sólo se hacía realidad en sus sueños.
Cross miró al médico directamente a los ojos.
—Quizá porque yo también soy autista —dijo—. O quizá porque tengo crímenes peores que ocultar.
El médico se reclinó contra el respaldo de su asiento y, sonriendo por primera vez, dijo en tono complacido:
—Vaya. ¿Quiere venir a hacerse unas pruebas?
Los dos se echaron a reír.
—Bueno, madame —dijo el doctor Gerard—. Tengo entendido que regresa usted a Estados Unidos mañana por la mañana. ¿Por qué no me deja a su hija? Mis enfermeras son muy competentes y le aseguro que la niña no la echará de menos.
—Pero yo la echaré de menos a ella —dijo Athena—. ¿Podría quedarme con ella esta noche y traerla de nuevo mañana por la mañana? Hemos fletado un avión y puedo irme cuando quiera.
—Por supuesto que sí —contestó el médico—. Tráigala por la mañana. Mis enfermeras la acompañarán a Niza. Ya tiene usted el teléfono del instituto y sabe que me puede llamar todas las veces que quiera.
Se levantaron para marcharse. Athena besó impulsivamente al médico en la mejilla. El doctor Gerard se puso colorado pues no era insensible a su belleza y a su fama a pesar de su pinta de ogro.
Athena, Bethany y Cross se pasaron el resto del día paseando por las calles de París. Athena le compró a Bethany un vestuario completo; utensilios de pintura y una enorme maleta para guardar las cosas. Después lo enviaron todo al hotel.
Cenaron en un restaurante de los Campos Elíseos. Bethany comió como una fiera, sobre todo pasteles. No había pronunciado una sola palabra en todo el día ni había respondido a los gestos de afecto de Athena.
Cross jamás había visto unas manifestaciones de amor como las que Athena le prodigaba a su hija salvo en su infancia, cuando su madre Nalene le cepillaba el cabello a Claudia.
En el transcurso de la cena Athena sostuvo la mano de Bethany en la suya, le quitó las migas de la cara y le explicó que regresaría a Francia después de un mes y se quedaría con ella en la escuela durante cinco años.
Bethany no le hizo el menor caso.
Athena le explicó con entusiasmo que aprenderían juntas francés, irían a los museos, verían los cuadros de los grandes pintores y ella podría dedicar todo el tiempo que quisiera a pintar cuadros. Añadió que viajarían por toda Europa y que visitarían España, Italia y Alemania.
De pronto Bethany pronunció sus primeras palabras de aquel día.
—Quiero mi máquina.
Como siempre, Cross se sintió rodeado por una atmósfera sagrada. La encantadora niña parecía una copia de un hermoso lienzo al que le faltara el alma del artista, como si su cuerpo se hubiera vaciado para que únicamente lo pudiera llenar la presencia de Dios.
Ya había oscurecido cuando regresaron al hotel. Bethany caminaba entre los dos. En determinado momento la cogieron por las manos y la levantaron en el aire. Por un instante pareció que a la niña le gustaba, hasta tal punto que pasaron de largo al llegar a la entrada del hotel.
Fue entonces cuando Cross experimentó exactamente la misma sensación de felicidad que había sentido durante el almuerzo en el bosque. Todo consistía en estar los tres juntos, cogidos de la mano. Se llenó de asombro y horror ante aquella muestra de sentimentalismo.
Al final volvieron al hotel. Tras haber acostado a Bethany, Athena regresó a la sala de estar de la suite, donde Cross la estaba esperando. Se sentaron el uno al lado del otro en el sofá lavanda, cogidos de la mano.
—Amantes en París —dijo Athena sonriendo—, y ni siquiera hemos tenido ocasión de dormir juntos en una cama francesa.
—¿Te preocupa dejar a Bethany aquí? —preguntó Cross.
—No —contestó Athena—. No nos echará de menos.
—Cinco años es mucho tiempo —dijo Cross—. ¿Estás dispuesta a renunciar a cinco años de profesión?
Athena se levantó y empezó a pasear por la estancia.
—Me enorgullezco de poder prescindir de mi trabajo de actriz. Cuando era pequeña soñaba con ser una gran heroína, María Antonieta dirigiéndome a la guillotina, Juana de Arco consumiéndose en la hoguera, María Curie salvando a la humanidad de algún desastre. Y por supuesto, lo más ridículo que puede haber; dejarlo todo por el amor de un gran hombre. Soñaba con vivir una existencia heroica y estaba segura de que sería pura de alma y de cuerpo y que iría al cielo. Aborrecía la idea de asumir compromisos, especialmente a cambio de dinero. Había tomado la firme decisión de no hacer jamás el menor daño a ningún ser humano en ninguna circunstancia. Todo el mundo me querría, incluida yo misma. Sabía que era lista, todo el mundo me decía que era guapa y había demostrado no sólo que era competente sino también que tenía talento. ¿Y qué hice? Me enamoré de Boz Skannet. Me acostaba con los hombres no por deseo sino para favorecer mi carrera. Di la vida a un ser humano que a lo mejor nunca me querrá ni querrá a nadie. Después maniobré hábilmente, exigiendo el asesinato de mi marido. Pregunté sin demasiado disimulo quién accedería a eliminar a aquel marido que tanto me molestaba. —Apretó la mano de Cross con la suya—. Te lo agradezco de corazón.
Cross trató de tranquilizarla.
—Tú no hiciste nada de todo eso. Fue tu destino, como decimos en mi familia. En cuanto a Skannet, era una china en tu zapato, otro dicho de mi familia. ¿Por qué no ibas a librarte de él?
Athena lo besó suavemente en los labios.
—Ahora ya me he librado de él —dijo—. Eres mi caballero andante. Lo malo es que tú no te limitas a matar dragones.
—¿Si al cabo de cinco años el médico dice que la niña no puede mejorar, qué vas a hacer?
—No me importa lo que digan los demás —contestó Athena—. Siempre hay esperanza. Permaneceré a su lado el resto de mi vida.
—¿Y no echarás de menos tu trabajo? —preguntó Cross.
—Por supuesto que lo echaré de menos, y también a ti te echaré de menos —contestó Athena—. Pero en último extremo haré lo que considere más justo y no me limitaré a ser una heroína de película —dijo en tono burlón—. Deseo que la niña me quiera —dijo en un apagado susurro—, es lo único que me importa.
Se dieron un beso de buenas noches y se fueron a sus respectivos dormitorios.
A la mañana siguiente acompañaron a Bethany al consultorio del médico. Athena lo pasó muy mal cuando se despidió de su hija. Abrazó a la niña y se puso a llorar, pero Bethany no le hizo caso. La apartó con la mano y se preparó para rechazar a Cross, pero éste no hizo el menor intento de abrazarla.
Cross se enojó momentáneamente con Athena por ser tan débil con su hija. Mientras contemplaba la escena, el médico le dijo a Athena:
—Cuando regrese necesitará usted mucho entrenamiento para enfrentarse con esta niña.
—Volveré lo antes que pueda —dijo Athena.
—No es necesario que se dé prisa —dijo el doctor Gerard—. Vive en un mundo en el que el tiempo no existe.
Durante el vuelo de regreso a Los Ángeles, Cross y Athena acordaron que él iría a Las Vegas y no la acompañaría a Malibú. A lo largo de todo el viaje sólo hubo un terrible incidente. Athena se pasó más de media hora llorando en silencio, presa de una angustia infinita. Después se calmó.
Cuando se despidieron, Athena le dijo a Cross:
—Siento que no consiguiéramos hacer el amor en París. Cross intuyó sin embargo que lo decía por simple cumplido. En aquellos momentos la idea de hacer el amor le repugnaba. Al igual que su hija, vivía en otro mundo.
Cross fue recibido en el aeropuerto por una gran limusina conducida por un soldado del pabellón de caza. Lia Vazzi estaba acomodado en el asiento de atrás. Lia cerró la separación de cristal para que el conductor no pudiera oír la conversación.
—El investigador Losey volvió a subir para hablar conmigo —dijo—. La próxima vez que suba será la última.
—Ten paciencia —le dijo Cross.
—Conozco los signos, que no te quepa la menor duda de eso —dijo Lia—. Y otra cosa. Un equipo de hombres del Enclave del Bronx se ha desplazado a Los Ángeles. No sé quién ha dado la orden. Creo que necesitas guardaespaldas.
—Todavía no —dijo Cross—. ¿Ya tienes preparado tu equipo de seis hombres?
—Sí —contestó Lia—, pero son unos hombres que no actuarán directamente contra los Clericuzio.
Cuando llegaron al Xanadu, Cross encontró un memorándum de Pollard, un interesante informe sobre Jim Losey. Los datos le permitirían poner inmediatamente manos a la obra.
Cross sacó cien mil dólares de la caja del casino, todos en billetes de cien. Después le dijo a Lia que irían a Los Ángeles. Lia sería su chofer y no debería acompañarles nadie más. Le mostró a Lia el memorándum. Al día siguiente volaron a Los Ángeles y alquilaron un coche para dirigirse a Santa Mónica.
Phil Sharkey estaba cortando el césped del jardín de su casa. Cross descendió del vehículo con Lia y se identificó como un amigo de Pollard que necesitaba una información. Lia estudió detenidamente el rostro de Sharkey. Después regresó al automóvil.
Phil Sharkey no tenía un aspecto tan impresionante como el de Jim Losey, pero no cabía duda de que era un tipo muy duro. Al parecer, sus muchos años de trabajo policial le habían hecho perder la confianza en sus congéneres humanos. Tenía el alerta recelo y la seriedad de modales propio de los mejores policías, pero estaba claro que no era un hombre feliz.
Sharkey hizo pasar a Cross al interior de su casa, que en realidad era un bungalow con unos interiores muy deteriorados y ofrecía el desolado aspecto de una vivienda sin mujer y sin hijos. Lo primero que hizo Sharkey fue llamar a Pollard para confirmar la identidad de su visitante. Después, sin ofrecerle ningún detalle de cortesía, ni un asiento ni una bebida, le dijo a Cross:
—Adelante, puede preguntar.
Cross abrió la cartera de documentos y sacó un fajo de billetes de cien dólares.
—Aquí hay diez mil —dijo—, sólo por dejarme hablar, aunque me llevará un poco de tiempo. ¿Qué tal si me ofrece una cerveza y un sitio donde sentarme?
El rostro de Sharkey se iluminó con una sonrisa. Era la sonrisa curiosamente afable del buen policía que participa en un negocio, pensó Cross.
Sharkey se guardó el dinero en el bolsillo del pantalón, con aire indiferente.
—Usted me gusta —le dijo a Cross—. Es listo. Sabe que el dinero suelta la lengua, y no pierde el tiempo con tonterías.
Se sentaron alrededor de una mesita redonda en el porche de la parte de atrás del bungalow que daba a la avenida Ocean. Desde allí podían contemplar la arena de la playa y el agua del océano mientras se bebían las cervezas directamente de la botella. Sharkey se dio unas palmadas en el bolsillo para asegurarse de que el dinero estaba todavía allí.
—Si me da usted las respuestas que yo espero —dijo Cross—, habrá inmediatamente otros veinte mil. Y después, si mantiene la boca cerrada sobre mi presencia aquí, dentro de dos meses vendré con otros cincuenta mil.
Sharkey volvió a sonreír, pero esta vez con cierta perversidad.
—Dentro de dos meses ya no le importará a quién se lo diga.
—En efecto —contestó Cross.
Sharkey lo miró con la cara muy seria.
—No pienso decirle nada que pueda servir para denunciar a nadie.
—Eso quiere decir que usted no sabe quien soy yo —dijo Cross—. Será mejor que vuelva a llamar a Pollard.
Sharkey lo interrumpió secamente.
—Sé quién es. Jim Losey me aconsejó que procurara tratarlo bien. En todo —dijo, adoptando la comprensiva actitud de escucha tan propia de su profesión.
—Usted y Jim Losey han sido compañeros durante diez años —dijo Cross—, y además ganaban unas considerables sumas de dinero en negocios aparte. De pronto se retiran. Me gustaría saber por qué.
—O sea que va usted detrás de Losey —dijo Sharkey—. Eso es muy peligroso. Era el policía más valiente y más listo que jamás he conocido.
—¿Y qué me puede decir de la honradez? —preguntó Cross.
—Éramos policías en Los Ángeles —contestó Sharkey—. ¿Sabe usted qué coño puede significar eso? Pues significa que si cumplíamos con nuestra obligación y molíamos a palos a los hispanos y a los negros podíamos ser denunciados y perder nuestro empleo. A los únicos a los que podíamos detener sin meternos en líos era a los blancos imbéciles que tenían dinero. Mire, yo no tengo prejuicios, pero ¿por qué iba a enviar a los blancos a la cárcel y no enviar a los demás? No me parece justo.
—Podía. Pero si no me equivoco, Jim Losey ha recibido un montón de condecoraciones —dijo Cross—. Usted también tiene unas cuantas.
Sharkey se encogió de hombros para quitar importancia al detalle.
—En esta ciudad, por pocos cojones que se tengan, uno no puede evitar ser un héroe de la policía. Muchos de aquellos tipos no sabían que hubieran podido hacer un buen negocio si hubieran hablado como Dios manda, y algunos eran unos auténticos asesinos, así que teníamos que defendernos y nos concedían medallas. Créame, nunca provocábamos una pelea.
Cross ponía en duda todo lo que Sharkey le estaba diciendo. Jim Losey era un matón nato a pesar de sus lujosos trajes.
—¿Eran ustedes socios en todo lo que hacían? —preguntó Cross—. ¿Sabían todo lo que ocurría?
Sharkey soltó una carcajada.
Jim Losey siempre era el jefe. A veces ni yo mismo sabía, exactamente lo que estábamos haciendo, y tampoco sabía exactamente lo que nos pagaban. Jim se encargaba de todo y me daba lo que a su juicio era una parte justa. Sharkey hizo una pausa. Él tenía sus propias normas.
—Bueno, y ¿cómo se ganaban el dinero?
—Estábamos en la nómina de varios de los más importantes sindicatos del juego —explicó Sharkey—. A veces los tipos de la droga también nos soltaban algo. Hubo un tiempo en que Jim Losey se negaba a aceptar dinero de la droga, pero después todos los policías del mundo empezaron a hacerlo y nosotros también lo hicimos.
—¿Utilizaron usted y Losey alguna vez a un chico negro llamado Marlowe para que les indicara a los camellos más importantes? —preguntó Cross.
—Puede ser —contestó Sharkey—. Marlowe era un chico muy simpático que hasta tenía miedo de su propia sombra. Lo utilizábamos muchas veces.
—Eso quiere decir que se quedaría usted sorprendido al enterarse de que Losey le había pegado un tiro mientras huía del lugar donde acababa de atracar y matar a un tipo.
—En absoluto —contestó Sharkey—. Los drogatas van aprendiendo, pero son tan atolondrados que siempre la cagan, y en tales circunstancias Jim nunca hace la advertencia que tenemos la obligación de hacer. Se limita a disparar.
—Pero ¿no le parece una extraña coincidencia que sus caminos se cruzaran de esta manera? —preguntó Cross.
El rostro de Sharkey perdió su dureza y pareció entristecerse.
—Es sospechoso —dijo—. Todo resulta muy sospechoso; pero ahora me siento obligado a decirle una cosa. Jim Losey era valiente, las mujeres lo querían y los hombres lo respetaban. Y yo, que era su socio, sentía lo mismo, aunque la verdad es que siempre actuaba de una forma un tanto sospechosa.
—O sea que pudo ser un montaje —dijo Cross.
—No, no —dijo Sharkey—. Tiene que comprenderlo. El trabajo te lleva a cobrar sobornos, aunque no te convierte en un sicario. Jim Losey jamás hubiera hecho tal cosa. Nunca lo creeré.
—¿Pues entonces, por qué pidió usted el retiro inmediatamente después?
—Porque Jim me estaba poniendo muy nervioso —contestó Sharkey.
—Yo conocí a Losey hace unos meses en Malibú —le dijo Cross—. Iba solo. ¿Actuaba a menudo sin usted?
Sharkey esbozó una ancha sonrisa.
—A veces —contestó—. En aquella ocasión en particular, fue a ver si se ligaba a la actriz. A menudo se ligaba a las grandes estrellas. Algunas veces almorzaba con gente y no quería que yo lo acompañara.
—Otra cosa —dijo Cross—. ¿Era racista Jim Losey? ¿Odiaba a los negros?
Sharkey lo miró con burlona expresión de asombro.
—Pues claro. Debe de ser usted uno de esos malditos liberales que andan por ahí, ¿verdad? ¿Tan terrible le parece? Trabaje usted un año en nuestra profesión, verá cómo enseguida vota para que los encierren a todos en el zoo.
—Otra pregunta —dijo Cross—. ¿Le ha visto usted alguna vez en compañía de un tipo bajito que lleva un sombrero muy raro?
—Un tipo italiano —dijo Sharkey—. Almorzamos juntos una vez y después Jim me dijo que me largara. Un tipo muy misterioso.
Cross abrió la cartera de documentos y sacó otros dos fajos de billetes.
—Son veinte mil. No lo olvide; si mantiene la boca cerrada recibirá otros cincuenta mil. ¿De acuerdo?
—Sé quién es usted —dijo Sharkey.
—Pues claro —dijo Cross—. Le di permiso a Pollard para que le dijera quién soy.
—Sé quién es realmente —dijo Sharkey, esbozando su contagiosa sonrisa—. Por eso no cobro ahora todo lo que usted lleva en la cartera, y por eso mantendré la boca cerrada durante dos meses. Entre usted y Losey, no sé quién me mataría mas rápido.
Cross de Lena comprendió que estaba metido en unos líos tremendos. Sabía que Jim Losey figuraba en la nómina de la familia Clericuzio, que cobraba un sueldo anual de cincuenta mil dólares y unas gratificaciones aparte por trabajos especiales, entre los cuales nunca se incluía el asesinato. Todo ello fue suficiente para que llegara a una deducción: Dante y Losey habían matado a su padre. Era una deducción muy fácil para él porque no tenía que atenerse a las normas legales de las pruebas. Toda su experiencia con la familia Clericuzio le sirvió para emitir un veredicto de culpabilidad. Conocía la habilidad y el carácter de su padre. Ningún atracador se hubiera podido acercar a él. También conocía el carácter y la habilidad de Dante y la antipatía que éste le tenía a su padre.
Pero la gran pregunta era: ¿Había actuado Dante por su cuenta y riesgo? o bien la muerte la había ordenado el Don… Pero los Clericuzio no tenían ningún motivo para hacer tal cosa pues su padre les había sido leal durante más de cuarenta años y había sido un factor muy importante en el ascenso de la familia. Había sido el gran general de la guerra contra los Santadio. Cross se preguntó, no por primera vez, por que razón nadie le había revelado jamás los detalles de aquella guerra, ni su padre, ni Gronevelt, ni Giorgio, ni Petie, ni Vincent.
Cuanto más pensaba en ello, tanto más seguro estaba de una cosa: el Don no había tenido nada que ver con el asesinato de su padre. Don Domenico era un hombre de negocios muy conservador. Recompensaba los servicios leales, no los castigaba. Su sentido de la justicia era tan acusado que podía llegar al extremo de la crueldad. Pero el argumento importante era el siguiente: jamás, mientras él viviera hubiera permitido ni ordenado la muerte de Pippi. Ésa era la prueba de la inocencia del Don.
Don Domenico creía en Dios y algunas veces en el destino pero no creía en la casualidad. La casualidad de que Jim Losey hubiera sido el policía que había disparado contra el atracador, que a su vez había disparado contra Pippi, habría sido tajantemente rechazada por el Don. Éste habría llevado a cabo sus propias investigaciones y habría descubierto la conexión de Dante con Losey, estaría al corriente no sólo de la culpa de Dante sino también del motivo.
¿Y qué decir de Rose Marie, la madre de Dante? Sabía que al enterarse de la muerte de Pippi, Rose Marie había sufrido el más grave de sus ataques y se había puesto a llorar y a gritar palabras inconexas hasta el extremo de que el Don no había tenido más remedio que enviarla a la clínica psiquiátrica de East Hampton, que había fundado muchos años atrás. Allí permanecería por lo menos durante un mes.
El Don siempre prohibía las visitas a Rose Marie en la clínica exceptuando las de Dante, Giorgio, Vincent y Petie; pero Cross enviaba a menudo a su tía ramos de flores y cestos de fruta. ¿Por qué estaba entonces Rose Marie tan traumatizada? ¿Acaso con la culpa de Dante y el motivo que lo había inducido a actuar? En aquel momento Cross recordó el comentario del Don en el sentido de que Dante sería su heredero. Aquello le pareció muy siniestro. Decidió visitar a Rose Marie en la clínica a pesar de la prohibición del Don. Iría con flores, fruta, chocolate y queso, y manifestaría su sincero afecto con el exclusivo propósito de inducirla con engaño a traicionar a su hijo.
Dos días más tarde, Cross entró en el vestíbulo de la clínica psiquiátrica de East Hampton. Había dos guardias de seguridad en la entrada. Uno de ellos lo acompañó al mostrador de recepción.
La recepcionista era una mujer de mediana edad, elegantemente vestida. Al comunicarle Cross el objeto de su visita, le dirigió una encantadora sonrisa y le dijo que tendría que esperar media hora pues Rose Marie estaba siendo sometida en aquellos momentos a un pequeño procedimiento médico. Cuando estuviera lista se lo indicaría.
Cross se sentó en la sala de espera de la zona de recepción, situada a un lado del vestíbulo y amueblada con unas mesas y unos mullidos sillones. Mientras, hojeaba un ejemplar de una revista de Hollywood. Mientras lo hacía, vio un reportaje sobre Jim Losey, el heroico investigador de Los Ángeles. En el reportaje se enumeraban todas las hazañas que habían culminado en la muerte del atracador-asesino Marlowe. A Cross e hicieron gracia dos cosas: que su padre fuera calificado de propietario de una empresa de servicios financieros, víctima inocente de un despiadado criminal, y la frase que cerraba el reportaje, en la cual se afirmaba que si hubiera más policías como Jim Losey, la delincuencia callejera se podría controlar.
Una fornida enfermera le dio una palmada en el hombro y le dijo con una amable sonrisa en los labios:
—Tenga la bondad de acompañarme.
Cross cogió la caja de bombones y las flores que llevaba y subió con la enfermera unos peldaños. Después avanzó por un largo pasillo con puertas a ambos lados. Al llegar a la última puerta, la enfermera la abrió con una llave maestra, le indicó con un gesto que pasara y cerró la puerta a su espalda.
Rose Marie, envuelta en una bata de color gris y con el cabello pulcramente trenzado estaba contemplando la pantalla de un pequeño televisor. Al ver a Cross se levantó de un salto del sofá y se arrojó en sus brazos llorando. Cross le dio un beso en la mejilla y le entregó los bombones y las flores.
—Oh, has venido a verme —le dijo—. Creía que me odiabas por lo que le hice a tu padre.
—No le hiciste nada a mi padre —dijo Cross, acompañándola de nuevo al sofá. Después apagó el televisor y se arrodilló junto al sofá—. Estaba preocupado por ti.
Rose Marie alargó la mano y le acarició el cabello.
—Siempre fuiste muy guapo —le dijo—. Me molestaba que fueras el hijo de tu padre, y me alegré de su muerte. Pero yo siempre supe que ocurrirían cosas terribles. Yo llené el aire y la tierra de veneno para él.
—¿Crees que mi padre lo pasará por alto?
—El Don es un hombre justo —contestó—. Nunca te echará la culpa a ti.
—Te ha engañado a ti tal como engañó a todo el mundo —dijo Rose Marie—. Nunca te fíes de él. Traicionó a su propia hija y a su nieto y traicionó también a su sobrino Pippi… Y ahora te traicionará a ti.
Había levantado la voz, y Cross temió que le diera uno de sus ataques.
—Cálmate, tía Rose —le dijo—. Cuéntame qué es eso que tanto te ha disgustado y te ha obligado a regresar aquí.
La miró a los ojos, y al ver la inocencia que todavía conservaban se imaginó lo bonita que debía de ser en su infancia.
—Diles que te cuenten lo de la guerra de los Santadio y entonces lo comprenderás todo —contestó Rose Marie en un susurro. Miró más allá de Cross y se cubrió el rostro con las manos. Cross se volvió. Vincent y Petie se encontraban de pie en la puerta. Rose Marie se levantó del sillón, corrió al dormitorio y cerró ruidosamente la puerta.
—Dios mío —dijo Vincent. Su rostro de granito reflejaba profunda compasión y desesperación. Se acercó a la puerta del dormitorio, llamó con los nudillos y dijo a través de ella—: Rose abre la puerta. Somos tus hermanos. No te haremos daño…
—Qué casualidad que os haya encontrado aquí —dijo Cross—. Yo también he venido a visitar a Rose Marie.
Vincent nunca perdía el tiempo con tonterías.
—No estamos aquí de visita. El Don quiere verte en Quogue.
Cross analizó la situación. Estaba claro que la recepcionista había llamado a alguien de Quogue, y que el Don no quería que él hablara con Rose Marie. El hecho de que hubiera enviado a Vince y Petie, significaba que no pensaban liquidarlo pues no era posible que actuaran con tanta imprudencia.
Sus suposiciones quedaron confirmadas cuando Vincent dijo:
—Cross, yo iré contigo en tu coche. Petie irá en el suyo.
Un golpe en la familia Clericuzio nunca era de uno contra uno.
—No podemos dejar a Rose Marie así —dijo Cross.
—Pues claro que podemos —dijo Petie—. La enfermera que le de una inyección.
Cross trató de entablar conversación mientras conducía.
—Qué rápido habéis llegado, Vincent.
—Petie iba al volante —dijo Vincent—. Es un loco —una breve pausa antes de añadir en tono preocupado—: Cross conoces las normas, ¿cómo es posible que hayas venido a visitar a Rose Marie?
—Rose Marie era una de mis tías preferidas cuando yo era pequeño —contestó Cross.
—Al Don no le gusta —dijo Vencent—; está muy enfadado. Dice que eso no es propio de Cross. Él lo sabe.
—Ya lo arreglaré —dijo Cross—, pero es que estaba muy preocupado por tu hermana. ¿Qué tal va?
Vincent, lanzó un suspiro.
—Me parece que esta vez será para siempre. Ya sabes el cariño que le tenía a tu padre de niña. De todos modos, ¿quién hubiera podido imaginar que el asesinato de tu padre la afectara tanto?
Cross captó la falsedad del tono de voz de Vincent. Estaba seguro de que sabía algo.
—Mi padre siempre le tuvo mucho aprecio a Rose Marie —se limitó a decir.
—Pero en los últimos años ella ya no lo quería tanto —añadió Vincent—, sobre todo cuando le daban los ataques. Hubieras tenido que oír las cosas que decía de él.
—Tú participaste en la guerra de los Santadio —dijo Cross en tono indiferente—. ¿Cómo es posible que nunca me hayáis contado nada sobre ella?
—Porque nunca hablamos de las operaciones —contestó Vincent—. Mi padre nos enseñó que eso no servía para nada. Hay que seguir adelante. Bastantes preocupaciones tiene el presente como para que uno se preocupe por el pasado.
—Pero de todos modos, mi padre fue un gran héroe, ¿verdad?
Vincent sonrió levemente y su rostro de piedra estuvo casi a punto de suavizarse.
—Tu padre era un genio —contestó—. Podía planear una operación como Napoleón. Nada fallaba cuando él lo organizaba. Puede que sólo fallara una o dos veces, por culpa de la mala suerte.
—¿O sea que fue él quien planeó la guerra contra los Santadio? —preguntó Cross.
—Estas preguntas se las tienes que hacer al Don —contestó Vincent—. Hablemos de otra cosa.
—De acuerdo —dijo Cross—. ¿Me vais a liquidar como a mi padre?
El frío rostro de piedra de Vincent reaccionó violentamente. Agarró el volante y obligó a Cross a detenerse al borde de la autovía.
—¿Pero es que te has vuelto loco? —dijo con la voz rota por la emoción—. ¿Tú crees que la familia Clericuzio sería capaz de hacer una cosa así? Tu padre llevaba la sangre de los Clericuzio. Era nuestro mejor soldado, él nos salvó. El Don lo quería tanto como a cualquiera de sus hijos; pero ¿se puede saber por qué haces esta pregunta?
—Me he llevado un gran susto cuando os he visto aparecer de repente.
—Vuelve a la carretera —le dijo Vincent en tono asqueado—. Tu padre, Giorgio, Petie y yo luchamos juntos en tiempos muy difíciles. Nunca nos podríamos enfrentar los unos a los otros. Pippi tuvo mala suerte, un atracador negro se lo cargó.
El resto del camino lo hicieron en silencio.
En la mansión de Quogue había los habituales dos guardias de la entrada y un tercero sentado en el porche. No parecía que hubiera ninguna actividad fuera de lo normal. Don Clericuzio, Giorgio y Petie lo estaban esperando en el estudio de la mansión.
En el mueble bar había una caja de puros habanos y un cubilete lleno de negros y retorcidos puros italianos.
Don Clericuzio estaba sentado en uno de los grandes sillones de cuero marrón de la estancia. Cross se acercó a saludarle y se sorprendió al ver que el Don se levantaba con una agilidad impropia de su edad y lo abrazaba. Después el Don le indicó una mesa sobre la cual se habían dispuesto varios platos de quesos y fiambres.
Cross comprendió que el Don aún no estaba listo para hablar. Se preparó un bocadillo con mozzarella y prosriutto. El prosriutto estaba cortado en finas lonchas de color rojo oscuro, rodeadas por una suave grasa blanca. La blanca bola de la mozzarella era tan fresca que todavía rezumaba leche. Estaba rematada en la parte superior por una gruesa prominencia salada parecida al nudo de una cuerda.
De lo único que presumía el Don era de que nunca sacó una mozzarella que tuviera más de treinta minutos.
Vincent y Petie también se sirvieron comida, y Giorgio hizo de camarero, ofreciéndole una copa de vino al Don y bebidas sin alcohol a los demás. El Don sólo se comió la jugosa mozzarella, dejando que se le fundiera en la boca. Petie le ofreció uno de los retorcidos puros italianos y se lo encendió. Menudo estómago del viejo pensó Cross.
—Croccifixio —dijo bruscamente Don Clericuzio—; cualquier cosa que ahora intentes averiguar a través de Rose Marie, te la diré. Sospechas que hubo algo extraño en la muerte de tu padre. Te equivocas. He mandado investigarla y los datos son ciertos. Pippi tuvo mala suerte. Era el hombre más prudente de su profesión, pero a veces ocurren accidentes ridículos. Deja que se tranquilice tu espíritu. Tu padre era mi sobrino y un Clericuzio, uno de mis amigos más queridos.
—Háblame de la guerra de los Santadio —dijo Cross.