Claudia de Lena salió de su apartamento de Pac Palisades para dirigirse a la casa de Athena en Malibú, preguntándose qué podría decir para convencer a Athena de que volviera a trabajar en Mesalina.
Para ella aquel asunto era tan importante como para los estudios. Mesalina era su primer guión auténticamente original, pues sus anteriores trabajos habían sido adaptaciones de novelas, remitos o variaciones de otros guiones o colaboraciones. Además era la coproductora de Mesalina, lo cual le confería un poder del que jamás había disfrutado hasta entonces, aparte del porcentaje bruto sobre los beneficios. Empezaría a ganar dinero de verdad. Y a partir de allí podría dar el salto a productora-guionista. Posiblemente era la única persona al oeste del Mississippi que no aspiraba a dirigir, pues eso obligaba a una crueldad en las relaciones humanas que ella no estaba dispuesta a tolerar.
Sus relaciones con Athena eran de auténtica amistad, no esas típicas relaciones de colaboración profesional que acostumbraban a darse entre los compañeros de trabajo de la industria del cine. Estaba segura de que Athena sabía lo mucho que significaba aquella película para su carrera. Athena era inteligente y por eso ella no acertaba a comprender por qué razón le tenía tanto miedo a Skannet, tratándose de una persona que jamás le había tenido miedo a nada ni a nadie. Bueno, una cosa sí conseguiría por lo menos averiguar exactamente: la causa del temor de Athena. Entonces podría ayudarla. Además tenía que impedir que Athena arruinase su propia carrera. A fin de cuentas, ¿quién mejor que ella conocía los enredos y las trampas del mundillo cinematográfico?
Claudia de Lena soñaba con una vida de escritora en Nueva York. No se desanimó cuando a los dieciocho años, una veintena de editores le rechazaron su primera novela. En lugar de eso decidió trasladarse a Los Ángeles para probar suerte con los guiones cinematográficos.
Gracias a su ingenio, su agudeza y su talento, no tardó en encontrar amigos en Los Ángeles, donde se matriculó en un curso de escritura de guiones cinematográficos en la Universidad de California, y conoció a un joven cuyo padre era un famoso cirujano plástico. El chico estaba hechizado por su cuerpo y su inteligencia, y muy pronto se hicieron amantes. Cuando la situación de compañeros de cama se convirtió en una relación seria, el chico decidió llevarla a cenar a su casa. Su padre, el cirujano plástico, se mostró encantado con ella. Después de la cena, el cirujano tomó su rostro entre sus manos.
—Es injusto que una chica como tú no sea tan bonita como tendría que ser —le dijo—. No te ofendas, es una desgracia muy natural. Y ése es mi trabajo. Yo lo puedo arreglar si tú me lo permites.
Claudia no se sintió ofendida pero se indignó.
—¿Y a santo de qué tengo yo que ser bonita? ¿A mí eso de qué me sirve? —añadió sonriendo—. Soy lo bastante bonita para su hijo.
—Tanto mejor —dijo el cirujano—. Cuando yo termine contigo serás muy superior a él. Eres una chica encantadora e inteligente, pero la belleza es poder. ¿De veras quieres pasarte el resto de tu vida ahí parada mientras los hombres se dirigen en tropel hacia las mujeres guapas que no poseen ni una décima parte de la inteligencia que tú tienes? En cambio tú te quedas aquí plantada como una tonta porque tienes una nariz demasiado ancha y una barbilla como la de un matón de la Mafia. El cirujano le dio una cariñosa palmada en la mejilla y añadió:
—No será muy difícil. Tienes unos ojos preciosos y una boca muy bonita, y una figura tan perfecta como la de una estrella de cine.
Claudia se apartó de él con un respingo. Sabía que se parecía a su padre. Lo del matón de la Mafia le había tocado la fibra sensible.
—No importa —dijo—. De todos modos, no podría pagarle los honorarios.
—Otra cosa —añadió el cirujano—. Conozco el mundillo cinematográfico. He prolongado las carreras de muchos actores y actrices. Cuando algún día te presentes en unos estudios con el guión de una película, tu aspecto físico desempeñará un importante papel. Puede que te parezca injusto porque tienes talento. Pero así es el mundo del cine. Considéralo una decisión profesional, no una cuestión de hombres y mujeres. Aunque en el fondo se trata de eso, claro.
Vio que Claudia seguía dudando.
—Lo haré gratis —añadió—. Lo haré por ti y por mi hijo. Aunque me temo que cuando seas tan guapa como yo imagino, mi hijo perderá a su novia.
Claudia siempre había sido consciente de su fealdad. Recordó la preferencia que siempre había mostrado su padre por Cross. ¿De haber sido agraciada, hubiera sido distinto su destino? Por primera vez miró detenidamente al cirujano. Era un hombre apuesto y sus ojos la miraban con dulzura, como si comprendiera todo lo que ella estaba sintiendo en aquellos momentos.
—De acuerdo —dijo riéndose—. Quiero que me transforme como a la Cenicienta.
El cirujano no tuvo que llegar tan lejos. Le afinó la nariz, le redondeó la barbilla y le practicó una dermoabrasión. Cuando Claudia regresó al mundo era una orgullosa mujer de nariz perfecta y llamativa presencia, quizá no bonita pero sí extremadamente atractiva.
Las consecuencias profesionales fueron extraordinarias. A pesar de su juventud, Claudia consiguió una entrevista con Melo Stuart, que se convirtió en su agente. Enseguida le ofrecieron pequeñas adaptaciones de guiones y la invitaron a fiestas donde tuvo oportunidad de conocer a productores, directores y actores. Todos estaban encantados con ella. En cinco años se convirtió en una guionista de clase A para películas de clase A. Las consecuencias en su vida personal también fueron extraordinarias. El cirujano no se equivocó. Su hijo no pudo estar a la altura de las circunstancias. Claudia hizo toda una serie de conquistas sexuales (algunas de ellas, auténticas sumisiones), capaces de enorgullecer a cualquier estrella cinematográfica.
A Claudia le entusiasmaba el mundillo del cine, donde trabajaba con otros guionistas, discutía con los productores y engatusaba a los directores, enseñando a unos cómo ahorrar dinero escribiendo el guión de determinada manera y mostrando a otros cómo transformar un guión en una película de máximo nivel artístico. Los actores y las actrices le inspiraban una especie de temor reverencial por su capacidad para identificarse con sus palabras y conseguir que sonaran mejor y resultaran más conmovedoras. Le encantaba la magia de los planos que la mayoría de la gente encontraba aburridos, disfrutaba con la camaradería de los equipos de rodaje y no tenía el menor reparo en acostarse con gente situada por debajo de su categoría. Se emocionaba con todo el proceso de presentación de una película y con el seguimiento de su éxito o fracaso. El cine era para ella una de las más excelsas manifestaciones artísticas, y siempre que le pedían que hiciera una adaptación se imaginaba a sí misma en el papel de maga, y no introducía cambios por el simple afán de figurar en los créditos de la película sino por la emoción de sentirse creadora. A los veinticinco años había ganado fama de ser amiga de numerosos astros y estrellas del cine. Athena Aquitane era su amiga más íntima.
Lo que más la sorprendía de sí misma era su efervescente sexualidad. Irse a la cama con un hombre que le gustara era para ella tan natural como cualquier acto de amistad. Jamás lo hacía por interés pues era demasiado inteligente como para eso, y a veces comentaba en broma que los actores se acostaban con ella para que los incluyera en su siguiente guión.
Su primera aventura la tuvo con el cirujano que la operó, quien resultó ser mucho más experto y encantador que su hijo. Satisfecho tal vez de su obra, el cirujano quiso instalarla en un apartamento y entregarle una asignación semanal, no sólo por el sexo sino también para disfrutar de su compañía.
Claudia rechazó el ofrecimiento y le replicó en tono burlón:
—Yo creía que no me ibas a cobrar nada.
—Ya me has pagado los honorarios —dijo el cirujano—. Pero confío en que nos podamos seguir viendo de vez en cuando.
—Por supuesto que sí —dijo Claudia.
Lo que más la sorprendía era su capacidad para hacer el amor con tantos hombres de edades, tipos y aspectos tan distintos y para gozar de todos ellos con la misma intensidad. Era como una aspirante a gastrónoma que explorara toda suerte de extraños platos. A veces se complacía en dar consejos a los actores y, guionistas en ciernes, pero no era ése el papel que más le gustaba interpretar. Ella quería aprender. Y los hombres maduros le parecían mucho más interesantes.
Un día memorable tuvo una aventura de una noche con el gran Elí Marrion en persona. Lo pasó bien, pero la experiencia no fue totalmente satisfactoria.
Se conocieron en una fiesta de los Estudios LoddStone, y Marrion se sintió inmediatamente atraído por ella porque no parecía en modo alguno intimidada por su presencia e incluso se permitió el lujo de hacer unos agudos comentarios despectivos sobre la más reciente superproducción de los estudios. Además la había oído rechazar las insinuaciones amorosas de Bobby Bantz con un ingenioso comentario que había tenido el mérito de no herir sus sentimientos. En los últimos años, Elí Marrion había abandonado el sexo porque era casi impotente y le parecía más un esfuerzo que una diversión. Cuando invitó a Claudia a acompañarle al bungalow de los Estudios LoddStone, en el hotel Beverly Hills, pensó que ella había aceptado por su poder. No podía imaginar que quisiera hacerlo por simple curiosidad sexual. ¿Qué tal sería acostarse con un viejo tan poderoso? Eso por sí solo no hubiera sido suficiente, pero es que además Marrion le resultaba atractivo a pesar de su edad. Su cara de gorila solía suavizarse cuando sonreía, como efectivamente ocurrió cuando le dijo que todo el mundo lo llamaba Elí, incluidos sus nietos. Su inteligencia y su encanto natural la intrigaban poderosamente, porque había oído decir que era un hombre despiadado. Sería interesante.
En el dormitorio del apartamento inferior del bungalow del Hotel Beverly Hills, Claudia observó divertida que Marrion era un hombre muy tímido. Dejando a un lado cualquier recato, lo ayudó a desnudarse, luego se desnudó ella mientras él doblaba su ropa y la colocaba sobre un sillón tapizado; le dio un abrazo y después se tendió con él bajo los cobertores. Marrion trató de bromear:
—Cuando el rey Salomón se estaba muriendo —dijo—, le metieron unas vírgenes en la cama para que entrara en calor.
—Pues entonces me parece que yo no te voy a ser muy útil —explicó Claudia.
Lo besó y lo acarició. Los labios de Marrion estaban agradablemente cálidos. La sequedad y la cérea consistencia de su piel también tenían su encanto. Se asombró al ver su delgadez cuando él se desnudó y se quitó los zapatos, y se sorprendió de que un traje de tres mil dólares fuera capaz de realzar hasta aquel extremo la imagen de un hombre poderoso. Pero la pequeñez de su cuerpo en comparación con su enorme cabeza también resultaba atractiva.
Claudia no se desconcertó. Al cabo de diez minutos de besos y caricias (el gran Marrion besaba con la inocencia de un niño), ambos se dieron cuenta de que él era completamente impotente. “¡Ésta es la última vez que me acuesto con una mujer!”, pensó Marrion. Lanzó un suspiro y se relajó mientras ella lo acunaba en sus brazos.
—Bueno, Elí —dijo Claudia—. Ahora te voy a decir con todo detalle por qué tu película es un desastre desde el punto de vista económico y artístico. Sin dejar de acariciarlo, hizo un perspicaz análisis del guión, el director y los actores. No es que sea sólo una mala película explicó. Es que no se puede ver. Porque le falta argumento, y por tanto lo único que hay es un maldito director que te ofrece una sucesión de planos de lo que él considera que es un argumento. Y los actores se limitan a hacer su numerito por que saben que es una bobada.
Elí Marrion la escuchó con una benévola sonrisa en los labios, Se sentía muy a gusto. Se daba cuenta de que una parte esencial de su vida acababa de recibir el tiro de gracia. El hecho de que jamás volviera a hacerle el amor a una mujer o de intentarlo tan siquiera no era humillante. Sabía que Claudia no comentaría lo ocurrido aquella noche, y en caso de que lo hiciera, qué más le daría a él. Seguía conservando el poder terrenal. Mientras viviera, podría cambiar el destino de miles de personas. Y ahora le interesaba el análisis que ella estaba haciendo de la película.
—Tú no lo entiendes —le dijo—. La existencia de una película, depende de mí, pero yo no puedo hacerla. Tienes mucha razón, jamás volveré a contratar a ese director. El dinero no lo pierden las lumbreras sino yo. Pero las lumbreras tienen que asumir su parte de responsabilidad. Lo que a mí me interesa es si una película ganará dinero o no. El hecho de que sea una obra de arte no es más que una afortunada circunstancia.
Mientras conversaban, Elí Marrion se levantó de la cama y empezó a vestirse. A Claudia le fastidiaba que los hombres se vistieran, porque una vez vestidos resultaba mucho más difícil hablar con ellos. Por extraño que pareciera, Marrion le parecía infinitamente más atractivo desnudo que vestido, con aquellas piernas de palillo, aquel huesudo cuerpo y aquella enorme cabeza que tan afectuosos sentimientos de ternura despertaban en ella. Curiosamente, su fláccido miembro era más grande que el de la mayoría de los hombres en similar estado. Tomó nota mental para preguntárselo a su cirujano. ¿Aumentaba de tamaño un miembro a medida que perdía sus funciones?
Observó que Marrion tenía que hacer un esfuerzo para abrocharse la camisa y ponerse los gemelos. Saltó de la cama para echarle una mano.
Elí Marrion estudió su desnudez. Su cuerpo era mucho mejor que los de muchas estrellas con quienes se había acostado; pero aun así no experimentó el más mínimo temblor de emoción mental, y las células de su cuerpo no reaccionaron a su belleza. Eso no le entristeció.
Claudia lo ayudó a ponerse los pantalones, abrocharse la camisa y colocarse los gemelos, le arregló la torcida corbata de color rojo oscuro y le alisó el cabello gris con los dedos. Marrion se puso la chaqueta y permaneció de pie, consciente de haber recuperado su poder visible.
—Me lo he pasado muy bien —le dijo Claudia, besándole afectuosamente.
Marrion se la quedó mirando como si fuera una especie de contrincante. Después esbozó aquella célebre sonrisa suya que borraba la fealdad de sus rasgos. Pensó que Claudia era auténticamente inocente y tenía buen corazón, y creyó que todo ello se debía a que todavía era muy joven. Lamentó que el mundo en el que vivía la tuviera que cambiar.
—Bueno, por lo menos te puedo dar de comer —le dijo, tomando el teléfono para llamar al servicio de habitaciones.
Claudia estaba muerta de hambre. Se zampó en un santiamén el plato de sopa, la ración de pato con verduras y una copa enorme de helado de fresa. Marrion comió muy poco pero se bebió una parte muy considerable de la botella de vino. Hablaron de películas y de libros, y Claudia descubrió para su sorpresa que Marrion era un lector mucho más empedernido que ella.
—Me hubiera gustado ser escritor —dijo Marrion—. Me encanta escribir, y los libros son para mí una gran fuente de placer. ¿Pero sabes una cosa? Raras veces he conocido a un escritor que me haya gustado personalmente, por mucho que me gusten sus libros. Ernest Vail, por ejemplo. Escribe unos libros preciosos, pero en la vida real es un pelmazo insoportable. ¿Cómo es posible?
—Porque los escritores no son sus libros —contestó Claudia—. Sus libros son la destilación de lo mejor que hay en ellos. Son como una tonelada de roca que hay que triturar para obtener un pequeño diamante, si es eso lo que se hace para obtener un diamante.
—¿Conoces a Ernest Vail? —preguntó Marrion.
Claudia le agradeció que se lo preguntara sin el menor asomo de ironía. Debía de estar al corriente de sus relaciones con Vail.
—Me encantan sus obras, pero no lo soporto personalmente. Y además se sentía absurdamente agraviado por los estudios.
Claudia le dio una palmada en la mano, una familiaridad permisible tras haberle visto desnudo.
—Todos los talentos se sienten agraviados por los estudios —le dijo—. No es nada de tipo personal. Y tú no eres precisamente una perita en dulce en tus relaciones de negocios.
—A lo mejor soy la única guionista de la ciudad que te aprecia sinceramente.
Se echaron a reír.
Antes de separarse, Elí Marrion le dijo a Claudia:
—Siempre que tengas algún problema llámame, por favor.
Sus palabras significaban que no deseaba proseguir sus relaciones personales con ella. Claudia lo comprendió.
—Nunca me aprovecharé de este ofrecimiento —dijo—. Si tienes un problema con algún guión puedes llamarme. Los consejos son gratis, pero si tengo que escribir algo me tendrás que pagar la tarifa que yo cobro. —Se lo dijo para darle a entender que desde un punto de vista profesional él la necesitaría más a ella que ella a él. Lo cual no es cierto, por supuesto, pero el hecho de decírselo le otorgaba mas confianza en su propia valía. Se separaron como buenos amigos.
El tráfico en la autopista de la Costa del Pacífico era muy lento. Claudia miró a su izquierda, vio el centelleante océano y se sorprendió de que hubiera tan poca gente en la playa. ¿Qué distinto era todo aquello de Long Island, donde ella había vivido cuando era más joven? Por encima de su cabeza vio los aparatos de vuelo a motor, deslizándose por encima de las líneas de alta tensión hacia la playa. A su derecha vio a un grupo de gente alrededor de una unidad de sonido y unas enormes cámaras. Alguien estaba rodando una película. Cuánto le gustaba la autopista de la Costa del Pacífico, y cuánto la odiaba Ernest Vail. Decía que circular por aquella autopista era como tomar un transbordador hacia el infierno.
Claudia de Lena había conocido a Ernest Vail la vez en que la contrataron para que trabajara en el guión cinematográfico de la novela de más éxito. Siempre le habían gustado sus libros. Sus frases eran tan hermosas que encajaban unas con otras como notas musicales. Era un autor que conocía la vida y las tragedias personales. La originalidad de su ingenio le gustaba tanto como los cuentos de hadas de su infancia. Así pues, se alegró mucho de conocerle. Sin embargo la realidad de Ernest Vail era otra cosa completamente distinta.
Vail tenía por aquel entonces cincuenta y tantos años. Su aspecto físico carecía por completo de la belleza de su prosa. Era bajito y gordo y tenía una pequeña calva que no se molestaba en disimular. Es posible que comprendiera y amara a los personajes de sus libros, pero ignoraba todos los refinamientos de la vida cotidiana. Y ése era quizás uno de sus mayores encantos, su inocencia infantil. Sólo cuando empezó a conocerlo mejor, Claudia descubrió que bajo aquella inocencia se ocultaba una insólita inteligencia de la que ella podría disfrutar a manos llenas. Su ingenio era como el de un niño que lo es de manera inconsciente y su personalidad se caracterizaba por un frágil egotismo infantil.
En uno de aquellos desayunos, que en el mundillo del cine se llamaban desayunos de poder, en el Polo Lounge del Hotel Beverly Hills, Claudia Bobby Bantz y Skippy Deere tuvieron oportunidad de conocer finalmente a Ernest Vail. Claudia se asombró de la discrepancia entre los libros de Vail y su aspecto físico, pero sobre todo se asombró de su estupidez.
Durante aquel desayuno, Emest Vail dio la impresión de ser el hombre más feliz del mundo. Sus novelas le habían granjeado el aplauso de la crítica y unas elevadas aunque no excesivas ganancias. De repente su último libro se había convertido en un gran éxito de ventas, y los Estudios LoddStone iban a hacer la versión cinematográfica. Vail había escrito el guión, y ahora Bobby Bantz y Skippy Deere le estaban diciendo que era maravilloso. Para asombro de Claudia, Emest Vail se estaba tragando sus elogios como una estrella aspirante durante una audición. ¿Qué demonios pensaba Vail que estaba haciendo ella en aquella reunión? Pero lo que más la consternó fue el hecho de que aquellos hombres fueran el mismo Bantz y el mismo Deere, que la víspera le habían dicho que el guión era una pura mierda. No con intención de ser crueles, y ni siquiera en tono peyorativo. Una pura mierda era simplemente algo que no funcionaba.
Claudia no se sorprendió de la vulgaridad del aspecto de Vail, porque a fin de cuentas también ella había sido vulgar hasta que su belleza floreció de repente gracias al bisturí de un cirujano. Se sintió incluso ligeramente cautivada por su credulidad y entusiasmo.
—Ernest —le dijo Bantz—, le vamos a pedir a Claudia que te eche una mano. Es una técnica extraordinaria, la mejor del sector, y va a convertir el guión en una película fabulosa. Ya estoy aspirando el perfume del éxito, y recuerda que tú percibirás el diez por ciento de los beneficios netos.
Claudia se dio cuenta de que Ernest Vail se había tragado el anzuelo. El pobre desgraciado ni siquiera sabía que el diez por ciento de los beneficios netos era el diez por ciento de nada.
Vail pareció agradecer sinceramente el ofrecimiento de ayuda.
—Seguro que me enseñará muchas cosas. Escribir guiones es mucho más divertido que escribir libros, pero es una novedad para mí —contestó.
Skippy Deere le dijo en tono tranquilizador:
—Ernest, tú tienes una habilidad natural. Eso te puede reportar un montón de trabajo. Y te puedes hacer rico sólo con esa película, sobre todo si es un éxito, y más aún si gana un premio de la Academia.
Claudia estudió a los hombres. Dos pícaros y un tonto, un terceto nada insólito en Hollywood, pero tampoco ella era muy lista al principio. ¿Acaso Skippy Deere no la había jodido en sentido literal y figurado? Sin embargo no podía por menos que admirar a Skippy. Parecía totalmente sincero.
Claudia sabía que el proyecto estaba tropezando con graves dificultades y que el incomparable Benny Sly ya estaba trabajando a su espalda para convertir al héroe intelectual de Vail en una caricatura a medio camino entre James Bond, Sherlock Holmes y Casanova. Del libro de Vail no quedarían más que los huesos.
Sólo por compasión accedió Claudia a cenar aquella noche con Ernest Vail para organizar su colaboración en el guión cinematográfico. Uno de los requisitos de la colaboración consistía en evitar cualquier relación de tipo romántico, cosa que ella conseguía presentándose a las sesiones de trabajo de la manera menos atractiva posible. Los idilios siempre la distraían cuando trabajaba.
Para su sorpresa, los dos meses que pasaron trabajando juntos dieron lugar a una amistad duradera. El mismo día en que los apartaron del proyecto se fueron juntos a Las Vegas. A Claudia siempre le había gustado el juego, y Vail tenía el mismo vicio. En Las Vegas lo presentó a su hermano Cross, y se sorprendió de que congeniaran tan bien ya desde el principio. No tenían nada en común que justificara su amistad. Ernest era un intelectual que no sentía el menor interés por los deportes, y menos aún por el golf. Cross llevaba años sin leer un libro.
Sus relaciones con Ernest Vail fueron distintas. A pesar de ser un famoso novelista, no tenía el menor poder en Hollywood. Tampoco se desenvolvía bien en sociedad, y más bien despertaba antipatías. Los artículos que publicaba en las revistas se referían a delicadas cuestiones nacionales y eran siempre políticamente incorrectos; pero por una curiosa ironía tenían el arte de provocar las iras de todos los sectores. Se burlaba del sistema democrático norteamericano. Cuando escribía sobre el feminismo, afirmaba que las mujeres siempre estarían sometidas a los hombres hasta que fueran físicamente iguales a ellos, y aconsejaba a las feministas que organizaran grupos de adiestramiento paramilitar. A propósito de los problemas raciales, había escrito un ensayo sobre el lenguaje en el que insistía en que los negros se llamaran personas de color ya que el término negro solía utilizarse en sentido peyorativo, negros pensamientos, más negro que la boca de un lobo, trabajar como un negro, señalando que el término siempre tenía una connotación negativa, salvo en la frase un sencillo vestidito negro.
Pero después provocaba la airada reacción de todo el mundo al proponer que todas las razas mediterráneas se designaran con la expresión de personas de color, incluyendo a los italianos, los españoles y los griegos, por supuesto.
Al hablar de las clases sociales decía que los ricos tenían que ser crueles y actuar a la defensiva, y que los pobres tenían que convertirse en delincuentes, para poder luchar contra las leyes que promulgaban los ricos para proteger su dinero. Y afirmaba que la beneficencia era un soborno necesario para evitar la revolución de los pobres. Sobre la religión decía que se la hubiera tenido que aceptar como si fuera un medicamento.
Por desgracia nadie acababa de entender si hablaba en serio o en broma. Semejantes excentricidades no figuraban jamás en sus novelas, por lo que la lectura de sus obras no ofrecía ninguna clave.
Su colaboración con Claudia en el guión cinematográfico de la novela estableció los fundamentos de una íntima amistad. Vail era un alumno aplicado, tenía con ella toda clase de atenciones. Claudia, por su parte, apreciaba sus comentarios un tanto amargos y la seriedad con la que analizaba la situación social. Le llamaba la atención el desinterés que le inspiraba el dinero en la práctica y su preocupación por él en sentido abstracto, y también su ingenuidad a propósito de los resortes del poder en el mundo y especialmente en Hollywood. Se llevaba tan bien con él que incluso le pidió que leyera su novela. Al día siguiente se sintió halagada al verle llegar a los estudios con toda una serie de notas a raíz de su lectura.
Al final la novela se publicó gracias a su éxito como guionista cinematográfico y a la influencia de su agente, Melo Stuart. Algunas críticas fueron ligeramente favorables, y otras se tomaron la obra a broma por el simple hecho de que su autora fuera una guionista. Pese a todo, Claudia le tenía un gran cariño a su libro. La novela apenas se vendió, y nadie se interesó por los derechos cinematográficos. Pero se había publicado. Claudia le dedicó un ejemplar a Ernest Vail. Al más grande novelista norteamericano vivo. No sirvió de nada.
—Eres una chica de suerte —le dijo Ernest—. No eres una novelista sino una guionista de cine. Nunca serás novelista.
Después, sin la menor malicia y sin ánimo de burlarse de ella, Vail se pasó los treinta minutos siguientes intentando desnudar la novela para demostrarle que era una estupidez sin estructura y sin la menor profundidad en la caracterización de los personajes, y que incluso los diálogos, que eran su punto fuerte, eran horribles y tenían un ingenio absolutamente gratuito. Fue un brutal asesinato pero cometido con una lógica tan aplastante que Claudia no tuvo más remedio que reconocer la verdad.
Vail terminó con un comentario que él consideró benévolo.
—Es un libro estupendo para una chica de dieciocho años —dijo—. Todos los defectos que he mencionado se pueden arreglar con la experiencia, con el simple hecho de hacerse mayor. Pero hay algo que jamás se podrá arreglar te falta lenguaje.
Al oír estas palabras, Claudia, que ya se había derrumbado, se sintió ofendida. Algunos críticos habían alabado el lirismo de su obra.
—En eso te equivocas replicó. He intentado escribir muchas frases perfectas. Y lo que más admiro en tus libros es la poesía del lenguaje.
Por primera vez, Ernest la miró sonriendo.
—Gracias —le dijo—. Yo jamás he pretendido ser poético. Mi lenguaje surge de la emoción de los personajes. En cambio, la poesía de tu libro es un pegote. Y resulta completamente falsa.
Claudia estalló en sollozos.
—¿Pero quién eres tú? —dijo—. ¿Cómo puedes decir algo tan tremendamente destructivo? ¿Cómo puedes hacer unas afirmaciones tan tajantes?
Ernest la miró, divertido.
—Mira, podrías escribir libros y morirte de hambre aunque te los publicaran. ¿Pero por qué hacerlo, siendo una genial guionista cinematográfica? En cuanto a las afirmaciones tajantes, te diré que son lo único, sobre lo cual estoy totalmente convencido. A menos que esté equivocado, claro.
—No estás equivocado, pero eres un sádico insufrible. —Ernest la miró con recelo.
—Tienes buenas cualidades —le dijo—. Tienes muy buen oído para los diálogos cinematográficos y eres experta en el desarrollo de las líneas argumentales. Entiendes de verdad lo que es una película. ¿Por qué quieres ser herrero en vez de mecánico de automóviles? Tú perteneces al cine, no eres una novelista.
—Ni siquiera te das cuenta de la gravedad de tus insultos —dijo Claudia mirándole con asombro.
—Pues claro que me doy cuenta —replicó Vail—. Pero lo hago por tu bien.
—No puedo creer que seas la misma persona que ha escrito tus libros —dijo Claudia con malicia—. Nadie podría creer que los hayas escrito tú.
Ernest soltó una alegre carcajada.
—Es cierto —dijo—. ¿No te parece maravilloso?
Vail mantuvo durante la siguiente semana una actitud muy circunspecta mientras seguía colaborando con Claudia en la adaptación del guión. Pensaba que la amistad ya había terminado. Al final Claudia le dijo:
—Ernest, no pongas esta cara tan seria. Te he perdonado. Incluso creo que tienes razón. ¿Pero por qué tuviste que ser tan duro conmigo? Llegué a pensar que estabas montando uno de esos números machistas a que tan aficionados sois los hombres. Pensé que pretendías humillarme para después llevarme a la cama. Pero sé que eres demasiado ingenuo para eso. Siempre hay que administrar las medicinas con un poco de azúcar.
Ernest se encogió de hombros.
—Es lo único bueno que tengo —dijo—. Si no soy sincero en estas cosas, no soy nada. Además fui duro porque te aprecio sinceramente. No sabes lo poco que abundan las personas como tú.
—¿Por mi talento, por mi ingenio o por mi belleza? —preguntó Claudia sonriendo.
—No, no —contestó Ernest, haciendo un gesto de rechazo con la mano—. Porque tienes la suerte de ser una persona feliz. Ninguna tragedia podrá hundirte jamás. Y eso no es muy frecuente. Claudia lo pensó.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Eso que me has dicho es algo ofensivo. ¿Significa acaso que soy profundamente estúpida? —Hizo una breve pausa—. La tristeza se considera un sentimiento más elevado.
—Es cierto —dijo Ernest Vail—. ¿El hecho de que yo sea una persona triste, significa que soy más sensible que tú?
Se echaron a reír. De pronto ella lo abrazó.
—Gracias por ser sincero —le dijo.
—No presumas demasiado —dijo Ernest—. Como decía siempre mi madre, La vida es una caja de granadas de mano; y uno nunca sabe cuál de ellas lo enviará al otro barrio.
—Pero bueno —dijo Claudia riéndose—, ¿es que siempre tienes que ponerte trágico? Nunca serás un guionista de cine, y esta frase lo demuestra.
—Pero es más verdadera —dijo Ernest.
Antes de que finalizara la colaboración, Claudia se lo llevó a la cama. Le tenía tanto aprecio que deseaba verlo desnudo para poder conversar en serio e intercambiarse confidencias.
Ernest Vail era un amante más entusiasta que experto, y también más agradecido que la mayoría de los hombres. Pero por encima de todo le encantaba hablar después del sexo, y su desnudez no le impedía soltar sus habituales sermones e inclementes opiniones. A Claudia le encantó verlo desnudo. Sin la ropa; parecía poseer la agilidad e impetuosidad de un mono, y además tenía el pecho cubierto de enmarañado vello, que también le cubría en manchas dispersas parte de la espalda. Con la misma voracidad de un mono, agarró su cuerpo desnudo como si arrancara una fruta madura de la rama de un árbol. Su apetito le hizo gracia porque él siempre disfrutaba de la inherente comedia del sexo. Además le encantaba que fuera mundialmente famoso y que ella lo hubiera visto con la cara muy seria en la televisión y le hubiera parecido un poco pedante, hablando muy engolado sobre temas de literatura, sobre el lamentable estado moral del mundo mientras sostenía en la mano una pipa que raras veces fumaba, enfundado en una profesoral chaqueta de tweed con coderas de cuero. Pero Vail resulta mucho más divertido en la cama que en la televisión, y carecía de la arrogancia propia de un actor.
Jamás se habló de verdadero amor ni de relaciones. A Claudia no le hacía falta, y Vail sólo entendía el término en sentido literario. Ambos aceptaban la diferencia de treinta años y el hecho de que no fuera precisamente un buen partido, dejando aparte su fama. No tenían nada en común salvo la literatura, tal vez la peor base que pudiera existir para fundar un matrimonio, a juicio de los dos.
Pero a Claudia le encantaba hablar con él de cine. Ernest insistía en que las películas no eran una forma de arte sino una regresión a las prehistóricas pinturas rupestres descubiertas en las cuevas. Las películas carecían de lenguaje, y puesto que el avance de la especie humana dependía del lenguaje y el cine no lo utilizaba, se trataba simplemente de un arte menor de carácter regresivo.
—O sea que la pintura no es un arte —dijo Claudia—; Bach. Beethoven no son arte, Miguel Ángel no es arte. Todo eso que estás diciendo es un puro disparate.
De pronto Claudia se dio cuenta de que Vail le estaba tomando el pelo. Disfrutaba provocándola aunque siempre lo hacía después del sexo, por si acaso.
Para cuando los despidieron de su trabajo en el guión ya se habían convertido en íntimos amigos. Cuando Ernest regresó a Nueva York le regaló a Claudia una pequeña sortija asimétrica, con cuatro piedras de distinto color. No parecía muy cara pero era una valiosa pieza antigua que a él le había llevado mucho tiempo encontrar. A partir de entonces, Claudia la lució siempre, y la joya se convirtió en su amuleto.
Sin embargo; después de que él se fuera, terminó la relación sexual entre los dos. En el caso de que Vail regresara alguna vez a Los Ángeles, Claudia ya estaría plenamente entregada a otra aventura. Ernest reconocía que las relaciones entre ambos habían sido más de amistad que de pasión.
El regalo de despedida que Claudia le ofreció a Vail fue un exhaustivo repaso de todos los procedimientos habituales en Hollywood. Le explicó que el guión que ellos habían escrito lo estaba volviendo a escribir el gran Benny Sly, el legendario guionista que incluso había recibido una mención para un premio especial de la Academia en la modalidad de adaptaciones. Le dijo que Benny Sly era un especialista en convertir argumentos poco comerciales en superproducciones de cien millones de dólares de presupuesto. Estaba segura de que Benny convertiría el libro en una película que Ernest aborrecería, pero que sin duda le permitiría ganar un montón de dólares.
—Me parece muy bien —dijo Ernest, encogiéndose de hombros—. Ganaré un diez por ciento de los beneficios netos. Me haré rico.
Claudia lo miró, horrorizada.
—¿Netos? —le preguntó—. ¿Es que eres como aquellos que se dejaban estafar comprando dinero de la Confederación? Jamás verás un centavo, por mucha pasta que gane la película. Los Estudios LoddStone son unos genios en el arte de escamotear el dinero. Mira, yo tenía que cobrar un porcentaje sobre los beneficios netos de cinco películas que ganaron un montón, y jamás vi un solo centavo. Tú tampoco lo verás.
Ernest volvió a encogerse de hombros. No pareció que le importara, lo que hizo que su comportamiento en los años que siguieron resultara aún más desconcertante.
Su siguiente aventura le hizo recordar a Claudia el comentario de Ernest acerca de que la vida era una caja de granadas de mano. Por primera vez, a pesar de su inteligencia, se enamoró con cierta reserva de un amante que le resultaba por completo inadecuado. Un joven y genial director.
A continuación se enamoró intensamente y sin la menor reserva de un hombre del que casi todas las mujeres del mundo se hubieran enamorado. También inadecuado.
La inicial oleada de orgullo que le produjo el hecho de ser capaz de atraer a unos machos de tal categoría pronto quedó apagada por el trato que ellos le dispensaron.
El director, una especie de antipático hurón que sólo le llevaba unos cuantos años de edad, había rodado tres extraordinarias películas con gran éxito de público y de crítica. Todos los estudios lo cortejaban. La LoddStone había firmado con él un contrato para tres películas y le había encomendado a ella la adaptación del guión que él pensaba filmar.
Una de las mejores cualidades del genial director era su capacidad para saber exactamente lo que quería. Al principio adoptó con ella una actitud paternalista por su condición de mujer y guionista, cosas ambas consideradas inferiores en la estructura de poder de Hollywood. Pero enseguida se pelearon.
El director le pidió a Claudia que escribiera una escena que en realidad no encajaba con el argumento. Por su parte, Claudia se dio cuenta de que la llamativa escena sólo sería un pretexto para el lucimiento del director.
—No puedo escribir esta escena —le dijo—. Sobra en el argumento. Es sólo cámara y acción.
—En eso consiste el cine —replicó fríamente el director—. Hazla tal como la discutimos.
—No quiero que ninguno de los dos perdamos el tiempo —dijo Claudia—. Escríbela tú con tu mierda de cámara.
El director no se molestó ni siquiera en enfadarse.
—Estás despedida —le dijo—. Largo de esta película —añadió, dando una palmada.
Pero Bobby Bantz y Skippy Deere los obligaron a hacer las paces, lo cual sólo fue posible porque la obstinación de Claudia intrigaba al director. La película fue un éxito y Claudia tuvo que reconocer que ello fue debido más al talento del director como cineasta que al suyo como guionista. Estaba claro que no había logrado captar la visión del director. Se fueron a la cama casi por casualidad, pero él la decepcionó. Se negó a desnudarse y le hizo el amor sin quitarse la camisa.
Pese a ello, Claudia seguía soñando con hacer grandes películas con él. Formarían uno de los más grandes equipos de director-guionista de toda la historia del cine. Estaba dispuesta a ser la parte subordinada y a poner su talento a disposición del director. Juntos crearían grandes obras de arte y se convertirían en una pareja legendaria.
La relación duró un mes, hasta que Claudia terminó de escribir su guión especial para Mesalina y se lo mostró. Él lo apartó a un lado, después de leerlo.
—Una idiotez feminista con muchas tetas y culos —dijo—. Eres una chica inteligente, pero no me interesa perder un año de mi vida con esto.
—Es sólo el primer borrador.
—No sabes lo que me fastidian las personas que se aprovechan de una relación personal para hacer una película —dijo el director.
En aquel momento, Claudia dejó de quererle por completo. Estaba indignada.
—No necesito follar contigo para hacer una película —le dijo.
—Por supuesto que no —replicó el director—. Tienes talento y te has ganado la fama de ser uno de los mejores culos de la industria cinematográfica.
Claudia se quedó horrorizada. Nunca hacía comentarios con nadie sobre sus parejas sexuales. Y no le gustó el tono de su voz, como si insinuara que las mujeres eran en cierto modo unas desvergonzadas por hacer lo mismo que los hombres.
—No cabe duda de que tienes talento —le contestó—, pero un hombre que folla con la camisa puesta tiene una fama mucho peor. Por lo menos yo nunca he follado prometiéndole a alguien una prueba cinematográfica.
El desafortunado final de la relación la indujo a pensar en Dita Tommey como directora. Llegó a la conclusión de que sólo una mujer plasmaría debidamente su guión en la pantalla.
Qué se le va a hacer, pensó. El muy hijo de puta nunca se desnudaba del todo y no le gustaba hablar después del sexo. Era un auténtico genio cinematográfico, pero le faltaba lenguaje. A pesar de ser un genio, carecía del menor interés como hombre, excepto cuando hablaba de cine.
Ahora Claudia se estaba acercando a la gran curva de la autopista de la Costa del Pacífico, desde la que el océano parecía un gran espejo en el que se reflejaban las rocas que ella tenía a su izquierda. Era su rincón del mundo preferido, la belleza de la naturaleza en todo su esplendor. Faltaban sólo diez minutos para Llegar a la Colonia Malibú dónde vivía Athena. Claudia trató de formular su alegato en favor de la película y del regreso de Athena. Recordó que, en distintos momentos de sus vidas, ambas habían tenido el mismo amante, y experimentó una oleada de orgullo al pensar que el mismo hombre que había amado a Athena también la había amado a ella.
El sol había alcanzado su momento de máximo fulgor y estaba convirtiendo las olas del Pacífico en gigantescos diamantes. Claudia frenó de golpe. Le pareció que un aparato de vuelo sin motor estaba descendiendo por delante de su vehículo. Vio a la ocupante, una chica con casco botas y una blusa desabrochada que dejaba al descubierto uno de sus pechos, saludando tímidamente con la mano mientras bajaba hacia la playa. ¿Por qué se lo permitían, por qué no aparecía la policía? Sacudió la cabeza y pisó el acelerador. El tráfico era cada vez más fluido y la autopista, que se había desviado bruscamente, ya no le permitía ver el mar. Pero tras recorrer un kilómetro volvió a aparecer. Era como el verdadero amor, pensó sonriendo. En su vida, el verdadero amor siempre desaparecía.
La vez en que se enamoró de verdad, la experiencia le resultó dolorosa pero aleccionadora. En realidad ella no tuvo la culpa porque el hombre era nada menos que Steve Stallings, un cotizado actor cinematográfico e ídolo de las mujeres de todo el mundo. Tenía una belleza tremendamente viril, un auténtico encanto y una inagotable energía avivada mediante un prudente consumo de cocaína. Por si fuera poco, poseía además un gran talento como actor. Y por encima de todo era un don Juan. Follaba con todo lo que se le ponía por delante. Tanto si rodaba exteriores en África como si los rodaba en una pequeña localidad del Oeste americano, en Bombay, Singapur, Tokio, Londres, Roma o París, se acostaba con todas las chicas que podía. Y lo hacía con el mismo espíritu de un caballero que repartiera limosna entre los pobres, como un acto de caridad cristiana. Jamás se hablaba de relaciones, de la misma manera que jamás se invita a un mendigo al banquete de un benefactor. Se sentía tan a gusto con ella que la aventura duró veintisiete días.
Para Claudia fueron unos veintisiete días humillantes, a pesar del placer. Con la ayuda de la cocaína, Steve Stallings era un amante irresistible y se sentía casi más a gusto desnudo que la propia Claudia. Ello se debía en parte a las perfectas proporciones de su cuerpo.
Claudia lo sorprendía a menudo mirándose en el espejo como una mujer que se arregla el sombrero.
Claudia sabía muy bien que ella no era más que uno de los caballos de su cuadra. Cuando tenían una cita, él siempre la llamaba para decirle que llegaría con una hora de retraso, y después se presentaba seis horas más tarde. Algunas veces anulaba directamente la cita. Ella no era más que su refugio de una noche. Además; cuando hacían el amor, siempre insistía en que ella también consumiera cocaína, cosa que le resultaba divertida; pero le dejaba el cerebro tan hecho polvo que después se pasaba varios días sin poder trabajar, y dudaba de lo que escribía. Se daba cuenta de que se estaba convirtiendo en lo que más aborrecía en el mundo, en una mujer cuya vida depende de los caprichos de un hombre.
La humillaba el hecho de ser la cuarta o la quinta de la lista aunque no le echaba la culpa a él, se la echaba a sí misma. Al fin y al cabo de aquellas alturas de su carrera, Steve Stallings hubiera podido tener en sus brazos prácticamente a cualquier mujer de Estados Unidos que hubiera querido, pero la había elegido a ella. Steve Stallings se haría viejo, perdería en parte su apostura y su fama, tendría que consumir cada vez más cocaína. Era lógico que quisiera aprovechar al máximo su juventud. Ella estaba enamorada y, por una de las pocas veces en su vida; se sentía terriblemente desdichada.
Así que cuando al llegar el vigésimo séptimo día Steve la llamó para decirle que se retrasaría una hora, ella le contestó:
—No te molestes, Steve. Dejo tu cuadra.
Tras una breve pausa, él le dijo, apenas sorprendido:
—Espero que sigamos siendo amigos. Me encanta tu compañía.
—Pues claro —contestó Claudia, colgando.
Por primera vez en su vida no quiso conservar la amistad al término de una relación. Lo que en realidad la molestaba era su estupidez. Estaba claro que todo el comportamiento de Steve había sido una estratagema para obligarla a marcharse, pero ella había tardado demasiado en captar la insinuación. Y eso era humillante. ¿Cómo era posible que hubiera sido tan tonta? Lloró mucho pero al cabo de una semana se dio cuenta de que no echaba de menos para nada estar enamorada. Su tiempo era suyo y podía trabajar Era un placer volver a escribir con la cabeza libre de cocaína y de verdadero amor.
Cuando su genial director y amante rechazó su guión, Claudia se pasó seis meses trabajando sin descanso en una nueva versión.
Claudia de Lena convirtió el guión original de Mesalina en una ingeniosa propaganda feminista. Sin embargo, después de haberse pasado cinco años trabajando en la industria del cine, sabía que todos los mensajes tenían que aderezarse con otros ingredientes; como por ejemplo la codicia, el sexo, el asesinato y la fe en la humanidad. Y sabía que tenía que escribir grandes papeles no sólo para Athena Aquitane, sino también, por lo menos, para otras tres intérpretes femeninas de papeles secundarios. Los buenos papeles femeninos eran tan escasos que el guión atraería a las mejores estrellas del momento. Otro papel totalmente imprescindible era el del malo de la película, despiadado, encantador guapo e ingenioso. Aquí no tuvo más remedio que acordarse de su padre.
Al principio Claudia hubiera querido ponerse en contacto con alguna destacada productora independiente, pero casi todos los jefes de los estudios que podían dar luz verde a un proyecto eran varones. Les encantaría el guión, pero temerían que la película, cuya producción y dirección estaba en manos de mujeres, se convirtiera en una propaganda feminista demasiado descarada, y exigirían la presencia de un hombre en algún puesto clave.
Claudia ya había decidido encomendar la dirección a Dita Tommey.
Estaba segura de que Tommey aceptaría porque la película contaría con un elevado presupuesto, y en caso de que alcanzara el éxito, la elevaría automáticamente a la categoría de directora cotizada. Incluso en el caso de que fracasara, serviría para aumentar su fama. Para un director, muchas veces una película de elevado presupuesto que fallara, le daba más prestigio que el éxito de una película de bajo presupuesto.
Otra razón era que Dita Tommey sólo amaba a las mujeres, y aquella película le permitiría tener acceso a cuatro bellas y famosas actrices.
A Claudia también le interesaba Tommey porque ambas habían trabajado juntas en una película años atrás y la experiencia había sido muy satisfactoria. Dita era una persona muy sincera, ingeniosa e inteligente. No era uno de esos directores asesinos de guionistas que exigían la intervención de algún amigo suyo para que revisara el guión y compartiera el mérito. Tampoco se empeñaba en figurar como colaboradora en el guión a no ser que hubiera tenido efectivamente un papel significativo en su desarrollo; y no acosaba sexualmente a nadie, como hacían algunos directores e intérpretes. Aunque en realidad la expresión de acoso sexual podía utilizarse en sentido estricto en el mundillo cinematográfico donde la venta del sexappeal formaba parte del trato.
Claudia envió el guión a Skippy un viernes, porque sabía que sólo leía cuidadosamente los guiones los fines de semana, porque a pesar de sus traiciones era el mejor productor de la ciudad, y porque jamás podía cortar definitivamente una antigua relación. Resultado. El domingo por la mañana Skippy la llamó. Quería almorzar con ella ese mismo día. Claudia metió el ordenador en su Mercedes, se vistió con ropa de trabajo (una camisa masculina de algodón y unos tejanos desteñidos) y se calzó unos mocasines. Después se recogió el cabello con un pañuelo rojo.
Enfiló la Ocean Avenue de Santa Mónica. Al llegar al Palisades Park que separaba la Ocean Avenue de la autopista de la Costa del Pacífico, vio a los hombres y mujeres sin techo de Santa Mónica reunidos para su almuerzo dominical. Los asistentes sociales voluntarios les servían todos los domingos comida y bebida al aire libre en las mesas y bancos de madera del parque. Claudia siempre seguía aquel camino para verlos y para no olvidar la existencia de aquel otro mundo en el que la gente no tenía Mercedes ni piscinas y no efectuaba sus compras en Rodeo Drive. En los primeros años acostumbraba a ofrecerse como voluntaria para servir a los indigentes en el parque, pero ahora se limitaba a enviar un cheque a la iglesia que les daba de comer. El hecho de pasar de un mundo a otro le resultaba demasiado doloroso y apagaba su deseo de triunfar. No podía evitar el mirar a aquellos hombres que, a pesar de ir tan mal vestidos y de tener las vidas completamente rotas, conservaban una curiosa dignidad. Vivir sin esperanza le parecía una hazaña extraordinaria, y sin embargo era una simple cuestión de dinero, de aquel dinero que ella ganaba tan fácilmente y en tanta cantidad escribiendo guiones de cine. El dinero que ella ganaba en medio año era mucho más del que veían aquellos hombres a lo largo de todas sus vidas.
Al llegar a la mansión de Skippy Deere en los cañones de Beverly Hills, el ama de llaves la acompañó a la piscina, rodeada de alegres casetas pintadas de amarillo y azul. Skippy estaba sentado en una tumbona acolchada. A su lado tenía una mesita de mármol con un teléfono y un montón de guiones. Llevaba puestas las gafas de montura roja que sólo utilizaba en casa para leer. En su mano sostenía un vaso largo empañado por la fría agua de Elvian que contenía.
Al verla se levantó para abrazarla.
—Claudia —le dijo—, tenemos que hablar enseguida de negocios.
Claudia estudió su voz. Por regla general podía adivinar su reacción ante los guiones que le presentaba a través de su tono de voz. Un elogio cuidadosamente modulado significaba un rotundo no. Una voz jubilosa y entusiasta de inequívoca admiración iba seguida casi siempre de la enumeración de por lo menos tres razones por las que un guión no se podía adquirir. Otros estudios estaban haciendo algo sobre el mismo tema, no se podría reunir un reparto adecuado, los estudios no querían abordar aquel tema. Pero en aquella ocasión, la voz de Skippy era la del hombre de negocios decidido que no quería dejar escapar una buena oportunidad. Enseguida empezó a hablar de dinero y de controles. Todo aquello significaba sí.
—Eso podría ser una gran película —le dijo—, una película realmente grande. En realidad no puede ser pequeña. Sé lo que estás haciendo, eres una chica inteligente, pero yo tengo que vender un análisis sobre el sexo. No me será difícil venderles el feminismo a las actrices. Podremos conseguir a un primerísimo actor si suavizas un poco el personaje y le concedes algunas cualidades de buen chico. Sé que quieres ser productora asociada de esta película, pero aquí mando yo. Tú podrás expresar tus opiniones, estoy abierto al diálogo.
—Quiero elegir al director —dijo Claudia.
—Tú, los estudios y los actores —dijo Skippy riéndose.
—No venderé a no ser que se acepte mi propuesta —aseguró Claudia.
—De acuerdo —dijo Skippy—. Pues entonces diles a los estudios a quién quieres como director, después échate para atrás y se llevarán tal susto que te darán su aprobación. —Skippy hizo una pausa—. ¿En quién has pensado?
—En Dita Tommey.
—Estupendo. Una elección muy inteligente —dijo Skippy—. A las actrices les encanta, y a los estudios también. Nunca rebasa el presupuesto y no chupa del bote. Pero tú y yo elaboraremos el reparto antes de llamarla.
—¿A quién ofrecerás el guión? —preguntó Claudia.
—A los Estudios LoddStone —contestó Skippy—. Suelen estar de acuerdo conmigo, así que no tendremos que luchar demasiado por el reparto y los directores Has escrito un guión perfecto, Claudia. Ingenioso, emocionante, con unos puntos de vista muy acertados sobre los comienzos del feminismo, y eso es un tema candente hoy en día. Y en cuanto al sexo, tu justificas a Mesalina y a todas las mujeres. Hablaré con Melo y Molly Flanders sobre tus condiciones, y ella se pondrá en contacto con el departamento de Asuntos Comerciales de LoddStone.
—Eres un hijo de puta —dijo Claudia—. ¿Ya has hablado con LoddStone?
—Anoche —contestó Skippy sonriendo—. Les mostré el guión y me dieron luz verde siempre y cuándo pueda organizarlo todo. Pero escúchame bien; Claudia, no me vengas con mierdas. Sé que te has metido a Athena en el bolsillo y que por eso eres tan dura. —El productor hizo una pausa—. Así se lo dije a los de LoddStone. Y ahora ya podemos ponernos a trabajar.
Fue el comienzo del gran proyecto. Ahora Claudia no podía permitir que todo quedara en agua de borrajas.
Claudia se estaba acercando al semáforo donde tendría que girar a la izquierda para enfilar la calle que conducía a la colonia. Por vez primera experimentó una sensación de pánico. Athena era tan obstinada como todas las estrellas, y no habría forma de hacerla cambiar de idea. No importaba. Si Athena se negara a volver al trabajo, ella volaría a Las Vegas y pediría ayuda a su hermano Cross. Él nunca la había dejado en la estacada, ni cuando eran pequeños, ni cuando ella se fue a vivir con su madre, ni cuando murió su madre.
Claudia recordaba las grandes fiestas en la mansión de los Clericuzio en Quogue. Un escenario como el de un cuento de hadas de los hermanos Grimm, una mansión cercada por altos muros, donde ella y Cross jugaban entre las higueras. Una vez había dos grupos de niños de entre ocho y doce años El grupo contrario estaba encabezado por Dante Clericuzio, el nieto del viejo Don, quien lo observaba todo, asomado a una de las ventanas del piso de arriba como si fuera un dragón.
Dante, que era un niño muy violento y aficionado a las peleas, siempre quería mandar y era el único que se atrevía a desafiar en combate físico a su primo Cross, el hermano de Claudia. Dante había arrojado a Claudia al suelo y le estaba pegando para someterla a su voluntad, cuando de pronto apareció Cross. Y los dos niños se enzarzaron en una pelea. Lo que más llamó la atención de Claudia fue la confianza de Cross ante la violencia de Dante. Cross ganó la pelea sin ninguna dificultad.
Por eso Claudia no acertaba a comprender la relación de su madre. ¿Cómo era posible que fuera tan poco necesaria a su hijo? Cross valía muchísimo y lo había demostrado. Decidió quedarse a vivir con su padre. A Claudia no le cabía la menor duda de que su hermano hubiera preferido irse con su madre.
En los años que siguieron la misma la familia conservó la relación como un trato especial. Claudia se enteró a través de las conversaciones y de los gestos de las personas que la rodeaban de que Cross había asumido en cierto modo la misma categoría de su padre. Pero el afecto entre ella y su hermano se mantuvo inmutable a pesar de las grandes diferencias que los separaban. Ella se fue a vivir con su madre a Sacramento y Cross se quedó con su padre en Las Vegas, pero los dos hermanos se siguieron visitando el uno al otro hasta que Claudia se fue a cursar estudios universitarios a Los Ángeles. A partir de aquel momento, Claudia fue consciente del abismo que los separaba. Descubrió que Cross formaba parte de la familia Clericuzio, mientras que ella no.
Dos años después de su traslado a Los Ángeles, cuando contaba veintiún años, a su madre Nalene le diagnosticaron un cáncer. Cross, que trabajaba con Gronevelt en el Xanadu tras haberse ganado a pulso su ingreso en la familia Clericuzio, se trasladó a Sacramento para pasar las últimas dos semanas con su madre y su hermana. Desde la separación de la familia, fue la primera vez que los tres volvieron a vivir juntos. Nalene había prohibido a Pippi que la visitara.
El cáncer le había afectado la vista, y Claudia le leía constantemente revistas, periódicos y libros. Cross se encargaba de hacer la compra. A veces tenía que volar por la tarde a Las Vegas para resolver algún asunto del hotel, pero siempre regresaba a Sacramento por la noche.
Cross y Claudia se turnaban durante la noche para tomar la mano de su madre y hacerle compañía. A pesar de los fuertes medicamentos que le administraban, Nalene apretaba constantemente sus manos. A veces, sufría alucinaciones y pensaba que sus dos hijos todavía eran pequeños. Una terrible noche se echó a llorar y le pidió a Cross que la perdonara por lo que le había hecho. Cross la tuvo que estrechar en sus brazos y asegurarle que todo había sido para bien.
Durante las largas noches en que su madre dormía profundamente bajo el efecto de los sedantes, Cross y Claudia se contaron el uno al otro los detalles de sus vidas.
Cross le explicó a su hermana que había vendido la Agencia de Cobros y que había abandonado la familia Clericuzio, a pesar de que ésta había utilizado su influencia para conseguirle trabajo en el hotel Xanadu. Hizo una velada alusión a su poder y le dijo que siempre sería bienvenida en el hotel y disfrutaría de entrada gratuita en el casino y de habitación, comida y bebida gratis. Claudia le preguntó como era posible que pudiera hacer tal cosa; y él le contestó con cierto orgullo.
—Tengo el bastón de mando.
A Claudia aquel orgullo le pareció cómico y un poco triste. Claudia sintió aparentemente la muerte de su madre mucho más que Cross, pero la experiencia sirvió para unirlos de nuevo y hacerles recuperar la intimidad de la infancia. A lo largo de los años, Claudia había visitado Las Vegas a menudo, había conocido a Gronevelt, había observado la estrecha relación de su hermano con el viejo y se había dado cuenta de que su hermano ejercía cierto poder, pero jamás lo relacionaba con la familia Clericuzio. Puesto que había cortado todos los vínculos con la familia y jamás asistía a entierros, bodas ni bautizos, Claudia ignoraba que Cross seguía formando parte de la estructura social de la familia. Cross jamás se lo comentaba y ella raras veces veía a su padre, el cual, por cierto, no sentía el menor interés por verla.
El acontecimiento más importante de Las Vegas era la Nochevieja, cuando la ciudad se llenaba de gente de todos los rincones del país, pero Cross siempre tenía una suite a disposición de su hermana. Claudia no era una gran jugadora, pero una Nochevieja se dejó arrastrar por el juego. Iba acompañada de un aspirante a actor y quería impresionarlo. Perdió el control y perdió por valor de cincuenta mil dólares en los marcadores. Cross bajó a su suite con los marcadores en la mano y la miró con una cara muy especial. Claudia la reconoció al instante en cuanto habló su hermano. Era la cara de su padre.
—Claudia —dijo Cross—, te creía más lista que yo. ¿Qué coño es esto?
Claudia lo miró con cierta timidez. Cross siempre le había aconsejado que nunca hiciera apuestas elevadas, que jamás aumentara las apuestas cuando perdiera, y que no pasara más de dos o tres horas diarias jugando. Le explicó que la prolongación del tiempo de juego era la peor trampa que pudiera existir. Pero ella había desoído todos sus consejos.
—Cross, concédeme un par de semanas y te lo pagaré todo —le dijo.
La reacción de su hermano la sorprendió.
—Te mataría antes de permitirte pagar todos estos marcadores.
Cross rompió muy despacio las hojas de papel y se las guardó en el bolsillo. Después añadió:
—Te invité porque me apetecía verte, no para quedarme con tu dinero. Métetelo bien en la cabeza, no puedes ganar. Es algo que no tiene nada que ver con la suerte. Dos más dos son cuatro.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Claudia.
—No me importa tener que romper estos marcadores, pero me molesta que seas tan tonta —dijo Cross.
No volvieron a hablar del asunto, pero Claudia se Preguntó ¿Tanto poder tiene Cross? ¿Aprobaría Gronevelt lo que había hecho Cross, o ni tan siquiera llegaría a enterarse?
Hubo otros incidentes parecidos, pero el más impresionante fue el de Loretta Lang.
Loretta Lang era una cantante y bailarina del espectáculo de revista del Xanadu. Tenía tanto entusiasmo y vitalidad que a Claudia le encantó su actuación. Cross las presentó después del espectáculo.
Loretta Lang poseía una personalidad tan atractiva en el escenario como fuera de él, pero Claudia observó que Cross no parecía muy contento y que más bien daba la impresión de sentirse un poco molesto ante la vitalidad de la artista.
En su siguiente visita, Claudia se hizo acompañar por Melo Stuart para pasar con él una velada en Las Vegas y ver el espectáculo. Melo le siguió la corriente, sin esperar gran cosa. Asistió al espectáculo con interés y después le dijo a Claudia:
—Esta chica es una auténtica bomba, no por su manera de cantar y bailar sino porque es una cómica nata. Una mujer así vale su peso en oro.
Cuando acudió al camerino para saludarla, Melo la miró con semblante risueño y le dijo:
—Me ha encantado tu actuación, Loretta. Me ha gustado muchísimo, ¿comprendes? ¿Podrías ir a Los Ángeles la semana que viene? Me encargaré de que te hagan una filmación para enseñársela a un amigo mío de unos estudios. Pero primero tendrás que firmar un contrato con mi agencia. Antes de empezar a ganar dinero tengo que trabajar mucho. Así es el negocio, pero recuerda que me encantó.
Loretta le arrojó los brazos al cuello. Claudia comprendió que su entusiasmo no era simple comedia. Se fijó una fecha y los tres cenaron juntos para celebrarlo antes de que Melo tomara su vuelo de primera hora de la mañana para ir a Los Ángeles.
Durante la cena, Loretta confesó que ya tenía firmado un hermético contrato con una firma especializada en espectáculos de salas fiestas. Un contrato de tres años de duración. Melo le aseguró que todo se podría arreglar.
Pero no se pudo. La agencia de Loretta reafirmó su intención de seguir controlando su carrera a lo largo de los tres años siguientes. Loretta estaba desesperada y acudió a Claudia en demanda de ayuda, rogándole, para su gran sorpresa, que hablara con su hermano Cross.
—¿Pero qué puede hacer Cross? —replicó Claudia.
—Tiene mucha influencia en la ciudad —contestó Loretta—. Él puede conseguirme un trato más favorable. Por favor.
Cuando Claudia subió a la suite del último piso del hotel y le planteó el problema a Cross, su hermano sacudió la cabeza y la miró con hastío.
—¿Pero a ti qué más te da? —le dijo Claudia—. Sólo te pido que digas unas cuantas palabritas a quien corresponda.
—Eres tonta —dijo Cross—. He visto a montones de mujeres como ella. Se aprovechan de amistades como tú para llegar a la cima, y después si te he visto no me acuerdo.
—¿Y qué? —replicó Claudia—. Tiene auténtico talento, y eso podría cambiar toda su vida.
Cross volvió a sacudir la cabeza.
—No me pidas que haga eso —le dijo.
—¿Por qué no? —preguntó Claudia.
Estaba acostumbrada a pedir favores para otras personas, era algo que formaba parte del mundillo cinematográfico.
—Porque cuando tomo cartas en algún asunto tengo que salirme con la mía —contestó Cross.
—No te pido que consigas tu propósito sino que hagas todo lo que puedas —dijo Claudia—. Entonces podré llamar a Loretta y decirle que por lo menos lo hemos intentado.
—Ya veo que eres una tonta irrecuperable —dijo Cross, soltando una carcajada—. Bueno, dile a Loretta y a los de su agencia que vengan a verme mañana. A las diez en punto. Y será mejor que tú también estés presente.
A la mañana siguiente Claudia tuvo ocasión de conocer al agente de Loretta. Se llamaba Tolly Nevans y vestía el habitual atuendo informal de Las Vegas, con ciertas modificaciones apropiadas a la seriedad de la ocasión. Es decir, blazer azul con camisa blanca sin cuello y pantalones de tela gruesa de color azul.
—Es un placer volver a verle, Cross —dijo Tolly Nevans.
—¿Nos conocemos? —preguntó Cross.
—Nos conocimos hace tiempo —contestó Tolly con voz melosa—. Cuando Loretta empezó a trabajar en el Xanadu.
Claudia observó la diferencia que había entre los agentes de Los Ángeles que representaban los intereses de los grandes astros del cine y Tolly Nevans, que representaba a las pequeñas figuras del mundo de las salas de fiestas. Tolly parecía un poco más nervioso, y su aspecto físico no era tan impresionante. Le faltaba toda la confianza de que hacía gala Melo Stuart.
Loretta le dio a Cross un ligero beso en la mejilla, pero no le dijo nada. De hecho parecía insólitamente apagada. A su lado, Claudia percibió su tensión.
Cross iba vestido con atuendo de jugar al golf. Pantalones blancos, camiseta blanca, zapatillas deportivas también blancas, y una gorra de béisbol azul en la cabeza. Les ofreció algo de beber del mueble bar, pero todos declinaron la invitación.
—Vamos a resolver este asunto —dijo en tono pausado—. ¿Loretta?
—Tolly quiere seguir cobrando el veinte por ciento de todo lo que yo gane —dijo Loretta con voz trémula—. Eso incluye cualquier trabajo de cine que yo pueda hacer. Pero como es natural, la agencia de Los Ángeles quiere el porcentaje completo de cualquier trabajo cinematográfico que me consiga. Yo no puedo pagar dos porcentajes. Y además Tolly quiere ser el que tome las decisiones sobre todo lo que yo haga. La agencia de Los Ángeles no está de acuerdo, y yo tampoco.
Tolly se encogió de hombros.
—Tenemos un contrato. Sólo exigimos que lo cumpla.
—Pero entonces mi agente cinematográfico no me contratará —dijo Loretta.
—La cosa está clarísima —dijo Cross—. Loretta, págales la rescisión del contrato.
—Loretta es una gran artista —dijo Tolly—, y nosotros ganamos mucho dinero con ella. Siempre la hemos promocionado y siempre hemos creído en su talento. Hemos invertido en ella un montón de pasta. No podemos prescindir de ella ahora que empieza a resultar rentable.
—Compra la rescisión del contrato, Loretta —repitió Cross.
—No puedo pagar dos porcentajes —replicó Loretta, casi gimoteando—. Es demasiado cruel.
Claudia procuró reprimir una sonrisa, pero Cross no reprimió la suya. Tolly parecía muy ofendido.
—Claudia —dijo finalmente Cross—, ve a ponerte la ropa de golf. Quiero que hagas nueve lanzamientos conmigo. Me reuniré contigo abajo junto a la caja cuando termine aquí.
A Claudia le había parecido un poco raro que Cross se hubiera vestido de una manera tan informal para la reunión, como si no se la tomara muy en serio. Su comportamiento la había ofendido, y sabía que también había ofendido a Loretta. En cambio Tolly estaba más tranquilo. Cross no le había propuesto ningún compromiso.
—Me quedo —dijo Claudia—, quiero ver a Salomón en acción.
—Cross jamás podía enfadarse con su hermana. —Soltó una carcajada y ella lo miró sonriendo. Después Cross se volvió hacia Tolly.
—Veo que usted no se dobla, y creo que tiene razón. ¿Qué le parecería un porcentaje sobre sus ganancias durante un año? Pero tendrá que ceder el control, de otro modo no dará resultado.
—¡Yo no quiero dárselo! —estalló Loretta, enojada.
—No es eso lo que yo quiero —dijo Tolly—. El porcentaje me parece bien, pero ¿qué ocurre si nos sale un contrato estupendo para ti y tú estás comprometida para hacer una película? Perderíamos dinero.
Cross lanzó un suspiro y dijo casi con tristeza.
—Tolly, quiero que rescinda el contrato con esta chica. Es una petición. Ustedes hacen mucho negocio con nuestro hotel. Hágame este favor.
Por primera vez, Tolly pareció alarmado y dijo casi en tono suplicante:
—Me encantaría poder hacerle este favor, Cross; pero tengo que discutirlo con mis socios de la agencia. —Hizo una breve pausa—. A lo mejor podré arreglar la rescisión del contrato.
—No —dijo Cross—. Le estoy pidiendo un favor. Nada de rescisiones. Y quiero su respuesta ahora mismo para poder irme a disfrutar de mi partido de golf. Tras una pausa añadió:
—Dígame sí o no.
Claudia se impresionó ante la brusquedad de sus palabras, Cross no hablaba en tono amenazador ni intimidante. Más bien parecía que quisiera dejarlo correr, como si hubiera perdido interés por el asunto. En cambio Tolly estaba trastornado.
Su respuesta fue sorprendente:
—Pero esto es injusto —dijo.
Miró con expresión de reproche a Loretta, y ésta bajó los ojos, Cross volvió a encasquetarse la gorra de béisbol en la cabeza, como si se dispusiera a marcharse.
—Es sólo una petición —dijo—. No me puede decir que no. De usted depende.
—No, no —dijo Tolly—. Lo que ocurre es que yo no sabía que tuviera usted tanto interés y que fueran ustedes tan buenos amigos.
De pronto Claudia observó un cambio asombroso en su hermano. Cross se inclinó hacia delante y le dio a Tolly un afectuoso abrazo y una cordial sonrisa iluminó su rostro. Qué guapo es el muy hijo de puta, pensó.
—Jamás lo olvidaré, Tolly —dijo Cross en tono de profunda gratitud—. Mire, le doy carta blanca aquí en el Xanadu para cualquier nuevo artista que quiera usted promocionar. Incluso mandaré organizar una noche especial con todos los nuevos artistas que usted traiga, y esa noche quiero que usted y sus socios cenen conmigo en el hotel. Llámeme cuando quiera. Daré orden de que me pasen la llamada directamente. ¿De acuerdo?
Claudia comprendió dos cosas. Cross había exhibido deliberadamente su poder, y había tenido buen cuidado de recompensar hasta cierto punto a Tolly sólo cuando éste ya se había doblegado, y no antes. Tolly disfrutaría de su noche especial y se empaparía de poder, pero sólo por una noche.
Claudia comprendió también que Cross había exhibido su poder para demostrarle el amor que le tenía y la fuerza material de dicho amor. Y vio en los rasgos de su rostro la belleza que ella siempre le había envidiado desde la infancia, el frunce de los sensuales labios, la perfección de la nariz y los ojos almendrados, petrificándose lentamente, como si estuvieran adquiriendo la consistencia del mármol de las estatuas antiguas.
Claudia abandonó la autopista de la Costa del Pacífico y siguió adelante hasta llegar a la entrada de la Colonia Malibú. Le encantaba la colonia, con sus casas en primera línea de la playa, el océano brillando delante de ellas, y a lo lejos el reflejo de las montañas en el agua. Aparcó su automóvil delante de la casa de Athena.
Boz Skannet estaba tomando el sol en la playa pública situada al sur de la valla de la Colonia Malibú. La sencilla valla de tela metálica penetraba unos diez metros en el agua, pero era sólo una barrera nominal. Si uno se adentraba lo suficiente en el agua la podía rodear a nado.
Boz estaba explorando el terreno con vistas a su siguiente ataque contra Athena. Aquel día sólo haría una incursión de prueba, y por eso se había dirigido a la playa pública con camiseta y pantalones de tenis sobre el traje de baño. En la bolsa de playa, que en realidad era una bolsa de tenis, guardaba el frasco de ácido envuelto en unas toallas.
Desde el lugar que había elegido en la playa podía observar la casa de Athena a través de la valla de tela metálica. Vio a dos guardias de seguridad en la playa. Iban armados. Si la parte posterior de la casa estaba cubierta, la delantera también lo estaría. No le hubiera importado hacer daño a los guardias, pero no quería dar la impresión de ser un loco de esos que matan a un montón de gente sin motivo. Ello hubiera quitado cualquier mérito a la exclusiva y justificada destrucción de Athena.
Boz Skannet se quitó los pantalones y la camiseta, extendió la toalla y contempló la arena y la sábana intensamente azul del océano Pacífico al fondo. El calor del sol lo adormeció. En la universidad, durante la conferencia de un profesor sobre los ensayos de Emerson, había oído citar la frase “La belleza es su propia excusa”. No sabía si había sido por Emerson o por la Belleza; pero el caso es que había pensado en Athena.
No era frecuente encontrar reunidas en una persona la belleza física y las cualidades morales e intelectuales. Por eso había pensado en Athena. Cuando era niña, todo el mundo la llamaba Thena.
La había querido tanto en su adolescencia que había vivido inmerso en un sueño de dicha infinita, en el que ella también lo quería. No podía creer que la vida pudiera ser tan dulce. Poco a poco, la podredumbre lo fue estropeando todo.
¿Cómo se atrevía Athena a ser tan perfecta? ¿Cómo se atrevía a exigir tanto amor? ¿Cómo se atrevía a despertar amor en tanta gente? ¿Es que no sabía lo peligroso que era eso?
Boz se examinó a sí mismo. ¿Por qué su amor se había trocado en odio? En realidad la respuesta era muy sencilla porque sabía que no podría poseerla hasta el final de sus vidas, y que un día la tendría que perder.
Un día ella se acostaría con otros hombres y desaparecería de su paraíso. Y jamás volvería a pensar en él.
Sintió que el calor del sol abandonaba su rostro y abrió los ojos. Junto a él se encontraba un tipo corpulento muy bien vestido, sosteniendo una silla plegable. Boz lo reconoció. Era Jim Losey, el investigador que lo había interrogado después de que él arrojara el agua al rostro de Thena.
Boz lo miró, con los párpados entornados.
—Qué casualidad que los dos hayamos venido a nadar a la misma playa. ¿Qué coño quiere?
Losey desplegó la silla y se sentó.
—Mi ex mujer me regaló esta silla. Tenía que interrogar y detener a tantos surfistas —dijo—, que sería mejor que estuviera cómodo.
El investigador miró a Skannet casi con simpatía.
—Sólo quería hacerle unas cuantas preguntas. Una, ¿qué está usted haciendo tan cerca de la casa de la señorita Aquitane? Está incumpliendo la orden del juez.
—Estoy en una playa pública, hay una valla entre nosotros, y voy en traje de baño. ¿Es que realmente tengo pinta de estar acosándola?
Losey esbozó una sonrisa comprensiva.
—Bueno, mire —dijo—; si yo estuviera casado con esa tampoco podría apartarme de ella. ¿Qué tal si le echo un vistazo a su bolsa de playa?
Boz estrechó la bolsa contra su pecho.
—Ni hablar —contestó—. A no ser que tenga usted una orden judicial.
—No me obligue a detenerle —dijo Losey dirigiéndole una amistosa sonrisa—. O a pegarle una soberana paliza y quitarle la bolsa a la fuerza.
Sus palabras fueron una provocación. Boz se levantó y alargó el brazo para ofrecerle la bolsa, pero inmediatamente lo retiró.
—Intente quitármela —dijo.
Jim Losey se desconcertó. Que él recordara, jamás en su vida se había tropezado con alguien que fuera más fuerte que él. En cualquier otra situación hubiera sacado la porra o el revólver y hubiera hecho papilla a su adversario. Tal vez su indecisión se debió a la arena que tenía bajo sus pies, o quizás a la increíble intrepidez de Skannet.
Boz lo miraba con una sonrisa en los labios.
—Me tendrá que pegar un tiro —le dijo—. Soy más fuerte que usted, a pesar de su estatura. Y si me pega un tiro, no podrá alegar defensa propia.
Losey admiró su perspicacia. En una pelea física, la cuestión hubiera podido ser dudosa. No había razón para sacar un arma.
—Muy bien —dijo, doblando la silla y haciendo ademán de retirarse. De pronto se volvió y le dijo con admiración.
—Es usted un tipo muy duro de pelar. Usted gana. Pero no me dé motivos para que alegue defensa propia. Ya ha visto que no he medido la distancia que le separa de la casa. A lo mejor ha rebasado usted el límite de la orden judicial…
Boz soltó una carcajada.
—No se preocupe, no le daré ningún motivo.
Vio cómo Jim Losey abandonaba la playa, subía a su automóvil y se alejaba de allí. Guardó la toalla en la bolsa y regresó a su vehículo. Colocó la bolsa en el maletero; sacó del llavero la llave del coche y la ocultó bajo el asiento anterior. Después regresó a la playa para rodear la valla a nado.
Athena Aquitane había alcanzado la cima del estrellato siguiendo el camino tradicional, que la gente raras veces aprecia. Había dedicado muchos años a su preparación, asistiendo a clases de actuación, danza, movimiento y educación vocal, y leyendo sin descanso obras de teatro, cosas todas ellas fundamentales en el arte de la interpretación. Como es natural, había hecho también las inevitables rondas de visitas a los agentes, directores de reparto, productores y directores más o menos libidinosos, y había soportado el acoso sexual de los ejecutivos y los jefes de los estudios, que casi siempre eran unos carcamanes.
El primer año se ganó la vida haciendo anuncios, actuando como modelo y trabajando como azafata muy ligerita de ropa en distintas exposiciones de automóviles. Pero eso sólo fue el primer año. Después sus dotes interpretativas empezaron a dar fruto. Tuvo varios amantes que la inundaron de joyas y dinero, e incluso hubo algunos que le propusieron casarse. Las relaciones solían ser breves y siempre terminaban amistosamente.
Nada de todo aquello le pareció doloroso o humillante, ni siquiera la vez en que el comprador de un Rolls-Royce pensó que ella estaba incluida en el precio del coche. Ella lo rechazó, comentando en broma que su precio era el mismo que el del coche. Le gustaban los hombres y disfrutaba del sexo, pero sólo como diversión y recompensa de actividades más serias. Los hombres no constituían una parte importante de su mundo.
El trabajo de actriz era para ella la VIDA, con letras mayúsculas. El secreto conocimiento de sí misma era importante. Los peligros del mundo eran importantes. Su trabajo de actriz, sin embargo, era lo primero. No aquellos pequeños papeles cinematográficos que sólo le permitían cubrir gastos, sino los grandes papeles de grandes obras que ponían en escena los grupos teatrales locales, por último las obras del Mark Taper Forum, que finalmente la catapultaron a los grandes papeles del cine.
Su verdadera vida eran los papeles que le encomendaban. Se sentía auténticamente viva cuando los interpretaba y los incorporaba a su existencia ordinaria de todos los días. Sus aventuras amorosas eran simples diversiones; algo así como jugar al tenis o golf, o cenar con los amigos o consumir sustancias que la ayudaban a soñar.
Su verdadera vida se desarrollaba en aquel teatro que parecía una catedral, cuando se maquillaba o añadía una nota de color a su atuendo, mientras su rostro se contraía con las emociones y sentimientos que se arremolinaban en su cabeza, y cuando se enfrentaba finalmente con la profunda oscuridad del patio de butacas, donde le parecía ver el rostro de Dios, y se entregaba por entero a su destino. En el escenario lloraba, se enamoraba, gritaba de angustia, suplicaba perdón por sus secretos pecados, y a veces experimentaba el gozo redentor de la felicidad recobrada.
Ansiaba la fama y el éxito para poder olvidar su pasado y ahogar los recuerdos de Boz Skannet, de la hija que habían tenido y de la traición de su belleza, la cual se había comportado con ella como una bondadosa pero ligeramente taimada hada madrina.
Como todo artista, quería que el mundo la amara. Sabía que era guapa (¿cómo no saberlo si el mundo se lo decía constantemente?), pero también sabía que era inteligente. Por eso había creído en sí misma desde el principio, pero lo que sinceramente no pudo creer al principio fue que tuviera los ingredientes indispensables de los auténticos genios. La energía desbordante y la concentración, y también la curiosidad.
Athena Aquitane utilizó la energía para convertirse en una experta en todo. La interpretación y la música eran sus verdaderos amores, y para poder concentrarse en ellos se convirtió en experta en todo lo demás. Aprendió a arreglar un coche, se transformó en una estupenda cocinera y se entregó a la práctica de todos los deportes femeninos: golf, tenis, baloncesto y natación. Todos ellos a nivel casi profesional. Estudió las distintas modalidades de hacer el amor tanto en la literatura como en la vida, consciente de la importancia que ello tenía en su profesión.
Pero tenía un defecto no soportaba infligir dolor a ningún ser humano, y puesto que en la vida tal cosa era inevitable se sentía una mujer desdichada. Pese a ello había sabido tomar decisiones muy duras para abrirse camino en el mundo. Utilizaba su poder como estrella cotizada, y a veces su frialdad era tan grande como su belleza. Los hombres poderosos le suplicaban que actuara en sus películas y le pedían de rodillas meterse en su cama. Ejercía su influencia e incluso exigía el derecho de elegir a los directores y coprotagonistas. Podía cometer pequeños delitos sin castigo, escandalizar a la gente y desafiar casi todas las normas morales, porque en realidad nadie sabía quién era. Tan misteriosa e inescrutable como todos los astros cotizados, resultaba imposible establecer en ella una clara distinción entre su verdadera vida y las existencias que vivía en la pantalla.
Todas esas cosas y el amor que el mundo le profesaba no le bastaban. Conocía su fealdad interior. Había una persona que no la quería, y el hecho de saberlo era para ella un motivo de sufrimiento. Era la personificación de la actriz que se desespera cuando es objeto de cien críticas positivas y de una sola muy negativa.
Cuando ya llevaba cinco años en Los Ángeles, Athena Aquitane consiguió su primer papel estelar en una película e hizo la mayor conquista de su vida.
Como todos los grandes astros del cine, Steven Stallings tenía derecho de veto sobre el papel protagonista femenino de todas sus películas. Vio a Athena en una obra del Mark Taper Forum e intuyó inmediatamente su talento. Pero fue su belleza lo que más le llamó la atención y lo que en realidad lo indujo a elegirla como coprotagonista de su siguiente película.
Athena se llevó una tremenda sorpresa y se sintió profundamente halagada. Sabía que aquélla era su gran oportunidad, y al principio no supo por qué razón la habían elegido. Su agente Melo Stuart se lo explicó:
Ambos se encontraban en el despacho de Melo, una estancia maravillosamente decorada con objetos orientales, alfombras tejidas con hilo de oro y cómodo mobiliario, todo bañado por una suave luz artificial pues las cortinas estaban corridas para impedir la entrada de la luz. Melo prefería hablar de negocios en su despacho, tomando un té inglés y comiendo unos pequeños emparedados en lugar de salir a almorzar fuera. Sólo almorzaba en un restaurante con sus clientes más famosos.
—Te mereces esta oportunidad —le dijo a Athena—. Eres una gran actriz pero llevas muy pocos años en esta ciudad, y a pesar de tu inteligencia aún estás un poco verde. No te ofendas, pero eso es lo que ha ocurrido.
El agente hizo una breve pausa.
—Por regla general no tengo por costumbre explicar esas cosas porque no suele ser necesario.
—Pero a mí me las explicas porque todavía estoy muy verde ¿no? —dijo Athena sonriendo.
—No exactamente verde —dijo Melo—. Pero estás tan concentrada en tu arte que algunas veces parece que no te das cuenta de las complejidades de la industria del cine.
Athena le miró con aire divertido.
—Bueno, pues cuéntame cómo he conseguido este papel.
—Me llamó el agente de Stallings —dijo Melo—. Al parecer Stallings te vio en la obra del Taper y tu actuación lo dejó boquiabierto de asombro. Quiere que te contraten para la película. Después me llamó el productor para negociar las condiciones y llegamos a un acuerdo. Emolumentos netos, doscientos mil dólares sin porcentajes, eso vendrá más adelante, y sin compromisos para futuras películas. Son unas condiciones realmente extraordinarias.
—Gracias —dijo Athena.
—No debería decírtelo —añadió Melo—, pero Steven tiene la costumbre de enamorarse locamente de sus coprotagonistas. Con toda sinceridad, pero es un galán muy ardiente.
Athena lo interrumpió.
—Melo, no entres en detalles.
—Tengo que hacerlo —dijo Melo.
El agente la miró con afecto. Él, que normalmente era tan inexpugnable, se había enamorado de Athena ya desde el principio, pero como ella jamás había coqueteado con él; había captado la insinuación y no le había revelado sus sentimientos. Al fin y al cabo ella era una propiedad muy valiosa, capaz de reportarle muchos millones de dólares en el futuro.
—¿Qué pretendes decirme? ¿Que debo arrojarme en sus brazos en cuanto estemos solos? —preguntó secamente Athena. ¿No basta mi gran talento?
—Por supuesto que no —contestó Melo—. En absoluto. Una gran actriz es una gran actriz, pase lo que pase. Pero ¿sabes cómo se convierte una actriz en una gran estrella de cine? Llega un día en que tiene que conseguir el gran papel, justo en el momento adecuado. Y éste es tu gran papel. No puedes permitirte el lujo de dejarlo escapar. Y ¿qué tiene de malo enamorarse de Steven Stallings? Cien millones de mujeres de todo el mundo se enamoran de él, ¿por qué no tú? Tendrías que sentirte halagada.
—Y me siento —dijo fríamente Athena—, pero ¿y si resulta que no lo puedo soportar? ¿Qué ocurrirá entonces?
Melo se metió otro emparedado en la boca.
—¿Y por qué no ibas a soportarlo? Es un hombre simpatiquísimo, te lo juro. Por lo menos coquetea con él hasta que se hayan rodado los suficientes metros de película como para que no te puedan echar.
—¿Y si lo hago tan bien que no quieren prescindir de mí? —replicó Athena.
Melo lanzó un suspiro.
—Si he de serte sincero, Steven no tendrá tanta paciencia. Como a los tres días no te enamores de él, te echará de la película.
—Eso se llama acoso sexual —dijo Athena riéndose.
—No puede haber acoso sexual en la industria cinematográfica —dijo Melo—. De una manera o de otra pones tu trasero a la venta por el simple hecho de entrar en ella.
—Me refería a la forma en que tendré que enamorarme de él —dijo Athena—. ¿El hecho de follar directamente no es bastante para Steven?
—Él puede follar todo lo que le dé la gana —contestó Melo—, pero si está enamorado de ti querrá que le correspondas con amor. Hasta que termine el rodaje.
Melo volvió a suspirar.
—Entonces los dos os desenamoraréis porque estaréis demasiado ocupados trabajando. —Hizo una breve pausa—. No será un insulto a tu dignidad —dijo—. Un astro como Steven manifiesta su interés. El objeto de su interés, que eres tú, puede reaccionar favorablemente o bien mostrar escaso interés por su interés. Steven te enviará flores el primer día. El segundo día, después del ensayo, te invitará a cenar para estudiar el guión. No habrá ninguna obligación, pero como es natural serás excluida de la película si no vas. Con toda la liquidación íntegra, eso sí te lo podré garantizar…
—Melo, ¿no crees que soy lo bastante buena actriz como para conseguirlo sin necesidad de vender mi cuerpo? —preguntó Athena en tono de fingido reproche.
—Por supuesto que sí —contestó Melo—. Eres joven, sólo tienes veinticinco años. Puedes esperar dos o tres años, e incluso cuatro o cinco. Tengo una confianza absoluta en tu talento, pero es una oportunidad. Todo el mundo quiere a Steven.
Ocurrió exactamente lo que Melo había vaticinado. Athena recibió un ramo de flores el primer día. El segundo ensayaron con todos los actores del reparto. Era una comedia dramática en que la risa terminaba en llanto, una de las cosas más difíciles de hacer. Athena se quedó asombrada ante la habilidad de Steven Stallings. Éste leyó su papel sin ninguna inflexión especial en la voz y sin la menor intención de impresionar a sus oyentes, pero aún así las frases cobraron vida; y de entre todas las variaciones posibles él siempre elegía la más aceitada. Al llegar a una determinada escena, ambos interpretaron de doce maneras distintas, y en todas ellas se compenetraron a la perfección y se siguieron el uno al otro como bailarines. Al terminar, Steven dijo en voz baja:
—Bien, muy bien.
Después la miró con una respetuosa sonrisa puramente profesional.
Al término de la jornada, Steven echó finalmente mano de su encanto.
—Creo que ésta va a ser una gran película gracias a ti —dijo—. ¿Qué te parece si nos reunimos esta noche para estudiar bien el guión? —Hizo una pausa antes de añadir, con una cautivadora y juvenil sonrisa en los labios—. Lo hemos hecho francamente bien.
—Gracias —dijo Athena—. ¿Cuándo y dónde?
Steven la miró inmediatamente con una cortés y burlona expresión de horror.
—Oh, no —dijo—. Elige tú.
En aquel momento Athena decidió aceptar el papel e interpretarlo como una auténtica profesional. Él era el superastro de la pantalla, y ella la novata. Todas las opciones eran de Steven, y ella estaba obligada a elegir lo que él quisiera. En sus oídos resonaron las palabras de Melo: Puedes esperar dos o tres años, e incluso cuatro o cinco. Pero no podía esperar.
—¿Te importaría ir a mi casa? —le dijo—. Haré una cena sencilla para que podamos trabajar mientras comemos. ¿A las siete? —preguntó tras una pausa.
Athena era una perfeccionista y se preparó mental y físicamente para la recíproca seducción. La cena sería ligera para que no influyera en su trabajo ni en su actuación sexual. A pesar de que raras veces bebía, compró una botella de vino blanco. La comida tendría que dejar bien claras sus habilidades culinarias; pero la podría preparar mientras trabajaban.
Sabía que la seducción tendría que parecer accidental y no premeditada, pero las prendas tampoco deberían ser una señal de rechazo. Como actor que era, Steven trataría de interpretar todos los signos.
Se puso unos jeans tejanos que le realzaban las nalgas, cuyo color azul moteado de manchas blancas era una alegre invitación. Una blusa de seda blanca con tornos deformes que aunque no dejaba al descubierto erguido de los pechos, permitía adivinar el encanto con que los abría. Se adornó los lóbulos de las orejas con unos aros pequeños de color verde, a tono con sus ojos. Pero el conjunto aunque no resultaba excesivamente serio y estirado, dejaba espacio para la duda. De pronto se le ocurrió una idea genial. Se pintó las uñas de los pies de escarlata y lo recibió descalza.
Steven Stailings llegó con una botella de vino tinto, no del mejor aunque muy bueno. También iba vestido con ropa de trabajo. Holgados pantalones de pana marrón, camisa azul de tela gruesa de algodón, y unas zapatillas deportivas de color blanco. El negro cabello peinado sin demasiado esmero. Llevaba bajo el brazo el guión, entre cuyas páginas asomaban tímidamente varias hojitas amarillas de notas. Lo único que lo delataba era el delicado perfume de la colonia.
Comieron sin cumplidos en la mesa de la cocina. Steven felicitó con toda justicia a Athena por la comida, y mientras la saboreaban hojearon sus guiones, comparando las notas e introduciendo modificaciones en el diálogo para que la interpretación resultara más convincente.
Después de la cena pasaron al salón e interpretaron varias escenas del guión, que ya habían marcado como especialmente complicadas, pero estaban un poco cohibidos y ello repercutía inevitablemente en su trabajo.
Athena observó que Steven Stallings estaba representando perfectamente su papel. Se mostraba profesional y respetuoso. Sólo sus ojos traicionaban la sincera admiración que sentía ante su belleza, su talento de actriz y su dominio de la materia. Al final preguntó si estaba demasiado cansada para interpretar la trascendental escena de amor del guión.
Para entonces ya habían digerido perfectamente la cena y se habían hecho tan amigos como los personajes del guión. Durante la interpretación de la escena, Steven la besó suavemente en los labios, pero se abstuvo de meterle mano. Después del primer beso la miró profunda y sinceramente a los ojos y le dijo en un emocionado susurro que estaba deseando hacerlo desde la primera vez que te vi. Athena le sostuvo la mirada. Después bajó los ojos, atrajo suavemente su cabeza hacia sí y le dio un casto beso. La señal necesaria. Ambos se sorprendieron de la sinceridad de la apasionada acción de Steven, lo cual significaba, pensó Athena, que sus dotes de actriz eran superiores a las suyas de actor. Sin embargo Steven se mostró extremadamente experto mientras la desnudaba; sus manos le acariciaron la piel, sus dedos la tantearon y su lengua le cosquilleó el interior de los muslos, provocando la respuesta de su cuerpo. No es tan terrible, pensó Athena. Steven era muy guapo, y las clásicas proporciones de su rostro arreboladas por la pasión poseían una realidad que no hubiera podido reproducirse en una película. Es más, en una película todo aquello hubiera quedado reducido a simple lascivia. Cuando Steven hacía el amor en la pantalla, todo era mucho más espiritual.
Athena estaba interpretando ahora el papel de una mujer dominada por una loca pasión física. Ambos se encontraban en perfecta sincronía, y en un cegador instante alcanzaron un orgasmo simultáneo. Exhaustos sobre las sábanas, se preguntaron qué tal hubiera resultado aquella escena en una película y llegaron a la conclusión de que no hubiera sido lo bastante buena para una toma. No hubiera conseguido subrayar debidamente las características del argumento ni hubiera expresado adecuadamente su fuerza. Le faltaba la tierna emoción interior del verdadero amor e incluso de la auténtica lujuria. Tendrían que repetir la toma.
Steven Stallings se enamoró, como siempre le solía ocurrir. A pesar de que en cierto modo había sido víctima de una violación profesional, Athena se alegraba de que todo hubiera salido tan bien. No se había producido una auténtica coacción más que en la cuestión de la libertad personal, pero se hubiera podido argüir, en cualquier caso, que la supresión de la voluntad personal, razonablemente ejercida, era necesaria para la supervivencia humana.
Steven Stallings estaba satisfecho porque en el rodaje de su nueva película ya lo tenía todo perfectamente organizado. Contaba con una buena compañera de trabajo. Las relaciones entre ambos serían muy placenteras, y él no tendría que andar buscando sexo por ahí. Por si fuera poco, jamás a lo largo de toda su dilatada experiencia había mantenido relaciones con una mujer tan bella e inteligente como Athena, ni tan buena en la cama, ni tan locamente enamorada de él; cosa que a lo mejor más adelante sería un problema, claro.
Lo que ocurrió a continuación sirvió para consolidar su amor. Ambos se levantaron de un salto de la cama diciendo:
Volvamos al trabajo.
Cogieron los guiones y, desnudos, perfeccionaron sus lecturas. La única nota discordante que se produjo, a juicio de Athena; fue cuando Steven se puso los calzoncillos. Eran unos calzoncillos de color rosa festoneado, especialmente diseñados para moldear las curvas de sus nalgas, aquellas nalgas que eran una fuente de éxtasis para todas sus admiradoras. Otra nota extraña fue el orgullo con el que él le explicó que había utilizado un preservativo fabricado por una empresa en la que él tenía una participación, a lo que añadió que se los hacían especialmente para él. Jamás se hubiera podido adivinar que llevaba puesto un preservativo. Eran absolutamente seguros. Después Steven le preguntó qué nombre resultaría más idóneo para comercializarlos. ¿Excalibur o Rey Arturo? A él le gustaba más Rey Arturo. Athena reflexionó un instante.
Después preguntó con fingida seriedad:
—¿No sería mejor un nombre políticamente más correcto?
—Tienes razón —dijo Steven—. Su fabricación resulta tan cara que los tendremos que vender a los dos sexos. Nuestro lema comercial será: El condón de los Astros. ¿Qué tal te suena Star Condoms?
Tanto la película como las relaciones amorosas de los protagonistas cosecharon un éxito enorme. Athena consiguió subir el primer peldaño de la escalera que la conduciría al estrellato, y cada una de las películas que protagonizó a lo largo de los cinco años siguientes sirvió para consolidar su éxito.
La relación entre ambos, como casi todas las de los astros del cine, constituyó un éxito, aunque naturalmente efímero. Se amaban con la ayuda del guión, pero con el humor y la frialdad que exigían la fama de Steven y la ambición de Athena. Ninguno de ellos podía permitirse el lujo de estar más enamorado que el otro, y semejante igualdad amorosa equivalía a la muerte de la pasión. Estaba además la cuestión geográfica. Las relaciones terminaron cuando terminó la película. Unos exteriores en la India, y luego Steven se fue a Italia. Se llamaban por teléfono, se enviaban felicitaciones y regalos navideños e incluso se fueron a pasar en un paradisíaco fin de semana en Hawai. El hecho de trabajar juntos en una película era algo así como ser unos caballeros de la Tabla Redonda, y la búsqueda de la fama y la fortuna era semejante a la del Santo Grial. Athena disfrutaba intensamente con las relaciones, pero siempre le veía su lado cómico. Por mucho que se empeñara en aparentar como profesional de la interpretación que era ella la que estaba más enamorada de Steven que él de ella, le era casi imposible reprimir la risa, Steven era un amante tan sincero, perfecto, ardiente y sensible que a veces ella tenía la sensación de que estaba viendo una de sus películas.
Podía gozar de su belleza física, pero no admirarla sin descanso. Su constante consumo de drogas y alcohol era tan comedido que ni siquiera se podía censurar. La cocaína era para él una especie de medicamento, y el alcohol acrecentaba su encanto. El éxito no lo había convertido en un ser testarudo ni caprichoso.
Así pues, Athena se llevó una sorpresa enorme cuando Steven le propuso matrimonio. Sabía que él follaba con cualquier cosa que se movía, tanto cuando rodaba exteriores como cuando estaba en Hollywood, e incluso la vez que se le fue de las manos el problema de la droga y tuvo que ingresar en una clínica para someterse a un tratamiento de desintoxicación. No era la clase de hombre que Athena hubiera deseado convertir en una parte semipermanente de su vida.
Steven no se ofendió por su negativa. Había sido una momentánea debilidad, fruto de un consumo de cocaína superior al habitual. Casi lanzó un suspiro de alivio.
A lo largo de los cinco años siguientes; Athena ascendió a la cima del estrellato, y Steven empezó a desvanecerse. Seguía siendo un ídolo para sus admiradores, sobre todo para las mujeres, pero no había tenido suerte o no había sabido elegir bien sus papeles, La droga y el alcohol lo habían hecho más descuidado en su trabajo. A través de Melo Stuart le pidió a Athena el papel de protagonista masculino principal de mesalina. Ahora era ella quien tenía la sartén por el mango pues gozaba de la prerrogativa de elegir a su pareja de reparto. Athena le dijo que sí por una especie de perverso sentido de la gratitud, y porque él era ideal para el papel. Pero con la condición de que no iba a acostarse con ella.
En el transcurso de aquellos cinco años, Athena había mantenido algunas cortas relaciones; una de ellas con el joven productor Kevin Marrion, tenía su misma edad pero ya era un veterano de la industria cinematográfica. Había producido su primera película importante a los veintiún años con un éxito extraordinario, lo cual le convenció de que era un genio. Desde entonces había producido tres fracasos, y el único que confiaba en él era su padre.
Kevin Marrion era extraordinariamente apuesto, lo cual no tenía nada de extraño pues la primera esposa de Elí Marrion había sido una de las grandes bellezas del sector. Por desgracia sus rasgos se endurecían ante las cámaras, y todas las pruebas cinematográficas a que se había sometido habían sido un fracaso. Su futuro artístico estaba pues en la producción.
Athena lo había conocido porque el joven se había empeñado en ofrecerle el principal papel de su nueva película. Sus palabras la dejaron estupefacta y horrorizada a la vez. Kevin hablaba con la peculiar inocencia de las personas muy serias.
—Es el mejor guión que he leído en mi vida —le dijo—. Debo decirle con toda sinceridad que yo he participado en la adaptación. Usted es la única actriz que se merece este papel, Athena. Podría elegir a cualquier actriz del sector, pero quiero que lo haga usted. —Añadió, mirándola con la cara muy seria para convencerla de su sinceridad.
Athena escuchó fascinada el relato que él le hizo del guión. Era la historia de una mendiga que vivía en la calle, y a quien el hallazgo de un niño abandonado en un contenedor de la basura le cambia la vida. La protagonista acababa convirtiéndose en líder de los sin techo de Estados Unidos. La mitad de la película se la pasaba empujando un carrito de la compra que contenía todas sus pertenencias. Tras sobrevivir al alcohol, las drogas, el hambre, la violación y un intento de las autoridades de arrebatarle al niño, proseguía su lucha y llegaba a presentarse candidata a la presidencia de Estados Unidos en una lista independiente. Pero no ganaba, y en eso estribaba la gracia del guión.
La reacción de Athena fue más bien de horror. El guión le hubiera exigido convertirse en una andrajosa y miserable mendiga en un deprimente ambiente de pobreza. Desde el punto de vista suyo hubiera sido un desastre. El sentimentalismo era burdo, y la estructura dramática, pura estupidez. El guión era uno en el que no había nada aprovechable.
—Si usted acepta el papel, me moriré de felicidad —dijo Kev.
¿Soy yo la que está loca o este tío es un chiflado? se preguntó Athena. Pero Kevin era un poderoso productor, estaba claro que hablaba en serio y que sin lugar a dudas era un hombre capaz de hacer cosas. Miró angustiada a Melo Stuart y éste le dirigió una sonrisa de aliento, pero ella se había quedado sin habla.
—Maravilloso. Una idea maravillosa —dijo Melo—. Un tema clásico. Ascenso y caída. Caída y ascenso. El núcleo esencial del drama. Pero usted ya sabe lo importante que es para Athena elegir producciones adecuadas, después de haber conseguido abrirse camino en su profesión. Leeremos el guión y volveremos a ponernos en contacto con usted.
—Por supuesto —dijo Kevin, entregándoles a cada uno un ejemplar—. Estoy seguro de que les encantará.
Melo acompañó a Athena a un pequeño restaurante tailandés de Melrose. Pidieron los platos y empezaron a hojear el guión.
—Primero me mato —dijo Athena—. Este Kevin es un tarado.
—Sigues sin comprender lo que es la industria cinematográfica —dijo Melo—. Kevin es inteligente. Lo que ocurre es que hace algo para lo que no está preparado. He visto cosas peores.
—¿Dónde? ¿Cuándo? —preguntó Athena.
—Así de repente, no lo recuerdo —contestó Melo—. Eres una estrella lo suficientemente importante como para decir que no, pero no lo bastante como para crearte enemigos innecesarios.
—Elí Marrion es demasiado listo como para apoyar a su hijo en este proyecto —dijo Athena—. Estoy segura de que sabe muy bien que el guión es un disparate.
—Pues claro —dijo Melo—. Incluso comenta en broma que tiene un hijo que hace películas comerciales que siempre fracasan, y una hija que hace películas serias que pierden dinero.
—Pero Elí está obligado a hacer felices a sus hijos, nosotros no.
—Podemos decir que no, pero hay una pega. La LoddStone ha adquirido los derechos de una gran novela en la que hay un fabuloso papel para ti. Si rechazas el ofrecimiento de Kevin puede que no consigas el otro papel.
Athena se encogió de hombros.
—Esta vez esperaré.
—¿Por qué no aceptas los dos papeles? Puedes poner como condición hacer primero la versión cinematográfica de la novela. Después ya encontraremos la manera de salirnos de la película de Kevin.
—¿Y esa no nos va a crear enemigos? —preguntó Athena sonriendo.
—La primera película alcanzará un éxito tan extraordinario que ya no importará. Entonces podrás permitirte el lujo de crearte enemigos.
—¿Estás seguro de que después podré salirme de la película de Kevin? —preguntó Athena.
—Si no lo conseguimos, te dejo que me despidas —contestó Melo.
Ya había hecho un trato con Elí Marrion, que no podía decirle directamente que no a su hijo y prefería evitar el desastre, convirtiendo a Melo y Athena en los malos de la película, cosa que a Melo no le importaba. Una parte de la misión de cualquier agente cinematográfico consistía en ser el malo de la película.
Todo salió a pedir de boca. El papel protagonista de la versión cinematográfica de la novela convirtió a Athena en una estrella de primera magnitud, pero por desgracia la indujo a pasar por un período de celibato.
Durante la comedia de la fase preliminar de la producción de la película de Kevin, que jamás se podría hacer, estaba previsto que Kevin Marrion se enamorara de Athena. Para ser un productor, Kevin era un joven relativamente ingenuo, lo cual le indujo a perseguir a Athena con descarado ardor. Su entusiasmo y su conciencia social eran su mayor encanto. Una noche, en un momento de debilidad mezclada con el remordimiento que sentía por su traición, Athena se lo llevó a la cama. La experiencia fue muy placentera, y Kevin insistió en casarse con ella.
Entre tanto, Athena y Melo habían convencido a Claudia de Lena de que hiciera una adaptación del guión. La hizo en clave cómica, y Kevin la despidió. El joven estaba tan furioso que no había quien lo aguantara.
Aquellas relaciones amorosas le fueron muy útiles a Athena. Encajaban perfectamente con su horario de trabajo, y el entusiasmo de Kevin resultaba muy agradable en la cama. Por otra parte era muy halagadora su insistencia en casarse con ella, incluso sin acuerdo económico previo, teniendo en cuenta que algún día heredaría los Estudios LoddStone.
Una noche, después de oírle hablar sin descanso de las películas que iban a hacer juntos, sintió un impulso repentino. Como tenga que escuchar a este tío un minuto más, me mato. Y tal como suelen hacer las personas amables cuando pierden la paciencia, llegó hasta el fondo. Aunque sabía que más tarde se arrepentiría de y lo que había hecho, lo soltó todo de golpe. Le dijo a Kevin que no sólo no se casaría con él sino que ya no volvería a acostarse con él y tampoco actuaría en su película.
Kevin la miró estupefacto.
—Tenemos un contrato —le dijo—, y te obligaremos a cumplirlo. Me estás traicionando en todos los frentes.
—Lo sé —dijo Athena—. Habla con Melo.
Se avergonzaba de sí misma. Estaba claro que Kevin tenía razón, pero lo más curioso era que el joven estuviera más preocupado por la película que por su amor.
Después de aquella relación, y una vez consolidada su carrera cinematográfica, Athena perdió el interés por los hombres, y se abstuvo de cualquier relación con ellos. Tenía otras cosas más importantes que hacer, cosas en las que el amor de los hombres no intervenía para nada.
Athena Aquitane y Claudia de Lena se hicieron íntimas amigas porque Claudia buscaba con mucha insistencia la amistad de las mujeres que le gustaban. Había conocido a Athena durante la adaptación del guión de una de las primeras películas que esta había interpretado, cuando todavía no era una gran estrella.
Athena se empeñó en ayudarla en su tarea, cosa que normalmente solía ser un calvario para un guionista, pero la actriz resultó ser una colaboradora inteligente y extraordinariamente útil. Sus aportaciones a los personajes y al argumento eran siempre acertadas y casi siempre desinteresadas, porque sabía que cuanto mejores fueran los personajes que la rodeaban, tantas más posibilidades se le ofrecerían de bordar su propio papel.
Solían trabajar en la casa de Athena en Malibú, y allí fue donde ambas descubrieron las muchas aficiones que tenían en común. Eran unas excelentes deportistas buenas nadadoras, magníficas jugadoras de golf y estupendas tenistas. Hacían pareja en partidos de dobles y derrotaban a casi todos sus contrincantes varones en las pistas de Malibú. Cuando finalizó el rodaje de la película siguieron siendo amigas. Claudia le contó a Athena toda su vida, pero Athena no le contó nada de la suya a Claudia. La amistad se había establecido sobre este fundamento. Claudia lo sabía, pero no le importaba. Ésta le comentó a su amiga sus relaciones con Steven Stallings. Athena se rió de buena gana; compararon notas y estuvieron de acuerdo en que se lo habían pasado muy bien en la cama con Steve, un hombre inteligente; un actor maravilloso y un auténtico encanto.
—Era casi tan guapo como tú —dijo Claudia, que siempre admiraba generosamente la belleza de los demás.
Athena fingió no haberla oído. Solía hacerlo cuando alguien mencionaba su belleza.
—¿Pero es mejor intérprete que yo? —preguntó en tono burlón.
—No, qué va, tú eres una gran actriz —contestó Claudia. Después, para espolear a su amiga y conseguir que ésta le revelara algo más sobre su vida, añadió:
—Pero es una persona mucho más feliz que tú.
—¿De verdad? —dijo Athena—. Es posible, pero algún día será mucho más desdichado de lo que yo haya sido en mi vida.
—Sí —convino Claudia—. La cocaína y el alcohol acabarán con él. No envejecerá bien. Pero es inteligente y es posible que se adapte.
—No quisiera convertirme jamás en lo que será él —dijo Athena—, y no me convertiré.
—Tú eres mi heroína —dijo Claudia—, pero no podrás frenar el proceso de envejecimiento. Sé que no bebes, que no te emborrachas y que ni siquiera follas demasiado con los hombres, pero tus secretos podrán contigo.
Athena soltó una carcajada.
—Mis secretos serán mi salvación —dijo—. Y además son tan insignificantes que ni siquiera merece la pena contarlos. Los astros del cine necesitamos un poco de misterio.
Todos los sábados por la mañana, cuando no tenían que trabajar, las dos amigas iban a comprar juntas a Rodeo Drive. Claudia admiraba la habilidad de Athena para disfrazarse de tal forma que no la pudieran reconocer ni sus admiradores ni los dependientes de las tiendas. Se ponía una peluca negra y unas prendas holgadas que disimulaban su figura y se cambiaba el maquillaje para que la mandíbula pareciera más ancha y los labios más carnosos, pero lo más curioso era su capacidad para modificar los rasgos de su rostro. Se ponía unas lentillas de contacto que cambiaban sus brillantes ojos verdes en unos vulgares ojos color avellana, y hablaba arrastrando las palabras con suave cadencia sureña.
Cuando Athena compraba algo siempre lo cargaba en la tarjeta de Claudia, y cuando más tarde se iban a almorzar juntas, le pagaba el importe con un cheque. Era maravilloso poder relajarse en un restaurante como si fueran unas perfectas desconocidas, pues tal como Claudia solía decir en broma, nadie reconocía jamás a una guionista.
Dos veces al mes Claudia pasaba un fin de semana entero en la casa de Athena en la playa de Malibú para poder practicar la natación y el tenis. Claudia le hizo leer a Athena el segundo borrador de Mesalina, y Athena le pidió el papel de la protagonista, como si ella no fuera una estrella de primera magnitud y Claudia no tuviera que implorar su participación.
Claudia abrigaba por tanto una cierta esperanza de éxito cuando llegó a Malibú para convencer a Athena de que regresara a su trabajo en la película.
Al fin y al cabo Athena no sólo arruinaría su propia carrera sino que también dañaría la de Claudia.
Lo primero que hizo tambalear su confianza fue el fuerte dispositivo de seguridad que rodeaba la casa de Athena, pese a la presencia de los guardias a la entrada de la Colonia Malibú.
Dos hombres vestidos con el uniforme de la Pacific Ocean Security vigilaban la entrada de la casa. Otros dos guardias patrullaban por el enorme jardín del interior.
La menuda ama de llaves sudamericana la acompañó a la Sala Océano, desde donde Claudia pudo ver a otros dos guardias en la playa del exterior. Todos ellos llevaban porra y armas de fuego enfundadas.
Athena saludó a Claudia con un afectuoso abrazo.
—Te echaré de menos —le dijo—. Dentro de una semana me voy.
—¿Pero por qué eres tan loca? —preguntó Claudia—. Vas a permitir que este machista chiflado estropee toda tu vida. No puedo creer que seas tan cobarde. Mira, esta noche me quedo contigo y mañana nos sacaremos la licencia de armas y empezaremos a entrenarnos. En un par de días nos convertiremos en tiradoras de precisión.
Athena se echó a reír y le dio otro abrazo.
—Te sale la sangre de la Mafia —le dijo.
Claudia le había hablado de los Clericuzio y de su padre.
Las dos amigas se prepararon unas copas y se sentaron en unas butacas, desde las cuales podían contemplar el cuadro de las aguas verde azuladas del inmenso océano, enmarcadas por el ventanal.
—No me harás cambiar de idea, y yo no soy una cobarde —dijo Athena—. Ahora te revelaré el secreto que tanto querías conocer, y si quieres puedes contárselo a la gente de los estudios. Puede que entonces lo comprendáis.
Entonces le contó a Claudia toda la historia de su matrimonio. Del sadismo y la crueldad de Boz Skannet, de las deliberadas humillaciones a que la sometía y de su huida.
Con su astucia de guionista, Claudia comprendió que en el relato de Athena faltaba algo, y que su amiga había omitido deliberadamente ciertos elementos importantes.
—¿Qué pasó con la niña? —preguntó Claudia.
Los rasgos del rostro de Athena se transformaron en la máscara de una estrella de cine.
—Ahora mismo no te puedo decir nada más. En realidad, lo de que tengo una hija es un secreto entre tú y yo. Eso es lo único que no debes decirles a la gente de los estudios. Confío en ti.
Claudia sabía que no podía insistir en el tema.
—¿Pero por qué quieres dejar la película? —preguntó—. Estarás muy bien protegida. Después podrás desaparecer.
—No —dijo Athena—. Los estudios sólo me protegerán mientras dure el rodaje de la película, aunque tampoco servirá de nada. Conozco a Boz. Nada será capaz de detenerlo. Si me quedara, de todos modos jamás podría terminar la película.
Justo en aquel momento vieron a un hombre en traje de baño que se acercaba a la casa desde el agua. Los dos guardias de seguridad le cerraron el paso. Uno de los guardias hizo sonar un silbato, y los dos guardias del jardín salieron corriendo. Al ver que eran cuatro contra uno, el hombre del traje de baño hizo ademán de retirarse.
Athena se levantó, visiblemente alterada.
—Es Boz —le dijo a Claudia en un susurro—. Lo hace simplemente para asustarme. Ahora no venía en serio a por mí.
Salió a la terraza y miró a los cinco hombres. Claudia la siguió. Boz Skannet, con el bronceado rostro enrojecido por el sol, levantó el rostro hacia ellas y entornó los ojos. Su cuerpo en traje de baño parecía un arma letal.
—Hola, Athena —dijo sonriendo—, ¿por qué no me invitas un trago?
Athena le dedicó una radiante sonrisa.
—Lo haría si tuviera veneno. Has incumplido la orden judicial te podría enviar a la cárcel.
—Qué va, no lo harás —dijo Boz—. Estamos demasiado unidos, tenemos demasiados secretos en común.
La sonrisa de su rostro no podía ocultar la violencia de su carácter. A Claudia les recordó a los hombres que solían asistir a las fiestas de los Clericuzio en Quogue.
—Ha rodeado a nado la valla de la playa pública —explicó uno de los guardias—. Debe de tener un coche allí. Podríamos conseguir que lo encerraran.
—No —dijo Athena—. Acompáñenlo a su coche. Y díganle a la agencia que quiero otros cuatro guardias más alrededor de la casa.
Boz mantenía todavía el rostro levantado hacia ella, y su cuerpo parecía una gigantesca estatua plantada en la arena.
—Hasta luego, Athena —dijo.
Después, los guardias se lo llevaron.
—Es tremendo —dijo Claudia—. A lo mejor tienes razón… Tendríamos que disparar cañones para detenerle.
—Te llamaré antes de mi fuga —dijo Athena, con entonación teatral—. Podríamos cenar juntas por última vez.
Claudia estaba casi al borde de las lágrimas. Boz la había asustado en serio, y le había recordado a su padre.
—Voy a Las Vegas a ver a mi hermano Cross. Es muy listo y conoce a mucha gente. Estoy segura de que él nos ayudará. No te vayas hasta que yo vuelva.
—¿Pero por qué va a ayudarme tu hermano? —preguntó Athena—. ¿Y cómo? ¿Es que pertenece a la Mafia?
—Por supuesto que no —contestó Claudia, indignada—. Te va a ayudar porque me quiere mucho. Lo dijo con sincero orgullo en la voz. Y yo soy la única persona a la que quiere de verdad, aparte de nuestro padre.
Athena la miró con el ceño fruncido.
—Tu hermano me parece un poco misterioso. Eres muy ingenua para ser una mujer que trabaja en la industria del cine. Y por cierto, ¿cómo es posible que folles con tantos hombres? No eres una actriz, y tampoco creo que seas una furcia.
—Eso no es ningún secreto —contestó Claudia—. ¿Por qué follan los hombres con tantas mujeres? —dijo antes de abrazar a Athena—. Me voy a Las Vegas —añadió—. No te muevas hasta que yo vuelva.
Aquella noche Athena se sentó en la terraza y contempló el oscuro océano bajo el cielo sin luna. Repasó sus planes y pensó con afecto en Claudia. Tenía gracia que no se diera cuenta de lo que era su hermano, pero el amor es ciego.
Cuando Claudia se reunió aquella tarde con Skippy Deere y le contó la historia de Athena, permanecieron sentados un buen rato en silencio.
Después Skippy dijo:
—Ha omitido algunos detalles. Fui a ver a Boz Skannet para ofrecerle dinero. Rechazó el ofrecimiento y me advirtió que si intentaba hacerle alguna jugarreta facilitaría a la prensa una información que nos destruiría a todos. Contaría cómo se deshizo Athena de su hija.
Claudia se enfureció.
—Eso no es verdad —dijo—. Cualquiera que conozca a Athena sabe que ella hubiera sido incapaz de hacer tal cosa.
—Cierto —dijo Skippy—. Pero nosotros no conocíamos a Athena cuando tenía veinte años.
—¡Vete tú también a la mierda! —dijo Claudia—. Me voy a Las Vegas a ver a mi hermano Cross. Tiene más cerebro y más cojones que cualquiera de vosotros. Él lo arreglará todo.
—No creo que sea capaz de pegarle un susto a Boz Skannet —dijo Deere—. Nosotros ya lo hemos intentado de varias maneras.
Pero ahora veía otra oportunidad. Sabía ciertas cosas sobre Cross. Cross estaba tratando de introducirse en la industria cinematográfica. Había invertido dinero en seis películas suyas y había perdido una considerable suma, por consiguiente no era tan listo como decía su hermana. Corrían rumores de que Cross tenía conexiones y cierta influencia dentro de la Mafia, pero mucha gente tenía conexiones con la Mafia, pensó Deere, y no por eso era peligrosa. Dudaba mucho que Cross pudiera echarles una mano en el asunto de Boz Skannet, pero un productor siempre escuchaba, un productor era un especialista en apuestas arriesgadas. Y además siempre podría atrapar a Cross para que invirtiera dinero en otra película. Siempre era útil contar con pequeños inversores que no controlaran el proceso y la financiación de la película.
Tras una pausa, Skippy Deere le dijo a Claudia.
—Iré contigo.
Claudia de Lena apreciaba a Skippy Deere a pesar de que una vez le había estafado medio millón de dólares. Lo apreciaba por sus defectos, y por la diversidad de sus corrupciones y porque siempre era una compañía muy agradable, cosas todas ellas indispensables en un productor.
Años atrás habían trabajado juntos en una película y se habían hecho muy amigos. Ya entonces Deere era uno de los productores más prósperos y originales de Hollywood. Una vez en un plano, el protagonista de una película se había jactado de haberse acostado con la mujer de Deere y éste, que lo estaba escuchando todo desde un saliente del plató situado tres pisos más arriba, había saltado y aterrizado sobre la cabeza del actor, rompiéndole el hombro en su caída, y no contento con eso le había machacado la nariz de un derechazo.
Claudia evocó otro recuerdo. Los dos estaban paseando por Rodeo Drive. De pronto ella vio una blusa en un escaparate. Era la blusa más bonita que había visto en su vida, blanca y con unas rayas casi invisibles de un verde tan delicado que las hubiera podido pintar el mismísimo Monet. La tienda era uno de aquellos establecimientos en los que se tenía que pedir hora por adelantado para poder comprar, como si el propietario fuera un médico famoso. No importaba. Skippy Deere era amigo personal del propietario, como lo era también de los presidentes de los estudios, los directores de grandes empresas y los gobernantes de todos los países del hemisferio occidental.
Una vez en el interior del establecimiento, el dependiente le dijo que la blusa costaba quinientos dólares. Claudia se echó hacia atrás y se acercó las manos al pecho.
—¿Quinientos dólares por una blusa? —dijo—. No me haga reír.
El dependiente se echó a su vez hacia atrás, sorprendido por el descaro de Claudia.
—Es un tejido precioso —dijo—, hecho a mano… Y las rayas verdes son de un tono que no encontrará en ningún otro tejido del mundo. Es un precio muy razonable.
Skippy Deere esbozó una sonrisa.
—No la compres, Claudia —dijo—. ¿Sabes cuánto te costará lavarla? Por lo menos treinta dólares. Cada vez que te la pongas treinta dólares. Y tendrás que cuidarla como a un bebé. Nada de manchas de comida y nada de fumar. Si la quemas y le haces un agujerito, adiós quinientos dólares.
Claudia miró sonriendo al dependiente.
—Dígame una cosa —le dijo—. ¿Me hará un regalo si compro la blusa?
El dependiente, un hombre elegantemente vestido, le dijo con lágrimas en los ojos:
—Le ruego que se vaya.
Salieron de la tienda.
—¿Desde cuándo el dependiente de una tienda puede echar un cliente? —preguntó Claudia entre risas.
—Estamos en Rodeo Drive —contestó Skippy—. Da gracia de que te hayan dejado entrar.
Al día siguiente, cuando Claudia acudió a su trabajo en los estudios encontró una caja de regalo sobre la mesa de su despacho. Dentro había doce blusas como la del escaparate, y una nota de Skippy Deere:
Exclusivamente para la ceremonia de los Oscar.
Claudia sabía que el dependiente de la tienda y Skippy Deere tenían mucho cuento. Más tarde vio las mismas rayas verdes en un vestido de mujer y en un pañuelo especial de cien dólares, de esos que usaban los jugadores de tenis para sujetarse el cabello.
La película en la que estaba trabajando con Deere era una estúpida historia de amor con tan pocas posibilidades de ganar un premio de la Academia como las que tenía Deere de que lo nombrara presidente del Tribunal Supremo. Pero aun así se emocionó.
Finalmente, llegó un día en que la película en la que ambos habían trabajado recaudó unos mágicos ingresos brutos de cien millones de dólares, y Claudia pensó que se iba a hacer rica. Skippy Deere la invitó a cenar para celebrarlo.
—Es mi día de suerte —dijo rebosante de buen humor—. La película ha superado los cien millones de dólares de recaudación, la secretaria de Bobby Bantz me la ha chupado de puta madre y mi ex mujer se mató anoche en un accidente de tráfico.
En la cena estaban presentes otros dos productores que hicieron una mueca de desagrado al oír sus palabras. Claudia pensó que hablaba en broma, pero entonces Deere les dijo a los dos productores.
—Veo que se os ha puesto la cara amarilla de envidia. Me ahorro cien mil dólares al año en pensiones, y mis dos hijos heredarán la finca que yo le cedí a mi mujer en el acuerdo de divorcio, de modo que ya no tendré que mantenerlos.
De repente Claudia se sintió deprimida, y entonces Deere le dijo:
—Lo que ocurre es que soy sincero. Es lo que pensaría cualquier hombre pero jamás se atrevería a decir en voz alta.
Skippy Deere había tenido que pagar un elevado peaje para entrar en la industria cinematográfica. Era hijo de un carpintero y ayudaba a su padre en los trabajos que éste hacía en las casas de las estrellas cinematográficas de Hollywood. En una de esas situaciones que probablemente sólo podían darse en Hollywood, se convirtió en amante de una estrella madura, la cual antes de deshacerse de él le consiguió un empleo de aprendiz en la empresa de su agente. Allí tuvo que trabajar muy duro y aprendió a dominar su ardiente naturaleza, pero sobre todo a mimar a los profesionales de talento, a implorar la colaboración de los nuevos y solicitados directores, a halagar a los jóvenes astros y a hacerse amigo y mentor de los arrogantes guionistas. Se burlaba de su propio comportamiento, citando a un gran cardenal del Renacimiento que había defendido la causa del papa Borgia ante el rey de Francia. Cuando el rey se bajó los calzones y dejó al descubierto sus posaderas para defecar en su presencia y manifestar de este modo el desprecio que sentía por el Papa, el cardenal exclamó; acercándose presuroso para besarlas.
—¡Oh, es el culo de un ángel!
Pero Deere dominaba la maquinaria indispensable y había aprendido el arte de la negociación, que él resumía con una frase:
Hay que pedirlo todo.
Adquirió cultura y ojo clínico para las novelas susceptibles de convertirse en películas. Era un extraordinario descubridor de actores. Supervisaba todos los detalles de la producción y estudiaba los distintos modos de rebajar el presupuesto de una película. Se convirtió en más próspero productor capaz de llevar a la pantalla un cincuenta por ciento del guión y un setenta por ciento del presupuesto.
Ello se debía en parte a su afición a la lectura y a sus dotes de guionista. No hubiera podido escribir un guión en una hoja de papel en blanco, pero sabía tachar escenas, revisar diálogos y crear pequeñas situaciones de planos que a veces resultaban muy brillantes, aunque casi nunca fueran necesarias en el argumento que se narraba. De lo que más se enorgullecía, pues ello constituía un facto decisivo en el éxito económico de sus películas, era de su habilidad para inventarse finales felices en los que se exaltaba el bien sobre el mal, y en caso de que tal cosa no encajara en el relato, la dulzura de la derrota. Su obra maestra había sido el final de una película en que se abordaba el tema de la destrucción de Nueva York por una bomba atómica. En el final que él se inventó, todos los personajes se convertían en seres humanos mucho mejores de lo que eran antes de la explosión y se entregaban por entero a amar al prójimo incluso al tipo que había arrojado la bomba. Tuvo que contratar cinco guionistas adicionales para conseguir su propósito.
Todo ello le hubiera servido de muy poco como productor de no haber sido un genio de las finanzas. Era capaz de conseguir inversiones como por arte de magia. A los ricos se les caía la baba por su empresa y por las bellas mujeres que él siempre llevaba colgadas del brazo. Los astros y los directores apreciaban la sinceridad y el ardor con los que sabía disfrutar de los placeres de la vida. Sabía cómo sacarles dinero a los estudios para el desarrollo de proyecto, y había descubierto que era posible conseguir luz verde de algunos directores de estudios mediante cuantiosos sobornos. Sus listas de tarjetas navideñas y regalos navideños eran larguísimas, y en ellas figuraban astros de la pantalla, críticos de periódicos y revistas e incluso altos representantes de la ley. A todos los llamaba queridos amigos, y cuando dejaban de serle útiles los borraba de su lista de regalos, pero jamás de su lista de tarjetas.
Una de las claves del éxito de un productor era poseer alguna propiedad. Podía ser una oscura novela que no hubiera tenido éxito pero de la que se podía hablar con los representantes de los estudios. Deere se aseguraba los derechos sobre las novelas con opciones de cinco años, a quinientos dólares por año, o elegía un guión cinematográfico y colaboraba con el guionista en su adaptación hasta convertirlo en algo que pudiera interesar a los estudios. Se trataba de un trabajo muy duro porque los guionistas eran personas tremendamente frágiles. En su léxico, el calificativo de frágiles servía para designar a una gente que para él era una pelmaza. El término resultaba especialmente útil en el caso de las estrellas.
Una de sus relaciones más fructíferas y placenteras la había desarrollado con Claudia de Lena. La chica le gustaba de verdad y él tenía interés en enseñarle los trucos del oficio. Llevaban tres meses trabajando juntos en un guión. Salían a cenar juntos, jugaban al golf juntos (skippy se llevó una sorpresa la vez que Claudia lo derrotó), asistían juntos a las carreras de caballos de Santa Anita, y nadaban en la piscina de Skippy mientras las secretarias en traje de baño escribían al dictado. Claudia se lo llevó incluso a Las Vegas para pasar un fin de semana en el hotel Xanadu y presentarle a su hermano Cross. A veces, cuando les era más cómodo, se acostaban juntos.
La película cosechó un gran éxito comercial y Claudia pensó que ganaría un montón de dinero extra pues estaba previsto que cobrara bajo mano un porcentaje adicional del porcentaje de Skippy Deere; y sabía que Skippy siempre estaba situado río arriba, utilizando la expresión que éste solía emplear para referirse a los porcentajes netos. Lo que Claudia no sabía era que Skippy tenía dos porcentajes distintos, uno bruto y otro neto, y que las condiciones de la cantidad adicional que ella debería percibir se referían al porcentaje neto de Skippy Deere. Pese a que la película obtuvo unos beneficios de más de cien millones de dólares, el porcentaje quedó reducido a nada. El sistema de contabilidad de los estudios, el porcentaje de Deere sobre los beneficios brutos y el coste de la película se comían todos los beneficios netos.
Claudia interpuso una querella, y Skippy Deere se avino a entregarle una pequeña suma para conservar su amistad. Cuando Claudia le reprochó su proceder, Deere le contestó:
—Eso no tiene nada que ver con nuestra relación personal, eso es cosa de nuestros abogados.
Skippy solía decir.
—Antes yo era muy humano, después me casé.
Y lo había hecho por auténtico amor. Se justificaba diciendo que entonces era muy joven y se había casado con una actriz porque ya entonces su ojo clínico le había permitido adivinar su talento. En eso no se equivocaba, pero su esposa Christi no poseía la mágica cualidad cinematográfica capaz de convertirla en una estrella. A lo máximo que pudo llegar fue a papeles de tercera categoría.
Pero Skippy Deere la quería de verdad. En cuanto alcanzó el poder en la industria cinematográfica hizo todo lo posible por convertir a Christi en una estrella. Recurrió a otros productores, a directores y a jefes de estudio para conseguirle importantes papeles. Y en algunas películas le consiguió papeles de actriz secundaria. Sin embargo, con el paso de los años sus actuaciones se hicieron cada vez más escasas. Tenían dos hijos, pero Christi se sentía cada vez más desdichada, lo cual obligaba a Skippy a dedicarle una considerable parte de su jornada laboral.
Como todos los productores de éxito, Skippy Deere estaba terriblemente ocupado. Viajaba por todo el mundo supervisando sus películas, buscando financiación y desarrollando proyectos. Su frecuente contacto con bellas y encantadoras mujeres y su necesidad de compañía lo inducían a menudo a mantener románticos idilios a los que se entregaba con ardiente pasión, pese a que seguía amando a su mujer.
Un día, una chica del departamento de Desarrollo le pasó un guión que a su juicio sería ideal para Christi, pues incluía un infalible papel estelar que le vendría como anillo al dedo. Se trataba de una tenebrosa película en la que una mujer asesinaba a su marido por el amor de un joven poeta, y después tenía que huir del dolor de sus hijos y de las sospechas de la familia de su esposo. Al final se producía la redención. A pesar de que era un engendro totalmente inverosímil, podía dar resultado.
Skippy Deere tenía dos problemas primero convencer a unos estudios de que hicieran la película, y después convencerlos de que contrataran a Christi para el papel de protagonista.
Recurrió a todas sus amistades y aceptó cobrar un porcentaje bajo mano. Convenció a un cotizado actor para que interpretara un papel que en realidad era más bien secundario, y consiguió que Dita Tommey dirigiera la película. Todo fue como un sueño. Christi interpretó su papel a la perfección y Skippy produjo la película a la perfección, lo cual significaba que el noventa por ciento del presupuesto fue a parar efectivamente a la pantalla.
Durante todo aquel período, Skippy jamás le fue infiel a su mujer, salvo una noche que pasó en Londres para organizar la distribución, aunque sólo cayó porque la inglesa estaba tan sumamente delgada que le intrigó la logística de la situación.
Dio resultado. La película alcanzó un gran éxito comercial, Skippy ganó más dinero con el porcentaje bajo mano del que hubiera ganado con un contrato legal, y Christi ganó el premio de la Academia a la mejor actriz.
—Y allí —le dijo Skippy Deere a Claudia—, hubiera tenido que terminar la película de su vida, con un Fueron felices y comieron perdices… Pero su mujer había descubierto lo que era el amor propio y había adquirido conciencia de su auténtica valía. Y prueba de ello fue que se convirtió en una actriz motorizada, de esas que recibían los guiones en casa por medio de mensajeros, y los estudios empezaron a ofrecerle papeles de bellas y mágicas personalidades del celuloide. Skippy Deere le aconsejó que buscara algo más apropiado para su personalidad, y le advirtió que su siguiente película tendría una importancia trascendental.
Skippy jamás se había preocupado por la posibilidad de que ella le fuera infiel, e incluso le reconocía el derecho a pasarlo bien durante el rodaje de exteriores. Pero en los meses que siguieron a la entrega del Oscar, convertida en la reina de la ciudad, invitada a todas las fiestas citada en todas las columnas de prensa dedicadas al mundo del espectáculo y cortejada por jóvenes actores ansiosos de papeles, la feminidad de Christi estalló con toda su fuerza y empezó a exhibirse sin el menor recato con actores quince años más jóvenes que ella. La prensa del corazón tomó debidamente nota de ello, y las reporteras feministas aclamaron su conducta.
Skippy Deere se lo tomó muy bien. Lo comprendía todo. Al fin y al cabo, ¿por qué follaba él con chicas jóvenes? ¿Por qué negarle a su esposa el mismo placer? Pero por otra parte, ¿por qué tenía él que seguir haciendo tantos esfuerzos para promover la carrera de Christi? ¿Sobre todo después de que ella hubiera tenido el atrevimiento de pedirle un papel para uno de sus jóvenes amantes? Entonces dejó de buscarle papeles y de hacer campaña por ella entre otros productores, directores y jefes de estudios. Estos, que eran hombres maduros como él y se sentían colectivamente ultrajados, en viril solidaridad con él dejaron de prestar a su mujer la atención especial que hasta entonces le habían dispensado.
Christi hizo otras dos películas como protagonista principal; pero ambas fracasaron porque los papeles no eran adecuados para ella. De este modo fue gastando el crédito profesional que el premio de la Academia le había otorgado. En tres años descendió de nuevo a los papeles de tercera categoría.
Para entonces ya se había enamorado de un joven aspirante a productor que se parecía mucho a su marido, aunque no tenía capital. Christi pidió el divorcio y consiguió un acuerdo fabuloso y una pensión anual de quinientos mil dólares. Sus abogados no llegaron a descubrir el patrimonio de Skippy en Europa, razón por la cual ambos se separaron amistosamente. Y ahora, siete años después, ella había muerto en un accidente de tráfico. Seguía figurando en la lista de tarjetas navideñas de Skippy, pero también figuraba en su famosa lista de La vida es demasiado corta, lo cual significaba que ya no le pensaba devolver las llamadas telefónicas.
Así pues, Claudia de Lena sentía por Skippy un afecto un tanto especial. Por su descarada forma de mostrar su verdadero yo, por vivir su vida de una manera tan visiblemente egoísta, por su capacidad de mirarla a los ojos y llamarla amiga sin importarle que ella supiera que él jamás haría por ella el menor acto de auténtica amistad. Porque era alegre, apasionado e hipócrita. Y además, por su habilidad para convencer a la gente y porque era el único hombre capaz de igualar el ingenio de Cross. Tomaron el primer vuelo para Las Vegas.