UNA MUERTE DE HOLLYWOOD

Los desnudos culos femeninos se elevaron simultáneamente para saludar el parpadeo del ojo de la cámara. A pesar de que la película se encontraba todavía en el aire, Dita Tommey estaba efectuando audiciones de actrices en el plató de sonido de Mesalina pues necesitaba un culo que pudiera doblar el de Athena Aquitane.

Athena se había negado a hacer desnudos, a exhibir directamente el trasero y los pechos, una insólita pero no fatal muestra de recato por parte de una estrella. Dita se limitaría a sustituir sus pechos y su trasero por los de alguna de las actrices que en aquellos momentos estaban efectuando las pruebas.

Como es natural, les había dado a las chicas unas escenas con diálogo para no obligarlas a posar como si fueran actrices porno, aunque el factor determinante sería la escena culminante de sexo, en la que las actrices mostrarían sus nalgas desnudas al ojo de la cámara, en medio de sus impetuosos movimientos en la cama. El coreógrafo de la escena estaba haciendo el croquis de los balanceos y las contorsiones junto con Steve Stallings, el protagonista masculino.

Bobby Bantz y Skippy Deere se hallaban en el plató en compañía de Dita Tommey. El resto de los presentes eran los imprescindibles miembros del equipo. A Tommey no le importaba la presencia de Deere, pero se preguntaba qué coño estaba haciendo allí Bobby Bantz. Por un momento había considerado la posibilidad de impedirle la entrada en el plató, pero si se abandonaba definitivamente el proyecto de Mesalina, ella se encontraría en una posición de poder muy débil y necesitaría su benevolencia.

—¿Qué es lo que estamos buscando exactamente? —preguntó Bantz en tono impaciente.

El coreógrafo de la escena de cama, un joven apellidado Willis, que también era el director de la Compañía de Ballet de Los Ángeles, contestó alegremente:

—El culo más hermoso del mundo, y que además tenga una buena masa muscular. No queremos material de mala calidad, no queremos que se abra la hendidura.

—Me parece muy bien —dijo Bantz—, nada de mala calidad.

—¿Y las tetas? —preguntó Deere.

—No pueden brincar —contestó el coreógrafo.

—Las audiciones de las tetas las haremos mañana —dijo Tommey—. No hay ninguna mujer que tenga unas tetas y un trasero perfectos como no sea Athena, pero ella no los quiere enseñar.

—Tú bien lo sabes, Dita —dijo Bantz con segundas intenciones—. Tommey olvidó su posición de debilidad.

—Bobby, eres un perfecto majadero, de verdad. Como no quiere follar contigo crees que es una tortillera.

—Bueno, bueno —dijo Bantz—. Tengo que devolver cien llamadas telefónicas.

—Yo también —dijo Deere.

—No os creo —dijo Tommey.

—Dita —añadió Deere—, procura ser un poco más comprensivo. ¿Qué diversiones tenemos Bobby y yo? Estamos demasiado ocupados para jugar al golf. Nuestro trabajo es ver películas. No tenemos tiempo para ir al teatro ni a la ópera. Sólo nos queda una horita al día para distraernos un poco, después del tiempo que dedicamos a nuestras familias. ¿Y qué se puede hacer con una hora al día? Follar. Es la diversión que requiere menos esfuerzo.

—Madre mía, Skippy, fíjate en eso —dijo Bantz—. Es el culo más fabuloso que he visto en mi vida.

Deere sacudió la cabeza, asombrado.

—Bobby tiene razón, Dita, ése es el nuestro. Contrátala. Tommey sacudió la cabeza con incredulidad.

—Desde luego estáis como cabras —dijo—. Es un trasero negro.

—Contrátala de todos modos —dijo Deere, rebosante de entusiasmo.

—Sí —dijo Bantz—. Será una esclava etíope de Mesalina. ¿Pero por qué coño está haciendo las pruebas?

Dita Tommey estudió a ambos hombres con curiosidad. Eran dos de los más duros ejecutivos de la industria cinematográfica, con más de cien llamadas telefónicas que contestar; y sin embargo parecían dos adolescentes en busca de su primer orgasmo.

—Cuando enviamos las notificaciones de pruebas —explicó pacientemente—, no nos está permitido decir que sólo queremos traseros blancos.

—Quiero conocer a ésta chica —dijo Bantz.

—Yo también —dijo Deere.

La conversación quedó interrumpida por la llegada de Melo Stuart al plató, que esbozaba una radiante sonrisa.

—Ya podemos regresar todos al trabajo —dijo—. Athena vuelve a la película. Su marido se ha ahorcado. Boz Skannet ya está fuera de la película —añadió, batiendo palmas como solían hacer los miembros del equipo de rodaje cuando un actor finalizaba su trabajo en una película, una vez terminado su papel. Skippy y Bobby se unieron a los aplausos. Dita Tommey los miró a los tres con expresión de desagrado.

—Elí quiere hablar inmediatamente con vosotros dos —dijo Melo.

—Contigo no Dita —añadió con una sonrisa de disculpa—. Será una simple conversación de trabajo, no se tomarán decisiones creativas.

Los tres hombres abandonaron el plató de sonido.

Dita Tommey mandó llamar a su caravana a la chica del trasero bonito. Era muy guapa. No tenía la tez tostada sino totalmente negra y poseía una gracia descarada que Dita identificó como un don natural y no como una ficción de actriz.

—Te voy a dar el papel de esclava etíope de la emperatriz Mesalina —le dijo—. Tendrás una frase de diálogo, pero sobre todo enseñarás el trasero. Necesitamos un trasero blanco para doblar el de la señorita Aquitane, pero por desgracia el tuyo es demasiado negro. De no haber sido por eso, quizás hubieras sido la reina de la película.

La directora miró sonriendo a la chica. Falene Fant, un nombre muy cinematográfico.

—Como usted diga —dijo la chica—. Muchas gracias por los cumplidos y por el trabajo.

—Otra cosa —añadió Dita—. Nuestro productor Skippy Deere cree que tienes el trasero más bonito del mundo, y el señor Bantz, el presidente y director de producción de los estudios, también lo cree. Ya tendrás noticias suyas.

Falene Fant la miró con una pícara sonrisa.

—¿Y usted que cree? —preguntó.

Dita se encogió de hombros.

—Yo no estoy tan metida en asuntos de traseros como los hombres. Pero creo que eres una chica encantadora y una buena actriz, lo bastante buena como para que te dé algo más que una frase de diálogo en la película. Si vienes a mi casa esta noche podremos hablar de tu carrera. Te invito a cenar.

Aquella noche, tras pasar dos horas en la cama con Falene Fant, Dita Tommey preparó la cena y le habló a la chica de su carrera.

—Ha sido muy divertido —le dijo—, pero creo que a partir de ahora tendríamos que ser simplemente amigas y mantener en secreto lo de esta noche.

—Muy bien —dijo Falene—, pero todo el mundo sabe que eres una tortillera. ¿Es que no te gusto? ¿Porque soy negra? —preguntó sonriendo.

Dita pasó por alto la palabra tortillera. Era una deliberada ofensa en respuesta al aparente rechazo.

—Eres dueña de un trasero precioso, tanto si es negro como si fuera blanco, amarillo o verde —contestó—, pero tienes verdadero talento de actriz. Si te sigo dando papeles en mis películas, no te apreciarán por tu talento. Y además yo sólo hago una película cada dos años, y tú tienes que trabajar más. Casi todos los directores son hombres, cuando ven a una mujer como tú siempre esperan follar un poco con ella. Si pensaran que eres lesbiana, es posible que te ignoraran.

—No me hacen falta para nada los directores si tengo a un productor y al jefe de unos estudios —contestó alegremente Falene.

—Sí te hacen falta —dijo Dita—. Los otros te pueden ayudar a poner el pie en la puerta, mientras que los directores te pueden dejar en la sala de montaje, o te pueden filmar de tal manera que parezcas una mierda y te expreses como una mierda.

Falene sacudió tristemente la cabeza.

—Tengo que follar con Bobby Bantz y con Skippy Deere, y ya he follado contigo. ¿Es totalmente necesario? —preguntó, abriendo ingenuamente los ojos.

Dita la miró con sincero afecto. La chica ni siquiera fingía indignación.

—Lo he pasado muy bien esta noche contigo —le dijo—. Has dado justo en el blanco.

—Bueno, la verdad es que nunca he comprendido todo este jaleo que arma la gente con el sexo —dijo Falene—. Para mí no supone ningún esfuerzo. No consumo drogas y apenas bebo. En algo me tengo que entretener.

—Muy bien —dijo Dita—. Ahora te voy a contar unas cuantas cosas sobre Deere y Bantz. Deere es lo mejor para ti y te diré porqué. Deere está enamorado de sí mismo y le gustan las mujeres. Estoy segura de que te ayudará. Te buscará algún buen papel porque es lo bastante listo como para darse cuenta de que tienes talento. En cambio a Bantz no le gusta nadie excepto Elí Marrion. Además no tiene buen gusto ni perspicacia. Bantz te ofrecerá un contrato con los estudios y dejará que te pudras. Es lo que hace con su mujer para que lo deje en paz. Le dan mucho trabajo que le reporta un montón de dólares, pero nunca le ofrecen un papel como Dios manda. En cambio Skippy Deere hará algo por tu carrera, siempre que le gustes, claro.

—Todo eso me parece muy frío —dijo Falene.

Dita le dio una palmada en el brazo.

—No me vengas ahora con historias. Soy tortillera, pero también soy mujer, y conozco a los actores. Tanto los hombres como las mujeres son capaces de todo con tal de subir lo más arriba posible. Todos apostamos muy alto. ¿Quieres hacer un trabajo de nueve a cinco en Oklahoma? O quieres convertirte en actriz cinematográfica y vivir en Malibú… Veo en tu hoja que tienes veintitrés años. ¿Con cuántos has follado ya?

—¿Contándote a ti? —preguntó Falene—. Puede que con cincuenta, pero siempre para divertirme —añadió en tono de burlona disculpa.

—O sea que unos cuantos más no te van a traumatizar —dijo Dita—. ¿Quién sabe?, a lo mejor también podría ser divertido.

—Mira —dijo Falene—, no lo haría si no estuviera segura de que voy a ser una estrella.

—Por supuesto —dijo Dita—. Eso nadie lo haría.

—¿Y tú? —preguntó Falene, riéndose.

—Yo no tuve esa opción —contestó Dita—. Me tuve que abrir camino a fuerza de talento.

—Pobrecita —dijo Falene.

En los Estudios LoddStone, Bobby Bantz, Skippy Deere y Melo Stuart se encontraban reunidos en el despacho de Elí Marrion. Bantz estaba furioso.

—Ese idiota nos pega a todos un susto de muerte y después va y se suicida.

—Melo —le dijo Marrion a Stuart—, supongo que ahora tu clienta volverá al trabajo.

—Naturalmente —contestó Melo.

—¿No plantea ulteriores exigencias y no necesita otros alicientes adicionales? —preguntó Marrion en un pausado y mortífero susurro.

Melo Stuart se percató por primera vez de la furia asesina que ardía en el interior de Marrion.

—No —contestó Melo—. Puede empezar a trabajar mañana mismo.

—Estupendo —dijo Deere—. Es posible que todavía podamos mantener el presupuesto.

—A ver si os calláis de una vez y me escucháis con atención —dijo Marrion.

Aquella insólita grosería tan impropia de él los hizo enmudecer a todos de golpe.

Marrion habló con su voz agradable y tranquila, pero a nadie le cupo la menor duda de que su cólera estaba a punto de estallar.

—Skippy, ¿qué coño nos importa que la película no rebase el presupuesto? Ya no somos propietarios de la película. Nos entró miedo y cometimos un estúpido error. Todos nosotros somos culpables. No somos propietarios de esta película. El propietario es un intruso.

Skippy Deere trató de interrumpirle.

—La LoddStone ganará una fortuna con la distribución, y tú percibirás un porcentaje sobre los beneficios. Sigue siendo un negocio estupendo.

—Pero De Lena ganará mucho más dinero que nosotros —dijo Bantz—, y eso no es justo.

—El caso es que ese De Lena no ha hecho nada para resolver el problema —dijo Marrion—. Estoy seguro de que tiene que haber alguna base legal para que los estudios puedan recuperar la película.

—Es verdad —dijo Bantz—, que se vaya a la mierda. Lo llevaremos a los tribunales.

—Primero lo amenazamos con presentar una querella —dijo Marrion—, y después llegamos a un acuerdo con él. Le devolvemos su dinero y el diez por ciento de los beneficios brutos convenidos.

Deere soltó una carcajada.

—Elí; Molly Flanders no permitirá que acepte vuestro trato.

—Negociaremos directamente con De Lena —dijo Marrion—. Creo que lo podré convencer. —Hizo una breve pausa—. Lo llamé en cuanto recibí la noticia. Dentro de poco se reunirá con nosotros. Todos, sabemos que sus antecedentes son bastante confusos, así que ese suicidio le viene como anillo al dedo y no creo que le interese demasiado la publicidad de un juicio.

Cross de Lena, en su suite del último piso del hotel Xanadu, leyó la información de la prensa sobre la muerte de Skannet. Todo había salido a pedir de boca. Era un claro caso de suicidio y las dos notas de despedida que se habían encontrado junto con el cadáver no dejaban el menor resquicio de duda. No había muchas posibilidades de que los expertos en grafología descubrieran la falsificación pues Boz Skannet no había dejado mucha correspondencia, y Leonard Sossa era muy bueno. Las esposas y los grilletes se habían dejado deliberadamente flojas para que no dejaran señales. Lia Vazzi era un experto.

Cross ya esperaba la primera llamada que recibió. Giorgio Clericuzio lo convocaba a la mansión de la familia en Quogue. Cross jamás se había llamado a engaño, pensando que los Clericuzio no descubrirían lo que estaba haciendo.

La segunda llamada fue de Elí Marrion, quien le rogaba que fuera a verle a Los Ángeles sin su abogada. Cross se mostró de acuerdo, pero antes de abandonar Las Vegas llamó a Molly Flanders y le comentó la llamada telefónica de Marrion. Molly se puso furiosa.

—Son unos hijos de puta —dijo—. Te recogeré en el aeropuerto e iremos juntos. Nunca le des ni los buenos días al jefe de unos estudios sin tener contigo a un abogado.

Cuando ambos entraron en el despacho de Elí Marrion en la LoddStone se dieron cuenta de que había problemas. Los cuatro hombres que los esperaban ofrecían el siniestro y truculento aspecto propio de unos sujetos a punto de cometer un acto de violencia.

—He decidido venir con mi abogada —le dijo Cross a Marrion—. Espero que no le importe.

—Como quiera —dijo Marrion—. Simplemente quería evitarle una posible situación embarazosa.

—Eso estará pero que muy bien —dijo Molly Flanders con la cara muy seria—. Tú quieres recuperar la película, pero nuestro contrato es totalmente válido.

—Muy cierto —dijo Marrion—, pero vamos a apelar al sentido del juego limpio de Cross. No hizo nada por resolver el problema, en tanto que la LoddStone ha invertido mucho tiempo, dinero y talento creativo, sin los cuales la película no hubiera sido posible. Cross recuperará su dinero y percibirá el diez por ciento de los beneficios brutos convenidos; y además seremos generosos en la determinación de los ajustes. No correrá ningún riesgo.

—Ya ha sobrevivido al riesgo —replicó Molly—. Tu ofrecimiento es un insulto.

—Pues entonces tendremos que ir a juicio —dijo Marrion—. Cross, estoy seguro de que eso será tan desagradable para usted como para mí.

Miró a Cross con una amable sonrisa que confirió un aire angelical a su rostro de gorila.

—Elí —dijo Molly sin apenas poder contener su enojo—, tú vas a juicio y prestas declaración veinte veces al año porque siempre te inventas tonterías de este tipo. —Volviéndose hacia Cross, añadió—: Nos vamos.

Pero Cross sabía que no podía permitirse el lujo de afrontar un proceso judicial. La adquisición de la película, seguida de la oportuna muerte de Skannet, sería objeto de un minucioso examen. Desenterrarían todo lo que pudieran sobre sus antecedentes, y con sus comentarios lo convertirían en una figura demasiado pública, cosa que el viejo Don jamás toleraba, y no cabía duda de que Marrion lo sabía muy bien.

—Quedémonos un momento —le dijo Cross a Molly. Después se volvió hacia Marrion, Bantz, Skippy Deere y Melo Stuart—. Si un jugador viene a mi hotel, hace una apuesta arriesgada y gana, yo le pago religiosamente lo que ha ganado. No le digo que le pagaré la mitad. Eso es lo que ustedes pretenden hacer aquí conmigo, caballeros. ¿Por qué no reconsideran por tanto su decisión?

—Esto es un negocio, no un juego de azar —replicó despectivamente Bantz.

—Va usted a ganar como mínimo diez millones de dólares con su inversión —le dijo Melo Stuart a Cross en tono apaciguador—. Supongo que eso sí le parecerá justo.

—Y además sin hacer nada —terció Bantz.

Sólo Skippy Deere parecía estar del lado de Cross.

—Cross, tú te mereces más, pero lo que ellos te ofrecen es mucho mejor que una disputa ante los tribunales, con el riesgo de perderla. Acepta el ofrecimiento, y tú y yo seguiremos haciendo negocios al margen de los estudios. Te prometo que llegaremos a un acuerdo.

Cross sabía que le convenía no adoptar una actitud amenazadora. Esbozó una resignada sonrisa.

—Es posible que tengas razón —dijo—. Quiero seguir en la industria cinematográfica y mantener buenas relaciones con todo el mundo. Diez millones de beneficios no me parecen un mal comienzo. Molly, encárguese de los papeles. Y ahora, si ustedes me disculpan, tengo que tomar un avión añadió, abandonando la estancia seguido de Molly.

—Podemos ganar el juicio —le dijo Molly.

—No quiero ir a juicio —contestó Cross—. Cierre el trato. —Molly lo estudió detenidamente.

—Muy bien —dijo—, pero le conseguiré más de un diez por ciento.

Cuando Cross llegó al día siguiente a la mansión de Quogue, Don Domenico Clericuzio, sus hijos Giorgio, Vincent y Petie y su nieto Dante lo estaban esperando. Almorzaron en el jardín a base de jamones y quesos italianos, un enorme cuenco de madera de ensalada y largas y crujientes barras de pan italiano. No faltaba el cuenco de queso rallado para la cuchara del Don. Mientras comían, el Don le dijo a Cross como el que no quiere la cosa.

—Croccifixio; tenemos entendido que has entrado en la industria cinematográfica.

Hizo una pausa para tomar un sorbo de vino tinto y después tomó una cucharada de queso parmesano rallado.

—Sí —dijo Cross.

—¿Es cierto que utilizaste algunas de tus acciones en el Xanadu para financiar una película?

—Tengo derecho a hacerlo —contestó Cross—. Al fin y al cabo soy vuestro bruglione del Oeste añadió, soltando una carcajada.

—El bruglione tiene razón —dijo Dante.

El Don miró con expresión de reproche a su nieto y le dijo a Cross:

—Te has lanzado a un asunto muy serio sin consultarlo con la familia. No pediste nuestro consejo, pero sobre todo llevaste a cabo una acción violenta que hubiera podido tener repercusiones oficiales muy graves. Aquí la regla está muy clara, tienes que contar con nuestro consentimiento o actuar por tu cuenta y riesgo y arrastrar las consecuencias.

—Y has utilizado los recursos de la familia —dijo severamente Giorgio—. El pabellón de caza de la Sierra, y a Lia Vazzi, Leonard Sossa y Pollard, con su agencia de seguridad. Ya sabemos que son tu gente del Oeste, pero también son recursos de la familia. Por suerte todo ha salido a la perfección, pero ¿y si no hubiera salido? Todos hubiéramos corrido peligro.

—Todo eso él ya lo sabe —dijo el Don con impaciencia—. La pregunta es ¿por qué? Sobrino, años atrás pediste no intervenir en esa parte del necesario trabajo que algunos hombres tienen que hacer. Yo accedí a tu petición, a pesar del valor que tú tenías para mí, y ahora lo haces en tu propio beneficio. Eso no es propio del querido sobrino que yo siempre he conocido.

Cross comprendió entonces que el Don quería mostrarse comprensivo con él pero no podía decirle la verdad, no podía decirle que había sucumbido a la belleza de Athena. No hubiera sido una explicación razonable. Más bien hubiera sido un insulto, probablemente de fatales consecuencias. ¿Qué otra cosa hubiera podido ser más imperdonable que anteponer la atracción hacia una mujer desconocida a su lealtad a la familia Clericuzio?

—Vi la oportunidad de ganar un montón de dinero —dijo con suma cautela—. Vi la ocasión de entrar en un nuevo negocio, para mí y para la familia. Un negocio que se hubiera podido utilizar para blanquear dinero negro, pero tenía que actuar con rapidez. Es evidente que no pensaba mantenerlo en secreto, y prueba de ello es que utilicé unos recursos de la familia, y vosotros no hubierais tenido más remedio que enteraros. Quería acudir a usted cuando todo estuviera hecho.

El Don lo miró sonriendo y le preguntó con dulzura:

—¿Y ya está todo hecho?

Cross intuyó de inmediato que el Don estaba al corriente de todo.

—Hay otro problema —contestó, exponiendo el nuevo trato que había cerrado con Marrion. Se llevó una sorpresa al ver que el Don soltaba una sonora carcajada.

—Has hecho justo lo más acertado —dijo el Don—. Un juicio hubiera podido ser un desastre. Deja que disfruten de su victoria, aunque menudos bribones están hechos. Me alegro de que siempre nos hayamos mantenido al margen de ese negocio. Guardó silencio un instante. Por lo menos te has ganado tus diez millones. Es una bonita cantidad.

—No —dijo Cross—. Cinco para mí y cinco para la familia, eso está claro. Creo que no tenemos por qué darnos por vencidos tan fácilmente. Tengo unos planes, pero necesito la ayuda de la familia.

—En tal caso tenemos que discutir una participación mejor —dijo Giorgio.

Era como Bantz, pensó Cross, siempre pidiendo más. El Don lo interrumpió con impaciencia.

—Primero atraparemos el conejo y después lo repartiremos. Cuentas con la bendición de la familia. Pero una cosa: Plena discusión sobre todas las acciones drásticas que se emprendan. ¿Entendido, sobrino?

—Sí —contestó Cross.

Lanzó un suspiro de alivio cuando abandonó Quogue; el Don le había manifestado su aprecio.

A sus ochenta y tantos años, Don Domenico Clericuzio seguía dirigiendo su imperio, un mundo que él había creado con gran esfuerzo y a un alto precio, y que por tanto creía haber ganado en buena ley.

A una venerable edad en la que casi todos los hombres se obsesionaban con los pecados inevitablemente cometidos, las añoranzas de los sueños perdidos e incluso las dudas sobre su honradez, el Don seguía tan inamoviblemente convencido de su virtud como a los catorce años.

Don Clericuzio era estricto en sus creencias y en sus juicios. Dios había creado un mundo muy peligroso y la humanidad lo había hecho todavía más peligroso. El mundo de Dios era una prisión en la cual el hombre se tenía que ganar el pan de cada día, y su prójimo era una bestia carnívora y despiadada. Don Clericuzio se enorgullecía de haber conservado sanos y salvos a sus seres queridos a lo largo de su viaje por la vida.

Y se alegraba de que a su avanzada edad tuviera el poder de condenar a muerte a sus enemigos. Los perdonaba, ciertamente. ¿Acaso no era un cristiano que tenía una capilla privada en su propia casa? Pero perdonaba a sus enemigos tal como Dios perdonaba a todos los hombres sin dejar por ello de condenarlos a una inevitable extinción.

Don Clericuzio era venerado en el mundo que él había creado. Los miembros de su familia, las miles de personas que vivían en el Enclave del Bronx, los bruglioni que gobernaban sus territorios y le confiaban su dinero, todos recurrían a él cuando se metían en algún problema con la sociedad convencional. Sabían que el Don era justo, que en caso de necesidad, enfermedad o cualquier otra adversidad, podían acudir a él en la certeza de que los libraría de sus desgracias. Y por eso lo amaban.

Pero el Don sabía que el amor no era un sentimiento muy de fiar, por muy profundo que fuera. El amor no garantizaba la gratitud ni la obediencia, no era una fuente de armonía en un mundo tan difícil como el suyo, y eso nadie lo sabía mejor que él. Para inspirar verdadero amor, uno tenía que ser temido. El amor por sí solo era despreciable, no era nada si no incluía también la confianza y la obediencia. ¿De qué le servía a él el amor si los demás no reconocían su autoridad?

Él era el responsable de sus vidas, él era la raíz de su bienandanza y por tanto no podía vacilar en el cumplimiento de su deber. Tenía que ser severo en sus juicios. Si un hombre lo traicionaba, si un hombre causaba algún daño a la integridad de su mundo, tenía que ser castigado y refrenado; aunque ello significara una condena a muerte. No podía haber ninguna excusa, circunstancia atenuante o petición de clemencia. Lo que se tenía que hacer, se tenía que hacer. Su hijo Giorgio lo había llamado una vez anticuado, y él reconocía que no podía ser de otra manera.

Ahora tenía que reflexionar sobre muchas cosas. Lo había planeado todo muy bien a lo largo de los veinticinco años transcurridos desde la guerra con los Santadio. Había sido perspicaz, astuto y brutal en caso necesario, y compasivo cuando se había podido permitir el lujo de serlo. Y ahora la familia Clericuzio había alcanzado el cenit de su poder y estaba aparentemente a salvo de cualquier ataque. Pronto se mezclaría con el tejido legal de la sociedad y sería invulnerable.

Pero Don Domenico no había sobrevivido tanto tiempo gracias a una miope y optimista visión del mundo que lo rodeaba. Era capaz de descubrir una mala hierba antes de que asomara la cabeza sobre la superficie de la tierra. Ahora el mayor peligro era interno, el ascenso de Dante y su entrada en la virilidad de una forma no enteramente satisfactoria para el Don.

Después estaba Cross, que se había enriquecido gracias a la herencia de Gronevelt e incluso había emprendido una importante acción sin la supervisión de la familia. El joven se había estrenado con gran brillantez y casi había estado a punto de convertirse en un hombre calificado; como su padre Pippi. Después, el trabajo de Virginio Ballazzo lo había convertido en un sujeto remilgado. Tras haber sido eximido por la familia de los deberes operativos a causa de su tierno corazón, había regresado al campo de batalla en provecho propio y había ejecutado al tal Skannet, sin el permiso del Don. Sin embargo, Don Clericuzio juzgaba su voluntad de perdonar aquellas acciones y sus insólitas muestras de compasión. Cross estaba tratando de huir de aquel mundo y entrar en otro, y a pesar de que semejantes acciones eran o podían ser semillas de traición, Don Clericuzio lo comprendía. Pese a ello, la combinación de Cross y Pippi sería una amenaza para la familia. El Don era además plenamente consciente del odio que Dante les profesaba a los De Lena. Pippi era demasiado listo como para no haberse dado cuenta, y Pippi era un hombre peligroso. Habría que vigilarle a pesar de su probada lealtad.

La paciencia del Don nacía del aprecio que le tenía a Cross y del amor que sentía por Pippi, su fiel soldado e hijo de su hermana. Al fin y al cabo, por sus venas corría la sangre de los Clericuzio. En realidad estaba mucho más preocupado por el peligro que Dante suponía para la familia.

Don Clericuzio siempre había sido un abuelo afectuoso con Dante. Los dos habían estado muy unidos hasta que el chico cumplió los diez años. Entonces se había producido un cierto distanciamiento, y el Don había detectado en el carácter del niño unos rasgos que lo habían inquietado.

A los diez años, Dante era un niño exuberante, pícaro y ocurrente. Era también un buen deportista; dotado de una excelente coordinación física. Le encantaba hablar, especialmente con su abuelo, y mantenía largas y confidenciales conversaciones con su madre Rose Marie. Pero a partir de los diez años se había vuelto perverso y brutal. Se peleaba con los demás niños con una violencia impropia de su edad. Se burlaba despiadadamente de las niñas, y lo hacía con una chocante aunque divertida lascivia. Torturaba a los animalillos cosa no necesariamente significativa en el caso de los niños de corta edad, tal como el Don sabía muy bien, pero en cierta ocasión había tratado de ahogar a un niño más pequeño en la piscina de la escuela. Al final se había vuelto desobediente incluso con su abuelo.

Y no es que el Don fuera especialmente severo en semejantes cuestiones. A fin de cuentas, los niños eran unos animales y se les tenía que meter la civilización en el cerebro y en el trasero. Algunos niños como Dante habían llegado a ser santos. Lo que más inquietaba al Don era su locuacidad, sus largas conversaciones con su madre; pero sobre todo sus pequeños actos de desobediencia contra él.

Lo que quizá también inquietaba al Don, que siempre experimentaba un reverente temor en presencia de los caprichos de la naturaleza, era el hecho de que Dante hubiera dejado de crecer a los quince años medía uno cincuenta y siete. Habían consultado con los médicos y éstos se habían mostrado de acuerdo en que el muchacho quizá crecería unos siete centímetros más aunque no alcanzaría la normal estatura de uno ochenta de los Clericuzio. Para el Don, la baja estatura de Dante era una señal tan peligrosa como el nacimiento de unos gemelos. Decía que por más que un parto fuera un milagro extraordinario, el hecho de tener gemelos era una exageración. Una vez un soldado del Enclave del Bronx había engendrado trillizos, y el Don, horrorizado, les había comprado una tienda de comestibles en Portland, Oregón, para que se ganaran bien la vida, pero lo más lejos posible de él. El Don era también muy supersticioso con los zurdos y los tartamudos. Por mucho que se dijera, ninguna de ambas cosas podía ser una buena señal. Afortunadamente, Dante utilizaba la mano derecha con espontaneidad.

Nada de todo aquello hubiera sido suficiente sin embargo para que el Don recelara de su nieto o perdiera el afecto que sentía por él. Cualquiera que llevara su sangre estaba naturalmente a salvo. No obstante, con el paso de los años Dante se había ido apartando progresivamente de los sueños que había forjado el Don para su futuro. Dejó la escuela a los dieciséis años e inmediatamente empezó a meter las narices en los asuntos de la familia. Después se puso a trabajar en el restaurante de Vincent y enseguida se convirtió en un camarero muy popular que ganaba muchas propinas gracias a su ingenio y rapidez. Cuando se cansó del restaurante, estuvo trabajando dos meses en el despacho de Giorgio en Wall Street, pero no le gustó ni mostró la menor aptitud para el desempeño de aquella actividad, pese a los serios intentos de Giorgio de enseñarle los entrecejos de la riqueza de papel. Finalmente entró en la empresa inmobiliaria de Petie, donde le encantaba trabajar con los soldados del Enclave. Presumía de su cuerpo cada vez más musculoso y en cierto modo poseía las características de sus tres tíos; lo cual llenaba de orgullo al Don. Tenía la sinceridad de Vincent; la frialdad de Giorgio y la crueldad de Petie. Poco a poco se fue forjando su propia personalidad, lo que él era, realmente astuto, taimado, tortuoso, pero con un sentido del humor que muchas veces resultaba encantador. Fue entonces cuando empezó a ponerse sus gorros renacentistas.

Los gorros, que por cierto nadie sabía de dónde sacaba, estaban confeccionados con iridiscentes hilos multicolores; algunos eran redondos y otros rectangulares, y parecían navegar sobre su cabeza como sobre el agua. Con ellos parecía más alto, guapo y simpático, en parte porque eran como de payaso y resultaban conmovedores, y en parte porque equilibraban sus dos perfiles. Los gorros le sentaban bien. Disimulaban su cabello negro como el azabache y fibroso como el de todos los Clericuzio.

Un día, en el estudio, donde la fotografía de Silvio seguía ocupando un lugar de honor, Dante le preguntó a su abuelo ¿Cómo murió?

—De accidente —contestó lacónicamente el Don.

—Era tu hijo preferido, ¿verdad? —preguntó Dante.

El Don experimentó un sobresalto al oírle. Dante sólo tenía quince años.

—¿Y eso por qué tiene que ser verdad? —preguntó el Don.

—Porque está muerto —contestó Dante con una pícara sonrisa en los labios.

El Don tardó un momento en comprender el comentario humorístico que se había atrevido a hacer aquel joven imberbe.

El Don sabía también que Dante registraba su despacho cuando él estaba cenando en la planta baja. No le preocupaba demasiado porque los niños siempre mostraban curiosidad por las cosas de los mayores y él nunca anotaba sobre el papel nada que pudiera facilitar el menor dato de interés. Don Clericuzio tenía en un rincón de su cerebro una enorme pizarra en la que anotaba toda la información necesaria, incluyendo la suma total de todos los pecados y, virtudes de sus seres más queridos.

Pese al creciente recelo que Dante le inspiraba, el Don lo seguía haciendo objeto de su afecto y siempre le aseguraba que iba a ser uno de los herederos del imperio de la familia. Los reproches y las advertencias se los hacían siempre sus tíos, en especial Giorgio.

Al final el Don se dio por vencido en su intento de que Dante se incorporara a la sociedad legal y permitió que su nieto fuera adiestrado para convertirse en Martillo.

El Don oyó que su hija lo llamaba a cenar desde la cocina, donde siempre comían cuando estaban solos ellos dos. Entró y se sentó delante de un enorme y llamativo cuenco de pasta de cabello de gel con tomate y albahaca recién cortada en el jardín. Rose Marie acercó el cuenco de plata lleno de queso rallado de un amarillo tenso, prueba inequívoca de su estimulante dulzura. Después se sentó delante de él. Parecía muy contenta y animada, y el Don se alegró al verla de tan buen humor. Aquella noche no le daría uno de sus terribles ataques. Era como en los viejos tiempos, antes de la guerra contra los Santadio.

Había sido una tragedia espantosa, uno de los pocos errores su vida; un error en el que había quedado patente que una victoria no siempre era una victoria. Pero ¿quién hubiera podido imaginar que Rose Marie permanecería viuda para siempre? Los enamorados —él siempre lo había creído— siempre se volvían a enamorar…

En aquel momento, el Don sintió una oleada de irresistible afecto por su hija. Ella disculparía las pequeñas faltas de Dante. Rose Marie se inclinó hacia delante y acarició cariñosamente la canosa cabeza del Don.

Él tomó una enorme cucharada de queso rallado y sintió su estimulante calor en las encías. Bebió un sorbo de vino y observó cómo Rose Marie trinchaba una pierna de cordero y le servía patatas al horno recubiertas de brillante grasa. Su turbada mente empezó a sosegarse. ¿Quién podía ser mejor que él?

Estaba de tan buen humor que hasta se dejó convencer por Rose Marie para mirar un poco la televisión con ella en la sala de estar por segunda vez aquella semana.

—Tras haber contemplado cuatro horas de horror —le dijo a el Don.

—¿Es posible vivir en un mundo en el que todos hacen lo que les da la gana? ¿Es posible vivir en un mundo en el que nadie es castigado ni por Dios ni por los hombres, y nadie se gana la vida? ¿De veras existen mujeres que se entregan a toda suerte de caprichos? ¿De veras hay hombres tan necios y apocados que sucumben a los más mínimos deseos y a todos los pequeños sueños de felicidad? ¿Dónde están los honrados esposos que trabajan para ganarse el sustento y que buscan la mejor manera de proteger a sus hijos del destino y de la crueldad del mundo? ¿Dónde hay gente capaz de comprender que un trozo de queso, un vaso de vino y una casa acogedora al final de una jornada es una recompensa más que suficiente? ¿Quién es esa gente que ansía una misteriosa felicidad? En qué tumulto tan grande convierten la vida. Cuántas tragedias provocan por nada…

El Don le dio a su hija una palmada en la cabeza y señaló la pantalla del televisor con un despectivo gesto de la mano. Que se vayan todos a la mierda —dijo—. Después le impartió una última lección de sabiduría Todo el mundo es responsable de lo que hace.

Aquella noche, solo en su dormitorio, el Don salió a la terraza. Todas las casas del recinto estaban brillantemente iluminadas y podía oír el sordo rumor de los impactos de las pelotas en la cancha de tenis y ver a los jugadores bajo los reflectores. No había ningún niño jugando en el exterior a aquella hora tan tardía. Vio los guardias junto a la entrada y alrededor de la casa.

Reflexionó sobre los pasos que debería emprender para impedir una futura tragedia. Se sintió invadido por un profundo amor hacia su hija y su nieto y pensó que eso era precisamente lo que hacía que la vejez mereciera la pena. No tendría más remedio que protegerlos lo mejor que pudiera. Después se enfadó consigo mismo. ¿Por qué barruntaba siempre tragedias? Había resuelto todos los problemas de su vida, y aquél también lo resolvería.

En su mente seguían hirviendo toda suerte de planes. Pensó en el senador Wavven. Se había pasado muchos años soltándole millones de dólares para que promoviera una ley que legalizara el juego, pero el senador era muy escurridizo. Lástima que Gronevelt hubiera muerto; Cross y Giorgio carecían de la necesaria habilidad para aguijonearlo. A lo mejor el imperio del juego jamás se haría realidad.

Pensó en su viejo amigo David Redfellow, que ahora vivía tranquilamente en Roma. A lo mejor, ya había llegado el momento de que regresara a la familia. Le parecía muy bien que Cross fuera tan benévolo con sus socios de Hollywood. A fin de cuentas era muy joven. Aún no sabía que una señal de debilidad podía tener fatales consecuencias. El Don decidió llamar a David Redfellow para que desde Roma tomara cartas en aquel asunto de la industria cinematográfica.

Una semana después de la muerte de Boz Skannet, Cross recibió a través de Claudia una invitación para cenar en casa de Athena Aquitane en Malibú.

Cross voló desde Las Vegas a Los Ángeles, alquiló un coche y llegó a la garita de vigilancia de la Colonia Malibú cuando el sol se estaba poniendo en el océano. Ya no había medidas especiales de seguridad, aunque en la casa de invitados aún quedaba una secretaria que comprobó su identidad y le abrió la verja por medio del dispositivo electrónico. Cruzó el largo jardín en dirección a la casa de la playa. Aún estaba allí la pequeña sirvienta sudamericana que lo acompañó al salón verde mar desde el cual las olas del Pacífico parecían estar casi al alcance de la mano.

Athena lo estaba esperando, mucho más guapa de lo que él recordaba. Iba vestida con blusa y pantalón de color verde y parecía fundirse y formar parte de la bruma del océano que se veía a su espalda. Cross no podía quitarle los ojos de encima. Ella le estrechó la mano a modo de saludo sin darle los habituales besos en ambas mejillas, tan típicos de Hollywood. Ya tenía unos vasos preparados y le ofreció uno. Era agua de Evian con lima. Se sentaron en unos grandes sillones tapizados en verde menta, de cara al océano. El sol poniente derramaba monedas de oro en la estancia.

Cross era tan consciente de la belleza de Athena que tuvo que inclinar la cabeza para no mirarla, para no ver el dorado cabello, la cremosa piel, el largo cuerpo tendido en el sillón, los ojos verdes teñidos fugazmente por sombras doradas. Experimentó el urgente deseo de tocarla, de acercarse a ella y poseerla.

Athena no parecía percatarse de las emociones que estaba provocando. Tomó un sorbo de su bebida y dijo en tono pausado:

—Quería darle las gracias por haberme ayudado a seguir trabajando en la industria del cine.

El sonido de su voz hipnotizó a Cross. No era voluptuoso ni provocativo pero tenía un tono tan aterciopelado, una confianza tan majestuosa y sin embargo tan cálida que él hubiera deseado seguir oyéndola sin descanso. Dios mío, pensó, ¿pero eso qué es? Se avergonzaba del poder que aquella ejercía sobre él. Con la cabeza todavía inclinada, musitó:

—Pensé que podría inducirla a regresar al trabajo apelando a su codicia.

—Ésa no es una de mis debilidades —contestó Athena, apartando el rostro del océano para poder mirarle directamente a los ojos—. Claudia me dijo que los estudios incumplieron el trato después del suicidio de mi marido. Ha tenido usted que devolverles la película y conformarse con un porcentaje.

Cross la miró con semblante impasible, confiando en poder desterrar todo lo que sentía por ella.

—Creo que no soy muy buen hombre de negocios —dijo para darle la impresión de que era un inútil.

—Molly Flanders redactó su contrato —dijo Athena—. Es la mejor. Hubiera podido usted hacer valer sus derechos.

Cross se encogió de hombros.

—Es una cuestión de política. Tenía interés en introducirme permanentemente en la industria cinematográfica y no me quería crear unos enemigos tan poderosos como los Estudios LoddStone.

—Yo podría ayudar —le dijo Athena—. Podría negarme a regresar a la película.

Cross se emocionó sólo de pensar que ella fuera capaz de hacer semejante cosa por él. Analizó el ofrecimiento. Cabía la posibilidad de que aun así, los estudios presentaran una querella contra él. Además no podía soportar la idea de que Athena lo obligara a estar en deuda con ella. De pronto se le ocurrió pensar que el hecho de que Athena fuera guapa no significaba que fuera tonta.

—¿Y por qué tendría usted que hacer tal cosa? —le preguntó. Athena se acercó a la ventana panorámica. Las playas eran como unas sombras grises; el sol se había ocultado y el océano parecía reflejar la cadena montañosa que se veía desde la parte posterior de la casa y la autopista de la Costa del Pacífico. Contempló las aguas negro azuladas y las pequeñas olas que ondulaban su superficie.

—¿Por qué tendría que hacerlo? —dijo sin volver la cabeza—. Simplemente porque yo conocía mejor que nadie a Boz Skannet y me importa un bledo que haya dejado cien notas de suicidio. Yo sé que él jamás se hubiera suicidado.

Cross se encogió de hombros.

—El muerto muerto está —dijo.

—Muy cierto —dijo Athena; volviéndose para mirarle directamente a la cara—. Usted compra la película; y de pronto Boz se suicida oportunamente. Es usted mi primer candidato a asesino.

A pesar de su severa expresión, su rostro era tan bello que Cross no pudo conseguir que su voz sonara tan firme como hubiera deseado.

—¿Y qué me dice de los estudios? —replicó—. Marrion es uno de los hombres más poderosos del país. ¿Y qué me dice de Bantz y Skippy Deere?

Athena sacudió la cabeza.

—Comprendieron lo que yo les estaba pidiendo, y no lo hicieron sino que le vendieron la película a usted. Les importaba un bledo que me mataran una vez finalizado el rodaje. En cambio usted lo hizo, y yo comprendí que me ayudaría aunque había dicho que no podría hacerlo. Cuando me enteré de que había comprado la película supe exactamente lo que iba a hacer; pero debo decir que nunca imaginé que sería usted tan listo.

De repente Athena se acercó a él y Cross se levantó. Ella tomó las manos de Cross entre las suyas y él percibió el perfume de su cuerpo y de su aliento.

—Es la única maldad de mi vida —dijo Athena—. Obligar a alguien a cometer un asesinato. Ha sido terrible. Hubiera sido una persona mucho mejor si lo hubiera hecho yo misma, pero no pude.

—¿Tan segura estaba usted de que yo iba a hacer algo? —preguntó Cross.

—Claudia me contó muchas cosas de usted —contestó Athena—. Entonces comprendí quién era usted, pero ella es tan ingenua que todavía no se ha enterado. Cree simplemente que es usted un tipo duro, con muchas influencias.

Cross se puso en estado de alerta. Athena estaba tratando de obligarle a reconocer su culpa, cosa que él jamás hubiera hecho ni siquiera en presencia de un sacerdote, ni siquiera en presencia de Dios.

—Y su manera de mirarme —añadió Athena—. Muchos hombres me han mirado de la misma forma. No quiero pecar de modesta, sé que soy guapa porque todo el mundo me lo dice desde que era pequeña. Siempre he sabido que tenía poder pero nunca he conseguido comprenderlo. No me gusta pero lo utilizo. Es lo que se suele llamar amor.

Cross soltó sus manos.

—¿Por qué le tenía tanto miedo a su marido? ¿Porque podría destruir su carrera?

Un destello de cólera apareció en un instante en los ojos de Athena.

—No fue por mi carrera —dijo—, ni tampoco por miedo, aunque me constaba que él me iba a matar. Tenía otra razón más poderosa. —Hizo una pausa y añadió—: Puedo conseguir que le devuelvan la película, puedo negarme a reanudar el trabajo.

—No —dijo Cross.

Athena lo miró sonriendo y le dijo alegremente:

—Pues entonces ya podemos irnos a la cama. Me parece usted muy atractivo y estoy segura de que lo pasaremos muy bien.

La primera reacción de Cross fue de enfado por el hecho que ella pensara que podía comprarle, de que interpretara un papel y de que utilizara sus armas de mujer como un hombre hubiera utilizado la fuerza física. Pero lo que en realidad le molestaba era el tono ligeramente burlón de su voz. Se estaba burlando de su galantería, y convirtiendo su sincero amor en un simple revolcón en la cama, como si quisiera decirle que el amor que él sentía por ella era tan falso como el que ella sentía por él.

—Mantuve una larga conversación con Boz —le dijo fríamente— e intenté llegar a un acuerdo con él. Me dijo que solía follar cinco veces al día cuando estaban ustedes casados.

Se alegró al ver su sobresalto.

—Jamás las conté, pero fueron muchas. Yo tenía dieciocho años y estaba auténticamente enamorada de él. Tiene gracia ahora que deseara su muerte, ¿verdad? Athena frunció momentáneamente el ceño y después preguntó con indiferencia, ¿y de que otras cosas hablaron ustedes?

Cross la miró con expresión sombría.

—Boz me contó el terrible secreto que ustedes dos compartían. Me reveló que usted le había revelado que cuando huyó con su hijita la mató en el desierto.

El rostro de Athena se convirtió en una máscara y se apagó de repente.

Por primera vez aquella noche, Cross pensó que no era posible que estuviera fingiendo. Ninguna actriz hubiera podido simular la palidez de su rostro.

—¿Cree usted de veras que yo asesiné a mi hija? —preguntó en un susurro.

—Boz me dijo que es lo que usted le había confesado —contestó Cross.

—Yo no le dije eso —dijo Athena—. Le vuelvo a preguntar, ¿cree usted que yo asesiné a mi hija?

No hay nada más terrible que condenar a una bella mujer. Cross sabía que si le hubiera contestado con sinceridad la hubiera perdido para siempre. De repente la rodeó con sus brazos y le dijo con dulzura:

—Es usted demasiado guapa. Una mujer tan guapa como usted jamás hubiera podido hacer eso.

La eterna adoración que la belleza solía inspirar a los hombres lo inducía a creer en sus palabras en contra de toda lógica.

—No —contestó—. No creo que lo hiciera.

—¿A pesar de mi responsabilidad en la muerte de Boz? —preguntó Athena, apartándose.

—No tiene usted ninguna responsabilidad —contestó Cross—. Él se suicidó.

Athena lo miró con fuerza. Él cogió sus manos entre las suyas.

—¿Cree usted que yo maté a Boz? —le preguntó.

Athena sonrió como una actriz que finalmente hubiera comprendido cómo se tenía que interpretar una escena.

—No más de lo que usted cree que yo maté a mi hija.

Ambos sonrieron tras haberse declarado mutuamente inocentes. Athena tomó su mano y dijo:

—Voy a preparar la cena y después nos iremos a la cama.

Dicho esto, lo acompañó a la cocina.

¿Cuántas veces habría interpretado aquella escena? se preguntó celosamente Cross. La hermosa reina cumpliendo con sus deberes de ama de casa como una mujer vulgar y corriente. La observó mientras cocinaba. No se había puesto ninguna prenda para protegerse y actuaba de una forma extraordinariamente profesional, conversando con él mientras picaba las verduras, preparaba una caldereta de carne y ponía la mesa. Le dio una botella de vino tinto para que la abriera, cogió su mano y le rozó el cuerpo con el suyo. Vio que él la miraba con asombro al ver que la mesa ya estaba lista apenas media hora después.

En una de mis primeras películas interpreté el papel de una cocinera, y para hacer las cosas bien fui a una escuela de cocina. Un crítico escribió: “Cuando Athena Aquitane actúe tan bien como guisa, será una gran estrella”.

Comieron en la glorieta de la cocina para poder contemplar el ondulante océano. La comida era deliciosa, carne troceada con verdura y una ensalada de hortalizas amargas, una bandeja con distintas variedades de queso y unas calientes y cortas barras de pan tan rollizas como palomas. Por último un café y una ligera tarta de limón.

—Hubiera tenido que ser cocinera —dijo Cross—. Mi primo Vincent la hubiera contratado con los ojos cerrados para sus restaurantes.

—Hubiera podido ser cualquier cosa —dijo Athena con fingida presunción.

A lo largo de toda la cena lo había rozado distraídamente de una forma en cierto modo sensual, como si tratara de buscar un poco de espíritu en su piel, y cada vez que ella lo rozaba, Cross ansiaba sentir el roce de todo su cuerpo. Hacia el final de la cena ni siquiera pudo saborear lo que estaba comiendo. Cuando terminaron, Athena lo cogió de la mano, salió con él de la cocina y subieron los dos tramos de escalera que conducían a su dormitorio. Athena lo hizo todo con mucha elegancia, casi ruborizándose tímidamente, como si fuera una virginal y anhelante novia. Cross admiró su talento de actriz.

El dormitorio estaba en el último piso de la casa y tenía una pequeña terraza que daba al océano. La estancia era muy espaciosa y las paredes estaban pintadas con un estrambótico tono chillón que parecía iluminar toda la habitación.

Salieron a la terraza y observaron el espectral resplandor amarillento que la luz del dormitorio arrojaba sobre la arena de la playa. Las otras casas de Malibú parecían unas cajitas luminosas al borde del agua. Unas minúsculas aves se acercaban a las olas y se alejaban de ellas para no mojarse, como si estuvieran jugando.

Athena apoyó la mano en el hombro de Cross y le rodeó el cuerpo con su brazo mientras alargaba la otra para acercar su boca a la suya. Se besaron largamente, acariciados por la cálida brisa del océano. Después Athena acompañó a Cross al interior de la habitación.

Se desnudó rápidamente, quitándose en un santiamén la blusa y los pantalones de color verde. Su blanco cuerpo brillaba en medio de la oscuridad bañada por la luna. Era tan hermosa como Cross había imaginado. Los turgentes pechos con sus pezones de frambuesa parecían de azúcar batido. Sus largas piernas, la curva de sus caderas, el rubio vello de su entrepierna y su absoluta inmovilidad parecían dibujados por el brumoso aire del océano.

Cross alargó la mano hacia su cuerpo. Su carne era tan suave como el terciopelo, y sus labios estaban llenos de perfume de flores. La emoción de tocarla fue tan dulce que Cross no pudo hacer nada más. Athena empezó a desnudarlo. Lo hizo con mucha delicadeza, pasándole la mano por el cuerpo tal como él había hecho con el suyo. Después, sin dejar de besarlo, lo empujó suavemente hacia la cama.

Cross le hizo el amor con una pasión que jamás había conocido ni soñado que pudiera existir. Estaba tan excitado que Athena tuvo que acariciarle el rostro para calmarlo. No podía apartarse de su cuerpo, ni siquiera tras haber alcanzado el orgasmo. Permanecieron entrelazados hasta que volvieron a empezar. Athena se mostró más ardiente que la primera vez, casi como si aquello fuera una especie de concurso o confesión, y finalmente se quedaron adormilados.

Cross se despertó justo cuando el sol asomaba por el horizonte. Por primera vez en su vida le dolía la cabeza. Salió desnudo a la terraza y se sentó en una de las sillas de paja, contemplando cómo el sol se elevaba muy despacio por encima del océano e iniciaba su ascenso en el cielo. Era una mujer peligrosa, la asesina de su propia hija cuyos huesos estaban ahora cubiertos por la arena del desierto. Y además era demasiado experta en la cama, capaz de acabar con él. En aquel momento decidió no volver a verla nunca más.

Sintió sus brazos alrededor de su cuello y se volvió para besarla. Iba envuelta en un vaporoso salto de cama y llevaba el cabello recogido con unos pasadores que brillaban como si fueran las joyas de una corona.

—Mientras te duchas yo te prepararé el desayuno antes de que te vayas —le dijo.

Lo acompañó a un cuarto de baño doble con dos lavabos, dos mostradores de mármol, dos bañeras y dos duchas. Estaba equipado con artículos de tocador masculinos, maquinillas, crema de afeitar, tónicos cutáneos, cepillos y peines.

Cuando terminó y salió de nuevo a la terraza, Athena llevó a la mesa una bandeja de cruasanes, café y zumo de naranja.

—Puedo prepararte unos huevos con jamón —dijo.

—Así está bien —contestó Cross.

—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó Athena.

—Tengo un montón de cosas que hacer en Las Vegas —le contestó Cross—. Te llamaré la semana que viene.

Athena lo estudió con expresión inquisitiva.

—Eso significa adiós, ¿verdad? Anoche me lo pasé muy bien contigo.

—Me pagaste la deuda —dijo Cross, encogiéndose de hombros.

Ella lo miró con una burlona sonrisa en los labios.

—Y con una buena voluntad asombrosa, ¿no te parece? y sin escatimar nada.

Cross soltó una carcajada.

—No —dijo.

Athena pareció leer sus pensamientos. La víspera se habían mentido mutuamente, pero aquella mañana las mentiras ya no tenían ningún poder. Athena se daba cuenta de que era demasiado guapa como para que Cross confiara en ella, y había comprendido que se sentía en peligro con ella y con los pecados que ella le había confesado. Comió en silencio, aparentemente perdida en sus propios pensamientos. Después le dijo a Cross:

—Ya sé que estás muy ocupado; pero quiero enseñarte una cosa ¿Puedes dedicarme la mañana y tomar un avión por la tarde? Es muy importante. Quiero llevarte a un sitio.

Cross no pudo resistir la tentación de permanecer con ella por última vez y le dijo que sí.

Athena se sentó al volante de su Mercedes SL300 y tomó la autopista del sur que conducía a San Diego, pero poco antes de llegar a la ciudad enfiló una estrecha carretera que se dirigía al interior a través de la montaña.

En quince minutos llegaron a un recinto vallado con alambre de púas. Dentro había seis edificios de ladrillo separados por unos espacios cubiertos de césped y unidos entre sí por unos caminos pintados de azul cielo. En uno de los prados había una veintena de niños jugando con un balón de fútbol. En otro, unos diez niños estaban lanzando al aire unas cometas. Un grupo de unos tres o cuatro adultos los miraban en silencio, pero la escena resultaba un poco extraña. Cuando el balón de fútbol se elevaba en el aire, casi todos los niños huían corriendo, mientras que en el otro prado las cometas subían y subían hacia el cielo pero nunca regresaban.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Cross. Athena lo miró con expresión suplicante.

—Ahora acompáñame; por favor. Más tarde me podrás hacer preguntas.

Athena se acercó a la verja de la entrada y le mostró una placa de identidad dorada al guardia de seguridad. Después cruzó la verja, se dirigió al edificio más grande y aparcó.

Una vez dentro, Athena se dirigió al mostrador de recepción y le dijo algo al recepcionista en voz baja. Cross esperaba a cierta distancia, pero aun así no pudo evitar oír la respuesta.

—Estaba muy nerviosa, le hemos dado un abrazo y la hemos dejado en su habitación.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó.

Athena no contestó. Lo tomó de la mano y lo acompañó por un largo pasillo de relucientes baldosas hasta llegar a un edificio anexo que parecía una especie de residencia.

Una enfermera sentada a la entrada preguntó sus nombres y asintió con la cabeza. Athena acompañó a Cross por otro largo pasillo con puertas a ambos lados. Al final, abrió una puerta.

Era un bonito y espacioso dormitorio lleno de luz, con los mismos extraños cuadros de color oscuro que colgaban en las paredes de la casa de Athena, sólo que allí estaban diseminados por el suelo. En una pequeña estantería de la pared había una colección de preciosas muñecas vestidas con los trajes almidonados típicos de la secta evangélica de los amish. En el suelo había además varios fragmentos de dibujos y pinturas.

Athena se acercó a una caja de gran tamaño, con la parte superior abierta y los lados y la base cubiertos con una gruesa y suave tela acolchada de color azul pálido. Cuando Cross se acercó para mirar, vio a una niña tendida en su interior. La niña no reparó en su presencia. Estaba jugueteando con una borla que había en la cabecera de la caja y con la que juntaba las almohadillas laterales para que éstas la estrujaran.

Era una chiquilla de diez años, una minúscula copia de Athena pero carente por entero de emoción y expresión. Sus ojos verdes tenían una mirada tan vaga como los de una muñeca de porcelana. Cada vez que hacía girar los mandos para que los paneles acolchados la estrujaran, su rostro se iluminaba con una expresión de absoluta serenidad. No daba la menor muestra de haberlos visto.

Athena se acercó a la parte superior de la caja de madera y accionó los mandos para poder sacar a la niña de la caja. La niña parecía casi ingrávida.

Athena la sostuvo en sus brazos como si fuera un bebé e inclinó la cabeza para besarla en la mejilla, pero la niña hizo una mueca y se apartó.

—Está aquí mamá —dijo Athena—. ¿No me vas a dar un beso? —al oír su tono de voz, a Cross se le partió el corazón de pena. Era una súplica humillante. La niña empezó a agitarse en sus brazos. Athena acabó por dejarla suavemente en el suelo. La niña se puso de rodillas e inmediatamente cogió una caja de pinturas y un cartón de gran tamaño y empezó a pintar, absorta por completo en su tarea.

Cross observó cómo Athena utilizaba todas las dotes de actriz para intentar establecer una corriente de simpatía con su hija. Primero se arrodilló a su lado y trató de convertirse en su compañera de juegos y ayudarla a pintar, pero la niña no le hizo caso.

Después se incorporó y empezó a interpretar el papel de madre que le explica a su hija lo que ocurre en el mundo, pero la niña ni se dio cuenta. A continuación se convirtió en una aduladora persona adulta que alababa los dibujos de la niña, pero ésta se limitó a apartarse. Athena cogió un pincel e intentó ayudarla, pero la niña le arrebató el pincel de las manos en cuanto lo vio, sin decir ni una sola palabra.

Al final Athena se dio por vencida.

—Volveré mañana, cariño —dijo—. Te llevaré a pasear y te traeré una nueva caja de pinturas. Mira añadió con lágrimas en los ojos; se te están acabando los rojos.

Quiso darle un beso de despedida, pero dos preciosas manitas la apartaron.

Se levantó y salió con Cross de la habitación.

Athena le entregó las llaves del coche para regresar a Malibú y se pasó todo el rato llorando, con la cabeza entre las manos. Cross estaba tan sorprendido que no supo qué decir.

Cuando bajaron del vehículo, Athena ya parecía haber recuperado el control. Entró con Cross en la casa y se volvió a mirarle. Ésa es la niña que le dije a Boz que había enterrado en el desierto. ¿Me crees ahora?

Por primera vez, Cross creyó de verdad que ella podría llegar a quererle.

Athena lo acompañó a la cocina y preparó un poco de café. Se sentaron en la glorieta para contemplar el océano. Mientras se tomaban el café, Athena se puso a hablar sin la menor emoción en la voz ni en el semblante.

—Cuando huí de Boz dejé a la niña al cuidado de unos primos lejanos, una pareja casada que vivía en San Diego. Parecía una niña normal. Entonces no sabía que era autista, y puede que no lo fuera. La dejé allí porque estaba firmemente decidida a convertirme en una actriz de éxito. Tenía que ganar dinero para las dos. Estaba segura de que tenía talento, y todo el mundo me decía que era muy guapa. Siempre pensé que cuando consiguiera triunfar podría recuperar a la niña.

»Trabajaba en Los Ángeles y la iba a visitar a San Diego siempre que podía. Después empecé a abrirme camino y ya no la fui a ver tan a menudo; quizás una vez al mes. Cuando finalmente pensé que podía llevármela a casa acudí a la fiesta de su tercer cumpleaños con toda clase de regalos, pero Bethany ya no era la misma y parecía que se hubiera perdido en otro mundo. Era como si tuviera la mente en blanco. Me fue imposible establecer comunicación con ella. Me desesperé. Pensé que a lo mejor padecía un tumor cerebral, recordé la vez que Boz la había dejado caer al suelo y me dije que a lo mejor había sufrido una lesión en el cerebro y que ahora se empezaban a dejar sentir los efectos. Durante varios meses la llevé a distintos médicos, que la sometieron a toda clase de pruebas. La llevé a los mejores especialistas y le hicieron una exhaustiva exploración Después alguien, no recuerdo exactamente si fue el médico de Boston o un psiquiatra del hospital Infantil de Tejas, me dijo que era autista. Ni siquiera sabía lo que era eso y pensé que debía de ser una especie de retraso mental. El médico me dijo que no, que lo que sucedía es que vivía en su propio mundo, no era consciente de la existencia de las demás personas, no mostraba el menor interés por ellas y era incapaz de experimentar el menor sentimiento por nadie. Decidí trasladarla a esa clínica para tenerla cerca, y fue entonces cuando descubrí que era capaz de reaccionar a la máquina de los abrazos que tú has visto. Me parecía que eso le era beneficioso y tuve que dejarla allí.

Cross permaneció sentado en silencio mientras Athena proseguía su relato.

—El hecho de ser autista significaba que la niña jamás podría quererme. Los médicos me dijeron sin embargo que algunos autistas son muy inteligentes e incluso geniales. Creo que Bethany es un genio, no sólo por sus pinturas sino también por otra cosa. Los médicos me dicen que después de muchos años de duro adiestramiento se puede enseñar a algunos autistas a interesarse por ciertas cosas, y más adelante por ciertas personas. Algunos pueden incluso vivir una existencia casi normal. En estos momentos Bethany no soporta la música ni ningún otro sonido, pero al principio no soportaba que yo la tocara y ahora ha aprendido a tolerarme, lo cual quiere decir que está mejor que antes.

»Me sigue rechazando, aunque con menos violencia. Vamos haciendo progresos. Antes pensaba que era un castigo por haberla abandonado en mi afán por triunfar, pero los especialistas dicen que a pesar de que se trata de algo aparentemente hereditario, también puede ser adquirido; aunque no se conoce la causa. Los médicos me dijeron que no tenía nada que ver con que Boz la hubiera dejado caer al suelo o yo la hubiera abandonado, pero no estoy muy convencida. Querían tranquilizarme para que no me sintiera culpable, me dijeron que era un misterio de la vida, tal vez predestinado. Insistieron en que nada hubiera podido evitar que ocurriera y en que nada podría cambiar la situación. Pero algo dentro de mí se niega a creerlo.

»Cuando me lo dijeron por primera vez, no podía quitármelo de la cabeza. Tuve que tomar unas decisiones muy duras Sabía que no podría rescatarla hasta que ganara un montón de dinero, así que la dejé en la clínica e iba a verla por lo menos un fin de semana al mes y algunos días laborables. Finalmente me hice rica y famosa, y todo lo que antes me importaba dejó de importarme. Lo único que yo quería era estar con Bethany. Aunque nada de eso hubiera ocurrido, de todos modos pensaba dejar el cine cuando finalizara el rodaje de Mesalina.

—¿Por qué? —preguntó Cross—. ¿Qué querías hacer?

—En Francia hay una clínica especial con un médico muy bueno —explicó Athena—. Pensaba trasladarme allí cuando terminara la película. Entonces apareció Boz y comprendí que me iba a matar y que Bethany se quedaría sola. Por eso decidí eliminarlo. La niña sólo me tiene a mí. Tendré que llevar este pecado sobre mi conciencia.

Athena hizo una pausa y miró con una sonrisa a Cross.

—Esto es peor que los culebrones; ¿verdad? —dijo con una leve sonrisa en los labios.

Cross contempló el océano, que mostraba una brillante y aceitosa tonalidad azul bajo la luz del sol. Recordó aquel rostro infantil que parecía una máscara y que jamás se abriría al mundo.

—¿Y qué es la caja donde estaba tendida? —preguntó. Athena se rió.

—Es lo que me da esperanza contestó. ¿Qué triste, verdad? Es una caja muy grande. Muchos niños autistas la utilizan cuando están deprimidos. Es como el abrazo de una persona, pero no tienen que establecer contacto ni relacionarse con otro ser humano. Athena respiró hondo. Cross; algún día yo ocuparé el lugar de aquella caja. Ésa es ahora la única finalidad de mi vida. Si no fuera por eso, mi vida no tendría el menor sentido. Tiene gracia; ¿verdad? Los estudios me dicen que recibo miles de cartas de personas que me quieren. En público, la gente me quiere tocar. Los hombres me dicen constantemente que me aman. Todos me quieren menos Bethany, y ella es la única persona a quien yo quiero.

—Te ayudaré en todo lo que pueda —dijo Cross.

—Pues entonces llámame la semana que viene —dijo Athena—. Procuremos estar juntos todo lo que podamos hasta que termine el rodaje de Mesalina.

—Lo haré —dijo Cross—. No puedo demostrarte mi inocencia, pero eres lo que más quiero en la vida.

—¿Pero de verdad eres inocente? —preguntó Athena.

—Sí —contestó Cross.

Ahora que Athena le había demostrado su inocencia, no podía soportar la idea de que ella lo supiera. Pensó en Bethany y en su inexpresivo rostro tan artísticamente bello, con sus duros perfiles y sus ojos tan claros como espejos; un insólito ser humano totalmente libre de pecado.

Por su parte, Athena también había juzgado a Cross. De entre todas las personas que conocía, él era el único que había visto a su hija desde que los médicos diagnosticaran su autismo. Había sido una prueba muy dura.

Uno de los peores sobresaltos que había experimentado en su vida fue descubrir que a pesar de su belleza y de su talento (y también de su gentileza, dulzura y generosidad, pensaba ella, burlándose de sí misma), sus más íntimos amigos, los hombres que la amaban y los parientes que la adoraban, se alegraban de sus desgracias.

Fue cuando Boz le puso un ojo a la funeraria y todos comentaron que éste era un hijo de puta y un inútil, pero ella descubrió en sus ojos una chispa de satisfacción. Al principio le pareció que eran figuraciones suyas y que era demasiado susceptible, pero cuando Boz volvió a dejarle el ojo morado captó una vez más la mismas miradas y se sintió terriblemente dolida pues esa vez lo había comprendido sin el menor asomo de duda.

Estaba segura de que todos la querían, pero por lo visto nadie podía resistir la tentación de un pequeño toque de malicia. Grandeza en cualquiera de sus formas provoca envidia.

Una de las razones por las cuales le tenía un especial cariño a Claudia era porque ésta jamás la había traicionado con aquella rada.

Por eso mantenía a Bethany tan apartada de su vida cotidiana. No soportaba la idea de que las personas que la querían pudieran mirarla con aquella fugaz expresión de satisfacción. Como si se alegraran de que hubiera sido castigada por su belleza.

Así pues; pese a que conocía el poder de su belleza y lo utilizaba, al mismo tiempo lo despreciaba. Ansiaba el día en que las arrugas empezaran a surcar su rostro perfecto y cada una de ellas marcara un camino que ella había seguido o un viaje al que había sobrevivido, y en que su cuerpo comenzara llenarse, aflojarse desparramarse para que de este modo ella pudiera proporcionar consuelo a los seres que apreciaba y sus ojos se humedecieran para la compasión por todos los sufrimientos que había contemplado las lágrimas que jamás había derramado. Entonces le saldrían arrugas de expresión alrededor de la boca de tanto reírse de sí misma de la vida. ¿Qué libre se sentiría cuando ya no tuviera las consecuencias de su belleza física y se alegrara de haberla perdido y haberla sustituido por una serenidad más duradera…?

Por eso había observado atentamente a Cross de Lena mientras éste contemplaba por primera vez a Bethany y había visto una inicial sorpresa, pero nada más. Sabía que Cross estaba perdidamente enamorado de ella y no había visto en sus ojos la menor impresión de satisfacción en el momento de enterarse de la desgracia de Bethany.

Claudia estaba firmemente decidida a cobrarse su marcador sexual con Elí Marrion; lo avergonzaría hasta conseguir que entregara a Ernest Vail el porcentaje que éste exigía sobre la versión cinematográfica de su novela. Era una posibilidad muy remota pero estaba dispuesta a abdicar un poco de sus principios. Bobby Bantz era implacable en la cuestión de los porcentajes brutos; pero Elí Marrion era imprevisible y tenía debilidad por ella. Además era costumbre en el mundillo cinematográfico que las relaciones sexuales; por muy fugaces que fueran, se pagaran con una cierta cortesía material.

La amenaza de suicidio de Vail había sido el desencadenante de aquella cita. Si Vail la cumplía, los derechos de su novela revertirían en su ex mujer y sus hijos, y Molly Flanders impondría unas condiciones muy duras. Nadie creía en la amenaza, ni siquiera Claudia, pero Bobby Bantz y Elí Marrion, que sólo actuaban movidos por la perspectiva de ganar dinero, siempre tenían motivos para estar preocupados.

Cuando Claudia, Ernest y Molly llegaron a la sede de la LoddStone, sólo encontraron a Bobby Bantz en la suite ejecutiva. Parecía muy incómodo, por más que tratara de disimular con sus efusivos saludos, sobre todo a Vail.

—Nuestro tesoro nacional —le dijo, abrazándole con respetuoso afecto.

Molly se puso inmediatamente en guardia.

—¿Dónde está Elí? —preguntó—. Es el único que puede adoptar la decisión final en este asunto.

—Elí está en el hospital de Cedars Sinai —contestó Bantz con tono tranquilizador—. Nada grave, un simple chequeo, pero eso es confidencial. Las acciones de la LoddStone suben y bajan con su salud.

—Tiene más de ochenta años, y a su edad todo es grave —replicó secamente Claudia.

—No, no —dijo Bantz—. Todos los días despachamos asuntos en el hospital. Está más activo que nunca, así que exponedme vuestros argumentos y yo le informaré cuando vaya a verle.

—No —contestó lacónicamente Molly.

—Hablemos con Bobby —dijo no obstante Ernest Vail.

Le expusieron los argumentos. Bobby lo escuchó todo con semblante burlón, aunque no se rió abiertamente.

—He oído de todo en esta ciudad —dijo—, pero eso es algo increíble. Lo he comentado con mis abogados y me han dicho que la defunción de Vail no afectaría a nuestros derechos. Es una cuestión legal muy complicada.

—Coméntaselo a los del departamento de Relaciones Públicas —dijo Claudia—. Si Ernest cumple su propósito y toda la historia, sale a la luz, el prestigio de la LoddStone quedará por los suelos. Y eso a Elí no le gustará. Él tiene un sentido más profundo de la ética.

—¿Más que yo? —preguntó amablemente Bobby a pesar de que estaba furioso—. ¿Por qué la gente no comprendía que Marrion siempre aprobaba todo lo que él hacía? —De pronto se volvió hacia Ernest—. ¿Y cómo te suicidarías? ¿Con una pistola, un cuchillo, arrojándote por una ventana?

Vail lo miró sonriendo.

—Haciéndome el haraquiri sobre tu escritorio, Bobby.

Los tres soltaron una carcajada.

—Así no vamos a llegar a ninguna parte —dijo Molly—. ¿Por qué no vamos a ver a Elí al hospital?

—No pienso ir al lecho de hospital de un enfermo para discutir sobre dinero —dijo Vail.

Los demás lo miraron con simpatía. En términos convencionales parecía una falta de delicadeza, aunque desde sus lechos de enfermos los hombres tramaban revoluciones, asesinatos, estafas y traiciones de estudios cinematográficos. Un lecho de hospital no era precisamente un lugar sagrado, y ellos sabían que las protestas de Vail eran básicamente un convencionalismo.

—¡Calla la boca Ernest! Si quieres seguir siendo mi cliente —dijo fríamente Molly—. Él ha jodido a cientos de personas desde su lecho de hospital. Vamos a hacer un trato razonable. Robbert. La LoddStone tiene una mina de oro con las continuaciones. Os podéis permitir el lujo de darle a Ernest el dos por ciento de los beneficios brutos como garantía.

Bantz la miró horrorizado, como si un puñal le estuviera atravesando las entrañas.

—¿Un porcentaje sobre los beneficios brutos? —preguntó levantando la voz—. Eso jamás.

—Muy bien —dijo Molly—. ¿Qué tal un cinco por ciento estructurado de los beneficios netos? Sin contar los gastos de promoción, las deducciones de intereses y los porcentajes brutos de los actores.

—Eso equivale casi a unos beneficios brutos —contestó Bantz en tono despectivo—, y todos sabemos que Ernest no se va a matar. Sería una estupidez y él es demasiado inteligente como para eso.

Lo que en realidad quería decir era que no tendría cojones para hacerlo.

—¿Por qué correr el riesgo? —replicó Molly—. He examinado las cifras. Tenéis previsto rodar por lo menos tres continuaciones. Eso equivaldrá por lo menos a quinientos millones de dólares de beneficios brutos una vez deducido el cincuenta por ciento de los exhibidores, incluyendo los derechos extranjeros, pero no los de video y televisión. Y bien sabe Dios las paletadas de dinero que ganáis con los derechos de vídeo, malditos ladrones. ¿Por qué no darle a Ernest un miserable porcentaje de veinte millones? Eso se lo daríais a cualquier astro de segunda fila.

Bantz decidió echar mano de sus dotes de seductor.

—Ernest —dijo—, como novelista eres una gloria nacional. Nadie te respeta más que yo. Elí ha leído todos tus libros y te adora, así que queremos llegar a un acuerdo.

Claudia se avergonzó al ver cómo Ernest se tragaba todas aquellas idioteces, aunque en honor a la verdad tuvo que reconocer que se había estremecido ligeramente al oír lo de gloria nacional.

—Vamos a concretar un poco más —dijo Ernest. Ahora Claudia se enorgulleció de él.

—¿Qué tal un contrato de cinco años a diez mil dólares semanales para escribir guiones originales y hacer algunas refundiciones? —le preguntó Bantz a Molly—. Primero tendríamos que echar un vistazo a los guiones, como es natural. Y por cada refundición percibiría cincuenta mil dólares más cada semana. En cinco años podría ganar diez millones de dólares.

—Dobla la cantidad —contestó Molly—, y entonces podremos hablar.

Vail pareció perder de golpe su casi angélica paciencia.

—Ninguno de vosotros me toma en serio —dijo—. Puedo hacer unas cuantas operaciones aritméticas sencillas. Bobby, tu oferta sólo vale un dos y medio. Tú nunca me comprarás los guiones originales y yo jamás escribiré ninguno. ¿Y qué ocurre si hacéis seis continuaciones? Entonces vosotros ganaréis mil millones de dólares. —Vail empezó a reírse con sincero regocijo—. Dos millones y medio de dólares no me sirven de nada.

—¿De qué coño te ríes ahora? —preguntó Bobby. Vail estaba casi histérico.

—Jamás en mi vida soñé con tener un simple millón de dólares. Y ahora eso no me sirve de nada.

Claudia conocía el sentido del humor de Vail.

—¿Por qué no te sirve de nada? —le preguntó.

—Porque seguiré estando vivo —contestó Vail—, y mi familia necesita los porcentajes. Confiaban en mí y yo los traicioné.

Todos hubieran podido conmoverse, incluso Bantz, si las palabras de Vail no hubieran sonado tan falsas y presuntuosas.

—Vamos a hablar con Elí —dijo Molly Flanders.

Vail perdió la paciencia y cruzó la puerta gritando:

—¡Ya no os aguanto! ¡No quiero ir a pedirle nada a un hombre que se encuentra postrado en un lecho de hospital!

Cuando se hubo marchado, Bobby Bantz preguntó:

—¿Y vosotras dos queréis seguir apoyando a ese tipo?

—¿Por qué no? —replicó Molly Flanders—. Yo defendí a individuo que había apuñalado a su madre y a sus tres hijos. No es peor que él.

—¿Y cuál es tu motivo? —le preguntó Bantz a Claudia.

—Los guionistas tenemos que apoyarnos los unos a los otros —contestó Claudia en tono burlón.

Los tres se echaron a reír.

—Supongo que debe de ser por eso —dijo Bobby—. Yo he hecho todo lo que he podido, ¿no es verdad?

—Bobby —dijo Claudia—, ¿por qué no le puedes dar el uno o el dos por ciento? Es de simple justicia.

—Porque se ha pasado muchos años jodiendo a miles de guionistas, actores y directores. Es una cuestión de principios —contestó Molly.

—Muy cierto —dijo Bantz—. Y siempre que pueden, ellos nos joden a nosotros. Es el negocio.

Molly le preguntó a Bantz con fingida preocupación.

—¿Elí está bien? No es nada grave, ¿verdad?

—Está bien —contestó Bantz—. No vendas las acciones.

—Pues entonces nos puede recibir —dijo Molly, cogiendo al vuelo la ocasión.

—De todos modos, yo quiero ir a ver —le dijo Claudia—. Aprecio sinceramente a Elí. Me dio mi primera oportunidad. Bantz se encogió de hombros.

—Te vas a arrepentir en serio si Ernest se mata —le dijo Molly—. Las continuaciones valen mucho más de lo que yo he dicho. Te lo he ablandado.

—Ese idiota no se matará —dijo Bantz en tono despectivo—. No tendrá cojones.

—De gloria nacional ha pasado a ser un idiota. —Dijo Claudia con aire pensativo.

—Es evidente que está un poco chiflado —dijo Molly—. La palmará por simple descuido.

—¿Es que se droga? —preguntó Bantz un poco preocupado.

—No —contestó Claudia—, pero Ernest es una caja de sorpresas. Es un auténtico excéntrico que ni siquiera sabe que lo es.

Bantz lo pensó un momento. Los argumentos le parecían válidos, y además él jamás había creído en la conveniencia de crearse enemigos innecesarios. No quería que Molly Flanders le guardara rencor. Era una mujer tremenda.

—Voy a llamar a Elí —dijo—. Si él da el visto bueno, os acompañaré al hospital.

Estaba seguro de que Marrion diría que no. Para su asombro, Marrion contestó:

—Faltaría más, pueden venir todos a verme.

Se dirigieron al hospital en la limusina de Bantz, un enorme vehículo alargado aunque en modo alguno lujoso. Estaba dotado de fax, ordenador y teléfono móvil. Un guardaespaldas de la Pacific Ocean Security ocupaba el asiento del copiloto. Los seguía otro automóvil de seguridad con dos agentes.

Los cristales pintados de marrón mostraban la ciudad en un monocromo tono beige parecido al de las viejas películas de vaqueros. Cuanto más se adentraban en la ciudad, más altos eran los edificios y más tenía uno la sensación de haber penetrado en un profundo bosque de piedra. Claudia siempre se asombraba de que en sólo diez minutos se pudiera pasar del verdor de una pequeña ciudad ligeramente bucólica a una metrópoli de cemento y cristal.

Los pasillos del hospital de Cedars Sinai eran casi tan espaciosos como los vestíbulos de un aeropuerto, pero el techo está comprimido como en una grotesca toma de una película impresionista alemana. Los recibió una coordinadora del hospital, una mujer vestida con un severo modelo de alta costura cuyo aspecto le recordó a Claudia el de las azafatas de los hoteles de las Vegas.

La coordinadora los acompañó a un ascensor especial que conducía directamente a las suites del último piso.

Las suites tenían unas enormes puertas negras de madera de roble, con unos relucientes tiradores de latón. Se abrían como si fueran verjas y daban acceso a la suite de la habitación, una estancia sin tabiques de separación, con una mesa de comedor, un sofá, unas butacas y un escritorio de rincón con un ordenador y un fax. Había también un pequeño espacio de cocina y un cuarto de baño para invitados, además del cuarto de baño del paciente; el techo era muy alto, y la ausencia de tabiques entre el rincón de cocina, la zona de estar y el rincón de trabajo confería a toda la estancia el aspecto de un decorado cinematográfico.

Elí Marrion estaba leyendo un guión de tapas anaranjadas en un pulcro y blanco lecho de hospital, recostado contra varios grandes almohadones blancos. En la mesa contigua había varias cartas con los presupuestos de las películas en fase de producción. Una joven y bonita secretaria estaba tomando notas, sentada otro al lado de la cama. A Marrion siempre le gustaba rodearse de mujeres bonitas.

Bobby Bantz besó a Marrion en la mejilla y le dijo:

—Tienes una pinta estupenda, Elí, realmente estupenda.

Molly y Claudia lo besaron también en la mejilla. Semejante familiaridad quedaba justificada por el hecho de que el gran Marrion estaba enfermo.

Claudia tomó nota de todos los detalles como si estuviera investigando con vistas a un guión. Las tragedias ambientadas en hospitales eran casi infalibles, económicamente hablando.

En realidad Elí Marrion no tenía una pinta estupenda, realmente estupenda. Sus labios estaban sombreados por unas líneas azules que parecían haber sido trazadas con tinta, y le faltaba el aire cuando hablaba. Dos pinzas verdes que le salían de la nariz estaban conectadas con un delgado tubo de plástico que llegaba hasta una burbujeante botella de agua enchufada a la pared, todo ello conectado con un depósito de oxígeno oculto en el interior de la misma. Marrion vio la dirección de su mirada.

—Oxígeno —dijo.

—Es sólo una medida provisional —se apresuró a explicar Bobby Bantz—. Le facilita la respiración.

Molly Flanders no le hizo caso.

—Elí —dijo—, le he explicado a Bobby la situación y necesita tu visto bueno.

Marrion parecía de muy buen humor.

—Molly —dijo—, tú siempre has sido la abogada más dura de esta ciudad. ¿Vas a venir ahora a hostigarme en mi lecho de muerte?

Claudia lo miró con semblante afligido.

—Elí, Bobby nos dijo que estabas bien, y necesitábamos verte enseguida.

Se la veía tan visiblemente avergonzada que Marrion tuvo que levantar una mano a modo de aquiescencia y bendición.

—Ya conozco todos los argumentos —dijo Marrion. Hizo un gesto de despedida en dirección a la secretaria y ésta se retiró. La enfermera particular, una agraciada mujer de semblante muy serio, estaba leyendo un libro junto a la mesa del comedor. Marrion le indicó por señas que se retire. Ella lo miró, sacudiendo la cabeza y reanudó su lectura.

Marrion soltó una breve carcajada entre jadeos y les dijo a los demás:

—Ésta es Priscilla, la mejor enfermera de California. Es una enfermera de cuidados intensivos, por eso es tan inflexible. Mi médico la contrató especialmente para este caso. Ella manda.

Priscilla los saludó con una inclinación de cabeza y reanudó la lectura.

—Estoy dispuesta a limitar su porcentaje a un máximo de veinte millones —dijo Molly—. Como garantía. ¿Por qué correr el riesgo, y por qué ser tan injustos con él?

—No somos injustos —replicó Bantz en tono furioso—. Él firmó un contrato.

—Vete al cuerno, Bobby —dijo Molly. Marrion no les prestó atención.

—¿Tú qué piensas, Claudia?

Claudia estaba pensando muchas cosas. Era evidente que Marrion estaba más enfermo de lo que se decía, y era una terrible crueldad ejercer presión sobre aquel viejo que tanto esfuerzo tenía que hacer simplemente para hablar. Estaba a punto de decir que se iba cuando recordó que Elí jamás les hubiera permitido ir a verle si no hubiera tenido un propósito determinado.

—Ernest es un hombre que hace cosas sorprendentes —dijo Claudia—. Está decidido a asegurarle el sustento a su familia. Pero es un escritor, Elí, y a ti siempre te han gustado los escritores. Considéralo una donación artística. Recuerda los veinte millones de dólares que regalaste al Metropolitan. ¿Por qué no hacer lo mismo por Ernest?

—¿Para que todos los representantes se nos echen encima? —dijo Bantz.

Elí Marrion respiró hondo y las pinzas parecieron hundirse un poco más en su rostro.

—Molly, Claudia, eso tendrá que ser un pequeño secreto entre nosotros. Le entregaré a Vail el dos por ciento de los beneficios brutos hasta un máximo de veinte millones, y le daré un anticipo de un millón. ¿Te parece bien?

Molly lo pensó. El dos por ciento sobre los beneficios brutos de todas las películas podía significar un mínimo de quince millones de dólares, o quizá más. Era lo mejor que se podía conseguir. Se extrañó de que Marrion hubiera llegado tan lejos. Si regateaba, Elí sería capaz de retirar la oferta.

—Me parece estupendo, Elí, muchas gracias —contestó, inclinándose hacia delante para darle un beso en la mejilla—. Mañana enviaré un memorándum a tu despacho. Y otra cosa, Elí, espero que te recuperes enseguida.

Claudia no pudo reprimir su emoción. Cogió la mano de Elí entre las suyas y vio las manchas oscuras que moteaban su piel. La mano estaba fría a causa de la cercanía de la muerte.

—Le has salvado la vida a Ernest.

En aquel momento entró en la habitación la hija de Elí Marrion con sus dos hijos pequeños. La enfermera Priscilla se levantó de un salto como un gato que hubiera olfateado la presencia de ratones y se acercó a los niños, interponiéndose entre ellos y la cama.

Claudia y Molly se despidieron. La hija y los dos nietos de Marrion permanecieron muy poco rato en la habitación aunque fue suficiente para que la hija le arrancara a su padre la promesa de comprarle una novela muy cara para su siguiente película.

Después Bobby Bantz y Elí Marrion se quedaron solos.

—Hoy estás muy blando —le dijo Bantz a Marrion.

Marrion sentía el cansancio de su cuerpo y el aire que penetraba en su interior. Con Bobby podía relajarse y nunca tenía que fingir. Ambos habían vivido muchas experiencias juntos y habían utilizado el poder, habían ganado guerras, habían viajado y tramado intrigas por todo el mundo. Podían leerse el uno al otro el pensamiento.

—¿Con esa novela que le voy a comprar a mi hija se hará una película? —preguntó Marrion.

—De bajo presupuesto —contestó Bantz—. Tu hija hace películas serias, entre comillas.

Marrion hizo un gesto de cansancio.

—¿Por qué tenemos siempre que pagar por las buenas intenciones de los demás? Dale un guionista aceptable pero nada de estrellas. Ella estará contenta y nosotros no perderemos demasiado dinero.

—¿De veras le vas a dar a Vail un porcentaje sobre los beneficios brutos? —preguntó Bantz—. Nuestro abogado dice que podríamos ganar el pleito si muriera.

—Si me recupero, sí —contestó Marrion sonriendo—. Si no, de ti dependerá. Tú dirigirás el espectáculo.

Bantz se sorprendió ante aquella muestra de sentimentalismo.

—Pues claro que te recuperarás Elí.

Y lo dijo con toda sinceridad. No deseaba suceder a Elí Marrion; y de hecho temía la llegada del día en que no tendría más remedio que hacerlo. Podía hacer cualquier cosa, siempre y cuando Marrion la aprobara.

—De ti dependerá, Bobby —añadió Marrion—. La verdad es que de ésta no voy a salir. Los médicos me dicen que necesito un trasplante de corazón, pero yo he decidido que no me lo hagan. Con esta mierda de corazón que tengo, puede que viva seis meses o un año, o puede que mucho menos. Además soy demasiado viejo para un trasplante.

Bantz lo miró asombrado.

—¿Y no pueden hacer un by pass? —preguntó. Al ver que Marrion sacudía la cabeza; añadió—: No seas ridículo, pues claro que te harán un trasplante. Tú has construido la mitad de este hospital y tienen que darte un corazón. Te quedan otros diez espléndidos años.

Pero Marrion se había quedado adormilado. Bantz abandonó la habitación para hablar con los médicos y para decirles que iniciaran el procedimiento de búsqueda de un nuevo corazón para Elí Marrion.

Ernest Vail, Molly Flanders y Claudia de Lena celebraron su triunfo cenando en La Dolce Vita de Santa Mónica. Era el restaurante preferido de Claudia. Recordaba que de niña su padre solía llevarla allí y que todo el mundo la trataba como si fuera un miembro de la realeza. Recordaba las botellas de vino blanco y tinto alineadas en las repisas de todas las ventanas, en la parte posterior de las banquetas y en todos los huecos vacíos. Los clientes podían alargar la mano y coger una botella como si arrancaran un racimo de uva.

Ernest Vail estaba de muy buen humor. Claudia volvió a preguntarse cómo era posible que alguien hubiera podido creer que tuviera intención de suicidarse. Ernest rebosaba de entusiasmo y se alegraba de que su amenaza hubiera dado resultado. El excelente vino tinto había contribuido a animarles, y los tres se mostraban muy eufóricos y satisfechos de sí mismos. La comida, reciamente italiana, era el combustible de su energía.

—Lo que ahora tenemos que preguntarnos —dijo Vail—, es si el dos por ciento es suficiente o si tendríamos que pedir el tres.

—No seas tan ambicioso —le dijo Molly—. El trato ya está hecho.

Vail le besó la mano con estilo de estrella del cine.

—Molly —dijo—, eres un genio. Un genio despiadado por supuesto. ¿Cómo habéis podido vosotras dos intimidar a un tipo que está enfermo en un lecho de hospital?

Molly mojó un poco de pan en la salsa de tomate.

—Ernest —le dijo—, tú nunca comprenderás esta ciudad. Aquí no hay compasión. No la hay cuando uno está borracho o le da a la coca o está enamorado o no tiene un céntimo. ¿Por qué se iba a hacer una excepción con los enfermos?

—Skippy Deere me dijo una vez que para comprar algo hay que llevar a la gente a un restaurante chino, pero que para vender hay que llevarla a uno italiano —dijo Claudia—. ¿Os parece que eso tiene algún sentido?

—Skippy es un productor —dijo Molly—. Lo debió de leer en algún sitio. Fuera de contexto no significa nada.

Vail estaba comiendo con la voracidad de un condenado a muerte al que se le acaba de conmutar la pena. Había pedido tres clases de pasta sólo para él pero les había ofrecido unas pequeñas raciones a Claudia y a Molly y quería conocer su opinión.

—La mejor comida italiana del mundo, exceptuando Roma —dijo—. En cuanto a Skippy, el comentario tiene un cierto sentido desde el punto de vista cinematográfico. La comida china es barata y ayuda a rebajar el precio. En cambio la comida italiana atonta un poco y puede reducir la agudeza mental. Las dos me encantan. ¿No es bonito saber que Skippy se pasa la vida maquinando intrigas?

Vail siempre pedía tres postres. No se los comía todos, pero le gustaba saborear muchos platos distintos durante una cena. En su caso, semejante comportamiento no parecía una excentricidad. Tampoco lo parecía su forma de vestir, como si la ropa sólo sirviera para proteger la piel del viento o el sol, o su descuidada manera de afeitarse, con una patilla más larga que la otra. Su amenaza de matarse no parecía extraña o ilógica, ni tampoco su absoluta sinceridad infantil, que a menudo hería los sentimientos de la gente. Claudia estaba acostumbrada a la excentricidad pues en Hollywood abundaban los excéntricos.

—Mira, Ernest, tú perteneces a Hollywood —le dijo—. Eres lo bastante excéntrico como para eso.

—Yo no soy un excéntrico —dijo Vail—. No soy tan sofisticado como para eso.

—¿Y no te parece una excentricidad querer matarte por una cuestión de dinero? —replicó Claudia.

—Eso fue una respuesta sensata a nuestra cultura —dijo Vail—. Estaba cansado de ser un don nadie.

—¿Y cómo puedes pensar semejante cosa? —preguntó Claudia con impaciencia—. Has escrito diez libros y has ganado el premio Pulitzer. Eres internacionalmente famoso.

Vail ya se había terminado sus tres platos de pasta y ahora estaba contemplando su plato principal; tres nacarados bistecs de ternera cubiertos de limón. Cogió el tenedor y el cuchillo.

—Todo eso no es más que una mierda —dijo—. No tengo dinero. He tardado cincuenta y cinco años en aprender que si no tienes dinero eres una pura mierda.

—Más que un excéntrico eres un chiflado —dijo Molly—. Y deja de gimotear porque no eres rico. Tampoco eres pobre. Si lo fueras no estaríamos aquí. No sufras demasiado por tu arte.

Vail posó el cuchillo y el tenedor y le dio a Molly una palmada en el brazo.

—Tienes razón —le dijo—. Todo lo que dices es cierto. Disfruto de la vida minuto a minuto. Lo que me deprime es la curva de la existencia. —Apuró su copa de vino y añadió en tono prosaico—: Jamás volveré a escribir. Escribir novelas es un callejón sin salida; algo así como ser herrero. Ahora lo que se lleva es el cine y la televisión.

—Eso es un disparate —dijo Claudia—. La gente nunca dejará de leer.

—Lo que ocurre es que te has vuelto perezoso —dijo Molly—. Cualquier excusa es buena para no escribir. Esa es la verdadera razón de que quisieras matarte.

Todos se echaron a reír. Ernest les dio a probar su ternera y también los postres adicionales. Sólo se mostraba cortés en la mesa, como si se complaciera en dar de comer a la gente.

—Todo eso es verdad —dijo—, pero un novelista no puede ganarse bien la vida, a menos que escriba obras muy sencillas. Y eso también es un callejón sin salida. Una novela jamás podrá ser tan sencilla como una película.

—¿Por qué desprecias tanto el cine? —le preguntó Claudia en tono enojado—. Te he visto llorar en el cine. Es una forma de arte.

Vail se lo estaba pasando muy bien. A fin de cuentas había ganado su pelea contra los estudios y ya tenía asegurado su porcentaje.

—Estoy de acuerdo contigo, Claudia el cine es un arte me quejo por envidia.

—¿Qué sentido tiene escribir un libro y describir el mundo al rojo vivo, una cadena montañosa cubierta de nieve o las impresionante océanos? —preguntó en tono declamatorio, agitando los brazos—. ¿De qué sirve todo eso si se puede ver la imagen en una pantalla cinematográfica y en tecnicolor? ¿De qué sirve describir misteriosas mujeres de labios rojos como la grana y mágica rada seductora si puedes verlas con el culo al aire y unas tetas tan deliciosas como unas chuletas de carne de buey a la plancha? Todo resulta mucho mejor, no ya que en la prosa sino que en la vida real. ¿Y cómo se pueden describir las hazañas de los héroes que matan a centenares de enemigos y hacen conquistas increíbles y superan grandes tentaciones, cuando puedes ver en la pantalla las entrañas y la sangre y los torturados rostros agonizantes? Los actores y las cámaras lo hacen todo sin necesidad de que uno lo elabore en el cerebro. Sly Stallone es Aquiles en la Iliada. Lo que no puede hacer la cámara es introducirse en la mente de los personajes, no puede reproducir el proceso del pensamiento y la complejidad de la vida. —Vail hizo una pausa antes de añadir en tono nostálgico—: ¿Pero sabéis qué es lo peor de todo? Soy un elitista. Quería ser artista para convertirme en alguien fuera de lo corriente. Lo que aborrezco del cine es que sea un arte tan democrático. Cualquiera puede hacer una película. Tienes razón, Claudia, he visto películas que me han conmovido hasta las lágrimas y me consta que las personas que las han hecho son imbéciles, insensibles e ignorantes y no tienen la menor idea de lo que es la ética. El guionista es un analfabeto, el director es un ególatra, el productor un carnicero de la moralidad, y los actores pegan puñetazos contra la pared o contra un espejo para que los espectadores comprendan que están furiosos. Pero la película da resultado. ¿Y cómo es posible eso? Pues porque una película utiliza la escultura, la pintura, la música, los cuerpos humanos y la tecnología mientras que un novelista sólo dispone de un puñado de palabras, el negro de la letra impresa sobre el blanco del papel. En realidad eso no es tan terrible como parece. Es el progreso; y el nuevo arte. Un arte democrático, un arte sin sufrimiento. Basta con que te compres una cámara apropiada y te reúnas con tus amigos.

Vail miró con una radiante sonrisa a las dos mujeres.

—¿No os parece maravilloso un arte que no exige talento? ¿Qué democracia y qué terapia tan extraordinaria poder hacer tu propia película? Acabará sustituyendo al sexo. Yo vengo a ver tu película y tú vienes a ver la mía. Es un arte que transformará el mundo para bien. Claudia, alégrate de participar en una forma de arte que representa el futuro.

—Eres un cerdo desagradecido —dijo Molly—. Claudia ha luchado por ti y te ha defendido contra viento y marea, yo he tenido más paciencia contigo que con cualquiera de los asesinos a los que he representado, y tú nos invitas a cenar para insultarnos.

Vail la miró, sinceramente asombrado.

—Yo no insulto. Simplemente estoy definiendo una situación. Os estoy muy agradecido y os quiero mucho a las dos. —Permaneció en silencio un instante y después añadió humildemente—: No he querido decir que soy mejor que vosotras.

Claudia rompió a reír.

—Eres un cuentista, Ernest —le dijo.

—Sólo en la vida real —dijo Vail jovialmente—. ¿Podemos hablar un poco de negocios? Molly; si yo me muriera y mi familia recuperara los derechos, ¿crees que la LoddStone pagaría el cinco por ciento?

—Por lo menos —contestó Molly—. ¿Te vas a matar ahora por ese tres por ciento? Me tienes alucinada.

Claudia lo miró con inquietud. No se fiaba demasiado de su buen humor.

—¿Ernest, sigues estando disgustado? Has cerrado un trato estupendo, y yo me he alegrado muchísimo.

—Claudia —contestó cariñosamente Vail—, tú no tienes ni idea de lo que es el mundo real, por eso eres una guionista cinematográfica tan buena. ¿Qué importa que yo esté contento? El hombre más feliz que jamás haya existido en éste mundo pasará por momentos terribles en su vida, sufrirá espantosas tragedias. Mírame ahora. Acabo de alcanzar una gran victoria y ya no tengo que suicidarme. Disfruto de esta cena y de la compañía de dos hermosas, inteligentes y compasivas mujeres, y estoy encantado de que mi mujer y mis hijos puedan gozar de seguridad económica.

—Pues entonces, ¿de qué coño te quejas? —le preguntó Molly—. ¿Por qué estás estropeando un momento agradable?

—Porque no puedo escribir —contestó Vail—, lo cual no es ningún drama si bien se mira. En realidad ya no tiene importancia, pero es lo único que sé hacer.

Mientras hablaba, Vail se estaba comiendo los tres postres con tan visible deleite que las dos mujeres se echaron alegremente a reír.

—Te tomas demasiado en serio el oficio Claudia. Serénate un poco.

—Los guionistas no tienen oficio de escritor porque no escriben —dijo Vail—, y yo no puedo escribir porque no tengo qué decir. Y ahora hablemos de otras cosas más interesantes. Molly, nunca he comprendido cómo pueden asignarme el diez por ciento de los beneficios de una película que obtiene unos beneficios brutos de cien millones de dólares, pero cuyo rodaje sólo ha costado quince millones, sin que yo vea jamás ni un solo centavo. Ése es un misterio que me gustaría aclarar antes de morir.

Molly volvió a animarse; le encantaba impartir lecciones de derecho. Se sacó un cuaderno de notas del bolso y garabateó unas cuantas cifras.

—Es completamente legal —dijo—. Se atienen a los términos de un contrato que tú jamás hubieras tenido que firmar. Verás, vamos a tomar los cien millones de beneficios brutos. Las salas cinematográficas, los exhibidores, se llevan la mitad, lo cual significa que los estudios sólo perciben cincuenta millones. Bien, pues los estudios deducen de esta cantidad los quince millones del coste de la película. Quedan treinta y cinco millones. Pero según los términos de tu contrato y de la mayoría de los contratos de los estudios, éstos se llevan el treinta por ciento de esos cincuenta millones restantes para sufragar los costes de distribución de la película. Son otros quince millones que se embolsan. Quedan veinte millones. De aquí deducen los gastos de las copias y la publicidad de la película, que pueden sumar fácilmente cinco millones. La cantidad baja quince millones. Y ahora viene lo bueno. Según el contrato los estudios tienen que percibir el veinticinco por ciento del presupuesto por gastos generales de teléfono, electricidad, utilización de los platós, etcétera. Ya sólo quedan once millones. Bueno, dices tú, voy a cobrar once millones. Pero resulta que los actores cotizados perciben por lo menos el cinco por ciento de los cincuenta millones iniciales de beneficios brutos; una vez deducido el cincuenta por ciento de los exhibidores, y el director y el productor perciben otro cinco por ciento, es decir; otros cinco millones. Ya sólo quedan seis millones. Bueno, algo es algo, piensas. Pero no vayas tan rápido. Después te cobran todos los gastos de distribución y cincuenta mil dólares por la entrega de las copias destinadas al mercado inglés, y otros cincuenta mil por las copias de Francia o Alemania. Finalmente te cobran el interés de los quince millones que pidieron prestados para hacer la película. Y aquí ya me pierdo, pero el caso es que los últimos seis millones desaparecen. Eso es lo que ocurre cuando no me tienes a mí como abogada. Yo redacto un contrato que te permite conseguir una parte de la mina de oro. No son unos beneficios brutos lo que percibe exactamente el escritor, pero es una buena aproximación a unos beneficios netos. ¿Lo entiendes ahora?

Vail soltó una carcajada.

—La verdad es que no mucho —contestó—. ¿Qué hay del dinero de los derechos de televisión y vídeo?

—De la televisión vas a ver muy poco —contestó Molly—, y nadie sabe cuánto dinero ganan con los derechos de vídeo.

—¿Mi trato con Marrion se refiere a beneficios brutos? —preguntó Vail—. ¿No pueden volver a estafarme?

—Tal como yo redactaré el contrato, no —contestó Molly—. Todo se calculará sobre los beneficios brutos.

—En tal caso ya no tendré motivo para quejarme —dijo tristemente Vail—, ni excusa para no escribir.

—Eres un excéntrico irrecuperable —dijo Claudia.

—No, no —dijo Vail—. Soy un simple desgraciado. Los excéntricos hacen cosas raras para que la gente no se dé cuenta de lo que hacen o lo que son. Se avergüenzan de sí mismos. Por eso la gente del mundillo cinematográfico es tan excéntrica.

Quién hubiera imaginado que el hecho de morir pudiera ser tan placentero, que uno pudiera sentirse tan en paz y no experimentar el menor temor, pero sobre todo que pudiera aclarar el único gran mito común a todos los mortales.

En las largas horas nocturnas de los enfermos, Elí Marrion aspiraba el oxígeno del tubo de la pared y reflexionaba sobre su vida. Priscilla, la enfermera particular que trabajaba en doble turno, estaba leyendo un libro a la luz de una pequeña lámpara al otro lado de la habitación. Marrion podía ver cómo levantaba rápidamente los ojos y los volvía a bajar, como si lo vigilara después de cada una de las líneas que leía.

Marrion pensó en lo distinta que era aquella escena de lo que hubiera sido en una película. En una película hubiera habido mucha tensión porque él se encontraba cerca de la muerte, la enfermera hubiera estado con los médicos; no hubieran parado de entrar y salir; mucho ruido y mucho nerviosismo. En cambio estaba en una habitación muy tranquila, respirando a través del tubo de plástico mientras la enfermera leía.

Sabía que el último piso del hospital con aquellas suites tan enormes estaba reservado a personas muy importantes políticos poderosos, multimillonarios del sector inmobiliario, estrellas que eran los últimos mitos del mundo del espectáculo. Todos ellos eran unos reyes por derecho propio, pero ahora, en la noche, de aquel hospital, se habían convertido simplemente en vasallos de la muerte. Yacían impotentes y solos, consolados únicamente por la presencia de unos mercenarios, y privados de su poder. Con tubos por todo el cuerpo y pinzas en la nariz, esperando a que los bisturís de los cirujanos retiraran los escombros de sus débiles corazones o, como en su caso, a que le colocaran un corazón completamente revisado. Se preguntó si los demás estarían tan resignados como él.

Pero ¿por qué resignarse? ¿Por qué les había dicho a los médicos que no quería un trasplante y que prefería vivir tan sólo el breve espacio de tiempo que su frágil corazón le quisiera conceder? Pensó que gracias a Dios; todavía estaba en condiciones de adoptar decisiones inteligentes sin dejarse condicionar por los sentimientos.

Ahora lo tenía todo tan claro como cuando cerraba el trato de una película y calculaba los costes, el porcentaje de los rendimientos, el valor de los derechos subsidiarios, las posibles trampas que podían prepararle los actores y los directores, y los excedentes de coste.

Número uno: Tenía ochenta años no demasiado vigorosos. En el mejor de los casos, un trasplante de corazón lo dejaría incapacitado durante un año. Estaba claro que ya no volvería a dirigir los Estudios LoddStone; como también lo estaba que buena parte del poder que ejercía en su mundo se desvanecería para siempre.

Número dos: La vida sin poder era intolerable al fin y al cabo, ¿qué podía hacer un viejo como él aunque le trasplantaran un nuevo corazón? No podría hacer deporte, no podría ir detrás de las mujeres ni disfrutar de los placeres de la comida y la bebida. No, el poder era el único placer que le quedaba a un viejo; y eso no tenía nada de malo. El poder se podía utilizar para obrar el bien. ¿Acaso no le había hecho un favor a Ernest Vail en contra de todos los principios de la prudencia y de los perjuicios de toda su vida? ¿Acaso no les había dicho a los médicos que no quería privar a un niño o a un joven de la oportunidad de gozar de la vida con un nuevo corazón? ¿No era eso un uso del poder en favor de los demás?

Pero tenía a su espalda una larga vida de hipocresías, y ahora lo reconocía en su fuero interno. Había rechazado un nuevo corazón porque no era un buen negocio ni una solución definitiva. Le había concedido a Ernest Vail el porcentaje que éste pedía por puro sentimentalismo, porque deseaba ganarse el afecto de Claudia y respeto de Molly Flanders. ¿Tan malo era que quisiera dejar el recuerdo de una imagen de bondad?

Estaba satisfecho de la existencia que había llevado. Se había abierto camino duramente desde la pobreza a la riqueza y había dominado a sus congéneres. Había disfrutado del placer de la vida humana, había amado a muchas mujeres hermosas, había vivido en lujosas residencias y vestido las mejores sedas. Y había contribuido a crear arte. Había adquirido un enorme poder y ganaba una cuantiosa fortuna. Y había intentado hacer el bien a sus semejantes. Había aportado decenas de millones de dólares para la construcción de aquel hospital, pero por encima de todo, había disfrutado luchando contra sus semejantes. ¿Qué tenía eso de malo? ¿De qué otro modo se podía adquirir poder para obrar bien? Incluso en aquellos momentos se arrepentía de su último acto de clemencia en favor de Ernest Vail. No podías ceder el botín de tu lucha a un semejante, y menos aún bajo amenaza. Bobby ya se encargaría de arreglarlo, Bobby se encargaría de todo.

Bobby haría publicar los necesarios reportajes sobre su negativa a recibir un trasplante de corazón para que alguien más joven pudiera beneficiarse de él. Bobby recuperaría todos los porcentajes brutos que hubiera. Bobby se desharía de la productora de su hija que sólo generaba pérdidas para la LoddStone. Bobby pagaría las culpas de las acciones que él hubiera emprendido.

Oyó a lo lejos una campanita seguida del matraqueo de serpiente del aparato de fax que estaba transmitiendo los ingresos de taquilla calculados en Nueva York. El tartamudeo de la máquina parecía acompañar como un estribillo los débiles latidos de su corazón.

Y ahora, la verdad. Ya estaba harto de la vida en toda su plenitud. No era su cuerpo que lo había traicionado, sino su mente.