Cross de Lena recibió a su hermana Claudia y a Skippy Deere en su suite ejecutiva de la última planta del hotel Xanadu. A Deere siempre le llamaba la atención la visible disparidad entre los dos hermanos. Claudia no era exactamente bonita pero sí muy atractiva; y Cross era convencionalmente guapo y poseía un cuerpo delgado pero atlético. Claudia tan naturalmente cordial, y Cross tan rígidamente afable y distante. Había una diferencia entre la cordialidad y la afabilidad, pensaba Deere. Lo uno se llevaba en los genes, y lo otro era adquirido.
Claudia y Deere se acomodaron en el sofá, y Cross se sentó delante de ellos. Claudia le explicó a su hermano la cuestión de Boz Skannet y después se inclinó hacia delante y dijo:
—Cross, te suplico que me escuches. Eso no es sólo un asunto de negocios. Athena es mi mejor amiga, y además una de las mejores personas que he conocido en mi vida. Me ayudó cuando lo necesité. Y éste es el favor más importante que te pido en la vida. Ayuda a Athena a salir de este apuro y jamás te volveré a pedir nada. Se volvió hacia Skippy Deere y le dijo:
—Explícale a Cross el problema del dinero.
Deere siempre adoptaba una actitud ofensiva antes de pedir un favor.
—Llevo más de diez años siendo cliente de este hotel —le dijo a Cross—, ¿cómo es posible que nunca me hayáis ofrecido una de vuestras villas?
Cross soltó una carcajada.
—Siempre están ocupadas.
—Pues echa a alguien replicó Deere.
—Ya —dijo Cross—. Cuando reciba una declaración de beneficios de una de tus películas, y cuando te vea apostar diez billetes de los grandes en el bacará.
—Yo soy su hermana y nunca he conseguido que me ofreciera una villa —dijo Claudia.
—Déjate de tonterías, Skippy, y explica el problema del dinero.
Cuando Deere terminó, Cross repasó las notas que había tomado en un cuaderno de apuntes y dijo:
—A ver si lo entiendo. Tú y los estudios perdéis cincuenta millones de dólares en efectivo, más los doscientos millones de beneficios previstos si esta Athena no vuelve al trabajo. Y ella no quiere volver al trabajo porque tiene mucho miedo de un individuo llamado Boz Skannet. Vosotros lo podríais comprar, pero ella sigue empeñada en no volver al trabajo porque no cree que nadie puede parar a Skannet. ¿Eso es todo?
—Sí —contestó Deere—. Le prometimos que estaría más protegida que el presidente de Estados Unidos mientras durara el rodaje de la película. Incluso ahora seguimos vigilando a ese Skannet, a ella la tenemos protegida las veinticuatro horas del día, pero no quiere volver al trabajo.
—La verdad es que no veo dónde está el problema —dijo.
—El chico pertenece a una poderosa familia política de Tejas explicó Deere, y es un tipo francamente duro de pelar. He intentado que los de la agencia de seguridad lo acajonaran…
—¿Qué agencia de seguridad tenéis? —preguntó Cross.
—La Pacific Ocean —contestó Deere.
—¿Y por qué has venido a hablar conmigo?
—Porque tu hermana me dijo que tú nos podrías echar una mano —contestó Deere—. La idea no fue mía.
—Claudia —dijo Cross mirando a su hermana—, ¿qué te hizo pensar que yo os podría echar una mano?
El rostro de Claudia se contrajo en una mueca de turbación.
—Te he visto resolver problemas muchas veces, Cross. Tienes una gran capacidad de persuasión y siempre se te ocurre alguna solución —contestó esbozando una ingenua sonrisa—. Además eres mi hermano mayor y confío en ti.
Cross lanzó un suspiro.
—Las mismas bobadas de siempre —dijo.
Pero Deere se dio cuenta de que ambos hermanos se profesaban un profundo afecto.
Los tres permanecieron sentados un buen rato en silencio al final, Deere dijo:
—Cross, hemos venido aquí como último recurso. Pero si buscas otra inversión, tenemos un proyecto estupendo.
Cross miró a Claudia y después a Deere y dijo con aire pensativo:
—Skippy, primero quiero conocer a esta Athena, y después es posible que pueda resolver todos vuestros problemas.
—Estupendo —dijo Claudia, lanzando un suspiro de alivio—. Mañana podemos tomar un vuelo los tres —añadió, abrazando a su hermano.
—De acuerdo —dijo Deere.
Ya estaba tratando de encontrar algún medio para que Cross cargara con parte de sus pérdidas en la película Mesalina.
Al día siguiente, los tres se trasladaron a Los Ángeles. Claudia había llamado a Athena y la había convencido para que los recibiera, y después Deere se había puesto al teléfono. La conversación lo había reafirmado en la creencia de que Athena Aquitane no volvería a la película, y la idea lo había puesto furioso. Pero durante el vuelo se distrajo, intentando encontrar la manera de que Cross pusiera a su disposición una de sus malditas villas en su siguiente visita a Las Vegas.
La Colonia Malibú, donde vivía Athena Aquitane, era una parte de la playa situada a unos cuarenta minutos al norte de Beverly Hills y Hollywood. La colonia tenía poco más de cien chalets, cada uno de ellos valorado entre tres y seis millones de dólares. A pesar de su aspecto anterior más bien algo destartalado, las casas estaban protegidas por una valla, y a veces tenían unas verjas muy ornamentadas.
Sólo se podía entrar en la Colonia a través de un camino particular vigilado por unos guardias de seguridad que ocupaban una espaciosa garita y que eran los encargados de controlar las barreras de acceso. El personal de seguridad comprobaba la identidad de todos los visitantes por medio del teléfono o de una lista de control. Los residentes disponían de unas pegatinas especiales para los vehículos, que se cambiaban cada semana. Cross pensó que aquellas medidas de seguridad eran un simple incordio y no resultaban demasiado eficaces.
Pero los hombres de la Pacific Ocean Security que vigilaban en casa de Athena, eso ya era otra cuestión. Iban armados y uniformados y daban la impresión de estar en muy buena forma física.
Entraron en la casa de Athena desde una acera paralela a la playa. La casa disponía de unas medidas adicionales de seguridad; controladas por la secretaria de Athena, quien les franqueó la entrada pulsando el botón del portero electrónico desde una casita de invitados adyacente. Había otros dos hombres uniformados de la Pacific Ocean, y otro junto a la puerta de la casa. Al pasar por delante de la casa de invitados, cruzaron un alargado jardín lleno de flores y limoneros que perfumaban la salobre brisa marina. Al final llegaron a la casa principal, orientada hacia el Pacífico.
Una menuda sirvienta hispanoamericana les abrió la puerta y los acompañó a través de una espaciosa cocina a una sala de estar, en la que el océano parecía filtrarse a través de unos grandes ventanales. La estancia estaba amueblada con sillones de mimbre, mesas de cristal y mullidos sofás de color verde mar. La sirvienta los condujo desde allí a una puerta acristalada que daba acceso a una larga y ancha terraza que miraba al océano, con sillas, mesas y una bicicleta, estaba tan reluciente como la plata. Más allá, la superficie verde azulada del océano daba la impresión de estar inclinada con respecto al cielo.
Al ver a Athena en la terraza, Cross de Lena sintió un sobresalto. Parecía mucho más guapa que en las películas, cosa insólita. Las películas no podían captar el colorido de su tez, la profundidad de sus ojos ni el matiz exacto del verde de sus iris. Su cuerpo se movía como el de una atleta, con una gracia física aparentemente espontánea. Un dorado cabello cuyo descuidado corte hubiera resultado feo en cualquier otra mujer, coronaba su espléndida belleza. Llevaba una sudadera de un azul verdoso que no ocultaba las formas de su cuerpo, como hubiera cabido esperar. Sus piernas eran muy largas en comparación con el tronco, iba descalza y no llevaba las uñas pintadas.
Pero lo que más impresionó a Cross fue la inteligente expresión del rostro, que era el mayor foco de atracción de su persona. Athena saludó a Skippy Deere con el acostumbrado beso en la mejilla, abrazó afectuosamente a Claudia y estrechó la mano de Cross. Sus ojos eran del color del océano que tenía a su espalda.
—Claudia siempre me habla de usted —le dijo a Cross—. De su apuesto y misterioso hermano que es capaz de detener el movimiento de la Tierra cuando quiere.
Soltó una carcajada con toda naturalidad, no una carcajada de mujer asustada.
Cross experimentó una maravillosa sensación de deleite, no hay otra palabra para describirla. Su ronca voz gutural era un cautivador instrumento de música. El océano la enmarcaba, acentuando sus bien dibujados pómulos, sus generosos labios rojos y la radiante inteligencia de su cara.
Por la mente de Cross pasó fugazmente una de las breves lecciones de Gronevelt: En este mundo, el dinero te podrá proteger de todo menos de una hermosa mujer.
Cross había conocido a muchas mujeres hermosas en Las Vegas, tantas como en Los Ángeles y Nueva York, pero en Las Vegas la belleza era una belleza aislada y sin apenas talento. Muchas de aquellas beldades habían fracasado en Hollywood.
En Hollywood la belleza se aliaba con el talento, y con menos frecuencia con la genialidad artística. Ambas ciudades atraían a mujeres hermosas de todo el mundo. Finalmente, estaban las actrices que alcanzaban el rango de estrellas cotizadas.
Eran las mujeres que aparte de la belleza y el talento poseían una ingenuidad infantil combinada con una gran dosis de valentía. La singularidad de su oficio podía elevarse a la categoría de forma artística, lo cual les otorgaba una innegable dignidad.
A pesar de que la belleza era algo habitual en las dos ciudades, sólo en Hollywood surgían las diosas que se convertían en objeto de la adoración de todo el mundo. Y Athena Aquitane era una de aquellas singulares diosas.
—Claudia me comentó que era usted la mujer más guapa del mundo —le dijo fríamente Cross.
—¿Y qué le comentó sobre mi cerebro? —preguntó Athena, apoyándose en la barandilla de la terraza y extendiendo una pierna hacia atrás como si estuviera haciendo un ejercicio.
Lo que en otra mujer hubiera parecido afectado, en ella resultaba perfectamente natural. Y de hecho Athena se pasó toda la entrevista haciendo ejercicios, inclinando el cuerpo hacia delante y hacia atrás o extendiendo una pierna sobre la barandilla mientras sus brazos subrayaban algunas de sus palabras.
—Athena —le dijo Claudia—, tú nunca podrías imaginar que somos hermanos, ¿verdad?
—Jamás —dijo Skippy Deere. Athena los miró diciendo:
—Os parecéis mucho.
Cross comprendió que hablaba en serio.
—Ahora ya sabes por qué le tengo tanto cariño —le dijo Claudia a su hermano.
Athena interrumpió momentáneamente sus ejercicios y le dijo a Cross:
—Me han dicho que usted me puede ayudar, pero no veo cómo.
Cross hizo un esfuerzo por no mirarla y no contemplar el oro de su resplandeciente cabello rubio como el sol, contra el verde telón de fondo del mar.
—Se me da muy bien eso de convencer a la gente —dijo—. ¿Es cierto que la única razón que le impide regresar al trabajo es su marido? Es muy posible que yo le convenza de que acepte un trato.
—Yo no creo que Boz sea capaz de cumplir un trato —dijo Athena.
—Los estudios ya han intentado llegar a un acuerdo con Athena, eso no tiene por qué preocuparte —dijo Deere en un susurro—. Te lo aseguro.
Pero por una extraña razón, ni él mismo se lo creyó. Estudió atentamente a los demás. Sabía hasta qué extremo Athena era capaz de impresionar a los hombres. Las actrices eran las mujeres más seductoras del mundo cuando querían. Pero Deere no detectó el menor cambio en Cross.
—Skippy no quiere aceptar que yo deje el cine —dijo Athena—. Para él es muy importante.
—¿Y para ti no? —replicó Deere en tono irritado. Athena le dirigió una larga y fría mirada.
—Antes sí, pero conozco a Boz. Tengo que desaparecer, tengo que iniciar una nueva vida. Me las arreglaré en cualquier sitio —añadió, mirándoles con una pícara sonrisa en los labios.
—Puedo llegar a un acuerdo con su marido —dijo Cross; y le garantizo que él lo cumplirá.
—Athena —terció Deere en tono confiado—, en el mundillo del cine hay centenares de casos como éste, de chiflados que acosan a las estrellas. Tenemos procedimientos infalibles. No hay el menor peligro.
Athena siguió con sus ejercicios. Una pierna se elevó increíblemente por encima de su cabeza.
—Tú no conoces a Boz —le dijo—. Yo sí.
—¿Es Boz la única razón de que usted no quiera regresar al trabajo? —preguntó Cross.
—Sí —contestó Athena—. Él me perseguirá para siempre. Usted me puede proteger hasta que termine la película, pero ¿después, qué?
—A mí nunca me han fallado los tratos —dijo Cross—. Le daré lo que pida.
Athena interrumpió sus ejercicios. Por primera vez miró a Cross directamente a los ojos.
—Yo jamás creeré en los tratos que pueda hacer Boz —dijo volviéndose de espaldas para dar por terminada la conversación.
—Lamento haberle hecho perder el tiempo —dijo Cross.
—No lo he perdido —contestó alegremente Athena—. He hecho mis ejercicios. Y volviendo a mirarle a los ojos añadió:
—Le agradezco mucho que lo haya intentado. Quiero parecer tan intrépida como en mis películas; pero en realidad estoy muerta de miedo. Claudia y Skippy siempre me están hablando de sus famosas villas —dijo, recuperando rápidamente la compostura—. Si alguna vez voy a Las Vegas, ¿permitirá que me esconda en una de ellas? —preguntó.
Su rostro estaba muy serio; pero sus ojos miraban a su alrededor con expresión risueña. Quería exhibir su poder ante Skippy y Claudia. Esperaba que Cross le contestara que sí, aunque sólo fuera por galantería. Cross la miró sonriendo.
—Las villas suelen estar ocupadas —dijo. Tras una breve pausa, añadió con una seriedad que los dejó a todos sorprendidos—. Pero si va usted a Las Vegas, le garantizo que nadie le causará el menor daño.
—Nadie puede detener a Boz —le dijo Athena—. No le importa que lo atrapen. Cualquier cosa que haga lo hará en público para que todo el mundo lo vea.
—¿Pero por qué? —preguntó Claudia con impaciencia.
—Porque hubo un tiempo en que me amó —contestó Athena riéndose—. Y porque en la vida me ha ido mejor a mí que a él. ¿No es una lástima que dos personas enamoradas puedan llegar a odiarse? —les preguntó a todos.
En aquel momento la criada hispanoamericana interrumpió la reunión, acompañando a otro hombre a la terraza.
El hombre era alto y apuesto y vestía de una forma un tanto informal y abigarrada un traje de Armani, una camisa de Turnbull Asser, una corbata Gucci y unos zapatos Bally. Inmediatamente musitó unas palabras de disculpa.
—La chica no me ha dicho que tenía usted visita, señorita Aquitane —dijo—. Creo que mi placa la ha asustado. La mostró a los presentes. Sólo he venido para que me facilite un poco de información sobre el incidente de la otra noche. Puedo esperar, o volveré.
Sus modales eran corteses pero no podía disimular la arrogancia de su carácter. Miró a los otros dos hombres y dijo:
—Hola, Skippy.
Skippy Deere parecía molesto.
—No puedes hablar con ella sin la presencia de un relacionista y un letrado —dijo—. Lo sabes muy bien, Jimmy.
El investigador les tendió la mano a Claudia y a Cross.
—Jim Losel —dijo.
Sabían quién era. El más famoso investigador de Los Ángeles cuyas hazañas incluso habían servido de base para una miniserie de televisión. También había interpretado pequeños papeles en algunas películas; y figuraba en la lista de tarjetas y regalos navideños de Skippy Deere. De ahí que Deere pudiera permitirse el lujo de decirle:
—Jim, llámame más tarde y yo te concertaré una cita como es debido con la señorita Aquitane.
Losey lo miró con una cordial sonrisa en los labios.
—De acuerdo, Skippy —dijo.
—Puede que no permanezca aquí mucho tiempo —dijo Athena—. ¿Por qué no me hace las preguntas ahora? Si no le importa.
Losey hubiera podido parecer un hombre afable y cortés de haber sido por la constante mirada de recelo de sus ojos y la agilidad de su cuerpo, fruto de sus muchos años de trabajo en una brigada de investigación criminal.
—¿Delante de ellos? —preguntó.
El cuerpo de Athena ya no estaba en movimiento, y todo el encanto desapareció cuando contestó lentamente:
—Confío mucho más en ellos que en la policía.
Losey aceptó la respuesta con espíritu deportivo. Estaba acostumbrado.
—Sólo quería preguntarle por qué razón retiró la denuncia contra su marido. ¿Acaso él le hizo algún tipo de amenaza?
—No, qué va —contestó Athena en tono despectivo—. Me arrojó una botella de agua a la cara delante de mil millones de personas, gritando: ácido. Y al día siguiente ya estaba en libertad bajo fianza.
—Bueno, bueno —dijo Losey levantando los brazos en gesto apaciguador—. Pensé que podría ayudarla.
—Jim, llámame más tarde insistió Deere.
Aquellas palabras hicieron sonar un timbre de alarma en la mente de Cross, quien miró con expresión pensativa a Deere y evitó mirar a Losey.
—De acuerdo —dijo Losey. Vio el bolso de Athena en una silla y lo cogió.
—Lo vi en Rodeo Drive —dijo—. Dos mil dólares. Miró directamente a Athena y le preguntó con desdeñosa cortesía—. ¿Me podría usted explicar por qué razón una persona es capaz de pagar tanto dinero por algo así?
Con el rostro duro como una roca, Athena salió del marco del océano que la rodeaba.
—Su pregunta es ofensiva. Salga de aquí.
Losey inclinó la cabeza y se retiró sonriendo. Había causado el efecto que pretendía.
—Veo que en el fondo eres humana —dijo Claudia, rodeando los hombros de Athena con su brazo—. Pero ¿por qué te has ofendido tanto?
—No me he ofendido —contestó Athena—. Le he enviado un mensaje.
Al salir de la casa, los tres visitantes abandonaron Malibú y se dirigieron en su automóvil al Nate and Als de Beverly Hills. Deere le había asegurado a Cross que era el único lugar al oeste de las Montañas Rocosas donde se podían comer unos aceptables pastrami, cecina y perritos calientes al estilo de Coney Island.
Durante la comida, Deere dijo en tono pensativo:
—Athena no regresará al trabajo.
—Yo lo supe desde un principio —dijo Claudia—. Lo que no entiendo es por qué se ha enfadado tanto con el investigador.
—¿Tú lo has entendido? —le preguntó Deere a Cross, riéndose.
—No —contestó Cross.
—Una de las grandes leyendas de Hollywood dice que cualquiera se puede acostar con las grandes estrellas de cine. Bueno, pues en el caso de los actores es verdad. Por eso se ven tantas chicas en los lugares donde se ruedan exteriores y en el hotel Beverly Wilshire. En el caso de las actrices no tanto… a veces, un tipo, un carpintero, un jardinero, hace algún trabajo en la casa, y con un poco de suerte a lo mejor ella se pone cachonda. Me ocurrió a mí. Pero eso no está bien visto y es perjudicial para la carrera de las actrices. A no ser que se trate de una superestrella, claro. Pero a nosotros, los viejos que llevamos el negocio, eso no nos gusta (coño, ¿es que el dinero y el poder no significan nada?). —Miró con una sonrisa a Claudia y a Cross—. Y ahora viene este Jim Losey que es un tipo alto y guapo que mata de verdad a los tipos duros atrae con su personalidad a la gente que vive en un mundo de tirijillas. Él lo sabe y lo utiliza. No le pide nada a una estrella que le basta con intimidarla. Por eso ha hecho ese comentario insolente, y en realidad por eso ha acudido a la casa. Ha sido un pretexto para conocer a Athena y probar suerte con ella. La pregunta ofensiva ha sido su manera de decirle que quería follar con ella. Athena lo ha rechazado sin contemplaciones.
—¿O sea que es la Virgen María? —dijo Cross.
—Para ser una estrella, sí —contestó Deere.
—¿Creéis que pretende estafar a los estudios y conseguir más dinero? —preguntó repentinamente Cross.
—Jamás sería capaz de hacer semejante cosa —contestó Claudia—. Es honrada a carta cabal.
—¿Tiene alguna queja y quiere resarcirse? —preguntó Cross.
—Tú no entiendes cómo es este negocio —contestó Deere—. En primer lugar, los estudios jamás se dejarían estafar. Los astros lo intentan siempre. En segundo lugar, si tuviera una queja, lo podría decir abiertamente. Es una persona muy rara, simplemente —Deere hizo una pausa— odia a Bobby Bantz y no está loca. Los dos llevamos años detrás de ella, pero jamás nos hemos comido un rosco.
—Lástima que no nos hayas podido echar una mano —le dijo Claudia a Cross, pero él no contestó.
Durante el trayecto desde Malibú a Beverly Hills, Cross se había dedicado a pensar. Era la oportunidad que estaba buscando. Sería muy peligroso, pero si diera resultado podría desligarse finalmente de los Clericuzio.
—Skippy —dijo—, quiero haceros una propuesta a ti y a los estudios. Compro la película ahora mismo. Os pago los cincuenta millones que habéis invertido, pongo el dinero que falta para terminarla, y dejo que los estudios la distribuyan.
—¿Tienes cien millones? —le preguntaron Skippy Deere y Claudia al unísono.
—Conozco a gente que los tiene —contestó Cross.
—No podrás conseguir que Athena regrese al trabajo, y sin Athena no hay película —dijo Deere.
—Ya os he dicho que tengo muy buenas dotes para convencer —dijo Cross—. ¿Me puedes concertar una cita con Elí Marrion?
—Pues claro —respondió Deere—, pero sólo en el caso de que yo siga siendo el productor de la película.
La reunión no fue tan fácil de concertar. Hubo que convencer a los Estudios LoddStone, o lo que es lo mismo, a Elí Marrion y Bobby Bantz, de que Cross de Lena no era uno de los muchos buscavidas charlatanes de los que tanto abundaban por allí, y de que tenía el dinero y los requisitos necesarios.
Cierto que era propietario de una parte del hotel Xanadu de Las Vegas; pero no se tenía constancia de que poseyera un acreditado valor económico capaz de llevar a buen puerto el acuerdo que proponía. Deere estaba dispuesto a avalarlo, pero el argumento decisivo fue la carta de crédito por valor de cincuenta millones de dólares que Cross les mostró.
Siguiendo el consejo de su hermana, Cross de Lena contrató los servicios de la abogada Molly Flanders para que se encargara de llevar las negociaciones.
Molly Flanders recibió a Cross en un despacho que parecía una cueva. Cross estaba en guardia pues sabía ciertas cosas sobre ella. En el mundo donde él siempre había vivido, jamás había conocido a ninguna mujer que ejerciera el menor poder, y Claudia le había dicho que Molly Flanders era una de las personas más poderosas de Hollywood. Los jefes de los estudios atendían sus llamadas, los agentes más destacados, como por ejemplo Melo Stuart, le pedían ayuda en los contratos más importantes; y las estrellas como Athena Aquitane la utilizaban en sus disputas con los estudios. En cierta ocasión Flanders había logrado que se interrumpiera la producción de una famosa miniserie de televisión porque el cheque de su cliente, que era el principal protagonista, había sufrido un retraso a causa del correo.
Su aspecto físico era mucho mejor de lo que Cross esperaba. Estaba gruesa, pero tenía un cuerpo muy bien proporcionado y vestía con mucha elegancia. El rostro que acompañaba aquel cuerpo era el de una rubia y graciosa brujita de nariz aguileña, labios generosos y ardientes ojos castaños que miraban entornando los párpados con vehemente agresividad. Llevaba el cabello recogido alrededor de la cabeza en varias trenzas, y su rostro era temido hasta cuando sonreía.
Pero a pesar de su dureza, Molly Flanders era sensible a hombres guapos, y Cross le gustó en cuanto lo vio. Se llevó una sorpresa porque esperaba que el hermano de Claudia fuera bien vulgar. Por encima de su apostura, veía en él una fuerza que Claudia no tenía. Su expresión era la de alguien plenamente consciente de que el mundo no encerraba ninguna sorpresa, todo cual no bastaba para convencerla de la conveniencia de aceptar a Cross como cliente. Había oído rumores sobre ciertas conexiones, le gustaba el mundo de Las Vegas y albergaba algunas dudas sobre el alcance de su decisión de hacer aquélla apuesta tan arriesgada.
—Señor De Lena —le dijo—, permítame aclararle una cuestión. Yo represento a Athena Aquitane como abogada, no como agente. Le he explicado las consecuencias que deberá sufrir en caso de que persista en su actitud y estoy convencida de que persiste en ella. Ahora bien, si usted llega a un acuerdo con los estudios y Athena no vuelve al trabajo, yo la representaré como abogada en caso de que usted presente una demanda contra ella.
Cross la estudió con atención. No había forma de entender una mujer como aquélla. Tendría que poner casi todas sus cartas sobre la mesa.
—Firmaré una renuncia a emprender acciones legales contra la señorita Aquitane si compro la película —dijo—. Y tengo aquí este cheque de doscientos mil dólares si usted me acepta como cliente. Sólo para empezar. Puede presentarme una minuta por una suma superior.
—Vamos a ver si lo entiendo —dijo Molly—. Les paga usted, a los estudios los cincuenta millones que han invertido. Ahora mismo. Pone el dinero que falta para terminar la película, como mínimo otros cincuenta millones. O sea que apuesta usted cien millones a que Athena volverá al trabajo. Y además cuenta con que la película será un éxito. Pero podría ser un fracaso. El riesgo es enorme.
Cross podía ser encantador cuando quería, pero intuía que el encanto no le serviría de nada con aquella mujer.
—Tengo entendido que con el dinero extranjero, el video y ventas a las televisiones, la película no puede perder dinero aunque sea un fracaso —dijo—. El único problema verdadero es el de convencer a la señorita Aquitane de que vuelva al trabajo. Y es posible que en eso nos pueda usted ayudar.
—No, no puedo —dijo Molly—, no quiero engañarle. Lo he intentado y he fracasado. Todo el mundo lo ha intentado y ha fracasado. Y Elí Marrion no bromea. Dejará el proyecto de la película, asumirá las pérdidas y después tratará de hundir a Athena. Pero yo no se lo permitiré.
Cross la miró intrigado.
—¿Y cómo lo hará?
—Marrion tiene que llevarse bien conmigo —contestó Molly—. Es un hombre muy listo. Lucharé contra él en los tribunales y haré la vida imposible a sus estudios en todos los tratos que hagan. Athena no volverá a trabajar, pero yo no dejaré que la arruinen.
—Si usted accede a representar mis intereses podrá salvar la carrera de su clienta —dijo Cross.
Se sacó un sobre del interior de la chaqueta y se lo entregó. Ella lo abrió, lo estudió, anotó el teléfono e hizo unas cuantas llamadas para cerciorarse de que el cheque era válido. Después miró con una sonrisa a Cross.
—No quiero ofenderle, hago siempre lo mismo con los productores cinematográficos más importantes de la ciudad.
—¿Cómo Skippy Deere? —le preguntó Cross, echándose a reír—. He invertido dinero en seis de sus películas, cuatro de ellas han sido un éxito, pero yo no he visto ni un centavo.
—Eso es porque yo no representaba sus intereses —dijo Molly—. Antes de que lleguemos a un acuerdo tiene usted que decirme qué piensa hacer para conseguir que Athena vuelva al trabajo. —La abogada hizo una pausa—. He oído ciertos rumores sobre usted.
—Y yo los he oído sobre usted. ¿Recuerda cuando hace años era usted abogada defensora y consiguió librar a un chico de una condena por asesinato? Mató a su novia y usted consiguió la absolución, alegando enajenación mental transitoria. Menos de un año después, el chico ya estaba paseando por la calle. —Cross hizo una pausa para mostrar deliberadamente su irritación—. Entonces no se preocupó usted por la mala fama del chico.
—No ha contestado usted a mi pregunta —dijo Molly, mirándolo fríamente.
Cross llegó a la conclusión de que no estaría de más una mentira.
—Molly —dijo—. ¿Me permite que la llame Molly?
Ella asintió con la cabeza, y Cross añadió:
—Usted sabe que yo dirijo un hotel en Las Vegas. He aprendido una cosa. El dinero es mágico, y con dinero se puede superar cualquier clase de temor. Por consiguiente voy a ofrecerle a Athena el cincuenta por ciento del dinero que yo gane con la película; usted redacta bien el acuerdo y si tenemos suerte, eso podría suponer una ganancia de treinta millones de dólares para ella. —Cross hizo una pausa de un minuto antes de añadir—: Vamos, Molly, ¿no correría usted un riesgo por treinta millones de dólares?
Molly sacudió la cabeza.
—A Athena no le interesa el dinero.
—Lo que no entiendo es por qué los estudios no le ofrecen este mismo trato —dijo Cross.
Por primera vez durante la reunión, Molly lo miró sonriendo.
—Usted no sabe realmente cómo son los estudios cinematográficos —dijo—. Si sentaran este precedente, temerían que todos los actores utilizaran el mismo truco. Pero sigamos. Creo que los estudios aceptarán su oferta porque ganarán un montón de dinero sólo con la distribución. Insistirán mucho en ello. Además exigirán un porcentaje sobre los beneficios. Pero le repito que Athena no aceptará su ofrecimiento. —Hizo una breve pausa y miró a Cross con una burlona sonrisa en los labios—. Yo creía que ustedes, los propietarios de Las Vegas, nunca jugaban.
Cross le devolvió la sonrisa.
—Todo el mundo juega. Yo lo hago cuando los porcentajes son adecuados. Y además tengo en proyecto vender el hotel y ganarme la vida en la industria del cine. —Se detuvo un minuto para que ella lo estudiara y viera su sincero deseo de formar parte de aquel mundo—. Creo que es más interesante.
—Comprendo —dijo Molly—. O sea que no es un capricho pasajero.
—Un primer intento —dijo Cross—. Si consigo introducirme, necesitaré que usted me siga ayudando.
A Molly le hizo gracia.
—Yo representaré sus intereses —dijo—, pero en cuanto a lo de seguir colaborando, veamos primero si usted pierde esos cien millones.
Cogió el teléfono y habló con alguien. Colgó y le dijo a Cross:
—Tenemos una cita con la gente de Asuntos Comerciales para fijar las condiciones. Y dispone usted de tres días para reconsiderar su decisión.
Cross la miró, impresionado.
—Qué rapidez —dijo.
—No he sido yo sino ellos —dijo Molly—. Les está costando una fortuna mantener a flote esta película.
—Sé que no tendría que decirlo, pero la oferta que pienso hacerle a la señorita Aquitane es confidencial, entre usted y yo —dijo Cross.
—No, no tendría que decirlo —dijo Molly.
Se estrecharon la mano. En cuanto Cross se hubo ido, Molly recordó algo. ¿Por qué le había mencionado Cross de Lena aquella famosa victoria de su pasado, aquel lejano caso en que había conseguido la absolución de aquel chico? ¿Por qué se había referido a aquel caso en particular? Ella había conseguido librar de la cárcel a muchos asesinos.
Tres días después, antes de dirigirse a los estudios de la LoddStone, Cross de Lena y Molly Flanders se reunieron en el despacho de esta última para que ella pudiera examinar los documentos financieros que él pensaba entregar a los representantes de la otra parte. Después, Molly se sentó al volante de su Mercedes SL 300.
Una vez superado el control de la entrada, Molly le dijo a Cross:
—Eche un vistazo al aparcamiento. Le doy un dólar por cada automóvil americano que vea.
Pasaron por delante de lustrosos vehículos de todos los colores, Mercedes, Aston Martins, BMW; Rolls-Royces. Cross vio un Cadillac y lo señaló con el dedo.
—Será de algún pobre guionista de Nueva York.
Los Estudios LoddStone ocupaban un enorme recinto en cuyo interior se levantaban varios pequeños edificios que albergaban algunas productoras independientes. El edificio principal sólo tenía diez pisos de altura y parecía un decorado cinematográfico. Conservaba todo el sabor de los años veinte, cuando fue construido, y sólo se habían hecho las reparaciones estrictamente necesarias. A Cross le recordó el Enclave del Bronx.
Los despachos del edificio de la Administración de los estudios eran pequeños y estaban atestados de papeles y muebles, a excepción de los de la décima planta, donde Elí Marrion y Bobby Bantz tenían sus suites ejecutivas. Las dos suites de despachos estaban conectadas por una enorme sala de reuniones, al fondo de la cual había un bar atendido por un camarero, y una pequeña cocina anexa. Los asientos que rodeaban la mesa eran unos cómodos sillones de color rojo oscuro. En las paredes colgaban varios pósters enmarcados de películas de la LoddStone.
Elí Marrion, Bobby Bantz y Skippy Deere, el principal consejero de los estudios, los estaban esperando con otros dos abogados; Molly le entregó al principal consejero los documentos financiero y los tres abogados de la otra parte se sentaron para examinarlos. El camarero les sirvió las consumiciones que habían pedido y se retiró. Skippy Deere hizo las presentaciones.
Como siempre, Elí Marrion insistió en que Cross lo llamara por su nombre de pila y después contó una de sus anécdotas preferidas; cosa que hacía muy a menudo para desarmar a sus oponentes en el transcurso de una negociación. Su abuelo había fundado la empresa a principios de los años veinte —dijo Elí Marrion—. Quería llamar los Estudios Lode Stonex, pero el pobre hombre todavía conservaba un fuerte acento alemán que confundió a los abogados. Era una empresa de apenas diez mil dólares, y cuando se descubrió el error, consideraron que no merecía la pena cambiarle el nombre. Y ahora aquella empresa, valorada en siete mil millones de dólares, tenía un nombre que no significaba nada. Pero tal como Marrion señaló, él nunca contaba una anécdota que no sirviera para demostrar algo, la letra impresa no tenía importancia. El logotipo que había convertido los estudios en una empresa tan poderosa era la imagen visual del imán que atraía la luz de todos los rincones del universo.
Molly expuso a continuación la oferta: Cross pagaría a los estudios los cincuenta millones de dólares que éstos habían gastado, cedería a los estudios los derechos de distribución, y mantendría a Skippy Deere como productor. Cross aportaría el dinero necesario para terminar la película. Los estudios LoddStone cobrarían además el cinco por ciento de los beneficios.
Todos la escucharon con atención. Después Bobby Bantz dijo:
—El porcentaje es ridículo, tendría que ser más alto. ¿Y cómo sabemos que vosotros y Athena no os habéis unido en una conspiración?
—¿Pero esto es un atraco o qué?
Cross se quedó de piedra al oír la respuesta de Molly. Por una extraña razón había imaginado que las negociaciones serían más civilizadas de lo que solían ser en el mundo de Las Vegas.
Molly habló casi a gritos, y su rostro de bruja se encendió de furia.
—Vete a que te den por el culo, Bobby —le dijo a Bantz—. Tienes la maldita desfachatez de acusarnos de conspiración. Eso tu póliza de seguros no lo cubre, aprovechas esta reunión para salir del apuro y encima nos insultas. Si no te disculpas ahora mismo me llevo al señor De Lena y ya puedes empezar a comer mierda.
Skippy Deere se apresuró a intervenir.
—Vamos, Molly, Bobby. Aquí estamos tratando de salvar una película. Procuremos discutirlo por lo menos…
Marrion estaba observando la escena en silencio con una leve sonrisa en los labios. Sólo hablaría para decir que sí o que no.
—Creo que es una pregunta muy razonable —dijo Bobby Bantz—. ¿Qué puede ofrecerle a Athena este hombre para que vuelva que no podamos ofrecerle nosotros?
Cross permaneció sentado sin decir nada. Molly le había dicho que le dejara contestar a ella siempre que fuera posible.
—Está claro que el señor De Lena tiene algo especial que ofrecer —contestó Molly—. ¿Por qué tendría que decírtelo a ti? Si le ofreces diez millones para que te facilite esa información, lo estudiaré con él. Diez millones sería muy barato.
Hasta Bobby Bantz soltó una carcajada al oír sus palabras.
—Mis amigos creen que Cross no arriesgaría todo este dinero si no tuviera algo seguro en sus manos —explicó Skippy Deere—. Y eso los induce a sospechar un poco.
—Skippy —dijo Molly—, te he visto desembolsar un millón por una novela de la que jamás se hizo una película. ¿Qué diferencia hay entre eso y lo de ahora?
—La de que Skippy quiere que en este caso sean los estudios los que desembolsen el millón —dijo Bobby Bantz.
Todos estallaron en una carcajada. Cross no sabía qué pensar. Estaba empezando a perder la paciencia pero sabía que no tenía que parecer excesivamente interesado en llegar a un acuerdo, así que no estaría de más que diera muestras de una cierta irritación.
—Tengo un mal presentimiento —dijo en voz baja—. Si es demasiado complicado olvidemos el asunto y sanseacabó.
—Aquí estamos hablando de mucho dinero —dijo Bantz en tono enojado—. Esta película podría obtener unos ingresos brutos de quinientos millones de dólares en todo el mundo.
—Siempre y cuando consigáis convencer a Athena de que regrese al trabajo —replicó rápidamente Molly—. Os digo que he hablado con ella esta mañana. Ya se ha cortado el cabello para demostrar que habla en serio.
—Le podemos poner una peluca. Malditas, actrices —dijo Bantz, mirando enfurecido a Cross como si quisiera adivinar sus intenciones. Se le acababa de ocurrir una cosa—. Si Athena no regresa al trabajo y usted pierde los cincuenta millones y no se puede terminar la película, ¿quién se queda con el metraje ya rodado?
—Yo —contestó Cross.
—Claro —dijo Bantz—, y entonces usted lo distribuye tal como está. Quizá como porno blando.
—Es una posibilidad —dijo Cross.
Molly sacudió la cabeza en dirección a Cross, advirtiéndolo que no dijera nada.
—Si estáis de acuerdo con el trato —le dijo a Bantz—, se podrán negociar los detalles de los derechos extranjeros, vídeo, televisión y participación en los beneficios. Sólo hay una condición. Este acuerdo tiene que ser secreto. El señor De Lena sólo quiere figurar en los créditos como coproductor.
—A mí me parece bien —dijo Skippy Deere—. Pero mi acuerdo económico con los estudios sigue en pie.
Marrion habló por primera vez.
—Eso es algo aparte —dijo, queriendo decir que no—. Cross, ¿le concede usted carta blanca a su abogada en las negociaciones?
—Sí —contestó Cross.
—Quiero que esto quede bien claro —dijo Marrion—. Debe usted saber que tenemos previsto descartar la película y asumir las pérdidas. Estamos convencidos de que Athena no volverá. No queremos inducirle a creer que ella volverá. Si aceptamos el trato y nos paga usted los cincuenta millones, nosotros no respondemos de nada. Tendría usted que demandar a Athena, y ella no tiene tanto dinero.
—Jamás la demandaría —dijo Cross—. Perdonaría y olvidaría.
—¿No tiene usted que responder ante las personas que han aportado el dinero?
Cross se encogió de hombros.
—Eso es una irresponsabilidad. Su actitud personal no puede poner en peligro el dinero que otras personas le han confiado, por el simple hecho de que sean personas ricas.
—Nunca me ha parecido una buena idea ganarme la enemistad de los ricos —dijo Cross con cara muy seria.
—Aquí tiene que haber gato encerrado —dijo Bantz sin poder disimular su exasperación.
—Me he pasado toda la vida convenciendo a la gente —dijo Cross, procurando ocultar su rostro bajo una máscara de benévola confianza—. En mi hotel de Las Vegas tengo que convencer a hombres muy listos de que se jueguen el dinero, aunque las circunstancias les sean adversas. Y lo consigo haciéndolos felices, lo cual quiere decir dándoles lo que realmente desean. Eso es lo que haré con la señorita Aquitane.
A Bantz no le gustaba la idea. Estaba seguro de que aquello era una estafa.
—Como nos enteremos de que Athena ya ha accedido a trabajar con usted, presentaremos una querella y no cumpliremos los términos de este acuerdo —dijo con firmeza.
—A largo plazo tengo intención de entrar en el negocio cinematográfico —dijo Cross—. Quiero colaborar con los Estudios LoddStone. Habrá dinero suficiente para todos.
Elí Marrion se había pasado toda la reunión tratando de calibrar a Cross. Era un hombre muy discreto, nada fanfarrón ni cuentista. La Pacific Ocean Security no había podido establecer algún nexo con Athena y no era probable que se tratara de una conspiración. Tenían que tomar una decisión, lo cual en realidad no era tan difícil como parecían dar a entender las personas reunidas en aquella sala. Marrion se sentía tan cansado que hasta le molestaba el peso de la ropa sobre los huesos. Quería terminar de una vez.
—Puede que Athena esté algo chiflada o loca de remate. En tal caso podríamos salvarnos con el seguro —dijo Skippy Deere.
—Está más cuerda que cualquiera de los presentes en esta sala —replicó Molly Flanders—. Antes de que vosotros pudierais acabar con ella, yo conseguiría que os incapacitaran a todos por locos.
Bobby Bantz miró a Cross directamente a los ojos.
—¿Está usted dispuesto a firmar unos documentos declarando que, en el momento presente, no ha concertado ningún acuerdo con Athena Aquitane?
—Sí —contestó Cross sin disimular la antipatía que le inspiraba Bantz.
Mientras contemplaba la escena, Marrion sintió una profunda satisfacción. Por lo menos aquella parte de la reunión se estaba desarrollando según lo previsto. Bantz había conseguido afianzarse en su papel de malo. Era curioso que suscitara tanta antipatía espontánea en la gente, por más que él no tuviera la culpa. Era el papel que le había tocado jugar, pero no se podía por menos que reconocer que encajaba a la perfección con su personalidad.
—Queremos el veinte por ciento de los beneficios de la película —dijo Bantz—. La distribuiremos en el país y en el extranjero y seremos socios si hubiera una segunda parte.
—Bobby —dijo Skippy Deere en tono exasperado—, no podrá haber una segunda parte porque todos los protagonistas han muerto cuando termina la película.
—Pues bueno, los derechos de una parte anterior —dijo Bantz.
—Parte anterior, segunda parte, todo eso son idioteces —dijo Molly—. Lo tendréis todo, pero no percibiréis un porcentaje superior al diez por ciento. Ganaréis una fortuna con la distribución y no correréis ningún riesgo. Lo tomáis o lo dejáis.
Elí Marrion ya no aguantaba más. Se levantó, echó los hombros hacia atrás y dijo con voz serena y mesurada:
—El doce por ciento. Trato hecho. —Hizo una pausa, mirando a Cross—. No es tanto por el dinero. Es que la película me parece estupenda y no quiero descartarla. Además tengo curiosidad por ver lo que ocurrirá. ¿Sí o no? —preguntó, dirigiéndose a Molly.
—Sí —contestó Molly Flanders, sin mirar tan siquiera a Cross para pedir su aquiescencia.
Al final Elí Marrion y Bobby Bantz se quedaron solos en la sala de reuniones. Permanecieron en silencio. A lo largo de los años habían aprendido que ciertas cosas no se podían expresar en voz alta.
—Aquí hay una cuestión moral —dijo Marrion finalmente—. Nos hemos comprometido a mantener el acuerdo en secreto.
—Elí —dijo Bantz—, si crees que no debemos hacerlo, podría efectuar una llamada.
Marrion lanzó un suspiro.
—Entonces perderíamos la película. Este Cross es nuestra única esperanza. Además, si se enterara de que la filtración procedía de ti, podría haber algún peligro.
—Sea lo que sea ese hombre, no se atreverá a tocar la LoddStone —dijo Bantz—. Lo que más me preocupa es la posibilidad de que se introduzca en el negocio.
Elí Marrion se moría de cansancio. Era demasiado viejo como para preocuparse por futuros desastres a largo plazo. El gran desastre universal estaba más cerca.
—No hagas la llamada —le dijo—. Tenemos que cumplir el acuerdo. Y, además, no sé si estaré entrando en la segunda infancia pero me encantaría ver lo que este mago se saca del sombrero.
Al finalizar la reunión, Skippy Deere regresó a su casa y efectuó una llamada a Jim Losey para pedirle que se reuniera con él. Cuando Losey acudió a verle, Skippy le hizo jurar que guardaría el secreto y le contó lo ocurrido.
—Creo que tendrías que vigilar a Cross —le dijo—. Puede que descubras algo interesante.
Por su parte Cross de Lena regresó a Las Vegas, y en su suite de la última planta del hotel reflexionó sobre el nuevo rumbo que había tomado su vida. ¿Por qué había corrido aquel riesgo? Lo más importante eran las ganancias, no sólo económicas sino personales. Pero lo que él estaba examinando era la razón subyacente, la visión de Athena Aquitane enmarcada por las verdes aguas del océano, su cuerpo en constante movimiento, la idea de que algún día quizás ella lo conocería y amaría, no para siempre sino sólo por un instante. ¿Qué le había dicho Gronevelt? Las mujeres nunca son más peligrosas que cuando necesitan ser salvadas por los hombres. Guárdate, guárdate mucho de las bellezas en apuros, le había aconsejado Gronevelt.
Pero él apartó aquella idea de su mente. Mientras contemplaba el Strip de Las Vegas, aquella cinta de luces de colores y las multitudes que se movían en medio de las luces como si fueran hormigas que transportaran montones de dinero para ocultarlos en algún enorme escondrijo, analizó por primera vez el problema de una forma fríamente aséptica.
Si Athena Aquitane era tan angelical como parecía, ¿por qué estaba pidiendo de hecho, ya que no de palabra, que el precio de su regreso a la película fuera que alguien matara a su marido? Eso tenía necesariamente que estar más claro que el agua para todo el mundo. La protección que le habían ofrecido los estudios mientras durara el rodaje de la película no tenía demasiado valor porque ella caminaría hacia su muerte. En cuanto finalizara la película y Athena se quedara sola, Skannet iría a por ella.
Elí Marrion, Bobby Bantz y Skippy Deere conocían el problema y sabían cuál era la respuesta, aunque nadie se atrevía a expresarla en voz alta. Para unas personas como ellos, el riesgo era demasiado elevado. Habían subido tan alto y vivían tan bien que tenían demasiadas cosas que perder. Para ellos las ganancias no eran equiparables al riesgo. Podrían asumir la pérdida de la película porque sólo sería una pequeña derrota, pero no podían permitirse el lujo de caer desde el nivel más alto de la sociedad al más bajo. Aquel riesgo sería mortal.
No se podía por menos que reconocer además que habían tomado una decisión inteligente. Ellos no eran expertos en tales menesteres y podían cometer errores. Mejor considerar los cincuenta millones de dólares como una pérdida de puntos de sus acciones en Wall Street.
En cuanto a Cross, se planteaban dos problemas esenciales. El primero de ellos era la eliminación de Boz Skannet de tal forma que no afectara negativamente ni a la película ni a Athena. El segundo, más importante aún, era la obtención del visto bueno de su padre Pippi de Lena y de la familia Clericuzio, pues Cross sabía que ellos no tardarían demasiado en descubrir sus manejos.
Cross de Lena intercedió por la vida de Big Tim por muchas y variadas razones. En primer lugar porque cada año dejaba en la caja del Xanadu entre quinientos mil y un millón de dólares, y en segundo lugar porque en su fuero interno lo apreciaba por su amor a la vida y sus extravagantes payasadas.
Tim Snedden, llamado el Buscavidas, era el propietario de una cadena de pequeñas galerías comerciales que se extendían por todo el norte del estado de California. Era también uno de los grandes jugadores de Las Vegas, y por regla general se hospedaba en el Xanadu. Le encantaban las apuestas deportivas y tenía una suerte extraordinaria. El Buscavidas hacía elevadas apuestas. A veces se jugaba cincuenta mil dólares en el fútbol y diez mil en el béisbol. Se creía muy listo porque perdía las pequeñas apuestas pero ganaba invariablemente las grandes. Cross se dio cuenta enseguida.
El Buscavidas era muy alto y corpulento. Medía casi metro noventa y cinco y pesaba más de ciento cincuenta kilos. Su apetito corría parejo con su físico y comía todo lo que se le ponía por delante. Se jactaba de haberse sometido a un bypass parcial del estómago, gracias al cual la comida pasaba directamente a través de su aparato digestivo y él nunca engordaba. Le hacía mucha gracia y lo consideraba una especie de estafa a la naturaleza. Porque el Buscavidas era un artista innato de la estafa, y de ahí le venía el apodo.
En el Xanadu daba de comer a sus amigos con su invitación de cortesía y causaba unos enormes estragos en el servicio de habitaciones. Procuraba incluir en su cuenta de gastos gratuita los servicios de las prostitutas y las compras que hacía en las tiendas de regalos, y cuando perdía y llenaba la caja de mareadores, aplazaba los pagos hasta su siguiente visita al Xanadu en lugar de hacerlos efectivo dentro del plazo de un mes, como hubiera hecho un caballero del juego.
A pesar de su suerte en las apuestas deportivas, el Buscavidas era mucho menos afortunado en los juegos de casino. Era muy hábil, conocía las probabilidades y sabía hacer apuestas, pero se dejaba arrastrar por su exuberancia natural y perdía todo lo que ganaba en el deporte y mucho más. No fue por tanto por el dinero sino por motivos estratégicos a largo plazo por lo que los Clericuzio empezaron a interesarse por él. Puesto que el objetivo último de la familia era la legalización de las apuestas deportivas en todo el territorio de Estados Unidos cualquier escándalo de juego relacionado con los deportes podía ser perjudicial para su objetivo. Por eso se ordenó una investigación sobre la vida de Big Tim Snedden, el Buscavidas. El resultado fue tan alarmante que Pippi y Cross fueron convocados al Este para asistir a una reunión en la mansión de Quogue. Fue la primera operación de Pippi a su regreso de Sicilia.
Pippi y Cross viajaron juntos al Este. Cross temía que los Clericuzio ya se hubieran enterado de su acuerdo cinematográfico sobre la película Mesalina y que su padre se enojara por no haber sido consultado, pues aunque a sus cincuenta y siete años Pippi ya estaba retirado, seguía siendo consigliere de su hijo el bruglione.
Así pues, durante el vuelo Cross le reveló a su padre los pormenores de su acuerdo cinematográfico y le aseguró que seguía apreciando sus consejos, pero que no había querido comprometerlo con los Clericuzio. Le expresó también su inquietud por el hecho de que lo hubieran llamado al Este, temiendo que el Don se hubiera enterado de sus planes en Hollywood.
Pippi lo escuchó sin decir ni una sola palabra, y después lanzó un suspiro de desagrado.
—Eres todavía demasiado joven —le dijo—. No puede ser por lo de la película. El Don nunca deja sentir el peso de su mano con tanta rapidez. Siempre espera a ver lo que ocurre. Al parecer Giorgio lo dirige todo, eso es lo que piensan por lo menos Petie, Vincent y Dante. Pero se equivocan. El viejo es mucho más listo que todos nosotros, y no te preocupes por él. Siempre es muy justo en estas cosas. Preocúpate más bien por Giorgio y Dante. —Pippi hizo una breve pausa, como si no deseara hablar de los asuntos de la familia ni siquiera con su hijo—. ¿Te has dado cuenta de que los hijos de Giorgio, Vincent y Petie no saben nada sobre los negocios de la familia? El Don y Giorgio han decidido que los chicos se dediquen a actividades estrictamente legales. El Don también lo tenía previsto para Dante, pero Dante es demasiado listo, lo descubrió todo y quiso entrar. El Don no se lo pudo impedir. Piensa que todos nosotros, Giorgio, Vincent, Petie, tú, yo y Dante somos la retaguardia que está luchando para que el clan de los Clericuzio pueda alcanzar algún día la seguridad. Ése es el proyecto del Don. Es su fuerza lo que lo hace tan grande. Es posible por tanto que incluso se alegre de tu huida, pues eso es lo que él esperaba que hiciera Dante. Porque de eso se trata, ¿verdad?
—Creo que sí —contestó Cross.
No se atrevía a confesarle su terrible debilidad ni siquiera a su padre, que lo hacía por el amor de una mujer.
—Apuesta siempre a largo plazo como Gronevelt —le dijo Pippi—. Cuando llegue el momento, díselo directamente al Don y procura que la familia saque algo del acuerdo. Pero vigila a Giorgio y a Dante. A Vincent y a Petie les importará una mierda.
—¿Por qué a Giorgio y a Dante? —preguntó Cross.
—Porque Giorgio es un tipo muy ambicioso —contestó Pippi—, y porque Dante siempre te ha tenido envidia y tú eres mi hijo. Además está chiflado.
Cross se sorprendió. Era la primera vez que oía a su padre criticar a algún miembro de la familia Clericuzio.
—¿Y por qué a Vincent y a Petie les dará igual?
—Porque Vincent ya tiene sus restaurantes, y Petie su negocio de la construcción y el Enclave del Bronx. Vincent quiere disfrutar de su vejez, y a Petie le gusta la marcha. Además los dos te aprecian y me respetan. Hicimos trabajos juntos cuando éramos jóvenes.
—Papá, ¿no estás enfadado porque no te pedí el visto bueno? —preguntó Cross.
Pippi lo miró con expresión burlona.
—No me vengas ahora con tonterías —le dijo—. Tú sabías muy bien que tanto el Don como yo no lo aprobaríamos. Bueno, ¿cuándo vas a liquidar a ese Skannet?
—Todavía no lo sé —contestó Cross—. Es muy complicado. Tiene que ser una confirmación para que Athena sepa que ya no tiene que preocuparse por él. Sólo así podrá volver a la película.
—Deja que yo te lo planifique —dijo Pippi—. ¿Y si esa Athena no vuelve al trabajo? Entonces perderías los cincuenta millones.
—Volverá —le contestó Cross—. Ella y Claudia son íntimas amigas, y Claudia dice que volverá.
—Mi querida hija —dijo Pippi—. ¿Sigue empeñada en no verme?
—No creo —contestó Cross—, pero podrías dejarte caer por el hotel cuando ella esté allí.
—No —dijo Pippi—. Si esa Athena no vuelve a la película cuando tú hayas hecho el trabajo, tendré que organizarle una comunión, por muy estrella del cine que sea.
—No, no —dijo Cross—. Tendrías que ver a Claudia, ahora está mucho más guapa.
—Me parece muy bien —dijo Pippi—. De niña era más fea que un demonio. Como yo.
—¿Por qué no haces las paces con ella?
—No me permitió asistir al entierro de mi ex mujer, y no me aprecia. ¿Para qué? Es más, cuando yo me muera quiero que le prohíbas asistir al entierro. Era una chiquilla inaguantable.
—Tendrías que verla ahora —dijo Cross.
—Recuérdalo —dijo Pippi—. No le digas nada al Don. Esa reunión es para otra cosa.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque primero hubiera querido hablar conmigo para ver como me iba de la lengua —contestó Pippi.
Como era de esperar, Pippi no se equivocaba.
En la mansión, Giorgio, Don Domenico, Vincent, Petie y Dante los estaban esperando en el jardín junto a las higueras. Antes de hablar de negocios almorzaron todos juntos, como de costumbre.
Giorgio expuso los hechos. Una investigación había revelado que el Buscavidas Snedder estaba amañando ciertos partidos universitarios en el Medio Oeste, y que probablemente defraudaba en los ingresos de las apuestas sobre los partidos de fútbol y baloncesto profesionales. Lo hacía sobornando a los directivos y a ciertos jugadores, lo cual era muy complicado y peligroso. Si se descubrían sus manejos se armaría un escándalo tan tremendo que asestaría un golpe casi mortal a los esfuerzos que estaba haciendo la familia Clericuzio en favor de la legalización de las apuestas deportivas en Estados Unidos, y al final se descubriría todo.
—La policía dedica más esfuerzos a un fraude deportivo que a un asesino en serie —dijo Giorgio—. El porqué no lo sé. ¿Qué más da quién gane o pierda? Es un delito que no hace daño a nadie más que a los corredores de apuestas, a quienes de todos modos la policía aborrece. Si el Buscavidas amañara todos los partidos del Notre Dame para que el equipo ganara siempre; todo el país estaría encantado.
—¿Pero por qué perdemos el tiempo con eso? —preguntó Pippi con impaciencia—. Manda que alguien le dé un toque de advertencia.
—Ya lo hemos intentado —dijo Vincent—, pero el tipo es muy especial. No sabe lo que es el miedo. Se le ha avisado y lo sigue haciendo.
Lo llaman Big Tim, y el Buscavidas, y a él le encantan todas esas mierdas. Nunca paga las facturas, incluso se niega a liquidar las contribuciones de sus negocios, lucha contra las autoridades de California y no quiere pagar los impuestos sobre las ventas de las tiendas de sus galerías comerciales. Incluso les escatima el pago de las pensiones a su ex mujer y a sus hijos. Es un ladrón innato y no hay manera de hacerle entrar en razón.
—Cross, tú lo conoces personalmente porque juega en Las Vegas —dijo Giorgio—. ¿Qué te parece?
Cross reflexionó un instante.
—Tarda mucho en pagar las deudas de los marcadores, pero al final siempre paga. Es un jugador muy listo, no un degenerado. Es un tipo más bien antipático, pero como es muy rico tiene montones de amigos y se los lleva a Las Vegas. Aunque amañe algunos partidos y nos estafe un poco de dinero, nos es muy útil. Dejadlo correr.
Mientras lo decía, Cross vio la sonrisa de Dante y comprendió que éste sabía algo que él ignoraba.
—No lo podemos dejar correr —dijo Giorgio—, porque ese Buscavidas es un maldito chiflado. Está urdiendo un descabellado plan para amañar el partido de la Super Bowl.
Don Domenico habló por primera vez y se dirigió a Cross:
—Sobrino, ¿te parece posible?
La pregunta era un cumplido, un reconocimiento por parte del Don de que Cross era un experto en la materia.
—No —contestó Cross—. No se puede sobornar a los directivos de la Super Bowl porque nadie sabe quiénes serán, y no se puede sobornar a los jugadores porque los más importantes ganan mucho dinero. Además nunca se puede amañar un partido de cualquier deporte con una seguridad del ciento por ciento. Cuando uno se dedica a amañar partidos tiene que ser capaz de amañar cincuenta o cien partidos. De esta manera no pasa nada si pierde tres o cuatro. Así que si no puedes amañar muchos, no merece la pena correr el riesgo.
—Muy bien —dijo el Don—. Pues entonces, ¿por qué el hombre que es tan rico quiere hacer algo tan arriesgado?
—Quiere ser famoso —contestó Cross—. Para intentar amañar la Super Bowl tendría que hacer algo tan temerario que lo descubrirían con toda seguridad. Es algo tan disparatado que ni siquiera se me ocurre qué podría ser. El Buscavidas pensará en algo muy inteligente, y es un hombre que siempre está convencido de que podrá salir de los follones en que se mete.
—Jamás he conocido a un hombre así —dijo el Don.
—Sólo se crían en América —dijo Giorgio.
—Pero eso significa que es muy peligroso para lo que nosotros queremos hacer —dijo el Don—. Por lo que me decís, es un hombre que no atiende a razones. Por tanto, no hay alternativa.
—Un momento —dijo Cross—. Ese hombre equivale a por lo menos medio millón de dólares de beneficios anuales para el casino.
—Es una cuestión de principios —dijo Vincent—. Los corredores de apuestas nos pagan dinero para que los protejamos.
—Dejadme hablar con él —dijo Cross—. A lo mejor a mí me hará caso. Todo eso no es más que una bobada. No puede amañar el partido de la Super Bowl. No merece la pena que emprendamos ninguna acción.
La mirada de su padre le hizo comprender que su comentario no era prudente.
—Ese hombre es muy peligroso —dijo el Don con enérgica determinación—. No hables con él, sobrino. Él no sabe quién eres tú en realidad. ¿Por qué darle esta ventaja? Ese hombre es peligroso porque es más estúpido que un animal y quiere chupar de todo. Cuando lo atrapen querrá causar los mayores estragos posibles y comprometerá a todo el mundo tanto si es verdad como si no.
El Don hizo una breve pausa y miró a Dante.
—Nieto —le dijo—, creo que tú tendrías que hacer el trabajo, pero deja que lo organice Pippi, él conoce el territorio.
Dante asintió con la cabeza.
Pippi sabía que estaba pisando terreno peligroso. Si le ocurría algo a Dante, él sería considerado responsable. Y otra cosa estaba clara: el Don y Giorgio estaban firmemente decididos a que Dante se convirtiera algún día en el jefe de la familia Clericuzio; aunque de momento no se fiaban de su criterio.
Dante se instaló en una suite del Xanadu. Faltaba una semana para la llegada del Buscavidas Snedden a Las Vegas, y durante esos días Pippi y Cross se dedicaron a adoctrinar a Dante.
—El Buscavidas es un gran jugador —explicó Cross—, pero no lo bastante importante como para ocupar una villa. No pertenece a la categoría de los árabes y los orientales. Su cuenta de Cliente de la Casa es enorme, lo quiere todo gratis. Incluye a sus amigos en la cuenta del restaurante, pide los mejores vinos e incluso intenta colocar en la cuenta los gastos en las tiendas de regalo, y eso es algo que ni siquiera les permitimos a los de las villas. Es un artista de las reclamaciones, y los directores del juego lo tienen que vigilar constantemente. Dice que ha hecho una puesta poco antes de que el número caiga en la mesa de craps, intenta hacer una puesta en el bacará cuando ya ha aparecido la primera carta, y en el blackjack dice que quería conseguir un dieciocho cuando la siguiente carta es tres. Además tarda mucho en saldar las deudas de los marcadores, pero nos reporta medio millón de dólares al año, incluso descontando lo que defrauda en las apuestas deportivas. El tipo es muy listo. Saca fichas para sus amigos y las coloca en su marcador para que pensemos que juega más de lo que realmente juega, pero todo eso son mierdas sin importancia, como las que solían hacer los tipos de los centros de la confección en los viejos tiempos. Sin embargo, cuando no tiene suerte se vuelve loco. El año pasado perdió dos millones de dólares y nosotros le ofrecimos una fiesta y le regalamos un Cadillac. Se quejó porque no era un Mercedes.
Dante se escandalizó.
—¿Saca fichas y dinero de la caja y no lo juega?
—Pues claro —contestó Cross—. Eso lo hace mucha gente. No nos importa. Nos gusta hacernos pasar por tontos. Eso les da más confianza en las mesas. Allí también nos quieren estafar.
—¿Por qué lo llaman el Buscavidas? —peguntó Dante.
—Porque se lleva cosas sin pagar —contestó Cross—. Cuando se lleva chicas a la cama, las muerde como si quisiera arrancarles un trozo de carne, y ellas se lo toleran. Es un consumado artista de la estafa. Nunca pudo convencer a Gronevelt de que le cediera una villa y por tanto yo tampoco se la cedo.
Dante lo miró con dureza.
—¿Y a mí por qué no me has instalado en una villa?
—Porque eso podría costarle al hotel entre cien mil y un millón de dólares por noche —contestó Cross.
—Pero Giorgio siempre ocupa una villa —dijo Dante.
—Muy bien —dijo Cross—, le pediré permiso a Giorgio. —Ambos sabían que Giorgio se mostraría indignado ante la petición.
—Ni se te ocurra —dijo Dante.
—Cuando te cases dispondrás de una villa para tu luna de miel.
—Mi plan operativo depende del carácter de Big Tim —dijo Pippi—. Cross, tú tienes que colaborar para que podamos atrapar al tipo. Tienes que dejar que Dante saque crédito ilimitado de caja y hacer desaparecer después sus marcadores. Al mismo tiempo se tomarán las disposiciones necesarias en Los Ángeles. Tienes que asegurarte de que el tipo venga y no anule la reserva. Ofrecerás una fiesta en su honor y le regalarás un Rolls-Royce. Cuando esté aquí nos lo tendrás que presentar a Dante y a mí. Después, tu colaboración habrá terminado.
Pippi tardó más de una hora en exponer el plan con todo detalle.
—Giorgio siempre ha dicho que tú eras el mejor —dijo Dante admirado—. Me ofendí cuando el Don te puso por encima de mí en este asunto, pero ahora veo que tenía razón.
Pippi escuchó el cumplido con la cara muy seria. Recuerda que eso es una comunión, no una confirmación. Tiene que parecer que se fugó. Con sus antecedentes y con las querellas que tiene pendientes resultará verosímil. Dante, no te pongas uno de tus malditos sombreros en la operación. La gente tiene memoria muy rara, y no olvides que el Don dijo que le gusta que el tipo nos facilita información sobre el tamaño de los partidos, aunque eso no es estrictamente necesario. Él es el jefe. Cuando ya no esté, todo el tinglado desaparecerá, así que no cometas ninguna locura.
—Me siento desgraciado sin el sombrero —dijo fríamente Dante.
Pippi se encogió de hombros.
—Otra cosa. No intentes estafar con tu crédito ilimitado. Eso viene directamente del Don, y él no quiere que el hotel pierda una fortuna con esta operación. Bastante les ha dolido el gasto del Rolls.
—No te preocupes —dijo Dante—. Mi mayor placer es el trabajo. —Hizo una breve pausa antes de añadir con una taimada sonrisa—: Espero que hagas un buen informe sobre la operación.
Cross sé quedó sorprendido. Estaba claro que existía entre ellos cierta hostilidad. Le sorprendió también que Dante quisiera intimidar a su padre. Aquello podía ser desastroso, por muy nieto del Don que fuera Dante.
Sin embargo, Pippi pareció no darse cuenta.
—Eres un Clericuzio —dijo—. ¿Quién soy yo para presentar un informe sobre ti? —Después le dio a Dante una palmada en el hombro—. Tenemos que hacer un trabajo juntos, procuremos pasarlo bien.
Cuando llegó el Buscavidas Snedden, Dante lo estudió con detenimiento. Era alto y corpulento, pero la grasa de su cuerpo era dura, de esa que se pega a los huesos y no se mueve. Llevaba una camisa de algodón azul con un gran bolsillo a cada lado de la pechera y un botón blanco en el centro. En un bolsillo se guardaba las fichas negras de cien dólares, y en el otro las blancas y doradas de quinientos. Las rojas de cinco y las verdes de veinticinco se las guardaba en los bolsillos de los anchos pantalones de algodón blancos. Calzaba unas flexibles sandalias marrones.
El Buscavidas jugaba sobre todo al craps, el juego que ofrecía el mejor porcentaje. Cross y Dante sabían que ya había apostado diez mil dólares en dos partidos universitarios de baloncesto y cinco mil con los corredores ilegales de apuestas en una carrera de caballos de Santa Anita. El Buscavidas no pagaría los impuestos, y no parecía demasiado preocupado por sus apuestas. Se lo estaba pasando en grande con el juego del craps.
Parecía el alcalde de la mesa de craps, aconsejaba a los demás jugadores que se dejaran llevar por sus dados y les gritaba alegremente que no fueran cobardes. Apostaba las fichas negras, colocaba montoncitos sobre los números, jugando siempre a la derecha. Cuando los dados llegaban hasta él, los lanzaba con fuerza con la pared del otro lado de la mesa para que rebotaran. Entonces trataba de agarrarlos, pero el jefe de juego siempre estaba alerta para recogerlos con la raqueta y retenerlos de tal forma que los demás jugadores también pudieran hacer sus apuestas.
Dante ocupó su puesto junto a la mesa de craps y apostó a Big Tim para ganar. Después hizo toda una serie de apuestas dudosas que no tenían más remedio que hacerle perder, a no ser que tuviera una suerte extraordinaria. Pidió un marcador de veinticinco mil dólares y, tras firmar la petición de fichas negras, las distribuyó por toda la mesa. Después pidió otro marcador. Para entonces ya había conseguido llamar la atención de Big Tim.
—Oye tú, el del sombrero. A ver si aprendes a jugar —le dijo Big Tim. Dante lo saludó alegremente con la mano y siguió adelante con sus descabelladas apuestas. Cuando Big Tim anunció un si, Dante cogió los dados y pidió un marcador de cincuenta mil dólares. Después distribuyó las fichas negras por toda la mesa, confiado en que la suerte no estuviera de su parte. No lo estuvo. Big Tim lo estaba observando con creciente interés.
Big Tim el Buscavidas comió en la cafetería, donde se servían sencillos platos de cocina norteamericana. Big Tim raras veces lo hacía en el lujoso restaurante francés del Xanadu, el restaurante Norte de Italia o el genuino restaurante inglés Royal Pub. Sus amigos lo acompañaron en la cena. Big Tim el Buscavidas pidió cartones de keno para él y sus amigos. De este modo podrían ver el tablero de los números mientras cenaban. Dante y Cross ocuparon un reservado de una esquina. Con su corto cabello rubio, el Buscavidas parecía un alef burgués flamenco de un lienzo de Brueghel. Pidió platos equivalentes a tres cenas pero se los comió todos él, e incluso hizo algunas incursiones en los de sus amigos.
—Es una auténtica lástima —dijo Dante—. Jamás he conocido a nadie que disfrutara tanto de la vida.
—Es una manera de crearse enemigos —dijo Cross—, sobre todo cuando la disfrutas a expensas de los demás.
Observaron cómo Big Tim firmaba la cuenta que no tendría que pagar, y le ordenaba a uno de sus amigos que diera una propina en efectivo. Cuando el grupo se retiró, Cross y Dante se relajaron mientras tomaban café. A Cross le encantaba aquella enorme sala a través de cuyas paredes de cristal se podía contemplar la noche iluminada por unas lámparas de color de rosa, y en la que el verdor de la hierba los árboles del exterior suavizaba la luz de las arañas del techo.
—Recuerdo una noche de hace tres años —le dijo Cross a Dante—, el Buscavidas había tenido una extraordinaria racha de suerte en la mesa de craps. Creo que ya llevaba ganados cien mil dólares. Eran aproximadamente las tres de la madrugada. Cuando el director de las mesas llevó sus fichas a la caja, el Buscavidas se subió a la mesa de craps y soltó una meada.
—¿Y tú qué hiciste? —preguntó Dante.
—Mandé que los guardias de seguridad lo acompañaran a su habitación y le cargué cinco mil dólares por orinar sobre la mesa. Pero jamás los pagó.
—Yo le hubiera arrancado los cojones —dijo Dante.
—¿Si un hombre te permitiera ganar medio millón de dólares anuales, no dejarías que se meara en una mesa? —preguntó Cross—. Pero la verdad es que nunca se lo perdoné. Sin embargo, si lo hubiera hecho en el casino de las villas, quién sabe…
Al día siguiente Cross almorzó con Big Tim para hablarle de la fiesta que se celebraría en su honor y del regalo del Rolls-Royce. Pippi se acercó a ellos, y Cross lo presentó.
Big Tim siempre pedía más.
—Os agradezco el Rolls, pero ¿cuándo me cederéis una de vuestras villas?
—La verdad es que te lo mereces —dijo Cross—. La próxima vez que vengas a Las Vegas tendrás una villa. Te lo prometo, aunque tenga que echar a patadas a alguien.
Big Tim el Buscavidas le dijo a Pippi:
—Tu hijo es mucho más amable que aquel viejo pelmazo de Gronevelt.
—En los últimos años de su vida se comportaba de una manera un poco rara —dijo Pippi—. Creo que yo era uno de sus mejores amigos, y jamás me cedió una villa.
—Bueno, pues que se vaya a la mierda —dijo Big Tim—. Ahora que tu hijo dirige el hotel podrás disfrutar de una villa siempre que quieras.
—Eso jamás —dijo Cross—. Mi padre no es jugador. Todos se echaron a reír.
Pero Big Tim ya había cambiado de tema.
—Hay por aquí un tipejo que lleva un sombrero muy raro y el peor jugador de craps que he visto en mi vida —dijo—. En menos de una hora ha firmado marcadores por valor de casi doscientos mil dólares. ¿Qué puedes decirme de él? Ya sabes que yo siempre busco inversores.
—No puedo decirte nada sobre mis jugadores —le contestó Cross—. ¿Te gustaría que facilitara información a alguien sobre tus asuntos? Lo único que te puedo decir es que podría conseguir una villa siempre que quisiera, pero jamás la ha pedido. Es muy amante de la discreción.
—Preséntamelo por lo menos —dijo Big Tim—. Si cierro un trato con él, tendrás tu comisión.
—No —dijo Cross—, pero mi padre lo conoce.
—No me vendría mal un poco de pasta —dijo Pippi.
—Muy bien —dijo Big Tim—. Ponme en antecedentes. Pippi echó mano de su encanto.
—Creo que vosotros dos podríais formar un equipo estupendo. Este hombre tiene un montón de pasta pero le falta el instinto que tú tienes para los negocios. Sé que eres un hombre justo, Tim; dame lo que consideres que me merezco.
Big Tim esbozó una radiante sonrisa al oír sus palabras. Pippi sería otro primo.
—Estupendo —dijo—. Esta noche estaré en la mesa de craps. Tráemelo.
Una vez hechas las presentaciones junto a la mesa de craps, Big Tim el Buscavidas sorprendió a Dante y a Pippi, quitándole a Dante su gorro renacentista y poniéndole en su lugar la gorra de béisbol de los Dodger que él llevaba. El resultado fue de lo más cómico. Con el gorro renacentista en la cabeza, Big Tim parecía un enanito de Blancanieves.
—Para que cambie nuestra suerte —dijo Big Tim.
Todos se rieron, pero a Pippi no le gustó el brillo perverso que se encendió en los ojos de Dante. Además le molestó que Dante hubiera desoído su consejo y se hubiera puesto el gorro. Lo había presentado a Big Tim como Steve Sharpe, y le había explicado que era el jefe de un gran imperio de la droga de la Costa Atlántica y que necesitaba blanquear muchos millones. Por si fuera poco, Steve era un jugador degenerado que había apostado un millón de dólares en la Super Bowl y los había perdido sin pestañear. Sus marcadores en el casino eran oro puro.
Big Tim rodeó con su macizo brazo los hombros de Dante y le dijo:
—Stevie, tú y yo tenemos que hablar. Vamos a comer un bocado en la cafetería.
Una vez allí, Big Tim eligió un discreto reservado. Dante pidió un café, pero Big Tim pidió un variado surtido de postres helado de fresa, milhojas de crema; tarta de crema de plátano y una bandeja de galletitas variadas.
Después se pasó una hora hablando de sus negocios. Era propietario de una pequeña galería comercial y quería venderla, sería una inversión a largo plazo y él podría conseguir que el pago se hiciera casi todo en dinero negro en efectivo. También tenía una planta de carne en conserva y carretadas de productos frescos que se podían vender a cambio de dinero negro en efectivo, y volver a vender a cambio de una cantidad superior de dinero blanco. Tenía contactos con la industria cinematográfica para la financiación de películas porno que pasaban directamente a video o a las salas K.
—Un negocio fabuloso —le dijo Big Tim—. Tienes ocasión de conocer a las estrellas, de follar con las aspirantes a actrices y de blanquear el dinero.
A Dante le encantó la representación. Big Tim lo exponía todo con tanto entusiasmo y tanta seguridad que la víctima no podía por menos que creer en su futura riqueza. Hizo unas cuantas preguntas que delataron su interés, pero al mismo tiempo procuró aparentar también una cierta indecisión.
—Dame tu tarjeta —dijo—. Te llamaré o le pediré a Pippi que te llame, y después cenaremos juntos y estudiaremos todos los detalles para que podamos llegar a un acuerdo.
Big Tim le dio su tarjeta.
—Hay que hacerlo enseguida —dijo—. Tengo entre manos un negocio infalible en el que tú también podrías participar, pero es necesario actuar muy rápido. —Hizo una breve pausa—. Es algo relacionado con el deporte.
Ahora Dante mostró un interés que hasta entonces no había mostrado.
—Pero bueno, si eso ha sido siempre mi sueño dorado. Me encantan los deportes. ¿Te refieres quizás a la compra de algún equipo de béisbol profesional?
—No tanto —se apresuró a contestar Big Tim—. Pero es un negocio muy bueno.
—¿Cuándo nos vemos? —preguntó Dante.
—Mañana el hotel ofrece una fiesta en mi honor y me regala un Rolls —dijo Big Tim con orgullo—. Por ser uno de los mejores primos que tienen. Regresaré a Los Ángeles pasado mañana. ¿Qué tal por la noche?
Dante hizo como que lo pensaba.
—De acuerdo —dijo al final—. Pippi irá conmigo a Los Ángeles y le pediré que te llame para concretar la cita.
—Estupendo —dijo Big Tim. Le extrañaba un poco el recelo de aquel hombre pero sabía que no convenía estropear un acuerdo con preguntas innecesarias—. Y esta noche te voy a enseñar a jugar al craps, para que tengas alguna oportunidad de ganar.
Dante le miró con timidez.
—Sé cómo hay que apostar, pero me gusta follar un poco por ahí. Así se corre la voz de que tengo dinero y puedo probar suerte con las coristas.
—Entonces eres un caso perdido —dijo Big Tim—. Pero de todos modos, tú y yo vamos a ganar mucho dinero juntos.
Al día siguiente se celebró la fiesta en honor de Big Tim el Buscavidas en el gran salón de baile del hotel Xanadu, que sólo se utilizaba para acontecimientos especiales la fiesta de Nochevieja, los bufés de Navidad, las bodas de los grandes jugadores, la concesión de premios y regalos especiales, las fiestas de la Super Bowl, la Serie Mundial de béisbol e incluso las convenciones políticas. Era un enorme salón de techo muy alto, con globos que flotaban por todas partes y dos enormes mesas de bufé que lo dividían en dos.
Los bufés tenían la forma de enormes glaciares, con incrustaciones de exóticas frutas multicolores. Melones de Crenshaw partidos por la mitad para que se viera su pulpa dorada, grandes y jugosos racimos de uva morada, piñas, kiwis y kumquats, nectarinas y lichis y un gigantesco tronco de sandías. Unos cubos con distintas variedades de helado estaban hundidos como si fueran submarinos. Después había un pasillo de platos calientes un cuarto trasero de buey tan grande como un búfalo, un pavo impresionante y un jamón rodeado de grasa. A continuación bandejas de distintas pastas con salsa verde pesto o salsa roja de tomate y hasta una olla de color rojo con asas de plata tan grande como un cubo de basura, con un estofado de jabalí que en realidad era una mezcla de carne de cerdo y vaca ternera. Había panes de todas clases y distintas variedades de bollos. Otro banco de hielo contenía los postres, los pastelillos de crema, los donuts rellenos de crema batida y un surtido de tartas dispuestas en hileras y adornadas con reproducciones del hotel Xanadu. El café y los licores serían servidos por las camareras más guapas del hotel.
Big Tim el Buscavidas ya estaba causando estragos en las mesas antes de la llegada de los primeros invitados.
En el centro del salón, colocado sobre una rampa aislada rodeada por unos cordones, estaba el lujoso Rolls-Royce blanco marfil de original diseño cuya elegancia contrastaba fuertemente con la ostentación del mundo de Las Vegas. Una pared del salón había sido sustituida por unas pesadas colgaduras doradas para que el vehículo pudiera entrar y salir a través de ellas. En un rincón del salón sería sorteado un Cadillac de color morado entre los asistentes que tuvieran invitaciones numeradas, grandes jugadores y gerentes de los casinos de los principales hoteles. Se trataba de una de las mejores ideas de Gronevelt pues aquellas impresionantes fiestas aumentaban significativamente las ganancias del hotel.
La fiesta fue todo un éxito porque Big Tim era un personaje espectacular. Atendido por sus dos camareras, él solito se cepilló casi todo el bufé. Se zampó tres bandejas y ofreció una exhibición de comer que a punto estuvo de hacer innecesaria la misión de Dante.
Cross pronunció el discurso de ofrecimiento en nombre del hotel, y Big Tim el de aceptación.
—Quiero agradecer al hotel Xanadu este maravilloso regalo —dijo—. Este automóvil valorado en doscientos mil dólares es mío a cambio de nada. Es mi recompensa por mis diez años de fidelidad al hotel, durante los cuales me han tratado como a un príncipe y me han vaciado la cartera. Creo que si me regalaran cincuenta Rolls estaríamos empatados, pero bueno, sólo puedo conducir los coches uno a uno.
Sus palabras fueron interrumpidas por los vítores y los aplausos de los invitados. Cross hizo una mueca. Siempre se avergonzaba de aquellos rituales que dejaban al descubierto la hipócrita buena voluntad del hotel.
Big Tim rodeó con sus brazos los hombros de las dos camareras que lo flanqueaban y les comprimió el pecho con gesto juguetón. Después esperó como un experto cómico a que cesaran los aplausos.
—Lo digo en serio, estoy sinceramente agradecido —añadió—; este es uno de los días más felices de mi vida, como cuando me divorcié. Otra cosa. ¿A mí quién me paga la gasolina para trasladar este cacharro a Los Ángeles? El Xanadu me ha vuelto a dejar si blanca.
Big Tim sabía cuándo tenía que detenerse. Mientras arreciaba los vítores y los aplausos se acercó a la rampa y subió al automóvil. Las colgaduras doradas que sustituían la pared se descorrieron, Big Tim se alejó majestuosamente.
La fiesta terminó cuando uno de los grandes jugadores ganó el Cadillac. Había durado cuatro horas y todo el mundo estaba deseando regresar a las mesas de juego.
Aquella noche el fantasma de Gronevelt se hubiera alegrado de los resultados de la fiesta. Las ganancias casi duplicaron el promedio habitual. Los apareamientos sexuales no se pudieron cuantificar, pero el olor de semen pareció filtrarse a través de las paredes hasta los pasillos. Las guapísimas prostitutas que habían sido invitadas a la fiesta de Big Tim entablaron rápidamente relaciones con otros grandes jugadores de categoría algo inferior a la de Big Tim y éstos les regalaron fichas negras para jugar. Gronevelt solía comentarle a Cross que los jugadores y las jugadoras seguían pautas sexuales distintas, y convenía que los propietarios de los casinos las tuvieran en cuenta. En primer lugar, Gronevelt proclamaba la primacía del coño. El coño era capaz de superarlo todo. Podía incluso reformar a un jugador degenerado. Grandes personajes mundiales habían sido clientes del hotel. Científicos galardonados con el Premio Nobel, multimillonarios, grandes predicadores protestantes, eminentes glorias literarias. Un ganador del Premio Nobel de Física, quizás el mejor cerebro del mundo, se había acostado con todas las coristas del espectáculo durante su estancia de seis días en el hotel. No jugó demasiado pero fue un honor para el hotel. El propio Gronevelt tuvo que hacerles regalos a las chicas pues al ganador del Premio Nobel no se le ocurrió hacerlo. Las chicas comentaron más tarde que había sido el mejor amante del mundo, ansioso, ardiente, experto y sin trampas, con una de las pollas más preciosas que jamás hubieran visto en sus vidas. Y por si fuera poco, divertidísimo. No las había aburrido en ningún momento con conversaciones serias, y era tan chismoso y malintencionado como ellas. Por alguna extraña razón, Gronevelt se alegró de que semejante lumbrera hubiera sido capaz de complacer a las representantes del otro sexo. No como Ernest Vail, que era un gran escritor pero un pobre tipo de mediana edad con una perenne erección y una total incapacidad para mantener una charla intrascendente. Después estaba el senador Wavven, posible futuro presidente de Estados Unidos, para quien el sexo era algo así como un partido de golf. Por no mencionar al rector de la Universidad de Yale, el cardenal de Chicago, el director del Comité Nacional de los Derechos civiles y los adustos representantes del Partido Republicano. Todos ellos convertidos en unos niños por el coño. Las únicas posibles excepciones eran los gays y los drogatas, pero en el fondo ésos no eran típicos jugadores.
Gronevelt había observado que los jugadores pedían los servicios de las prostitutas antes de jugar. En cambio las mujeres preferían el sexo después de jugar. Puesto que el hotel tenía que satisfacer las necesidades sexuales de todo el mundo y no había prostitutas sino tan sólo gigolós, el hotel echaba mano de las camareras, los crupieres y los ayudantes de los directores de juego, y éste era el informe que ellas le habían facilitado. Gronevelt había llegado a una conclusión. Los jugadores necesitaban el sexo para prepararse con más confianza con vistas a la batalla, y las mujeres necesitaban el sexo para aliviar la pena de las pérdidas o como premio por su victoria. Big Tim pidió una prostituta una hora antes del comienzo de su fiesta, y a primera hora de la madrugada, tras haber perdido una elevada suma de dinero, se fue a la cama con sus dos camareras. Ellas no estaban muy de acuerdo porque eran unas chicas serias. Big Tim resolvió el problema a su manera. Les mostró unas fichas negras valoradas en diez mil dólares y les dijo que serían suyas si pasaban la noche con él, con la vaga promesa de entregarles algo más en caso de que la noche fuera realmente satisfactoria. Le encantó ver cómo las chicas estudiaban las fichas antes de acceder a su petición, pero lo más gracioso fue que ellas lo emborracharon tanto y él estaba tan atiborrado de comida y bebida que se quedó dormido sin pasar de la fase de las caricias. Su enorme corpachón las empujó hacia los bordes de la cama, y las pobres tu vieron que agarrarse a él para no caer hasta que al final resbalaron al suelo y allí se quedaron dormidas.
Ya bien entrada aquella noche Cross recibió una llamada de Claudia.
—Athena ha desaparecido —le dijo su hermana—. En los estudios están desesperados. Yo estoy muy preocupada aunque, en realidad, desde que yo la conozco, Athena suele desaparecer por lo menos un fin de semana al mes. Pero esta vez he pensado que tenía que informarte. Será mejor que hagas algo antes de que huya para siempre.
—No te preocupes —dijo Cross sin explicarle a su hermana que sus hombres estaban vigilando a Skannet.
No obstante, la llamada lo indujo a pensar de nuevo en Athena, aquel mágico rostro que parecía reflejar todas sus emociones, sus largas y bien torneadas piernas, la inteligencia de su mirada y la vibración del instrumento invisible de su ser interior.
Cogió el teléfono y marcó el número de una corista llamada Tiffany con la que se veía algunas veces.
Tiffany era la jefa del coro del gran espectáculo de cabaret del hotel Xanadu. Tenía derecho a una paga extraordinaria y a otras gratificaciones por mantener la disciplina y evitar las habituales disputas y peleas entre las chicas. Era una belleza escultural que no había conseguido superar las pruebas cinematográficas por ser excesivamente alta para la pantalla. Su belleza resultaba impresionante en un escenario, pero en una película parecía gigantesca.
Al llegar, Tiffany se sorprendió de la rapidez con la que Cross le hizo el amor. Le quitó la ropa en un santiamén y después le comió el cuerpo a besos, la penetró y enseguida alcanzó el orgasmo; Fue un comportamiento tan distinto de lo habitual que ella le dijo casi con tristeza:
—Esta vez tiene que ser amor de verdad.
—Pues claro —dijo Cross mientras le hacía de nuevo el amor.
—No lo digo por mí, tonto —dijo Tiffany—. ¿Quién es la afortunada?
Cross se sintió molesto de que se le notara tanto, aunque tampoco podía dejar de apreciar la carne que tenía a su lado. No se cansaba de saborear sus suculentos pechos, su sedosa lengua y el aterciopelado montículo de su entrepierna del que se irradiaba un irresistible calor. Cuando horas más tarde sació finalmente su apetito, seguía sin poder quitarse a Athena de la cabeza.
Tiffany cogió el teléfono y pidió servicio de habitaciones para los dos.
—Compadezco a esa pobre chica cuando al final la consigas —dijo.
Cuando la corista se hubo marchado, Cross se sintió libre. El estar tan enamorado era una debilidad, pero la satisfacción del apetito sexual le daba confianza.
A las tres de la madrugada efectuó su última ronda por el casino.
En la cafetería vio a Dante con tres bellas y sonrientes mujeres. Una de ellas era Loretta Lang, la cantante a la que él había ayudado a rescindir el contrato, aunque en aquel momento no la reconoció. Dante le hizo señas de que se acercara, pero él sacudió la cabeza. Subió a su suite del último piso y se tomó dos píldoras para dormir antes de acostarse, pero siguió soñando con Athena.
Las tres mujeres sentadas alrededor de la mesa de Dante eran unas célebres damas de Hollywood, esposas de cotizados personajes cinematográficos y a su vez estrellas de segunda categoría por derecho propio. Habían estado en la fiesta de Big Tim, no por invitación sino porque habían conseguido abrirse camino con su encanto.
La mayor de ellas era Julia Deleree, casada con uno de los más famosos actores cinematográficos del momento. Tenía dos hijos y solía aparecer en las revistas junto a los miembros de su familia, como ejemplo de esposa y madre modelo que no tenía ningún problema y estaba encantada con su matrimonio.
La segunda se llamaba Joan Ward, rondaba los cincuenta y era extremadamente atractiva. Solía interpretar papeles serios de mujer inteligente, abnegada madre de un hijo enfermo o esposa abandonada cuya tragedia desembocaba en un segundo matrimonio feliz. También hacía de ardiente luchadora feminista. Estaba casada con el director de unos estudios que pagaba todas sus tarjetas de crédito sin rechistar, por muy elevados que fueran los gastos. Sólo le exigía que fuera la anfitriona de las múltiples fiestas que solía ofrecer. No tenía hijos.
La tercera estrella era Loretta que, a aquellas alturas ya había conseguido convertirse en protagonista de comedias disparatadas. Estaba casada con un cotizado actor de superficiales películas de acción que lo obligaban a desplazarse durante buena parte del año a otros países para el rodaje de exteriores.
Las tres se habían hecho muy amigas porque a menudo interpretaban las mismas películas, iban de compras a Rodeo Drive y almorzaban en el Polo Lounge del hotel Beverly Hills, donde se dedicaban a comparar notas sobre sus maridos y sus tarjetas de crédito. Con respecto a las tarjetas, no podían quejarse. Eran algo así como tener una pala para excavar en una mina de oro, y sus maridos nunca protestaban por las facturas.
Julia se quejaba de que su marido pasara tan poco tiempo con sus hijos. Joan, cuyo marido era famoso por su capacidad de descubrir nuevos rostros, se quejaba de no tener hijos. Y Loretta se quejaba de las películas que interpretaba su marido, y pensaba que debería diversificarse y representar papeles más serios.
Un día Loretta les dijo a sus amigas con su natural desparpajo:
—Dejémonos de tonterías. Las tres estamos felizmente casadas con hombres muy importantes. Lo que de verdad nos fastidia es que nuestros maridos nos envíen a gastar dinero a Rodeo Drive para sentirse menos culpables por sus devaneos con otras mujeres. Las tres se echaron a reír porque era verdad.
—Yo quiero a mi marido —dijo Julia—, pero lleva un mes rodando una película en Tahití y sé que no está en la playa, masturbándose; pero como a mí no me da la gana de pasarme un mes en Tahití, o folla con la protagonista de la película o lo hace con las estrellas de allí.
—Cosa que también haría aunque tú estuvieras en Tahití —dijo Loretta.
—Pues aunque mi marido tiene menos esperma que una hormiga macho —dijo Joan en tono nostálgico—, su polla parece un palo. ¿Cómo es posible que sólo descubra actrices y no actores? Sus pruebas cinematográficas consisten en averiguar que pedazo de su polla se pueden tragar las aspirantes.
Las tres estaban ya un poco achispadas. Creían que el vino no tenía calorías.
—No podemos reprocharles nada a nuestros maridos —dijo Loretta con convicción—. Las mujeres más guapas del mundo se lo enseñan. No tienen escapatoria. ¿Por qué tenemos nosotras que sufrir por eso? A la mierda con las tarjetas de crédito, vamos a divertirnos un poco.
Y se entregaron a su sagrado ritual de una noche al mes. Cuando sus maridos no estaban, cosa que ocurría muy a menudo, se buscaban aventuras de una noche.
Y como casi todos los norteamericanos las hubieran reconocido, se veían obligadas a disfrazarse, lo cuál no les era muy difícil. Utilizaban pelucas para cambiar el estilo y el color del pelo, se maquillaban y se hacían los labios más carnosos o más delgados, vestían como las mujeres de la clase media y rebajaban un poco su belleza, aunque no importaba demasiado pues, como actrices que eran, podían ser extraordinariamente encantadoras cuando querían. Y disfrutaban interpretando aquel papel. Les gustaba que hombres de todas clases desnudaran sus corazones ante ellas con la esperanza de llevárselas a la cama, cosa que a menudo conseguían. Muchas veces se llevaban agradables sorpresas sinceros ofrecimientos de matrimonio de verdadero amor; hombres que compartían con ellas su dolor porque pensaban que jamás volverían a verlas y que las admiraban por sus innatos encantos y no por su categoría social. Les encantaba variar de personalidad. A veces eran tétris informáticas de vacaciones, otras veces eran enfermeras con el día libre, especialistas en ortodoncia o asistentes sociales. Y se preparaban para sus papeles leyendo todo lo que podían acerca de nuevas profesiones. A veces se hacían pasar por secretarias del bufete de algún abogado del mundo del espectáculo de Los Ángeles y revelaban escándalos sobre sus propios maridos o sobre algunos actores amigos suyos. Se lo pasaban muy bien pero siempre salían de la ciudad pues Los Ángeles era un lugar demasiado peligroso en el que hubieran podido tropezarse con amigos que las hubieran reconocido fácilmente a pesar de sus disfraces. Descubrieron que San Francisco también era peligroso. Algunos gays adivinaban su identidad a primera vista, de manera que Las Vegas se convirtió en su lugar preferido.
Dante las había conocido en el Club Lounge del Xanadu, donde los agotados jugadores se tomaban un descanso mientras escuchaban la música de la orquesta o presenciaban la actuación de un humorista o de una cantante. Al principio de su carrera, Loretta había actuado allí. No se podía bailar. El hotel quería que sus clientes regresaran enseguida a las mesas después del descanso.
Dante se había fijado en ellas por su alegría y su natural encanto, y ellas se habían fijado en él porque lo habían visto jugar elevadas cantidades de dinero con crédito ilimitado. Después de tomar unas copas, Dante las acompañó a la ruleta y les entregó a cada una de ellas un montón de fichas por valor de mil dólares. Les encantó su sombrero y las exageradas muestras de cortesía de que le hacían objeto los crupieres y el director de la sala, y también su taimada manera de seducir, acompañada en algunas ocasiones por un toque de humor perverso. El ingenio de Dante era vulgar y hasta un tanto estremecedor a veces. Su extravagante manera de jugar las entusiasmaba. Ellas eran muy ricas y manejaban ingentes sumas de dinero, pero el de Dante era en efectivo y eso tenía una magia especial. Gastaban decenas de miles de dólares en un solo día en Rodeo Drive, pero recibían a cambio bienes muy valiosos. Al ver que Dante firmaba un marcador de cien mil dólares se quedaron boquiabiertas de asombro, a pesar de que sus maridos les compraban coches que valían mucho más. Pero Dante derrochaba el dinero.
No siempre se acostaban con los hombres que elegían, pero aquella noche, cuando fueron al lavabo, discutieron sobre cuál de ellas se quedaría con Dante. Julia suplicó a sus amigas que se lo cedieran porque tenía el capricho de mearse en su extraño sombrero. Joan y Loretta se lo cedieron.
Joan esperaba ganar cinco o diez mil dólares. No los necesitaba, pero era dinero en efectivo, de verdad… Loretta en cambio no se sentía tan atraída por Dante como sus amigas. Su vida en un cabaret de Las Vegas la había vacunado en parte contra semejantes personajes. Estaban demasiado llenos de sorpresas, la mayoría desagradables.
Habían alquilado una suite de tres dormitorios en el Xanadu. Siempre iban juntas en sus salidas, en parte por motivos de seguridad y en parte para poder contarse chismes sobre sus aventuras. Tenían por norma no pasar toda la noche con los hombres que elegían.
Julia acabó quedándose con Dante, que no tuvo voz ni voto en el asunto a pesar de que hubiera preferido a Loretta. No obstante, Dante se empeñó en que Julia acudiera a su suite situada en el piso inmediatamente inferior, justo debajo de la que ellas ocupaban.
—Después te acompañaré a tu suite —le dijo él fríamente—. Sólo podremos estar juntos una hora. Mañana tengo que levantarme muy temprano.
Fue entonces cuando Julia se dio cuenta de que las había tomado por unas putas a ratos perdidos.
—Sube tú a mi suite —le dijo ella—. Yo te acompañaré después a la tuya.
—Tus amiguitas están muy cachondas. ¿Quién me dice a mí que no os echaréis todas encima y me violaréis? Soy un tipo muy bajito.
Sus explicaciones le hicieron tanta gracia que ésta accedió a bajar a su suite. No se percató de su astuta sonrisa. Por el camino le dijo en tono burlón:
—Quiero mearme en tu sombrero.
Dante replicó con la cara muy seria:
—Si a ti te divierte, a mí también.
Una vez en la suite no perdieron el tiempo con charlas intrascendentes. Julia arrojó el bolso sobre el sofá, se bajó la parte superior del vestido y dejó al descubierto sus pechos, que eran lo más destacado de su figura, pero al parecer Dante era una excepción un hombre que no sentía el menor interés por los pechos.
Dante la acompañó al dormitorio y le quitó el vestido y la ropa interior. Cuando ella ya estaba en cueros, se desnudó. Julia vio que tenía un pene corto, rechoncho e incircunciso.
—Tendrás que ponerte un condón —le dijo.
Dante la arrojó sobre la cama. Julia era una mujer fuerte, pero él la levantó y la arrojó sobre la cama sin el menor esfuerzo. Después se situó a horcajadas sobre ella.
—Que te pongas un condón —dijo Julia—. Hablo en serio.
Inmediatamente hubo una explosión de luz en su cabeza y se dio cuenta de que él la había abofeteado con tal fuerza que estuvo a punto de perder el sentido. Trató de apartarse, pero Dante poseía una fuerza increíble pese a ser tan bajito. Julia recibió el impacto de otras dos bofetadas que le calentaron las mejillas y le provocaron dolor de dientes. Luego sintió que él la penetraba. Sus acometidas sólo duraron unos cuantos segundos. Después se desplomó encima de ella.
Cuando estaban todavía entrelazados, él empezó a darle la vuelta. Julia vio que aún conservaba la erección y se dio cuenta de que pretendía realizar una penetración anal.
—Es algo que me vuelve loca —le dijo—, pero tengo que ir por la vaselina que guardo en el bolso.
Dante la dejó deslizarse debajo de su cuerpo y ella se dirigió a la sala de estar. Él se plantó en la puerta del dormitorio. Ambos estaban desnudos y él seguía con la erección.
Julia rebuscó en su bolso y, de repente, con un teatral floreo, sacó una pequeña pistola plateada. Era un objeto de una película que había interpretado y siempre había soñado con utilizarla en una situación de la vida real. Apuntó a Dante, adoptó la posición ligeramente agachada que le habían enseñado en la película y dijo:
—Ahora me voy a vestir y me iré. Si intentas impedírmelo, disparo.
Dante estalló en una alegre carcajada, pero Julia observó con satisfacción que el miembro se le había aflojado de golpe.
Estaba disfrutando, a tope con la situación. Se imaginaba ya lo mucho que se iba a reír en la suite del piso de arriba con Joan y Loretta cuando les contara lo ocurrido. Hizo acopio de valor y le pidió el sombrero para poder mearse en él.
Dante volvió a sorprenderla. Empezó a acercarse poco a poco.
—Es de un calibre tan pequeño —le dijo sonriendo—, que no podrías detenerme, a menos que tuvieras la suerte de dispararme en la cabeza. Nunca uses una pistola pequeña. Me podrías meter tres balas en el cuerpo, pero después yo te estrangularía. Además, no la sostienes como es debido, no es necesario que te agaches, no tiene retroceso. Lo más probable es que ni siquiera me alcanzaras porque esos cacharros no son muy precisos, así que será mejor que la arrojes al suelo y que lo discutamos. Después te podrás marchar.
Al ver que Dante seguía acercándose a ella, Julia arrojó la pistola al sofá. Dante cogió el arma y la examinó, sacudiendo la cabeza.
—Una pistola de juguete —dijo—. Es la mejor manera de que te maten. —Sacudió la cabeza con afectuosa expresión de reproche—. Si fueras una puta de verdad, eso sería una pistola de verdad, así que dime quién eres.
La empujó hacia el sofá y la inmovilizó con las piernas, comprimiéndole el pubis con los dedos de los pies. Después abrió su bolso y esparció el contenido sobre la mesita. Rebuscó en los compartimientos del bolso y sacó el billetero, las tarjetas de crédito y el carnet de conducir. Lo estudió todo detenidamente y esbozó una sonrisa de complacencia.
—Quítate esa peluca —le dijo. Alargó la mano para coger un tapete y le limpió el maquillaje del rostro.
—¡Coño! —exclamó—; pero si eres Julia Deleree. Estoy follando con una estrella del cine. —Soltó otra carcajada—. Puedes mearte en mi sombrero cuando quieras. —Los dedos de sus pies estaban hurgando en su entrepierna. De pronto la levantó del sofá—. No tengas miedo —le dijo, besándola. Después la volvió de espaldas y la empujó para doblarla sobre el respaldo del sofá, con los pechos colgando y las nalgas elevadas hacia él.
—Prometiste que me dejarías marchar —gimoteó Julia.
Dante le besó las nalgas y empezó a hurgar con los dedos. Después la penetró violentamente y ella lanzó un grito de dolor. Al terminar, le dio unas cariñosas palmadas en el trasero.
—Ahora ya puedes vestirte —le dijo—. Siento no haber cumplido mi palabra. No podía perderme la ocasión de contarles a mis amigos que he follado con el sensacional culo de Julia Deleree.
A la mañana siguiente, una llamada telefónica de recepción obligó a Cross a levantarse muy temprano. La jornada iba a ser muy ajetreada. Tenía que sacar todos los marcadores de Dante de la caja del casino y hacer el papeleo necesario para que desaparecieran. Luego tenía que quitarles a los directores de sala los libros de los marcadores e introducir en ellos las oportunas modificaciones. Después tenía que tomar disposiciones para cambiar la documentación del Rolls-Royce de Big Tim. Giorgio había preparado los documentos legales de tal manera que el cambio oficial de propiedad no fuera válido hasta un mes después. Todo aquello era cosecha de Giorgio.
Una llamada de Loretta Lang lo interrumpió en medio de su frenética actividad. Estaba en el hotel y necesitaba verle urgentemente. Cross pensó que a lo mejor era por algo relacionado con Claudia y ordenó que el servicio de seguridad la acompañara al último piso.
Loretta lo besó en las mejillas y después le contó toda la historia de Julia y Dante. Después del almuerzo recibió una inesperada llamada de unos agentes del FBI que deseaban hacerle unas cuantas preguntas sobre sus relaciones con un congresista sometido, a un proceso judicial. Los envió a la mierda.
Big Tim el Buscavidas nunca había sabido lo que era el miedo, tal vez por su enorme volumen, o porque estaba chaveta pues ignoraba no sólo lo que era el miedo físico sino también el mental. Había emprendido una lucha no sólo contra el hombre sino contra la naturaleza. Cuando los médicos le dijeron que el exceso de comida lo mataría, y que convendría que hiciera régimen, optó por someterse a una arriesgada operación de bypass gástrico. Y le salió muy bien. Comía lo que quería sin sufrir efectos perjudiciales.
Su imperio financiero lo había construido de la misma manera. Firmaba contratos que no cumplía cuando dejaban de ser rentables, y traicionaba a los socios y a los amigos. Todos lo denunciaban, pero siempre se tenían que conformar con menos de lo que hubieran recibido si él hubiera cumplido las condiciones iniciales. Su vida era una sucesión de éxitos, pero él jamás tomaba precauciones con vistas al futuro. Siempre pensaba que al final saldría ganando. Era capaz de arruinar empresas y de contar chismes sobre enemistades personales. Con las mujeres era todavía más implacable: prometía regalarles galerías comerciales, apartamentos y boutiques, pero al final se conformaban con una joyita por Navidad y un pequeño cheque por su cumpleaños. Las cantidades eran considerables pero jamás alcanzaban las promesas iniciales. Big Tim no quería mantener relaciones. Él lo único que quería era follar amistosamente cuando lo necesitaba.
A Big Tim le encantaba todo aquel jaleo pues así su vida resultaba mucho más interesante. Una vez le había estafado setenta mil dólares a un corredor de apuestas independiente de Los Ángeles en unas apuestas de fútbol. El corredor de apuestas le acercó una pistola a la cabeza y Big Tim le dijo:
—¡Vete a la mierda, imbécil!
Después le ofreció diez mil dólares para saldar la deuda, y el corredor aceptó.
Su riqueza, su excelente salud, la mole impresionante de su cuerpo y su falta de remordimientos hacían que Big Tim alcanzara el éxito en todas sus empresas. Su creencia de que toda la humanidad era corruptible le confería un cierto aire de inocencia que le resultaba útil no sólo en la cama de una mujer sino también en los tribunales de justicia. Su afición a los placeres de la vida le proporcionaba además cierto encanto. Era un fullero que te permitía echar un vistazo a sus cartas.
Big Tim no se extrañó por tanto del misterio que rodeaba el plan que Pippi de Lena le había preparado para aquella noche. Aquel hombre era un buscavidas como él, y ya le arreglaría las cuentas cuando llegara el momento. Grandes promesas y pequeñas recompensas.
En cuanto a Steve Sharpe, Big Tim olfateaba una gran oportunidad de cometer estafas a lo largo de muchos años El pequeñajo había perdido por lo menos medio millón de dólares en un día en las mesas donde él lo había visto jugar, lo cual significaba que tenía un crédito ilimitado en el casino y que debía de estar en condiciones de ganar enormes cantidades de dinero negro. Sería perfecto para el fraude de la Super Bowl. No sólo podría proporcionar el dinero de las apuestas, sino que además contaría con la confianza de los corredores. Al fin y al cabo, aquellos tipos no aceptaban apuestas gigantescas de cualquiera.
Big Tim empezó después a soñar con su siguiente visita a Las Vegas. Al final le cederían una villa. Se preguntó a quiénes llevaría como invitados. ¿Negocios, o placer? ¿Llevaría a víctimas de futuras estafas o a unas cuantas tías buenas? Al final llegó la hora de su cena con Pippi y Steve Sharpe. Llamó a su ex mujer y a sus dos hijos para charlar un poco con ellos y salió.
Cenaron en un pequeño restaurante especializado en platos de do de la zona portuaria de Los Ángeles. Como no había servicio de aparcacoches, Big Tim dejó su automóvil en un aparcamiento.
Al llegar al restaurante lo recibió un maestre muy bajito, quien después de echarle un vistazo lo acompañó a la mesa donde Pippi de Lena lo estaba esperando.
Big Tim era un experto del abrazo; inmediatamente abrazó a Pippi.
—¿Dónde está Steve? ¿Es que me quiere tomar el pelo? No tengo tiempo para tonterías.
Pippi echó mano de su encanto y le dio a Big Tim una palmada en el hombro.
—¿Y yo qué soy, una mierda? —dijo—. Anda, siéntate. Yo tengo el dinero, pero él tiene el cerebro. —Hizo una pausa y después añadió con toda sinceridad—: Me ha contado cosas muy buenas de ti, Tim, por eso estamos hablando.
El yate navegaba muy rápido y las copas temblaban sobre la bandeja. Big Tim no sabía si incluir a aquel tipo en la estafa de la Super Bowl. De repente tuvo una de aquellas corazonadas que jamás le fallaban. Se reclinó contra el respaldo de su asiento, tomó un sorbo de brandy y les dirigió una severa mirada inquisitiva, que utilizaba muy a menudo y que incluso había ensayado. La mirada de un hombre que está a punto de otorgar su confianza a alguien. En plan de buen amigo.
—Os voy a revelar un secreto —dijo—. Pero, primero, ¿vamos a hacer negocio juntos? ¿Queréis una parte del centro comercial? Big Tim apuró el contenido de su copa y se inclinó hacia delante. Puedo amañar el partido de la Super Bowl. Con un teatral floreo le indicó a Pippi que volviera a llenarle la copa y se alegró al ver la expresión de asombro de sus rostros. Creéis que eso es un cuento, ¿verdad?
Dante se quitó su gorro renacentista y lo estudió detenidamente.
—Creo que me estás tomando el pelo —dijo con una nostálgica sonrisa—. Muchos lo intentan, pero Pippi es un experto en estas cosas. ¿Pippi?
—Eso no se puede hacer —dijo Pippi—. Faltan ocho meses para la Super Bowl y tú ni siquiera sabes quién la jugará.
—Pues entonces ya os podéis ir a la mierda —dijo Big Tim—. Si no queréis participar en un negocio seguro, allá vosotros, pero os digo que yo lo puedo amañar. Si no queréis participar, me parece muy bien. Hagamos lo del centro comercial. Que este maldito barco de la vuelta y no me obliguéis a perder más el tiempo.
—No seas tan susceptible —le dijo Pippi—. Tú dinos cómo se puede amañar el partido.
Big Tim tomó un sorbo de brandy y contestó casi en tono de disculpa:
—Eso no os lo puedo decir, pero os daré una garantía. Vosotros apostáis diez millones y nos repartimos las ganancias. Si falla algo os devolveré los diez millones. ¿Os parece justo?
Dante y Pippi se miraron sonriendo. Dante inclinó la cabeza, y el gorro renacentista le confirió el aspecto de una astuta ardilla.
—¿Me devolverás el dinero en efectivo? —preguntó.
—No exactamente —contestó Big Tim—. Haré otro trato y descontaré los diez millones del precio.
—¿Comprarás a los jugadores? —preguntó Dante.
—Eso no lo puede hacer —dijo Pippi—. Ganan demasiada pasta. Tiene que comprar a los directivos.
Big Tim no cabía en sí de gozo.
—No os lo puedo decir, pero es un sistema infalible. Y no os preocupéis por el dinero. Pensad en la gloria. Será el mayor amaño de toda la historia del deporte.
—Ya, y nos encerrarán a todos en la cárcel —dijo Dante.
—Por eso yo no os digo nada —dijo Big Tim—. Yo iré a la cárcel, pero vosotros no. Además mis abogados son estupendos y tengo muchas conexiones.
Por primera vez, Dante modificó el guión de Pippi.
—¿Crees que ya sabemos suficiente? —le preguntó a éste.
—Sí —contestó Pippi—, pero me parece que si seguimos hablando un poco más Tim nos lo contará todo.
—Que se vaya a la mierda Tim —dijo Dante en tono burlón—. ¿Lo has oído, Big Tim? Ahora quiero que me digas cómo funciona el amaño. Y no me vengas con rollos.
El tono de su voz era tan despectivo que Big Tim, enrojeció de rabia.
—¿Crees que me das miedo, enano de mierda? ¿Te crees más listo que los del FBI, del Departamento de Contribuciones y los más duros usureros de la Costa Oeste? Me cago en tu puta madre.
Dante se reclinó en su asiento y aporreó el mamparo del camarote. A los pocos segundos dos individuos corpulentos se plantaron en la puerta y se pusieron en guardia. Como respuesta, Big Tim se levantó y limpió la superficie de la mesa con el brazo. Las botellas, el cubo de hielo y la bandeja de las copas cayeron al suelo.
—No, Tim, escúchame —dijo Pippi.
Quería ahorrarle al hombre unos sufrimientos innecesarios. Además no quería verse obligado a disparar pues eso no formaba parte del plan. Pero Big Tim estaba corriendo hacia la puerta, dispuesto a presentar batalla.
De repente Dante se arrojó en brazos de Big Tim y se comprimió contra su cuerpo. Big Tim separó los brazos y cayó de rodillas. La mitad de su camisa estaba rasgada, y en la parte derecha de su velloso pecho se veía una enorme mancha roja de la que se escapaba la sangre a borbotones sobre la mesa.
Dante sostenía en la mano el cuchillo con toda la ancha hoja manchada de carmesí hasta el mango.
—Sentado en la silla —les dijo Dante a los guardias.
Después tomó el mantel de la mesa para restañar la hemorragia de Big Tim, que estaba casi a punto de perder el conocimiento.
—Hubieras podido esperar —dijo Pippi.
—No —replicó Dante—. Es un tipo duro. Ahora veremos hasta qué extremo.
—Voy a prepararlo todo en cubierta —dijo Pippi.
No quería verlo. Él jamás había practicado la tortura. Nunca había secretos lo bastante importantes como para justificar aquel tipo de trabajo. Cuando matabas a un hombre, simplemente lo apartabas de este mundo para que no te pudiera hacer daño.
En la cubierta observó que dos de sus hombres ya lo tenían todo preparado. La jaula de acero colgaba del gancho, y las lamas estaban cerradas. Los hombres habían extendido una hoja de plástico sobre la cubierta del yate.
Aspiró el salino olor del aire y contempló la tonalidad violeta del inmóvil océano bajo el cielo nocturno. El yate aminoró la velocidad y se detuvo. Pippi se pasó quince minutos largos con los ojos clavados en el mar hasta que aparecieron los dos hombres que montaban guardia en la puerta, llevando el cuerpo de Big Tim. El espectáculo era tan horrible que Pippi apartó la mirada. Los cuatro hombres colocaron el cuerpo de Big Tim en el interior de la jaula y la bajaron al agua. Uno de los hombres había ajustado las lamas de tal manera que los habitantes de las profundidades del océano pudieran penetrar en el interior de la jaula y darse un festín con el cadáver. Después soltaron el gancho y la jaula bajó al fondo del mar.
Antes de que amaneciera sólo quedaría el esqueleto del cuerpo de Big Tim, nadando eternamente en su caja del fondo del océano. Dante subió a la cubierta. Se había duchado y cambiado de ropa. Por debajo del gorro renacentista su cabello aparecía liso y mojado. No había ni rastro de sangre.
—Bueno, pues ya ha hecho la comunión —dijo—. Me hubierais podido esperar.
—¿Ha hablado? —preguntó Pippi.
—Claro —contestó Dante—. En realidad el fraude era muy sencillo, pero él se ha pasado el rato incordiando hasta el final.
Al día siguiente, Pippi voló al Este para presentar un detallado informe al Don y a Giorgio.
—Big Tim estaba loco —dijo—. Sobornó a la empresa de catering que abastece a los equipos de la Super Bowl. Pensaban utilizar drogas para que el equipo contra del que ellos hubieran apostado se fuera debilitando poco a poco a lo largo del partido. Quizá los hinchas no se hubieran dado cuenta de lo que ocurría, pero los entrenadores y los jugadores sí, y el FBI también. Tenía usted razón, tío, el escándalo hubiera acabado para siempre con nuestro programa.
—¿Pero es que era idiota o qué? —preguntó Giorgio.
—Creo que quería hacerse famoso —contestó Pippi—. No le bastaba con ser rico.
—¿Y qué hay de los demás participantes en el plan? —preguntó el Don.
—Cuando vean que el Buscavidas no aparece, se asustarán —contestó Pippi.
—Yo también pienso lo mismo —dijo Giorgio.
—Muy bien —dijo el Don—. ¿Y mi nieto se ha portado como es debido?
Parecían unas palabras sin importancia, pero Pippi conocía lo bastante bien al Don como para comprender que la pregunta era muy seria.
—Le dije que no se pusiera el sombrero en la operación de Las Vegas y Los Ángeles, pero se lo puso. No siguió el guión de la operación. Hubiéramos podido obtener la misma información hablando un poco más, pero él quería sangre. Cortó al tipo en pedazos. Le cortó la pofia, los huevos y las tetillas. No era necesario. Disfruta haciéndolo, y eso es muy peligroso para la familia. Alguien tiene que hablar con él.
—Tendrás que ser tú —le dijo Giorgio al Don—. A mí no me hace caso.
Don Domenico reflexionó en silencio un buen rato.
—Es joven, ya madurará.
Al comprender que el Don no haría nada, Pippi les reveló la indiscreción cometida por Dante con la actriz cinematográfica la víspera de la operación.
Vio que el Don pegaba un respingo y que Giorgio hacía una mueca de desagrado. Hubo un largo silencio. Pippi se preguntó si habría llegado demasiado lejos.
Finalmente, el Don sacudió la cabeza y dijo:
—Pippi, lo has organizado todo muy bien, como siempre. Pero puedes estar tranquilo. Nunca tendrás que volver a trabajar con Dante, aunque debes comprender que Dante es el único hijo de mi hija. Giorgio y yo tenemos que hacer todo lo que podamos por él. Ya sentará la cabeza.
Cross de Lena, sentado en la terraza de su suite del último piso del hotel Xanadu, examinó los peligros de la acción que estaba a punto de emprender. Desde aquel privilegiado mirador podía contemplar toda la longitud del Strip, la sucesión de hoteles casino de lujo a ambos lados y el gentío que ocupaba la calle. Podía ver también a los jugadores del campo de golf, tratando supersticiosamente de hacer un hoyo determinado para asegurarse más tarde la victoria en las mesas de juego.
Primer peligro: en la operación de Boz adoptaría una decisión muy importante sin consultar con la familia Clericuzio. Cierto que él era el barón administrativo del Distrito del Oeste en el que estaban incluidas Nevada y toda la zona sur de California. Cierto también que los barones actuaban de manera independiente en muchos lugares y no estaban directamente a las órdenes de la familia Clericuzio aunque estuvieran obligados a untarle con un porcentaje de sus ganancias. Pero las normas eran muy estrictas. Ningún barón o bruglione podía embarcarse en una operación de semejante magnitud sin la aprobación de los Clericuzio.
Por una razón muy sencilla. En caso de que un barón lo hiciera y se metiera en un lío, no recibiría la menor ayuda ni durante el juicio ni en la sentencia. Además no sólo no podría contar con ningún apoyo en caso de que algún jefe de su territorio empezara a desarrollar su influencia, sino que además su dinero no sería blanqueado ni guardado para su vejez. Cross sabía que hubiera tenido que entrevistarse con Giorgio y el Don para pedir su visto bueno.
La operación podía ser muy delicada. Además para financiarla tendría que utilizar una parte del cincuenta y uno por ciento del capital del Xanadu que había heredado de Gronevelt. El dinero era suyo, por supuesto, pero era un dinero que estaba aliado con los intereses ocultos que los Clericuzio tenían en el hotel. Y era un dinero que le habían ayudado a ganar los Clericuzio. Los Clericuzio tenían el curioso y hasta humano prurito de interesarse personalmente por la suerte de sus subordinados, y lamentarían que él hubiera hecho aquella inversión sin pedirles consejo. Aquel prurito, que carecía de fundamento legal, era una reminiscencia de la época medieval ningún barón podía vender su castillo sin el consentimiento del rey.
La magnitud de la inversión era un factor muy importante. Cross había heredado el cincuenta y uno por ciento de Gronevelt, y el Xanadu estaba valorado en mil millones de dólares. Pero él se jugaría cincuenta millones e invertiría otros cincuenta, por un total de cien millones. El riesgo económico era enorme, y los Clericuzio, eran notoriamente prudentes y conservadores; cosa obligada para poder sobrevivir en el mundo en el que se movían.
Cross recordó otra cosa. Tiempo atrás, cuando las familias Santadio y Clericuzio mantenían buenas relaciones, habían tratado de introducirse en la industria del cine pero habían fracasado. Una vez aplastado el imperio de los Santadio, Don Clericuzio había ordenado que se suspendieran todos los intentos de infiltración en la industria cinematográfica.
—Esa gente es demasiado lista —había dicho el Don—, y no tiene miedo porque los beneficios son muy altos. Tendríamos que matarlos a todos y después no sabríamos cómo llevar el negocio. Eso es más complicado que las drogas.
No, pensó Cross. Si pidiera permiso se lo negarían, y entonces no podría hacer nada. Una vez consumados los hechos haría penitencia y permitiría que los Clericuzio untaran en sus ganancias. El éxito disculpaba a menudo los pecados más desvergonzados. Y si fracasara, lo más probable era que ya estuviera perdido para siempre, tanto si contaba con la aprobación de los Clericuzio como si no, lo cual lo llevaba a la duda final.
¿Porqué lo hacía? Pensó en Gronevelt. Guárdate de las mujeres en apuros. Había conocido a muchas mujeres en apuros y las había dejado en poder de los tiburones. Las Vegas estaba llena de mujeres en apuros.
Pero él sabía por qué lo hacía. Ansiaba poseer la belleza de Athena Aquitane. No sólo el encanto de su rostro, sus ojos, su cabello, sus piernas o sus pechos sino también la inteligencia y el calor de su mirada, los huesos de su rostro o la delicada curva de sus labios. Le parecía que si pudiera conocerla y estar en su presencia, todo el mundo adquiriría una luz distinta y el sol daría otro calor. Recordaba el océano a su espalda, las verdes olas rematadas por las blancas cabrillas enmarcándole la cabeza como una aureola. Y pensaba en su madre: Athena era la mujer que su madre hubiera deseado ser.
De súbito sintió el anhelo de verla, de estar con ella, de escuchar su voz y contemplar sus movimientos. ¡Mierda!, pensó. ¿Es eso por lo que quiero hacerlo?
Lo admitió, y se alegró de haber comprendido finalmente el verdadero motivo de sus acciones. Se sentía más fuerte y más concentrado. De momento, el principal problema era de carácter operativo. No tenía nada que ver con Athena ni con los Clericuzio. El problema más difícil era Boz Skannet, un problema que se tenía que resolver con la mayor rapidez posible.
Cross sabía que se había situado en una posición demasiado vulnerable, lo cual suponía una complicación más. Era peligroso beneficiarse públicamente en caso de que le ocurriera algo a Skannet.
Cross eligió a las tres personas que necesitaría para la operación. La primera de ellas era Andrew Pollard, el propietario de la Pacific Ocean Security, que ya estaba metido en todo aquel jaleo. La segunda era Lia Vazz el guardés del pabellón de caza que tenían los Clericuzio en las montañas de Nevada. Lia tenía a sus órdenes a un grupo de hombres que también eran guardeses pero cumplían unas tareas especiales. Y la tercera era Leonard Sossa, un falsificador retirado que servía a la familia en distintos cometidos. Los tres estaban bajo el control de Cross de Lena en su calidad de bruglione del Oeste.
Dos días más tarde, Andrew Pollard recibió una llamada de Cross de Lena.
—Tengo entendido que estás trabajando muy duro —dijo Cross—. ¿Qué tal unas pequeñas vacaciones en Las Vegas? Te ofrezco servicios gratuitos de habitación, comida y bebida. Traete a tu mujer. Y si te aburres, sube a mi despacho a charlar un rato conmigo.
—Gracias —contestó Pollard—, pero ahora mismo estoy muy ocupado. ¿Qué te parece la semana que viene?
—Me parece muy bien —contestó Cross—, pero la semana que viene yo no estaré en la ciudad y no podré verte.
—Pues entonces voy mañana —dijo Pollard.
—Estupendo —dijo Cross, y colgó el aparato.
Pollard se reclinó contra el respaldo de su asiento, pensativo.
La invitación había sido una orden. Tendría que caminar sobre la cuerda floja.
Leonard Sossa disfrutaba de la vida como sólo podía hacerlo un hombre salvado de una terrible condena a muerte. Disfrutaba al amanecer y disfrutaba al anochecer. Disfrutaba de la hierba y de las vacas que se la comían, de la contemplación de las bellas mujeres, los confiados jóvenes y los niños inteligentes. Disfrutaba de un pedazo de pan, un vaso de vino y una loncha de queso.
Veinte años atrás, el FBI lo había detenido por haber falsificado billetes de cien dólares por cuenta de la ya extinta familia Santadio. Sus compinches se habían declarado culpables y lo habían delatado. Entonces él creyó que la flor de su virilidad se marchitaría en la cárcel. La falsificación de moneda era un delito mucho más grave que la violación, el asesinato o el incendio intencionado. La falsificación de moneda era un ataque a la misma maquinaria del Estado. En cambio, cuando uno cometía otros delitos, era un simple negro que tomaba un bocado de la carroña de la enorme bestia que integraba la fungible cadena humana. No esperaba compasión, y no la obtuvo. Leonard Sossa fue condenado a veinte años de prisión, pero sólo cumplió uno. Un compañero de cárcel asombrado ante sus habilidades con la tinta, el lápiz y la pluma lo reclutó para la familia Clericuzio.
De repente tuvo un nuevo abogado. De repente tuvo un médico de fuera de la cárcel al que no conocía de nada. De repente se celebró una vista en la que se declaró que su capacidad mental se había deteriorado hasta el punto de quedar reducida a la de un niño, por cuyo motivo ya no constituía ninguna amenaza para la sociedad. De repente Leonard Sossa se convirtió en un hombre libre al servicio de la familia Clericuzio.
La familia necesitaba un falsificador de primera, no para moneda de curso legal, pues sabía perfectamente que la falsificación de moneda era un delito imperdonable para las autoridades, sino, para tareas mucho más importantes. En las montañas de papeleo que pasaban por las manos de Giorgio, referentes a distintas empresas nacionales e internacionales, documentos legales firmados por inexistentes empleados de empresas y depósitos y retiradas de elevadas sumas de dinero, se necesitaban muchas firmas e imitaciones de firmas. Con el paso del tiempo, Leonard sirvió también para otras cosas.
El hotel Xanadu utilizó con gran provecho sus habilidades. Cuando moría un gran jugador que tenía marcadores en la caja, Sossa firmaba por valor de otro millón de dólares. Los herederos del difunto no pagaban los marcadores, como es natural, pero esa suma se podía deducir como pérdida en el pago de impuestos del Xanadu. Tal circunstancia se daba con más frecuencia de lo que hubiera sido natural. Al parecer, el índice de mortalidad entre amantes de la buena vida era muy elevado. Lo mismo se hacía con los grandes jugadores que se negaban a pagar sus deudas o pretendían reducir los dólares a diez centavos.
Leonard Sossa percibía por todo ello cien mil dólares al año. Le estaba prohibido dedicarse a cualquier otra clase de trabajo, especialmente a la falsificación de moneda, lo cual encajaba perfectamente con la política general de la familia. Los Clericuzio habían promulgado un edicto por el cual se prohibía a todos los miembros de la familia las prácticas de la falsificación. Se trataba de unos delitos sobre los que recaía todo el peso de los cuerpos de seguridad del Estado, y no merecía la pena correr aquel riesgo a cambio de los beneficios que se obtenían.
Durante veinte años, Sossa había disfrutado por tanto de la vida de artista en una casita situada en el Topanga Canyon, cerca de Malibú. Tenía un pequeño jardín, una cabra, un gato y un perro. Pintaba durante el día y bebía durante la noche. En él vivían muchas chicas de costumbres liberales y colegas del pintor.
Sossa sólo bajaba del cañón para comprar en Santa Mónica, o cuando la familia Clericuzio requería sus servicios, lo cual ocurriría un par de veces al mes, por espacio de unos pocos. Cumplía la tarea que le encomendaban y nunca hacía preguntas. Era un valioso soldado de la familia Clericuzio. Cuando se presentó un vehículo para recogerlo y el conductor le dijo que tomara sus herramientas y un poco de ropa para unos cuantos días, Sossa dejó la cabra el gato y el perro sueltos en el cañón y cerró la puerta de su casa. Los animales ya se las arreglarían solos; al fin y al cabo no eran niños. No es que no los quisiera, los animales tenían una esperanza de vida muy breve, sobre todo allí en el cañón, y él ya estaba acostumbrado a perderlos. El tiempo transcurrido en la cárcel había convertido a Leonard Sossa en realista, y su inesperada puesta en libertad lo había transformado en un optimista.
Lia Vazzi, el guardés del pabellón de caza de la familia Clericuzio en las montañas de la Sierra Nevada, había llegado a Estados Unidos cuando sólo tenía treinta años, y era el hombre más buscado de Italia. En los diez años transcurridos desde entonces había aprendido a hablar inglés sin apenas deje, y sabía leer y escribir bastante bien. En Sicilia era miembro de una de las más ilustradas y poderosas familias de la isla.
Quince años atrás había sido el jefe de la Mafia en Palermo, uno de los más importantes hombres cualificados, pero se le había ido la mano.
En Roma el Gobierno había nombrado a un magistrado especial con poderes extraordinarios para acabar con la Mafia de Sicilia. El magistrado llegó a Palermo con su mujer y sus hijos, protegido por soldados del Ejército y una horda de policías. Inmediatamente pronunció un encendido discurso, prometiendo no tener la menor compasión con los criminales que durante siglos habían dominado la bella isla de Sicilia. Había llegado el momento de que se impusiera la ley y de que el destino de Sicilia lo decidieran los representantes elegidos por el pueblo de Italia y no aquellos ignorantes bandidos con sus vergonzosas sociedades secretas. Vazzi se tomó el insulto como una afrenta personal.
El magistrado especial estaba fuertemente custodiado las veinticuatro horas del día mientras cumplía su cometido de escuchar las declaraciones de los testigos y dictar órdenes de detención. La sala de justicia era su fortaleza, y su casa estaba rodeada por un cordón de soldados del Ejército. Era aparentemente inexpugnable. Sin embargo, al cabo de tres meses, Vazzi averiguó el itinerario que seguía el magistrado, el cual se había mantenido en secreto en previsión de ataques por sorpresa.
El magistrado solía desplazarse a las localidades más importantes de Sicilia para recoger pruebas y dictar órdenes de detención. Un día tenía previsto regresar a Palermo para recibir una medalla en reconocimiento de los heroicos esfuerzos que estaba llevando a cabo para librar a la isla del azote de la Mafia. Lia Vazzi y sus hombres colocaron una mina en un pequeño puente que el magistrado tenía que cruzar. El magistrado y sus guardias volaron por los aires y quedaron reducidos a unos trozos tan minúsculos que los restos tuvieron que sacarse del agua con cedazos.
El Gobierno de Roma, enfurecido, replicó con registros masivos en busca de los responsables, y Vazzi tuvo que pasar a la clandestinidad. A pesar de que el Gobierno carecía de pruebas, Vazzi sabía que era preferible morir que caer en sus manos.
Resultó que cada año los Clericuzio enviaban a Pippi de Lena a Sicilia para que reclutara hombres para el Enclave del Bronx, soldados para la familia Clericuzio. El Don fundamentaba su fe que los sicilianos, con su secular tradición de la omertà, eran los únicos de quienes se podía estar seguro de que no se convertirían en traidores. Los jóvenes de Estados Unidos eran demasiado blandos, frívolos y vanidosos, y podían convertirse fácilmente en confidentes de los implacables fiscales de distrito que a tantos bruglioni estaban enviando a la cárcel. La omertà, como filosofía, era muy sencilla. Su quebrantamiento era un pecado mortal. Consistía en revelar a la policía cualquier cosa que pudiera perjudicar a la Mafia. Si un clan rival de Mafia asesinaba a tu padre delante de tus ojos, estaba prohibido que informaras a la policía. Si te pegaban un tiro y caías herido muerto al suelo, no podías informar a la policía. Si te robaban la mula, la cabra, las joyas, no podías presentar una denuncia en la comisaría. Las autoridades eran el Gran Satanás al que un verdadero siciliano no podía recurrir jamás. La familia y la Mafia eran los vengadores.
Diez años atrás, Pippi de Lena había viajado con su hijo Cross a Sicilia como parte de su adiestramiento. Su tarea no era tanto de reclutar cuanto la de seleccionar, pues había centenares de hombres cuyo sueño dorado era ser elegidos para trasladarse a América.
Un día acudieron a una pequeña localidad a unos ochenta kilómetros de Palermo situada en medio de una campiña con vallas construidas en piedra y adornadas con vistosas flores de Sica. Allí fueron recibidos por el alcalde en su propia casa. Era un hombre bajito y barrigudo, tanto en sentido lírico como figurado pues en Sicilia la expresión un hombre de barriga significaba un jefe de la Mafia.
La casa disponía de un bonito jardín con higueras, olivos y naranjos, y allí fue donde Pippi hizo sus entrevistas a los candidatos. El jardín tenía un curioso parecido con el de los Clericuzio de Quogue, exceptuando las flores multicolores y los limoneros; al parecer, el alcalde era un hombre muy aficionado a la belleza. Tenía una esposa muy guapa y tres preciosas hijas apenas adolescentes, aunque plenamente desarrolladas como mujeres.
Cross observó sin embargo que su padre Pippi era muy distinto en Sicilia. Allí no era un despreocupado galanteador sino un hombre serio, respetuoso y sin una pizca de encanto con las mujeres. Aquella noche, en la habitación que compartían, Pippi le dijo a Cross:
—Tienes que andarte con cuidado con los sicilianos. Desconfían de los hombres que muestran interés por las mujeres. Si follas con una de sus hijas, jamás saldremos con vida de aquí.
Durante varios días los hombres acudieron a la casa para ser entrevistados por Pippi, el cual se atenía a toda una serie de normas. Los hombres no podían superar los treinta y cinco años ni ser menores de veinte. Si estaban casados, no podían tener más de un hijo. Y finalmente tenían que contar con el aval del alcalde. Pippi le explicó las razones a Cross. Si los hombres eran demasiado jóvenes cabía la posibilidad de que se dejaran influir por la cultura norteamericana. Y si eran demasiado mayores, a lo mejor no podrían adaptarse a Estados Unidos. Si tenían más de un hijo, su cauteloso temperamento les impediría correr los riesgos que sus deberes les exigirían.
Algunos de los hombres tenían unos conflictos tan graves con la justicia que necesitaban abandonar Sicilia. Otros buscaban simplemente una vida mejor en Estados Unidos, al precio que fuera, y algunos eran demasiado listos como para confiar en el destino y ansiaban con toda su alma convertirse en soldados de los Clericuzio. Ésos eran los mejores.
Al final de la semana, Pippi ya había alcanzado su cuota de veinte hombres y le presentó la lista al alcalde, quien le daría el visto bueno y después tomaría las disposiciones necesarias para que los elegidos pudieran emigrar. El alcalde tachó un nombre de la lista.
—Pensé que sería ideal para nosotros —dijo Pippi—. ¿Es que me he equivocado?
—No, no —contestó el alcalde—. Lo ha hecho con muy buen criterio, como siempre.
Pippi lo miró, desconcertado. Todos los elegidos serian muy bien tratados. A los solteros se les facilitarían apartamentos, y a los casados con un hijo, una casita. Todos tendrían trabajos estables. Todos vivirían en el Enclave del Bronx. Algunos serían nombrados soldados de la familia Clericuzio; se ganarían muy bien la vida y tendrían un brillante futuro por delante. El hombre que había tachado el alcalde debía de tener alguna pega, pero, en tal caso, ¿por qué entonces le había dado el visto bueno para la entrevista? Pippi intuyó que allí había gato encerrado.
El alcalde lo estaba mirando con astucia, como si le hubiera leído el pensamiento, y se alegrara de lo que había leído.
—Es usted demasiado siciliano como para que yo le mienta —le dijo—. El nombre que he tachado es el de alguien con quien mi hija quiere casarse. Quiero mantenerle aquí un año más por la felicidad de mi hija. Después se lo podrá usted llevar. No podía negarle la entrevista. El otro motivo es que tengo un hombre a quien yo creo que debería usted llevarse en su lugar. ¿Me hará usted el favor de hablar con él?
—Por supuesto —contestó Pippi.
—No quiero mentirle —añadió el alcalde—, aunque se trata de un caso especial y tiene que irse enseguida.
—Usted sabe que tengo que andarme con mucho tiento —dijo Pippi—. Los Clericuzio son muy especiales.
—Será en su propio interés —dijo el alcalde—, aunque es un poco peligroso.
Después le expuso la situación de Lia Vazzi. El asesinato del magistrado había saltado a los titulares de la prensa mundial. Pippi y Cross estaban por tanto familiarizados con el caso.
—Si no tienen pruebas, ¿por qué es tan desesperada la situación de Vazzi? —preguntó Cross.
—Mire, joven —contestó el alcalde—, aquí estamos en Sicilia. Los agentes de la policía son sicilianos. El magistrado era siciliano. Todo el mundo sabe que ha sido Lia. Aunque no existan pruebas legales, si cae en manos de esa gente será hombre muerto.
—¿Lo podrá sacar del país y enviarlo a Estados Unidos? —preguntó Pippi.
—Sí —contestó el alcalde—. Lo más difícil será mantenerle oculto en Estados Unidos.
—Me parece que no merece la pena que nos tomemos tantas molestias —dijo Pippi.
El alcalde se encogió de hombros.
—Es amigo mío; lo reconozco. Pero dejando eso aparte —añadió esbozando una benévola sonrisa para dejar bien sentado que no lo quería dejar aparte—, es también la quinta esencia del hombre cualificado. Es experto en explosivos, y eso es siempre muy delicado. Sabe usar la cuerda, una habilidad muy útil y muy antigua. Maneja muy bien el cuchillo y las armas de fuego. Pero por encima de todo es inteligente y sirve para cualquier cosa. Y es firme como una roca. Nunca habla. Escucha y tiene el don de soltar las lenguas de los demás. Y ahora dígame, ¿no encuentra de utilidad a un hombre como éste?
—Es la respuesta a todas mis plegarias —contestó Pippi en un susurro—, pero insisto en preguntar, ¿por qué huye ese hombre?
—Porque aparte de todas sus restantes virtudes —contestó el alcalde—, es un hombre prudente. No quiere desafiar el destino. Aquí tiene los días contados.
—Y un hombre tan bien preparado —dijo Pippi—, ¿podrá ser feliz como simple soldado en Estados Unidos?
El alcalde inclinó la cabeza en gesto de dolorosa conmiseración.
—Es un verdadero cristiano —contestó—. Y tiene la humildad que siempre nos ha enseñado Jesucristo.
—Tengo que conocer a ese hombre —dijo Pippi—, aunque sólo sea por el placer de la experiencia, pero no le puedo garantizar nada.
El alcalde hizo un amplio gesto con la mano.
—Estoy seguro de que será de su agrado —dijo—. Pero hay otra cosa que debo decirle. Me prohibió que le ocultara a usted ese detalle.
Por primera vez, el alcalde pareció dudar un poco.
—Tiene mujer y tres hijos, y todos tienen que ir con él.
En aquel momento Pippi comprendió que su respuesta sería negativa.
—Ya —dijo—, eso me lo pone muy difícil. ¿Cuándo podré verle?
—Estará en el jardín después del anochecer —contestó el alcalde—. No hay peligro, he tomado todas las precauciones.
Lia Vazzi era un hombre de baja estatura, pero con el nervudo vigor que muchos sicilianos habían heredado de sus antiguos antepasados árabes. Poseía un hermoso rostro de halcón que parecía una morena máscara, y hablaba un poco el inglés.
Se sentaron alrededor de la mesa del jardín del alcalde con una botella de vino tinto casero, un cuenco de aceitunas de los cercanos olivos, un pan redondo y crujiente hecho aquella misma noche y todavía caliente, y a su lado toda una pata de prosciutto con unos granos enteros de pimienta que parecían diamantes negros. Lia Vazzi comió y bebió sin decir nada.
—Me han hecho muchos elogios de usted —dijo respetuosamente Pippi—, pero estoy preocupado. ¿Podrá un hombre con la educación y las cualificaciones que usted tiene ser feliz en Estados Unidos al servicio de otro hombre?
—Usted tiene un hijo —dijo Lia, mirando primero a Cross y después a Pippi—. ¿Qué haría para salvarle? Quiero que mi mujer y mis hijos estén a salvo, y por eso cumpliré con mi deber.
—Correremos un cierto riesgo —dijo Pippi—. Como usted comprenderá, tengo que ver si las ventajas justifican el riesgo.
Lia se encogió de hombros.
—Yo no soy quién para juzgar eso —dijo, resignándose aparentemente a no ser aceptado.
—Si fuera usted solo sería más fácil —dijo Pippi.
—No —dijo Vazzi—. Los miembros de mi familia vivirán juntos o morirán juntos. —Hizo una breve pausa—. Si los dejo aquí, Roma les hará la vida imposible. Antes prefiero dejarlo correr.
—El problema es cómo ocultarle a usted y a su familia —dijo Pippi.
—América es muy grande —dijo Vazzi encogiéndose de hombros. Mientras le ofrecía el cuenco de aceitunas a Cross, añadió casi en tono burlón.
—¿Cree usted que su padre lo abandonaría?
—No —contestó Cross—. Es tan anticuado como usted. —Lo dijo en un tono muy serio, pero con una leve sonrisa en los labios—. Me han dicho que también es usted agricultor —añadió.
—Tengo olivos —dijo Vazzi—. Tengo una prensa.
—¿Qué te parece el pabellón de caza que tiene la familia en la Sierra? —le preguntó Cross a su padre—. Podría cuidarlo con su familia y ganarse la vida allí. Es un lugar muy aislado y su familia lo podría ayudar.
—¿No le importaría vivir en el bosque? —le preguntó a Lia.
La palabra bosque significaba cualquier cosa que no tuviera carácter urbano. Lia se encogió de hombros.
La fuerza personal de Lia Vazzi fue la que convenció a Pippi de Lena. Lia no era alto, pero su cuerpo irradiaba una eléctrica dignidad y ejercía un efecto estremecedor, pues un hombre que no temía la muerte tampoco temía el cielo ni el infierno.
—Es una buena idea —contestó Pippi—. Un camuflaje perfecto. Y podremos utilizarlo para tareas especiales con las que se ganará un sobresueldo. Esas tareas serán su riesgo.
Vieron que los músculos del rostro de Lia se relajaban al darse cuenta de que había sido elegido. La voz le temblaba ligeramente cuando habló:
—Quiero darle las gracias por salvar a mi mujer y a mis hijos —dijo Lia, mirando directamente a Cross de Lena.
Desde entonces Lia Vazzi se había ganado sobradamente el favor que le habían hecho. Había ascendido de soldado a jefe de todos los equipos operativos de Cross. Estaba al mando de los seis hombres que lo ayudaban a vigilar el pabellón de caza, en cuyas tierras era propietario de una casa. Había prosperado, había adquirido la nacionalidad estadounidense y sus hijos se habían ido a estudiar a la universidad. Todo se lo había ganado gracias a su valentía, su sentido común y sobre todo su lealtad. Así pues, cuando recibió el mensaje de Cross de Lena en el que éste le ordenaba que se reuniera con él en Las Vegas, hizo la maleta y emprendió el largo viaje hasta Las Vegas y el hotel Xanadu en su Buick recién estrenado.
Andrew Pollard fue el primero en llegar a Las Vegas. Viajó desde Los Ángeles en el vuelo del mediodía, descansó un rato junto a una de las enormes piscinas del hotel, se pasó unas cuantas horas jugando al craps y después fue secretamente acompañado al despacho de la suite de Cross de Lena en el último piso del hotel. Cross le estrechó la mano.
—No te entretendré demasiado —le dijo—. Puedes regresar esta misma noche. Necesito toda la información que tengas sobre ese Skannet.
Pollard le facilitó información sobre todo lo ocurrido y le reveló que Skannet se alojaba en aquellos momentos en el hotel Beverly Hills. Después le refirió los detalles de la conversación que había mantenido con Bantz.
—O sea que Athena les importa una mierda; ellos lo que quieren es hacer la película —le dijo a Cross—. Además los estudios no se suelen tomar muy en serio a esos tipos. En mi empresa tengo una sección de veinte hombres que sólo se dedica a los casos de acoso. Es lógico que las actrices cinematográficas se preocupen por los tipos como él.
—¿Y la policía? —preguntó Cross—. ¿No puede hacer nada?
—No —contestó Pollard—. Ellos sólo intervienen cuando el daño ya está hecho.
—¿Y tú? Tienes un personal muy bueno a tus órdenes.
—Tengo que andar con mucho cuidado —dijo Pollard—. Podría perder el negocio si me pusiera muy duro. Ya sabes cómo son los tribunales de justicia. ¿Por qué tengo que arriesgarme?
—¿Qué clase de individuo es ese Boz Skannet? —preguntó Cross.
—No le tiene miedo a nada —contestó Pollard—. Más bien se lo tengo yo a él. Es uno de esos tipos duros de verdad que no se preocupan por las consecuencias. Su familia tiene dinero y poder político, y debe de pensar que puede hacer lo que le dé la gana. Y es uno de esos tipos que disfrutan provocando problemas. Si tienes intención de meterte en eso tendrás que actuar con mucha seriedad.
—Yo siempre actúo con seriedad —dijo Cross—. ¿Y ahora tienes a Skannet bajo vigilancia?
—Pues claro —contestó Pollard—. Es muy capaz de hacer un disparate.
—Retírale la vigilancia —dijo Cross—. No quiero que nadie le vigile. ¿Entendido?
—De acuerdo, si tú lo dices —dijo Pollard. Tras una breve vacilación, añadió—: Ten cuidado con Jim Losey, está vigilando a Skannet. ¿Conoces a Losey?
—Me lo han presentado —contestó Cross—. Quiero que hagas otra cosa. Préstame un par de horas tu carnet de identidad de la Pacific Ocean Security. Te lo devolveré a tiempo para que tomes el vuelo de medianoche a Los Ángeles.
Pollard lo miró con semblante preocupado.
—Tú sabes que haría cualquier cosa por ti, Cross, pero ten cuidado, es un caso muy difícil. Aquí me he creado una vida estupenda y no quisiera perderla. Sé que se lo debo todo a la familia Clericuzio, y siempre lo agradezco y procuro corresponder. Pero este asunto es muy complicado.
Cross esbozó una sonrisa tranquilizadora.
—Vales demasiado para nosotros. Otra cosa, si llama Skannet para comprobar que le llaman los hombres de tu empresa, dile que sí.
Al oír esta última frase, Pollard se hundió en el desánimo. Aquello sería muy peligroso.
—Y ahora —dijo Cross—, cuéntame todas las demás cosas que sabes sobre él. —Al ver que Pollard dudaba, añadió—: Te lo recompensaré bien más adelante.
Pollard reflexionó un instante.
—Skannet dice que conoce un gran secreto que Athena no quisiera por nada del mundo que alguien descubriera. Por eso ella retiró la denuncia que había presentado contra él. Un secreto terrible que a Skannet le encanta. Cross, yo no sé cómo ni por qué te has mezclado en eso, pero a lo mejor el descubrir ese secreto resolvería tu problema.
Por primera vez Cross lo miró con dureza, y de repente Pollard comprendió por qué razón se había ganado Cross la fama que tenía. La mirada era fría y parecía una sentencia capaz de condenarlo a muerte.
—Tú sabes por qué estoy interesado —dijo Cross—. Bantz te debe de haber contado la historia. Te contrató para que me investigaras. Bueno, ¿sabes algo de ese gran secreto o lo saben los estudios?
—No —contestó Pollard—. Nadie lo sabe. Cross, estoy haciendo todo lo que puedo por ti, tú lo sabes.
—Lo sé —dijo Cross en tono súbitamente amable—. Te voy a facilitar las cosas. Los estudios quieren saber cómo conseguiré que Athena Aquitane vuelva a trabajar. Yo te lo voy a decir. Pienso ofrecerle la mitad de los beneficios de la película, y no me importa que se lo digas a esa gente. Así harás méritos y puede que incluso te den una gratificación especial. Cross rebuscó en un cajón de su escritorio, sacó una bolsa redonda de cuero y la depositó en la mano de Pollard. Cinco mil en fichas negras —dijo—. Cuando te pido que subas aquí por algún asunto de trabajo, siempre temo que pierdas dinero en el casino.
No hubiera tenido que temer nada. Andrew Pollard siempre entregaba las fichas en la caja del casino a cambio de dinero en efectivo.
Leonard Sossa aún no había terminado de instalarse en una protegida suite de trabajo del Xanadu cuando le entregaron el carnet de identidad de Pollard. Con sus instrumentos especiales falsificó cuatro carnets de identidad de la Pacific Ocean Security, junto con sus correspondientes carteritas de solapa abierta. Los carnets no hubieran superado con éxito una inspección de Pollard, pero tampoco era necesario pues Pollard jamás tendría ocasión de verlos. Cuando Sossa terminó su trabajo, varias horas más tarde, dos hombres lo acompañaron al pabellón de caza de la Sierra Nevada donde se instaló en un bungalow en medio del bosque.
Aquella tarde, sentado en el porche del bungalow, vio pasar un venado y un oso. Por la noche limpió las herramientas y esperó. No sabía dónde estaba ni qué hacía, y no quería saberlo. Le pagaban cien mil de los grandes al año y vivía al aire libre, disfrutando de su libertad. Se entretenía dibujando en cientos de hojas de papel los osos y venados que había visto, y después pasaba rápidamente las hojas para dar la impresión de que los venados perseguían a los osos.
Lia Vazzi fue recibido de una forma totalmente distinta. Cross lo abrazó y lo invitó a cenar en su suite. Durante los años que Vazzi llevaba en Estados Unidos, Cross había sido su jefe operativo en multitud de ocasiones. A pesar de la fuerza de su carácter, Vazzi jamás había intentado usurpar su autoridad, y por su parte Cross lo había tratado siempre con el respeto debido a un igual.
A lo largo de los años, Cross había acudido muchos fines de semana al pabellón de caza y habían salido juntos a cazar. Vazzi contaba historias sobre los males de Sicilia y lo distinta que era la vida en Estados Unidos. Cross correspondía, invitando a Vazzi y a su familia a Las Vegas con todos los gastos pagados, y les regalaba un crédito de cinco mil dólares en el casino cuyo pago jamás se les exigía.
Durante la cena hablaron de varias cosas. Vazzi aún no se acaba de creer la vida que llevaba en Norteamérica. Su hijo mayor estaba a punto de terminar sus estudios en la Universidad de California y no conocía la vida secreta de su padre, cosa que a Vazzi le producía una cierta inquietud.
—A veces me parece que no lleva mi sangre —dijo—. Se cree todo lo que le dicen los profesores. Cree que las mujeres son iguales a los hombres y que a los campesinos se les debería regalar la tierra. Pertenece al equipo de natación de la universidad. En toda mi vida en Sicilia, eso que Sicilia es una isla, jamás he visto nadar a un siciliano.
—Excepto a algún pescador cuando cae al agua desde la barca —dijo Cross riendo.
—Ni siquiera entonces —dijo Vazzi—. Todos se ahogan.
Una vez finalizada la cena hablaron de negocios. A Vazzi no le gustaba demasiado la comida de Las Vegas pero le encantaban el brandy y los puros habanos. Cross siempre le enviaba una caja de botellas de brandy de excelente calidad y una caja de puros habanos cada año por Navidad.
—Tengo que encomendarte algo muy difícil —le dijo Cross—. Algo que hay que hacer con mucha inteligencia.
—Eso siempre es difícil —dijo Vazzi.
—Se tendrá que hacer en el pabellón de caza —dijo Cross—. Llevaremos a cierta persona allí. Quiero que escriba unas cartas y que facilite una información.
Hizo una pausa al ver el gesto de displicencia de Vazzi. Vazzi había comentado muchas veces los argumentos de las películas norteamericanas en los que el héroe o el malo se negaban a facilitar información. Yo sería capaz de hacerles hablar en chino, decía.
—La dificultad estriba —dijo Cross—, en que no tiene que haber ninguna huella exterior en su cuerpo ni drogas en su interior. Además es una persona muy testaruda.
—Sólo las mujeres son capaces de hacer hablar a un hombre con sus besos —dijo Vazzi, saboreando su puro con expresión soñadora—. Me da la impresión de que tú vas a intervenir personalmente en esta historia.
—No habrá más remedio —dijo Cross—. Tendrán que participar los hombres de tu equipo, pero primero habrá que sacar a las mujeres y a los niños del pabellón.
Vazzi hizo un gesto con la mano en la que sostenía el puro.
—Los enviaremos a Disneylandia, ese maravilloso lugar de felicidad y descanso. Siempre los enviamos allí.
—¿A Disneylandia? —preguntó Cross entre risas.
—Yo nunca he estado allí —dijo Vazzi—. Espero ir cuando me muera. ¿Eso tendrá que ser una comunión? o una confirmación…
—Una confirmación —contestó Cross.
Después entraron en los detalles del trabajo… Cross le explicó la operación a Vazzi y el porqué y el cómo se tendría que hacer.
—¿Qué tal te suena? —le preguntó.
—Eres mucho más siciliano que mi hijo, y eso que has nacido en América —dijo Vazzi—, ¿pero qué ocurrirá si se obstina en no decir nada y no te da lo que tú quieres?
—Entonces la culpa será mía —contestó Cross—. Y suya. Y tendremos que pagarlo. En eso América y Sicilia son iguales.
—Muy cierto —dijo Vazzi—. Como China, Rusia y África.
—Como siempre dice el Don, entonces nos podremos ir todos a la mierda.
Elí Marrion, Bobby Bantz, Skippy Deere y Melo Stuart se encontraban reunidos en sesión de emergencia en casa de Marrion. Andrew Pollard había informado a Bantz sobre los planes secretos de Cross de Lena para conseguir que Athena regresara al trabajo. La información había sido confirmada por el investigador Jim Losey, que se negaba a divulgar su fuente.
—Eso es un atraco —dijo Bantz—. Melo, tú eres su agente, eres responsable de ella y de todos tus clientes. ¿Significa eso que cuando estemos en pleno rodaje de una gran película los grandes astros se negarán a trabajar a no ser que les entreguemos la mitad de los beneficios?
—Sólo si vosotros estáis lo suficientemente locos como para entregárselos —contestó Stuart—. Dejemos que lo haga ese De Lena. No permanecerá mucho tiempo en el negocio.
—Melo —dijo Marrion—, tú hablas de estrategias futuras, pero nosotros hablamos del presente. Si Athena vuelve al trabajo, seréis como unos atracadores de bancos. ¿Lo vas a permitir?
Todos se quedaron asombrados. Por regla general, Marrion no solía ser tan directo, por lo menos desde que ya no era joven. Stuart se alarmó.
—Athena no sabe nada de todo eso —dijo—. Me lo hubiera dicho.
—¿Aceptaría el trato si lo supiera? —preguntó Deere.
—Yo le aconsejaría aceptarlo, y después mediante una carta confidencial repartirlo a partes iguales con los estudios —contestó Stuart.
—En tal caso, todas sus manifestaciones de temor serían una burla —dijo Bantz en tono cortante—. Un cuento, vamos. Y tú, Melo, tienes un morro que te lo pisas. ¿Crees que los estudios se conformarían con la mitad de lo que Athena recibiera de De Lena? Todo ese dinero nos pertenece por derecho propio. Puede que ella se haga rica con De Lena, pero eso significará el final de su carrera cinematográfica. Ningún estudio la volverá a contratar.
—Los extranjeros sí —terció Skippy—. Los extranjeros podrían correr el riesgo.
Marrion cogió el teléfono y se lo pasó a Stuart.
—Estamos perdiendo el tiempo. Llama a Athena. Dile lo que Cross de Lena piensa ofrecerle y pregúntale si va a aceptar.
—Desapareció el fin de semana —dijo Deere.
—Ya ha vuelto —dijo Stuart—. Suele desaparecer los fines de semana —añadió, pulsando los botones del teléfono.
La conversación fue muy breve. Stuart colgó el teléfono sonriendo.
—Dice que no ha recibido ninguna oferta, y que semejante oferta no la induciría a volver al trabajo. Le importa una mierda su carrera. —Stuart hizo una pausa y después añadió con admiración—: Me gustaría conocer a ese Skannet. Algo bueno tiene que tener un hombre que es capaz de asustar a una actriz hasta el punto de obligarla a abandonar su carrera.
—Entonces ya está todo resuelto —dijo Marrion—. Hemos recuperado nuestras pérdidas en una situación desesperada. Pero es una lástima, Athena era una actriz extraordinaria.
Y Andrew Pollard ya había recibido sus instrucciones. La primera de ellas había sido la de informar a Bantz de las intenciones de Cross de Lena con respecto a Athena. La segunda sería retirar el equipo de vigilancia que controlaba los movimientos de Skannet. Y la tercera, visitar a Boz Skannet y hacerle una propuesta.
Skannet iba en ropa interior y olía a colonia cuando le abrió la puerta a Pollard de su suite del hotel Beverly Hills.
—Me acabo de afeitar —explicó—. Este hotel tiene más perfumes de baño que una casa de putas.
—No tendría usted que estar en esta ciudad —le dijo Pollard en tono de reproche.
Skannet le dio una palmada en la espalda.
—Ya lo sé, pero me voy mañana. Sólo tengo que atar unos cabos sueltos.
La perversa sonrisa que iluminó su semblante y los músculos de su poderoso tronco hubieran asustado a Pollard en otras circunstancias, pero ahora que Cross estaba mezclado de lleno en el asunto sólo le inspiraron compasión, aunque tendría que andarse con cuidado.
—Athena no se sorprende de que usted no se haya ido —dijo—. Cree que los estudios no le comprenden a usted, pero ella sí le comprende, así que le gustaría reunirse personalmente con usted. Cree que ustedes dos a solas podrían llegar a un acuerdo.
Al ver el momentáneo arrebol de emoción que tiñó el rostro de Skannet, Pollard comprendió que Cross tenía razón. Aquel tipo seguía estando enamorado y picaría el anzuelo.
De repente Boz Skannet se puso en guardia.
—Eso no me parece muy propio de Athena. No soporta verme, y no se lo reprocho. Soltó una carcajada. Le hace falta esa cara tan bonita que tiene.
—Quiere hacerle una oferta muy seria —dijo Pollard—. Una pensión anual de por vida. Un porcentaje de sus ganancias durante el resto de su vida, si usted quiere, pero exige hablar directamente con usted en secreto. También quiere otra cosa.
—Ya sé lo que quiere —dijo Skannet poniendo una cara muy rara.
Pollard había visto la misma expresión en los rostros de muchos nostálgicos violadores arrepentidos.
—A las siete en punto —dijo Pollard—. Dos de mis hombres pasarán a recogerle y lo conducirán al lugar de la cita. Permanecerán con ella y serán sus guardaespaldas. Son dos de mis mejores hombres e irán armados, para que a usted no se le ocurra hacer ninguna tontería.
—No se preocupe por mí —dijo Skannet sonriendo.
—Muy bien —dijo Pollard retirándose.
Cuando se cerró la puerta, Skannet levantó en alto la mano derecha. Volvería a ver a Athena, y ella sólo contaría con la protección de un par de investigadores privados de tres al cuarto. Y él tendría la prueba de que había sido ella quien había pedido reunirse con él y de que él no había incumplido la orden judicial que limitaba sus movimientos.
Se pasó el resto del día soñando con la cita. Había sido una sorpresa. Mientras lo pensaba adivinó que Athena utilizaría su cuerpo para convencerle de que aceptara el trato. Permaneció tendido en la cama, imaginando la sensación de volver a estar con ella. La imagen de su cuerpo estaba muy clara. La blancura de su piel, la redondez de su vientre, los pechos con los rosados pezones, la luz de sus ojos verdes, su cálida y delicada boca, su aliento, los reflejos de su cabello como el cobrizo resplandor del sol en medio de las sombras del crepúsculo. Por un instante se sintió invadido por su antiguo amor, el amor que sentía por la inteligencia de Athena y por aquella valentía suya que él había convertido en temor. Después, por primera vez desde que tenía dieciséis años, empezó a acariciarse. En su mente aparecieron unas imágenes de Athena instándole a seguir adelante hasta que experimentó el orgasmo. Por un momento se sintió feliz y la amó.
De repente todo empezó a dar vueltas. Se sintió avergonzado y humillado, y la volvió a odiar. Y tuvo el convencimiento de que aquello era una trampa. ¿Qué sabía en realidad de aquel Pollard? Se vistió a toda prisa y examinó la tarjeta que Pollard le había entregado. Las oficinas estaban a sólo veinte minutos en coche del hotel. Bajó corriendo a la entrada del hotel y un empleado le acercó el coche.
Al entrar en el edificio de la Pacific Ocean Security se sorprendió de la envergadura y opulencia de la empresa. Se dirigió al mostrador de recepción e indicó el asunto que lo había llevado hasta allí. Un guardia de seguridad armado lo acompañó al despacho de Pollard. Skannet observó que las paredes estaban decoradas con galardones del Departamento de Policía de Los Ángeles, la Asociación de Ayuda a los Sin Techo y otras organizaciones, entre ellas los Boy Scouts de América. Había incluso una especie de premio cinematográfico. Andrew Pollard lo miró con asombro y una cierta preocupación. Skannet lo tranquilizó.
—Quería decirle simplemente que acudiré a la cita en mi propio automóvil —le dijo—. Sus hombres pueden acompañarme e indicarme el camino.
Pollard se encogió de hombros. Aquello ya no era asunto suyo. Él había hecho lo que le habían mandado.
—Muy bien —dijo—. Pero me podría haber llamado.
—Por supuesto —dijo Skannet sonriendo—, pero quería ver sus oficinas. Además quiero llamar a Athena para asegurarme de que la cosa va por buen camino. He pensado que podría usted llamarla en mi lugar. A lo mejor no atiende mi llamada.
—Faltaría más —dijo afablemente Pollard cogiendo el teléfono.
No sabía lo que ocurría y en su fuero interno esperaba que Skannet diera al traste con la reunión y él ya no tuviera que mezclarse en el asunto que Cross se llevaba entre manos. Sabía también que Athena no hablaría directamente con él.
Marcó el número y preguntó por Athena. Abrió el micrófono para que Skannet pudiera oír la llamada. La secretaria le explicó que la señorita Aquitane había salido y no se la esperaba hasta el día siguiente. Colgó el teléfono y enarcó las cejas mirando a Skannet. Skannet parecía muy contento.
Y lo estaba. No se había equivocado, Athena tenía el propósito de utilizar su cuerpo para cerrar un trato. Tenía el propósito de pasar la noche con él. La enrojecida piel de su rostro adquirió un brillo casi de bronce por la sangre que fluía a su cerebro mientras recordaba la época en que ella era joven y lo amaba, y él la amaba a ella.
A las siete de la tarde, cuando Lia Vazzi llegó al hotel con uno de sus soldados, Skannet ya lo estaba esperando, listo para salir inmediatamente. Vestía un pulcro atuendo muy juvenil: tejanos, camisa desteñida de tejido de algodón azul y chaqueta deportiva de color blanco. Iba cuidadosamente afeitado y se había peinado el cabello rubio hacia atrás. Su piel enrojecida estaba más pálida y los rasgos de su rostro parecían más suaves debido a la palidez. Lia Vazzi y su soldado le mostraron sus carnets falsificados de la Pacific Ocean Security.
Skannet no se sintió intimidado al verlos. Un par de enanos, uno de ellos con un ligero acento que parecía mejicano. No le causarían ningún problema. Las agencias privadas de investigación eran una mierda. ¿Qué clase de protección podían ofrecerle a Athena?
—Tengo entendido que quiere ir usted en su coche —le dijo Vazzi—. Yo le acompañaré, y mi amigo nos seguirá con el nuestro. ¿Le parece bien?
—Sí —contestó Skannet.
Jim Losey les cerró el paso en el vestíbulo en cuanto salieron del ascensor. Se encontraba sentado en un sofá junto a la chimenea pero tuvo una corazonada y decidió acercarse a ellos. Estaba vigilando a Skannet por si acaso. Mostró su documentación a los tres hombres.
—¿Qué coño quiere? —preguntó Skannet después de examinarla.
—¿Quiénes son los hombres que lo acompañan? —preguntó.
—Eso no es asunto suyo —contestó Skannet.
Vazzi y su compañero permanecieron en silencio mientras Losey estudiaba sus rostros.
—Quisiera hablar un momento con usted en privado —dijo Losey.
Skannet lo apartó a un lado, y Losey lo agarró del brazo. Los dos hombres eran muy corpulentos. Skannet estaba impaciente por salir y le dijo a Losey con tono furioso:
—La denuncia ha sido retirada. No tengo por qué hablar con usted, y si no me quita las manos de encima le sacaré la mierda del cuerpo a patadas.
Losey retiró la mano. No tenía miedo, pero su mente se había puesto en marcha. Los hombres que acompañaban a Skannet parecían un poco raros y él estaba seguro de que allí pasaba algo. Se apartó a un lado pero los siguió hasta la arcada, donde los empleados del hotel acercaban los vehículos a los clientes. Vio a Skannet subiendo a su automóvil en compañía de Lia Vazzi. El otro hombre se había esfumado. Tomó nota y esperó para ver si salía otro automóvil del aparcamiento; pero no salió ninguno.
De nada hubiera servido seguirlos, y menos aún montar una operación de alerta en torno al vehículo de Skannet. No sabía si informar de aquel incidente a Skippy Deere. Al final decidió no hacerlo. De una cosa estaba seguro: como Skannet volviera a desmandarse, lamentaría los insultos de aquel día.
Durante el largo trayecto, Skannet no paró de protestar y de hacer preguntas e incluso amenazó con dar media vuelta, pero Lia Vazzi consiguió tranquilizarlo. Le habían dicho que el lugar de la cita era un pabellón de caza que Athena tenía en la Sierra Nevada, y ambos pasarían la noche allí, según sus informaciones. Athena había insistido en que la cita fuera secreta y había asegurado que resolvería el problema a entera satisfacción de todo el mundo.
Skannet no comprendió el significado de aquella frase. ¿Qué podía hacer ella para borrar el odio que se había ido acumulando a lo largo de diez años? ¿Acaso era tan estúpida como para pensar que una noche de amor y un puñado de pasta bastarían para ablandarlo? Siempre había admirado su inteligencia pero ¿y si ahora se hubiera convertido en una de aquellas arrogantes actrices de Hollywood que pensaban que podían comprarlo todo con su cuerpo y su dinero? Y sin embargo, el recuerdo de su belleza lo obsesionaba. Al final, después de tantos años, ella volvería a sonreírle y seducirle, y se sometería de nuevo. Aquella noche sería suya, ocurriera lo que ocurriese.
Lia Vazzi no estaba preocupado por las amenazas de Skannet de dar media vuelta. Sabía que en la carretera los seguían tres coches y había recibido instrucciones muy precisas. Como último recurso hubiera podido ordenar que liquidaran a Skannet, pero en las instrucciones se especificaba con toda claridad que Skannet no debería sufrir ninguna lesión, salvo la muerte.
Cruzaron la verja abierta, y Skannet se sorprendió de que el pabellón de caza fuera tan grande. Parecía un pequeño hotel. Bajó del vehículo y estiró los brazos y las piernas. Le pareció un poco extraño ver cinco o seis coches aparcados junto al muro lateral del pabellón.
Vazzi lo acompañó a la puerta y la abrió. En aquel momento Skannet oyó el rumor de otros vehículos que subían por la calzada particular. Se volvió pensando que sería Athena, pero lo que vio fueron tres coches que estaban aparcando y a dos hombres que bajaban de cada uno de ellos.
Lia cruzó con él la entrada principal del pabellón y lo acompañó a una biblioteca que tenía una gran chimenea. Un hombre al que nunca había visto le estaba esperando sentado en el sofá. El hombre era Cross de Lena.
Lo que ocurrió a continuación fue muy rápido. Skannet preguntó en tono enojado:
—¿Dónde está Athena?
Dos hombres le sujetaron los brazos, otros dos le acercaron sendas pistolas a la cabeza, y el aparentemente inofensivo Lia Vazzi le agarró de las piernas y lo derribó al suelo.
—Morirás ahora mismo si no haces exactamente lo que te digamos. No forcejees. Quédate quieto.
Otro hombre le puso grilletes en los tobillos, y los demás lo levantaron y lo colocaron de cara a Cross. Skannet se sorprendió de lo impotente que se sentía cuando los hombres le soltaron los brazos. Era como si sus pies aprisionados hubieran neutralizado toda su fuerza física. Alargó las manos para propinar por lo menos un puñetazo a aquel hijo de puta, pero Vazzi retrocedió, y aunque dio un pequeño salto no pudo imprimir impulso a sus brazos.
Vazzi lo miró en silencio, despectivo.
—Sabemos que eres un tipo muy violento —le dijo—, pero ahora tendrás que usar la cabeza. Aquí la fuerza no te va a servir de nada.
Skannet pareció aceptar el consejo. Estaba pensando a ritmo acelerado. Si lo hubieran querido matar ya lo hubieran hecho. Aquello era un medio de intimidación para obligarle a hacer algo. Pues muy bien, accedería a hacerlo, y en adelante tomaría precauciones. De una cosa estaba seguro. Athena no tenía nada que ver con todo aquello. Hizo caso omiso de Vazzi y se dirigió al hombre sentado en el sofá.
—¿Quién es usted? —le preguntó.
—Quiero que hagas unas cuantas cosas —dijo Cross—, y después podrás volver a casa en tu automóvil.
—Y si no las hago me torturarán, ¿verdad? —preguntó Skannet riéndose.
Estaba empezando a pensar que aquello parecía una disparatada escena de Hollywood, una mala película que estaban utilizando unos estudios cinematográficos.
—No —contestó Cross—. Nada de torturas. Quiero que te sientes junto a esa mesa y que me escribas cuatro cartas. Una a los Estudios LoddStone, prometiendo no aparecer nunca más por allí. Otra a Athena Aquitane, disculpándote por tu anterior conducta y jurando no volver a acercarte a ella nunca más. Otra a la policía, confesando que compraste ácido para atacar de nuevo a tu mujer, y otra a mí revelándome el secreto sobre tu mujer. Muy sencillo.
Skannet dio un salto hacia Cross, pero uno de los hombres propinó un empujón y lo hizo caer sobre el otro lado del sofá.
—No lo toquéis ordenó severamente Cross.
Skannet se levantó apoyándose en los brazos. Cross señaló el escritorio donde había un cuadernillo de papel.
—¿Dónde está Athena? —preguntó Skannet.
—No está aquí —contestó Cross—. Todos fuera menos Lia —añadió.
Los demás hombres abandonaron la estancia.
—Ve a sentarte junto al escritorio —le dijo Cross a Skannet. Skannet obedeció.
—Quiero hablar contigo muy en serio —le dijo Cross—. Deja de demostrarnos lo fuerte que eres. Quiero que me escuches. No cometas ninguna tontería. Tienes las manos libres y eso te podría subir los humos. Sólo quiero que escribas estas cartas y serás libre.
—¡Váyase a la mierda! —contestó Skannet.
Cross se volvió hacia Vazzi.
—Es inútil perder el tiempo —le dijo—. Acaba con él.
Cross no había levantado la voz, pero en su indiferencia se advertía una siniestra amenaza. En aquel momento Skannet se sintió invadido por una sensación de miedo que no experimentaba desde pequeño. Comprendió por primera vez el significado de la presencia de todas aquellos hombres en el pabellón de caza y se dio cuenta de que todas las fuerzas estaban dirigidas contra él. Lia Vazzi aún no se había movido.
—De acuerdo —dijo Skannet—. Lo haré.
Cogió una hoja de papel y empezó a escribir. Escribió las cartas con la mano izquierda, astutamente. Como algunos excelentes deportistas, era capaz de escribir casi tan bien con una mano como con la otra. Cross se acercó por detrás para mirar. Skannet, avergonzado de su repentina cobardía, apoyó firmemente los pies en el suelo, se pasó con agilidad la pluma a la mano derecha y se levantó de golpe para pinchar el rostro de Cross, confiando en alcanzar al muy hijo de puta en un ojo. Entró rápidamente en acción, alargó el brazo, inclinó el tronco hacia delante y se llevó una sorpresa al ver que Cross no había tenido la menor dificultad en situarse fuera de su alcance. Aún así, Skannet trató de moverse con los grilletes de los tobillos.
Cross lo miró tranquilamente.
—Todo el mundo tiene derecho a una oportunidad —dijo—. Tú ya la has tenido. Ahora deja la pluma y dame los papeles.
Cuando se los hubo dado, Cross estudió las hojas de papel.
—No me has dicho el secreto —dijo.
—No quiero ponerlo por escrito. Que se vaya este tío —dijo Skannet, señalando a Vazzi— y se lo diré.
Cross le entregó las hojas de papel a Lia.
Guárdalas le ordenó. Vazzi abandonó la estancia.
—Bueno —le dijo Cross a Skannet—, vamos a oír el gran secreto. Vazzi salió del pabellón de caza y fue corriendo los cien metros que lo separaban del bungalow que ocupaba Leonard Sossa. Sossa estaba esperando. Estudió las hojas de papel y dijo en tono exasperado:
—Eso está escrito con la mano izquierda, y yo no puedo hacer escritos con la mano izquierda. Cross lo sabe.
—Vuélveles a echar un vistazo —dijo Vazzi—. Ha intentado pinchar a Cross con la mano derecha.
Sossa volvió a estudiar las páginas.
—Sí —dijo—. El tipo no es zurdo. Os está tomando el pelo.
Vazzi cogió las hojas; regresó al pabellón de caza y entró en la biblioteca. Al ver la cara de Cross, comprendió que había ocurrido algo. Cross parecía perplejo, y Skannet estaba tendido en el sofá con las piernas arrojadas sobre uno de los brazos del sofá, mirando hacia el techo con una sonrisa en los labios.
—Estas cartas no son buenas —dijo Vazzi—. Las ha escrito con la mano izquierda y el experto dice que no es zurdo.
—Creo que eres demasiado duro y yo no puedo doblegarte —le dijo Cross a Skannet—. No consigo asustarte. No puedo obligarte a hacer lo que yo quiero. Me rindo.
Skannet se levantó del sofá y le dijo maliciosamente a Cross:
—Pero lo que le he dicho es cierto. Todo el mundo se enamora de Athena; pero nadie la conoce como yo.
—Tú tampoco la conoces —dijo Cross en un susurro—. Ni me conoces a mí.
Se acercó a la puerta e hizo unas señas con la mano. Cuatro hombres entraron en la estancia. Cross le dijo.
—Lia Ya sabéis lo que quiero. Si no me lo da, ya os podéis deshacer de él —añadió, retirándose de la estancia.
Lia Vazzi lanzó un sonoro suspiro de alivio. Admiraba a Cross, lo había obedecido gustosamente durante todos aquellos años, pero le parecía que tenía demasiada paciencia. Cierto que uno de los grandes Dones de Sicilia destacaban por su paciencia, pero sabían cuándo decir basta. Vazzi temía que la debilidad de carácter de Cross, típicamente, americana, le impidiera alcanzar la grandeza. Vazzi se volvió hacia Skannet y le dijo con una voz más suave que la seda.
—Ahora tú y yo vamos a empezar.
Se volvió hacia los cuatro hombres:
—Atadle los brazos, pero con mucho cuidado. No le hagáis daño.
Los cuatro hombres se abalanzaron sobre Skannet. Uno de ellos sacó unas esposas, y a los pocos segundos quedó totalmente inmovilizado. Vazzi lo hizo caer al suelo de rodillas y los otros hombres lo obligaron a no moverse de su sitio.
—La comedia ha terminado —le dijo Vazzi a Skannet—. Vas a escribir las cartas con la mano derecha, o puedes negarte a hacerlo.
Uno de los hombres sacó un enorme revólver y una caja de balas y se lo entregó todo a Lia, quien cargó el revólver y le mostró cada una de las balas a Skannet. Se acercó a la ventana y disparó hacia el bosque hasta vaciar el cargador. Después regresó junto a Skannet y cargó el revólver con una cápsula. Luego hizo girar el tambor y colocó el arma bajo la nariz de Skannet.
—No sé dónde está la bala —dijo—. Tú tampoco lo sabes. Si te niegas a escribir las cartas, apretaré el gatillo. Bueno, ¿sí o no?
Skannet le miró a los ojos sin contestar. Lia apretó el gatillo.
Sólo se oyó el clic de la cámara vacía. Lia asintió con semblante satisfecho.
—Quería que ganaras tú —le dijo a Skannet.
Echó un vistazo al tambor y colocó la cápsula en la primera cámara. Se acercó a la ventana y disparó. La explosión pareció sacudir la estancia. Lia regresó a la mesa, sacó otra bala de la caja, volvió a cargar el revólver e hizo girar el tambor.
—Vamos a probar otra vez —dijo.
Colocó el revólver bajo la barbilla de Skannet, pero esta vez Skannet pegó un respingo.
—Llama a tu jefe —dijo—. Le puedo decir unas cuantas cosas mas.
—No —replicó Lia—, ya basta de idioteces. Contesta sí o no.
Skannet contempló los ojos de Lia y no vio en ellos una amenaza sino una dolorosa pesadumbre.
—De acuerdo —dijo—, escribiré.
Inmediatamente lo levantaron y sentaron junto al escritorio. Vazzi se acomodó en el sofá mientras Skannet escribía. Después cogió las hojas de papel y regresó al bungalow de Sossa.
—¿Ahora está bien? —le preguntó.
—Muy bien —contestó Sossa.
Vazzi regresó al pabellón de caza e informó a Cross. Después se dirigió a la biblioteca y le dijo a Skannet.
—Ya hemos terminado. Ahora mismo me arreglo y me devuelvo a Los Ángeles.
Después acompañó a Cross a su automóvil.
—Ya sabes todo lo que tienes que hacer —le dijo Cross—. Espera hasta mañana. Para entonces yo ya estaré de regreso en Las Vegas.
—No te preocupes —dijo Vazzi—. Pensé que no conseguiríamos hacerle escribir. Es más tozudo que una mula.
Observó el preocupado rostro de Cross.
—¿Qué te ha dicho mientras yo no estaba? —preguntó—. ¿Es algo que me conviene saber?
Cross contestó con una amargura salvaje que Vazzi jamás había observado en él.
—Hubiera tenido que matarle enseguida. Hubiera tenido que correr el riesgo. Me fastidia que sea tan cochinamente listo.
—Bueno —dijo Vazzi—, ahora ya está hecho.
Vio a Cross cruzar la verja. Fue uno de los pocos momentos en diez años que sintió añoranza de Sicilia. En Sicilia los hombres jamás se apenaban tanto por un secreto de mujer, y en Sicilia jamás se hubiera armado todo aquel jaleo. Skannet ya llevaría mucho tiempo criando malvas.
Al rayar el alba, una furgoneta cerrada se acercó al pabellón de caza.
Lia Vazzi fue a recoger las notas de suicidio falsificadas por Leonard Sossa y colocó a éste en el vehículo que lo devolvería a Topanga Canyon. Después limpió y arregló el bungalow, quemó las cartas que Skannet había escrito y eliminó todas las huellas de la presencia de una persona. Leonard Sossa no había visto en ningún momento ni a Skannet ni a Cross durante su estancia en aquel lugar.
Lia Vazzi se preparó entonces para la ejecución de Boz Skannet. Seis hombres participarían en la operación. Le habían vendado los ojos y amordazado, y lo habían obligado a subir a la furgoneta. Dos de los hombres subieron al vehículo con él. Skannet estaba completamente inmovilizado de pies y manos. Otro hombre conducía la furgoneta, y un cuarto llevaba la escopeta de caza del conductor. El quinto hombre iba al volante del coche de Skannet. Lia Vazzi y el sexto hombre ocupaban el vehículo que encabezaría la marcha.
Lia Vazzi contempló cómo surgía el sol lentamente de las sombras de las montañas. La caravana de vehículos recorrió casi cien kilómetros y después se adentró en un camino del bosque.
La caravana se detuvo por fin. Vazzi indicó exactamente cómo debería estar aparcado el vehículo de Skannet. Después mandó sacar a Skannet de la furgoneta. Éste no opuso la menor resistencia y parecía haber aceptado su destino. Bueno, al final lo ha comprendido, pensó Vazzi.
Vazzi sacó la cuerda del interior del coche, midió cuidadosamente la longitud y sujetó uno de los extremos a una gruesa rama de un árbol cercano. Dos hombres sostenían en pie a Skannet para que Vazzi le pudiera colocar el lazo corredizo alrededor del cuello. Vazzi cogió las dos notas de suicidio falsificadas por Leonard Sossa y las introdujo en el bolsillo de la chaqueta de Skannet.
Fueron necesarios cuatro hombres para colocar a Skannet sobre la capota de la furgoneta. Lia Vazzi agitó entonces el pulgar de una mano en dirección al conductor. La furgoneta salió disparada, y Skannet voló de la capota y quedó colgando en el aire. El ruido de su cuello al romperse resonó por el bosque. Vazzi examinó el cadáver y le quitó las esposas y los grilletes. Los otros hombres le libraron de la venda de los ojos y de la mordaza. Tenía unos pequeños arañazos alrededor de la boca, pero después de un par de días colgando de la rama de un árbol no tendrían ninguna importancia. Estudió los brazos y las piernas por si hubiera alguna señal de atadura. Se veían unas ligeras marcas pero no serían determinantes. Estaba satisfecho. No sabía si daría resultado; pero se había hecho todo lo que Cross había ordenado.
Dos días después, tras recibir una llamada anónima, el sheriff del condado encontró el cadáver de Skannet. Tuvo que asustar a un inquisitivo oso pardo que estaba golpeando la cuerda para que el cuerpo oscilara hacia delante y hacia atrás. Cuando llegó el forense con sus ayudantes, éstos observaron que la putrefacta piel del cadáver estaba comida por los insectos.