La roja mata de cabello de Boz Skannet brillaba bajo el sol amarillo limón de la primavera californiana, y su cuerpo musculoso y de carnes prietas vibraba ante la inminencia de la gran batalla. Todo su ser se encendía de emoción al pensar que su hazaña sería contemplada por más de mil millones de personas de todo el mundo.

Boz guardaba en la cinturilla elástica de sus pantalones de tenis una pequeña pistola oculta por la chaqueta con cremallera que le llegaba hasta la entrepierna. Una chaqueta blanca estampada con un dibujo de rojos relámpagos verticales. Un pañuelo rojo a topos azules le ceñía la frente y le sujetaba el cabello.

En la mano derecha sostenía una enorme botella plateada de agua de Evian. Boz Skannet encajaba perfectamente con el mundo del espectáculo en el que estaba a punto de entrar.

Aquel mundo era una inmensa multitud congregada delante del Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles, una multitud que aguardaba la llegada de los astros cinematográficos para asistir a la ceremonia de entrega de los premios de la Academia. El público se apretujaba en una tribuna especialmente levantada para la ocasión, y la calle propiamente dicha estaba llena de cámaras de televisión y de reporteros que enviarían las imágenes del esperado acontecimiento a todo el mundo. Aquella noche la gente vería a las grandes estrellas del cine en carne y hueso, despojadas de sus míticas pieles artificiales, sometidas a los triunfos y fracasos de la vida real.

Unos guardias de seguridad uniformados, con unas relucientes porras de color marrón impecablemente guardadas en sus fundas, habían formado un cordón para mantener a raya al público.

Boz Skannet no estaba preocupado por su presencia. Él era más alto, más rápido y más fuerte que ellos, y además contaba con el factor sorpresa. Le inspiraban más recelo los reporteros y cámaras de televisión que marcaban intrépidamente el territorio en afán por cerrar el paso a las celebridades; aunque estarían más interesados en grabar que en prevenir.

Una limusina de color blanco se acercó a la entrada del Pabellón, y Boz Skannet vio a Athena Aquitane, la mujer más bella del mundo. Mientras ésta descendía del vehículo, la multitud se apretujó contra las barreras, llamándola a gritos por su nombre. Las cámaras la rodearon y transmitieron su belleza a los más apartados rincones de la Tierra. Ella saludó con la mano.

Boz saltó por encima de la valla de la tribuna, corrió en zigzag a través de las barreras de la circulación y vio la consabida escena de las camisas marrones de los guardias de seguridad convergiendo en un punto. No estaban situados en el ángulo adecuado. Se deslizó por delante de ellos con la misma facilidad con que años atrás se deslizaba por delante de los defensas en el campo de fútbol, y llegó justo en el preciso instante. Athena estaba hablando por el micrófono, con la cabeza ladeada para mostrar su perfil más favorable a las cámaras. Tres hombres permanecían de pie a su lado. Skannet se aseguró de que la cámara lo estuviera enfocando, y entonces arrojó el líquido de la botella contra el rostro de Athena.

—¡Ahí va un poco de ácido, perra! —le gritó. Después miró directamente a la cámara con semblante sereno, majestuoso y tranquilo.

—Se lo tiene merecido —añadió.

Inmediatamente se vio envuelto por una marea de hombres con camisas marrones y las porras en ristre y cayó de rodillas al suelo.

Athena Aquitane le había visto la cara en el último momento, había oído su grito al girar la cabeza y el líquido le había alcanzado la mejilla y la oreja.

Mil millones de personas lo vieron todo en la pantalla del televisor. El encantador rostro de Athena, el líquido plateado sobre su mejilla, el sobresalto, el horror y la señal de reconocimiento al ver a su agresor; una mirada tan auténticamente aterrorizada que por un segundo destruyó toda su soberana belleza.

Mil millones de personas de todo el mundo vieron que la policía se llevaba a Boz Skannet a rastras. Boz Skannet parecía una estrella de cine cuando levantó las manos esposadas saludando con el signo de la victoria antes de desplomarse en el suelo a consecuencia del golpe seco y devastador que un enfurecido oficial de la policía le propinó en los riñones al descubrir la pistola que guardaba en la cinturilla del pantalón.

Athena Aquitane, todavía aturdida por la impresión, se secó automáticamente el líquido de la mejilla con la mano. No sentía el más mínimo escozor. Las gotas de líquido de su mano empezaron a disolverse. La gente se arremolinó a su alrededor para protegerla y sacarla de allí.

Ella se soltó y dijo tranquilamente:

—Sólo es agua. —Se lamió las gotas de la mano para asegurarse de que efectivamente así era. Después trató de sonreír—. Típico de mi marido añadió.

Haciendo gala del extraordinario valor que la había convertido en una leyenda, Athena entró rápidamente en el Dorothy Chandler Pavilion. Cuando ganó el Oscar a la mejor actriz, el público, puesto en pie, le tributó una interminable salva de aplausos.

En la refrigerada suite del último piso del hotel casino Xanadu de Las Vegas se estaba muriendo el propietario del establecimiento, un hombre de ochenta y cinco años, pero aquel día primaveral creyó escuchar el rumor que provenía de dieciséis pisos más abajo de una bolita de marfil pasando a través de las casillas rojas y negras de las ruedas de la ruleta, el distante oleaje de los jugadores dirigiendo roncas súplicas a los dados del cubilete, y el zumbido de millares de máquinas tragaperras devorando plateadas monedas.

Alfred Gronevelt era todo lo feliz que podía ser un hombre en la hora de la muerte. Se había pasado casi noventa años ganándose ilegalmente la vida como proxeneta aficionado, jugador, cómplice de asesinatos, sobornador de políticos y severo pero bondadoso amo y señor del hotel casino Xanadu. Por temor a ser traicionado, jamás en su vida había amado plenamente a nadie, aunque había sido generoso con mucha gente. No se arrepentía de nada. Ahora sólo aspiraba a disfrutar de los pequeños placeres que aún le quedaban en la vida, como por ejemplo su recorrido de aquella tarde por todo el casino.

Croccifixio Cross de Lena, su mano derecha durante los últimos cinco años, entró en el dormitorio y le preguntó:

—¿Preparado, Alfred?

Gronevelt lo miró, sonriente, y asintió con la cabeza.

Cross lo sentó en la silla de ruedas, la enfermera lo cubrió con unas mantas y un sirviente se situó detrás de la silla para empujar. La enfermera le entregó a Cross una cajita de píldoras y abrió la puerta del último piso. Ella se quedaría allí. Gronevelt no podía soportar su presencia durante sus excursiones vespertinas.

La silla de ruedas se deslizó suavemente por el verde césped artificial del jardín de la última planta del edificio y entró en el ascensor ultrarrápido especial que bajaba al casino situado dieciséis pisos más abajo.

Desde su silla, con la espalda muy erguida, Gronevelt miró derecha e izquierda. Era su mayor placer, contemplar a los hombres y mujeres que batallaban contra él, sabiendo que la ventaja siempre estaba de su parte. La silla de ruedas efectuó un pausado recorrido por la zona del blackjack y la ruleta, el foso del bacará y la jungla de las mesas de craps. Los jugadores apenas prestaban atención al anciano de la silla de ruedas, a sus ojos siempre alerta a la absorta sonrisa de su esquelético rostro. Los jugadores en silla de ruedas eran un espectáculo habitual en Las Vegas. Creían que el destino estaba en deuda con ellos por su mala suerte.

La silla entró finalmente en la cafetería restaurante. El sirviente los acompañó a su reservado y se retiró a otra mesa, donde esperaría la señal para marcharse.

A través de la pared de cristal, Gronevelt veía la enorme piscina, el agua azul calentada por el ardiente sol de Nevada y toda una serie de mujeres jóvenes con sus hijos pequeños, constelando la superficie como si fueran juguetes multicolores. Experimentó una fugaz oleada de placer al pensar que todo aquello era obra suya.

—Come algo, Alfred —le dijo Cross de Lena.

Gronevelt lo miró sonriente. Le gustaba el físico de Cross. Su apostura atraía tanto a hombres como a mujeres y era una de las pocas personas en quienes Gronevelt casi se había atrevido a confiar a lo largo de su vida.

—Me encanta este negocio —dijo Gronevelt—. Cross, tú heredarás mi participación en el hotel y sé que tendrás que vértelas con nuestros socios de Nueva York, pero nunca dejes el Xanadu.

Cross le dio al viejo una palmada en la mano, todo cartílago bajo la piel.

—Nunca lo dejaré —dijo.

Gronevelt sintió que la luz del sol le penetraba en la sangre a través de la pared de cristal.

—Cross —dijo—, te lo he enseñado todo. Hemos hecho cosas muy duras, francamente duras. Nunca mires hacia atrás. Tú sabes que los porcentajes funcionan de distintas maneras. Procura hacer todas las buenas obras que puedas, eso también es rentable. No te estoy hablando del amor ni del odio. Son cuotas de porcentajes muy perjudiciales.

Tomaron café juntos. Gronevelt sólo comió un pastelillo de hojaldre. Cross se bebió un zumo de naranja para acompañar el café.

—Otra cosa —añadió Gronevelt—. Nunca le cedas una villa a nadie que no reporta a la casa unas ganancias de un millón de dólares. Nunca lo olvides. Las villas son una leyenda. Son muy importantes.

Cross le dio a Gronevelt una palmada en la mano y después se la cubrió con la suya. Su afecto era sincero. En cierto modo amaba a Gronevelt más que a su padre.

—No te preocupes —dijo—. Las villas son sagradas. ¿Alguna otra cosa?

Gronevelt tenía los ojos empañados. Las cataratas, habían apagado su fuego de antaño.

—Ten cuidado —dijo—. Ten siempre mucho cuidado.

—Lo tendré —dijo Cross.

Después, para distraer la atención del anciano de su inminente muerte, añadió:

—¿Cuándo me vas a contar la gran guerra contra los Santadio? Tú trabajaste con ellos. Nadie habla jamás de eso.

Gronevelt lanzó un suspiro de viejo, casi un murmullo sin apenas emoción.

—Sé que ya no queda mucho tiempo —dijo—, pero todavía no te lo puedo contar. Pregúntaselo a tu padre.

—Se lo he preguntado a Pippi —dijo Cross—, pero no quiere hablar. Ningún Clericuzio quiere decir nada. Incluso traté de sonsacarle algo a tía Rose Marie pero no hubo manera, y eso que me quiere mucho a pesar del odio que siente por mi padre. Otro misterio.

—El pasado es pasado —dijo Gronevelt—. Nunca vuelvas atrás, ni para buscar pretextos ni para buscar justificaciones o felicidad. Eres lo que eres y el mundo es lo que es.

De vuelta en la última planta, la enfermera le dio a Gronevelt su baño vespertino y le tomó las constantes vitales. Al verla fruncir el ceño, Gronevelt le dijo:

—Es sólo una cuestión de porcentajes.

Aquella noche el anciano tuvo un sueño muy agitado, y al rayar el alba le pidió a la enfermera que lo llevara a la terraza. La enfermera lo sentó en la enorme silla y lo cubrió con unas mantas. Después se acomodó a su lado y le tomó la mano para controlarle el pulso. Cuando fue a retirar la mano, Gronevelt se la retuvo. Ella se lo permitió, y ambos contemplaron la salida del sol sobre el desierto.

La roja bola del sol convirtió el color negro azulado del aire en anaranjado oscuro. Gronevelt vio las pistas de tenis, el campo de golf, la piscina y las siete villas fulgurando como el palacio de Versalles, todas con las banderas del hotel Xanadu ondeando al viento, el verde campo con sus palomas blancas y, más allá, el desierto de arena interminable.

“Yo he creado todo eso pensó Gronevelt. Construí templos del placer en un erial y me forjé una vida feliz, de la nada. He procurado ser todo lo bueno que se puede ser en este mundo. ¿Debo ser juzgado?” Regresó con la mente a su infancia, cuando él y sus compañeros, filósofos de catorce años, hablaban de Dios y de los valores morales, como solían hacer los chicos por aquel entonces.

—Si pudierais ganar un millón de dólares apretando un botón y matando a un millón de chinos —dijo su amigo, mirándoles con aire de triunfo, como si les hubiera planteado un gran enigma moral de imposible solución—, ¿lo haríais?

Tras un prolongado debate, todos llegaron a la conclusión de que no. Todos menos Gronevelt.

Ahora pensó que no se había equivocado, no por los éxitos de su vida sino porque aquel gran enigma ni siquiera se podía plantear. Ya no era un dilema. Sólo se podía plantear de una manera. Pulsaríais un botón para matar a un millón de chinos (¿y por qué chinos, por cierto?) ¿por mil dólares? Ésa era ahora la cuestión.

La luz del sol estaba tiñendo la tierra de carmesí, y Gronevelt apretó la mano de la enfermera para no perder el equilibrio. Miraba directamente al sol porque sus cataratas eran como un escudo. Pensó medio adormilado en ciertas mujeres a las que había conocido y amado, y en ciertas acciones que había emprendido. Pensó también en los hombres a los que había tenido que derrotar sin piedad y en la clemencia que a veces había mostrado. Cross era como un hijo para él. Le compadecía y compadecía a todos los Santadio y los Clericuzio, y se alegraba de poder dejar todo aquello. Al fin y al cabo, ¿era mejor vivir una existencia feliz o una existencia conforme a los valores morales? y ¿tenía uno que ser chino para poder decidirlo?

Esta última confusión destrozó por entero su mente. La enfermera notó que la mano del anciano se iba enfriando poco a poco y que los músculos se contraían. Se inclinó hacia delante para controlar las constantes vitales. No cabía duda de que ya se había ido.

Cross de Lena, el heredero y sucesor, organizó el solemne funeral. Tendrían que comunicar la noticia e invitar a todas las celebridades de Las Vegas los grandes jugadores, las amigas de Gronevelt y el personal del hotel. Alfred Gronevelt había sido el genio indiscutible del juego en Las Vegas.

Había aportado fondos para la construcción, de iglesias de todas las creencias pues, tal como a menudo decía, la gente que cree en la religión y el juego se merece una recompensa por su fe. Había prohibido la construcción de barriadas humildes, pero había levantado magníficos hospitales y escuelas. Siempre aseguraba que lo hacía en su propio interés. Despreciaba Atlantic City, donde bajo los auspicios del Estado se embolsaban todo el dinero y no hacían nada para mejorar la infraestructura social.

Gronevelt había abierto, el camino, convenciendo al público de que el juego no era un sórdido vicio sino una fuente de diversión para la clase media, tan normal como el golf o el béisbol. Había convertido el juego en una industria respetable en Estados Unidos. Todo Las Vegas querría rendirle homenaje.

Cross apartó a un lado sus emociones personales. Experimentaba una profunda sensación de pérdida pues durante toda su vida se había sentido unido al difunto por un sincero vínculo de afecto y ahora era propietario del cincuenta por ciento del hotel Xanadu y valorado en más de quinientos millones de dólares.

Sabía que su vida tendría que cambiar. Al ser tan rico y poderoso correría más peligro. El hecho de ser socio de Don Clericuzio y su familia en una gigantesca empresa haría que sus relaciones con ellos fueran más delicadas.

La primera llamada que hizo Cross fue a Quogue, donde habló con Giorgio, quien le dio ciertas instrucciones. Le dijo que nadie de la familia asistiría al entierro a excepción de Pippi.

Por otra parte, Dante saldría en el primer vuelo para completar la misión que ya habían discutido anteriormente pero no asistiría al funeral. No hizo la menor mención al hecho de que ahora Cross fuera el propietario de la mitad del hotel.

Encontró un mensaje de su hermana Claudia, pero le contestó la centralita cuando llamó. Otro mensaje era de Ernest Vail. Le caía bien Vail y tenía anotada una deuda de cincuenta mil dólares en sus marcadores, pero Vail tendría que esperar hasta después del entierro.

Había otro mensaje de su padre Pippi, que había sido amigo de toda la vida de Gronevelt, y cuyo consejo necesitaba para encauzar su vida en el futuro. ¿Cuál sería la reacción de su padre ante su nueva situación y su recién adquirida riqueza? Sería un problema tan peliagudo como el de los Clericuzio, los cuales tendrían que adaptarse al hecho de que su bruglione del Oeste se hubiera convertido de pronto en un personaje rico y poderoso por derecho propio.

Cross no dudaba de que el Don sería justo con él, y daba por sentado que su padre lo apoyaría. Pero ¿cómo reaccionarían los hijos del Don, Giorgio, Vincent y Petie, y su nieto Dante? Él y Dante eran enemigos desde el día en que los habían bautizado juntos en la capilla privada del Don, y tal circunstancia se había convertido en una broma habitual dentro de la familia.

Ahora Dante viajaría a Las Vegas para cargarse a Big Tim, o Buscavidas. Cross estaba un poco disgustado porque sentía un perverso cariño por Big Tim, pero su destino lo había decidido el Don en persona. Cross estaba preocupado por la forma en que Dani cumpliría su misión.

El funeral de Alfred Gronevelt fue el más impresionante que jamás se hubiese visto en Las Vegas, un auténtico tributo a su genialidad. Su cuerpo yacía con gran pompa en la iglesia protestante construida con su dinero y en la que el arquitecto había combinado la grandeza de las catedrales europeas con los pardos muros inclinados propios de la cultura nativa norteamericana. Haciendo gala del célebre sentido práctico de Las Vegas, el templo disponía de un aparcamiento decorado con elementos nativos norteamericanos en lugar de temas religiosos europeos.

El coro que cantó las alabanzas del Señor y encomendó a Gronevelt a la misericordia divina pertenecía a la universidad, a la que éste había financiado tres cátedras de Letras.

Centenares de universitarios que se habían licenciado gracias a las becas fundadas por Gronevelt lloraban sinceramente su muerte. Entre los asistentes figuraban muchos jugadores que habían perdido verdaderas fortunas en favor del hotel y que ahora parecían alegrarse en cierto modo de haber triunfado al final sobre Gronevelt. Muchas mujeres solas, algunas de ellas de mediana edad, lloraban en silencio. También había representantes de las iglesias católicas y de la sinagoga judía, que él había contribuido a construir.

Cerrar el casino hubiera sido una medida totalmente contraria a todo aquello en lo que Gronevelt creía, pero asistieron los directores y los crupieres que no trabajaban en el turno de día. Incluso hicieron acto de presencia algunos de los beneficiarios de las villas, a quienes Cross y Pippi hicieron objeto de especiales muestras de respeto.

Walter Wavven, el gobernador del estado de Nevada, asistió al funeral escoltado por el alcalde. El Strip fue acordonado para que la larga procesión de limusinas negras y asistentes a pie, encabezada por el plateado coche fúnebre, pudiera acompañar los restos mortales hasta el cementerio y Alfred Gronevelt pudiera inspeccionar por última vez el mundo que él había creado.

Aquella noche los visitantes de Las Vegas le rindieron el tributo que él más hubiera apreciado. Jugaron con un frenesí que estableció un nuevo récord de ganancias para la casa, salvo la Nochebuena, por supuesto. En señal de respeto, el dinero fue enterrado junto al cadáver.

Al término de aquella jornada, Cross de Lena se preparó para iniciar su nueva vida.

Aquella noche, sola en su casa de la playa de la Colonia Malibú, Athena Aquitane trató de tomar una decisión. La brisa del océano que penetraba a través de la puerta abierta le provocó un estremecimiento mientras permanecía sentada en el sofá, pensando.

Es difícil imaginar cómo era en su infancia una estrella de cine mundialmente famosa. Es difícil imaginar el proceso de transformación hasta convertirse en mujer. El carisma de las estrellas del cine es tan poderoso que parece como si sus imágenes adultas de héroes o beldades sin par hubiera brotado de golpe de la cabeza de Zeus. Ellos nunca mojaban la cama, nunca habían padecido acné, nunca habían tenido una cara inicialmente fea, nunca habían sufrido la timidez de los adolescentes poco agraciados, nunca se masturbaban, nunca habían suplicado amor y nunca habían estado a merced del destino.

Ahora era por tanto muy difícil, incluso para Athena Aquitane, recordar a semejante persona.

Athena se consideraba una de las criaturas más afortunadas que jamás hubieran nacido en este mundo. Lo había tenido todo sin el menor esfuerzo. Tenía un padre maravilloso y una madre que había sabido reconocer y cultivar sus cualidades. Aunque sus padres adoraban su belleza física, habían hecho todo lo posible por educar su mente. Su padre la instruyó en la práctica de los deportes, y su madre en la literatura y el arte. No recordaba ni una sola ocasión de su infancia en que se hubiera sentido desdichada, hasta los diecisiete años, cuando se enamoró.

Se enamoró de Boz Skannet, que le llevaba cuatro años y era una estrella del fútbol regional en el centro universitario donde estudiaba. La familia de Boz era propietaria del banco más importante de Tejas. Boz era casi tan guapo como Athena, y además era divertido y encantador y estaba loco por ella. Sus cuerpos perfectos se atraían como imanes, las terminaciones nerviosas experimentaban descargas de alta tensión y la carne era toda seda y miel. Entraron en un cielo especial y se casaron para asegurarse la felicidad eterna.

Athena quedó embarazada a los pocos meses, pero gracias a la exquisita perfección de su cuerpo engordó muy poco, nunca sufrió mareos y le encantaba la idea de tener un hijo. Siguió por tanto yendo a clase, estudiando arte dramático y jugando al golf y al tenis. Boz le ganaba al tenis, pero ella lo derrotaba sin el menor esfuerzo en el golf.

Boz empezó a trabajar en el banco de su padre. Tras el nacimiento del bebé, una niña a la que puso el nombre de Bethany, Athena siguió yendo a clase pues Boz tenía dinero más que suficiente para pagarle una niñera y una criada. El matrimonio aumentó el ansia de saber de Athena, que leía vorazmente todo tipo de libros y muy especialmente obras de teatro. Le encantaba Pirandello, Strindberg la ponía muy triste y Tennessee Williams la hacía llorar. Rebosaba de vitalidad y su inteligencia enmarcaba su físico, confiriéndole una dignidad que raras veces acompaña a la belleza. No era de extrañar que muchos hombres tanto jóvenes como ancianos se enamoraran de ella. Los amigos de Boz Skannet le envidiaban su suerte.

Boz Skannet comentaba en broma que su mujer era como un Rolls-Royce que tuviera que dejar aparcado todas las noches en la calle.

Era lo bastante inteligente como para comprender que su mujer estaba destinada a cosas más grandes, y estaba convencido de que era extraordinaria. También veía con toda claridad que estaba destinado a perderla, como había perdido sus propios sueños. Aunque había podido demostrar su valor en una guerra, sabía que era valiente y que poseía encanto y buena presencia, pero nada en especial. Tampoco le interesaba amasar una gran fortuna.

Estaba celoso de las cualidades de Athena y de la certeza que ésta tenía del lugar que ocupaba en el mundo.

Boz Skannet decidió por tanto ir al encuentro de su destino. Empezó a beber y a seducir a las esposas de sus compañeros, puso en marcha unas transacciones un tanto sospechosas en el banco de su padre. Estaba tan orgulloso de su astucia como puede estarlo cualquier hombre que acaba de adquirir una nueva habilidad y la utilizaba para disimular el creciente odio que sentía por su mujer. ¿Acaso no era heroico odiar a un ser tan hermoso y perfecto como Athena?

Boz Skannet gozaba de una salud de hierro a pesar de las juergas que se corría. Se aferraba a ella con ansia. Hacía ejercicio en el gimnasio y tomaba lecciones de boxeo. Le encantaba el carácter eminentemente físico del cuadrilátero, donde podía descargar el puño contra un rostro humano, la habilidad de pasar de un jab corto a un gancho, y el estoicismo con que los púgiles recibían el castigo. Le encantaba la caza y el hecho de matar a las piezas. Él disfrutaba seduciendo a las mujeres ingenuas y le encantaba la esquemática simplicidad de los idilios amorosos. Con su recién descubierta astucia, buscó un medio para salir de la situación. Él y Athi tendrían más hijos. Cuatro, cinco, seis. Eso los volvería a unir e impediría que ella se le pudiera escapar. Pero para entonces Athena había adivinado sus intenciones y le dijo que no. Y le dijo algo más:

—Si quieres hijos, tenlos con las otras mujeres con quien follas.

Era la primera vez que utilizaba un lenguaje tan vulgar. Boz se sorprendió de que estuviera al corriente de sus infidelidades pues no se había tomado la molestia de ocultarlas. En realidad la astucia consistía en eso. Sería él quien la rechazara a ella, no ella quien lo abandonara a él.

Athena veía lo que le estaba ocurriendo a Boz, pero era demasiado joven y se hallaba demasiado ocupada con su propia vida como para prestarle la necesaria atención. Sólo cuando Boz empezó a maltratarla descubrió, a sus veinte años, la acerada fuerza de su carácter y su incapacidad para soportar la estupidez.

Boz Skannet empezó a entregarse a los juegos de ingenio que suelen utilizar los hombres que odian a las mujeres, y Athena llegó a pensar que se estaba volviendo loco.

Siempre recogía la ropa en la lavandería al volver a casa del trabajo pues solía decir: Cariño, tu tiempo vale más que el mío. Tú tienes tus clases especiales de música y teatro, además del trabajo de la tesis. Se lo decía pensando que la naturalidad de su tono de voz impediría que ella detectara su resentido reproche.

Un día Boz regresó a casa con los brazos cargados de vestidos mientras ella se estaba bañando. Contempló su dorado cabello, su blanca piel y sus redondos pechos y nalgas cubiertos de jabonosa espuma.

—¿Te gustaría que arrojara toda esta mierda aquí dentro de la bañera, contigo? —le dijo con voz pastosa.

Pero en lugar de hacerlo, colgó los vestidos en el armario, la ayudó a salir de la bañera y la secó con unas suaves toallas de color de rosa. Después hizo el amor con ella. Unas cuantas semanas más tarde se repitió la escena, pero esa vez arrojó la ropa al agua.

Una noche, durante la cena, la amenazó con romper todos los platos, pero no lo hizo. Una semana más tarde destrozó todo lo que había en la cocina. Después, siempre pedía perdón e intentaba hacer el amor. Pero ahora Athena lo rechazaba y dormían en habitaciones separadas.

Otra noche, durante la cena, Boz levantó el puño y le dijo: Tienes una cara demasiado perfecta. Si te rompiera la nariz, a lo mejor tendría más personalidad, como la de Marlon Brando.

Athena corrió a la cocina y él fue tras ella. Estaba tan asustada que cogió un cuchillo. Boz se echó a reír y le dijo:

—Eso es justo lo que no puedes hacer.

Y estaba en lo cierto. Le arrebató el cuchillo sin ninguna dificultad.

—Sólo era una broma. Tu único defecto es que no tienes sentido del humor.

A sus veinte años, Athena hubiera podido recurrir a sus padres y pedirles ayuda, pero no lo hizo ni tampoco les contó nada a sus amigos. En lugar de eso reflexionó cuidadosamente sobre lo que iba a hacer y confió en su inteligencia. Comprendió que jamás terminaría sus estudios universitarios porque la situación era demasiado peligrosa. Sabía que las autoridades no podrían protegerla. Consideró brevemente la posibilidad de emprender una campaña para conseguir que Boz la amara de nuevo y volviera a ser el mismo de antes, pero la aversión física que le inspiraba era tan grande que ni siquiera podía soportar la idea de que la tocara, y sabía que jamás podría ofrecerle una simulación convincente del amor, aunque recurriera a sus dotes teatrales.

Al final Boz hizo algo que la obligó a tomar una determinación precipitada y le hizo comprender la necesidad de marcharse, a pesar de que no tuvo nada que ver con ella sino con Bethany.

Boz tenía por costumbre jugar con su hija de un año, lanzándola al aire y haciendo como que no podía atraparla, aunque en último momento siempre alargaba el brazo. Pero una vez la dejó caer sobre el sofá, al parecer por accidente. Al final, un día dejó caer deliberadamente a la niña al suelo. Athena soltó un grito horrorizado y se apresuró a cogerla en brazos para consolarla. Permaneció despierta toda la noche sentada al lado de la cuna de la niña para asegurarse de que no le había ocurrido nada. Bethany tenía un enorme chichón en la cabeza. Boz pidió perdón, con los ojos llenos de lágrimas, y prometió no volver a gastar nunca más aquellas bromas, pero Athena ya había tomado una decisión y adoptó las disposiciones necesarias.

Al día siguiente canceló su cuenta corriente y libreta de ahorros. Después hizo unos complicados planes de viaje para que nadie pudiera seguir sus movimientos. Dos días más tarde, cuando Boz regresó a casa del trabajo, ella y la niña habían desaparecido.

Seis meses más tarde Athena apareció en Los Ángeles sin niña e inició su carrera. Encontró sin dificultad un agente del medio y empezó a trabajar en pequeñas compañías teatrales. Tras interpretar el papel principal de una obra en el Mark Taper Forur, consiguió algunos papeles secundarios en películas de serie B y finalmente fue elegida para un papel protagonista en una película serie A. En su siguiente película se convirtió en una estrella cotizada, y Boz Skannet entró de nuevo en su vida.

Se pasó tres años dándole dinero para quitárselo de encima pero no le sorprendió lo que hizo en la Academia. Una de sus viejas triquiñuelas. Aquello sólo había sido una broma… pero la próxima vez, la botella estaría llena de ácido.

—Se ha armado un gran revuelo en los estudios —le dijo Molly Flanders a Claudia de Lena aquella mañana—. Ha surgido un problema con Athena Aquitane. Debido a la agresión que ha sufrido durante la ceremonia de entrega de premios de la Academia, temen que no pueda seguir trabajando en la película, y Bantz quiere que vayas a los estudios. Quieren que hables con Athena.

Claudia había acudido al despacho de Molly en compañía de Ernest Vail.

—La llamaré en cuanto terminemos aquí —dijo Claudia—. Estoy segura de que no habla en serio.

Molly era una abogada del mundo del espectáculo, y en aquella ciudad donde tanto abundaban las personas temibles era también el letrado más temido de la industria del cine. Le encantaba batirse en las salas de justicia y casi siempre ganaba los pleitos porque era, una extraordinaria actriz y se conocía los entresijos de la ley mejor que nadie.

Antes de introducirse como abogada en el mundo del espectáculo había sido defensora de oficio del estado de California y había salvado a veinte asesinos de morir en la cámara de gas. Algunos de sus clientes, acusados de homicidio, habían sido condenados simplemente a unos pocos años de cárcel. Pero al final los nervios la traicionaron y decidió ejercer como abogada en el mundo del espectáculo. Solía decir que este mundo era menos sangriento y tenía unos delincuentes más divertidos.

Ahora representaba los intereses de directores cinematográficos de serie A, cotizados actores y célebres guionistas. Al día siguiente de la ceremonia de entrega de premios de la Academia, Claudia de Lena, una de sus clientas preferidas, se había presentado en su despacho. La acompañaba su coguionista de aquellos momentos, un escritor en otro tiempo famoso llamado Ernest Vail.

Claudia de Lena era íntima amiga suya desde hacía mucho tiempo, aunque una de sus peores clientas. Así pues, cuando Claudia le pidió que asumiera la defensa de los intereses de Ernest Vail, había aceptado, aunque ahora se arrepentía. Vail le había planteado un problema que ni siquiera ella podría resolver. Además era un hombre por el que no sentía la menor simpatía, cosa que no le ocurría ni siquiera con sus clientes asesinos. Esto hizo que se sintiera un poco culpable al darle la mala noticia.

—Ernest —le dijo—, he revisado todos los contratos y son absolutamente legales. De nada servirá que sigas presentando querellas contra los Estudios LoddStone. La única manera de recuperar los derechos es que la palmes antes de que expire el copyright. Eso quiere decir dentro de los próximos cinco años.

Diez años atrás, Ernest Vail había sido el más célebre novelista de Estados Unidos, aclamado por la crítica y leído por un gran número de lectores. La industria cinematográfica había explotado un personaje de una de sus novelas. Los Estudios LoddStone habían comprado los derechos y habían rodado una película de gran éxito. Una segunda y una tercera parte también habían cosechado unos enormes beneficios. Los estudios tenían en proyecto cuatro películas más. Pero por desgracia para Ernest Vail, en su primer contrato había cedido a los estudios todos los derechos de los personajes y el título de la obra en todos los planetas del universo y en todas las modalidades de entretenimiento descubiertas y por descubrir. Era el típico contrato de los novelistas que aún no saben manejarse en el mundillo del cine. Ernest Vail era un hombre de expresión perennemente amargada, y no le faltaban motivos para ello. La crítica seguía aclamando sus libros, pero el público ya no los leía. Por si fuera poco, a pesar de su talento había destruido su vida. Su mujer lo había abandonado, llevándose a sus tres hijos. Con el único de sus libros que había triunfado en versión cinematográfica se había apuntado un buen tanto inicial, pero los estudios ganaban centenares de millones de dólares a lo largo de los años.

—Explícame por qué —dijo Vail.

—Los contratos están redactados a toda prueba —contestó Molly Flanders—. Los estudios son propietarios de tus personajes. Sólo hay un resquicio. La legislación del estado relativa al copyright establece que cuando uno muere, todos los derechos de sus obras revierten en los herederos.

Vail sonrió por primera vez.

—La redención —dijo.

—¿De cuánto dinero estamos hablando? —preguntó Claudia de Lena.

—Cuando el trato es justo —contestó Molly—, del cinco por ciento de los beneficios brutos. Supongamos que ruedan otras cinco películas y que no son un desastre total. Beneficios mundiales, mil millones de dólares. Por consiguiente, estamos hablando de unos treinta o cuarenta millones de dólares.

Molly hizo una breve pausa y esbozó una sarcástica sonrisa.

—Si te murieras, yo podría negociar un trato mucho mejor para tus herederos. Les podríamos poner una pistola en la sien.

—Llama al agente de LoddStone —dijo Vail—. Quiero una reunión. Les convenceré de que si no me dan la parte que me corresponde me mato.

—No te creerán —dijo Molly Flanders.

—Pues entonces lo haré —replicó Vail.

—Procura ser razonable —le dijo Claudia de Lena—. Sólo tienes cincuenta y seis años, Ernest. Eres demasiado joven para morir por dinero. Por una causa por el bien de tu país o por amor, Vail pero no por dinero.

—Tengo que velar por los intereses de mi mujer y mis hijos —dijo Vail.

—El de tu ex mujer —puntualizó Molly Flanders—. Te has vuelto a casar dos veces desde entonces, hombre de Dios.

—Me refiero a mi verdadera mujer —dijo Vail—. La madre de mis hijos.

Molly comprendía por qué nadie le tenía simpatía en Hollywood.

—Los estudios no te van a dar lo que les pides —le dijo—. Saben que no te vas a matar y no se dejarán engañar por las artimañas de un escritor. Si fueras una estrella cotizada puede que sí, o un director de serie A. Pero jamás un escritor. Eres una pura mierda de este sector. Lo siento, Claudia.

—Ernest lo sabe y yo también lo sé. Yo, Claudia de Lena. Si todo el mundo en esta ciudad no se muriera de miedo ante una hoja de papel en blanco, se librarían totalmente de nosotros. Pero ¿de verdad no puedes hacer nada?

Molly lanzó un suspiro. Llamó a El Marrion. Tenía la suficiente influencia como para que la pusieran en contacto directo con Bobby Bantz, el presidente de los Estudios LoddStone.

Más tarde, Claudia y Vail tomaron una copa juntos en el Po Lounge.

—Qué mujer tan enorme es esa Molly —comentó Vail en tono pensativo—. Las mujeres gordas son más fáciles de seducir, y mucho más agradables en la cama que las menudas. ¿Nunca has reparado en ello?

Claudia se preguntó, y no era la primera vez, por qué razón amaba tanto a Vail. Poca gente le tenía aprecio pero a ella le había gustado mucho sus novelas y le seguían gustando.

—Eres una mierda —le dijo.

—Me refiero a que las mujeres gordas son más dulces —dijo Vail—. Te llevan el desayuno a la cama y tienen muchos detalles contigo. Detalles femeninos.

Claudia se encogió de hombros.

—Las mujeres gordas tienen muy buen corazón —prosiguió Vail—. Una me llevó a casa una noche después de una fiesta y la pobre no sabía qué hacer conmigo. Miró a su alrededor en el dormitorio, como hacía mi madre en la cocina cuando no había nada para comer y trataba de encontrar algún medio de improvisar una comida. Se preguntaba cómo demonios lo podríamos pasar bien con las pocas cosas que teníamos.

Tomaron pausadamente sus consumiciones y, como siempre, Claudia se conmovió al verlo tan desvalido.

—Tú ya sabes cómo nos conocimos Molly y yo —dijo—. Ella estaba defendiendo a un tipo que había asesinado a su novia y necesitaba un buen diálogo para que él pudiera utilizarlo en el juicio. Yo escribí la escena como si fuera el guión de una película, y su cliente consiguió una condena por homicidio. Creo que escribí el diálogo y el argumento de otros tres casos antes de que lo dejáramos.

—Aborrezco Hollywood —dijo Vail.

—Aborreces Hollywood porque los Estudios LoddStone te han estafado con tu libro —dijo Claudia.

—No sólo por eso —puntualizó Vail—. Parezco una de esas antiguas civilizaciones como la de los aztecas, los imperios chinos o los indios americanos que fueron destruidos por un pueblo dotado de una tecnología mucho más sofisticada. Soy un verdadero escritor, escribo novelas que se dirigen a la mente, y esta clase de escritura pertenece a una tecnología muy anticuada. Yo no puedo competir con las películas. Las películas tienen cámaras y decorados, tienen música y rostros estupendos. ¿Cómo puede un escritor evocar todo eso con simples palabras? y además las películas han reducido las dimensiones del campo de batalla. No tienen que conquistar el cerebro sino sólo el corazón.

—¡Una mierda! ¿Es que yo no soy una escritora? —dijo Claudia—. ¿Un guionista no es un escritor? Eso lo dices porque a ti no se te dan bien los guiones.

Vail le dio una palmada en el hombro.

—No te estoy menospreciando —le dijo—. Ni siquiera menosprecio la cinematografía como forma artística. Estoy dando simplemente una definición.

—Tienes suerte de que me gusten tus libros —dijo Claudia—. No me extraña que aquí nadie te tenga simpatía.

—No, no —dijo Vail, esbozando una afable sonrisa—. No, es que no me tengan simpatía. Me desprecian, simplemente; cuando muera y mis herederos recuperen los derechos de mis personajes, me respetarán.

—No hablas en serio —dijo Claudia.

—Claro que hablo en serio. La perspectiva es muy tentadora. El suicidio. ¿Crees que es políticamente incorrecto en estos momentos?

—¡Mierda! —exclamó Claudia, rodeando con su brazo el cuello de Vail—. El combate acaba de empezar. Si puedo hablar con ellos y conseguir que siga en la película, estoy segura de que escucharán cuando les pida la parte que te corresponde.

—De acuerdo. —Vail la miró sonriendo.

—No hay prisa. Tardaré por lo menos seis meses en buscar un medio de acabar conmigo. Odio la violencia.

Claudia tuvo la repentina sensación de que Vail hablaba en serio y sintió pánico ante su posible muerte. No lo amaba, aunque por un tiempo fueron amantes. Ni siquiera le tenía cariño. Le dolía pensar que los hermosos libros que había escrito tuvieran menos importancia que el dinero, y que su arte fuera derrotado por un enemigo tan despreciable como el dinero.

—Si las cosas se ponen feas —le dijo, presa del pánico—, iremos a Las Vegas a ver a mi hermano Cross. Él te aprecia.

Ernest Vail soltó una carcajada.

—No me aprecia tanto como para eso.

—Tiene buen corazón. Conozco a mi hermano.

—No, no lo conoces —dijo Vail.

Athena regresó a casa desde el Dorothy Chandler Pavilion la noche de la entrega de los premios de la Academia y se fue directamente a la cama sin celebrarlo. Se pasó horas y horas dando vueltas sin poder dormir. Todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión, y todas las células de su mente se encontraban en estado de alerta. No permitiré que lo vuelva a hacer, pensó. Otra vez, no. No volveré a vivir sumida en el terror.

Se preparó una taza de té e intentó tomar un sorbo, pero al percibir el leve temblor de su mano perdió la paciencia y salió a la terraza para contemplar el oscuro cielo nocturno. Permaneció varias horas allí aunque no consiguió calmar los aterrorizados latidos de su corazón.

Se puso unos pantalones cortos blancos y unas zapatillas de tenis, y cuando el rojo sol empezó a asomar por el horizonte echó a correr. Corrió cada vez más rápido por la playa, procurando no apartarse de la dura arena mojada y seguir la línea costera mientras el agua fría le mojaba los pies. Tenía que aclararse las ideas. No podía permitir que Boz la derrotara. Había luchado mucho, y durante mucho tiempo. Y él la mataría, de eso no le cabía la menor duda, pero primero jugaría con ella, la atormentaría y al final la desfiguraría, pensando que de esta manera la podría recuperar. Sintió la furia golpeando en su garganta como si fuera un tambor, y después el azote del frío viento rociándole el rostro con el agua del océano. No, se juró de nuevo. ¡No!

Pensó en los estudios. Estarían desesperados y la amenazarían, pero no estaban preocupados por ella sino por el dinero. Pensó en su amiga Claudia y en la gran oportunidad que la película podía suponer para ella. Se entristeció y pensó en todos los demás, pero no podía permitirse el lujo de la compasión. Boz estaba loco, y las personas que no estaban locas intentarían razonar con él. Boz era lo bastante listo como para hacerles creer que podían ganar, pero ella sabía que no. No correría el riesgo. No podía permitirse el lujo de correr aquel riesgo.

Cuando llegó a las grandes rocas negras que marcaban el final de la playa norte estaba completamente exhausta. Se sentó, tratando de calmar los violentos latidos de su corazón. Levantó los ojos al oír el graznido de las gaviotas que descendían casi en picada y parecían deslizarse sobre el agua. Se le llenaron los ojos de lágrimas pero se sobrepuso con determinación y se tragó el nudo que se le había hecho en la garganta. Por primera vez en mucho tiempo pensó que ojalá sus padres no estuvieran tan lejos. Se sentía en parte como una niña desamparada y deseaba desesperadamente correr a casa en busca de seguridad, de alguien que la rodeara con sus brazos, y arreglarlo todo.

Después sonrió para sus adentros y recordó, con la boca torcida en una mueca de amargura, los tiempos en que lo creía realmente posible. Ahora todo el mundo la amaba, la admiraba y la adoraba… pero en realidad se sentía más vacía y solitaria de lo que se hubiera podido sentir cualquier ser humano. A veces, cuando se cruzaba por la calle con alguna mujer acompañada de su marido y sus hijos, una mujer de esas que vivía una existencia normal, sentía un anhelo casi insoportable. ¡Yabita!, se dijo. Piénsalo bien. De ti depende. Traza un plan y ponlo en práctica. No es sólo tu vida la que depende de ti…

Ya era media mañana cuando regresó a casa, y lo hizo con la cabeza bien alta y los ojos mirando fijamente hacia delante. Sabía qué tenía que hacer.

Boz Skannet permaneció detenido toda la noche. Cuando lo pusieron en libertad, su abogado convocó una rueda de prensa. Skannet declaró a los periodistas que estaba casado con Athena Aquitane, aunque llevaba diez años sin verla, y que lo que había hecho era simplemente una broma. El líquido era sólo agua. Predijo que Athena no presentaría ninguna denuncia contra él, insinuando que conocía un terrible secreto sobre ella. En eso tuvo razón. No se presentó ninguna denuncia.

Aquel día Athena Aquitane comunicó a los Estudios LoddStone, que en aquellos momentos estaban rodando una de las películas más caras de toda la historia del cine, su intención de no seguir trabajando con ellos. Temía por su vida, después de la agresión que había sufrido.

La película, una epopeya histórica titulada Mesalina, no se podría terminar sin ella. Los cincuenta millones de dólares ya invertidos se perderían totalmente. La decisión significaba también que ningún estudio importante se atrevería jamás a incluir a Athena Aquitane en una película.

Los Estudios LoddStone hicieron público un comunicado explicando que la estrella sufría una grave crisis nerviosa, pero que en cuestión de un mes se recuperaría y se podría reanudar el rodaje.

Los Estudios LoddStone eran la fábrica de películas más poderosa de Hollywood, pero la negativa de Athena Aquitane a reanudar el trabajo significaba una traición muy costosa. Parecía un poco extraño que una simple actriz de talento pudiera descargar un golpe tan devastador, pero Mesalina era la locomotora de la temporada navideña de los estudios, la gran superproducción que arrastraría en pos de sí todas las restantes producciones de los estudios durante el largo y crudo período invernal.

Aquel domingo se iba a celebrar la fiesta benéfica anual del Festival de la Fraternidad en la residencia de Beverly Hills de Elí Marrion, principal accionista y presidente de los Estudios LoddStone.

La lujosa mansión de Elí Marrion, al fondo de los cañones que se elevaban por encima de Beverly Hills, era un impresionante edificio de veinte estancias cuya principal originalidad era el hecho de no tener más que un solo dormitorio. A Elí Marrion no le gustaba que nadie durmiera en su casa. Había bungalows para invitados, por supuesto, dos pistas de tenis y una enorme piscina. Seis de las estancias estaban dedicadas a su importante colección de pintura.

Quinientas destacadas personalidades de Hollywood habían sido invitadas a la fiesta benéfica, a mil dólares por persona. En el jardín había unas carpas para las mesas del bufé y para la pista de baile, una orquesta y varios bares. Pero el acceso a la casa propiamente dicha estaba prohibido. Se habían instalado unos sanitarios portátiles en unas carpas de ingenioso diseño y alegres colores.

La mansión, las pistas de tenis, la piscina y los bungalows de invitados estaban acordonados y vigilados por guardias de seguridad.

El ámbito de la fiesta se limitaba al jardín. Ninguno de los invitados se lo tomó a mal pues Elí Marrion era un personaje demasiado encumbrado como para que alguien pudiera ofenderse.

Sin embargo, mientras los invitados se divertían en el jardín, bailaban y se contaban chismes durante las tres horas de rigor, Elí Marrion permaneció encerrado en la enorme sala de reuniones de la mansión con un grupo de personas más interesadas en la terminación del rodaje de la película Mesalina que en la fiesta.

Elí Marrion dominaba la escena. Tenía ochenta años, pero tan bien disimulados que no aparentaba más de sesenta. Su cabello gris estaba pulcramente cortado y teñido de plata, su traje oscuro le ensanchaba los hombros, añadía carne a sus huesos y aislaba sus piernas, delgadas como palillos. Unos zapatos color caoba lo anclaban al suelo. La camisa blanca estaba atravesada verticalmente por una corbata rosa que confería un poco de arrebol a la grisácea palidez de su rostro. Su dominio en los Estudios LoddStone sólo era absoluto cuando él quería que lo fuera pues algunas veces consideraba más prudente permitir que los simples mortales ejercieran libremente su voluntad.

La negativa de Athena Aquitane a terminar la película en curso era un problema lo bastante grave como para exigir la intervención de Marrion. Mesalina, una producción de cien millones de dólares, la locomotora de los estudios, con los derechos extranjeros ya vendidos para cubrir los costes, vídeo, televisión y cable incluidos, era un inmenso tesoro que estaba a punto de hundirse como un viejo galeón español de imposible rescate.

Había además el problema de Athena. A sus treinta años, la actriz era una fulgurante estrella que ya tenía firmado otro contrato con los Estudios LoddStone para una nueva superproducción. Un verdadero talento de valor incalculable. Marrion adoraba el talento.

Pero el talento era tan peligroso como la dinamita y había que controlarlo. Y eso se hacía con amor, con las formas más abyectas de adulación, inundando a las estrellas de bienes terrenales, convirtiéndose uno en su padre, su madre, su hermano, su hermana e incluso su amante. Ningún sacrificio era demasiado grande, pero llegaba un momento en que uno no podía ser débil y tenía incluso que ser despiadado.

Y ahora varias personas se habían reunido en aquella estancia para obligar a Elí Marrion a actuar. Bobby Bantz, Skippy Deere, Melo Stuart y Dita Toniffley.

Elí Marrion, sentado entre ellos en aquella conocida sala de reuniones en cuyas paredes colgaban cuadros valorados en veinte millones de dólares aparte el medio millón que debían de costar las mesas, sillas y alfombras, copas y jarras de cristal, sintió que los huesos se le desintegraban por dentro. Cada día se asombraba más de lo difícil que resultaba presentarse ante el mundo como la todopoderosa figura que aparentaba ser.

Las mañanas ya no eran placenteras; afeitarse, hacerse el nudo de la corbata o abrocharse los botones de la camisa constituían unas tareas fatigosas. Y lo más peligroso era la debilidad mental que se manifestaba en forma de compasión hacia las personas menos poderosas que él. Ahora utilizaba más que antes a Bobby Bantz y le había otorgado más poder. A fin de cuentas, Bobby tenía treinta años menos que él y era su mejor y más leal amigo desde hacía mucho tiempo.

Bantz era el presidente y máximo ejecutivo de los estudios. Durante más de treinta años había sido el esbirro de Elí Marrion, y en el transcurso de aquel largo período de tiempo habían estado tan estrechamente unidos como un padre y un hijo. Eran tal para cual. Elí Marrion, pasados los setenta, se había vuelto demasiado tierno y sentimental como para hacer las cosas que no había más remedio que hacer.

Era Bantz quien se encargaba de asumir los cortes artísticos sugeridos por los directores cinematográficos para hacerlos aceptables al público. Era él quien discutía los porcentajes de los directores, actores y guionistas y quien los obligaba a presentar querellas para cobrar lo acordado o conformarse con menos. Era él quien negociaba los contratos más difíciles con los grandes actores, y sobre todo con los guionistas.

Bantz se negaba incluso a hacerles la habitual adulación a los guionistas. Cierto que en principio era muy necesario un guión, pero Bantz creía que lo más decisivo eran los actores del reparto. El Star Power lo llamaban, el poder de las estrellas. Los directores eran importantes porque lo podían dejar a uno en pelotas, y la desbordante energía de los productores, que no les andaban a la zaga en lo tocante al dinero, era absolutamente necesaria para poner en marcha las películas.

Pero ¿qué decir de los guionistas? Lo único que tenían que hacer era trazar el esquema inicial sobre una hoja de papel. Después se contrataba a otras doce personas para que lo desarrollaran.

El productor daba forma a la trama, y el director se inventaba el negocio (a veces una película totalmente distinta), y las estrellas hacían inspiradas aportaciones a los diálogos. Finalmente intervenía el equipo creativo de los estudios, que en unos largos memorándums cuidadosamente elaborados hacía sugerencias a los guionistas, insinuaba ideas y confeccionaba listas de deseos. Bantz había visto muchas películas que una vez terminadas no contenían ni una sola palabra o un solo diálogo de los guiones iniciales de los destacados guionistas cinematográficos que habían cobrado un millón de dólares por ellos.

¿Por qué sería que siempre tenían tantos problemas? ¿Por qué eran tan desdichados? La gente que iba en pos del dinero más que del arte tenía sin duda unas carreras más largas, vivían unas existencias más placenteras y era más valiosa desde el punto de vista social que los artistas que se esforzaban en mostrar la chispa divina que encerraban los seres humanos. Lástima que no se pudiera hacer una película sobre todo aquello. El dinero era más curativo que el arte y el amor, pero el público jamás se tragaría eso.

Bobby Bantz los había reunido a todos, apartándolos de la fiesta que se estaba celebrando en el jardín de la mansión. Entre ellos, el único talento era la directora de Mesalina, una cuadra de cinco directores de clase A, no altamente cotizados, y una actriz también muy cotizada, Athena, lo cual significaba que contaba con tres personas que podían garantizarle luz verde para cualquier empresa. Aun así no era prudente hacer enfadar a Marrion. Stuart había alcanzado el poder precisamente porque había sabido evitar semejantes peligros. No cabía duda de que la situación se prestaba a un buen atraco, pero mejor no hacerlo. Era uno de aquellos insólitos momentos en que la honradez podía resultar más rentable. Stuart era un hombre muy poderoso en el mundillo cinematográfico. No tenía por qué lamerle el trasero a Marrion. Controlaba una cuadra de cinco directores de clase A, no altamente cotizados pero sí muy valiosos, dos actores muy cotizados y una actriz también muy cotizada, Athena, lo cual significaba que contaba con tres personas que podían garantizarle luz verde para cualquier película. Aun así no era prudente hacer enfadar a Marrion. Stuart había alcanzado el poder precisamente porque había sabido evitar semejantes peligros. No cabía duda de que la situación se prestaba a un buen atraco, pero mejor no hacerlo. Era uno de aquellos insólitos momentos en que la honradez podía resultar más rentable.

La mejor cualidad de Melo Suart era la sinceridad. Creía sinceramente en lo que vendía y había creído en el talento de Athena. Diez años atrás, cuando era una desconocida. Ahora seguía creyendo en ella. Pero ¿y si pudiera hacerla cambiar de idea y llevarla de nuevo ante las cámaras? Era evidente que algo se tendría que pagar a cambio, y no se podía descartar en absoluto tal posibilidad. No se trata de dinero —contestó Melo Stuart con vehemencia, conmovido por su propia sinceridad—. Aunque le ofrecierais un millón más, Athena no volvería. Tenéis que resolver el problema de este presunto marido tanto tiempo ausente.

Se hizo un profundo silencio. Todos se pusieron en guardia. Se había mencionado una suma de dinero. ¿Sería una brecha inicial?

—Ella no aceptará dinero —dijo Skippy Deere.

Dita Tommey se encogió de hombros. No se creía ni una sola palabra de lo que estaba diciendo Stuart, pero el dinero no saldría de su bolsillo. Bantz se limitó a mirar con rabia mal contenida a Stuart, quien seguía mirando fríamente a Marrion.

Marrion había interpretado correctamente el comentario de Stuart. Athena no regresará por dinero. Los actores de talento nunca actuaban movidos por semejantes consideraciones. Decidió dar por terminada la reunión.

—Melo —dijo—, explícale cuidadosamente a tu clienta que si no regresa dentro de un mes, los estudios, abandonarán la película, y asumirán las pérdidas. A continuación interpondremos una querella y perderá todo lo que tiene. Y que no olvide que después jamás podrá volver a trabajar para los más importantes estudios norteamericanos. Mirando con una sonrisa a los hombres reunidos en torno a la mesa, añadió:

—Que demonios, sólo son cincuenta millones.

Todos comprendieron que hablaba en serio. Había perdido la paciencia. Dita Tommey se llevó un gran susto porque consideraba aquella película la más importante que había dirigido en su vida.

Era algo así como su bebé. Si triunfaba, se convertiría en una directora de máxima cotización. Bastaría su visto bueno para que se diera luz verde a cualquier proyecto.

—Que Claudia de Lena hable con ella —apuntó, presa del pánico—. Es una de sus mejores amigas.

Los hombres presentes en la estancia se sorprendieron de que Dita Tommey incluyera a una guionista en una discusión de tan alto nivel y de que una gran estrella como Athena pudiera aceptar el consejo de una simple guionista como Claudia de Lena, por muy buena que ésta fuera.

—No sé qué es peor —dijo despectivamente Bantz—, que una estrella folle con alguien por debajo de su categoría o que sea amiga de una guionista.

Al oír sus palabras, Marrion volvió a perder la paciencia.

—Bobby, todo eso no viene al caso en una discusión de negocios. Que Claudia hable con ella, pero resolvamos este asunto de la manera que sea. Tenemos otras películas que hacer.

Sin embargo, al día siguiente, los Estudios LoddStone recibieron un cheque por valor de cinco millones de dólares. Lo enviaba Athena Aquitane. Devolvía el anticipo que había cobrado por Mesalina.

Ahora el asunto estaba en manos de los abogados.

En sólo veinte años, Andrew Pollard había convertido la empresa Pacific Ocean Security en la agencia de seguridad más prestigiosa de la Costa Oeste. Había empezado en una suite de hotel y ahora era propietario de un edificio de cuatro plantas en Santa Mónica, con un cuartel general integrado por más de cincuenta personas en nómina, quinientos investigadores y guardias con contrato de colaboradores independientes, más una reserva flotante que trabajaba para él durante una buena parte del año.

La Pacific Ocean Security prestaba sus servicios a los muy ricos y famosos. Protegía con personal armado y dispositivos electrónicos las residencias de los magnates cinematográficos. Proporcionaba guardaespaldas a los actores y los productores. Facilitaba personal uniformado para controlar a la multitud en los grandes acontecimientos de masas tales como la ceremonia de entrega de Premios de la Academia, y efectuaba tareas de investigación en asuntos delicados como por ejemplo la prestación de servicios de contraespionaje para evitar la acción de posibles chantajistas.

Andrew Pollard se había hecho célebre porque era muy riguroso con los detalles. Instalaba en los terrenos de las casas de sus acaudalados clientes letreros de Respuesta Armada, que se encendían de noche con una roja explosión de luz, y colocaba patrullas en los barrios de las mansiones amuralladas. Elegía cuidadosamente a los miembros del personal y pagaba sueldos lo bastante altos como para que estos vivieran permanentemente preocupados por la posibilidad de ser despedidos. Podía permitirse el lujo de ser generoso. Sus clientes eran las personas más ricas del país y pagaban conforme a sus ingresos. Era también lo bastante listo como para trabajar en estrecha colaboración con el Departamento de Policía de Los Ángeles, y era colega profesional del legendario detective Jini Losey, el cual era casi un dios para los soldados rasos. Pero por encima de todo, contaba con el respaldo de la familia Clericuzio.

Quince años atrás, cuando aún era un joven oficial de policía un poco descuidado, había caído en las redes de la Unidad de Asuntos Internos del Departamento de Policía de Nueva York. Fue un pequeño soborno casi imposible de evitar, aunque se mantuvo firme y se negó a facilitar información sobre sus superiores implicados. Los subalternos de la familia Clericuzio tomaron debida nota e inmediatamente pusieron en marcha toda una serie de actuaciones judiciales para que se ofreciera un trato a Andrew Pollard abandonar el Departamento de Policía de Nueva York a cambio de evitar la sanción.

Pollard emigró a los Ángeles con su mujer y su hijo, y la familia le facilitó dinero para que montara su empresa, la Ocean Pacific Security. Más tarde la familia dio instrucciones en el sentido de que los clientes de Pollard no deberían ser molestados, ni sus casas robadas, ni su gente secuestrada, ni sus joyas robadas y, en caso de que se robara algo por error, fuera devuelto inmediatamente. Por eso los llamativos letreros de la Respuesta Armada también exhibían el nombre de la agencia de vigilancia.

El éxito de Andrew Pollard fue casi milagroso pues las mansiones que tenía bajo su protección jamás sufrían el menor percance. Sus guardaespaldas estaban casi tan bien preparados como los hombres del FBI, razón por la cual su empresa jamás había sido denunciada por delitos cometidos por sus propios empleados, acoso sexual o abusos deshonestos a niños, cosas todas ellas bastante frecuentes en el sector de la seguridad. Se había dado algún caso aislado de intento de chantaje y algunos guardias habían vendido secretos íntimos a la prensa sensacionalista, Pero eran cosas inevitables. En conjunto, Andrew Pollard dirigía un negocio limpio y eficiente.

Su empresa tenía acceso informático, a información confidencial sobre personas de todos los estratos sociales, y era lógico que cuando la familia Clericuzio necesitara los datos, él se los proporcionase. Pollard se ganaba muy bien la vida y estaba muy agradecido a la familia. Siempre que se le presentaba algún trabajo que no podía encomendar a sus guardias, podía recurrir a la ayuda de los métodos violentos del bruglione del Oeste.