Cuando Cross cumplió veintiún años, Pippi de Lena empezó impacientarse en su afán por conseguir que el muchacho siguiera su destino. Lo más importante en la existencia de un hombre, a juicio de todo el mundo, era que se ganara la vida. Un hombre tenía que ganarse el pan, buscarse un techo bajo el cual cobijarse, comprarse ropa y alimentar a sus hijos. Para poder hacerlo sin innecesarios sufrimientos, un hombre tenía que ejercer cierto poder. Por consiguiente estaba tan claro como el agua que Cross tendría que ocupar un lugar en la familia Clericuzio. Para ello era de todo punto necesario que el chico se cargara a alguien.
Cross gozaba de buena fama dentro de la familia. La respuesta que le había dado a Dante al decirle éste que Pippi era un Martillo había sido citada a menudo por Don Domenico, el cual saboreaba las palabras casi con arrobamiento. Yo no lo sé. Tú tampoco lo sabes. Nadie lo sabe. ¿De dónde coño has sacado ese maldito gorro? ¡Qué respuesta!, exclamaba el Don, extasiado. Un chico tan joven ya tan discreto e ingenioso, qué gran honor para su padre. Tenemos que darle una oportunidad a este chico. Pippi había sido debidamente informado y sabía que había llegado el momento.
Empezó a preparar a Cross Le encargó varios cobros difíciles que exigían el uso de la fuerza. Repasó con él la antigua historia de la familia y le explicó de qué manera se llevaban a cabo las operaciones.
—Nada de fantasías —le dijo—. Pero si tenías que hacer alguna fantasía, lo primero era planificarla con todo detalle. Delimitabas una pequeña zona geográfica y pillabas al objetivo en aquella zona. Primero vigilancia, después coche y hombre de ataque, después bloqueo de coches por si hubiera algún perseguidor, y finalmente paso temporal a la clandestinidad para que no te pudieran interrogar enseguida. Muy sencillo. Los trabajos de fantasía exigían fantasía. Podías inventarte lo que te diera la gana pero tenías que arroparlo con una sólida planificación. Las fantasías sólo se utilizaban cuando no había más remedio.
Incluso le enseñó algunas palabras en clave. Una comunión era la desaparición del cuerpo de la víctima; un trabajo de fantasía. Una confirmación era el hallazgo del cuerpo. Un trabajo sencillo.
Pippi le facilitó a Cross una información completa sobre la familia Clericuzio. Le describió su ascenso al poder tras su encarnizada guerra con la familia Santadio. No reveló el papel que él había desempeñado en aquella guerra y no entró en demasiados detalles. En lugar de ello elogió la actuación de Giorgio, Vincent y Petie. Pero por encima de todo, elogió a Don Domenico por su previsión y su crueldad.
Los Clericuzio habían tejido muchas redes, pero la más vasta de todas ellas era la de los juegos de azar, incluidas todas las modalidades de juego de casino y de juego ilegal de Estados Unidos. Ejercían una sutil influencia en los casinos nativos americanos y una influencia más acusada en las apuestas deportivas, que eran legales en Nevada e ilegales en el resto del país. La familia era propietaria de fábricas de máquinas tragaperras, tenía intereses en las fábricas de dados y naipes, en las empresas proveedoras de vajillas y cuberterías, y en todas las lavanderías que prestaban sus servicios a los hoteles-casinos. El juego era la joya más fulgurante de su imperio y habían organizado una gran campaña de promoción en favor de la legalización del juego en todos los estados de la unión, sobre todo de las apuestas deportivas, que según los estudios realizados eran las que mayores ganancias les reportarían.
La legalización del juego en todo el territorio de Estados Unidos por medio de una ley de ámbito federal se había convertido en el Santo Grial de la Familia Clericuzio. Si conseguían su objetivo controlarían no sólo los casinos y las loterías sino también las apuestas deportivas fútbol, béisbol, baloncesto y todos los demás deportes. Éstos eran sagrados en Estados Unidos y las apuestas, una vez legalizadas, se convertirían también en algo sagrado. Los beneficios serían enormes.
Giorgio, cuya empresa gestionaba algunas loterías estatales, había hecho un cálculo aproximado de las cifras. En la Super Bowl se apostaba en todo el territorio de Estados Unidos un mínimo de dos mil millones de dólares. En las apuestas deportivas legales de Nevada se superaban ya los cincuenta millones. La Serie Mundial de béisbol profesional totalizaba otros mil millones de dólares, según los partidos que sé jugaran. El baloncesto reportaba unas cantidades muy inferiores, pero muchos partidos decisivos reportaban otros mil millones, y eso sin contar las apuestas diarias durante la temporada.
En cuanto se legalizara el juego, los ingresos se podrían duplicar e incluso triplicar fácilmente por medio de loterías especiales y combinaciones de apuestas excepto en la Super Bowl, en la que se multiplicarían por diez e incluso se podrían llegar a obtener unos beneficios netos diarios de mil millones de dólares. El total podría alcanzar los cien mil millones de dólares, y lo mejor de todo sería que en ello no intervendría para nada la productividad y que los únicos gastos corresponderían a la comercialización y la administración. Menudo negocio para la familia Clericuzio, unos beneficios de por lo menos cinco mil millones de dólares anuales…
La familia Clericuzio tenía la suficiente experiencia, las conexiones políticas y la fuerza física necesarias para poder controlar una buena parte del mercado. Giorgio tenía unos gráficos en los que se mostraban los complicados premios que se podrían establecer en torno a los grandes acontecimientos deportivos. El juego sería un poderoso imán que atraería el dinero de la impresionante mina de oro del pueblo norteamericano.
El juego era por tanto una actividad de bajo riesgo y con un enorme potencial de desarrollo. Para alcanzar el objetivo de la legalización del juego no se repararía en gastos, e incluso se había considerado la posibilidad de correr mayores riesgos.
Pero la familia también se enriquecía con los ingresos derivados del tráfico de droga, aunque sólo a un nivel muy alto pues era una actividad excesivamente arriesgada. Controlaba la marcha del negocio en Europa, facilitaba protección política e intervención judicial y blanqueaba el dinero. Su posición en el tráfico de droga era legalmente inexpugnable y muy rentable. Colocaba el dinero negro en una cadena de bancos europeos y en unos cuantos de Estados Unidos, y pasaba por encima de la estructura legal.
A pesar de todo, le advirtió Pippi a su hijo, algunas veces se tenía que correr algún riesgo y utilizar mano dura. En tales ocasiones la familia actuaba con la máxima discreción y con una crueldad que garantizaba resultados definitivos. Y era entonces cuando tenías que ganarte la buena vida que llevabas, era entonces cuando verdaderamente te ganabas el pan de cada día.
Poco después de haber cumplido los veintiún años, Cross fue puesto finalmente a prueba.
Uno de los más preciados activos políticos de la familia Clericuzio era el gobernador del estado de Nevada, un tal Walter Wavven. Tenía cincuenta y tantos años, era alto y desgarbado y llevaba siempre un sombrero vaquero, pero iba vestido con impecables trajes confeccionados a la medida. Wavven era un hombre extraordinariamente apuesto; y a pesar de su condición de casado mostraba un insaciable apetito por el otro sexo. Disfrutaba también con los placeres de la buena mesa y la bebida, le encantaban las apuestas deportivas y era un entusiasta jugador de casino. Sin embargo respetaba demasiado la opinión pública como para exhibir tales rasgos o exponerse a las seducciones románticas. De ahí que utilizara a Alfred Gronevelt y el hotel Xanadu para satisfacer sus apetitos, preservando al mismo tiempo su imagen personal y política de hombre temeroso de Dios y acérrimo defensor de los tradicionales valores de la familia.
Gronevelt había captado muy pronto las dotes especiales de Wavven y le había proporcionado la base económica necesaria para subir los peldaños de la escala política. En cuanto se convirtió en gobernador de Nevada, Wavven manifestó su deseo de disfrutar de un fin de semana de descanso y Gronevelt le ofreció una de sus preciadas villas.
Las villas habían sido la mejor idea de Gronevelt.
Gronevelt había llegado a Las Vegas cuando la ciudad no era más que un lugar de juego de los vaqueros del Oeste. Inmediatamente había empezado a estudiar el juego y a los jugadores, como un gran científico hubiera podido estudiar un insecto muy importante en la cadena de la evolución de las especies. El único misterio que jamás se podría resolver era el del porqué los hombres inmensamente ricos perdían el tiempo jugando para ganar un dinero que no necesitaban. Gronevelt llegó a la conclusión de que lo hacían para disimular otros vicios o porque necesitaban conquistar el destino, pero por encima de todo para exhibir su superioridad ante sus congéneres. Por consiguiente, se dijo, cuando juegan se les tiene que tratar como si fueran dioses y dejarles jugar como a los dioses, o como a los reyes de Francia en Versalles.
Gronevelt invirtió cien millones de dólares en la construcción de siete lujosas villas y un casino parecido a un joyero en los terrenos del hotel Xanadu. (Con su habitual previsión, había comprado mucho más terreno del que necesitaba el Xanadu). Las villas eran unos pequeños palacios, en cada uno de los cuales podían dormir seis parejas, no en simples suites sino en seis apartamentos distintos. El mobiliario era lujosísimo, y había alfombras anudadas a mano, suelos de mármol, cuartos de baño con grifería de oro, y ricas colgaduras en las paredes. Los comedores y las cocinas eran atendidos por el personal de servicio del hotel. Los más modernos equipos audiovisuales convertían las salas de estar en auténticos cines, y los muebles bar albergaban los mejores vinos y licores y una caja de ilegales puros habanos. Cada villa disponía de una piscina al aire libre y de un jacuzzi. Todo gratis para el jugador.
En la zona especial de seguridad en la que se levantaban las villas había un pequeño casino ovalado llamado La Perla, donde los grandes jugadores podían jugar en privado, y en el que la apuesta mínima de bacará subía a mil dólares. Las fichas de ese casino también eran distintas. La ficha negra de cien dólares era la más baja. La ficha de quinientos dólares era blanca, con un adorno de hilo de oro; la de mil dólares era azul, con franjas doradas y la de diez mil dólares era una pieza de diseño exclusivo, un brillante auténtico, incrustado en el centro de la superficie de oro. Como una atención especial a las damas, la rueda de la ruleta cambiaba las fichas de cien dólares por fichas de cinco dólares.
Era asombroso ver de qué forma los hombres y mujeres inmensamente ricos picaban aquel anzuelo. Gronevelt calculaba que todos aquellos extravagantes clientes que gozaban de servicios gratuitos le costaban al hotel cincuenta mil dólares semanales. Pero tales gastos se cancelaban en las declaraciones de la renta. Además, los precios de todas las partidas estaban inflados. Las cuentas (Gronevelt llevaba una contabilidad aparte) demostraban que la villa reportaba unos beneficios de un millón de dólares semanales. Los lujosos restaurantes que servían a los clientes de las villas y a otros clientes importantes del hotel también obtenían beneficios gracias a las cancelaciones. En el apartado de gastos, una cena para cuatro costaba más de mil dólares, pero puesto que los clientes no pagaban, la suma se cancelaba y se incluía en la partida de gastos de la empresa. Y puesto que la cena no le costaba al hotel más de cien dólares, incluyendo los gastos de personal, también se obtenía un beneficio.
Las siete villas eran para Gronevelt algo así como unas coronas, que él colocaba sobre las cabezas de los jugadores que arriesgaban mucho dinero o le reportaban al hotel unas ganancias de más de un millón de dólares durante sus dos o tres días de estancia. Daba igual que ganaran o perdieran, lo importante era que jugaran dicha cantidad y que fueran diligentes en el pago de las deudas anotadas en los marcadores, so pena de que los enviaran inmediatamente a una de las suites del hotel propiamente dicho, que pese a ser muy lujosas no podían compararse en modo alguno con las villas.
Pero había algo más. Las villas eran el lugar donde destacados hombres públicos podían llevar a sus amantes o sus amigos homosexuales y entregarse al juego en un completo anonimato. Por extraño que pudiera parecer, había muchos titanes de los negocios, hombres valorados en cientos de millones de dólares, que a pesar de tener esposas y amantes se sentían muy solos y ansiaban la compañía de mujeres simpáticas y despreocupadas. Gronevelt les proporcionaba las beldades que necesitaban.
El gobernador Walter Wavven era uno de aquellos hombres, y la única excepción a la regla de Gronevelt sobre los beneficios de un millón de dólares. Jugaba cantidades muy moderadas, que además procedían de una bolsa que el propio Gronevelt le facilitaba en privado, y cuando sus marcadores superaban cierta cantidad, la suma quedaba retenida para su pago a través de futuras ganancias.
Wavven acudía al hotel para relajarse, jugar al golf en el campo del Xanadu, tomar unas copas y cortejar a las beldades que le facilitaba Gronevelt.
Gronevelt jugaba a muy largo plazo con el gobernador. En veinte años jamás le había pedido directamente un favor, sólo la posibilidad de exponer sus argumentos en defensa de unas medidas legales capaces de mejorar el negocio de los casinos de Las Vegas. La mayoría de las veces se imponían sus criterios, y en las ocasiones en que no era así, el gobernador le facilitaba una detallada explicación de las realidades políticas que habían impedido el triunfo de sus puntos de vista. Pero en cualquier caso, el gobernador le prestaba un importante servicio, presentándole a los influyentes jueces y políticos capaces de doblegarse a cambio de crecidas sumas de dinero.
En lo más hondo de su corazón y en contra de todas las probabilidades, Gronevelt abrigaba la secreta esperanza de que el gobernador Walter Wavven llegara a convertirse algún día en presidente de Estados Unidos. Entonces las recompensas serían enormes.
Pero el destino frustra a veces los planes de los más astutos, tal como Gronevelt sabía muy bien. Los más insignificantes mortales podían convertirse en la causa de un desastre para los poderosos. En aquel caso en concreto, la causa fue un chico de veinticinco años que se convirtió en amante de la hija mayor del gobernador, una encantadora muchacha de dieciocho.
El gobernador estaba casado con una guapa e inteligente mujer cuyos puntos de vista políticos eran más liberales que los suyos, a pesar de que ambos funcionaban muy bien en equipo. Tenían tres hijos, y su familia era un importante factor político para el gobernador. Marcy, su hija mayor, estudiaba en la Universidad de Berkeley, que ella y su madre habían elegido en contra de los criterios del gobernador.
Libre de las rigideces de su politizado ambiente doméstico, Marcy se entusiasmó con la libertad que se respiraba en la universidad, su orientación política de izquierdas, su apertura a la nueva música y las sensaciones que ofrecía la droga. Su interés por el sexo era tan acusado como el de su padre, y era lógico que, con la ingenuidad y la tendencia natural hacia la justicia propias de los jóvenes, sus simpatías se dirigieran a los pobres, la clase obrera y las minorías oprimidas. Por si fuera poco se enamoró de la pureza del arte, y no tuvo nada de extraño que empezara a relacionarse con estudiantes que se dedicaban a la poesía y la música. Tampoco lo tuvo el hecho de que, después de unos cuantos encuentros fortuitos, se enamorara de un compañero de estudios que escribía obras de teatro, rascaba la guitarra y era más pobre que una rata.
Se llamaba Theo Tatoski, era guapo, moreno y parecía ideal para un idilio universitario. Pertenecía a una familia católica cuyos miembros trabajaban en las fábricas de automóviles de Detroit y siempre juraba, con el aliterado ingenio propio de los poetas, que antes prefería follar que colocar un guardabarros. Pese a ello trabajaba por horas para pagarse los estudios y se tomaba a sí mismo muy en serio, aunque semejante circunstancia quedaba atenuada por su innegable talento.
Marcy y Theo fueron inseparables durante dos años. Ella llevó a su novio a conocer a su familia en la residencia oficial del gobernador, y le encantó que él no se sintiera en modo alguno intimidado en presencia de su padre. Más tarde, en su dormitorio de la mansión, Theo le comentó a Marcy que su padre era el típico farsante.
Es posible que el joven hubiera detectado la condescendiente actitud de los padres de Marcy. El gobernador y su mujer se habían mostrado de lo más amable y cortés con él, afanosos por agasajar al elegido de su hija, por más que en su fuero interno deploraran aquella unión tan desacertada. La madre no estaba preocupada, porque sabía que el encanto de Theo se disiparía en cuanto su hija madurara. El padre estaba un poco nervioso pero trataba de disimularlo con una afabilidad fuera de lo común, incluso en un político. A fin de cuentas, el gobernador era un acérrimo defensor de la clase trabajadora, según su programa político, y la madre había recibido una educación liberal. El idilio con Theo serviría para ampliar los horizontes vitales de Marcy. Mientras tanto, Marcy y Theo vivían juntos y tenían previsto casarse cuando se graduaran. Theo escribiría e interpretaría sus propias obras, Marcy sería su musa y trabajaría como profesora de literatura.
Una relación estable. Los jóvenes no estaban demasiado pillados por la droga y sus relaciones sexuales no eran gran cosa. El gobernador pensaba incluso que en el peor de los casos la boda de su hija le favorecería políticamente, pues con ello demostraría a los electores que a pesar de sus purísimos antecedentes blancos, anglosajones y protestantes, y de su cultura y riqueza, aceptaba democráticamente a un yerno de la clase obrera.
Todos se adaptaron a la vulgaridad de la situación. Los padres se hubieran conformado con que Theo no fuera tan pelmazo.
Pero los jóvenes son perversos. En su último año de estudios Marcy se había enamorado de un compañero que era rico y para sus padres más socialmente aceptable que Theo, pero quiso conservar la amistad de éste. Le parecía emocionante hacer juegos malabares con dos amantes a la vez, sin cometer el pecado técnico del adulterio. En su ingenuidad, semejante comportamiento la hacía sentirse una persona singular.
La sorpresa se la dio Theo, que reaccionó ante la situación no como un tolerante radical de Berkeley sino como un ignorante palurdo polaco. A pesar de su bohemia poética y musical, de las enseñanzas de sus profesores feministas y de toda la atmósfera de laissez faire sexual que imperaba en Berkeley, se puso terriblemente celoso.
La airada excentricidad de Theo siempre había sido uno de los rasgos más característicos de su encanto juvenil. En sus conversaciones, a menudo adoptaba la posición revolucionaria, según la cual el hecho de hacer saltar por los aires a cien personas inocentes es un precio insignificante a cambio de una futura sociedad más libre. Pero Marcy sabía que Theo jamás hubiera hecho nada semejante. Una vez regresaron a su apartamento tras dos semanas de vacaciones y se encontraron en su cama unas crías de ratón. Theo se limitó a dejar a las minúsculas criaturas en la calle sin hacerles el menor daño. A Marcy le pareció conmovedor.
Sin embargo, cuando descubrió la existencia del otro amante de Marcy, Theo la abofeteó. Después rompió a llorar y le pidió perdón. Y ella lo perdonó. Las relaciones amorosas con él le seguían gustando, en realidad más que antes; pues el hecho de que él conociera su traición aumentaba su poder. Poco a poco, Theo fue adoptando actitudes cada vez más violentas. Discutían continuamente, la vida en común ya no resultaba tan satisfactoria como antes, y al final Marcy abandonó el apartamento.
Su segundo amante desapareció. Tuvo unas cuantas aventuras, pero ella y Theo seguían siendo amigos y de vez en cuando se acostaban juntos. Marcy tenía previsto trasladarse al Este y hacer el master en alguna universidad de la Ivy League, y Theo se trasladó a Los Ángeles para escribir obras teatrales y buscar algún trabajo de guionista cinematográfico. Un pequeño grupo teatral tenía previsto ofrecer tres representaciones de una pequeña comedia musical escrita por él. Theo invitó a Marcy a verla.
Marcy voló a Los Ángeles. La obra era tan mala que la mitad del público abandonó la sala. Aquella noche Marcy se quedó en el apartamento de Theo para consolarlo.
Jamás se pudo aclarar lo que ocurrió aquella noche. Sólo se pudo establecer que, a primeras horas de la mañana, Theo apuñaló mortalmente a Marcy, clavándole un cuchillo en cada ojo. Después se apuñaló el estómago y llamó a la policía, que llegó a tiempo para salvar su vida pero no la de Marcy.
Como era de esperar, el juicio se convirtió en un gran acontecimiento para los medios de difusión de California. Una hija del gobernador de Nevada asesinada por un poeta obrero que había sido su amante a lo largo de tres años, y al que posteriormente ella había abandonado.
La abogada de la defensa fue Molly Flanders, especializada, en delitos pasionales, para quien aquel trabajo sería su último caso penal antes de pasar a dedicarse a asuntos relacionados con el medio del espectáculo. Su táctica fue muy clásica. Aportó varios testigos para demostrar que Marcy había tenido por lo menos dos amantes mientras seguía manteniendo relaciones con Theo, el cual estaba convencido de que se iba a casar con ella. La rica representante de la alta sociedad era una mujer muy ligera de cascos que no había tenido el menor reparo en abandonar a su sincero enamorado de la clase obrera, como consecuencia de lo cual la mente de éste había sufrido un trastorno. Flanders alegó enajenación mental transitoria. La frase más lograda (escrita para Molly por Claudia de Lena) decía. Nunca será responsable de lo que hizo. Una frase que hubiera provocado la ira de Don Clericuzio.
Theo puso la debida cara de pena durante su declaración. Sus padres, fervientes católicos, consiguieron convencer a poderosos representantes del clero de California para que apoyaran su causa y declararon que Theo había renunciado a su anterior hedonismo y había manifestado su deseo de hacerse cura. Se subrayó el hecho de que Theo hubiera intentado quitarse la vida, prueba evidente de su remordimiento y por tanto de su enajenación mental, como si ambas cosas guardaran relación entre sí. Todo ello barnizado con la retórica de Molly Flanders, quien describió en encendidos términos la gran aportación que podría hacer Theo a la sociedad si no fuera castigado por aquel acto de locura provocado por una mujer de dudosa moralidad que había roto el corazón de un pobre obrero. Una chica rica y atolondrada que ahora, por desgracia, había muerto.
A Molly Flanders le encantaban los miembros de los jurados de California. Inteligentes, lo bastante cultos como para comprender los matices de los traumas psiquiátricos y expuestos a los efectos de la cultura superior del teatro, el cine, la música y la literatura, que vibraban y se identificaban con el acusado. Cuando Molly Flanders terminaba con ellos, el resultado era infalible. Theo fue declarado inocente por enajenación mental transitoria. Inmediatamente firmó un contrato para intervenir en una miniserie basada en su vida, no como principal protagonista sino como actor secundario en un papel de cantante que interpreta sus propias composiciones a modo de hilo conductor de la historia. Fue un final plenamente satisfactorio de una tragedia moderna.
Sin embargo los efectos sobre el gobernador Walter Wavven, el padre de la chica, fueron devastadores. Alfred Gronevelt comprendió que estaba a punto de perder su inversión de veinte años, pues en la intimidad de su villa el gobernador Wavven le había anunciado su propósito de no presentarse a la reelección. ¿De qué servía el poder si cualquier basura blanca de mierda podía apuñalar mortalmente a su hija, casi cercenarle la cabeza y quedar en libertad como si tal cosa? Y lo peor de todo era el hecho de que su amada hija hubiera sido arrastrada por los periódicos y la televisión como una puta asquerosa que merecía morir.
Hay tragedias en la vida que no se pueden curar, y para el gobernador ésa fue una de ellas. Se pasaba el mayor tiempo posible en el hotel Xanadu, pero había perdido su antigua afición a las juergas. No le interesaban ni las coristas ni los dados. Se limitaba a beber y a jugar al golf, lo cual le planteaba a Gronevelt un problema muy delicado.
Se identificaba profundamente con el problema del gobernador. No se puede cultivar a un hombre durante veinte años, aunque sea por interés, sin sentir cierto afecto por él. Pero la realidad era que si el gobernador Wavven abandonaba la política, ya no sería un activo clave y carecería de potencial futuro. Era simplemente un hombre que se estaba destruyendo a golpe de borrachera. Además jugaba con tal desinterés que Gronevelt ya tenía doscientos mil dólares anotados en sus marcadores. Había llegado por tanto el momento de tener que negarle al gobernador el uso de una villa. Le ofrecería una suite de lujo en el hotel, por supuesto, pero sería un descenso de categoría. No obstante, antes de hacerlo, Gronevelt llevó a cabo un último intento de rehabilitación.
Convenció al gobernador de que se reuniera con él una mañana para jugar al golf. Para completar las dos parejas, reclutó a Pippi de Lena y a su hijo Cross. Pippi poseía un sarcástico ingenio, muy del gusto del gobernador, y Cross era un joven tan guapo y educado que los mayores siempre agradecían su compañía. Cuando finalizó el partido se fueron a almorzar a la villa del gobernador.
Wavven había adelgazado mucho y ya no cuidaba su aspecto. Llevaba una sudadera llena de manchas y un gorro de béisbol con el logotipo del Xanadu. Iba sin afeitar. Sonreía a menudo; pero no con una sonrisa de político sino más bien con una mueca de vergüenza. Gronevelt observó que tenía los dientes muy amarillos, y además estaba borracho como una cuba.
Gronevelt decidió lanzarse.
—Gobernador —le dijo—, estás decepcionando a tu familia, a tus amigos y a todo el pueblo de Nevada. No puedes seguir así.
—Por supuesto que puedo —replicó Walter Wavven—. Que se vaya a la mierda el pueblo de Nevada. ¿A quién le importa?
—A mí —contestó Gronevelt—. Yo te aprecio. Yo reuniré el dinero para que te presentes candidato al Senado en las próximas elecciones.
—¿Y por qué coño tendría que hacerlo? —preguntó el gobernador—. Eso ya no significa nada en este maldito país. Soy gobernador del gran estado de Nevada y un hijo de puta asesina a mi hija y queda en libertad. Y yo tengo que aguantarlo. La gente cuenta chistes sobre mi hija muerta y reza por el asesino. ¿Sabes por qué rezo yo? Para que una bomba atómica borre de la faz de la tierra este cochino país, y muy especialmente el estado de California.
Pippi y Cross no abrieron la boca durante la conversación. Estaban ligeramente impresionados por la vehemencia del gobernador, y además se habían dado cuenta de que Gronevelt se llevaba algo entre manos.
—Tienes que olvidar todo eso —dijo Gronevelt—. No permitas que esta tragedia destruya tu vida.
Su hipocresía hubiera sido capaz de acabar con la paciencia de un santo.
El gobernador arrojó su gorro de béisbol al otro lado de la estancia y se preparó otro whisky en el mueble bar.
—No lo puedo olvidar —dijo—. Permanezco despierto por la noche y sueño con estrujar los ojos de ese hijo de zorra hasta que se le salten de las órbitas. Quiero meterle fuego, quiero cortarle las manos y las piernas. Pero quiero que viva para que yo pueda repetirlo una y otra vez.
Los miró con una sonrisa de borracho y estuvo a punto de caer al suelo mientras ellos contemplaban sus amarillentos dientes y aspiraban la fetidez de su aliento.
De repente, Wavven pareció serenarse. Su voz se fue calmando y habló casi en tono de conversación normal.
—¿No visteis cómo la apuñaló? —dijo—. Le clavó el cuchillo en los ojos. El juez ni siquiera permitió que los miembros del jurado vieran las fotografías, para no prejuzgar el caso. En cambio yo, su padre, las pude ver. Y el pequeño Theo es absuelto, queda en libertad y se va con una sonrisa en los labios. Le clavó a mi hija un cuchillo en los ojos, pero se levanta todas las mañanas y puede ver la luz del sol. Ojalá pudiera matarlos a todos, al juez, a los miembros del jurado, a los abogados y a todos los demás. —El gobernador volvió a llenarse el vaso y empezó a pasear furiosamente por la estancia, soltando una inconexa perorata de loco—. Yo no puedo andar por ahí y mentir sobre algo en lo que ya no creo, No lo puedo hacer mientras viva este pequeño hijo de puta. Lo senté a mi mesa, mi mujer y yo lo tratamos como a un ser humano, a pesar de que no nos gustaba. Le dimos un margen de confianza. Nunca le deis un margen de confianza a nadie. Lo tuvimos en casa, le ofrecimos una cama para que se acostara con nuestra hija, y entre tanto él se burlaba de nosotros. Me importa una mierda que seas el gobernador, debía de pensar, me importa una mierda que tengáis dinero. Me importa una mierda que seáis unos seres humanos honrados y civilizados. Mataré a vuestra hija cuando me dé la gana y vosotros no podréis impedirlo. Os humillaré a todos. Follaré con vuestra hija y después la mataré y os mandaré a tomar por culo y yo quedaré en libertad.
Wavven se tambaleó, y Cross corrió a sujetarlo. El gobernador miró hacia el alto techo decorado con ángeles de color de rosa y santos vestidos de blanco.
—Quiero verlo muerto —dijo rompiendo en sollozos—. Quiero verlo muerto.
—Walter —dijo Gronevelt con voz pausada—; todo se arreglará, deja que pase un poco de tiempo. Preséntate candidato al Senado. Te quedan por delante los mejores años de tu vida, todavía puedes hacer muchas cosas.
Wavven se apartó de Cross y le dijo a Gronevelt:
—¿Pero es que no lo entiendes?, ya no creo en la necesidad de hacer el bien. Me está prohibido decirles a los demás lo que realmente siento, no se lo puedo decir ni siquiera a mi mujer. No puedo expresar el odio que llevo dentro. Y te diré más. Los votantes me desprecian, me consideran un pobre idiota que carece de fuerza, un hombre que permite que asesinen a su hija y no es capaz de conseguir que castiguen al culpable. ¿Quién podría confiar el bienestar del gran estado de Nevada a semejante tipo? añadió con una sonrisa de desprecio. Ese pequeño hijo de puta tendría más posibilidades de ser elegido que yo. —Hizo una breve pausa—. No insistas, Alfred. No voy a presentarme candidato a nada…
Gronevelt lo estudió detenidamente. Estaba captando algo que Pippi y Cross no habían captado. El intenso dolor conducía muy a menudo a la debilidad, pero Gronevelt decidió correr el riesgo.
—Walter —dijo—, ¿te presentarás candidato al Senado si el hombre recibe su merecido? ¿Volverás a ser el de antes?
El gobernador lo miró como si no lo comprendiera. Puso los ojos ligeramente en blanco mirando a Pippi y a Cross, y después volvió a mirar a Gronevelt.
—Esperadme en mi despacho —les dijo Gronevelt a Pippi y Cross.
Pippi y Cross se retiraron en silencio. Gronevelt y el gobernador Wavven se quedaron a solas.
—Walter —dijo Gronevelt con la cara muy seria—, tú y yo vamos a hablar muy claro por primera vez en nuestras vidas. Nos conocemos desde hace veinte años. ¿Alguna vez te he parecido indiscreto? Contesta. Nadie lo sabrá. ¿Te volverás a presentar si muere ese chico?
El gobernador se acercó al bar y se preparó otro whisky.
—Me presentaré —dijo con una sonrisa en los labios— al día siguiente de haber asistido al funeral de ese chico, para demostrar que lo perdono. A mis votantes les encantará.
Gronevelt se tranquilizó. Ya estaba hecho. Lanzando un suspiro de alivio, se permitió el lujo de decir lo que pensaba.
—Primero de todo, ve a ver a tu dentista —le dijo al gobernador—. Te tienes que limpiar esa mierda de dientes.
Pippi y Cross estaban esperando a Gronevelt en la suite de su despacho del último piso del hotel. Gronevelt los acompañó a sus habitaciones para que estuvieran más cómodos y allí les reveló el contenido de su conversación con el gobernador.
—¿Pero el gobernador se encuentra bien? —preguntó Pippi.
—El gobernador no estaba tan bebido como parecía —contestó Gronevelt—. Me transmitió un mensaje sin comprometerse directamente.
—Volaré esta noche al Este —dijo Pippi—. Eso requiere el visto bueno de los Clericuzio.
—Diles que, a mi juicio, el gobernador es un hombre capaz de llegar hasta el final —dijo Gronevelt—. Hasta lo más alto. Sería un amigo muy valioso.
—Giorgio y el Don lo comprenderán —dijo Pippi—, pero tengo que explicárselo todo y conseguir el visto bueno.
Gronevelt miró a Cross sonriendo y después se volvió hacia Pippi.
—Pippi —dijo—, me parece que ya es hora de que Cross se incorpore a la familia. Creo que tendría que volar al Este contigo.
Sin embargo fue Giorgio quien decidió volar al Oeste, a Las Vegas, para la reunión. Quería que le informara directamente el propio Gronevelt, y éste llevaba diez años sin viajar.
Giorgio se instaló con sus guardaespaldas en una de las villas, a pesar de no ser un jugador importante. Gronevelt sabía hacer excepciones. Había negado el uso de las villas a poderosos políticos, gigantes de las finanzas, algunos de los más famosos astros de Hollywood, a las bellas mujeres con quienes se acostaba y a íntimos amigos. Incluso a Pippi de Lena. Pero le cedió una villa a Giorgio Clericuzio aunque le constaba que era un hombre de costumbres espartanas que no apreciaba demasiado los lujos extraordinarios. Todas las muestras de respeto tenían importancia y se añadían a la suma, y cualquier omisión, por pequeña que fuera, se podía recordar algún día.
Se reunieron en la villa de Giorgio. Gronevelt, Pippi y Giorgio. Gronevelt expuso la situación.
—El gobernador puede ser un activo enormemente valioso para la familia —dijo—. Si se recupera puede llegar hasta el final. Primero a senador y después a la presidencia. Si eso ocurre tendrás muchas posibilidades de conseguir la legalización de las apuestas deportivas en todo el país. Eso vale miles de millones de dólares para la familia, y esos miles de millones no serán dinero negro, serán dinero blanco. Creo que lo tenemos que hacer.
El dinero blanco era mucho más valioso que el negro, pero la mayor cualidad de Giorgio era la de no dejarse arrastrar jamás a decisiones precipitadas.
—¿Sabe el gobernador que estás con nosotros?
—No con toda seguridad —contestó Gronevelt—. Pero debe de haber oído rumores. No es tonto. Le he hecho ciertos favores que él sabe que no hubiera podido hacer por mi cuenta. Es listo. Lo único que dijo fue que volvería a presentarse a las elecciones si el chico moría. No me pidió nada. Es un gran comediante, no estaba tan borracho como parecía cuando se vino abajo. Era sincero, pero también fingía. No sabía a ciencia cierta de qué manera podría vengarse, pero tenía la vaga idea de que yo podría hacer algo. Sufre, pero está urdiendo una intriga. Gronevelt hizo una breve pausa. Si lo hacemos se presentará candidato al Senado y será nuestro senador.
Giorgio empezó a pasear arriba y abajo por la estancia, sorteando los pedestales de las estatuas y el yacuzzi cuyo mármol parecía brillar a través de la cortina que lo rodeaba.
—¿Se lo prometiste sin nuestro visto bueno? —le preguntó a Gronevelt.
—Sí —contestó Gronevelt—. Era una cuestión de persuasión. Tenía que mostrarme seguro para darle la impresión de que aún conservaba el poder y todavía podía hacer cosas, y para que él volviera a sentirse atraído por el poder.
—Me molesta esta faceta del trabajo —dijo Giorgio, lanzando un suspiro.
Pippi le miró con una sonrisa. Giorgio había participado en la eliminación de la familia Santadio con una violencia que había llenado de orgullo al Don.
—Creo que en eso necesitamos la experiencia de Pippi —dijo Gronevelt—. Y creo que ya ha llegado el momento de que su hijo Cross se incorpore a la familia.
Giorgio miró a Pippi.
—¿Crées que Cross está preparado? —le preguntó.
—Lleva mucho tiempo comiendo la sopa boba —contestó Pippi—. Ya es hora de que empiece a ganarse la vida.
—¿Lo hará? —preguntó Giorgio—. Es un paso muy importante.
—Hablaré con él —dijo Pippi.
—Lo hará. —Giorgio se volvió hacia Gronevelt.
—Lo hacemos por el gobernador, ¿pero qué ocurrirá si después él se olvida de nosotros? Corremos un riesgo a cambio de nada. Este hombre, que es el gobernador de Nevada, aguanta el asesinato de su hija y se queda ahí parado sin hacer nada. No tiene cojones.
—Algo ha hecho, ha venido a verme a mí —dijo Gronevelt—. Hay que comprender a la gente como el gobernador. Ha necesitado muchos cojones para hacerlo.
—¿Y cumplirá? —preguntó Giorgio.
—Lo reservaremos para las cosas importantes —contestó Gronevelt—. Llevo veinte años haciendo negocios con él. Te garantizo que cumplirá si lo manejamos bien. Es muy listo y sabe perfectamente de qué va la cosa.
—Pippi —dijo Giorgio—, eso tiene que parecer un accidente. Se armará un gran revuelo. Es necesario que el gobernador no sea objeto de ninguna insinuación por parte de sus enemigos o de la prensa y la maldita televisión.
—Sí, es muy importante que nadie lo relacione con el gobernador —dijo Gronevelt.
—A lo mejor es un primer encargo de importancia demasiado arriesgado para Cross.
—No, será perfecto para él —dijo Pippi.
Los demás no pudieron poner ninguna objeción. Pippi era el comandante en campaña. Había demostrado su valía en muchas operaciones de aquella clase y sobre todo en la gran guerra contra los Santadio. A menudo le había dicho a la familia Clericuzio: Soy yo el que me la juego si fallo, quiero que la culpa sea mía, y de nadie más.
Giorgio dio unas palmadas.
—Muy bien, pues; que se haga. Alfred, ¿qué tal un partido de golf mañana por la mañana? Mañana por la noche viajaré a Los Ángeles por un asunto de negocios y al día siguiente regresaré al Este. Pippi, dime quién quieres que te ayude del Enclave del Bronx, y hazme saber si Cross está dentro o fuera.
Pippi comprendió que Cross jamás sería aceptado como miembro de la familia Clericuzio si se negaba a participar en aquella operación.
El golf se había convertido en una pasión para los miembros de la familia Clericuzio pertenecientes a la generación de Pippi, y el Don solía comentar en broma que era un juego propio de bruglioni.
Aquella tarde Pippi y Cross se encontraban en el campo de golf del Xanadu. No llevaban carritos, porque Pippi quería hacer ejercicio en medio de la soledad de los greens.
Cerca del noveno hoyo había una pequeña arboleda con un banco debajo. Se sentaron allí.
—Yo no viviré eternamente —dijo Pippi—; y tú tienes que ganarte la vida. La Agencia de Cobros es muy rentable pero cuesta mucho de mantener. Tienes que estar estrechamente unido a la familia Clericuzio.
Pippi había preparado a Cross, le había encomendado algunas misiones de cobro muy difíciles en las que había tenido que usar la fuerza y los malos tratos, lo había expuesto a chismorreos familiares, y el chico sabía de qué iba la cosa. Pippi había esperado pacientemente que se presentara una ocasión propicia en la que el objetivo no suscitara ninguna simpatía.
—Lo comprendo —dijo Cross en voz baja.
—Ese tipo que mató a la hija del gobernador —dijo Pippi—. Un hijo de puta de mierda y van y lo absuelven. Eso no está nada bien.
A Cross le hicieron gracia los métodos psicológicos utilizados por su padre.
—Y el gobernador es amigo nuestro.
—Exactamente —dijo Pippi—. Cross, puedes decir que no, recuérdalo, pero necesito que me ayudes en un trabajo que tengo que hacer.
Cross contempló los ondulados greens, las banderas de los hoyos absolutamente inmóviles en medio del aire del desierto, las plateadas cadenas montañosas a lo lejos y el cielo en el que se reflejaban los letreros de neón del Strip, que no se podían ver desde allí. Sabía que su vida estaba a punto de cambiar y experimentó un momentáneo temor.
—Si no me gusta, siempre me quedará el recurso de trabajar para Gronevelt —dijo, apoyando inmediatamente la mano en el hombro de su padre para darle a entender que era una broma. Pippi lo miró sonriendo.
—Este trabajo es para Gronevelt. Ya lo has visto con el gobernador. Bueno, pues vamos a cumplir su deseo. Gronevelt necesitaba el visto bueno de Giorgio, y yo dije que tú me ayudarías.
Muy lejos del lugar donde ellos se encontraban, Cross vio a dos parejas; dos hombres y dos mujeres, junto a uno de los greens, brillando bajo el sol del desierto como dibujos animados.
—Tengo que cobrar mi primera pieza —le dijo a su padre. Sabía que tenía que aceptar o vivir una existencia totalmente distinta, y le gustaba mucho la vida que llevaba. Trabajar por cuenta de su padre, pasarse el rato en el Xanadu, escuchar los consejos de Gronevelt, ver a las guapas coristas del espectáculo, disponer de dinero fácil, ejercer el poder. En cuanto lo hiciera, ya nunca más estaría sometido al destino de los hombres corrientes.
—Yo me encargaré de organizarlo todo —dijo Pippi—. Estaré contigo hasta el final. No habrá peligro. Pero el disparo lo tendrás que hacer tú.
Pippi se pasó las tres semanas siguientes adiestrando a Cross. Le explicó que estaban esperando el informe de un equipo de vigilancia sobre Theo, sus movimientos, sus costumbres, las fotografías más recientes. Además, un equipo de operaciones integrado por seis hombres del Enclave del Bronx se iba a instalar en la zona de Los Ángeles donde vivía Theo. Todo el plan de la operación se basaría en el informe del equipo de vigilancia. Después Pippi instruyó a Cross en la filosofía que presidía sus actuaciones.
—Eso es un negocio —le dijo—. Tú tomas todas las precauciones necesarias para evitar los inconvenientes. Cualquiera, puede cargarse a alguien. El truco consiste en no dejarse atrapar. Ése es el pecado. Y nunca pienses en las personas implicadas. Cuando el director de la General Motors deja sin trabajo a cincuenta personas, eso es negocio. No puede evitar destrozarles la vida, tiene que hacerlo. Los cigarrillos matan a millares de personas, pero ¿qué puedes hacer tú? La gente quiere fumar y tú no puedes prohibir un negocio que genera miles de millones de dólares. Lo mismo ocurre con las armas de fuego. Todo el mundo tiene una pistola y todo el mundo mata a todo el mundo, pero es una industria de mil millones de dólares y no te puedes deshacer de ella. ¿Qué puedes hacer? La gente tiene que ganarse la vida, eso es lo primero. Constantemente. Si no lo crees, vete a vivir en medio de la mierda.
—La familia Clericuzio es muy exigente —le dijo Pippi a Cross—. Tienes que contar con su visto bueno. No puedes andar por ahí matando a la gente porque te ha escupido en el zapato. La familia tiene que estar contigo porque ellos son capaces de librarte de la cárcel.
Cross escuchó. Sólo hizo una pregunta.
—¿Giorgio quiere que parezca un accidente? ¿Cómo lo haremos?
Pippi soltó una carcajada.
—Jamás permitas que nadie te diga cómo tienes que hacer la operación. Que se vayan todos a la mierda. A mí me dicen lo máximo que se espera de mi actuación. Yo hago lo que es mejor para mí. Y lo mejor es lo más sencillo. Cuanto más sencillo, mejor. Pero si alguna vez tienes que hacer alguna fantasía, procura que sea una fantasía por todo lo alto.
En cuanto recibió los informes del equipo de vigilancia, Pippi le hizo estudiar a Cross todos los datos. Había varias fotografías de Theo y de su coche con las placas de la matrícula bien visibles. Un mapa de la carretera que recorría desde Brentwood hasta Oxilard para visitar a una novia.
—¿Pero es que aún consigue tener novia? —le preguntó Cross a su padre.
—Tú no conoces a las mujeres —le contestó Pippi—. Si les gustas, puedes mearte en su fregadero si quieres. Si no les gustas te mandarán a la mierda aunque las conviertas en la reina de Inglaterra.
Pippi voló a Los Ángeles para poner en marcha su equipo de operaciones. Regresó dos días más tarde y le dijo a Cross:
—Mañana por la noche.
Al día siguiente, padre e hijo se dirigieron por carretera desde Las Vegas a Los Ángeles, antes del amanecer para evitar el calor del desierto. Mientras lo atravesaban, Pippi le aconsejó a Cross que se relajara. Cross contempló hipnotizado la soberbia salida del sol que parecía fundir la arena del desierto en un caudaloso río de oro desde las estribaciones de la lejana cadena montañosa de la Sierra. Estaba impaciente. Quería hacer el trabajo cuanto antes.
Llegaron a una casa de la familia en Pacific Palisades, donde los seis hombres del equipo del Enclave del Bronx los estaban esperando. En la calzada de la casa había un coche robado, pintado de otro color y con matrícula falsa. En el interior de la casa se guardaban además las armas de ilocalizable origen que se tendrían que utilizar en la operación.
A Cross le sorprendió el lujo de la casa. Tenía una maravillosa vista del mar al otro lado de la autopista, una piscina y una terraza estupenda. Y seis habitaciones. Los hombres parecían conocer muy bien a Pippi, pero no fueron presentados a Cross ni éste lo fue a ellos.
Faltaban once horas para el comienzo de la operación a medianoche. Los otros hombres, sin prestar la menor atención al enorme televisor del salón, se pusieron a jugar a las cartas en la terraza. Todos iban en traje de baño. Pippi miró con una sonrisa a Cross, diciendo.
—Mierda, me olvidé de que había piscina.
—No importa —dijo Cross—. Podemos nadar en calzoncillos.
La casa estaba aislada, protegida por unos árboles muy grandes y por el seto que la rodeaba.
—También podemos ir en pelotas —dijo Pippi—. Sólo nos pueden ver los tipos de los helicópteros, pero estarán ocupados mirando a las tipas que toman el sol delante de sus casas de Malibú.
Padre e hijo se pasaron unas cuantas horas nadando en la piscina y tomando el sol. Después comieron el almuerzo que preparó uno de los seis hombres del equipo, y que consistió en unos bistecs asados en la parrilla de la terraza y una ensalada de achicoria y lechuga. Los hombres bebieron vino tinto con la comida, pero Cross se tomó un vaso de agua. El joven observó que todos los hombres comían y bebían muy poco.
Después de la comida, Pippi acompañó a Cross en un recorrido de reconocimiento con el coche robado y se dirigió al restaurante y la cafetería estilo Oeste de la autopista de la Costa del Pacífico donde más tarde encontrarían a Theo. Los informes del equipo de vigilancia indicaban que los miércoles por la noche, cuando regresaba a su casa de Oxnard, Theo tenía por costumbre detenerse hacia la medianoche en el restaurante de la autopista de la Costa del Pacífico para tomarse unos huevos con jamón y un café, y que se marchaba hacia la una de la madrugada. Aquella noche un equipo de vigilancia integrado por dos hombres lo seguiría e informaría por teléfono en el momento en que se dirigiera hacia allá.
Al regresar a la casa, Pippi cambió las instrucciones que previamente habían recibido los hombres que participarían en la operación. Los seis hombres utilizarían tres vehículos. Uno de los vehículos iría en cabeza, otro cerraría la retaguardia y el tercero aparcaría en el aparcamiento del restaurante por si se producía alguna situación de emergencia.
Cross y Pippi se sentaron en la terraza, esperando la llamada telefónica. En la calzada particular había cinco coches, todos negros, brillando bajo la luz de la luna cual escarabajos. Los seis hombres del Enclave del Bronx seguían con su partida de cartas, jugando con monedas de cinco centavos, de diez y de cuarto de dólar. Finalmente, a las once y media se recibió la llamada. Theo se estaba dirigiendo desde Brentwood al restaurante. Los seis hombres ocuparon tres vehículos y se trasladaron a los puestos que tenían asignados. Pippi y Cross subieron al coche robado y esperaron quince minutos antes de salir. Cross llevaba en el bolsillo de la chaqueta una pequeña pistola del 22 que, a pesar de no tener silenciador, sólo lanzaba un leve chasquido. Pippi llevaba una Glock, que hubiera producido un considerable estruendo. Desde su única detención por asesinato, se negaba a utilizar silenciador.
Pippi iba al volante. La operación se había planificado hasta el más mínimo detalle. Ningún miembro del equipo de operaciones entraría en el restaurante. Los investigadores de la policía interrogarían a los empleados respecto a los clientes. El equipo de vigilancia había informado sobre la ropa que llevaba Theo, el coche que conducía y el número de la matrícula. Tuvieron suerte de que el coche de Theo fuera un modelo barato de la marca Ford, de color rojo fuego, fácilmente identificable en una zona donde lo que más abundaba eran los Mercedes y los Porsches.
Cuando Pippi y Cross llegaron al aparcamiento del restaurante observaron que el coche de Theo ya estaba allí. Pippi aparcó a su lado. Después apagó el encendido y los faros del vehículo, y ambos permanecieron sentados en la oscuridad. Al otro lado de la autopista de la Costa del Pacífico se veía el brillo del océano surcado por unas líneas doradas que eran el reflejo de la luz de la luna. Descubrieron uno de los coches de su equipo aparcado al fondo del aparcamiento. Sabían que los otros dos se encontraban en sus puestos de la autopista esperando el momento en que deberían acompañarlos a casa, dispuestos a cortar el paso a cualquier perseguidor y atajar cualquier problema que pudiera surgir.
Cross consultó su reloj. Eran las doce y media. Tendrían que esperar otro cuarto de hora. De repente Pippi le dio una palmada en el hombro.
—Ha salido más temprano —le dijo—. ¡Adelante!
Cross vio la figura que salía del restaurante, perfilada por la luz de la entrada. Se sorprendió de su aspecto juvenil, delgado y bajito, con una mata de pelo ensortijado coronando un pálido y enjuto rostro. Theo parecía demasiado frágil para ser un asesino.
De pronto se llevaron una sorpresa. En lugar de dirigirse a su automóvil, Theo cruzó la autopista de la Costa del Pacífico, esquivando el tráfico. En cuanto alcanzó el otro lado; echó a andar por la playa y llegó hasta la orilla, como si quisiera desafiar las olas. Permaneció de pie contemplando el océano y la amarillenta luna que ya se estaba poniendo en el lejano horizonte. Después dio media vuelta, volvió a cruzar la autopista y entró de nuevo en el aparcamiento del restaurante. Se había mojado los pies en la orilla y sus elegantes botas hacían un ruido como de chapoteo.
Cross descendió muy despacio del coche. Theo estaba muy cerca. Cross le cedió el paso y esbozó una amable sonrisa mientras Theo subía a su automóvil. En cuanto lo vio dentro, Cross sacó el arma. Theo, con la ventanilla abierta y a punto de insertar la llave en el encendido, levantó los ojos, consciente de la sombra que tenía al lado. En el momento en que Cross disparó, ambos se miraron a los ojos. Theo se quedó paralizado mientras la bala le estallaba en la cara, convertida al instante en una máscara sanguinolenta, con unos ojos enormemente abiertos. Cross abrió la portezuela y efectuó otros dos disparos contra la coronilla de Theo. La sangre le salpicó el rostro. A continuación arrojó una bolsa de droga al suelo del automóvil de Theo y cerró la portezuela. Pippi había puesto en marcha el motor del coche mientras Cross disparaba. Abrió la portezuela y Cross subió. De acuerdo con los planes, éste no había soltado la pistola. De lo contrario hubiera parecido un golpe planeado en lugar de un malogrado asunto de droga.
Pippi abandonó el aparcamiento, y el coche que los cubría salió detrás de ellos. Los dos vehículos que iban en cabeza ocuparon sus posiciones, y cinco minutos después, ya estaban todos de vuelta en la casa de la familia. A los diez minutos, Pippi y Cross subieron al automóvil de Pippi para regresar a Las Vegas. El equipo de operaciones se desharía del coche robado y de la pistola.
Cuando pasaron por delante del restaurante no vieron ninguna señal de actividad policial. Estaba claro que aún no habían descubierto el cadáver de Theo. Pippi puso la radio y escuchó los boletines de noticias. Nada.
—Perfecto —dijo—. Cuando se planean bien las cosas todo sale a la perfección.
Llegaron a Las Vegas cuando estaba a punto de salir el sol, y el desierto parecía un siniestro mar de color rojo. Cross jamás olvidaría aquel viaje a través del desierto en medio de la oscuridad y bajo una luz de la luna aparentemente infinita. De repente asomó el sol por el horizonte, y poco después las luces de neón del Strip de Las Vegas brillaron como un faro que anuncia la seguridad y el despertar de una pesadilla. Las Vegas nunca estaba a oscuras.
Justo en aquél preciso instante se descubrió el cuerpo de Theo con el rostro espectralmente pálido bajo la luz de un amanecer todavía más pálido. Las noticias subrayaban sobre todo el hecho de que Theo tuviera en su poder una cantidad de cocaína valorada en medio millón de dólares. Se trataba evidentemente de un fallido negocio de droga. El gobernador estaba a salvo.
Cross observó varias cosas en relación con los hechos: que la droga que él le había colocado a Theo no costaba más de diez mil dólares, pero que las autoridades habían elevado su precio hasta medio millón, y que el gobernador había sido elogiado por haber enviado sus condolencias a la familia de Theo. En cuestión de una semana los medios de difusión no volvieron a mencionar el asunto.
Pippi y Cross fueron llamados al Este para entrevistarse con Giorgio. Giorgio los felicitó por lo inteligentemente que habían ejecutado la operación, sin hacer la menor alusión al incumplimiento de las instrucciones, según las cuales la operación se hubiera tenido que llevar a cabo de tal forma que pareciera un accidente. Cross observó durante su visita que la familia Clericuzio lo trataba con el respeto debido al Martillo de la familia. La principal demostración de que efectivamente era así fue el hecho concreto de que le concedieran un porcentaje de los ingresos que figuraban en los libros de registro de los juegos legales e ilegales de Las Vegas. Con ello se daba a entender que ahora Cross se había convertido en un miembro oficial de la familia Clericuzio; que sería llamado a prestar servicio en ocasiones especiales y recibiría unas gratificaciones; cuya cuantía dependería del riesgo que entrañara cada proyecto.
Gronevelt obtuvo también su recompensa. Tras ser elegido senador, Walter Wavven pasó un fin de semana de descanso en el Xanadu. Gronevelt le ofreció una villa y fue a felicitarle por su victoria.
El senador Wavven ya volvía a ser el mismo de antes. Jugaba y ganaba, y cenaba discretamente con las coristas del hotel. Parecía completamente recuperado. Sólo en una ocasión se refirió a su crisis recién superada.
—Alfred —le dijo a Gronevelt—: tienes un cheque en blanco conmigo…
—Nadie puede permitirse el lujo de llevar cheques en blanco en la cartera —contestó Gronevelt sonriendo—, pero te la agradezco.
Él no quería cheques que saldaran toda la deuda del senador. Quería una larga y continuada amistad que no terminara jamás.
Durante los cinco años siguientes Cross se convirtió en un experto en el juego y en la dirección de un hotel-casino. Trabajaba como ayudante de Gronevelt, pero su principal actividad era el trabajo con su padre Pippi, no sólo en la dirección de la Agencia de Cobros, que algún día heredaría sin la menor duda, sino también como el Martillo número dos de la familia Clericuzio.
A los veinticinco años, Cross era conocido en la familia Clericuzio como el Pequeño Martillo. Él mismo se sorprendía de lo frío que era en su trabajo. Su objetivo no eran personas a las que él conociera. Eran simples pedazos de carne encerrados en el interior de una piel indefensa. Temía el riesgo; pero sólo desde un punto de vista cerebral; no perpetuaba la menor inquietud física, quizás en algún momento de sosiego, cuando por ejemplo se despertaba por la mañana con un vago terror; como si hubiera sufrido una terrible pesadilla. Otras veces se sentía deprimido, por ejemplo cuando recordaba a su hermana y a su madre, las pequeñas escenas de su infancia y algunas de las visitas que les había hecho después de la separación de la familia.
Recordaba la mejilla de su madre, el calor de su carne, su piel tan suave como el raso y tan porosa que casi se podía percibir a través de ella la circulación de la sangre en el interior de las venas. Pero en sus sueños la piel se disgregaba como la ceniza, y la sangre se escapaba a través de los obscenos huecos formando cascadas escarlata…
Esto desencadenaba otros recuerdos. Cuando su madre lo besaba con sus fríos labios y lo abrazaba brevemente casi por compromiso. Su madre, nunca lo cogía de la mano como a Claudia. Las veces en que visitaba la casa materna, salía de ella casi con resuello con el pecho ardiendo como si lo tuviera magullado. Nunca sentían la pérdida en el presente sino en el pasado…
Cuando pensaba en su hermana Claudia experimentaba la misma sensación de pérdida. Existía su pasado en común; y el la seguía formando parte de su vida, aunque no lo bastante. Recordaba cómo se peleaban en invierno. Mantenían los puños en los bolsillos del abrigo y se pegaban. Un duelo inofensivo. Como debía ser, pensaba Cross, pero a veces echaba de menos a su madre y a su hermana. No obstante era feliz con su padre y con la familia Clericuzio.
Así pues, a los veinticinco años, Cross intervino en su última operación como Martillo de la familia. El objetivo era alguien a quien conocía de toda la vida.
Una amplia investigación del FBI había acabado con un considerable número de barones titulares de todo el país, algunos de ellos auténticos bruglioni, entre los cuales figuraba Virginio Ballazzo, jefe a la sazón de la familia más grande de los estados de la Costa Atlántica.
Virginio Ballazzo era barón de la familia Clericuzio desde hacía más de veinte años, y había sacado tajada de los asuntos de la familia. A cambio, los Clericuzio lo habían convertido en un hombre muy rico. En el momento de su caída, Ballazzo estaba valorado en más de cincuenta millones de dólares. Él y su familia vivían a lo grande. Pero ocurrió algo imprevisible. A pesar de su deuda, Virginio Ballazzo traicionó a quienes lo habían encumbrado. Quebrantó la ley de la omertà, el código que prohibía facilitar información a las autoridades.
Una de las acusaciones que se habían formulado contra él era la de asesinato; pero lo que lo convirtió en traidor no fue el miedo a acabar en la cárcel, pues a fin de cuentas en el estado de Nueva York no existía la pena de muerte y por muy larga que fuera la condena en caso de que efectivamente lo declararan culpable, los Clericuzio lo hubieran sacado a los diez años y se hubieran encargado de que aquellos diez años fueran de lo más cómodos para él. Él sabía muy bien lo que hubiera ocurrido. En el juicio, los testigos hubieran cometido perjurio y los miembros del jurado se hubieran podido manipular mediante sobornos y cuando hubiera cumplido unos cuantos años de condena, se hubiera reabierto el caso y se hubieran presentado nuevas pruebas que demostrarían su inocencia. Se conocía un célebre caso en el que los Clericuzio habían actuado de aquella manera; cuando uno de sus clientes ya llevaba cinco años en la cárcel. El hombre resultó absuelto y el Estado le pagó más de un millón de dólares en concepto de daños y perjuicios por su indebido encarcelamiento.
No; Ballazzo no temía ir a la cárcel. Lo que lo convirtió en traidor fue el hecho de que el Gobierno central amenazara con arrebatarle todos sus bienes terrenales en virtud de las leyes RICO aprobadas por el Congreso para luchar contra el crimen. Ballazzo no pudo soportar la idea de que él y sus hijos perdieran su principesca residencia de Nueva Jersey; el lujoso chalet de una urbanización de Florida y la granja caballar de Kentucky que había producido tres caballos perdedores en el Derby de Kentucky. Las infames leyes RICO permitían que el Gobierno se incautara de todos los bienes terrenales de las personas detenidas por conspiración delictiva. El Estado se hubiera podido quedar incluso con los bonos y las acciones, y también con los coches antiguos. El propio Don Clericuzio se puso furioso al enterarse de la aprobación de aquellas leyes, pero su único comentario fue:
—Los ricos se arrepentirán; llegará un día en que detendrán a todo Wall Strett con esta ley RICO.
El hecho de que los Clericuzio le hubieran retirado la confianza a su viejo amigo Ballazzo en los últimos años no había sido fruto del azar sino de la previsión. Ballazzo se había convertido en un personaje demasiado llamativo para su gusto. El New York Times había publicado un reportaje sobre su colección de coches antiguos, y Virginio Ballazzo había sido fotografiado al volante de un Rolls-Royce del año 1935, tocado con una divertida gorra de visera. Virginio Ballazzo había salido en la televisión durante el Derby de Kentucky con una fusta de montar en la mano, comentando la belleza de aquel deporte de reyes. Allí había sido presentado como un próspero importador de alfombras. Todo aquello era demasiado para la familia Clericuzio, que empezó a recelar de él.
Cuando Virginio Ballazzo inició sus contactos con el fiscal de distrito de Estados Unidos, fue el abogado de Ballazzo quien informó a la familia Clericuzio. El Don, que ya estaba semiretirado, le arrebató inmediatamente el mando a su hijo Giorgio. La situación exigía una mano siciliana.
Se celebró una conferencia de la familia. Don Clericuzio, sus tres hijos, Giorgio, Vincent y Petie, y Pippi de Lena, Era cierto que Ballazzo podía causar graves daños a la estructura de la familia, pero las consecuencias las sufrirían sobre todo los niveles inferiores. El traidor podía facilitar información muy valiosa; pero no pruebas legales. Giorgio señaló que en el peor de los casos siempre les quedaría el recurso de establecer su cuartel general en el extranjero, pero el Don rechazó airadamente la propuesta. ¿En qué otro lugar hubieran podido vivir sino en América? América los había hecho ricos, América era el país más poderoso del mundo y protegía a los ricos. El Don citaba a menudo el dicho “Es preferible que cien culpables queden en libertad antes de que se castigue a un inocente”. Y después añadía “Qué hermoso es este país”. Lo malo era que todo el mundo se ablandaba a causa de la buena vida. En Sicilia, Ballazzo jamás se hubiera atrevido a convertirse en traidor, y jamás se le hubiera ocurrido quebrantar la ley de la omertà. Sus propios hijos lo hubieran matado.
—Ya soy demasiado viejo para irme a vivir a otro país —dijo al Don—. No permitiré que un traidor me expulse de mi hogar.
Virginio, que en sí mismo no era más que un pequeño problema, consistía un síntoma de la infección. Había otros muchos como él. Hombres que no se regían por las viejas leyes que los había hecho fuertes. Había un bruglione de la familia en Luisia otro en Chicago y otro en Tampa que exhibían su riqueza y mostraban su poder ante el mundo y después cuando atrapaban aquellos caponi; entonces procuraban por todos los medios evitar el castigo que había ganado con su negligencia, quebrantando la ley de la omertà; traicionando a sus compañeros. Se tenía que erradicar aquella corrupción. Ésa era la postura del Don. Pero ahora escucharía a los demás. A fin de cuentas ya era viejo; y a lo mejor había otras soluciones.
Giorgio hizo un esbozo de la situación. Ballazzo está negociando con los abogados del Gobierno. Accedería a ir a la cárcel siempre y cuando el Gobierno le prometiera no invocar la ley RICO, y su mujer y sus hijos pudieran conservar su fortuna. Como es natural estaba negociando también la forma de librarse de la cárcel, para lo cual tendría que declarar ante los tribunales con las personas a las que había traicionado. Él y su mujer serían colocados en un Programa de Protección de Testigos y vivirían el resto de sus vidas bajo falsas identidades. Se someterían a unas intervenciones de cirugía plástica. Sus hijos vivirían el resto de sus vidas con una respetable comodidad. Aquél era el trato.
Cualesquiera que fueran sus defectos, Ballazo era un buen padre; en eso estaban todos de acuerdo. Tenía tres hijos. Un hijo estaba a punto de terminar sus estudios, su hija Ceil era propietaria de un elegante establecimiento de productos cosméticos en la Quinta Avenida; y el otro hijo trabajaba como técnico de informática en un programa espacial. Todos se merecían la suerte que habían tenido. Todos eran auténticos americanos y vivían el sueño americano.
—Pues bueno —dijo el viejo Don—; enviemos a Virgilio un mensaje muy claro. Puede informar sobre todos los demás, puede enviarlos a todos a la cárcel o a la mierda, me da igual; pero si dice una sola palabra sobre los Clericuzio, sus hijos estarán perdidos.
—Las amenazas ya no asustan a nadie últimamente —dijo Pippi de Lena.
—La amenaza procederá directamente de mí —dijo Don Domenico—. Él me creerá.
—No le prometáis nada padre. Él lo entenderá.
—Jamás conseguiremos establecer contacto con él en cuanto lo coloquen en el Programa de Protección —dijo.
—¿Y tú, martello mío qué dices a eso? —preguntó el Don, dirigiéndose a Pippi de Lena.
Pippi de Lena se encogió de hombros.
—Cuando haya declarado, aunque lo escondan bajo el Programa de Protección lo podremos localizar. Pero se armará un gran follón y habrá mucha publicidad. ¿Merece la pena? ¿Servirá para modificar la situación?
—Merecerá la pena precisamente por la publicidad y el revuelo —dijo el Don—. De esta manera enviaremos al mundo nuestro mensaje. En realidad, en caso de que se haga tendremos que hacer bella fantasía, un buen papel.
—Podríamos simplemente dejar que los acontecimiento siguieran su curso —dijo Giorgio—. Diga lo que diga Ballazzo, jamás nos podrá hundir. Tu respuesta es una respuesta a corto plazo, papá.
El Don reflexionó un instante.
—Lo que dices es cierto. ¿Pero es que hay algo que pueda tener una respuesta a largo plazo? Puede que sí o puede que no, pero ten por seguro que a algunos se los parará. Ni el propio Dios ha podido crear un testigo. Hablaré personalmente con el abogado de Ballazzo. Él me comprenderá, le transmitirá el mensaje y Ballazzo lo creerá.
Hizo una breve pausa y después lanzó un suspiro.
—Cuando terminen los juicios haremos el trabajo.
—¿Y su mujer? —preguntó Giorgio.
—Es una buena mujer —contestó el Don—, pero se ha vuelto demasiado americana. No podemos permitir que una desconsolada viuda proclame a los cuatro vientos su dolor y sus secretos.
Era la primera vez que intervenía Petie. Era un asesino nato.
—¿Y los hijos de Virginio?
—No si no es necesario. No somos unos monstruos —contestó Don Domenico—. Ballazzo jamás les ha hablado a sus hijos de sus negocios. Ha querido que el mundo lo considere un criador de caballos, pues dejemos que se vaya con sus caballos al carajo.
Nadie dijo nada. Al cabo de un rato, el Don añadió tristemente:
—No les hagáis daño a los pequeños. Al fin y al cabo vivimos en un país donde los hijos no vengan a sus padres.
Al día siguiente se envió un mensaje a Virginio Ballazzo a través de su abogado. El lenguaje de tales mensajes solía ser muy florido. Cuando habló con el abogado, el Don le manifestó su esperanza de que su viejo amigo Virginio Ballazzo sólo guarde inmejorables recuerdos de los Clericuzio, los cuales siempre cuidarían de los intereses de su desventurado amigo. El Don añadió que Ballazzo jamás debería temer por sus hijos en los lugares donde pudiera acechar el peligro, ni siquiera en la Quinta Avenida pues él mismo velaría por su seguridad. Él sabía lo mucho que Ballazzo apreciaba a sus hijos; sabía que ni la cárcel ni la silla eléctrica ni todos los demonios del infierno hubieran podido atemorizar a su valiente amigo. Virginio sólo temía el espectro del daño que pudieran sufrir sus hijos.
—Dígale —le aseguró el Don al abogado— que yo personalmente, yo, Don Domenico Clericuzio, le garantizo que no sufrirá ninguna desgracia.
El abogado transmitió el mensaje palabra por palabra a su cliente, el cual contestó de la siguiente manera:
—Dígale a mi amigo, a mi queridísimo amigo que se crió con mi padre en Sicilia, que confío en sus garantías con mi mayor gratitud. Dígale que sólo guardo los mejores recuerdos de todos los Clericuzio y que mis recuerdos son tan profundos que no tengo palabras para expresarlos. Beso su mano.
Después Ballazzo miró a su abogado y se puso a cantar Tra la la… Será mejor que tengamos cuidado con la declaración. No podemos comprometer a mi viejo amigo…
—Sí —dijo el abogado, y así se lo comunicó más tarde al Don en su informe.
Todo se desarrolló según lo previsto. Virginio Ballazzo quebrantó la ley de la omertà y declaró, enviando a numerosos subordinados a la cárcel e implicando incluso a un teniente de alcalde de Nueva York, pero no hubo ni una sola palabra sobre los Clericuzio. Después los Ballazzo, marido y mujer, se perdieron en el Programa de Protección de Testigos.
La prensa y la televisión no cabían en sí de contento; la poderosa Mafia había caído. Se publicaron centenares de fotografías y en la televisión se multiplicaron los reportajes en directo en los que se mostraba el momento en que aquellos malvados eran conducidos a la cárcel. Ballazzo ocupó las páginas centrales del Daily News: CAE EL MÁXIMO DON DE LA MAFIA. En el reportaje se le veía con su colección de coches antiguos, sus caballos del Derby de Kentucky y su impresionante vestuario de Londres. Toda una orgía.
Cuando el Don le encomendó a Pippi la misión de localizar al matrimonio Ballazzo y castigarlo por su acción le dijo:
—Hazlo de tal manera que tenga la misma publicidad que ellos están teniendo ahora. No queremos que se olvide fácilmente.
Pero el Martillo tardaría más de un año en cumplir el encargo.
Cross recordaba afectuosamente a Ballazzo como un hombre generoso y jovial. Él y Pippi habían comido en su casa pues la señora Ballazzo tenía fama de ser una excelente cocinera italiana, sobre todo por sus macarrones y su coliflor con ajo y hierbas aromáticas, un plato que él todavía recordaba con deleite. Había jugado en su infancia con los hijos de los Ballazzo e incluso se había enamorado de su hija Ceil cuando ambos eran adolescentes. Ella le había escrito desde la universidad después de aquel mágico domingo, pero él jamás le había contestado. Ahora, a solas con Pippi, dijo:
—No quiero participar en esta operación.
Su padre lo miró con una triste sonrisa en los labios. Después le dijo:
—Cross, son cosas que a veces ocurren, tienes que acostumbrarte. De lo contrario, no sobrevivirás.
Cross sacudió la cabeza.
—No puedo hacerlo —dijo.
Pippi lanzó un suspiro.
—De acuerdo. Les diré que voy a utilizarte en la planificación. Haré que me asignen a Dante para la operación.
Pippi puso en marcha la investigación. La familia Clericuzio, con cuantiosos sobornos, atravesó la pantalla de Programa de Protección de Testigos.
Los Ballazzo se sentían seguros con sus nuevas identidades, sus falsas partidas de nacimiento, sus nuevos números de la Seguridad Social, su certificado de matrimonio y la cirugía estética que les había modificado la cara, confiriéndoles el aspecto de unas personas diez años más jóvenes. Sin embargo sus figuras, sus gestos y sus voces los hacían más fácilmente identificables de lo que ellos pensaban.
Los viejos hábitos nunca mueren. Un sábado por la noche Virginio Ballazzo y su mujer se trasladaron en su automóvil a la pequeña localidad de Dakota del Sur, cerca de la cual habían establecido su nueva residencia, para jugar en un pequeño tugurio de mala muerte que dependía de la sección local. Durante el camino de vuelta, Pippi de Lena y Dante Clericuzio, junto con un equipo de seis hombres, los interceptaron. Dante, incumpliendo las normas del plan, no pudo resistir la tentación de darse a conocer antes de apretar el gatillo de su escopeta de caza.
No se hizo el menor intento de ocultar los cadáveres. No se robaron objetos de valor. El hecho se consideró un ajuste de cuentas y sirvió para enviar un mensaje al mundo. Un torrente de indignación inundó la prensa y la televisión, y las autoridades prometieron que se haría justicia. Se armó tal escándalo que todo el imperio Clericuzio pareció correr peligro.
Pippi se vio obligado a permanecer dos años escondido en Sicilia. Dante se convirtió en el Martillo número uno de la familia. Cross fue nombrado bruglione del imperio Occidental de los Clericuzio. Se había tomado buena nota de su negativa a participar en la ejecución de los Ballazzo. Estaba claro que no tenía madera de auténtico Martillo.
Antes de su desaparición de dos años en Sicilia, Pippi celebró una última reunión y una comida de despedida con Don Clericuzio y Giorgio.
—Debo pedir disculpas por mi hijo. Cross es joven, y los jóvenes son sentimentales —dijo—. Apreciaba mucho a los Ballazzo.
—Nosotros apreciábamos a Virginio —dijo el Don—. Era el hombre que más me gustaba.
—¿Pues entonces por qué lo matamos? —preguntó Giorgio—. Nos ha causado tantos problemas que no merecía la pena.
Don Clericuzio lo miró con dureza.
—No se puede vivir sin orden. Si tienes poder lo debes utilizar por simple sentido de la justicia. Ballazzo cometió un grave delito. Pippi lo comprende, ¿no es cierto, Pippi?
—Por supuesto que sí, Don Domenico —contestó Pippi—. Pero usted y yo pertenecemos a la vieja escuela. Nuestros hijos no lo comprenden. —Hizo una breve pausa—. También quería darle las gracias por haber nombrado bruglione del Oeste a Cross durante mi ausencia. No le defraudará.
—Lo sé —dijo el Don—. Confío tanto en él como en ti. Es inteligente y sus escrúpulos son los propios de la juventud. El tiempo le endurecerá el corazón.
La comida la había preparado y la estaba sirviendo una de las mujeres cuyos maridos trabajaban en el Enclave del Bronx. Había olvidado llevar a la mesa el cuenco de queso parmesano rallado del Don y Pippi fue a la cocina por el rallador y el cuenco. Ralló cuidadosamente el queso y observó cómo el Don hundía su enorme cuchara de plata en el amarillento montículo, se la llevaba a la boca y después tomaba un buen trago de fuerte vino casero. Menudo apetito tiene este hombre, pensó Pippi. Más de ochenta años y todavía es capaz de decretar la muerte de un pecador y de comerse este queso tan fuerte, regado con este vino tan áspero.
—¿Está Rose Marie en casa? —preguntó con aire ausente—. Me gustaría despedirme de ella.
—Le ha dado uno de sus malditos ataques —contestó Giorgio—. Menos mal que se ha encerrado en su habitación, pues de lo contrario no nos hubiera permitido disfrutar en paz la comida.
—Vaya —dijo Pippi—. Yo pensaba que mejoraría con el tiempo.
—Piensa demasiado —explicó el Don—. Quiere demasiado a su hijo Dante. Se niega a comprenderlo. El mundo es lo que es, y nosotros somos lo que somos.
—Pippi —dijo suavemente Giorgio—, ¿cómo valoras a Dante después de la operación Ballazzo? ¿Se puso nervioso?
Pippi se encogió de hombros sin decir nada. El Don soltó un leve gruñido y lo miró fijamente.
—Puedes hablar con franqueza —dijo el Don—. Giorgio es su tío y yo soy su abuelo. Todos somos de la misma sangre y nos está permitido juzgarnos los unos a los otros.
Pippi dejó de comer y miró directamente al Don y a Giorgio Dante.
—Tiene una boca ensangrentada —contestó casi a regañadientes.
En su mundo, aquella expresión se utilizaba para describir a un hombre que iba más allá del salvajismo, una insinuación de brutalidad en el cumplimiento de un trabajo necesario, lo cual estaba terminantemente prohibido en la familia Clericuzio.
Giorgio se reclinó en su asiento.
—¡Hostia! —exclamó.
El Don le dirigió una severa mirada de reproche por la blasfemia y después le indicó a Pippi con un gesto de la mano que siguiera. No parecía demasiado sorprendido.
—Fue un buen alumno —dijo Pippi—. Tiene el temperamento y la fuerza física necesarios. Es muy rápido e inteligente, pero le gusta demasiado su trabajo. Tardó demasiado con los Ballazzo. Les habló durante diez minutos antes de pegarle un tiro a la mujer, y después tardó otros cinco minutos en disparar contra Virginio. Eso no es de mi gusto, pero lo más grave es que nunca sabes qué peligro puedes correr porque a lo mejor todos los minutos cuentan. En otros trabajos ha sido innecesariamente cruel; es como un regreso a los viejos tiempos, cuando a algunos les parecía que colgar a un hombre de un gancho de carnicería era algo muy ingenioso. No quiero entrar en detalles.
—Lo que ocurre es que este estúpido sobrino mío es un poco bajito —dijo Giorgio, enfurecido—. Es un maldito enano. Y encima se pone unos sombreros rarísimos. ¿De dónde coño los saca?
—Del mismo sitio de donde sacan los negros los suyos —dijo jovialmente el Don—. En Sicilia, cuando yo era joven, todo el mundo llevaba unos sombreros muy raros. Cualquiera sabe por qué. ¿Pero eso qué importa?
—Deja ya de decir tonterías. Yo también me ponía sombreros muy raros.
—A lo mejor es un rasgo de la familia. Es su madre la que le mete toda clase de bobadas en la cabeza desde que era pequeño. Se hubiera tenido que volver a casar. Las viudas son como las arañas, tejen demasiado.
—Pero el chico lo hace bien —dijo Giorgio con vehemencia.
—Mucho mejor de lo que lo podría hacer Cross —señaló diplomáticamente Pippi—; pero a veces pienso que está loco como su madre. —Y añadió tras una pausa—: A veces incluso me da miedo.
El Don tomó una cucharada de queso y un sorbo de vino.
—Giorgio —dijo—, instruye a tu sobrino, repara su error. Algún día podría ser peligroso para los de la familia; pero que no sepa que la orden ha partido de mí. Es demasiado joven y yo soy demasiado viejo, no podría influir en él.
Pippi y Giorgio sabían que eso era mentira, pero también sabían que si el viejo quería ocultar su participación en el asunto tendría una buena razón para ello. En aquellos momentos oyeron unas pisadas en el piso de arriba y después a alguien bajando por la escalera. Rose Marie entró en el comedor.
Los hombres observaron consternados que estaba sufriendo uno de sus habituales ataques. Llevaba el cabello desgreñado, el maquillaje medio corrido y la ropa torcida y arrugada. Lo peor era sin embargo que tenía la boca abierta, aunque no le salían las palabras y utilizaba los movimientos del cuerpo y de las manos en lugar del lenguaje. Sus gestos eran extraordinariamente elocuentes, mucho más que las palabras. Los odiaba; quería verlos muertos, quería que sus almas ardieran en el infierno por toda la eternidad. Se hubieran tenido que atragantar con la comida, se hubieran tenido que quedar ciegos con el vino, se les hubiera tenido que caer la polla cuando se acostaran con sus mujeres. De pronto tomó el plato de Giorgio y el de Pippi y los estrelló contra el suelo.
Ahora todo esto se lo toleraban, pero la primera vez que lo hizo, años atrás, cuando sufrió el primer ataque y arrojó el plato del Don al suelo de aquella misma manera, su padre la hizo encerrar en su habitación y después la tuvo tres meses en una residencia de cuidados especiales. El Don se apresuró a cubrir el cuenco de queso con la tapadera porque Rose Marie tenía por costumbre escupir. De repente todo terminó, y Rose Marie se quedó inmóvil.
—Quería decirte adiós —le dijo a Pippi—. Espero que te mueras en Sicilia.
Pippi sintió una oleada de compasión por ella. Se levantó y la estrechó en sus brazos. Ella no opuso resistencia. Pippi la besó en la mejilla diciendo:
—Preferiría morir en Sicilia antes que regresar a casa y encontrarte en este estado.
Ella se apartó de sus brazos y subió corriendo los peldaños de la escalera.
—Muy conmovedor —dijo Giorgio casi en tono burlón—, pero es que tú no tienes que aguantarla todos los meses —añadió con una mirada socarrona pues todos sabían que Rose Marie sufría aquellos ataques no una sino varias veces al mes.
El Don parecía el que menos se alteraba con los ataques de su hija.
—Se pondrá mejor o morirá —decía—. En caso contrario la sacaré de aquí. —Y dirigiéndose a Pippi; añadió:
—Ya te diré cuándo puedes regresar de Sicilia. Procura disfrutar del descanso, nos estamos haciendo viejos. Pero mantén los ojos abiertos y busca a nuevos hombres para el Enclave. Eso es muy importante. Necesitamos hombres que lleven la omertà en la sangre y de los que podamos estar seguros de que no nos traicionarán, no como los nacidos en este país que quieren disfrutar de la vida y no pagar nada a cambio.
Al día siguiente, mientras Pippi volaba a Sicilia, Dante fue llamado a la mansión de Quogue, donde debería pasar el fin de semana. El primer día Giorgio le permitió permanecer con Rose Marie. Era conmovedor ver lo mucho que se querían. Dante era una persona totalmente distinta con su madre. Nunca se ponía ninguno de sus extraños sombreros, salía a dar largos paseos con ella por la finca, la llevaba a cenar y la servía como un galán francés del siglo III. Cuando Rose Marie estallaba en un llanto histérico, la acunaba en sus brazos y ella nunca sufría uno de sus ataques en su presencia. Se pasaban el rato hablando constantemente en voz baja y tono confidencial.
A la hora de la cena, Dante ayudaba a su madre a poner la mesa y a rallar el queso del Don y le hacía compañía en la cocina, y ella le preparaba su comida preferida de penne con brócoli de primero, y de cordero asado mechado con ajo y panceta de segundo.
Giorgio contemplaba con asombro la corriente de simpatía que se había establecido entre Dante y el Don. Dante se mostraba extremadamente solícito; le servía al Don las penne con brócoli y frotaba y sacaba ostentosamente brillo a la gran cuchara de plata que el Don utilizaba para tomar el queso parmesano rallado. Dante le decía al viejo en broma:
—Abuelo, si te salieran dientes nuevos no tendríamos que rallarte el queso. Los dentistas de ahora hacen verdaderas maravillas. Te pueden meter acero en las mandíbulas. Un auténtico milagro.
—Quiero que mis dientes mueran conmigo —contestaba el Don en el mismo tono—. Y ya soy demasiado viejo para los milagros. ¿Por qué iba Dios a perder el tiempo obrando un milagro en un viejo como yo?
Rose Marie, que aún conservaba en parte la belleza de su juventud, se había puesto guapa para su hijo y parecía alegrarse de ver a su padre y a su hijo tan bien avenidos. Incluso se le había borrado del rostro la perenne expresión de inquietud.
Giorgio también estaba contento… Se alegraba de ver feliz a su hermana. Rose Marie no lo sacaba tanto de quicio y cocinaba mejor. No lo miraba con ojos acusadores y no sufría ataques.
Cuando el Don y Rose Marie se hubieron ido a la cama, Giorgio acompañó a Dante al estudio. La estancia no tenía teléfono, televisor ni comunicación alguna con el resto de la casa. Y la puerta era muy gruesa. Estaba amueblada con dos sofás de cuero negro y unas sillas tapizadas también de cuero negro. Aún conservaba el armario del whisky y un mueble bar equipado con un frigorífico y un estante para los vasos. Sobre la mesa había una caja de puros habanos, pero la habitación no tenía ventanas y parecía una pequeña cueva.
El rostro de Dante, demasiado taimado e interesante para ser el de un joven, siempre le producía a Giorgio una cierta inquietud. En sus ojos ardía una astucia excesiva, y a Giorgio no le gustaba que fuera tan bajo.
Giorgio preparó dos tragos y encendió un puro.
—Menos mal que no te pones esos sombreros tan raros delante de tu madre —dijo—. Por cierto, ¿por qué te los pones?
—Me gustan —contestó Dante—. Lo hago para que tú, tío Petie y tío Vincent os fijéis en mí. —Hizo una pausa y después añadió con una maliciosa sonrisa en los labios—: Me hacen parecer más alto.
Era cierto que los sombreros le sentaban bien, pensó Giorgio. Enmarcaban y favorecían su rostro de hurón y conferían unidad a unas facciones extrañamente inconexas cuando no llevaba sombrero.
—No debieras ponértelos cuando haces un trabajo —dijo Giorgio—. Eso facilita demasiado la identificación.
—Los muertos no hablan —dijo Dante—. Yo mato a cualquiera que me vea en un trabajo.
—Sobrino; no me vengas con historias —dijo Giorgio—. No es una muestra de inteligencia. Es un riesgo. Y a la familia no le gusta correr riesgos. Y otra cosa. Están empezando a correr rumores de que tienes una boca ensangrentada.
Por primera vez, Dante reaccionó con violencia De repente su rostro adquirió una expresión siniestra.
—¿Lo sabe el abuelo? —preguntó, posando el vaso—. ¿Viene eso de él?
—El Don no sabe nada —mintió Giorgio. Era un experto embustero—. Y yo no se lo diré. Eres su preferido y se disgustaría, pero te diré una cosa: Nada de sombreros durante un trabajo, y limpiate la boca. Ahora eres el Martillo número uno de la familia y disfrutas demasiado con el trabajo. Eso es muy peligroso y contrario a las reglas de la familia.
Dante pareció no escucharle. Se pasó un rato pensando y después la sonrisa volvió a iluminarle el rostro.
—Eso te lo tiene que haber dicho Pippi —dijo jovialmente.
—Sí —contestó fríamente Giorgio—. Pippi es el mejor. Te pusimos con Pippi para que aprendieras cómo se hacen las cosas. ¿Y sabes por qué es el mejor? Porque tiene buen corazón. Esas cosas nunca se hacen por gusto.
Dante perdió la compostura y le dio un ataque de risa. Rodó en el sofá y finalmente se tiró al suelo Giorgio le miró con la cara muy seria, pensando que estaba tan loco como su madre. Finalmente, Dante se levantó, tomó un buen trago de su bebida y dijo, rebosante de buen humor:
—O sea que ahora dices que no tengo buen corazón.
—Ni más ni menos —dijo Giorgio—. Eres mi sobrino, pero sé lo que eres. Mataste a dos hombres en una disputa más o menos personal, sin el visto bueno de la familia. El Don no emprendió ninguna acción contra ti, ni siquiera te echó un sermón. Después te cargaste a una corista con la que llevabas un año follando. En un ataque de furia. Le diste la comunión para que la policía no la encontrara. Y no la encontró. Te crees un pequeñajo muy listo, pero la familia te declaró culpable aunque nunca hubieras podido ser condenado en un juicio.
Dante permaneció en silencio, no por miedo sino por astucia.
—¿Sabe el Don todas esas tonterías?
—Sí —contestó Giorgio—. Pero sigues siendo su preferido. Dijo que lo pasáramos por alto, que todavía eres muy joven, que ya aprenderás.
—No quiero que se entere de este asunto de la boca ensangrentada, es demasiado viejo. Eres su nieto y tu madre es su hija. Se le rompería el corazón de pena.
Dante soltó otra carcajada.
—El Don tiene corazón. Pippi de Lena tiene corazón, Cross tiene un corazón de gallina y mi madre tiene el corazón roto. Pero yo no tengo corazón, ¿verdad? y tú, tío Giorgio, ¿tienes corazón?
—Pues claro —contestó Giorgio—. Prueba de ello es que te sigo aguantando.
—¿O sea que yo soy el único que no tiene un maldito corazón? —dijo Dante—. Quiero a mi madre y a mi abuelo, y los dos se odian mutuamente. A medida que me hago mayor, mi abuelo me quiere cada vez menos. Tú, Vincent y Petie ni siquiera me tenéis simpatía, aunque tenemos la misma sangre. ¿Crees que no lo sé? Sin embargo yo os sigo queriendo a todos, aunque me pongáis muy por debajo de ese maldito Pippi de Lena. ¿Crees que tampoco tengo cerebro?
Giorgio se quedó pasmado ante aquel estallido de furia. Y la sinceridad de Dante lo indujo a ponerse en guardia.
—Te equivocas con respecto al Don; él te aprecia tanto como al principio. Y lo mismo se puede decir de Petie, Vincent y de mí. ¿Acaso no te hemos tratado siempre con todo el respeto propio de la familia? Cierto que el Don parece un poco distante, pero es que ya es muy viejo. En cuanto a mí, lo único que quiero es hacerte una advertencia por tu propio bien. Estás en un negocio muy peligroso, tienes que andarte con mucho tiento. No puedes dejarte dominar por las emociones personales. Eso sería un desastre.
—¿Saben Vinnie y Petie todo eso? —preguntó Dante.
—No —contestó Giorgio.
Lo cual era otra mentira. Vinnie también le había hablado de Dante. Petie no le había dicho nada porque Petie era un asesino nato. Pero también había dado muestras inequívocas de no apreciar la compañía de Dante.
—¿Alguna otra queja sobre mi trabajo? —preguntó Dante.
—No —contestó Giorgio—, y no te lo tomes demasiado a pecho. Te estoy dando un consejo como tío tuyo que soy. Pero también te lo digo desde el lugar que ocupo en la familia. No le vuelvas a dar a nadie la comunión ni la confirmación sin el visto bueno de la familia. ¿Entendido?
—De acuerdo —contestó Dante—. Pero sigo siendo el Martillo número uno, ¿verdad?
—Hasta que Pippi regrese de sus pequeñas vacaciones —contestó Giorgio—. Dependerá de tu trabajo.
—Procuraré disfrutar menos con mi trabajo si eso es lo que queréis —dijo Dante—. ¿De acuerdo? —añadió, dándole a Giorgio una cariñosa palmada en el hombro.
—Muy bien —dijo Giorgio—. Mañana por la noche llévate a cenar fuera a tu madre. Hazle compañía. A tu abuelo le gustará.
—Lo haré —dijo Dante.
—Uno de los restaurantes de Vincent está en East Hampton —dijo Giorgio—. Podrías llevar a tu madre allí.
—¿Es que ha empeorado? —preguntó de pronto Dante.
Giorgio se encogió de hombros.
—No puede olvidar el pasado. Se aferra a unas viejas historias que ya tendría que haber olvidado. El Don siempre dice: El mundo es lo que es, y nosotros somos lo que somos. Es su dicho preferido. Pero ella no lo puede aceptar.
Giorgio le dio a Dante un cariñoso abrazo.
—Ahora vamos a olvidar esta pequeña conversación. No sabes lo que me fastidia tener que hacer estas cosas.
Como si el Don no le hubiera dado instrucciones expresas. Cuando Dante se fue el lunes por la mañana, Giorgio informó al Don de toda la conversación. El Don lanzó un suspiro. Era un chico encantador. ¿Qué habría ocurrido?
Giorgio sólo tenía una gran virtud. Decía lo que pensaba cuando realmente quería, incluso a su padre, al mismísimo Don. Ha hablado demasiado con su madre. Y guarda rencor. Ambos permanecieron un buen rato en silencio.
—Y, cuando vuelva Pippi —preguntó por fin Giorgio—, ¿que haremos con tu nieto?
—A pesar de todo creo que Pippi tendría que retirarse —contestó el Don—. A Dante se le tiene que ofrecer la oportunidad al ser el primero, a fin de cuentas es un Clericuzio. Pippi será asesor del bruglione de su hijo en el Desre. En caso necesario, siempre podrá asesorar a Dante. No hay nadie más versado que él en esas cuestiones, tal como demostró con los Santadio, pero tendría que terminar sus años en paz.
—El Martillo Emerito —musitó Giorgio en tono sarcástico, pero el Don fingió no haber entendido la broma.
—Muy pronto tendrás que asumir mis responsabilidades —dijo a Giorgio—; siempre he sostenido que el principio o el objetivo es el de que los Clericuzio ocupen un lugar sólido en la sociedad, y el de que la familia no muera por más dura que sea la elección.
Así se despidieron, pero Pippi tardó dos años en regresar de Sicilia; el asesinato de los Ballazzo se perdió en la niebla burocrática. Una niebla fabricada por los Clericuzio.