El Domingo de Ramos, un año después de la gran guerra contra los Santadio, Don Domenico Clericuzio celebró el bautismo de dos bebés de su propia sangre y tomó la decisión más trascendental de su vida. Invitó a los jefes de las familias más importantes de Norteamérica y también a Alfred Gronevelt, propietario del hotel Xanadu de Las Vegas, y a David Redfellow, creador de un vasto imperio de la droga en Estados Unidos.
Ahora Don Clericuzio, jefe de la más poderosa familia mafiosa de Norteamérica, tenía previsto abandonar ese poder, al menos oficialmente. Ya era hora de cambiar de estrategia porque el poder visible era demasiado peligroso, aunque el abandono del poder también resultaba peligroso en sí mismo. Tendría que hacerlo con la máxima benevolencia, con buena voluntad personal y en las condiciones que él mismo pusiera.
Quogue tenía una superficie de ocho hectáreas y estaba cercada por un muro de ladrillo rojo de tres metros de altura, protegido a su vez por una alambrada de espino y unos sensores electrónicos. Además de la mansión principal, la finca albergaba las residencias de sus tres hijos y veinte casitas para empleados de confianza de la familia.
Antes de la llegada de los invitados, el Don y sus hijos tomaron asiento alrededor de una blanca mesa de hierro forjado, en el jardín de plantas trepadoras de la parte posterior de la mansión. Giorgio, el mayor, tenía veintisiete años, era muy taciturno y poseía una inteligencia un tanto especial y un rostro impenetrable. El Don informó a Giorgio de que tendría que matricularse en la Escuela de Estudios Empresariales de Wharton. Allí aprendería todas las triquiñuelas necesarias para robar dinero sin rebasar el ámbito de la legalidad.
Giorgio no discutió con su padre, no merecía la pena, eran demasiado parecidos. Era un joven de elevada estatura y cuerpo tan desgarbado como el de un caballero inglés, que él adornaba con trajes confeccionados a la medida y un bigotito sobre el labio superior. Asintió con la cabeza en gesto de obediencia.
El Don se dirigió después a su sobrino Joseph de Lena, llamado Pippi. El Don amaba a Pippi, tanto como a sus hijos, pues además de los vínculos de sangre (Pippi era hijo de su difunta hermana), el joven era el gran general que había conquistado a los salvajes Santadio.
—Te irás a vivir permanentemente a Las Vegas —le dijo—. Cuidarás de nuestros intereses en el hotel Xanadu. Ahora que nuestra familia se está retirando de las operaciones, aquí no habrá demasiado trabajo. No obstante seguirás siendo el Martillo de la familia. Vio que Pippi no parecía muy contento y comprendió que tendría que darle alguna explicación. Tu mujer, Nalene, no puede vivir en el ambiente de la familia, no puede vivir en el Enclave del Bronx. Es muy diferente. Ellos no la aceptan. Tienes que construir tu vida lejos de nosotros.
Eso era cierto, aunque el Don tuviera otro motivo. Pippi era el gran héroe de la familia Clericuzio, y si seguía ocupando su puesto de alcalde del Enclave del Bronx acabaría siendo demasiado poderoso para los hijos del Don cuando éste muriera.
—Serás mi bruglione en el Oeste —le dijo a Pippi—. Te harás muy rico, aunque hay trabajo muy importante que hacer.
El Don se volvió hacia Vincent, su hijo menor, de veinticinco años. Era el más bajito de los tres, pero más sólido que una puerta de acero. Parco en palabras y con un corazón sensible. Había aprendido a cocinar todos los clásicos platos campesinos italianos en el regazo de su madre, y era el que más amargamente había llorado la prematura muerte de ésta. El Don lo miró sonriendo.
—Estoy a punto de decidir tu destino y de encaminarte por la verdadera senda —le dijo—. Inaugurarás el mejor restaurante de Nueva York. No repares en gastos. Quiero que les enseñes a los franceses en qué consiste la auténtica comida.
Pippi y los otros hijos se rieron, y hasta Vincent sonrió.
—Asistirás durante un año a la mejor escuela de cocina de Europa añadió el Don.
Vincent soltó un gruñido, a pesar de que estaba contento.
—¿Y qué me van a enseñar a mí?
El Don le miró con severidad.
—Tu repostería deja mucho que desear —dijo—. Pero tu principal propósito consistirá en aprender la gestión económica de este tipo de negocio. ¿Quién sabe?, puede que algún día llegues a ser propietario de una cadena de restaurantes. Giorgio te dará el dinero.
El Don se dirigió finalmente a Petie, su segundo hijo, el más alegre de los tres. Era un afable muchacho de apenas veintiséis años, pero el Don sabía que era la encarnación de un típico Clericuzio siciliano.
—Petie —le dijo—, ahora que Pippi se va al Oeste, tú serás el alcalde del Enclave del Bronx y te encargarás de proporcionar todos los soldados a la familia. Pero además te he comprado una empresa inmobiliaria muy grande. Rehabilitarás los rascacielos de Nueva York, construirás cuarteles para la policía estatal y pavimentarás las calles de la ciudad. El negocio está asegurado, pero yo confío en que lo conviertas en una gran empresa. Tus soldados podrán tener puestos de trabajo legales, y tú ganarás mucho dinero. Primero trabajarás como aprendiz a las órdenes del propietario. Pero recuerda que tu principal misión será proporcionar soldados a la familia y ostentar el mando.
El Don se dirigió a Giorgio.
—Giorgio —le dijo—, tú serás mi sucesor. Tú y Vinnie ya no intervendréis en esa inevitable parte de las actividades de la familia que suponen un riesgo, salvo en los casos en que ello sea estrictamente necesario. Tenemos que mirar hacia delante. Tus hijos, mis hijos y los pequeños Dante y Croccifixio jamás deberán crecer en este mundo. Somos ricos y ya no tenemos que arriesgar nuestras vidas para ganarnos el pan de cada día. Ahora nuestra familia sólo prestará asesoría financiera a las demás familias. Les ofreceremos apoyo político y mediaremos en sus disputas. Pero para poder hacerlo necesitaremos cartas con las que jugar. Necesitaremos un ejército. Deberemos proteger el dinero de todos. A cambio, ellos nos permitirán participar en las ganancias.
El Don hizo una pausa. Dentro de veinte o treinta años nos perderemos en el mundo legal y disfrutaremos de nuestra riqueza sin temor. Esos niños que hoy bautizamos nunca tendrán que cometer nuestros pecados y correr nuestros riesgos.
—Entonces, ¿por qué conservar el Enclave del Bronx? —preguntó Giorgio.
—Algún día seremos santos —le contestó el Don—, pero no mártires.
Una hora después, Don Clericuzio se encontraba en la terraza de su residencia contemplando la fiesta de abajo.
La enorme extensión de césped estaba sembrada de mesas de jardín bajo unos parasoles verdes y rectangulares a cuyo alrededor se sentaban doscientos invitados, muchos de ellos soldados del Enclave del Bronx. Los bautizos solían ser unos acontecimientos muy alegres pero los de aquel día parecían un poco apagados.
La victoria sobre los Santadio les había costado muy cara a los Clericuzio pues el Don había perdido a Silvio, el más querido de sus hijos, y su hija Rose Marie había perdido a su marido.
Ahora el Don estaba contemplando a los invitados que se apretujaban alrededor de una serie de mesas alargadas, sobre las que se habían dispuesto jarras de cristal llenas de vino tinto, relucientes soperas blancas, bandejas con pastas de todas clases, fuentes con tajadas de carne de todo tipo, lonchas de queso de distintas variedades y panes recién hechos de toda suerte de tamaños y formas. La suave música de la pequeña orquesta situada al fondo serenó su espíritu.
En el centro mismo de la zona ocupada por las mesas de jardín vio los dos cochecitos de bebé con sus mantas azules. Qué valientes habían sido los dos niños al no hacer la menor mueca en el momento de ser rociados con el agua bendita. A su lado estaban las dos madres, Rose Marie y Nalene, la mujer de Pippi. Desde la terraza, el Don distinguía los rostros de los dos niños, Dante Clericuzio y Croccifixio de Lena, no marcados todavía por la vida. Él debería cuidar de que aquellas dos criaturas jamás tuvieran que sufrir para ganarse el sustento. Si lo conseguía, los niños formarían parte de la sociedad normal. Era curioso, pensó, que ninguno de los hombres presentes en la fiesta les rindiera homenaje.
Vio a Vincent, con su habitual expresión malhumorada y su rostro más duro que el granito, dando de comer a unos chiquillos desde un carrito de perritos calientes que había construido para la fiesta. Se parecía a los que había en las calles de Nueva York, pero era más grande y tenía una sombrilla más vistosa, y además Vincent repartía comida de mejor calidad. El joven llevaba un mandil blanco impecablemente limpio, y aderezaba los perritos calientes con col amarga y mostaza, cebollas rojas y salsa picante. Vincent era el más sensible de sus hijos, a pesar de su aspecto adusto.
En la cancha de bochas vio a Petie jugando con Pippi de Lena, Virginio Ballazzo y Alfred Gronevelt. Petie tenía la mala costumbre de gastar bromas pesadas, cosa que él no se cansaba de reprocharle, pues siempre le había parecido una diversión peligrosa. En aquellos momentos Petie estaba desbaratando el juego con sus payasadas a propósito de una bocha que había volado en pedazos tras el primer golpe.
Virginio Ballazzo era el segundo comandante del Don, un alto ejecutivo de la familia Clericuzio, un hombre de talante jovial que ahora estaba simulando perseguir a Petie, quien fingía correr para escapar de él. Al Don le hizo gracia la escena. Sabía que su hijo Petie era un asesino nato, y que el juguetón Virginio Ballazzo también se había ganado cierta fama por méritos propios, aunque ninguno de los dos podía competir con su sobrino Pippi.
El Don se percató de cómo miraban a su sobrino las invitadas, excepto las dos madres, Rose Marie y Nalene. Pippi era un hombre extraordinariamente apuesto, tan alto como el propio Don, con un fuerte y vigoroso cuerpo y un rostro brutalmente atractivo. También lo miraban muchos hombres, algunos de ellos soldados de su Enclave del Bronx. Observaban su aire autoritario y la elasticidad de su cuerpo en acción. Conocían su leyenda, sabían que era el Martillo, el mejor de los hombres cualificados.
David Redfellow, un joven de rostro sonrosado, el más poderoso traficante de drogas de Norteamérica, estaba pellizcando en ese momento las mejillas de los dos niños en sus cochecitos. Alfred Gronevelt, todavía con chaqueta y corbata, participaba con visible incomodidad en aquel extraño juego. Gronevelt tenía la misma edad que el Don, casi sesenta años.
Aquel día Don Clericuzio cambiaría todas sus vidas, esperaba que para mejor.
Giorgio salió a la terraza para convocarle a la primera reunión del día. Los diez jefes de la Mafia se estaban dirigiendo en ese momento al estudio de la casa. Giorgio ya les había informado de la propuesta del Don. El bautizo era una excelente tapadera para la reunión, pero ellos no tenían ningún auténtico vínculo social con los Clericuzio, y querían marcharse cuanto antes.
El estudio de los Clericuzio era una estancia sin ventanas, decorada con pesados muebles y un minibar. Los diez hombres se sentaron con semblante sombrío alrededor de la gran mesa de reuniones de mármol oscuro. Uno a uno fueron saludando a Don Clericuzio y aguardaron en actitud expectante lo que éste les iba decir.
Don Clericuzio mandó llamar a sus dos hijos menores, Vincent y Petie, a su segundo comandante, Ballazzo, y a Pippi de Lena para que también se incorporaran a la reunión. Giorgio, frío y sarcástico, hizo un breve comentario inicial.
Don Clericuzio estudió los rostros de los hombres que tenía delante, los hombres más poderosos de la ilegal sociedad destinada a aportar soluciones a las verdaderas necesidades de la gente.
—Mi hijo Giorgio ya os ha comunicado cómo funcionará todo —dijo—. Mi proposición es la siguiente. Me retiro de todos mis negocios, a excepción del juego. Cedo mis actividades de Nueva York a mi viejo amigo Virginio Ballazzo. Él formará su propia familia y no dependerá de los Clericuzio. En el resto del país, cedo todos mis intereses en los sindicatos, el transporte, el alcohol, el tabaco y las drogas a vuestras familias. Todo mi acceso a la ley estará a vuestra disposición. A cambio pido que me permitáis gestionar vuestras ganancias. Estarán bien guardadas y a vuestra disposición. No tendréis que preocuparos por la posibilidad de que el Gobierno localice el dinero. Sólo pido por ello un cinco por ciento de comisión.
Para los diez hombres era el trato soñado, y se alegraron de que los Clericuzio hubieran decidido retirarse en lugar de seguir controlando o destruyendo sus imperios.
Vincent rodeó la mesa para servir vino a todos los presentes, y los hombres levantaron sus copas y brindaron por el retiro del Don.
Después de la ceremoniosa despedida de los jefes de la Mafia, Petie escoltó a David Redfellow al estudio, donde se sentó en un sillón de cuero delante del Don, y Vincent le sirvió una copa de vino. El Don tenía contraída una gran deuda de gratitud con David Redfellow por haberle demostrado que las autoridades legales se podían sobornar con droga.
—David —dijo Don Clericuzio—, te vas a retirar del negocio de la droga. Tengo cosas mejores para ti.
David Redfellow no protestó.
—¿Por qué ahora? —le preguntó al Don.
—El Gobierno está dedicando demasiado tiempo y esfuerzo al negocio —dijo el Don—. Tendrías que pasarte el resto de la vida con el corazón en un puño. Mi hijo Petie y sus soldados te han servido como guardaespaldas, pero eso ya no puedo permitirlo. Los colombianos son demasiado salvajes, demasiado temerarios y violentos. Que se queden ellos con el negocio de la droga. Tú te retirarás a Europa. Ya me encargaré yo de organizarte la protección allí. Podrías comprar un banco en Italia y vivir en Roma. Haremos muy buenos negocios allí.
—Estupendo —dijo David Redfellow—. No hablo italiano y no sé nada de negocios bancarios.
—Aprenderás las dos cosas —dijo Don Clericuzio—, y vivirás muy feliz en Roma. También puedes quedarte aquí si quieres, pero en tal caso no contarás con mi apoyo, y Petie ya no te protegerá la vida. Elige lo que prefieras.
—¿Quién se hará cargo de mi negocio? —preguntó Redfellow—. ¿Recibiré una compensación?
—Los colombianos se harán cargo de tu negocio —contestó el Don—. Es inevitable, así es el curso de la historia. Pero el Gobierno les hará la vida imposible. Bueno, ¿sí o no?
Redfellow lo pensó un momento y soltó una carcajada.
—Dígame cómo tengo que empezar.
—Giorgio te acompañará a Roma y te presentará a mi gente de allí —contestó el Don—, y él será tu asesor a lo largo de los años.
Redfellow se distinguía de todo el mundo no sólo por el cabello largo sino también porque lucía una sortija de brillantes y una chaqueta de dril con unos pantalones vaqueros impecablemente planchados. Por sus venas corría sangre escandinava. Era rubio, de ojos azul claro, y siempre mostraba un semblante risueño y hacía gala de un fino sentido del humor.
El Don lo abrazó.
—Gracias por escuchar mi consejo. Seguiremos siendo socios en Europa, y puedes estar seguro de que la vida te será muy grata.
Cuando David Redfellow se hubo retirado, el Don envió a Giorgio en busca de Alfred Gronevelt. En su calidad de propietario del hotel Xanadu de Las Vegas, Gronevelt había estado bajo la protección de la ya desaparecida familia Santadio.
—Señor Gronevelt —le dijo el Don—, seguirá usted regentando el hotel bajo mi protección. No debe abrigar ningún temor ni por usted ni por su propiedad. Conservará el cincuenta y uno por ciento del hotel y yo seré propietario del cuarenta y nueve restante, antes en manos de los Santadio, y estaré representado por la misma identidad jurídica. ¿Está usted de acuerdo?
Gronevelt era un hombre de gran dignidad y prestancia física, a pesar de su edad.
—Si me quedo —dijo cautelosamente—, tengo que dirigir el hotel con la misma autoridad. En caso contrario prefiero venderle mi porcentaje.
—¿Vender una mina de oro? —preguntó el Don con incredulidad—. No, no. No tema. Por encima de todo, yo soy un hombre de negocios. Si los Santadio hubieran sido más moderados, jamás hubieran ocurrido todas esas cosas tan terribles. Ahora ellos ya no existen. Pero usted y yo somos hombres razonables. Mis delegados ocuparán los puestos de los Santadio. Y Joseph de Lena, Pippi, recibirá la debida consideración. Será mi bruglione en el Oeste, con un sueldo de cien mil dólares al año, pagado por su hotel en la forma que usted estime conveniente. Si tuviera cualquier problema con alguien, acuda a él. En este negocio siempre surgen problemas.
Gronevelt, un hombre alto y delgado, parecía muy tranquilo.
—¿Por qué me dispensa este trato de favor? Usted tiene otras opciones más rentables.
—Porque es usted un genio en lo que hace —contestó Don Domenico—. Todo el mundo en Las Vegas lo dice. Y para demostrarle mi aprecio, le daré algo a cambio.
Gronevelt sonrió al oír sus palabras.
—Ya me ha dado suficiente. Mi hotel. ¿Qué otra cosa puede ser más importante?
El Don lo miró con benevolencia pues aunque siempre era un hombre muy serio, se complacía en sorprender a la gente con su poder.
—Puede usted sugerir el próximo nombramiento para la Comisión del juego de Nevada —dijo el Don—. Hay una vacante.
Por una vez en su vida, Gronevelt pareció sorprendido e incluso impresionado, pero sobre todo contento pues veía un futuro para su hotel con el que jamás había soñado.
—Si usted es capaz de hacer eso —dijo—, todos nos haremos muy ricos en los próximos años.
—Ya está hecho —dijo el Don—. Ahora ya puede ir a divertirse.
—Regresaré a Las Vegas —dijo Gronevelt—. No considero prudente que todo el mundo sepa que estoy aquí como invitado.
El Don asintió con la cabeza.
—Petie, manda que alguien acompañe en coche al señor Gronevelt a Nueva York.
Aparte del Don y sus hijos, ahora sólo quedaban en la estancia Pippi de Lena y Virginio Ballazzo. Todos estaban ligeramente aturdidos. No tenían ni idea de los planes del Don. Sólo Giorgio había sido informado.
Ballazzo era muy joven para ser un bruglione, ya que sólo le llevaba unos cuantos años a Pippi. Controlaba los sindicatos, el transporte de los grandes centros de la confección y algunas drogas. Don Domenico le dijo que a partir de aquel momento tendría que hacer sus negocios independientemente de los Clericuzio. Sólo tendría, que pagar un tributo del diez por ciento. Por lo demás, controlaría totalmente sus actividades.
Virginio Ballazzo se sintió abrumado por tanta generosidad. Generalmente era un hombre exuberante que solía manifestar su gratitud o sus quejas con vehemencia, pero ahora su gratitud era tan grande que lo único que pudo hacer fue abrazar al Don.
—De este diez por ciento reservaré la mitad para tu vejez o una posible desgracia —le dijo el Don—. Y ahora perdóname, pero la gente cambia y tiene mala memoria y el agradecimiento por los pasados gestos de generosidad se desvanece. Permíteme recordarte la necesidad de que seas cuidadoso con las cuentas. —El Don hizo una breve pausa—. Al fin y al cabo yo no soy un representante del fisco y no puedo cobrarte esos tremendos intereses y multas que ellos imponen.
Ballazzo lo comprendió. El castigo de Don Domenico era siempre rápido y seguro. Ni siquiera se enviaba un aviso. Y el castigo era siempre la muerte. A fin de cuentas, ¿de qué otra forma se podía tratar a un enemigo?
Don Clericuzio despidió a Ballazzo pero cuando acompañó a Pippi a la puerta se detuvo un instante, lo atrajo hacia sí y le susurró al oído:
—Recuerda, tú y yo tenemos un secreto. Debes guardarlo para siempre. Yo jamás te di la orden.
En el jardín de la mansión, Rose Marie Clericuzio estaba esperando para hablar con Pippi de Lena. Era una viuda muy joven y guapa, pero el negro no le sentaba muy bien. El luto por su esposo y su hermano había borrado la natural viveza tan necesaria en una persona con un aspecto apagado como el suyo. Sus grandes ojos castaños eran demasiado oscuros y su piel aceitunada demasiado cetrina. Sólo su hijo Dante, recién bautizado, con sus lacitos azules, aportaba una nota de color mientras descansaba en sus brazos. A lo largo de todo aquel día se había mantenido curiosamente apartada de su padre Don Clericuzio y de sus tres hermanos Giorgio, Vincent y Petie. Pero ahora estaba esperando para enfrentarse con Pippi de Lena.
Ambos eran primos, Pippi le llevaba diez años, y en su adolescencia ella había estado locamente enamorada de él, pero Pippi siempre se había mostrado paternal y había procurado por todos los medios quitársela de encima. A pesar de ser famoso por la debilidad de su carne, el joven había sido lo suficientemente prudente como para no caer en semejante tentación, con la hija de su Don.
—Hola, Pippi —le dijo—. Felicidades.
Pippi sonrió con un encanto que confirió un especial atractivo a los rudos rasgos de su rostro. Se inclinó para besar la frente del niño, observando con asombro que para ser tan pequeño tenía mucho pelo, y que aún conservaba el leve perfume del incienso de la iglesia.
—Dante Clericuzio, un nombre precioso —dijo.
No era un comentario tan inocente como parecía. Rose había recuperado su apellido de soltera para sí y para su hijo huérfano. El Don había utilizado una lógica aplastante para convencerla, pero aun así ella sentía un cierto remordimiento.
Ese remordimiento la indujo a preguntar:
—¿Cómo convenciste a tu mujer de que aceptara un nombre tan religioso?
Pippi la miró sonriendo.
—Mi mujer me quiere y desea complacerme.
Y era cierto, pensó Rose Marie. La mujer de Pippi le quería porque no lo conocía, al menos no como ella lo había conocido y amado en otros tiempos.
—Le has puesto a tu hijo el nombre de Croccifixio —dijo—. Hubieras podido complacer a tu mujer poniéndole un nombre americano.
—Le he puesto el nombre de tu abuelo para complacer a tu padre —dijo Pippi.
—Tal como todos debemos hacer —dijo Rose Marie. Su sonrisa enmascaró la amargura que sentía, pues tal como eran sus rasgos la sonrisa se dibujaba con toda naturalidad en su rostro, confiriéndole una dulzura capaz de suavizar la dureza de cualquier cosa que dijera. Hizo una pausa y añadió con cierta reticencia.
—Gracias por salvarme la vida.
Pippi la miró momentáneamente desconcertado y sorprendido. Después le dijo en un leve susurro mientras le rodeaba los hombros con su brazo:
—Jamás corriste el menor peligro. Créeme, no pienses en estas cosas. Olvídalo todo. Tenemos unas vidas muy felices por delante. Procura olvidar el pasado.
Rose Marie se inclinó para besar al niño, pero en realidad lo hizo para ocultar su rostro a los ojos de Pippi.
—Lo comprendo todo —dijo, sabiendo que Pippi les repetiría aquella conversación a su padre y a sus hermanos—. Ya me he conciliado con él.
Deseaba que los miembros de su familia supieran que todavía los quería y se alegraba de que su hijo hubiera sido recibido en el seno de la familia, ya santificado por el agua bendita, y se hubiera salvado del fuego eterno del infierno.
En aquel momento Virginio Ballazzo se acercó a ellos y los acompañó al centro del césped. Don Domenico Clericuzio salió de la mansión seguido por sus tres hijos.
La familia Clericuzio, hombres de esmoquin, mujeres con modelos de fiesta y niños vestidos de raso, formó un semicírculo para el fotógrafo. Los invitados aplaudieron y les felicitaron a gritos, y el momento quedó inmortalizado: un momento de paz de victoria y de amor.
Más tarde ampliaron y enmarcaron la fotografía para colgarla en el estudio del Don, al lado de la última imagen de su hijo Silvio, muerto en la guerra contra los Santadio.
El Don contempló el resto de la fiesta desde la terraza de su dormitorio.
Rose Marie pasó por delante de los jugadores de bochas empujando el cochecito de su hijo, y Nalene, la mujer de Pippi, alta, esbelta y elegante, se acercó a ella llevando en brazos a su hijo Croccifixio. Nalene colocó al niño en el mismo cochecito de Dante, y ambas mujeres miraron amorosamente a sus retoños.
El Don experimentó una oleada de felicidad al pensar que, aquellos dos niños crecerían protegidos y seguros, y jamás conocerían el precio que se había tenido que pagar por su feliz destino.
Después el Don observó cómo Petie deslizaba un biberón de leche en el cochecito y todo el mundo se reía mientras los dos bebés se lo disputaban. Rose Marie levantó a su hijo Dante del cochecito, y el Don la recordó tal como era unos años atrás. El Don lanzó un suspiro. No hay nada más hermoso que una mujer enamorada, ni nada tan doloroso como contemplarla cuando se queda viuda, pensó con tristeza.
Rose Marie, la hija a la que tanto había amado, era un ser radiante y lleno de alegría. Pero Rose Marie había cambiado. La perdida de su hermano y de su marido había sido demasiado grande. Sin embargo, según la experiencia del Don, los verdaderos amantes, siempre volvían a amar, y las viudas se cansaban de llevar luto. Y ahora Rose Marie tenía un hijo al que querer.
El Don repasó su vida y se felicitó por haberla llevado a buen término. Cierto que había tomado unas decisiones monstruosas para alcanzar el poder y la riqueza, pero apenas se arrepentía de ellas. Todo había sido necesario y acertado. Que otros hombres lloraran sus pecados, Don Clericuzio los aceptaba y depositaba su esperanzas en el Dios en cuyo perdón confiaba.
Ahora Pippi estaba jugando a las bochas con tres soldados del Enclave del Bronx, propietarios de unas prósperas tiendas del Enclave que, a pesar de llevarle varios años, sentían un temor reverencial ante su presencia. Con su habitual buen humor y habilidad, Pippi seguía siendo el centro de la atención de todo el mundo. Era una leyenda, había jugado a las bochas contra los Santadio.
Pippi lanzó un grito de júbilo cuando su bola chocó contra la contraria y la desvió de la bola del blanco. Pippi era todo un hombre, pensó el Don. Un fiel soldado, un compañero cordial. Fuerte y rápido, astuto y reservado.
Su querido amigo Virginio Ballazzo, el único que podía rivalizar en habilidad con Pippi, se acercó a la cancha. Ballazzo arrojó la bola con efecto y se oyeron unos entusiastas vítores cuando dio en el blanco. Ballazzo levantó la mano hacia la terraza en gesto de triunfo, y el Don aplaudió. Se enorgullecía de que semejantes hombres florecieran y prosperaran bajo su mando, como había sucedido con todos los hombres reunidos en Quogue aquel Domingo de Ramos, y que su previsión los protegiera en los difíciles años que se avecinaban.
Lo que el Don no podía prever eran las semillas del mal que anidaban en unas mentes humanas todavía no formadas.