La leyenda de violencia de la familia Clericuzio había nacido en Sicilia cien años atrás. Allí los Clericuzio habían librado una guerra de veinte años con otra familia rival por la propiedad de un bosque. Tras haber sobrevivido a ochenta y cinco años de contienda el patriarca del clan enemigo, Don Pietro Forienza; yacía en su lecho de muerte víctima de un ataque que a juicio del médico, lo llevaría a la tumba en cuestión de una semana. Un miembro de los Clericuzio entró en el dormitorio y lo mató a puñaladas, proclamando a gritos que el viejo no se merecía una muerte apacible.

Don Domenico Clericuzio solía contar la historia de aquel asesinato para demostrar el carácter absurdo de los antiguos métodos y subrayar que la violencia indiscriminada era pura bravuconería. La violencia era un arma demasiado valiosa como para despreciarla; su propósito siempre tenía que ser importante.

Él tenía pruebas que avalaban semejante afirmación pues la violencia había sido la causa de la destrucción de la familia Clericuzio en Sicilia. Cuando Mussolini y los fascistas alcanzaron el poder absoluto en Italia, comprendieron la necesidad de acabar con la Mafia. Lo hicieron suspendiendo todas las garantías constitucionales y recurriendo al uso de las fuerzas armadas. La Mafia desapareció al precio del encarcelamiento o el exilio de miles de inocentes junto con los mafiosos.

Sólo el clan Clericuzio tuvo el valor de plantar cara a los decretos fascistas por medio de la violencia. Asesinaron al prefecto fascista local y atacaron las guarniciones fascistas. Una de las cosas que más enfureció a las autoridades fue el hecho de que, durante un discurso de Mussolini en Palermo, le robaran al dictador su preciado bombín y su paraguas importados de Inglaterra. Fue precisamente esta broma propia de campesinos y el desprecio de que habían hecho gala al convertir a Mussolini en el hazmerreír de Sicilia lo que finalmente provocó su ruina. Se organizó una impresionante concentración de fuerzas armadas en la provincia. Quinientos miembros de la familia Clericuzio resultaron muertos en el transcurso de la acción. Otros quinientos fueron condenados al exilio en las áridas islas mediterráneas que se utilizaban como colonias penales. Sólo el núcleo de los Clericuzio sobrevivió. La familia envió al joven Domenico Clericuzio a Norteamérica donde, haciendo honor a su estirpe, Don Domenico construyó su propio imperio, demostrando ser más astuto y prudente que sus antepasados de Sicilia, aunque no menos cruel. Sin embargo, él siempre recordaba que un Estado sin ley era el mayor enemigo. Por eso amaba tanto a Estados Unidos.

Ya en sus comienzos le habían dado a conocer la célebre norma de la justicia norteamericana, según la cual era preferible dejar en libertad a cien culpables que castigar a un inocente. La belleza de aquel concepto lo dejó casi aturdido, e inmediatamente se convirtió en un ferviente patriota. Estados Unidos era su país. Jamás lo abandonaría.

Basándose en aquella idea, Don Domenico construyó el imperio Clericuzio de Norteamérica con unos fundamentos más sólidos que los del clan de Sicilia. Se aseguró la amistad de todas las instituciones políticas y judiciales mediante grandes donaciones en efectivo. No confió tan sólo en una o dos fuentes de ingresos porque diversificó sus negocios en la mejor tradición empresarial norteamericana. Se introdujo en el sector de la construcción, en el de la recogida de basuras y en las distintas modalidades de transporte. Sin embargo, su mayor fuente de ingresos en efectivo eran los juegos de azar, la niña de sus ojos, en contraste con los ingresos de lavados del tráfico de droga, del que desconfiaba pese a ser el más rentable. De ahí que en sus últimos años el Don sólo permitiera a los miembros de la familia Clericuzio dedicarse al negocio del juego. Los demás pagaban a los Clericuzio un impuesto de un cinco por ciento.

Así pues, al cabo de veinticinco años los planes y los sueños del Don se estaban haciendo realidad. El juego era ahora una actividad respetable y por encima de todo, cada vez más legal. Se habían cedido incluso toda una serie de loterías estatales mediante las cuales el Gobierno estafaba al contribuyente, a lo largo de veinticinco años, lo cual significaba de hecho que el Estado jamás pagaba el dinero sino tan sólo los intereses de la suma retenida, y además la gravaba con impuestos. Menuda faena. Don Domenico conocía los detalles porque su familia era propietaria de una de las empresas que llevaban la gestión de las loterías de distintos Estados a cambio de unos elevados porcentajes sobre las ventas.

Pero el Don soñaba con el día en que se legalizaran las apuestas deportivas en todo el territorio de Estados Unidos, cosa que en aquellos momentos sólo era legal en Nevada. Lo sabía por la cuota que cobraba sobre las apuestas ilegales. Sólo los beneficios derivados de los partidos de fútbol de la Super Bowl, en caso de que se legalizaran las apuestas, ascenderían a mil millones de dólares en un día. La World Series, con sus siete partidos, reportaría unos beneficios análogos. El fútbol, el hockey y el béisbol universitarios serían fuentes de cuantiosos ingresos. Las complicadas y tentadoras apuestas sobre los distintos acontecimientos deportivos se convertirían en auténticas minas de oro. El Don sabía que él no viviría para ver aquel glorioso día, pero sería un mundo extraordinario para sus hijos. Los Clericuzio serían como los príncipes del Renacimiento. Se convertirían en protectores de las artes, asesores, miembros del Gobierno y personajes respetables en los libros de historia. Un largo manto de oro, cubriría sus orígenes. Todos sus descendientes, sus seguidores y sus verdaderos amigos estarían seguros para siempre. El Don se imaginaba una sociedad civilizada, un mundo en el que aquel frondoso árbol acogería bajo su sombra a toda la humanidad y la alimentaría con sus frutos. Pero en las raíces del gigantesco árbol estaría la inmortal serpiente pitón de los Clericuzio, buscando el sustento en un manantial que jamás se podría agotar.

Si la familia Clericuzio era la Santa Madre Iglesia para los muchos imperios de la Mafia esparcidos por todo el territorio de Estados Unidos, el jefe de la familia, Don Domenico Clericuzio, era el Papa, admirado no sólo por su inteligencia sino también por su fuerza.

Don Domenico Clericuzio era también venerado por el severo código moral que había impuesto a su familia. Todos los hombres, mujeres y niños eran plenamente responsables de sus actos; cualesquiera que fueran las tensiones, el remordimiento o la dureza de las circunstancias. Los actos definían al hombre; las palabras eran pedo al viento. Desdeñaba todas las ciencias sociales y toda la psicología. Era un ferviente católico y creía en la expiación de los pecados en este mundo y en el perdón en el otro. Todas las deudas tenían que pagar, y él era muy severo en los juicios que emitía este mundo.

También lo era en la cuestión de la lealtad. Primero, las criaturas de su sangre; segundo, su Dios (¿acaso no tenía una capilla particular en su casa?) y tercero, su obligación con todos los súbditos del territorio de la familia Clericuzio.

En cuanto a la sociedad y el Gobierno, a pesar de su patriotismo, ambas cosas jamás figuraban en la ecuación. El Don había nacido en Sicilia, donde la sociedad y el Gobierno eran enemigos. Su concepto del libre albedrío estaba muy claro. Uno podía optar por ser un esclavo y ganarse el pan de cada día sin dignidad ni esperanza o ganarse el pan como un hombre que inspira respeto. Tu familia era tu sociedad, el castigo te lo imponía tu fe y tus seguidores te protegían. Tenías un deber para con los que estaban en la tierra darles el pan con que alimentarse, encargarte que el mundo los respetara y ser el escudo que los protegiera del castigo de otros hombres.

El Don no había construido su imperio para que algún día sus hijos y sus nietos se confundieran con la masa de la humanidad desvalida. Había construido y seguía construyendo poder para que el nombre y la fortuna de la familia perdurara tanto como la Iglesia. ¿Qué mejor propósito podía tener un hombre en la vida que de ganarse el pan de cada día en este mundo y comparecer después en el otro ante un Dios misericordioso? En cuanto al prójimo y las imperfectas estructuras de la sociedad, que se fueran al carajo.

Don Domenico había elevado a su familia a las más altas cumbres del poder. Lo había hecho con la crueldad de un Borgia y sutileza de un Maquiavelo, combinadas con la ayuda de la sola experiencia empresarial americana.

Al final, tal como el Don había previsto; los Clericuzio alcanzaron unas cimas tan altas que ya no tuvieron necesidad de participar en las habituales actividades delictivas, salvo en circunstancias extremas. Las demás familias de la Mafia actuaban principalmente como bruglioni ejecutivos o barones y acudían a los Clericuzios con el sombrero en la mano siempre que tenían algún problema (en italiano la palabra bruglione rima con barón, pero en dialecto siciliano un bruglione es un chapucero que nunca hace nada a derechas). El ingenio de Don Domenico, espoleado por las incesantes demandas de ayuda de los barones, cambió la palabra barón por la de bruglione. Los Clericuzio concertaban las paces, los sacaban de la cárcel, ocultaban sus ganancias ilegales en Europa; les facilitaban medios seguros de introducir droga en Estados Unidos y utilizaban su influencia con jueces y representantes del Gobierno, tanto a nivel estatal como federal; Por regla general no era necesario prestarles ayuda en sus relaciones con los ayuntamientos. Si un barón local ni siquiera era capaz de influir en la ciudad donde vivía, no valía un pimiento.

El genio económico de Giorgio Clericuzio, el hijo mayor de Don Clericuzio; había consolidado el poder de la familia. Cual si fuera una lavadora divina, lavaba los inmensos chorros de dinero negro que la civilización moderna vomitaba de sus entrañas. Era Giorgio el que siempre trataba de suavizar la furia de su padre y, por encima de todo, intentaba por todos los medios proteger a la familia Clericuzio de la curiosidad pública. La existencia de la familia, incluso para las autoridades, era algo así como un ovni. De vez en cuando se hablaba de que alguno de sus miembros había sido visto en algún lugar; corrían rumores y se contaban historias de horror y de generosidad. Había algunas referencias en las fichas del FBI y de la policía, pero nunca aparecían reportajes en la prensa, ni siquiera en las publicaciones que se complacían en divulgar las hazañas de otras familias de la Mafia que, por negligencia o exceso de orgullo; habían sufrido desgracias irreparables.

Y no es que la familia Clericuzio fuera un tigre sin dientes. Los dos hermanos menores de Giorgio, Vincent y Petie, a pesar de no ser tan inteligentes como él; eran casi tan crueles como el Don y contaban con todo un ejército de esbirros que vivían en un enclave del Bronx que siempre había sido italiano, (aquella zona de unas cuarenta manzanas cuadradas de superficie hubiera podido utilizarse en una película de la vieja Italia). Entre su población no había judíos ortodoxos, negros, asiáticos ni elementos hippies, y ningún representante de esas etnias; era propietario de un establecimiento comercial. No había ni un solo restaurante chino, Los Clericuzio eran dueños de todos los inmuebles de la zona o bien los controlaban. Cierto que algunos retoños de familias italianas exhibían largas melenas y actuaban como guitarristas de conjuntos de rock and roll, pero cuando ocurría tal cosa, los jóvenes eran enviados a casa de otros parientes en California. Cada año llegaban de Sicilia nuevas remesas de emigrantes cuidadosamente seleccionados. El Enclave del Bronx, rodeado por unas zonas cuyo índice de delincuencia era el más alto del mundo, era un insólito remanso de paz.

Pippi de Lena había ascendido de alcalde del Enclave de Bronx a barón o bruglione de la zona de Las Vegas por cuenta de la familia Clericuzio aunque seguía estando bajo el mando de los Clericuzio, que todavía necesitaban sus cualidades especiales.

Pippi era la quintaesencia de lo que se llamaba un qualifacato es decir, un hombre cualificado. A la temprana edad de diecisiete años había conseguido su primer fiambre. Su hazaña había sido tanto más meritoria por cuanto la había llevado a cabo por medio del estrangulamiento, en un país donde los jóvenes imberbes desdeñaban orgullosamente el uso de la cuerda. Por si fuera poco, era físicamente muy fuerte, tenía una buena estatura y una temible corpulencia. Como es natural, era experto en armas de fuego y explosivos. Por lo demás era un hombre encantador y amante de la vida que se ganaba sin esfuerzo la simpatía de los hombres y el aprecio de las mujeres, por su galantería a medio camino entre la rusticidad siciliana y la cinematográfica sofisticación norteamericana. A pesar de que se tomaba su trabajo muy en serio, creía que la vida era para disfrutarla.

También tenía sus debilidades. Bebía más de la cuenta, era muy aficionado al juego y le gustaban demasiado las mujeres. No era despiadado como hubiera deseado el feroz Don, tal vez porque gozaba demasiado con la compañía de la gente. Sin embargo, todas estas debilidades contribuían en cierto modo a convertirle en alguien aún más poderoso. Era un hombre que utilizaba sus vicios para sacar el veneno que llevaba en el cuerpo más que para saturarlo. Había prosperado en su carrera por ser el sobrino del Don, lo cual fue muy importante cuando decidió romper la tradición familiar.

Nadie puede vivir su vida sin cometer errores. A los veintiocho años, Pippi de Lena se casó por amor y, para agravar su equivocación, eligió por esposa a una mujer totalmente inadecuada para un hombre cualificado.

Se llamaba Nalene Jessup y era una corista del espectáculo del hotel Xanadu de Las Vegas. Pippi siempre señalaba con orgullo que no era una de esas chicas que se exhibían en primera fila con las tetas y el culo al aire sino una auténtica bailarina. Según los criterios imperantes en Las Vegas; Nalene era además una intelectual. Sentía afición por los libros, se interesaba por la política y, dado que sus raíces se hundían en una cultura especialmente blanca, anglosajona y protestante de Sacramento, California, sus principios eran muy anticuados.

Ambos esposos eran completamente dispares. Pippi carecía de intereses intelectuales y raras veces leía, escuchaba música o iba al cine o al teatro. Pippi tenía cara de toro y Nalene, de flor. Pippi era extrovertido, derramaba encanto a manos llenas y siempre era él alma de todas las fiestas, a pesar de lo cual rezumaba peligro. Nalene tenía un carácter tan dulce que ninguna bailarina o compañera del espectáculo había conseguido jamás pelearse con ella, cosa que hacían muy a menudo, simplemente para pasar el rato.

Lo único que Pippi y Nalene tenían en común era la afición al baile. Pippi de Lena, el temido Martillo de los Clericuzio, era un auténtico idiot savant cuando salía a la pista de baile. Ésa era la poesía que él no podía leer, la galantería medieval de los caballeros andantes, la ternura y el exquisito refinamiento del sexo, la única ocasión en que aspiraba a algo que no acababa de comprender.

En el caso de Nalene; el baile le permitía vislumbrar los más recónditos rincones del alma de Pippi. Cuando ambos bailaban juntos horas y horas antes de hacer el amor, sus relaciones se convertían en algo etéreo, en una auténtica comunicación entre almas gemelas. Pippi le hablaba cuando bailaban solos en su apartamento o bien en las pistas de baile de los distintos hoteles de Las Vegas.

Era un buen conversador y siempre tenía cosas interesantes que contar. Sabía expresar su adoración de una forma extremadamente halagadora e ingeniosa. Depositaba a sus pies su presencia abrumadoramente masculina y sabía escuchar. Se mostraba orgulloso e interesado cuando ella le hablaba de libros, de teatro, del deber demócrata de elevar el nivel de vida de los pobres, de los derechos de los negros; de la liberación de Sudáfrica y de la obligación de dar de comer a los hambrientos del Tercer Mundo. Pippi se entusiasmaba ante aquellos sentimientos tan exóticos para él.

El hecho de que se compenetraran sexualmente y de que se atrajeran precisamente por ser tan distintos el uno del otro contribuía a favorecer la relación, También contribuía el hecho de que Pippi hubiera comprendido la verdadera naturaleza de Nalene, aunque ella no hubiera comprendido cómo era el verdadero Pippi. Ella sólo veía a un hombre que la adoraba, la inundaba de regalos y escuchaba sus sueños.

Se casaron una semana después de haberse conocido. Nalene tenía sólo dieciocho años y carecía de experiencia. Pippi tenía veintiocho y estaba sinceramente enamorado de ella. Él también había sido educado en el respeto de unos principios anticuados, aunque vistos desde una perspectiva distinta, y ambos deseaban fundar una familia. Nalene era huérfana y Pippi se mostraba reacio a incluir a los Clericuzio en su recién descubierto éxtasis. Sabía además que éstos no aprobarían su elección, así que sería mejor presentarles los hechos consumados e ir suavizando poco a poco la situación. Se casaron en una capilla de Las Vegas.

Pero en eso Pippi cometió otro error de juicio. Don Clericuzio aprobó que Pippi se hubiera casado. Tal como a menudo decía. El principal deber de un hombre es ganarse la vida; pero ¿con qué propósito si no tenía mujer e hijos? El Don se tomó a mal que no lo hubieran consultado y que la boda no se hubiera celebrado dentro del marco de la familia Clericuzio. A fin de cuentas, por las venas de Pippi corría la sangre de los Clericuzio.

El Don comentó en tono malhumorado:

—Que bailen todo lo que quieran y que se vayan al carajo.

Pero a pesar de todo les envió costosos regalos de boda. La escritura de una casa de Las Vegas, la propiedad de una agencia de cobros que en aquellos momentos reportaba unos fabulosos ingresos de cien mil dólares al año, (un ascenso). Pippi de Lena seguiría sirviendo a la familia Clericuzio como uno de los bruglioni del Oeste más estrechamente unidos a ella; pero tendría prohibida la entrada en el Enclave del Bronx porque, ¿cómo hubiera podido semejante esposa vivir en armonía con los creyentes? Era tan forastera para ellos como los musulmanes, los negros; los judíos y los asiáticos; que también tenían prohibida la entrada en aquella zona. Por consiguiente, aunque siguiera siendo el Martillo de los Clericuzio y uno de los barones locales, Pippi perdió cierta influencia en el palacio de Quogue. Su carrera sólo se salvó gracias a que había sido un gran héroe en la guerra contra los Santadio.

El padrino de la discreta ceremonia civil de la boda fue Alfred Gronevelt, el propietario del hotel Xanadu. Éste ofreció después una pequeña cena con baile, en la que el novio y la novia estuvieron toda la noche bailando. En los años sucesivos, Gronevelt y Pippi de Lena desarrollaron una íntima y leal amistad.

El matrimonio duró justo lo suficiente como para producir dos hijos un niño y una niña. El mayor, Croccificio, al que siempre llamaban Cross, era a los diez años el vivo retrato de su madre, con un cuerpo de elegantes proporciones y un rostro de belleza casi afeminada. Sin embargo poseía la fuerza física y la extraordinaria coordinación de movimientos de su padre. La menor, Claudia; era a sus nueve años la imagen de su padre, y sus toscas facciones sólo se salvaban de la fealdad gracias a la frescura y la inocencia de la infancia; aunque carecía de las cualidades de su progenitor. En cambio tenía la misma afición que su madre a los libros, la música y el teatro, y poseía su misma gentileza de espíritu. Era lógico que Cross y Pippi estuvieran muy unidos el uno al otro que Claudia estuviera más unida a su madre Nalene.

En los once años que duró el matrimonio antes de que la familia De Lena se separara, las cosas fueron muy bien. Pippi se afianzó en su papel de bruglione y recaudador del hotel Xanadu, pero seguía actuando como Martillo de los Clericuzio. Se hizo muy rico y llevaba un buen tren de vida, pero no hacía alarde de riqueza, cumpliendo las órdenes del Don. Bebía, jugaba, bailaba con su mujer, jugaba con los niños y procuraba prepararlos para su entrada en la edad adulta.

Pippi había aprendido a lo largo de su azarosa vida a mirar hacia el futuro. Ésa era una de las razones de su éxito. Muy pronto supo ver al Cross hombre, más allá del Cross niño. Quería que aquel hombre fuera su aliado. O quizá quería tener a su lado por lo menos a un ser humano en quien poder confiar plenamente.

Así pues decidió entrenar a Cross, le enseñó todos los trucos del juego y solía llevarlo a cenar con Gronevelt para que averiguara de sus labios todas las distintas maneras en que se podía estafar a un casino. Gronevelt siempre empezaba diciendo Millones de hombres permanecen despiertos cada noche tratando de inventarse algún medio de engañar a mi casino.

Pippi se llevaba a Cross de caza y le enseñaba a desollar y a destripar a los animales, a identificar el olor de la sangre y a teñirse las manos de rojo con ella, Lo obligó a tomar clases de boxeo para que aprendiera a sentir dolor; y le enseñó el uso y el cuidado de las armas de fuego, pero se abstuvo de enseñarle el método del estrangulamiento pues éste había sido a fin de cuentas un simple capricho suyo y ya no resultaba muy útil en los tiempos modernos. Por otra parte no hubiera sido posible explicar a la madre del chico la presencia de la cuerda.

La familia Clericuzio era propietaria de un enorme pabellón de caza en las montañas de Nevada, y Pippi lo utilizaba para sus vacaciones familiares. Allí se llevaba a los niños de caza mientras Nalene se quedaba en casa leyendo libros en la caldeada atmósfera del pabellón. En sus salidas, Cross cobraba sin dificultad lobos, venados e incluso pumas y jabalíes, lo cual significaba que era valiente. Tenía aptitudes para el manejo de las armas de fuego, era siempre muy cuidadoso con ellas, se mostraba sereno ante el peligro y nunca se echaba atrás cuando sus manos llegaban a las sanguinolentas entrañas y los viscosos intestinos. Jamás hacía remilgo cuando cortaba miembros y cabezas y preparaba las piezas.

Claudia no tenía sus mismas virtudes. Pegaba un brinco al oír un disparo y vomitaba cuando desollaban un venado. Al cabo de unas cuantas salidas, la niña se negó a abandonar el pabellón y decidió quedarse con su madre, leyendo libros o paseando por la orilla de un riachuelo cercano. Se negó incluso a ir de pesca pues no soportaba clavar el duro anzuelo de acero en el tierno cuerpo de una lombriz.

Pippi se concentraba en su hijo. Instruyó al chico en las normas básicas de conducta. No mostrar enojo ante un desaire, no revelar nada acerca de uno mismo. Ganarse el respeto de los demás, no con palabras sino con obras. Respetar a los miembros de la familia carnal. El juego era una diversión, no una forma de ganarse la vida. Amar al padre, a la madre y a la hermana, pero guardarse de amar otra mujer que no fuera la esposa. La esposa era la mujer que da a luz a los hijos de uno. En cuanto ocurría tal cosa, uno tenía que entregarse en cuerpo y alma a ganar para ellos el pan de cada día.

Cross era un alumno tan aventajado que a su padre se le caía la baba. A Pippi le encantaba que Cross se pareciera a Nalene, que tuviera su mismo donaire y fuera una copia exacta de su persona; pero sin las cualidades intelectuales que en aquellos momentos estaban destruyendo su matrimonio.

Pippi jamás había creído en el sueño del Don. Según él, todos los hijos más pequeños acabarían desapareciendo en la sociedad legal, y ni siquiera creía que ése fuera el camino más deseable. Reconocía el genio del viejo, pero aquello no era más que la faceta romántica del Don. A fin de cuentas, todos los padres querían que sus hijos trabajaran con ellos y fueran como ellos. La sangre era la sangre y eso no cambiaba jamás.

En eso Pippi tuvo razón. A pesar de los planes de Don Clericuzio, su nieto Dante era el que más tenazmente se oponía a sus proyectos. Dante había resultado ser una reencarnación de sus antepasados sicilianos, sediento de poder, obstinado y siempre dispuesto a quebrantar las leyes humanas y divinas.

Cuando Cross tenía siete años y Claudia cinco, el niño, agresivo por naturaleza, adquirió la costumbre de golpear a su hermana en la barriga, incluso en presencia de su padre. Claudia pedía ayuda y Pippi, en su calidad de progenitor, resolvía el problema de distintas maneras. Podía ordenarle a Cross que se detuviera y, en caso de que no lo hiciera, agarrarlo por el pescuezo y levantarlo en vilo, cosa que solía hacer muy a menudo. O podía ordenarle a Claudia que se defendiera. O arrojar a Cross contra la pared, cosa que había hecho en una o dos ocasiones. Pero aquella noche en particular, quizá porque acababa de cenar y estaba un poco adormilado o más probablemente porque Nalene siempre protestaba cuando utilizaba la fuerza física con los niños, Pippi encendió pausadamente un cigarro y le dijo a Cross:

—Cada vez que pegues a tu hermana, le daré un dólar.

Mientras Cross seguía pegando a su hermana, Pippi derramó una lluvia de billetes de un dólar sobre la extasiada Claudia. Al final, Cross se detuvo, desalentado.

Pippi inundaba a su mujer de regalos, como haría un amo con su esclava. Eran sobornos para disimular su esclavitud. Los regalos eran muy costosos anillos de brillantes, abrigos de pieles, viajes a Europa. Le compró una casa de vacaciones en Sacramento porque ella aborrecía Las Vegas. La vez que le regaló un Bentley, se puso un uniforme de chofer para entregárselo. Poco antes del final de su matrimonio le regaló una sortija antigua que había pertenecido a los Borgia. Sólo le restringía el uso de las tarjetas de crédito y quería que pagara con la asignación que él le entregaba para gastos domésticos.

Pippi jamás utilizaba tarjetas. En otros aspectos era muy liberal. Nalene gozaba de una total libertad física. Pippi no era un celoso marido italiano. Aunque no viajaba al extranjero más que por asuntos de negocios, permitía que Nalene viajara con sus amigas, consciente de lo mucho que significaban para ella los museos de Londres, el ballet de París y las representaciones de ópera de Italia.

A veces Nalene se extrañaba de que Pippi fuera tan poco celoso, pero con el paso de los años comprendió que ningún hombre de su círculo se hubiera atrevido a hacerle la corte.

Sobre su matrimonio, Don Clericuzio había comentado en tono sarcástico:

—¿Pero es que se creen que se van a pasar toda la vida bailando?

La realidad demostró que no. Nalene no era una bailarina lo bastante buena como para llegar a la cumbre pues tenía unas piernas demasiado largas. Además era demasiado seria para llegar a ser una chica de alterne. Todo ello la había inducido a conformarse con el matrimonio. Durante los primeros cuatro años había sido muy feliz, cuidaba de sus hijos, asistía a clase en la Universidad de Las Vegas y leía vorazmente todo lo que caía en sus manos.

Pero Pippi no mostraba el menor interés por la destrucción del medio ambiente, le importaban un bledo los problemas de los quejumbrosos negros que ni siquiera sabían robar sin que los atraparan, y en cuanto a los nativos norteamericanos, quienesquiera que éstos fueran, por él se podían ir a freír espárragos. Las conversaciones sobre libros o música rebasaban totalmente su horizonte. La exigencia de Nalene de que no pegara a los niños lo desconcertaba. Los niños eran como animalitos. ¿Cómo podía uno obligar los a comportarse de una manera civilizada sin golpearlos contra la pared? Por otra parte, él siempre cuidaba de no hacerles daño.

Al cumplirse el cuarto aniversario de su boda, Pippi se buscó amantes. Una en Las Vegas, otra en Los Ángeles y otra más en Nueva York. Nalene contraatacó sacándose el título de profesora.

Lo intentaron por todos los medios. Amaban a sus hijos y llevaban una existencia muy placentera. Nalene se pasaba largas horas con los niños, enseñándoles a leer, a cantar y a bailar. Cuando llegó el divorcio, la familia se dividió en dos bandos Pippi con Cross, y Nalene con Claudia. El matrimonio sólo se mantenía gracias al buen humor de Pippi. Su vitalidad y su exuberancia animal suavizaban en cierto modo las desavenencias entre marido y mujer. Los niños amaban a su madre y admiraban a su padre. A la madre porque era dulce y cariñosa, bella y rebosante de afecto. Al padre porque era fuerte.

Los dos progenitores eran unos maestros excelentes. Los niños aprendieron de su madre las cualidades sociales, las buenas maneras, el baile, la forma de vestirse y de cuidarse. Su padre les enseñó a desenvolverse en el mundo, a protegerse de los daños físicos, a jugar en el casino y a ejercitar el cuerpo por medio de la práctica del deporte. Los niños jamás le reprochaban que fuera tan duro con ellos, sobre todo porque sabían que lo hacía sólo como disciplina. Nunca se enojaban con él cuando los castigaba, y jamás le guardaban rencor.

Cross era valiente aunque podía doblegarse. En cambio Claudia no tenía el valor físico de su hermano, pero era obstinada. Podía permitirse aquel lujo porque jamás le faltaba el dinero.

Con el paso de los años, Nalene observó ciertas cosas, al principio insignificantes. Cuando enseñaba a los niños a jugar a las cartas, el póquer, el blackjack, el gin, Pippi marcaba las cartas, les quitaba todo el dinero de sus asignaciones, y al final les permitía disfrutar de una racha de buena suerte para que pudieran irse a dormir rebosantes de alegría por su victoria. Lo más curioso era que Claudia mostraba mucha más afición al juego que Cross. Después Pippi les demostraba de que manera los había engañado. Nalene se enfadaba porque le parecía que jugaba con sus vidas, tal como jugaba con la suya. Pippi le explicó que todo aquello formaba parte de su educación. Ella le explicó que aquello no era educación sino corrupción.

Pippi quería prepararlos para las realidades de la vida y ella los quería preparar para la belleza de la vida.

Pippi siempre llevaba demasiado dinero en la cartera, lo cual era una circunstancia tan sospechosa a los ojos de una esposa como a los de un inspector de Hacienda. Cierto que Pippi tenía un próspero negocio, la Agencia de Cobros, pero su tren le vida era demasiado alto para una empresa tan pequeña.

Cuando la familia se iba de vacaciones al Este y se movía en los círculos sociales de los Clericuzio, a Nalene no le pasaba inadvertido el respeto con que todos trataban a su esposo. Observaba la cautela con que le hablaban, el trato deferente que le dispensaban y las largas reuniones privadas que mantenían con él.

Y había más cosas. Pippi solía viajar por asuntos de negocios por lo menos una vez al mes, pero ella nunca estaba al corriente de los detalles de sus viajes y él jamás se los comentaba. Pippi tenía licencia de armas, lo cual era lógico tratándose de un hombre cuyo negocio consistía en cobrar elevadas sumas de dinero, pero Pippi era muy precavido. Nalene y los niños jamás habían tenido acceso al arma, y él guardaba las balas en cajas aparte cerradas.

Con el paso de los años se fueron haciendo más frecuentes los viajes de Pippi; y Nalene permanecía cada vez más tiempo en casa con los niños. Los dos esposos se fueron distanciando sexualmente y, dado que Pippi era más tierno y comprensivo que ella a este respecto, la indiferencia se hizo cada vez mayor.

Es imposible que a lo largo de varios años un hombre pueda ocultar su verdadero carácter a una persona cercana a él. Nalene se dio cuenta de que Pippi era un hombre entregado por entero a sus apetitos y que era violento por naturaleza; aunque nunca con ella. Se dio cuenta también de que era reservado, por más que fingiera ser abierto, y que a pesar de su amabilidad era muy peligroso.

Por otra parte tenía unas pequeñas manías personales que a veces resultaban atractivas. Por ejemplo, quería que los demás disfrutaran con las mismas cosas que él. Una vez invitaron a un matrimonio a cenar en un restaurante italiano. La pareja no era muy aficionada a la comida italiana y apenas comió. Al darse cuenta, Pippi no pudo terminar la cena.

A veces comentaba sus actividades en la Agencia de Cobros. Casi todos los hoteles más importantes de Las Vegas eran clientes suyos, y él se dedicaba a cobrar las deudas de juego de los clientes morosos que se negaban a pagar. Le aseguraba a Nalene que jamás utilizaba la fuerza sino tan sólo las dotes de persuasión. El hecho de que la gente pagara sus deudas era una cuestión de honor. Todo el mundo era responsable de sus actos y le atacaba los nervios que unos hombres acaudalados tuvieran el descaro de no cumplir con sus obligaciones.

Médicos, abogados, directores de empresa aceptaban los amables servicios del hotel y después se negaban a cumplir su parte del trato. Cobrarles las deudas no resultaba demasiado difícil. Se trataba de acudir a sus despachos y armarles un circo para que sus clientes y compañeros se enteraran. Jamás había que proferir una amenaza, simplemente llamarles gorrones y jugadores y degenerados que olvidaban sus profesiones para revolcarse en el vicio.

Los propietarios de pequeñas empresas eran más duros de pelar, unos tipos de tres al cuarto que trataban de saldar la deuda a razón de un centavo por cada dólar. Después estaban los listillos que entregaban cheques sin fondos y decían que había habido un error; uno de los trucos más habituales, entregaban un cheque por valor de diez mil dólares cuando en la cuenta sólo tenían ocho mil. Pero Pippi tenía acceso a la información bancaria, de modo que ingresaba los dos mil que faltaban en la cuenta del tipo y después cobraba los diez mil. Pippi se tronchaba de risa cuando le contaba esas jugadas a Nalene.

Lo más importante de su trabajo, le explicaba Pippi a su mujer, era convencer al tipo no sólo de que pagara su deuda sino también de que siguiera jugando. Hasta un jugador sin blanca tenía su valor; el tipo trabajaba y ganaba dinero. Lo único que se tenía que hacer era aplazar el pago de la deuda, instarle a seguir jugando sin crédito en el casino e ir saldando la cuenta cada vez que ganaba.

Una noche Pippi le contó a Nalene una historia que a él le parecía graciosísima. Un día estaba trabajando en el despacho de su Agencia de Cobros situada en una pequeña galería comercial. De repente oyó un tiroteo en la calle. Salió justo en el momento en que dos hombres encapuchados y con armas huían de una joyería cercana. Sin pensarlo dos veces, sacó su arma y abrió fuego contra ellos. Los hombres subieron a un vehículo que los estaba esperando y escaparon. A los pocos minutos llegó la policía, y tras interrogar a todo el mundo se lo llevó detenido. Sabían perfectamente que tenía licencia de armas, pero había cometido un delito de actuación temeraria, simplemente por disparar. Alfred Gronevelt fue a la comisaría y pagó la fianza.

¿Por qué demonios lo hice? se preguntó Pippi. Alfred ha dicho que fue el cazador que llevo dentro. Pero nunca lo entenderé. Yo, ¿disparando contra unos ladrones? Yo, ¿protegiendo a la sociedad? y encima van y me encierran. Me encierran a mí.

Sin embargo, aquellas pequeñas revelaciones de su carácter eran en cierto modo una hábil estratagema destinada a que ella pudiera vislumbrar en parte su carácter sin penetrar en el verdadero secreto.

Lo que finalmente indujo a Nalene a pedir el divorcio fue la detención de Pippi de Lena por asesinato…

Danny Fuberta era propietario de una agencia de viajes de Nueva York que había adquirido sus ganancias trabajando de usurero bajo la protección de la ya extinta familia Santadio, pero con lo que mejor se ganaba la vida era como organizador de viajes a Las Vegas.

Un organizador de viajes firmaba un contrato exclusivo con un hotel de Las Vegas para transportar hasta sus garras a jugadores de vacaciones. Danny Fuberta fletaba cada mes un jet 747 y trasladaba a unos doscientos clientes al hotel Xanadu. El precio fijo de dólares incluía el viaje de ida y vuelta de Nueva York a Las Vegas, comida y bebidas alcohólicas gratis a bordo del aparato, y comida bebida y habitación gratis en el hotel. Danny Fuberta siempre tenía una larga lista de espera para esos viajes, y siempre elegía cuidadosamente a sus clientes. Tenían que ser personas con trabajo bien remunerados, aunque no necesariamente legales, jugar en casino un mínimo de cuatro horas diarias, y a ser posible conseguir un crédito en la ventanilla de caja del hotel Xanadu.

Uno de los mayores beneficios de Fuberta era su amistad con artistas de la estafa, atracadores de bancos; traficantes de drogas, contrabandistas de tabaco, comerciantes ilegales del sector de la confección y otros representantes de la mala vida, que obtenían saneados ingresos en las cloacas de Nueva York.

Por cada aparato con doscientos clientes de vacaciones para el hotel Xanadu, Danny Fuberta cobraba unos honorarios fijos de 20.000 dólares. A veces, cuando los clientes del Xanadu sufrían elevadas pérdidas; recibía una gratificación extraordinaria. Todo ello añadido a la tarifa inicial del paquete, le permitía disponer de unos fabulosos ingresos mensuales. Por desgracia para él, Danny Fuberta también tenía una debilidad especial por el juego y llegó un momento en que sus deudas superaron sus ingresos.

Danny Fuberta era un hombre ingenioso y muy pronto se le ocurrió una manera de conseguir solvencia. Uno de sus deberes como organizador de viajes consistía en garantizar el crédito que el casino concedía al cliente.

Fuberta reclutó a una competente banda de atracadores a mano armada y elaboró con ellos un plan (frustrado en veinticuatro horas por Gronevelt) para robarle un millón de dólares al hotel Xanadu. Facilitó a los cuatro hombres de la banda una documentación falsa de propietarios de comercios del sector de la confección con elevadas clasificaciones crediticias, entresacando detalles de las fichas de clientes de su agencia. Basándose en esta documentación les garantizó un límite de crédito de doscientos mil dólares. Después los colocó en uno de sus viajes.

Todo fue muy fácil, comentó Gronevelt más tarde.

Durante su estancia de dos días, Fuberta y su banda acumularon elevadas sumas en servicio de habitaciones, invitaron a las guapas coristas a cenar y mandaron anotar en su cuenta numerosos obsequios de la tienda de regalos, pero eso fue lo de menos. Sacaron fichas negras del casino y firmaron los marcadores.

Después se dividieron en dos equipos. Un equipo apostaba contra los dados y el otro a favor. De esa manera sólo podían perder el porcentaje o empatar. Parecía que estuvieran jugando como locos, pero en realidad no hacían nada. Armaban el mayor revuelo posible y procuraban representar su papel con gran convicción, pidiendo dados con voz suplicante, torciendo el gesto cuando perdían y lanzando grandes vítores cuando ganaban. Al final de la jornada le entregaban las fichas a Fuberta para que las cobrara y firmaban marcadores para sacar más fichas de la caja. Cuando dos días más tarde terminó la comedia, el sindicato de estafadores había ganado ochocientos mil dólares y había gastado otros veinte mil en chucherías, pero tenían un millón de dólares anotado en los marcadores de la caja.

Danny Fuberta, en su calidad de genio magistral, se quedó con cuatrocientos mil, y los cuatro atracadores se mostraron satisfechos con el resto, sobre todo cuando Fuberta les prometió una segunda excursión. ¿Qué mejor que un largo fin de semana en un hotel de lujo con comida y bebida gratis; chicas guapas a granel y cien mil dólares de propina? Aquello era mucho mejor que atracar un banco, donde te jugabas el pellejo.

Gronevelt descubrió la estafa al día siguiente. Los informes diarios revelaron unas cifras de marcadores muy altas incluso para los clientes de Fuberta. Las ganancias de la mesa, es decir, el dinero que quedaba después de toda una noche de juego, eran excesivamente bajas en comparación con el dinero apostado. Gronevelt pidió que le pasaran la película filmada por la cámara oculta. No tuvo que mirar más de diez minutos para darse cuenta de lo que había ocurrido y saber que el millón de dólares de los marcadores era pura fachada, y que las identidades de los clientes eran falsas.

Reaccionó con impaciencia. Había sufrido incontables estafas a lo largo de los años, pero aquélla le parecía especialmente estúpida, y además apreciaba sinceramente a Danny Fuberta, el hombre que tantos dólares le había hecho ganar al Xanadu. Ya sabía lo que diría Fuberta, que era una víctima inocente y que a él también lo habían engañado con la documentación falsa. Gronevelt se mostró muy enojado por la incompetencia del personal de su casino. El directo de la mesa de craps hubiera tenido que darse cuenta, y el cajero hubiera tenido que detectar de inmediato las apuestas cruzadas. El truco no era demasiado ingenioso, pero la gente bajaba la guardia cuando las cosas iban bien. Las Vegas no era una excepción. Sintiéndolo mucho, tendría que despedir al jefe de la mesa de craps y cajero, o por lo menos enviarlos de nuevo a hacer girar la rueda de la ruleta. Pero había algo que no podía pasar por alto, tendría que traspasarle todo el asunto de Danny Fuberta a los Clericuzio.

Primero mandó llamar a Pippi de Lena al hotel y le mostró los documentos y la filmación de la cámara oculta. Pippi conoció a Fuberta, pero no a los otros cuatro, así que Gronevelt mandó sacar unas instantáneas de varias tiras de película aisladas y se las entregó.

Pippi sacudió la cabeza. ¿Cómo es posible que Danny pensara que saldría bien librado de ésta? Le creía un estafador más listo.

—Es un jugador —dijo Gronevelt—. Ésos siempre creen que sus cartas son ganadoras. —Hizo una pausa—. Danny te convencerá de que no está metido en eso, pero recuerda que él tuvo que garantizar los créditos. Dirá que se fió de su documentación. El organizador de viajes tiene que garantizar que los jugadores son lo que dicen ser. Seguro que lo sabía.

Pippi sonrió y le dio una palmada en la espalda.

—No te preocupes, no me convencerá.

Soltaron una carcajada. No importaba que Danny Fuberta fuera culpable o inocente. Los errores se pagaban.

Al día siguiente, Pippi se trasladó a Nueva York, para exponer el caso a la familia Clericuzio en Quogue.

Tras cruzar toda una serie de puertas vigiladas, subió por la larga calzada asfaltada que discurría a través de una cuesta de hierba, protegida por una valla con alambrada de púas y dispositivos electrónicos de seguridad. Había un guardia en la puerta de la mansión, y eso que estaban en tiempo de paz.

Lo recibió Giorgio y cruzó con él la mansión para salir al jardín de la parte de atrás. Había tomateras y pepinos, lechugas e incluso melones, todos ello rodeado por higueras de grandes hojas. Al Don le importaban un bledo las flores y las plantas.

La familia estaba sentada alrededor de una mesa redonda de madera tomando un almuerzo temprano. El Don, a pesar de sus casi setenta años aspiraba visiblemente satisfecho el aire del jardín, perfumado por la fragancia de los higos. Estaba dando de comer a su nieto Dante, un niño de diez años muy guapo, aunque también muy mandón pese a tener la misma edad que Cross. Pippi siempre reprimía el deseo de propinarle un tortazo. El Don se derretía en presencia de su nieto, le limpiaba la boca y le susurraba palabras de cariño. Vincent y Petie parecían un poco enfurruñados. La reunión no podría empezar hasta que el niño terminara de comer y su madre Rose Marie se lo llevara. Don Domenico le miró con una radiante sonrisa de complacencia mientras el niño se retiraba. Después se volvió hacia Pippi.

—Ah, Martello mío —le dijo—. ¿Qué piensas de este bribón de Fuberta? Le damos un medio de vida y él se vuelve codicioso a nuestra costa.

—Si paga lo que debe —terció Giorgio, en tono apaciguador—, aún podrá seguir ganando dinero para nosotros.

Era el único motivo válido para una petición de clemencia.

—La suma no es pequeña que digamos —dijo el Don—. Tenemos que recuperarla. Tú ¿qué opinas?

Pippi se encogió de hombros.

—Puedo intentarlo, desde luego. Pero esa gente no es de la que ahorra para los tiempos de penuria.

En ese momento intervino Vincent, que odiaba las charlas intrascendentes.

—Vamos a ver las fotos —dijo.

Pippi sacó las fotografías, y Vincent y Petie estudiaron a los cuatro atracadores.

—Petie y yo los conocemos —dijo Vincent.

—Muy bien —aprobó Pippi—. Pues en tal caso vosotros podéis ponerles las peras a cuarto a esos cuatro tíos. ¿Qué queréis que haga yo con Fuberta?

—Nos han despreciado —dijo el Don—. ¿Quiénes se han creído que somos? ¿Unos pobres desgraciados que tenemos que recurrir a la policía? Vincent, Petie y tú, Pippi. Quiero recuperar el dinero y que se castigue a esos malnacidos.

Los tres lo comprendieron. Pippi ostentaría el mando. Los cinco hombres habían sido condenados a muerte.

El Don se levantó para dar su habitual paseo por el jardín. Giorgio lanzó un suspiro.

—El viejo es demasiado duro para los tiempos que vivimos. No merece la pena correr tanto peligro por una cosa así.

—No, si Vincent y Petie se encargan de arreglarles las cuentas a los cuatro chorizos —dijo Pippi.

—¿Estás de acuerdo, Vincent?

—Giorgio —dijo Vincent—, tendrás que hablar con el viejo.

—Esos cuatro no tendrán la pasta. Tenemos que hacer una cosa. Les dejamos salir a ganar dinero, nos pagan lo que nos deben y quedan libres. Si los enterramos, no cobramos.

Vincent imponía la ley; pero era realista y jamás permitía que su sed de venganza lo obligara a descartar soluciones más prácticas.

—De acuerdo, convenceré a papá —dijo Giorgio—. Han sido unos simples colaboradores. Pero el viejo no querrá soltar a Fuberta.

—Los demás organizadores de viajes tienen que captar el mensaje —dijo Pippi.

—Primo Pippi —dijo Giorgio sonriendo—, ¿qué recompensa esperas por eso?

Pippi no soportaba que Giorgio lo llamara primo. Vincent y Petie lo llamaban cariñosamente primo, pero Giorgio sólo utilizaba esa palabra en las negociaciones.

—Fuberta es cosa mía —contestó Pippi—. Vosotros me regalasteis la Agencia de Cobros y mi sueldo me lo paga el Xanadu. Pero recuperar el dinero es difícil, así que tendría que cobrar un porcentaje. También Vince y Petie, si cobran algo de esos cuatro.

—Me parece justo —dijo Giorgio—, ¿pero eso no es como cobrar las deudas de los clientes? No puedes esperar un cincuenta por ciento.

—No, no —dijo Pippi—, bastará con que me dejéis mojar el pico.

Los tres se rieron ante aquel modismo siciliano.

—No seas tacaño, Giorgio —dijo Petie—. No querrás exprimirnos a Vincent y a mí.

Petie dirigía ahora el Enclave del Bronx, era el jefe de los que cuidaban de hacer cumplir las órdenes y siempre defendía la idea de que los de abajo tenían que cobrar más dinero. Pensaba repartirse su parte con sus hombres.

—Sois muy ambiciosos —dijo Giorgio sonriendo—, pero aconsejaré al viejo un veinte por ciento.

Pippi sabía que sería un diez o un quince por ciento. Giorgio siempre hacía lo mismo.

—¿Y si hiciéramos un fondo común? —le dijo Vincent a Pippi. Quería decir que los tres se repartirían el dinero que cobraran, con independencia de quién lo pagara. Lo había dicho en gesto de amistad. Había muchas más posibilidades de cobrar dinero de unos vivos que de unos muertos. Vincent conocía el valor de Pippi.

—Pues claro, Vince —contestó Pippi—. Te lo agradecería mucho.

Hacia el fondo del jardín vio a Dante paseando de la mano del Don y oyó que Giorgio decía:

—¿No os parece asombroso lo bien que se llevan Dante y mi padre? Mi padre jamás fue tan cariñoso conmigo. Se pasan el rato hablando en voz baja. Bueno, el viejo es tan listo que el chiquillo aprenderá.

Pippi observó que el niño tenía el rostro levantado hacia el Don. Ambos se miraban como si compartieran un terrible secreto capaz de otorgarles el dominio sobre el cielo y la tierra. Más adelante Pippi siempre creería que aquella visión le había echado el mal de ojo y había sido el desencadenante de su desgracia.

A lo largo de los años, Pippi de Lena se había ganado una bien merecida fama de excelente organizador. No era un mafiozi violento sino un técnico hábil. Se basaba en la estrategia psicológica para llevar a la práctica un trabajo. Con Danny Fuberta se le planteaban tres problemas. En primer lugar tenía que recuperar el dinero. En segundo lugar tenía que coordinar cuidadosamente sus acciones con Vincent y Petie Clericuzio. Eso fue muy fácil. (Vincent y Petie eran muy eficientes en su trabajo. En un par de días localizaron a los matones, los obligaron a confesar y se mostraron de acuerdo con la recompensa). Y en tercer lugar tenía que liquidar a Danny Fuberta.

Le fue muy fácil tropezarse casualmente con Fuberta, echar mano de todo su encanto e insistir en que aceptara su invitación a almorzar en un restaurante chino del East Side. Fuberta sabía que Pippi era un cobrador del Xanadu pues ambos habían mantenido inevitables tratos de negocios a lo largo de los años, pero Pippi parecía tan contento de haberse tropezado casualmente con él en Nueva York que Fuberta no pudo declinar la invitación.

Pippi lo hizo todo con mucha delicadeza. Esperó a que hubieran pedido los platos y entonces le dijo:

—Gronevelt me ha hablado de la estafa. Tú sabes que eres responsable del crédito que se concedió a aquellos tipos.

Danny Fuberta juró que era inocente, y Pippi le miró con una radiante sonrisa en los labios y le dio unas amistosas palmadas en la espalda.

—Vamos, Danny —le dijo—. Gronevelt tiene las cintas, y cuatro compinches ya han cantado. Estás metido en un lío muy gordo, pero yo lo podré arreglar si devuelves el dinero. A lo mejor incluso te podré seguir manteniendo en el negocio de los viajes organizados.

Para demostrar su afirmación, sacó las fotografías de los cuatro atracadores.

—Ésos son tus muchachos —dijo—. Y en estos momentos están cantando y echándote toda la mierda encima. Nos han contado lo del reparto. En fin, si me devuelves tus cuatrocientos mil asunto arreglado.

—Es cierto que conozco a esos chicos —dijo Danny Fuberta—, pero son muy duros y no creo que canten así, por las buenas.

—Los están interrogando los Clericuzio —dijo Pippi.

—¡Mierda! —exclamó Danny—. No sabía que fueran propietarios del hotel.

—Pues ahora ya lo sabes —dijo Pippi—. Si no recuperan el dinero, te verás metido en un buen lío.

—Quiero irme de aquí —dijo Fuberta.

—No, hombre, no —dijo Pippi—. Quédate, el pato de Pe está muy bueno. Mira, eso lo podemos arreglar. No es muy difícil. Ya sabemos que todo el mundo intenta estafar alguna vez, ¿verdad? Tú devuélvenos el dinero y no se hable más del asunto.

—No tengo ni un céntimo —contestó Fuberta.

Por primera vez, Pippi dio muestras de una cierta irritación.

—Hay que demostrar un poco de buena voluntad —dijo—. Danos cien mil, y los trescientos mil restantes nos los cobraremos de tus marcadores.

Fuberta lo pensó un momento mientras masticaba un pastel de harina frita.

—Os podría pagar cincuenta mil.

—Me parece bien, me parece muy bien —dijo Pippi—. El resto lo puedes pagar no cobrando la comisión que te pagan por el traslado de los clientes al hotel. ¿Te parece un trato justo?

—Creo que sí —contestó Fuberta.

—Y ahora deja ya de preocuparte y disfruta de la comida —dijo Pippi. Colocó un trozo de pato en una tortita con un poco de salsa oscura y dulce y se lo ofreció a Fuberta—. Está exquisito, Danny. Come, Después hablaremos de negocios.

Tomaron un helado de chocolate como postre y acordaron que Pippi cobraría los cincuenta mil dólares en la agencia de viajes de Fuberta, después de la hora de cierre. Pippi tomó la cuenta y pagó en efectivo.

—Danny —dijo—, ¿te fijas qué cantidad de cacao llevan los helados de chocolate de los restaurantes chinos? Son los mejores. ¿Sabes lo que pienso? El primer restaurante chino de Estados Unidos debió de equivocarse en la receta, y los que vinieron después se limitaron a copiarla. Delicioso. Un helado de chocolate delicioso, de verdad.

Sin embargo, Danny Fuberta era un hombre que se había pasado cuarenta y ocho años de su vida cometiendo estafas y había aprendido a interpretar los signos. Tras despedirse de Pippi, desapareció en la clandestinidad y envió un mensaje diciendo que había emprendido un viaje para reunir el dinero que le debía al hotel Xanadu. Pippi no se sorprendió… Danny Fuberta estaba echando mano de la táctica habitual en tales casos. Se había escondido para poder negociar con seguridad, lo cual significaba que no tenía dinero y que no habría ninguna gratificación a menos que Vincent y Petie cobraran la mitad que les correspondía.

Pippi pidió que unos hombres del Enclave del Bronx efectuaran batidas por toda la ciudad e hizo correr la voz de que Danny Fuberta era buscado por los Clericuzio. Al cabo de una semana, Pippi empezó a ponerse nervioso. Hubiera tenido que comprender que la exigencia del pago de la deuda alertaría a Fuberta, y que Danny sabía de sobra que cincuenta mil dólares no serían suficiente, aun en el caso de que los hubiera tenido.

A la primera ocasión que tuvo, Pippi decidió actuar con más audacia de lo que hubiera aconsejado la prudencia.

Danny Fuberta apareció en un pequeño restaurante del Upper West Side. El propietario, un soldado de los Clericuzio, efectuó una rápida llamada. Pippi llegó justo en el momento en que Danny estaba saliendo del restaurante y se llevó una sorpresa al verle sacar un arma. Danny era un estafador pero no tenía pericia en el manejo de las armas de fuego. Así que cuando disparó, erró el tiro. Pippi le metió cinco balas en el cuerpo.

El incidente fue desafortunado por varios motivos. Primero, hubo testigos presenciales. Segundo, un coche patrulla de la policía llegó antes de que Pippi pudiera escapar. Tercero, Pippi no estaba preparado para un tiroteo y sólo quería charlar con Danny en un lugar seguro. Cuarto, aunque en el juicio se podría alegar defensa propia, algunos testigos dijeron que Pippi había disparado primero; con lo cual quedaba confirmado una vez más el viejo axioma de que uno corría más peligro con la ley cuando era inocente que cuando era culpable. Además; el arma de Pippi llevaba silenciador, dada su última charla amistosa con Danny Fuberta.

Por suerte; Pippi reaccionó perfectamente ante la desastrosa llegada del coche patrulla. No intentó abrirse camino a tiros sino que siguió las pautas establecidas. Los Clericuzio tenían un mandato muy severo no disparar jamás contra un representante de la ley. Pippi no lo hizo. Arrojó el arma al suelo y la empujó con el pie. Aceptó con docilidad la detención y negó rotundamente cualquier relación con el muerto que yacía a pocos metros en la acera.

Tanto estas contingencias como la forma de afrontarlas estaban claramente previstas. Al fin y al cabo, por mucho cuidado que uno tuviera siempre había que contar con la malevolencia del destino. En aquellos momentos, Pippi tenía la sensación de estar ahogándose en un océano de mala suerte; pero tenía que tranquilizarse porque estaba seguro de que la familia Clericuzio lo remolcaría hasta la orilla.

Primero se elegían a unos abogados de campanillas que conseguían sacarlo a uno de la cárcel bajo fianza. Después había unos jueces y fiscales a los que se podía convencer para que fueran acérrimos defensores de la imparcialidad, unos testigos a quienes les podía fallar la memoria y unos miembros americanos del jurado tan ferozmente independientes que, a poco estímulo que recibieran, se negaban a emitir un veredicto de culpabilidad, para de este modo frustrar los propósitos de la autoridad. Un soldado de la familia Clericuzio no tenía por qué comportarse con la violencia de un perro rabioso para salir de las dificultades.

Pero por primera vez en su dilatado servicio a la familia, Pippi de Lena tuvo que comparecer como encausado en un juicio. La habitual estrategia legal consistiría en la presencia en la sala de la mujer y los hijos del acusado, para que los miembros del jurado supieran que de su decisión dependería la felicidad de una familia inocente. Doce hombres y mujeres de probada honradez tendrían que endurecer sus corazones. La duda razonable era una bendición de Dios para un miembro del jurado atormentado por la compasión.

Durante el juicio, los oficiales de policía declararon no haber visto a Pippi con el arma en la mano ni empujarla después con el pie. Tres de los testigos presenciales no pudieron identificar al acusado, y otros dos se mostraron tan desafiantes en su identificación, que su certeza les granjeó la antipatía del jurado y del juez. El soldado de los Clericuzio, propietario del restaurante, declaró que había seguido a Danny Fuberta a la calle porque éste no había pagado la cuenta, que había sido testigo del tiroteo y que estaba seguro de que el hombre que había disparado no era el acusado Pippi de Lena.

Pippi llevaba guantes en el momento del tiroteo y por eso no había huellas dactilares en el arma. Unos médicos aportados por la defensa declararon que Pippi de Lena sufría unos misteriosos e incurables salpullidos cutáneos intermitentes, y que ellos le habían recomendado el uso de guantes.

Para mayor seguridad, había sido sobornado un miembro del jurado. A fin de cuentas, Pippi era un alto ejecutivo de la familia. Sin embargo, no fue necesaria semejante precaución final. Pippi fue absuelto y declarado inocente a los ojos de la ley.

Pero no a los de su mujer Nalene de Lena. Seis meses después del juicio, Nalene le comunicó a Pippi su deseo de divorciarse. Los que viven sometidos a un alto nivel de tensión tienen que pagar un precio. Se desgastan distintas partes del cuerpo. La comida y la bebida excesivas destrozan el hígado y el corazón. El sueño es una evasión culpable, la mente no responde a la belleza y no se entrega a la confianza. Tanto Pippi como Nalene sufrían todas estas consecuencias. Ella no soportaba a su marido en la cama y él no podía disfrutar de la compañía de una persona que no compartía sus aficiones. Nalene no podía disimular el horror que le producía el hecho de saber que Pippi era un asesino; y él experimentaba un enorme alivio por el hecho de no tener que ocultarle a Nalene su verdadera personalidad.

—Pues muy bien —le dijo Pippi a su mujer—; nos divorciaremos. Pero yo no quiero perder a mis hijos.

—Ahora ya sé quién eres —replicó Nalene—. No quiero volver a verte, y no permitiré que mis hijos vivan contigo.

Pippi se preguntaba de quién había aprendido. Nalene jamás se había mostrado tan enérgica y decidida. Le extrañó que se atreviera a hablarle en semejante tono precisamente a él, Pippi de Lena. Pero las mujeres siempre eran un poco temerarias. Consideró su propia situación. No estaba preparado para educar a unos niños. Cross tenía once años y Claudia diez, y él no tenía más remedio que reconocer que estaban más encariñados con su madre que con él.

Quería ser justo con su mujer. A fin de cuentas le había dado lo que él quería, una familia, unos hijos y el sólido fundamento que todo hombre necesita. ¿Quién sabía lo que hubiera sido de él de no haber sido por ella?

—Vamos a discutirlo tranquilamente y a separarnos sin rencor —dijo, echando mano de su encanto—. Al fin y al cabo hemos vivido doce años muy agradables. Hemos tenido momentos felices, y tenemos dos hijos maravillosos, gracias a ti. Nuevamente sorprendido por la severa expresión con que ella le estaba mirando, Pippi hizo una pausa.

—Vamos, Nalene, he sido un buen padre y mis hijos me quieren. Te ayudaré en cualquier cosa que quieras hacer. Como es natural, podrás quedarte con la casa de Las Vegas, y te puedo conseguir una de las tiendas del Xanadu. Vestidos, joyas, antigüedades, ganarás doscientos mil dólares al año, y podremos compartir la custodia de los niños.

—Aborrezco Las Vegas —contestó Nalene—. Siempre la he aborrecido. Tengo un título de profesora y un trabajo en Sacramento. Ya he matriculado a los niños en una escuela de allí.

Presa del asombro, Pippi comprendió en aquel momento que Nalene era una contrincante peligrosa. El concepto le era totalmente ajeno. En su sistema de coordenadas las mujeres nunca eran peligrosas. Una esposa, una amante, una tía, la esposa de un amigo e incluso Rose Marie, la hija del Don, jamás podían ser peligrosas. Pippi siempre había vivido en un mundo en el que las mujeres no podían ser enemigas. De repente sintió la misma cólera y el mismo caudal de energía que podían inspirarle los hombres.

—No pienso ir a Sacramento a ver a mis hijos —replicó.

Siempre se ponía furioso cuando alguien rechazaba su encanto y su amistad. Cualquier hombre que se negara a ser amable con Pippi de Lena se exponía a que le ocurriera una desgracia. En cuanto decidía enfrentarse con alguien, Pippi llevaba su decisión hasta las últimas consecuencias. También le sorprendía que su mujer ya hubiera trazado planes.

—Has dicho que ya sabes quién soy —añadió—. Pues ten mucho cuidado. Puedes irte a Sacramento y puedes irte a la mierda, ¿comprendes? Pero sólo te llevarás a uno de los niños. El otro se quedará conmigo.

Al ver su expresión de asombro, Nalene estuvo casi a punto de reírsele en la cara.

—¿Tienes un abogado? —le preguntó Pippi—. ¿Quieres llevarme ante la justicia?

De pronto soltó unas histéricas carcajadas, como si estuviera a punto de perder el juicio.

Resultaba un poco extraño ver a un hombre que durante doce años había suplicado amor y mendigado de su carne, y que había sido su protección contra las crueldades del mundo, convertido en una peligrosa bestia amenazadora. Fue entonces cuando Nalene comprendió finalmente por qué otros hombres lo trataban con tanto respeto y por qué le tenían tanto miedo. Ahora su temible encanto había perdido toda su cautivadora cordialidad. Pero curiosamente, Nalene estaba más dolida que asustada. Le sorprendía que su amor por ella se hubiera esfumado tan fácilmente. A fin de cuentas, durante doce años se habían acunado tiernamente el uno al otro, se habían reído juntos, habían bailado juntos y habían cuidado juntos de sus hijos. De repente se había esfumado, como por arte de magia, la gratitud de Pippi por todos los regalos que ella le había ofrecido.

—Me importa un bledo lo que decidas —le dijo fríamente Pippi—. Me importa un bledo lo que decida un juez. Sé razonable y yo seré razonable. Si eres intransigente, te quedarás sin nada…

Por primera vez, Nalene tuvo miedo de todas las cosas que amaba del poderoso cuerpo de Pippi, de sus grandes manos de sólidos huesos, de las irregulares y toscas facciones de su rostro que algunas personas consideraban feas pero que a ella siempre le habían parecido la quinta esencia de la virilidad. A lo largo de todo su matrimonio, Pippi había sido más cortesano que esposo, jamás le había levantado la voz, jamás había hecho la menor broma a su costa, jamás la había regañado cuando acumulaba facturas y era cierto que había sido un buen padre y que sólo se había mostrado duro con los niños en las ocasiones en que éstos no le habían tenido el debido respeto a su madre.

Nalene experimentaba una extraña sensación de debilidad, pero las facciones del rostro de Pippi se le antojaban más definidas que nunca, como si estuvieran enmarcadas por sombras. Sus mejillas eran más mofletudas que al principio, la ligera hendidura de su barbilla parecía que estuviera llena de una minúscula mancha de masilla negra. Sus pobladas cejas tenían algunos pelos blancos, pero el cabello que le cubría el poderoso cráneo era negro como el azabache y cada mechón, tan áspero como la crin de un caballo. Sus ojos, habitualmente risueños, eran ahora de un implacable y apagado color canela.

—Pensaba que me querías —dijo—. ¿Cómo puedes tener el valor de asustarme de esta manera?

Y rompió a llorar. Pippi se conmovió.

—Hazme caso a mi —le dijo—. No le hagas caso a tu abogado. Si me llevas a juicio y yo lo pierdo todo, te aseguro que no conseguirás llevarte a los dos niños Nalene, no me obligues a ser duro contigo. No quiero serlo. Comprendo que ya no quieras seguir viviendo conmigo. Siempre pensé que había tenido mucha suerte, conservándote tanto tiempo a mi lado. Quiero que seas feliz. Conseguirás mucho más de mí que de cualquier juez. Pero me estoy haciendo mayor y no quiero vivir sin familia.

Por una de las pocas veces en su vida, Nalene no pudo resistir la tentación de mostrarse maliciosa.

—Tienes a los Clericuzio —le dijo.

—Es cierto —dijo Pippi—. Convendría que no lo olvidaras. Pero lo más importante es que no quiero estar solo en mi vejez.

—Millones de hombres lo están —replicó Nalene—. Y también de mujeres.

—Porque no han podido evitarlo —dijo Pippi—. Otros han decidido por ellos. Otras personas les han prohibido existir, pero yo no permito que nadie me haga eso a mí.

—¿Tu les prohíbes existir? —preguntó Nalene en tono despectivo.

—Exactamente —contestó Pippi, mirándola con una sonrisa—. Tienes mucha razón.

—Podrás visitarlos siempre que quieras —dijo Nalene—. Pero mis hijos tienen que vivir conmigo.

Pippi se volvió de espaldas y le dijo en voz baja:

—Haz lo que quieras.

—Espera —le dijo Nalene.

Cuando Pippi se volvió a mirarla; Nalene vio en su rostro una furia tan terriblemente desalmada que no tuvo más remedio que decirle en un susurro:

—Si uno de ellos quiere ir contigo, adelante.

Pippi experimentó un repentino alborozo, como si el problema ya estuviera resuelto.

—Estupendo —dijo—. El tuyo me podrá visitar en Las Vegas y el mío podrá visitarte a ti en Sacramento. Me parece perfecto. Vamos a arreglarlo esta misma noche.

Nalene hizo un último esfuerzo.

—Cuarenta años no son muchos —dijo—, puedes fundar otra familia.

Pippi sacudió la cabeza.

—Eso nunca —dijo—. Tú eres la única mujer que me ha hechizado. Me casé tarde y sé que jamás volveré a casarme. Tienes suerte de que yo sea lo bastante inteligente como para comprender que no puedo retenerte y lo bastante inteligente como para saber que no puedo volver a empezar.

—Es cierto —dijo Nalene—. Nunca podrías conseguir que volviera a quererte.

—Pero podría matarte —dijo Pippi sonriendo, como si fuera una broma.

Ella le miró a los ojos y supo que hablaba en serio. Se dio cuenta de que aquélla era la fuente de su poder el hecho de saber que cuando profería una amenaza, los demás le creían. Hizo acopio de sus últimas reservas de valentía.

—Recuerda que si los dos quieren quedarse conmigo, tú se lo tienes que permitir.

—Quieren a su padre —replicó Pippi—. Uno de ellos se quedará aquí con su viejo.

Aquella noche, después de cenar, con la casa helada por el aire acondicionado porque fuera el calor del desierto no se podía resistir, Cross, de once años, y Claudia, de diez, fueron informados de la situación. Ninguno de los dos pareció sorprenderse. Cross, tan guapo como su madre; ya poseía la dureza interior y la cautela de su padre, y era, como él, absolutamente intrépido. Respondió inmediatamente.

—Me quedo con mamá —dijo.

Claudia tenía miedo de elegir, y con astucia infantil anunció:

—Y yo me quedo con Cross.

Pippi se sorprendió. Cross estaba más unido a él que a Nalene. Era el que lo acompañaba en sus excursiones de caza. Al niño le gustaba jugar con él a las cartas, al golf y a la pelota. Cross no mostraba el menor interés por la obsesión de su madre con los libros y la música. Era Cross quien bajaba con él a la Agencia de Cobros para hacerle compañía cuando algún sábado se le acumulaba el trabajo en la oficina y tenía que ponerse al día. Estaba convencido de que conseguiría la custodia de Cross. Era lo que esperaba.

Le hizo gracia la taimada respuesta de Claudia. La niña era lista. Pero Claudia se parecía demasiado a él, y él no quería ver todos los días aquella jeta tan parecida a la suya. Era lógico que Claudia quisiera ir con su madre. A Claudia le gustaban las mismas cosas que a Nalene. ¿Qué coño hubiera hecho él con Claudia?

Pippi estudió a sus dos hijos. Estaba orgulloso de ellos. Sabían que su madre era el más débil de sus dos progenitores, y se ponían de su parte. Comprendió que Nalene, con su instinto teatral, se había preparado debidamente para la ocasión. Iba severamente vestida con jersey y pantalones negros y llevaba el cabello rubio recogido con una cinta negra para que le enmarcara suavemente el pálido y conmovedor rostro ovalado. Por su parte, Pippi era consciente del devastador efecto que su brutal aspecto físico debía de causar en los niños.

Volvió a echar mano de su encanto.

—Yo sólo pido que uno de vosotros me haga compañía —dijo—. Os podréis ver el uno al otro todo lo que queráis. ¿Verdad, Nalene? Vosotros no querréis que yo viva solo aquí en Las Vegas.

Los dos niños lo miraron con seriedad. Pippi miró a Nalene.

—Tenéis que colaborar —dijo—. Tenéis que elegir.

Después pensó enfurecido, ¿y a mí qué mierda me importa esto?

—Prometiste que si los dos querían irse conmigo, podrían hacerlo —dijo Nalene.

—Vamos a discutirlo —replicó Pippi.

Sus sentimientos no estaban heridos Sabía que sus hijos le querían, pero querían más a su madre. Le parecía lógico, aunque eso no significaba que hubieran hecho la mejor elección.

—No tenemos nada que discutir —contestó despectivamente Nalene—. Me lo prometiste.

Pippi no se dio cuenta de la terrible impresión que estaba causando en sus tres interlocutores. No comprendió lo fría que se había vuelto su mirada. Pensó que dominaba su voz cuando habló, le pareció que su tono de voz era razonable.

—Tenéis que elegir. Os prometo que si no da resultado podréis hacer lo que queráis. Pero tenéis que darme una oportunidad.

Nalene sacudió la cabeza.

—Eres ridículo —dijo—. Iremos a juicio.

En aquel momento, Pippi decidió lo que iba a hacer.

—No importa. Haz lo que quieras. Pero piénsalo bien. Piensa en nuestra vida en común. Piensa en quién eres tú y en quién soy yo. Te suplico que seas razonable, que pienses en el futuro de todos nosotros. Cross es como yo; y Claudia es como tú. Cross estaría mejor conmigo, y Claudia estaría mejor contigo. Y así tiene que ser. —Hizo una breve pausa—. ¿No te basta con saber que te quieren más que a mí, que a ti te echarán más de menos que a mí…?

Dejó la frase en el aire. No quería que los niños comprendieran lo que estaba diciendo.

Pero Nalene sí lo comprendió. Presa del terror, alargó el brazo y atrajo a Claudia hacia sí. En aquel momento; Claudia miró a su hermano con expresión suplicante y le dijo:

—¡Cross, Cross!

Poseía una impasible belleza facial. Su cuerpo se movía con una gracia extraordinaria. De repente se situó al lado de su padre.

—Me quedo contigo, papá —dijo.

Pippi tomó su mano con gratitud. Nalene rompió a llorar.

—Cross, venme a ver a menudo, todas las veces que quieras. Tendrás una habitación reservada para ti en Sacramento. Nadie más la utilizará.

Al final se había producido la traición.

Pippi estuvo casi a punto de pegar un brinco de alegría. Era un alivio para su alma no tener que hacer lo que por un instante había decidido hacer.

—Tenemos que celebrarlo —dijo—. Aunque nos divorciemos, seremos dos familias felices en lugar de una sola familia feliz. Y lo seremos siempre. Los demás lo miraron con la cara muy seria.

—Bueno, por lo menos lo intentaremos, ya lo creo —añadió.

Pasados los primeros dos años, Claudia dejó de visitar a su padre y a su hermano en Las Vegas. Cross iba todos los años a Sacramento para visitar a Nalene y a Claudia, pero después de cumplir los quince años, las visitas se redujeron a las vacaciones de Navidad.

Los dos progenitores eran como dos polos opuestos. Claudia y su madre eran cada vez más parecidas. La niña lo pasaba bien en la escuela; era muy aficionada a los libros, el teatro y las películas, gozaba profundamente del amor de su madre. Por su parte, Nalene veía en Claudia la vitalidad y el encanto de su padre, y amaba la fealdad de su rostro, aunque carente por completo de la brutalidad que caracterizaba el de su padre. Eran muy felices juntas.

A terminar sus estudios universitarios, Claudia se fue a los Ángeles para abrirse camino en la industria del cine. Nalene lamentó que se fuera, a pesar del agradable círculo de amistades que tenía en Sacramento y de su satisfactorio trabajo como subdirectora de uno de los institutos de enseñanza media de la ciudad.

Cross y su padre Pippi también eran muy felices, aunque de una manera muy distinta. Pippi sopesaba la situación. Cross era un deportista excepcional, aunque un estudiante más bien medio; a pesar de ser muy apuesto, no sentía demasiado interés por las mujeres.

Cross se lo pasaba muy bien con su padre. Por muy desagradable que hubiera sido la decisión, estaba claro que había sido la acertada. De hecho eran dos familias felices, aunque no vivían juntos. Pippi resultó ser tan buen padre para Cross como buena madre había sido Nalene para Claudia, y convirtió a Cross en hombre a su imagen y semejanza.

A Cross le encantaba el funcionamiento del hotel Xanadú, la manipulación de los clientes y la lucha contra los artistas de la estafa. Sentía un moderado apetito por las chicas de los espectáculos pero Pippi pensaba que no tenía que comparar las aficiones de su hijo con las suyas. Al final Pippi tomó la decisión de incorporar a Cross a la familia. Creía en las palabras que a menudo repetía el Don. Lo más importante en la vida es ganarse el pan.

Pippi convirtió a Cross en socio suyo de la Agencia de Cobros. Lo llevaba al hotel Xanadu a cenar con Gronevelt y se ingeniaba de mil maneras para que Gronevelt se interesara en el bienestar de su hijo. Convirtió a Cross en uno de los cuatro mejores jugadores de golf de la localidad, y lo fogueaba con los más importantes jugadores en Xanadu, emparejándolo siempre con los del equipo contrario. A los diecisiete años, Cross tenía esa virtud especial del jugador marrullero de golf que siempre se crece en el hoyo en el que apuestas son más altas. Cross y su compañero de equipo solían ganar. Pippi aceptaba las derrotas con espíritu deportivo, pues aunque le costaran dinero, le servían para granjearse el aprecio de su hijo.

Viajaba con Cross a Nueva York para asistir a los acontecimientos sociales de la familia Clericuzio, durante las vacaciones; y sobre todo el día de la fiesta nacional del Cuatro de Julio que la familia Clericuzio celebraba con gran fervor patriótico. También lo llevaba a bodas y entierros. A fin de cuentas Cross era un primo hermano de la familia, y por sus venas corría la sangre de Don Clericuzio.

Cuando Pippi efectuaba su incursión semanal por las mesas del Xanadu para ganarse su comisión de ocho mil dólares semanales con la ayuda de su banquero especial; Cross se sentaba a observar. Pippi le había enseñado los porcentajes de todas las modalidades de juego. Le había enseñado también el manejo de los fondos destinados al juego, a no jugar jamás cuando estuviera indispuesto, a no jugar más de dos horas diarias, a no jugar más de tres días a la semana, a no hacer jamás elevadas puestas cuando tuviera una mala racha, y a jugar con moderado entusiasmo cuando tuviera una buena racha.

A Pippi le parecía natural que un padre mostrara a su hijo las fealdades del mundo real. En su calidad de socio de menor antigüedad de la Agencia de Cobros, convenía que Cross adquiriera tales conocimientos. A veces los cobros no eran tan inocuos como Pippi le había dicho a Nalene.

En algunos de los cobros más difíciles, Cross no había dado la menor muestra de aversión. Era todavía demasiado joven y guapo como para inspirar temor, pero su cuerpo parecía lo bastante fuerte como para cumplir cualquier orden que Pippi pudiera darle.

Al final, para poner a prueba a su hijo, Pippi le encomendó un caso especialmente duro en el que no se podría utilizar la fuerza sino tan sólo la persuasión. El hecho de que Pippi enviara a Cross ya era de por sí una señal de buena voluntad hacia el deudor, y significaba que no se le apremiaría para que pagara con urgencia. El deudor, un pequeño bruglione mafioso del extremo norte de California, debía cien mil dólares al Xanadu. No era un asunto lo bastante importante como para echar mano del nombre de los Clericuzio y convenía resolverlo a un nivel inferior, con guante de terciopelo más que con puño de hierro.

Cross pilló al barón de la Mafia en un mal momento. El hombre apellidado Falco, escuchó sus explicaciones y después sacó inesperadamente una pistola y se la acercó a la garganta.

—Una palabra más y te atravieso las amígdalas —dijo Falco.

Para su gran sorpresa, Cross no se atemorizó.

—Dejémoslo en cincuenta mil —dijo—. ¿No querrás matar por cincuenta mil cochinos dólares, verdad? A mi padre no le causaría mucha gracia.

—¿Y quién es tu padre? —preguntó Falco sin dejar de apuntarle con el arma.

—Pippi de Lena —contestó Cross—, y lo malo es que será él quien me pegue un tiro por haberte rebajado la deuda a cincuenta de los grandes.

—Falco soltó una carcajada y se guardó la pistola.

—De acuerdo, diles que les pagaré la próxima vez que vaya a Las Vegas.

—Llámame cuando llegues —le dijo Cross—, para garantizar tu entrada gratuita de cliente de la casa.

Falco, que había reconocido el nombre de Pippi dentro de Cross, sintió algo que lo indujo a no cumplir su propósito. También le llamaron la atención la valentía, la frialdad de su reacción, el pequeño comentario jocoso. Todo aquello le hacía sospechar que la muerte del joven sería vengada por sus amigos. A pesar del éxito, el incidente indujo a Cross a ir armado y a llevar guarda espaldas en sus futuras operaciones de cobro.

Pippi quiso celebrar el valor de su hijo yéndose con él de vacaciones al Xanadu. Gronevelt puso a su disposición dos espléndidas suites y le entregó a Cross una bolsa de fichas negras.

Por aquel entonces Gronevelt tenía ochenta años y el cabello completamente blanco; pero su estatura era impresionante su cuerpo seguía conservando el vigor y la flexibilidad de antaño. Además tenía ciertos dotes pedagógicas y se complacía en instruir a Cross, en el momento de entregarle la bolsa de fichas negras.

—Como no puedes ganar, las recuperaré —dijo—. Y ahora, escúchame bien. Mi hotel tiene otras distracciones. Un espléndido camp0 de golf. Vienen jugadores del Japón sólo para poder usarlo. Tiene restaurantes de alta cocina y maravillosos espectáculos de chicas nuestro teatro, con los astros más grandes del cine y de la canción. Tenemos pistas de tenis y piscinas. Una excursión especial en la que sobrevuela el Gran Cañón del Colorado. Todo gratis. Así que no hay excusa para que pierdas los cinco mil dólares que llevas en esta bolsa. No pierdas la cabeza.

Durante los tres días de vacaciones, Cross siguió el consejo de Gronevelt. Cada mañana jugaba al golf con Gronevelt, su padre y los mejores clientes del hotel. Las apuestas eran siempre considerables, pero nunca escandalosas. Gronevelt observó con visible complacencia que Cross jugaba mejor que nunca cuando las apuestas llegaban al máximo.

—Nervios de acero, nervios de acero —le dijo a Pippi con admiración.

—Desde muy pequeño —contestó Pippi; asintiendo con la cabeza.

Pero lo que más le gustaba a Gronevelt del chico era su sentido común, su inteligencia y su capacidad para hacer lo más apropiado sin necesidad de que nadie se lo dijera. La última mañana de las vacaciones, el acaudalado cliente que jugaba con ellos estaba de muy mal humor, y con razón. Era un jugador experto y empedernido, un rico propietario de una cadena de establecimientos porno que la víspera había perdido casi quinientos mil dólares. Pero lo que más le fastidiaba no era el dinero en sí sino el hecho de haber perdido el control en medio de una racha de mala suerte, y haber tratado de remontarla. El típico error del jugador novato.

Aquella mañana, cuando Gronevelt propuso una moderada apuesta de cincuenta dólares por hoyo, el hombre contestó en tono despectivo:

—Alfred, con lo que te me llevaste anoche, te podrías permitir jugar mil dólares por hoyo.

Alfred se ofendió. Su partido de golf a primera hora de la mañana era un acontecimiento social. El hecho de relacionarlo con el negocio del hotel era una grosería. Pero con su habitual elegancia replicó:

—Faltaría más. Te cederé incluso a Pippi como compañero. Yo jugaré con Cross.

Jugaron. El magnate del porno salió muy bien. Pippi también. Y Gronevelt también. El único que falló fue Cross. Jugó el peor partido de golf de su vida. Golpeó mal la pelota, la hizo caer en los bunkers, la lanzó al pequeño estanque (construido en el desierto de Nevada con gran dificultad y a un coste muy alto) y se derrumbó por completo cuando hizo un putt. El magnate del porno ganó cinco mil dólares e insistió, con el orgullo recuperado, en compartir el desayuno con ellos.

—Lo siento, le he decepcionado, señor Gronevelt.

—Algún día —dijo Gronevelt mirándole con cara muy seria—. Con el permiso de tu padre, tendrás que venir a trabajar para mí.

A lo largo de los años, Cross había estado observando muy cerca las relaciones entre su padre y Gronevelt. Ambos eran muy amigos, cenaban juntos una vez a la semana, y Pippi siempre ponía de un modo muy visible todas las cuestiones a la consideración de Gronevelt, cosa que no hacía ni siquiera con los Clericuzio. Gronevelt, por su parte, no parecía temer a Pippi, pero ponía a su disposición todos los privilegios del Xanadu. Además, el joven había observado que su padre ganaba ocho mil dólares semanales en el hotel. No tardó en establecer una conexión. Los Clericuzio y Alfred Gronevelt eran socios del hotel Xanadu.

Cross se dio cuenta de que Gronevelt mostraba un especial interés por él y le hacía objeto de especiales muestras de consideración. Prueba de ello había sido el regalo de las fichas negras durante sus tres días de vacaciones, además de otros muchos detalles. Cross disfrutaba de entrada gratuita para él y sus amigos. Cuando el joven terminó sus estudios secundarios, Gronevelt le regaló un descapotable de una línea de automóviles barata, y cuando cumplió los diecisiete, lo empezó a presentar a las chicas del espectáculo con visibles muestras de afecto para que éstas le tuvieran respeto. Cross ya sabía desde hacía mucho tiempo que, a pesar de su edad, Gronevelt invitaba a menudo a alguna mujer a cenar a su suite del último piso del hotel. A juzgar por los chismes contaban las chicas, el viejo era un partido fabuloso. Nunca había mantenido unas relaciones amorosas serias con ninguna pero era tan extraordinariamente generoso con sus regalos que las chicas sentían en su presencia una especie de temor y reverencia. Cualquier mujer que disfrutara de su favor durante un tiempo se hacía rica.

Una vez en el transcurso de una de aquellas charlas entre profesor y alumno en que Gronevelt le explicaba los entretelones de la dirección de un gran hotel casino como el Xanadu, Cross se atrevió a hacerle una pregunta sobre las mujeres dentro del código de las relaciones con los empleados. Gronevelt lo miró sonriendo.

—Yo dejo las relaciones con las coristas al director de espectáculos. A las otras las trato exactamente igual que si fueran hombres. Pero si me pides un consejo sobre la vida amorosa, te diré lo siguiente. En la mayoría de los casos, un hombre inteligente y razonable no tiene nada que temer de las mujeres, pero debes guardarte de dos cosas. La primera y más peligrosa una damisela en apuros. La segunda una mujer más ambiciosa que tú. No vayas a pensar que soy un hombre insensible, podría hacerle la misma reflexión a una mujer, pero eso no viene a cuento ahora. Yo he tenido suerte porque he amado el Xanadu más que cualquier otra cosa de este mundo, aunque debo decirte que lamento no tener ningún hijo.

—Parece que vive usted una existencia perfecta —dijo Cross.

—¿Tú crees? —replicó Gronevelt—. Pero he pagado un precio.

En la mansión de Quogue, Cross provocó una gran conmoción entre las mujeres de la familia Clericuzio. A los veinte años, el joven estaba en la plenitud de su virilidad, era apuesto, fuerte, distinguido y sorprendentemente galante para su edad. Algunos miembros de la familia hicieron algunos comentarios no del todo exentos de campesina malicia siciliana en el sentido de que gracias a Dios que se parecía a su madre y no a su padre.

El Domingo de Pascua, mientras más de cien parientes celebraban la Resurrección, su primo Dante proporcionaba a Cross la última pieza que le faltaba del rompecabezas sobre su padre.

En el vasto jardín cerrado de la mansión de la familia, Cross vio a una hermosa muchacha rodeada por un grupo de jóvenes. Observó además que su padre, antes de acercarse al bufé para tomar un plato de salchichas a la parrilla, se detenía para hacer un amable comentario a los muchachos que acompañaban a la chica; y que ésta se apartaba visiblemente de él. Por regla general, las mujeres apreciaban a Pippi y se sentían atraídas por su fealdad, su buen humor y su simpatía.

Dante también había observado la escena.

—Preciosa chica —dijo sonriendo—. Vamos a saludarla. Hizo las presentaciones.

—Lila —dijo—, te presento a mi primo Cross.

Lila tenía su misma edad, pero aun no estaba plenamente desarrollada como mujer y conservaba la belleza ligeramente imperfecta de la adolescencia. Tenía el cabello del color de la miel, y su piel resplandecía como si estuviera iluminada por una luz interior, pero su boca era demasiado vulnerable, como si aún no estuviera totalmente formada. Llevaba un jersey blanco de lana de angora que confería un tono dorado a su piel. Cross se enamoró de ella en el momento, pero cuando intentó decirle algo, ella no le hizo caso. Buscó refugio en un grupo de mujeres maduras sentadas alrededor de otra mesa.

Cross le comentó tímidamente a Dante:

—Me parece que no le ha gustado la pinta que tengo.

Dante lo miró con una maliciosa sonrisa en los labios. Dante se había convertido en un interesante joven de enorme vitalidad; recias facciones y mirada penetrante. Tenía el típico cabello negro de los Clericuzio, recogido bajo un curioso gorro estilo renacentista. Era tan bajito que no debía de medir más de metro y cincuenta y algo, aunque tenía una gran seguridad en sí mismo, quizá porque era el preferido del viejo Don. La malicia lo acompañaba dondequiera que fuera. Le dijo a Cross:

—Se llama Anacosta de apellido.

Cross recordaba el apellido. Un año atrás la familia Anacosta había sufrido una gran tragedia. El cabeza de familia y su hijo mayor habían muerto tiroteados en una habitación de hotel de Miami. Dante miró a Cross, esperando su reacción. Cross mantuvo su semblante impasible.

—¿Y qué? —replicó.

—Tú trabajas para tu padre, ¿no? —le preguntó Dante.

—Pues claro —contestó Cross.

—¿Y pretendes salir con Lila? Tú no estás bien de la cabeza —dijo Dante riéndose.

Cross comprendió que la situación era peligrosa y guardó silencio.

—¿Acaso no sabes a qué se dedica tu padre? —prosiguió diciendo Dante.

—Cobra dinero —dijo Cross. Dante sacudió la cabeza.

—No es posible que no lo sepas. Tu papi liquida gente por cuenta de la familia. Es el Martillo número uno.

Cross tuvo la sensación de que todos los misterios de su vida se desvelaban de golpe. De repente todo estuvo muy claro. La aversión de su madre hacia su padre, el respeto de que era objeto Pippi por parte de sus amigos y de la familia Clericuzio, las misteriosas desapariciones de su padre durante varias semanas seguidas, el arma que éste siempre llevaba consigo, los pequeños comentarios jocosos cuyo significado él no captaba. Recordó el juicio por asesinato de su padre, borrado de sus recuerdos infantiles de una forma muy curiosa, y la noche en que su padre tomó su mano entre las suyas. De pronto se sintió invadido por un repentino sentimiento de afecto y experimentó el deseo de proteger a su padre, ahora que estaba tan desnudo y vulnerable.

Pero en medio de todo aquel torbellino sintió una terrible cólera contra Dante por haberse atrevido a decirle la verdad.

—Pues no, no lo sé —contestó—. Y tú tampoco lo sabes. Nadie lo sabe. Y además te vas a la mierda, hijo de puta, estuvo a punto de añadir, pero se limitó a mirar con una afectuosa sonrisa a Dante y le preguntó:

—¿De dónde coño has sacado esa mierda de gorro?

Virginio Ballazzo estaba organizando el juego de la caza del huevo de Pascua con toda la gracia de un payaso nato. Reunió en torno a sí a los niños, hermosas flores disfrazadas de Pascua, con los delicados rostros pintados en forma de pétalos, la piel parecida a una cáscara de huevo, los gorros adornados con cintas de color de rosa, y las mejillas arreboladas por la emoción. Les entregó a cada uno un cesto de paja, les dio un cariñoso beso y les gritó: ¡ya!

Los niños se dispersaron en todas direcciones.

Virginio Ballazzo estaba hecho un brazo de mar, con su traje confeccionado en Londres, sus zapatos comprados en Italia, su camisa hecha en Francia y su cabello cortado en un Michelangelo de Manhattan. La vida había sido benévola con Virginio, y lo había bendecido con una hija casi tan guapa como aquellos niños.

Lucille, llamada Ceil, tenía dieciocho años y aquel día estaba actuando como ayudante de su padre. Mientras repartía los cestos entre los niños, los hombres presentes en la fiesta silbaron por lo bajo, admirando su belleza. Vestía pantalones cortos y una blusa blanca con el cuello desabrochado. Su piel era morena, con un fondo color crema. Llevaba el cabello negro recogido alrededor de la cabeza a modo de corona y parecía una reina forjada por la salud, la juventud y la auténtica felicidad que muchas veces no es más que una simple consecuencia del buen humor.

Por el rabillo del ojo la joven vio a Cross y a Dante discutiendo y se dio cuenta de que Cross acababa de recibir un duro golpe, pues tenía la boca torcida en una mueca de desagrado.

Con el último cesto colgado del brazo, se acercó al lugar donde se encontraban Cross y Dante.

—¿Quién de vosotros quiere ir a la caza de huevos? —les preguntó, alargando el cesto hacia ellos con una sonrisa rebosante de buen humor.

Los dos jóvenes la miraron con aturdida admiración. Jamás habían visto un ser tan bello y tan lleno de vida. La luz de las últimas horas de la mañana le doraba la piel, y sus ojos centelleaban de felicidad. La blusa blanca parecía hincharse tentadoramente a pesar de su virginal pureza, y sus redondos muslos eran tan blancos como la leche.

Justo en aquel momento, una de las niñas se puso a gritar y los dos se volvieron a mirarla. Acababa de encontrar un huevo tan grande como una bola de jugar a los bolos, pintado en vivos colores rojos y azules. La niña intentaba colocarlo en su cesto, con el sombrero de paja torcido sobre la cabeza y los ojos enormemente abiertos de asombro y determinación, pero el huevo se rompió, de su interior escapó volando un pajarillo. Entonces la niña lanzó un grito de decepción.

Petie cruzó corriendo el jardín y la tomó en brazos para consolarla Había sido una de sus habituales bromas pesadas, y todos le estaban riendo la gracia.

La niña se encasquetó cuidadosamente el sombrero.

Me has engañado le gritó con su frágil vocecita, soltándole una bofetada.

Los invitados se partieron de risa mientras la niña escapó corriendo de Petie y éste le pedía perdón con voz suplicante. Después Petie la volvió a tomar en brazos y le ofreció una joya en forma de huevo de Pascua, colgada de una cadena de oro. La niña lo cogió y le estampó un beso en la mejilla.

Ceil tomó a Cross de la mano y lo acompañó a la pista de tenis a unos cien metros de la mansión. Cuando llegaron, para poder disfrutar de un poco de intimidad, se sentaron en la cabaña de la paredes cuyo lado abierto miraba hacia la parte contraria al jardín donde se estaba celebrando la fiesta.

Dante los vio alejarse, con un profundo sentimiento de humillación. Sabía muy bien que Cross era más guapo que él y se sentía despreciado, aunque por otra parte se enorgullecía de tener un primo tan atractivo. Para su asombro descubrió que aún sostenía el cesto en la mano, y encogiéndose de hombros se incorporó a la caza de huevos. En el interior de la cabaña de la pista de tenis, Ceil cogió el rostro de Cross entre sus manos y le dio un beso en la boca. Fueron unos besos muy tiernos. Sin embargo, cuando él trató de, introducir la mano en su blusa, ella lo apartó.

—Quería besarte desde que teníamos diez años —le dijo con una radiante sonrisa en los labios—. Y hoy me ha parecido un día ideal.

Excitado por sus besos, Cross se limitó a preguntarle:

—¿Por qué?

—Porque tienes una belleza perfecta —contestó Ceil—. Nada es incorrecto en un día como éste. —La joven entrelazó sus dedos con los suyos—. ¿No te parece que tenemos unas familias maravillosas? —dijo—. ¿Por qué te quedaste a vivir con tu padre?

—Las cosas salieron así —contestó Cross.

—Y te acabas de pelear con Dante, ¿verdad? —le preguntó Ceil—. Es un pelmazo.

—Dante no es mal chico —dijo Cross—. Estábamos bromeando. Le gusta gastar bromas pesadas, como a mi tío Petie.

—Dante es muy bruto —dijo Ceil, sujetando las manos de Cross y sin dejar de besarle—. Mi padre gana un montón de dinero, va a comprar una casa en Kentucky y un Rolls-Royce 1920. Ahora ya tiene tres coches antiguos y piensa comprar caballos en Kentucky. ¿Qué estupendo, verdad? ¿Por qué no vienes mañana a ver los coches? A ti siempre te ha gustado la comida de mi madre.

—Mañana tengo que regresar a Las Vegas —contestó Cross—. Ahora trabajo en el Xanadu.

Ceil tiró de su mano.

—Odio Las Vegas —dijo—. Es una ciudad repugnante.

—Pues a mí me parece fabulosa —replicó Cross sonriendo—. ¿Cómo puedes odiarla si nunca has estado allí?

—Porque allí la gente derrocha el dinero que tanto le ha costado ganar —contestó Ceil con toda la indignación propia de una joven juiciosa—. Gracias a Dios que mi padre no juega. Y no digamos nada de todas aquellas coristas tan vulgares.

Cross soltó una carcajada.

—De eso yo no sé nada —dijo—. Yo sólo me ocupo del campo de golf. Nunca he visto el interior del casino.

Ceil comprendió que le estaba tomando el pelo, pero, aun así, le preguntó:

—Si te invito a visitarme en mi college, ¿irás a verme?

—Pues claro —contestó Cross.

En aquel juego era más experto que ella, y su ingenuidad, su manera de cogerle las manos y su ignorancia sobre su padre y los verdaderos propósitos de la familia, le inspiraban una profunda ternura. Se dio cuenta de que Ceil sólo estaba haciendo una pequeña prueba experimental, impulsada por la belleza de aquel día de primavera y la jubilosa explosión de feminidad de su cuerpo. Sus dulces y castos besos le llegaron al alma.

—Será mejor que volvamos a la fiesta —dijo.

Juntos regresaron a los festejos del jardín cogidos de la mano, Virginio, el padre de Ceil, fue el primero en verlos. Juntó el índice de una mano con el de la otra y les dijo jovialmente:

—Vergüenza, vergüenza.

Después los abrazó. Fue un día que Cross siempre recordaría no sólo por la inocencia de todos aquellos niños vestidos de blanco purísimo para anunciar la Resurrección, sino también porque fue la vez en que finalmente pudo averiguar quién era su padre.

Cuando Pippi y Cross regresaron a Las Vegas, las cosas ya habían cambiado entre uno y otro. Pippi debió de comprender que el secreto ya se había desvelado e hizo objeto a su hijo de toda suerte de atenciones y muestras de afecto. Cross se sorprendió levemente de que no hubieran cambiado sus sentimientos hacia su padre y de que le siguiera queriendo como antes. No podía imaginar una vida sin su padre, sin la familia Clericuzio, sin Gronevelt y sin el hotel Xanadu. Aquélla era la vida que él tenía que llevar, y no le desagradaba. Pero sentía dentro de sí una cierta impaciencia. Tenía que dar otro paso.