En algunos instantes aparecía revuelto de una manera enteramente extraña lo antiguo y lo nuevo, el dolor y el placer, el temor y la alegría. Tan pronto estaba yo en el cielo como en el infierno, la mayoría de las veces en los dos sitios a un tiempo. El viejo Harry y el nuevo vivían juntos ora en paz, ora en la lucha encarnizada. De cuando en cuando el viejo Harry parecía estar totalmente inerte, muerto y sepultado, y surgir luego de pronto dando órdenes tiránicas y sabiéndolo todo mejor, y el Harry nuevo, pequeño y joven, se avergonzaba, callaba y se dejaba apretar contra la pared. En otras horas cogía el nuevo Harry al viejo por el cuello y le apretaba valientemente, había grandes alaridos, una lucha a muerte, mucho pensar en la navaja de afeitar.

Pero con frecuencia se agolpaban sobre mí en una misma oleada la dicha y el sufrimiento. Un momento así fue aquel en que, pocos días después de mi primer ensayo público de baile, al entrar una noche en mi alcoba, encontré, para mi inenarrable asombro y extrañeza, para mi temor y mi encanto, a la bella María acostada en mi cama.

De todas las sorpresas a las que les había expuesto Armanda hasta entonces, fue ésta la más violenta. Porque no dudé ni un instante de que era «ella» la que me había enviado este ave del paraíso. Por excepción aquella tarde no había estado con Armanda, sino que había ido a la catedral a oír una buena audición de música religiosa; había sido una bella excursión melancólica a mi vida de otro tiempo, a los campos de mi juventud, a las comarcas del Harry ideal. En el alto espacio gótico de la iglesia, cuyas hermosas bóvedas de redes oscilaban de un lado para otro como espectros vivos en el juego de las contadas luces, había oído piezas de Buxtehude, de Pachebel, de Bach y de Haydn, había marchado otra vez por los viejos senderos amados, había vuelto a oír la magnífica voz de una cantante de obras de Bach, que había sido amiga mía en otro tiempo y me había hecho vivir muchas audiciones extraordinarias. Los ecos de la vieja música, su infinita grandeza y santidad me habían despertado todas las sublimidades, delicias y entusiasmos de la juventud; triste y abismado estuve sentado en el elevado coro de la iglesia, huésped durante una hora de este mundo noble y bienaventurado que fue un día mi elemento. En un dúo de Haydn se me habían saltado de pronto las lágrimas, no esperé el fin del concierto, renuncié a volver a ver a la cantante (¡oh, cuántas noches radiantes había pasado yo en otro tiempo con los artistas después de conciertos así!), me escurrí de la catedral y anduve corriendo hasta cansarme por las oscuras callejas, en donde aquí y allá, tras las ventanas de los restaurantes tocaban orquestas de jazz las melodías de mi existencia presente. ¡Oh, en qué siniestro torbellino se había convertido mi vida…!

Mucho tiempo estuve reflexionando también durante aquel paseo nocturno acerca de mi extraña relación con la música, y reconocí una vez más que esta relación tan emotiva como fatal para con la música era el sino de toda la intelectualidad alemana. En el espíritu alemán domina el derecho materno, el sometimiento a la naturaleza en forma de una hegemonía de la música, como no lo ha conocido nunca ningún otro pueblo. Nosotros, las personas espirituales, en lugar de defendernos virilmente contra ellos y de prestar obediencia y procurar que se preste oídos al espíritu, al logos, al verbo, soñamos todos con un lenguaje sin palabras, que diga lo inexpresable, que refleje lo irrepresentable. En lugar de tocar su instrumento lo más fiel y honradamente posible, el alemán espiritual ha vituperado siempre a la palabra y a la razón y ha mariposeado con la música. Y en la música, en las maravillosas y benditas obras musicales, en los maravillosos y elevados sentimientos y estados de ánimo, que no fueron impelidos nunca a una realización, se ha consumido voluptuosamente el espíritu alemán, y ha descuidado la mayor parte de sus verdaderas obligaciones. Nosotros los hombres espirituales todos no nos hallábamos en nuestro elemento dentro de la realidad, le éramos extraños y hostiles; por eso también era tan deplorable el papel del espíritu en nuestra realidad alemana, en nuestra historia, en nuestra política, en nuestra opinión pública. Con frecuencia en otras ocasiones había yo meditado sobre estas ideas, no sin sentir a veces un violento deseo de producir realidad también en alguna ocasión, de actuar alguna vez seriamente y con responsabilidad, en lugar de dedicarme siempre sólo a la estética y a oficios artísticos espirituales. Pero siempre acababa en la resignación, en la sumisión a la fatalidad. Los señores generales y los grandes industriales tenían razón por completo: no servíamos para nada los «espirituales», éramos una gente inútil, extraña a la realidad, sin responsabilidad alguna, de ingeniosos charlatanes. ¡Ah, diablo! ¡La navaja de afeitar!

Saturado así de pensamientos y del eco de la música, con el corazón agobiado por la tristeza y por el desesperado afán de vida, de realidad, de sentido y de las cosas irremisiblemente perdidas, había vuelto al fin a casa, había subido mis escaleras, había encendido la luz en mi gabinete e intentado en vano leer un poco, había pensado en la cita que me obligaba a ir al día siguiente por la noche al bar Cecil a tomar un whisky y a bailar, y había sentido rencor y amargura no sólo contra mí mismo, sino también contra Armanda. No hay duda de que su intención había sido buena y cordial, de que era una maravilla de criatura; pero hubiera sido preferible que aquel primer día me hubiese dejado sucumbir, en lugar de atraerme hacia el interior y hacia la profundidad de este mundo de la broma, confuso, raro y agitado, en el cual yo de todos modos habría de ser siempre un extraño y donde lo mejor de mi ser se derrumbaba y sufría horriblemente.

Y en este estado de ánimo apagué, lleno de tristeza, la luz de mi gabinete; lleno de tristeza, busqué la alcoba, empecé a desnudarme lleno de tristeza; entonces me llamó la atención un aroma desusado, olía ligeramente a perfume, y al volverme, vi acostada dentro de mi cama a la hermosa María, sonriendo algo asustada con sus grandes ojos azules.

—¡María! —dije.

Y mi primer pensamiento fue que mi casera me despediría cuando se enterara de esto.

—He venido —dijo ella en voz baja—. ¿Se ha enfadado usted conmigo?

—No, no. Ya sé que Armanda le ha dado a usted la llave. Bien esta.

—Oh, usted se ha enfadado. Me voy otra vez…

—No, hermosa María, quédese usted. Sólo que yo precisamente esta noche estoy muy triste, hoy no puedo estar alegre; acaso mañana pueda volver a estarlo.

Me había inclinado un poco hacia ella, entonces cogió mi cabeza con sus dos manos grandes y firmes, la atrajo hacia sí y me dio un beso largo. Luego me senté en la cama a su lado, cogí su mano, le rogué que hablara bajo, pues no debían oírnos, y le miré a la cara hermosa y plena. ¡Qué extraña y maravillosa descansaba allí sobre mi almohada, como una flor grande! Lentamente llevó mi mano a su boca, la metió debajo de la sábana y la puso sobre su cálido pecho, que respiraba tranquilamente.

—No es preciso que estés alegre —dijo—; ya me ha dicho Armanda que tienes penas. Ya puede una hacerse cargo. Oye, ¿te gusto todavía? La otra noche, al bailar, estabas muy entusiasmado.

La besé en los ojos, en la boca, en el cuello y en los pechos. Precisamente hacía poco había estado pensando en Armanda con amargura y en son de queja. Y ahora tenía en mis manos su presente y estaba agradecido. Las caricias de María no hacían daño a la música maravillosa que había escuchado yo aquella tarde, eran dignas de ella y como su realización. Lentamente fui levantando la sábana de la bella mujer, hasta llegar a sus pies con mis besos. Cuando me acosté a su lado, me sonreía omnisciente y bondadosa su cara de flor.

Aquella noche, junto a María, no dormí mucho tiempo, pero dormí profundamente y bien, como un niño. Y entre los ratos de sueño sorbí su hermosa y alegre juventud y aprendí en la conversación a media voz una multitud de cosas dignas de saberse acerca de su vida y de la de Armanda. Sabía muy poco de esta clase de criaturas y de vidas; sólo en el teatro había encontrado antes alguna vez existencias semejantes, hombres y mujeres, semiartistas, semimundanos. Ahora por vez primera miraba yo un poco en estas vidas extrañas, inocentes de una manera rara y de un modo raro pervertidas. Estas muchachas, pobres la mayor parte por su casa, demasiado inteligentes y demasiado bellas para estar toda su vida entregadas a cualquier ocupación mal pagada y sin alegría, vivían todas ellas unas veces de trabajos ocasionales, otras de sus gracias y de su amabilidad. En ocasiones se pasaban un par de meses tras una máquina de escribir, alguna temporada eran las entretenidas de hombres de mundo con dinero, recibían propinas y regalos, a veces vivían con abrigos de pieles en hoteles lujosos y con autos, en otras épocas en buhardillas, y para el matrimonio podía alguna vez ganárselas por medio de algún gran ofrecimiento, pero en general no llevaban esa idea. Algunas de ellas no ponían en el amor grandes afanes y sólo daban sus favores de mala gana y regateando el elevado precio. Otras, y a ellas pertenecía María, estaban extraordinariamente dotadas para lo erótico y necesitadas de cariño, la mayoría experimentadas también en el trato con los dos sexos; vivían exclusivamente para el amor, y al lado del amigo oficial, que pagaba, sostenían florecientes aún otras relaciones amorosas. Afanosas y ocupadas, llenas de preocupaciones y al mismo tiempo ligeras, inteligentes y a la vez inconscientes, vivían estas mariposas su vida tan pueril como refinada, con independencia, no en venta para cualquiera, esperando lo suyo de la suerte y del buen tiempo, enamoradas de la vida, y, sin embargo, mucho menos apegadas a ella que los burgueses, dispuestas siempre a seguir a su castillo a un príncipe de hadas y ciertas siempre de manera semiconsciente de un fin triste y difícil.

María me enseñó —en aquella primera noche singular y en los días siguientes— muchas cosas, no sólo lindos jugueteos desconocidos para mí y arrobamientos de los sentidos, sino también nueva comprensión, nuevos horizontes, amor nuevo. El mundo de los locales de baile y de placer, de los cines, de los bares y de las rotondas de los hoteles, que para mí, solitario y estético, seguía teniendo siempre algo de inferior, prohibido y degradante, era para María, Armanda y sus compañeras, sencillamente el mundo, ni bueno ni malo, ni odiado ni apetecible; en este mundo florecía su vida breve y llena de deseos; en él estaban ellas en su elemento y tenían experiencia. Les gustaba un champaña o un plato especial en el grill-room, como a uno de nosotros puede gustarnos un compositor o un poeta, y en un nuevo baile de moda o en la canción sentimental y pegajosa de un cantante de jazz ponían y derrochaban ellas el mismo entusiasmo, la misma emoción y ternura que uno de nosotros en Nietzsche o en Hamsun. María me hablaba de aquel guapo tocador de saxofón, Pablo, y de su song americano, que él les había cantado alguna vez, y hablaba de esto con un arrobamiento, una admiración y un cariño, que me emocionaba y conmovía mucho más que los éxtasis de cualquier gran erudito sobre goces artísticos elegidos con exquisito gusto. Yo estaba dispuesto a entusiasmarme con ella, fuese como quisiera el song; las frases amorosas de María, su mirada voluptuosamente radiante abrían amplias brechas en mi estética. Ciertamente que había algo bello, poco y escogido, que me parecía por encima de toda duda y discusión, a la cabeza de todo Mozart, pero ¿dónde estaba el límite? ¿No habíamos ensalzado de jóvenes todos nosotros, los conocedores y críticos, a obras de arte y artistas, que nos resultaban hoy muy dudosas y absurdas? ¿No nos había ocurrido esto con Liszt, con Wagner, a muchos hasta con Beethoven? ¿No era la floreciente emoción infantil de María por el song de América una impresión artística tan pura, tan hermosa, tan fuera de toda duda como la emoción de cualquier profesor por el Tristán o el éxtasis de un director de orquesta ante la Novena Sinfonía? ¿Y no se acomodaba todo esto a los puntos de vista del señor Pablo y le daba la razón?

A este Pablo, al hermoso Pablo, parecía también querer mucho María.

—Es guapo —decía yo—; también a mí me gusta mucho. Pero dime, María, ¿cómo puedes al propio tiempo quererme a mí también, que soy un tipo viejo y aburrido, que no soy bello y tengo ya canas y no sé tocar el saxofón ni cantar canciones inglesas de amor?

—No hables de esa manera tan fea —corregía ella—. Es completamente natural. También tú me gustas, también tienes tú algo bonito, amable y especial; no debes ser de otra manera más que como eres. No hace falta hablar de estas cosas ni pedir cuentas de todo esto. Mira, cuando me besas el cuello o las orejas, entonces me doy cuenta de que me quieres, de que te gusto; sabes besar de una manera…, un poco así como tímidamente, y esto me dice: te quiere, te está agradecido porque eres bonita. Esto me gusta mucho, muchísimo. Y otras veces, con otro hombre, me gusta precisamente lo contrario, que parece no importarle yo nada y me besa como si fuera una merced por su parte.

Nos volvimos a dormir. Me desperté de nuevo, sin haber dejado de tener abrazada a mi hermosa, hermosísima flor.

¡Y qué extraño! Siempre la hermosa flor seguía siendo el regalo que me había hecho Armanda. Constantemente estaba ésta detrás, encerrada en ella como una máscara. Y de pronto, en un intermedio, pensé en Erica, mi lejana y malhumorada querida, mi pobre amiga. Apenas era menos bonita que María, aun cuando no tan floreciente y fresca y más pobre en pequeñas y geniales artes amatorias, y un rato tuve ante mí su imagen, clara y dolorosa, amada y entretejida tan hondamente con mi destino, y volvió a esfumarse en el sueño, en olvido, en lejanía medio deplorada.

Y de este mismo modo surgieron ante mí en esta noche hermosa y delicada muchas imágenes de mi vida, llevada tanto tiempo de una manera pobre y vacua y sin recuerdos. Ahora, alumbrado mágicamente por Eros, se destacó profundo y rico el manantial de las antiguas imágenes, y en algunos momentos se me paraba el corazón de arrobamiento y de tristeza, al pensar qué abundante había sido la galería de mi vida, cuán llena de altos astros y de constelaciones había estado el alma del pobre lobo estepario. Mi niñez y mi madre me miraban tiernas y radiantes como desde una alta montaña lejana y confundida con el azul infinito; metálico y claro resonaba el coro de mis amistades, al frente el legendario Armando, el hermano espiritual de Armanda; vaporosos y supraterrenos, como húmedas flores marinas que sobresalían de la superficie de las aguas, venían flotando los retratos de muchas mujeres, que yo había amado, deseado y cantado, de las cuales sólo a pocas hube conseguido e intentado hacerlas mías. También apareció mi mujer, con la que había vivido varios años y la cual me enseñara camaradería, conflicto y resignación y hacia quien, a pesar de toda su incomprensión personal, había quedado viva en mí una profunda confianza hasta el día en que, enloquecida y enferma, me abandonó en repentina huida y fiera rebelión, y conocí cuánto tenía que haberla amado y cuán profundamente había tenido que confiar en ella, para que su abuso de confianza me hubiera podido alcanzar de un modo tan grave y para toda la vida.

Estas imágenes —eran cientos, con y sin nombre— surgieron todas otra vez; subían jóvenes y nuevas del pozo de esta noche de amor, y volví a darme cuenta de lo que en mi miseria hacía tiempo había olvidado, que ellas constituían la propiedad y el valor de mi existencia, que seguían viviendo indestructibles, sucesos eternizados como estrellas que había olvidado y, sin embargo, no podía destruir, cuya serie era la leyenda de mi vida y cuyo brillo astral era el valor indestructible de mi ser. Mi vida había sido penosa, errabunda y desventurada; conducía a negación y a renunciamiento, había sido amarga por la sal del destino de todo lo humano, pero había sido rica, altiva y señorial, hasta en la miseria una vida regia. Y aunque el poquito de camino hasta el fin la desfigurase por entero de un modo tan lamentable, la levadura de esta vida era noble, tenía clase y dignidad, no era cuestión de ochavos, era cuestión de mundos siderales.

Ya hace de esto nuevamente una temporada, muchas cosas han ocurrido desde entonces y se han modificado, sólo puedo recordar algunas concretas de aquella noche, palabras sueltas cambiadas entre los dos, momentos y detalles eróticos de profunda ternura, fugaces claridades de estrellas al despertar del pesado sueño de la extenuación amorosa. Pero aquella noche fue cuando de nuevo por vez primera desde la época de mi derrota me miraba mi propia vida con los ojos inexorablemente radiantes, y volví a reconocer a la casualidad como destino y a las ruinas de mi vida como fragmento celestial. Mi alma respiraba de nuevo, mis ojos veían otra vez, y durante algunos instantes volví a presentir ardientemente que no tenía más que juntar el mundo disperso de imágenes, elevar a imagen el complejo de mi personalísima vida de lobo estepario, para penetrar a mi vez en el mundo de las figuras y ser inmortal. ¿No era éste, acaso, el fin hacia el cual toda mi vida humana significaba un impulso y un ensayo?

Por la mañana, después de compartir conmigo mi desayuno María, tuve que sacarla de contrabando de la casa, y lo logré. Aun en el mismo día alquilé para ella y para mí en sitio próximo de la ciudad un cuartito, destinado sólo para nuestras citas. Mi profesora de baile, Armanda, compareció fiel a su obligación, y hube de aprender el boston. Era severa e inexorable y no me perdonaba ni una lección, pues estaba convenido que yo había de ir con ella al próximo baile de máscaras. Me había pedido dinero para su disfraz, acerca del cual, sin embargo, me negaba toda noticia. Y aún seguía estándome prohibido visitarla o saber dónde vivía.

Esta temporada hasta el baile de máscaras, unas tres semanas, fue extraordinariamente hermosa. María me parecía que era la primera querida verdadera que yo hubiera tenido en mi vida. Siempre había exigido de las mujeres, a las que amara, espiritualidad e ilustración, sin darme cuenta por completo nunca de que la mujer, hasta la más espiritual y la relativamente más ilustrada, no respondía jamás al logos dentro de mí, sino que en todo momento estaba en contradicción con él; yo les llevaba a las mujeres mis problemas y mis ideas, y me hubiese parecido de todo punto imposible amar más de una hora a una muchacha que no había leído un libro, que apenas sabía lo que era leer y no hubiese podido distinguir a un Tchaikowski de un Beethoven; María no tenía ninguna ilustración, no necesitaba estos rodeos y estos mundos de compensación; sus problemas surgían todos de un modo inmediato de los sentidos. Conseguir tanta ventura sensual y amorosa como fuera humanamente posible con las dotes que le habían sido dadas, con su figura singular, sus colores, su cabello, su voz, su piel y su temperamento, hallar y producir en el amante respuesta, comprensión y contrajuego animado y embriagador a todas sus facultades, a la flexibilidad de sus líneas, al delicadísimo modelado de su cuerpo, era lo que constituía su arte y su cometido. Ya en aquel primer tímido baile con ella había yo sentido esto, había aspirado este perfume de una sensualidad genial y encantadoramente refinada y había sido fascinado por ella. Ciertamente, que tampoco había sido por casualidad por lo que Armanda, la omnisciente, me había escogido a esta María. Su aroma y todo su sello era estival, era rosado.

No tuve la fortuna de ser el amante único o preferido de María, yo era uno de varios. A veces no tenía tiempo para mi; algunos días, una hora por la tarde; pocas veces, una noche entera. No quería tomar dinero de mí; detrás de esto se conocía a Armanda. Pero regalos, aceptaba con gusto. Y si le regalaba un nuevo portamonedas pequeño de piel roja acharolada, podía poner dentro también dos o tres monedas de oro. Por lo demás, a causa del bolsillito encarnado, se burló bien de mí. Era muy bonito, pero era una antigualla, pasado de moda. En estas cosas, de las cuales yo entendía y sabía hasta entonces menos que de cualquier lengua esquimal, aprendí mucho de María. Aprendí ante todo que estos pequeños juguetes, objetos de moda y de lujo, no sólo son bagatelas y una invención de ambiciosos fabricantes y comerciantes, sino justificados, bellos, variados, un pequeño, o mejor dicho, un gran mundo de cosas, que todas tienen la única finalidad de servir al amor, refinar los sentidos, animar el mundo muerto que nos rodea, y dotarlo de un modo mágico de nuevos órganos amatorios, desde los polvos y el perfume hasta el zapato de baile, desde la sortija a la pitillera; desde la hebilla del cinturón hasta el bolso de mano. Este bolso no era bolso, el portamonedas no era portamonedas, las flores no eran flores, el abanico no era abanico; todo era materia plástica del amor, de la magia, de la seducción; era mensajero, intermediario, arma y grito de combate.

Muchas veces pensé a quién querría María realmente. Más que a ninguno creo que quería al joven Pablo del saxofón, con sus negros ojos perdidos y las manos alargadas, pálidas, nobles y melancólicas. Yo hubiera tenido a este Pablo por un poco soporífero, caprichoso y pasivo en el amor, pero María me aseguró que, en efecto, sólo muy lentamente se conseguía ponerlo al rojo, pero que entonces era más pujante, más fuerte y varonil y más retador que cualquier as de boxeo o maestro de equitación. Y de esta manera aprendí y supe secretos de muchos individuos, del músico del jazz, del actor, de más de cuatro mujeres, de muchachas y de hombres de nuestro medio ambiente; supe toda suerte de secretos, vi bajo la superficie relaciones y enemistades, fui haciéndome poco a poco confidente e iniciado (yo, que en esta clase de mundo había sido un cuerpo extraño completamente sin conexión). También aprendí muchas cosas referentes a Armanda. Pero ahora me reunía con frecuencia preferentemente con el señor Pablo, a quien María quería mucho. A menudo empleaba ella también sus remedios clandestinos, y a mí mismo me proporcionaba alguna vez estos goces, y siempre se mostraba Pablo especialmente servicial. Una vez me lo dijo sin circunloquios.

—Usted es tan desgraciado… Eso no está bien. No hay que ser así. Me da mucha pena. Fúmese usted una pequeña pipa de opio…

Mi juicio sobre este hombre alegre, inteligente, aniñado y a la vez insondable, cambiaba continuamente; nos hicimos amigos. Con alguna frecuencia aceptaba yo alguno de sus remedios. Un tanto divertido, asistía él a mi enamoramiento de María. Una vez organizó una «fiesta» en su cuarto, la buhardilla de un hotel de las afueras. No había allí más que una silla; Maria y yo tuvimos que sentarnos en la cama. Nos dio a beber un licor misterioso, maravilloso, mezclado de tres botellitas. Y luego, cuando me hube puesto de muy buen humor, nos propuso con las pupilas brillantes celebrar una orgía erótica los tres juntos. Yo rehusé con brusquedad; a mí no me era posible una cosa así; más a pesar de todo miré un momento a María, para ver qué actitud adoptaba, y aunque inmediatamente asintió a mi negativa, vi, sin embargo, el fulgor de sus ojos y me di cuenta de su pena por mi renuncia. Pablo sufrió una decepción con mi negativa, pero no se molestó.

—Es lástima —dijo—; Harry tiene muchos escrúpulos morales. No se puede con él. ¡Hubiera sido, sin embargo, tan hermoso, tan hermosísimo! Pero tengo un sustitutivo.

Tomamos cada uno una chupada de opio, y sentados inmóviles, con los ojos abiertos, vivimos los tres la escena por él sugerida; María, en ese tiempo, temblando de delicia. Cuando al cabo de un rato me sentí un poco mareado, me colocó Pablo en la cama, me dio unas gotas de una medicina, y al cerrar yo por algunos minutos los ojos, sentí sobre cada uno de los párpados como el aliento de un beso fugitivo. Lo admití como si creyera que me lo había dado María. Pero sabía perfectamente que era de él.

Y una tarde me sorprendió aún más. Apareció en mi casa, me contó que necesitaba veinte francos y me rogaba que le diera este dinero. Me ofrecía, en cambio, que aquella noche dispusiera de María en su lugar.

—Pablo —dije asustado—, usted no sabe lo que está diciendo. Ceder su querida a otro por dinero, eso es entre nosotros lo más indigno que cabe. No he oído su proposición, Pablo.

Me miró compasivo.

—¿No quiere usted, señor Harry? Bien. Usted no hace más que proporcionarse dificultades a sí mismo. Entonces no duerma usted esta noche con María, si así lo prefiere, y déme usted el dinero; ya se lo devolveré sin falta. Me es absolutamente preciso.

—¿Para qué lo quiere?

—Para Agostino, ¿sabe usted? Es el pequeño del segundo violín. Lleva ocho días enfermo, y nadie se ocupa de él, no tiene un céntimo, y mi dinero se ha acabado también ya.

Por curiosidad y un poco también por autocastigo, fui con él a casa de Agostino. Le llevó a la buhardilla leche y unas medicinas, una bien miserable buhardilla; le arregló la cama, le aireó la habitación y le puso en la cabeza calenturienta una artística compresa, todo rápida y delicadamente y bien hecho, como una buena hermana de la Caridad. Aquella misma noche lo vi tocar la música en el City-Bar hasta la madrugada.

Con Armanda hablaba yo a menudo larga y objetivamente acerca de María, de sus manos, de sus hombros, de sus caderas, de su manera de reír, de besar, de bailar.

—¿Te ha enseñado ya esto? —me preguntó Armanda una vez, y me describió un juego especial de la lengua al dar un beso. Yo le pedí que me lo enseñara ella misma, pero ella rehusó con seriedad—. Eso viene después —dijo—; aún no soy tu querida.

Le pregunté de qué conocía las artes del beso en María y algunas otras secretas particularidades de su cuerpo, sólo conocidas del hombre amante.

—¡Oh! —exclamó—. Somos amigas. ¿Crees acaso que nosotras tenemos secretos entre las dos? He dormido y he jugado bastantes veces con ella. Tienes suerte, has atrapado una hermosa muchacha, que sabe más que otras.

—Creo, sin embargo, Armanda, que aún tendréis algunos secretos entre vosotras. ¿O le has dicho también acerca de milo que sabes?

—No; esas son otras cosas que no entendería ella. María es maravillosa, puedes estar satisfecho; pero entre tú y yo hay cosas de las cuales ella no tiene ni noción. Le he dicho muchas cosas acerca de ti, naturalmente mucho más de lo que a ti te hubiera gustado entonces; me importaba seducirla para ti. Pero comprenderte, amigo, como yo te comprendo, no te comprenderá María nunca, ni ninguna otra. Por ella he adquirido también algunos conocimientos; estoy al corriente acerca de ti, en lo que María sabe. Ya te conozco casi tan perfectamente como si hubiéramos dormido juntos con frecuencia.

Cuando volví a reunirme con María, me resultaba extraño y misterioso saber que ella había tenido a Armanda junto a su corazón lo mismo que a mí, que había palpado, besado, gustado y probado sus miembros, sus cabellos, su piel exactamente igual que los míos. Ante mi surgían relaciones y nexos nuevos, indirectos, complicados, nuevas modalidades de amor y de vida, y pensé en las mil almas del tratado del lobo estepario.

* * *

En aquella corta temporada entre mi conocimiento con María y el gran baile de máscaras, era yo francamente feliz, pero no tenía por ello el presentimiento de que aquello fuera una redención, una lograda bienaventuranza, sino que me daba cuenta claramente de que todo era preludio y preparación, de que todo se afanaba con violencia hacia adelante y que lo verdadero venía ahora.

Del baile había aprendido ya tanto que me parecía posible concurrir a la fiesta, de la cual se hablaba más cada día. Armanda tenía un secreto, se empeñó en no revelarme con qué disfraz iba a presentarse. Pensaba que yo ya la reconocería, y si me equivocaba, entonces me ayudaría ella; pero que con anticipación, yo no debía saberlo. Así tampoco tenía ella curiosidad por mis planes de disfraz, y yo resolví no disfrazarme. María, cuando quise invitarla al baile, me declaró que para esta fiesta tenía ya un caballero, poseía ya en efecto una entrada, y yo me di cuenta un poco descorazonado de que iba a tener que ir solo a la fiesta. Era el baile de trajes más distinguido de la ciudad, que se organizaba todos los años por elementos artísticos en los salones del Globo.

En aquellos días veía poco a Armanda, pero la víspera del baile estuvo un rato en mi casa; vino para recoger su entrada, de la que yo me había encargado, y estuvo sentada conmigo pacíficamente en mi cuarto, y allí se llegó a un diálogo que me fue muy singular y me produjo una impresión profunda.

—Ahora estás realmente muy bien —dijo ella—; te prueba el baile. Quien no te haya visto desde hace un mes, apenas te reconocería.

—Sí —asentí—; desde hace años no me he encontrado tan perfectamente. Esto proviene todo de ti, Armanda.

—Oh, ¿no de tu hermosa María?

—No. Esa también es un regalo tuyo. Es maravilloso.

—Es la amiga que necesitabas, lobo estepario. Bonita, joven, alegre, muy inteligente en amor, y sin que puedas disponer de ella todos los días. Si no tuvieras que compartirla con otros, si no fuese para ti siempre un huésped fugitivo, no irían las cosas tan bien.

Sí; también esto tenía que concedérselo.

—Entonces, ¿tienes ahora, realmente, todo lo que necesitas?

—No, Armanda, no es así. Tengo algo muy bello y delicioso, una gran alegría, un amable consuelo. Soy verdaderamente feliz…

—Bien, entonces, ¿qué más quieres?

—Quiero más. No estoy contento con ser feliz, no he sido creado para ello, no es mi sino. Mi determinación es lo contrario.

—Entonces, ¿es ser desdichado? ¡Ah! Esto ya lo has sido con exceso antes, cuando a causa de la navaja de afeitar no podías ir a tu casa.

—No, Armanda; se trata de otra cosa. Entonces era yo muy desdichado, concedido. Pero era una desventura estúpida, estéril.

—¿Por qué?

—Porque de otro modo, no hubiese debido tener aquel miedo a la muerte, que, sin embargo, me estaba deseando. La desventura que necesito y anhelo, es otra; es de tal clase que me hiciera sufrir con afán y morir con voluptuosidad. Esa es la desventura o la felicidad que espero.

—Te comprendo. En esto somos hermanos. Pero ¿qué tienes contra la dicha que has encontrado ahora con María? ¿Por qué no estás contento?

—No tengo nada contra esta dicha, ¡oh, no!; la quiero, le estoy agradecido. Es hermosa como un día de sol en medio de una primavera lluviosa. Pero me doy cuenta de que no puede durar. También esta dicha es estéril. Satisface, pero la satisfacción no es alimento para mí. Adormece al lobo estepario, lo sacia. Pero no es felicidad para morir por ella.

—Entonces, ¿hay que morir, lobo estepario?

—¡Creo que sí! Yo estoy muy satisfecho de mi ventura, aún puedo soportarla durante una temporada. Pero cuando la dicha me deja alguna vez una hora de tiempo para estar despierto, para sentir anhelos íntimos, entonces todo mi anhelo no se cifra en conservar por siempre esta ventura, sino en volver a sufrir, aunque más bella y menos miserablemente que antes.

Armanda me miró con ternura a los ojos, con la sombría mirada que tan repentinamente podía aparecer en ella. ¡Ojos magníficos, terribles! Lentamente, eligiendo una a una las palabras y colocándolas con cuidado, dijo… en voz tan baja, que tuve que esforzarme para oírlo:

—Voy a decirte hoy una cosa, algo que sé hace ya tiempo, y tú también lo sabes ya, pero quizá no te lo has dicho a ti mismo todavía. Ahora te digo lo que sé acerca de ti y de mi y de nuestra suerte. Tú, Harry, has sido un artista y un pensador, un hombre lleno de alegría y de fe, siempre tras la huella de lo grande y de lo eterno, nunca satisfecho con lo bonito y lo minúsculo. Pero cuanto más te ha despertado la vida y te ha conducido hacia ti mismo, más ha ido aumentando tu miseria y tanto más hondamente te has sumido hasta el cuello en pesares, temor y desesperanza, y todo lo que tú en otro tiempo has conocido, amado y venerado como hermoso y santo, toda tu antigua fe en los hombres y en nuestro alto destino, no ha podido ayudarte, ha perdido su valor y se ha hecho añicos. Tu fe ya no tenía aire para respirar. Y la asfixia es una muerte muy dura. ¿Es exacto Harry? ¿Es ésta tu suerte?

Yo asentía y asentía.

—Tú llevabas dentro de ti una imagen de la vida, estabas dispuesto a hechos, a sufrimientos y sacrificios, y entonces fuiste notando poco a poco que el mundo no exigía de ti hechos ningunos, ni sacrificios, ni nada de eso, que la vida no es una epopeya con figuras de héroes y cosas por el estilo, sino una buena habitación burguesa, en donde uno está perfectamente satisfecho con la comida y la bebida, con el café y la calceta, con el juego de tarot y la música de la radio. Y el que ama y lleva dentro de silo otro, lo heroico y bello, la veneración de los grandes poetas o la veneración de los santos, ése es un necio y un quijote. Bueno. ¡Y a mí me ha ocurrido exactamente lo mismo, amigo mío! Yo era una muchacha de buenas disposiciones y destinada a vivir con arreglo a un elevado modelo, a tener para conmigo grandes exigencias, a cumplir dignos cometidos. Podía tomar sobre mí un gran papel, ser la mujer de un rey, la querida de un revolucionario, la hermana de un genio, la madre de un mártir. Y la vida no me ha permitido más que llegar a ser una cortesana de mediano buen gusto; ¡ya esto solo se ha hecho bastante difícil! Así me ha sucedido. Estuve una temporada inconsolable, y durante mucho tiempo busqué en mí la culpa. La vida, pensé, ha de tener al fin razón siempre; y si la vida se burlaba de mis hermosos sueños, habrán sido necios mis sueños, decía yo, y no habrán tenido razón. Pero esta consideración no servía de nada absolutamente. Y como yo tenía buenos ojos, y buenos oídos y era además un tanto curiosa, me fijé con todo interés en la llamada vida, en mis vecinos y en mis amistades, medio centenar largo de personas y de destinos, y entonces vi, Harry, que mis sueños habían tenido razón, mil veces razón, lo mismo que los tuyos. Pero la vida, la realidad, no la tenía. Que una mujer de mi especie no tuviera otra opción que envejecer pobre y absurdamente junto a una máquina de escribir al servicio de un ganadineros, o casarse con uno de estos ganadineros por su posición, o si no, convertirse en una especie de meretriz, eso era tan poco justo como que un hombre como tú tenga, solitario, receloso y desesperado, que echar mano de la navaja de afeitar. En mí era la miseria quizá más material y moral; en ti, más espiritual; la senda era la misma. ¿Crees que no soy capaz de comprender tu terror ante el fox-trot, tu repugnancia hacia los bares y los locales de baile, tu resistencia contra la música de jazz y todas estas cosas? Demasiado bien lo comprendo, y lo mismo tu aversión a la política, tu tristeza por la palabrería y el irresponsable hacer que hacemos de los partidos y de la Prensa, tu desesperación por la guerra, por la pasada y por la venidera, por la manera cómo hoy se piensa, se lee, se construye, se hace música, se celebran fiestas, se promueve la cultura. Tienes razón, lobo estepario, mil veces razón, y, sin embargo, has de sucumbir. Para este mundo sencillo de hoy, cómodo y satisfecho con tan poco, eres tú demasiado exigente y hambriento; el mundo te rechaza, tienes para él una dimensión de más. El que hoy quiera vivir y alegrarse de su vida, no ha de ser un hombre como tú ni como yo. El que en lugar de chinchín exija música, en lugar de placer alegría, en lugar de dinero alma, en vez de loca actividad verdadero trabajo, en vez de jugueteo pura pasión, para ése no es hogar este bonito mundo que padecemos…

Ella miraba al suelo meditando.

—¡Armanda —exclamé conmovido—, hermana! ¡Qué ojos tan buenos tienes! Y, sin embargo, tú me enseñaste el fox-trot. ¿Cómo te explicas esto, que hombres como nosotros, hombres con una dimensión de más, no podamos vivir aquí? ¿En qué consiste? ¿No pasa esto más que en nuestra época actual? ¿O fue siempre lo mismo?

—No sé. Quiero admitir en honor del mundo, que sólo sea nuestra época, que sólo sea una enfermedad, una desdicha momentánea. Los jefes trabajan con ahínco y con resultado preparando la próxima guerra, los demás bailamos fox-trots entretanto, ganamos dinero y comemos pralinés; en una época así ha de presentar el mundo un aspecto bien modesto. Esperamos que otros tiempos hayan sido y vuelvan a ser mejores, más ricos, más amplios, más profundos. Pero con eso no vamos ganando nada nosotros. Y acaso haya sido siempre igual…

—¿Siempre así como hoy? ¿Siempre sólo un mundo para políticos, arrivistas, camareros y vividores, y sin aire para las personas?

—No lo sé, nadie lo sabe. Además, da lo mismo. Pero yo pienso ahora en tu favorito, amigo mío, del cual me has referido a veces muchas cosas y hasta que has leído sus cartas: de Mozart. ¿Qué ocurriría con él? ¿Quién gobernó el mundo en su época, quién se llevó la espuma, quién daba el tono y representaba algo: Mozart o los negociantes, Mozart o los hombres adocenados y superficiales? ¿Y cómo murió y fue enterrado? Y así, pienso yo que ha sido acaso siempre y que siempre será lo mismo, y lo que en los colegios se llama «Historia Universal» y allí hay que aprendérselo de memoria para la cultura, con todos los héroes, genios, grandes acciones y sentimientos, eso es sencillamente una superchería, inventada por los maestros de escuela, para fines de ilustración y para que los niños durante los años prescritos tengan algo en qué ocuparse. Siempre ha sido así y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte.

—¿Fuera de eso, nada en absoluto?

—Si, la eternidad.

—¿Quieres decir el nombre, la fama para edades futuras?

—No, lobito; la fama, no. ¿Tiene ésta, acaso, algún valor? ¿Y crees tú por ventura que todos los hombres realmente verdaderos y completos han alcanzado la celebridad y son conocidos de las generaciones posteriores?

—No; naturalmente que no.

—Por consiguiente, la fama no es. La fama sólo existe también para la ilustración, es un asunto de los maestros de escuela. La fama no lo es, ¡oh, no! Lo es lo que yo llamo la eternidad. Los místicos lo llaman el reino de Dios. Yo me imagino que nosotros los hombres todos, los de mayores exigencias, nosotros los de los anhelos, los de la dimensión de más, no podríamos vivir en absoluto si para respirar, además del aire de este mundo, no hubiese también otro aire, si además del tiempo no existiese también la eternidad, y ésta es el reino de lo puro. A él pertenecen la música de Mozart y las poesías de los grandes poetas; a él pertenecen también los santos, que hicieron milagros y sufrieron el martirio y dieron un gran ejemplo a los hombres. Pero también pertenece del mismo modo a la eternidad la imagen de cualquier acción noble, la fuerza de todo sentimiento puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni lo conserve para la posteridad. En lo eterno no hay futuro, no hay más que presente.

—Tienes razón —dije.

—Los místicos —continuó ella con aire pensativo— son los que han sabido más de estas cosas. Por eso han establecido los santos y lo que ellos llaman la «comunión de los santos». Los santos son los hombres verdaderos, los hermanos menores del Salvador. Hacia ellos vamos de camino nosotros durante toda nuestra vida, con toda buena acción, con todo pensamiento audaz, con todo amor. La comunión de los santos, que en otro tiempo era representada por los pintores dentro de un cielo de oro, radiante, hermosa y apacible, no es otra cosa que lo que yo antes he llamado la «eternidad». Es el reino más allá del tiempo y de la apariencia. Allá pertenecemos nosotros, allí está nuestra patria, hacia ella tiende nuestro corazón, lobo estepario, y por eso anhelamos la muerte. Allí volverás a encontrar a tu Goethe y a tu Novalis y a Mozart, y yo a mis santos, a San Cristóbal, a Felipe Neri y a todos. Hay muchos santos que en un principio fueron graves pecadores; también el pecado puede ser un camino para la santidad, el pecado y el vicio, Te vas a reír, pero yo me imagino con frecuencia que acaso también mi amigo Pablo pudiera ser un santo. ¡Ah, Harry, nos vemos precisados a taconear por tanta basura y por tanta idiotez para poder llegar a nuestra casa! Y no tenemos a nadie que nos lleve; nuestro único guía es nuestro anhelo nostálgico.

Sus últimas palabras las pronunció otra vez en voz muy queda, y luego hubo un silencio apacible en la estancia; el sol estaba en el ocaso y hacía brillar las letras doradas en el lomo de los muchos libros de mi biblioteca. Cogí en mis manos la cabeza de Armanda, la besé en la frente y puse fraternal su mejilla junto a la mía; así nos quedamos un momento. Así hubiera deseado quedarme y no salir aquel día a la calle. Pero para esta noche, la última antes del gran baile, se me había prometido María.

Pero en el camino no iba pensando en María, sino en lo que Armanda había dicho. Me pareció que todos estos no eran tal vez sus propios pensamientos, sino los míos, que la clarividente había leído y aspirado y me devolvía, haciendo que ahora se concretaran y surgieran nuevos ante mí. Por haber expresado la idea de la eternidad le estaba especial y profundamente agradecido. La necesitaba; sin esa idea no podía vivir, ni morir tampoco. El sagrado más allá, lo que está fuera del tiempo, el mundo del valor imperecedero, de la sustancia divina me había sido regalado hoy por mi amiga y profesora de baile. Hube de pensar en mi sueño de Goethe, en la imagen del viejo sabio, que se había reído de un modo tan sobrehumano y me había hecho objeto de su broma inmortal. Ahora es cuando comprendí la risa de Goethe, la risa de los inmortales. No tenía objetivo esta risa, no era más que luz y claridad; era lo que queda cuando un hombre verdadero ha atravesado 105 sufrimientos, los vicios, los errores, las pasiones y las equivocaciones del género humano y penetra en lo eterno, en el espacio universal. Y la «eternidad» no era otra cosa que la liberación del tiempo, era en cierto modo su vuelta a la inocencia, su retransformación en espacio.

Busqué a María en el sitio en donde solíamos comer en nuestras noches, pero aún no había llegado. En el callado cafetín del suburbio estuve sentado esperando ante la mesa preparada, con mis ideas todavía en nuestro diálogo. Todas estas ideas que habían surgido allí entre Armanda y yo, me parecieron tan profundamente familiares, tan conocidas de siempre, tan sacadas de mi más íntima mitología y mundo de imágenes. Los inmortales, en la forma en que viven en el espacio sin tiempo, desplazados, hechos imágenes, y la eternidad cristalina como el éter en torno de ellos, y la alegría serena, radiante y sidérea de este mundo extraterreno, ¿de dónde me era todo esto tan familiar? Medité y se me ocurrieron trozos de las Casaciones, de Mozart; del Piano bien afinado, de Bach, y por doquiera en esta música me parecía brillar esta serena claridad de estrellas, flotar este etéreo resplandor. Sí; eso era; esta música era algo así como tiempo congelado y convertido en espacio, y por encima, flotando, infinita, una alegría sobrehumana, una eterna risa divina. ¡Oh, y a esto se acomodaba tan perfectamente el viejo Goethe de mi sueño! Y de pronto oí en torno mío esta insondable risa, oí reír a los inmortales. Encantado, estuve sentado allí; encantado, saqué mi lápiz del bolsillo del chaleco, busqué papel, hallé la carta de los vinos ante mí, le di media vuelta y escribí al dorso, escribí versos, que al día siguiente me los encontré en el bolsillo. Decían:

Los Inmortales

Hasta nosotros sube de los confines

del mundo el anhelo febril de la vida:

con el lujo la miseria confundida,

vaho sangriento de mil fúnebres festines,

espasmos de deleite, afanes, espantos,

manos de criminales, de usureros, de santos;

la humanidad con sus ansias y temores,

a la vez que sus cálidos y pútridos olores,

transpira santidades y pasiones groseras,

se devora ella misma y devuelve después lo tragado,

incuba nobles artes y bélicas quimeras,

y adorna de ilusión la casa en llamas del pecado;

se retuerce y consume y degrada

en los goces de feria de su mundo infantil,

a todos les resurge radiante y renovada,

y al final se les trueca en polvo vil.

Nosotros, en cambio, vivimos las frías

mansiones del éter cuajado de mil claridades,

sin horas ni días,

sin sexos ni edades.

Y vuestros pecados y vuestras pasiones

y hasta vuestros crímenes nos son distracciones,

igual que el desfile de tantas estrellas por el firmamento.

Infinito y único es para nosotros el menor momento.

Viendo silenciosos vuestras pobres vidas inquietas,

mirando en silencio girar los planetas,

gozamos del gélido invierno espacial.

Al dragón celeste nos une amistad perdurable;

es nuestra existencia serena, inmutable,

nuestra eterna risa, serena y astral.

Luego llegó María, y después de una comida alegre me fui con ella a nuestro cuartito. Estuvo en esa noche más hermosa, más ardiente y más íntima que nunca, y me dio a gustar delicadezas y juegos que consideré como el límite del placer humano.

—María —dije—, eres pródiga hoy como una diosa. No nos mates por completo a los dos, que mañana es el baile de máscaras. ¿Qué clase de pareja va a ser la tuya en la fiesta? Temo, mi querida florcilla, que sea un príncipe de hadas y te rapte y no vuelvas ya nunca a mi lado. Hoy me quieres casi como se quieren los buenos amantes en el momento de la despedida, en la vez postrera.

Ella oprimió los labios fuertemente a mi oído y susurró:

—¡Calla, Harry! Cada vez puede ser la última. Cuando Armanda te haga suyo, no volverás más a mi lado. Quizá sea mañana ya.

Nunca percibí el sentimiento característico de aquellos días, aquel doble estado de ánimo deliciosamente agridulce, de un modo más violento que en aquella noche víspera del baile. Lo que sentía era felicidad: la belleza y el abandono de María, el gozar, el palpar, el respirar cien delicadas y amables sensualidades, que yo había conocido tan tarde, como hombre ya de cierta edad, el chapoteo en una suave y ondulante ola de placer. Y, sin embargo, esto no era más que la cáscara; por dentro estaba todo lleno de significación, de tensión y de fatalidad, y en tanto yo estaba ocupado amable y delicadamente con las dulces y emotivas pequeñeces del amor, nadando al parecer en tibia ventura, me daba cuenta dentro del corazón de cómo mi destino se afanaba atropelladamente hacia adelante, corriendo impetuoso como un corcel bravío, cara al abismo, cara al precipicio, lleno de angustia, lleno de anhelos, entregado con complacencia a la muerte. Así como todavía hace poco me defendía con temor y espanto de la alegre frivolidad del amor exclusivamente sensual, y lo mismo que había sentido pánico ante la belleza riente y dispuesta a entregarse de María, así sentía yo ahora también miedo a la muerte, pero un miedo consciente de que ya pronto habría de convertirse en total entrega y redención.

Mientras nosotros estábamos abismados calladamente en los juegos afanosos de nuestro amor, perteneciendo el uno al otro más íntimamente que nunca, se despedía mi alma de María y de todo lo que ella me había significado. Por ella aprendí a entregarme infantilmente una vez más en el último instante al jugueteo de la superficie, a buscar las alegrías más fugaces, a ser niño y bestia en la inocencia del sexo, un estado que en mi vida anterior sólo había conocido como excepción rara, pues la vida sensual y el sexo habían tenido para mí casi siempre el amargo sabor de culpa, el gusto dulce, pero timorato, de la fruta prohibida, ante la cual debe ponerse en guardia un hombre espiritual. Ahora, Armanda y María me habían enseñado este jardín en toda su inocencia; agradecido, había sido yo su huésped; pero pronto se hacía tiempo ya para mí de seguir andando, resultaba demasiado bonito y demasiado confortante este jardín. Seguir aspirando a la corona de la vida, seguir purgando la culpa infinita de la vida, era lo que me estaba reservado. Una vida fácil, un fácil amor, una muerte fácil, no eran cosas para mí.

Por alusiones de la muchacha deduje que para el baile del día siguiente, o a continuación de él, estaban planeados voluptuosidades y goces especialísimos. Quizá esto fuera el fin, quizá tuviese razón María con su presentimiento, y nosotros estábamos acostados aquella noche juntos por última vez. ¿Acaso empezaba mañana la nueva senda del destino? Yo estaba lleno de anhelos ardientes, lleno de angustia sofocante, y me agarré fuertemente y con fiereza a María, recorrí una vez más, ávido y ebrio, todos los senderos y malezas de su jardín, me cebé una vez más en la dulce fruta del árbol del paraíso.

* * *

Recuperé al día siguiente el sueño perdido aquella noche. Por la mañana tomé un coche y fui a darme un baño; luego a casa, muerto de cansancio; puse a oscuras mi alcoba; al desnudarme encontré en el bolsillo mi poesía, la olvidé otra vez, me acosté inmediatamente, olvidé a María, a Armanda y al baile de máscaras, y dormí durante todo el día. Cuando a la tarde me levanté, hasta que no estaba afeitándome no me volví a acordar de que una hora después empezaba ya la fiesta y yo tenía que sacar una camisa para el frac. De buen humor acabé de arreglarme y salí, para ir primeramente a comer en cualquier lado.

Era el primer baile de máscaras al que yo concurría. Es verdad que en otros tiempos había visitado acá y allá estas fiestas, a veces hasta encontrándolas bonitas, pero no había bailado nunca y había sido tan sólo espectador, y siempre me había resultado cómico el entusiasmo con que oía hablar a otros de estas fiestas y hallar en ellas una diversión. Pero en el día de hoy era el baile también para mí un acontecimiento, del que me alegraba con impaciencia y no sin miedo. Como no tenía que llevar a ninguna señora, decidí no ir hasta tarde; esto me lo había recomendado también Armanda.

Al «Casco de Acero», mi refugio de otros tiempos, donde los hombres desengañados perdían sentados las noches, libaban su vino y jugaban a los solteros, iba yo ya rara vez en la última época; ya no se adecuaba al estilo de mi vida presente. Pero esta noche me sentí de nuevo atraído hacia allí como cosa enteramente natural. En el estado de ánimo, a un tiempo alegre y temeroso, de fatalidad y despedida, que me dominaba en aquella época, adquirían todos los pasos y lugares de mis recuerdos una vez más el brillo dolorosamente hermoso del pasado, y así también el pequeño cafetín lleno de humo, donde no ha mucho aún contaba yo entre los parroquianos y donde todavía hace poco bastaba el narcótico primitivo de una botella de vino de la tierra para poder irme por una noche más a mi cama solitaria y para poder aguantar la vida por otro día más. Desde entonces había gustado otros remedios, excitantes más fuertes, había ingerido venenos más dulces. Sonriente, pisé el viejo local y fui recibido por el saludo de la hostelera y una inclinación de cabeza de los silenciosos parroquianos. Me recomendaron y me sirvieron un pequeño pollo asado, el vino nuevo de la Alsacia corrió claro en el vaso rústico y de un dedo de grueso; amablemente me miraban las limpias y blancas mesas de madera, la vieja vajilla gualda. Y en tanto yo comía y bebía, iba aumentando dentro de mi este sentimiento de marchitez y de fiesta de despedida, este sentimiento dulce e íntimamente doloroso de mezcla con todos los escenarios y cosas de mi vida anterior, que no había sido resuelta nunca por completo, pero cuya solución estaba ahora a punto de madurar. El hombre «moderno» llama a esto sentimentalismo; no ama ya las cosas, ni siquiera lo que le es más sagrado, el automóvil, que espera poder cambiar lo antes posible por otra marca mejor. Este hombre moderno es decidido, sano, activo, sereno y austero, un tipo admirable; se portará a las mil maravillas en la próxima guerra. No me importaba nada; yo no era un hombre moderno ni tampoco enteramente pasado de moda; me había salido de la época y seguía adelante acercándome a la muerte, dispuesto a morir. No tenía aversión a sentimentalismos, estaba contento y agradecido de notar en mi abrasado corazón todavía algo así como sentimientos. De esta manera me entregué a los recuerdos del viejo cafetín, a mi apego a las viejas y toscas sillas; me entregué al vaho de humo y de vino, al sentido esfumado del hábito, de calor y de semejanza de hogar que tenía para mí todo aquello. El despedirse es hermoso, entona dulcemente. Me gustaba el asiento duro y mi vaso rústico, me gustaba el sabor fresco y las frutas del alsaciano, me gustaba la familiaridad con todo y con todos en este lugar; las caras de los bebedores acurrucados y soñadores, de los desengañados, cuyo hermano había sido yo mucho tiempo. Eran sentimentalidades burguesas las que yo sentía aquí, ligeramente salpicadas con un perfume de romanticismo pasado de moda, procedente de la época de muchacho, cuando el café, el vino y el cigarro eran aún cosas prohibidas, extrañas y magníficas. Pero no se alzó ningún lobo estepario para rechinar los dientes y hacer jirones mis sentimentalismos. Apaciblemente estuve sentado, inflamado por el pretérito, por la débil radiación de un astro que acababa de ponerse.

Llegó un vendedor ambulante con castañas asadas y le compré un puñado. Llegó una vieja con flores, le compré un par de claveles y se los regalé a la hostelera. Sólo cuando fui a pagar y busqué en vano el bolsillo acostumbrado, me di cuenta nuevamente de que iba de frac. ¡Baile de máscaras! ¡Armanda!

Pero aún era excesivamente temprano, no podía decidirme a ir a los salones del Globo. También me daba cuenta, como me había ocurrido en los últimos tiempos con todas estas diversiones, de algunos obstáculos y resistencias, una aversión a entrar en locales grandes, repletos de gente y bulliciosos, una timidez escolar ante la atmósfera extraña, ante el mundo de los elegantes, ante el baile.

Correteando, vine a pasar por un cine, vi brillar haces de rayos y gigantescos anuncios de colores; pasé de largo unos metros, volví otra vez y entré. Allí podía yo estar sentado bonitamente en la oscuridad hasta eso de las once. Conducido por el botones con la linterna, tropecé con las cortinas y di en el salón en tinieblas, encontré un sitio y de pronto estuve en medio del Antiguo Testamento. El film era uno de esos que se dicen producidos con gran lujo y refinamiento no para ganar dinero, sino con fines nobles y santos, y al cual, por las tardes, hasta escolares eran llevados por sus profesores de religión. Allí se representaba la historia de Moisés y de los israelitas en Egipto con un enorme aparato de hombres, caballos, camellos, palacios, pompa faraónica y fatigas de los judíos en la arena abrasadora del desierto. Vi a Moisés, peinado un poco según el modelo de Walt Whitman, un magnífico Moisés de guardarropía, caminando por el desierto, delante de los judíos, fogoso y sombrío, con su largo báculo y con pasos como Wotan. Lo vi junto al mar Rojo implorando a Dios y vi separarse al mar Rojo dejando libre una calle, un desfiladero entre altas montañas de agua (los catecúmenos llevados por el párroco a este film religioso podían discutir largamente sobre la manera cómo los directores de la película habían operado esta escena); vi atravesar por el desfiladero al profeta y al pueblo temeroso; aparecer detrás de ellos a los carros del Faraón; vi vacilar y con miedo a los egipcios a la orilla del mar y luego aventurarse dentro valerosamente, y vi cerrarse los montes de agua sobre el magnífico Faraón con su armadura de oro y sobre todos sus carros y guerreros, no sin acordarme de un dúo para dos bajos de Händel, en donde se canta magistralmente este acontecimiento.

Vi después con transparencia a Moisés subir al Sinaí, un héroe sombrío en un sombrío páramo de piedras, y presencié cómo allí Jehová le transmitía los diez mandamientos por medio de tempestad, relámpagos y truenos, en tanto que su pueblo indigno al pie de la montaña erigía el ternero de oro y se entregaba a placeres bastante impetuosos. Me resultaba tan extraño e increíble presenciar todo esto, ver cómo, ante un público agradecido que calladamente devoraba sus panecillos, se representaba, por sólo el dinero del billete, las historias sagradas, sus héroes y milagros, que derramaron sobre nuestra infancia el primer presentimiento de otro mundo, de algo sobrehumano; un lindo ejemplo minúsculo del gigantesco saldo y liquidación de cultura de esta época.

Dios mío, para evitar esta repugnancia hubiese sido preferible que sucumbieran también entonces, además de los egipcios, los judíos y todo el género humano, logrando una muerte violenta y digna, en lugar de esta afrentosa muerte aparente y mediocre que hoy sufrimos nosotros. ¡Mil veces preferible!

Mis secretos obstáculos, mi miedo inconfesado al baile de máscaras, no se habían aminorado con el cine y sus estímulos, sino que habían crecido de un modo desagradable, y yo, pensando en Armanda, hube de hacer un esfuerzo para que, por último, me llevara un coche a los salones del Globo y entrar. Se había hecho tarde y el baile estaba en marcha hacía tiempo. Tímido y perplejo, me vi envuelto al punto, antes de quitarme el abrigo, en un violento torbellino de máscaras, fui empujado sin miramientos; muchachas me invitaban a visitar los cuartos del champaña, clowns me daban golpes en la espalda y me llamaban de tú. No les hacía caso, a empujones me abrí camino trabajosamente por los locales sobrellenos hasta llegar al guardarropa, y cuando me dieron el número lo guardé con gran cuidado en el bolsillo, pensando que acaso ya pronto lo necesitase otra vez, cuando estuviera harto del bullicio.

En todas las estancias del gran edificio había fiebre de fiesta, en todos los salones se bailaba, hasta en el sótano, todos los pasillos y escaleras estaban abarrotados de máscaras, de baile, de música, de carcajadas y barullo. Apretujado me fui deslizando por entre la multitud, desde la orquesta de negros hasta la murga de aldea, desde el radiante gran salón principal, por los pasillos y escaleras, por los bares, hasta los buffets y los cuartos del champaña. En la mayor parte de las paredes pendían las fieras y alegres pinturas de los artistas modernísimos. Todo el mundo estaba allí, artistas, periodistas, profesores, hombres de negocios, además, naturalmente, toda la gente de viso de la ciudad. Formando en una de las orquestas estaba sentado mister Pablo, soplando con entusiasmo en su tubo arqueado; cuando me conoció, me lanzó con estrépito su saludo musical. Empujado por el gentío, fui pasando por diversos aposentos, subí y bajé escaleras; un pasillo en el sótano había sido dispuesto por los artistas como infierno, y una murga de demonios armaba allí una frenética algarabía. Luego empecé a buscar con la vista a Armanda y a María, traté de encontrarlas, me esforcé varias veces por penetrar en el salón principal, pero me perdía siempre o me hallaba de cara con la corriente de la multitud. Hacia media noche aún no había encontrado a nadie; aun cuando todavía no me había decidido a bailar, ya tenía calor y me sentía mareado, me tiré en la silla más cercana, entre gente extraña toda, me hice servir vino y encontré que el asistir a estas fiestas bulliciosas no era cosa para un hombre viejo como yo.

Resignado bebí mi vaso de vino, miré absorto los brazos y las espaldas desnudas de las mujeres, vi pasar flotando innúmeras máscaras grotescas, me dejé dar empellones y sin decir una palabra hice seguir su camino a un par de muchachas que querían sentarse sobre mis rodillas o bailar conmigo. «Viejo oso gruñón», gritó una, y tenía razón. Decidí infundirme algo de valor y de humor bebiendo, pero tampoco el vino me hacía bien, apenas pude apurar el segundo vaso. Y poco a poco fui sintiendo cómo el lobo estepario estaba detrás de mí y me sacaba la lengua. No se podía hacer nada conmigo, yo estaba allí en falso lugar. Había ido con la mejor intención, pero no podía animarme, y la alegría bulliciosa y zumbante, las risotadas y todo el frenesí en torno mío se me antojaba necio y forzado.

Así sucedió que a eso de la una, desengañado y de mal talante, me escabullí hacia atrás al guardarropa, para ponerme el gabán y marcharme. Era una derrota, un retroceso al lobo estepario, y no sé si Armanda me lo perdonaría. Pero yo no podía hacer otra cosa. En el penoso camino a través de las apreturas hasta el guardarropa, había vuelto a mirar con cuidado a todas partes, por si veía a alguna de las amigas. En vano. Por fin estuve de pie ante el mostrador, el hombre cortés del otro lado alargaba ya la mano esperando mi número, yo busqué en el bolsillo del chaleco —¡el número no estaba allí ya!—. Diablo, no faltaba más que esto. Varias veces, durante mis tristes correrías por los salones, cuando estuve sentado ante el vino insulso, había metido la mano en el bolsillo, luchando con la resolución de volver a marcharme, y siempre había notado en su sitio la contraseña plana y redonda. Y ahora había desaparecido. Todo se me ponía mal.

—¿Has perdido la contraseña? —me preguntó con voz chillona un pequeño diablo rojo y amarillo, a mi lado—. Ahí puedes quedarte con la mía, compañero —y me la alargó efectivamente—. Mientras yo la tomaba de un modo mecánico y le daba vueltas en los dedos, había desaparecido el ágil diablejo.

Pero cuando hube levantado hasta los ojos la redonda moneda de cartón, para ver el número, allí no había número alguno, sino unos garabatos de letra pequeña. Rogué al hombre del guardarropa que esperara, fui bajo la lámpara más próxima y leí. Allí decía, en minúsculas letras vacilantes, difíciles de leer, algo borrosas:

ESTA NOCHE, A PARTIR DE LAS CUATRO, TEATRO MÁGICO

—SOLO PARA LOCOS

LA ENTRADA CUESTA LA RAZÓN

NO PARA CUALQUIERA. ARMANDA ESTÁ EN EL INFIERNO

Como un polichinela cuyo alambre se le hubiera escapado de las manos por un momento al artista, vuelve a revivir tras una muerte corta y un estúpido letargo, toma parte de nuevo en el juego, bailotea y funciona otra vez; así yo también, llevado por el mágico alambre, volví a correr elástico, joven y afanoso al tumulto, del cual acababa de escaparme cansado, sin gana y viejo. Jamás ha tenido más prisa un pecador por llegar al infierno. Hace un instante me habían apretado los zapatos de charol, me había repugnado el aire perfumado y denso, me había aplanado el calor; ahora corría de prisa sobre mis pies alados, en el compás de onestep, por todos los salones, camino del infierno; sentía el aire lleno de encanto, fui mecido y llevado por el calor, por toda la música zumbona, por el vértigo de colores, por el perfume de los hombros de las mujeres, por la embriaguez de cientos de personas, por la risa, por el compás del baile, por el brillo de todos los ojos inflamados. Una bailarina española voló a mis brazos: «Baila conmigo». «No puede ser», dije, «voy al infierno. Pero un beso tuyo me lo llevo con gusto». La boca roja bajo el antifaz vino a mi encuentro, y sólo entonces, en el beso, reconocí a María. La apreté en mis brazos, como una fragante rosa de verano florecía su boca plena. Y luego bailamos, claro está, con los labios todavía juntos, y pasamos bailando cerca de Pablo, éste pendía enamorado de su tubo acústico que aullaba tiernamente; radiante y semiausente nos acogió su hermosa mirada ininteligente. Pero antes de que hubiésemos dado veinte pasos de baile, se interrumpió la música, con disgusto solté a María de mis manos.

—Me hubiese gustado bailar contigo otra vez —dije, embriagado por su calor—; sigue conmigo unos pasos, María; estoy enamorado de tu hermoso brazo; ¡déjamelo todavía un momento! Pero, mira, Armanda me ha llamado. Está en el infierno.

—Me lo figuré. Adiós, Harry; yo sigo queriéndote.

Se despidió. Despedida era, otoño era, sino era, lo que me había dejado el perfume de la rosa de verano tan plena y tan fragante.

Seguí corriendo a través de los largos pasillos llenos de tiernas apreturas y por las escaleras abajo hacia el infierno. Allí ardían en los muros, negros como la pez, lámparas chillonas y malignas, y la orquesta de diablos tocaba febril. En una alta silla del bar había sentado un joven bello sin careta, de frac, el cual me pasó revista brevemente con una mirada burlona. Fui oprimido contra la pared por el torbellino del baile; unas veinte parejas bailaban en el pequeñísimo espacio. Ávido y temeroso observé a todas las mujeres; la mayoría aún llevaban antifaz; algunas me miraban riendo; pero ninguna era Armanda. Burlón miraba el bello jovenzuelo hacia abajo desde su alta silla barera. Pensé que en el próximo intermedio del baile llegaría ella y me llamaría. El baile acabó, pero no vino nadie.

Pasé al otro lado, al bar, que estaba embutido en un rincón de la pequeña estancia baja de techo. Fui a ponerme junto a la silla del jovencito y me hice servir whisky. Mientras bebía, vi el perfil del joven; parecía tan conocido y encantador como un retrato de tiempo muy remoto, valioso por el silente velo polvoriento del pasado. ¡Oh, en aquel momento sufrí una sacudida! ¡Sí, era Armando, mi amigo de la infancia!

—¡Armando! —dije a media voz.

Él sonrió.

—Harry, ¿me has encontrado?

Era Armanda, sólo un poco alterado el peinado y ligeramente pintada. Su rostro inteligente me miró de un modo singular con toda su palidez, asomándose a su cuello tieso de moda; llamativamente pequeñas, surgían sus manos de las amplias mangas negras del frac y de los puños blancos, y llamativamente lindos surgían sus pies en botines de seda blanca y negra de los negros pantalones largos.

—¿Es éste el traje, Armanda, con el que quieres hacer que me enamore de ti?

—Hasta ahora —asintió ella— sólo he enamorado a algunas señoras. Pero ahora te toca a ti el turno. Bebamos antes una copa de champaña.

Así lo hicimos, agachados sobre nuestras altas sillas del bar, en tanto que a nuestro lado continuaba el baile y se hinchaba la cálida y violenta música. Y sin que Armanda pareciera esforzarse en absoluto por lograrlo, me enamoré muy pronto de ella. Como iba vestida de hombre, no podíamos bailar, no podía permitirme ninguna caricia, ningún ataque; y mientras aparecía alejada y neutral en su disfraz masculino, me iba envolviendo en miradas, en palabras y gestos, con todos los encantos de su feminidad. Sin haber llegado a tocarla siquiera, sucumbí a su encanto, y esta misma magia seguía en su papel, era un poco hermafrodita. Pues ella estuvo conversando conmigo acerca de Armando y de la niñez, la mía y la suya propia, aquellos años anteriores a la madurez sexual, en los cuales la capacidad de amar abarca no sólo a los sexos, sino a todo y a todas las cosas, lo material y lo espiritual, y todo dotado de la magia del amor y de la fabulosa capacidad de transformación, que únicamente a los elegidos y a los poetas les retorna a veces en las últimas épocas de la vida. Ella representaba perfectamente su papel de mozalbete, fumaba cigarrillos y charlaba ingeniosa y con soltura, a menudo un poco burlona; pero todo estaba impregnado por Eros, todo se transmutaba en linda seducción al pasar a mis sentidos.

¡Qué bien y qué exactamente había creído yo conocer a Armanda y cuán nueva del todo se me revelaba en esta noche! ¡De qué manera tan dulce e imperceptible me tendía la anhelada red, de qué forma tan divertida y embrujada me daba a beber el dulce veneno!

Estuvimos sentados charlando y bebiendo champaña. Dimos, curiosos, una vuelta por los salones, como descubridores aventureros; estuvimos observando diversas parejas y acechamos sus juegos de amor. Ella me mostraba mujeres con las que me incitaba a bailar, y me daba consejos acerca de las artes de seducción que había que emplear con ésta y con aquélla. Nos presentamos como rivales, hicimos la corte los dos un rato a la misma mujer, bailamos alternativamente con ella, tratando los dos de conquistarla. Y, sin embargo, todo esto no era más que juego de máscaras, era sólo una diversión entre nosotros dos que nos enlazaba a ambos más estrechamente, nos inflamaba más al uno para el otro. Todo era cuento de hadas, todo estaba enriquecido con una dimensión de más, con una nueva significación; todo era juego y símbolo. Vimos a una mujer joven, muy hermosa, que parecía algo apenada y descontenta. Armando bailó con ella, la puso hecha un ascua, se la llevó a un quiosco de champaña, y me contó después que había conquistado a aquella mujer no como hombre, sino como mujer, con la magia de Lesbos. Pero a mí, poco a poco, todo este palacio bullicioso lleno de salones en los que zumbaba el baile, esta ebria multitud de máscaras, se me convertía en un desenfrenado paraíso de ensueño; una y otra flor me seducían con su perfume, con una fruta y con otra estuve jugueteando, examinándolas con los dedos; serpientes me miraban seductoras desde verdes sombras de follaje; la flor del loto se alzaba espiritual sobre el negro cieno; pájaros encantados incitaban desde la enramada, y, sin embargo, todo no hacía más que llevarme al fin anhelado, todo me invitaba cada vez más con afán ardiente hacia la única. Un momento bailé con una muchacha desconocida, entusiasmado, conquistador; la arrastré al vértigo y a la embriaguez, y, mientras flotábamos en lo irreal, dijo ella, riendo, de pronto:

—Estás desconocido. A primera hora te encontrabas tan tonto y tan insípido…

Y reconocí a la que horas antes me había llamado «viejo oso gruñón». Ahora creyó haberme conseguido; pero al baile siguiente era ya otra la que me enardecía. Bailé dos horas o aún más, sin parar, todos los bailes, muchos que no había aprendido nunca. Una y otra vez aparecía a mi lado Armando, el joven sonriente, me saludaba con la cabeza, desaparecía de nuevo en el tumulto.

En esta noche de baile se me logró un acontecimiento que me había sido desconocido durante cincuenta años, aun cuando lo ha experimentado cualquier tobillera y cualquier estudiante: el suceso de una fiesta, la embriaguez de la comunidad en una fiesta, el secreto de la pérdida de la personalidad entre la multitud, de la unio mystica de la alegría. Con frecuencia había oído hablar de ello, era conocido de toda criada de servir, y con frecuencia había visto brillar los ojos del narrador y siempre me había sonreído un poco con aire de superioridad, un poco con envidia. Aquel brillo en los ojos ebrios de un desplazado, de un redimido de sí mismo; aquella sonrisa y aquel decaimiento medio extraviado del que se deshace en el torbellino de la comunidad, lo había visto cien veces en la vida, en ejemplos nobles y plebeyos, en reclutas y en marineros borrachos, lo mismo que en grandes artistas en el entusiasmo de representaciones solemnes, y no menos en soldados jóvenes al ir a la guerra, y aun en época recentísima había admirado, amado, ridiculizado y envidiado este fulgor y esta sonrisa del que se encuentra felizmente fuera de lugar, en mi amigo Pablo, cuando él, dichoso en el estruendo de la música, estaba pendiente de su saxofón en la orquesta, o miraba arrobado y en éxtasis al director, al tambor o al hombre con el banjo. A veces había pensado que esta sonrisa, este fulgor infantil, no sería posible más que a personas muy jóvenes y a aquellos pueblos que no podían permitirse una fuerte individuación y diferenciación de los hombres en particular. Pero hoy, en esta bendita noche, irradiaba yo mismo, el lobo estepario Harry, esta sonrisa, nadaba yo mismo en esta felicidad honda, infantil, de fábula; respiraba yo mismo este dulce sueño y esta embriaguez de comunidad, de música y de ritmo, de vino y de placer sexual, cuyo elogio en la referencia de un baile dada por cualquier estudiante había escuchado yo tantas veces con un poco de soma y con aire de pobre suficiencia. Yo ya no era yo; mi personalidad se había disuelto en el torrente de la fiesta como la sal en el agua. Bailé con muchas mujeres; también que nadaban conmigo en el mismo salón, en el mismo baile, en la misma música, y cuyas caras radiantes flotaban delante de mi vista como grandes flores fantásticas; todas me pertenecían, a todas pertenecía yo, todos participábamos unos de otros. Y hasta los hombres había que contarlos también; también en ellos estaba yo; tampoco ellos me eran extraños a mí; su sonrisa era la mía, sus aspiraciones mis aspiraciones, mis deseos los suyos.

Un baile nuevo, un fox-trot, titulado Yearning, se apoderaba del mundo aquel invierno. Una y otra vez tocaron este Yearning, y no dejaban de pedirlo nuevamente; todos estábamos impregnados de él y embriagados; todos íbamos tarareando su melodía. Bailé sin interrupción con todas las que encontraba en mi camino, con muchachas jovencitas, con señoras jóvenes florecientes, con otras en plena madurez estival y con las que empezaban a marchitarse melancólicamente: por todas ellas encantado, sonriente, feliz, radiante. Y cuando Pablo me vio entusiasmado de este modo, a mi, a quien había tenido siempre por un pobre diablo muy digno de lástima, entonces me miró venturoso con sus ojos de fuego, se levantó entusiasmado de su asiento en la orquesta, sopló con violencia en su cuerna, se subió de pie encima de la silla, y desde allí arriba soplaba hinchando los carrillos y balanceándose con el instrumento fiera y dichosamente al compás del Yearning, y yo y mi pareja le tirábamos besos con la mano y acompañábamos la música cantando a grandes voces. «¡Ah —pensaba yo entretanto—, ya puede sucederme lo que quiera; ya he sido yo también feliz por una vez, radiante, desligado de mí mismo, un hermano de Pablo, un niño!».

Había perdido la noción del tiempo; no sé cuántas horas o cuántos instantes duró esta dicha embriagadora. Tampoco me daba cuenta de que la fiesta, cuanto más al rojo se iba poniendo, se comprimía en un espacio tanto más reducido. La mayor parte de la gente se había ido ya; en los pasillos se había hecho el silencio, y estaban apagadas muchas de las luces; la escalera estaba desierta; en los salones de arriba, una orquesta tras la otra había enmudecido y se había marchado; únicamente en el salón principal y en el infierno, allá abajo, se agitaba todavía el abigarrado frenesí de la fiesta, que aumentaba en ardor constantemente. Como no podía bailar con Armanda, el jovenzuelo, sólo habíamos podido volver a encontrarnos y a saludarnos rápidamente en los intermedios del baile, y últimamente se me había eclipsado en absoluto, no sólo a la vista, sino también al pensamiento. Ya no había pensamientos. Yo flotaba disuelto en el embriagado torbellino del baile, alcanzado por notas, suspiros, perfumes, saludado por ojos extraños, inflamado, rodeado de rostros, mejillas, labios, rodillas, pechos y brazos desconocidos, arrojado de un lado para otro por la música como en un oleaje acompasado.

Entonces vi de pronto, en un momento de medio lucidez, entre los últimos huéspedes que aún quedaban llenando ahora uno de los salones pequeños, el último en el que aún resonaba la música; entonces vi de pronto una negra Pierrette con la cara pintada de blanco, una hermosa y fresca muchacha, la única cubierta con un antifaz, una figura encantadora que yo no había visto aún en toda la noche. Mientras que a todas las demás se les conocía lo tarde que era en los rostros encendidos, los trajes en desorden, los cuellos y las chorreras arrugados, estaba la negra Pierrette rozagante y pulcra con su rostro blanco tras la careta, en un vestido impecable, con la gola intacta, los puños de pico brillantes y con un peinado recién hecho. Me sentí atraído hacia ella, la cogí por el talle y nos pusimos a bailar. Plena de aroma, su gola me hacía cosquillas en la barba, me rozó la cara su cabello; con más delicadeza y con mayor intimidad que cualquiera otra bailarina de esta noche, respondía su cuerpo mórbido y juvenil a mis movimientos, los evitaba, y jugueteando obligaba, seductora, cada vez a nuevos contactos. Y de pronto, al inclinarme durante el baile buscando su boca con la mía, sonrió aquella boca con un aire superior y de antigua familiaridad; reconocí la firme barbilla, reconocí feliz los hombros, los codos, las manos. Era Armanda, ya no era Armando, cambiada de traje, perfumada ligeramente y con muy pocos polvos en la cara. Ardientes se juntaron nuestros labios, un instante se plegó a mí todo su cuerpo hasta abajo a las rodillas, llena de deseo y de abandono; luego me retiró su boca y bailó muy discreta y huyendo. Cuando acabó la música nos quedamos de pie, abrazados; todas las parejas, enardecidas a nuestro alrededor, aplaudían, daban golpes en el suelo con los pies, gritaban, hostigaban a la agotada orquesta para que repitiera el Yearning. Y en aquel momento percibimos todos la mañana, vimos la pálida luz tras las cortinas, nos dimos cuenta del cercano fin del placer, presentimos próximo el cansancio y nos precipitamos ciegos, con grandes risotadas y desesperados otra vez en el baile, en la música, en la marea de luz, cogimos frenéticos el compás, apretadas unas parejas junto a otras, sentimos una vez más, dichosos, que nos tragaba el inmenso oleaje. En este baile abandonó Armanda su superioridad, su burla, su frialdad: sabía que ya no necesitaba hacer nada para enamorarme. Yo era suyo. Y ella se entregó en el baile, en las miradas, en los besos, en la sonrisa. Todas las mujeres de esta noche febril, todas aquellas con quienes yo había bailado, todas las que yo había inflamado y las que me habían inflamado a mí, aquellas a las que yo había solicitado y a las que me había plegado lleno de ilusión, todas a las que había mirado con ansias de amor, se habían fundido y estaban convertidas en una sola y única que florecía en mis brazos.

Mucho tiempo duró este baile de boda. Dos y tres veces enmudeció la orquesta, dejaron caer los músicos sus instrumentos, se separó el pianista del teclado, movió la cabeza negativamente el primer violín; pero siempre fueron enardecidos de nuevo por tocaban más de prisa, tocaban de una manera más salvaje. Luego —nosotros aún estábamos abrazados y respirando penosamente por el último baile afanoso— se cerró de un golpe seco la tapa del piano, cayeron cansados nuestros brazos como los de los trompeteros y violinistas, y el tocador de flauta guiñó los ojos y guardó el instrumento en su funda, se abrieron las puertas y entró a torrentes el aire frío, aparecieron unos camareros con manteles y el encargado del bar apagó la luz. Todo el mundo se dispersé con horror y como espectros; los bailarines, que hasta entonces estaban enardecidos con calor, se embutieron escalofriantes en sus abrigos y se subieron los cuellos. Armanda estaba allí de pie, pálida, pero sonriente. Poco a poco levantó los brazos y se echó para atrás el cabello, brilló a la luz su axila, una tenue sombra infinitamente delicada corría desde allí hacia el pecho oculto, y la pequeña línea ligera de sombras me pareció abarcar, como una sonrisa, todos sus encantos, todos los jugueteos y posibilidades de su hermoso cuerpo.

Allí estábamos los dos, mirándonos, los últimos en el salón, los últimos en el edificio. En alguna parte, abajo, oí cerrar una puerta, romperse una copa, perderse unas risas ahogadas, mezcladas con el estruendo maligno y raudo de los automóviles que arrancaban. En alguna parte, a una distancia y a una altura imprecisas, oí resonar una carcajada, una carcajada extraordinariamente clara y alegre y, sin embargo, horrible y extraña, una risa como de hielo y de cristal, luminosa y radiante, pero inexorable y fría. ¿De dónde me sonaba a conocida esta risa extraña? No podía darme cuenta.

Allí estábamos los dos mirándonos. Por un momento me desperté y volví a tener plena conciencia de las cosas, sentí que por la espalda me invadía un enorme cansancio, sentí en mi cuerpo desagradablemente húmedas y tibias las ropas resudadas, vi sobresalir de los puños arrugados y reblandecidos por el sudor mis manos encarnadas y con las venas gruesas. Pero inmediatamente pasó esto otra vez, lo borré una mirada de Armanda. Ante su mirada, por la cual parecía estar mirándome mi propia alma, se derrumbó toda la realidad, hasta la realidad de mi deseo sensual hacia ella. Encantados nos miramos el uno al otro, me miré a mí mi pobre alma pequeña.

—¿Estás dispuesto? —preguntó Armanda, y se disipó su sonrisa, lo mismo que se había disipado la sombra sobre su pecho. Lejana y elevada resonó aquella extraña risa en espacios desconocidos.

Asentí. ¡Oh, ya lo creo, estaba dispuesto!

Ahora apareció en la puerta Pablo, el músico, y nos deslumbró con sus ojos alegres, que realmente eran ojos irracionales; pero los ojos de los animales están siempre serios, y los suyos reían sin cesar, y su risa los convertía en ojos humanos. Con toda su cordial amabilidad nos hizo una seña. Tenía puesto un batín de seda de colores sobre cuyas vueltas encarnadas aparecían notablemente marchitos y descoloridos el cuello reblandecido de su camisa y su rostro sobrecansado y pálido; pero los negros ojos radiantes borraban esto. También borraban la realidad, también me encantaban.

Seguimos su seña, y en la puerta me dijo a mí en voz baja:

—Hermano Harry, invito a usted a una pequeña diversión. Entrada sólo para locos, cuesta la razón. ¿Está usted dispuesto?

De nuevo asentí.

¡Amable sujeto! Delicada y cuidadosamente nos cogió del brazo, a Armanda a la derecha, a mí a la izquierda, y nos llevó por una escalera a una pequeña habitación redonda, alumbrada de azul desde arriba y casi completamente vacía; no había dentro más que una pequeña mesa redonda y tres butacas, en las que nos sentamos.

¿Dónde estábamos? ¿Estaba yo durmiendo? ¿Me encontraba en mi casa? ¿Iba sentado en un auto caminando? No, estaba sentado en la habitación redonda iluminada de azul, en una atmósfera enrarecida, en una capa de realidad que se había hecho muy tenue. ¿Por qué estaba Armanda tan pálida? ¿Por qué hablaba Pablo tanto? ¿No era acaso yo mismo quien le hacía hablar, quien hablaba por él? ¿No era acaso también sólo mi propia alma, el ave temerosa y perdida, la que me miraba por sus ojos negros, lo mismo que por los ojos grises de Armanda?

Con toda su bondad amable y un poco ceremoniosa nos miraba Pablo y hablaba, hablaba mucho y largamente. Él, a quien yo no había oído hablar seguido, a quien no interesaban las disputas ni los formalismos, a quien yo apenas concedía una idea, estaba hablando ahora, charlaba corrientemente y sin faltas, con su voz buena y cálida:

—Amigos, os he invitado a una diversión, que Harry está deseando hace ya mucho tiempo, con la que ha soñado muchas veces. Un poco tarde es, y probablemente estamos todos algo cansados. Por eso vamos a descansar aquí antes y a fortalecernos.

De un nicho que había en la pared tomó tres vasitos y una pequeña botella singular. Sacó una cauta exótica de madera de colores, llenó de la botella los tres vasitos, cogió de la caja tres cigarrillos delgados, largos y amarillos, sacó de su batín de seda un encendedor y nos ofreció fuego. Cada uno de nosotros, recostado en su butaca, se puso entonces a fumar lentamente su cigarrillo, cuyo humo era espeso como el incienso, y a pequeños y lentos sorbos bebimos el líquido agridulce, que sabía a algo extrañamente desconocido y exótico, y que, en efecto, actuaba animando extraordinariamente y haciendo feliz, como si lo llenasen a uno de gas y perdiera su gravedad. Así estuvimos sentados fumando a pequeñas chupadas, descansando y saboreando los vasos, sentimos que nos aligerábamos y que nos poníamos alegres. Además, hablaba Pablo amortiguadamente con su cálida voz:

—Es para mí una alegría, querido Harry, poder hacerle a usted hoy un poco los honores. Muchas veces ha estado usted muy cansado de la vida; usted se afanaba por salir de aquí, ¿no es verdad? Anhelaba abandonar este tiempo, este mundo, esta realidad, y entrar en otra realidad más adecuada a usted, en un mundo sin tiempo. Hágalo usted, querido amigo, yo le invito a ello. Usted sabe muy bien dónde se oculta ese otro mundo, y que lo que usted busca es el mundo de su propia alma. Únicamente dentro de su mismo interior vive aquella otra realidad por la que usted suspira. Yo no puedo darle nada que no exista ya dentro de usted. Yo no puedo presentarle ninguna otra galería de cuadros que la de su alma. No puedo dar a usted nada: sólo la ocasión, el impulso, la clave. Yo he de ayudar a hacer visible su propio mundo; esto es todo.

Metió otra vez la mano en el bolsillo de su batín policromo y sacó un espejo redondo de mano.

—Vea usted: así se ha visto usted hasta ahora.

Me tuvo el espejito delante de los ojos (se me ocurrió un verso infantil: «Espejito, espejito en mi mano»), y vi, algo esfumado y nebuloso, un retrato siniestro que se agitaba, trabajaba y fermentaba dentro de sí mismo: vi a mi propia imagen, a Harry Haller, y dentro de este Harry, al lobo estepario, un lobo hermoso y farruco, pero con una mirada descarriada y temerosa, con los ojos brillantes, a ratos fiero y a ratos triste, y esta figura de lobo fluía en incesante movimiento por el interior de Harry, lo mismo que en un río un afluente de otro color enturbia y remueve, en lucha penosa, infiltrándose el uno en el otro, llenos de afán incumplido de concreción. Triste, triste me miraba el lobo deshecho, a medio conformar, con sus tímidos ojos hermosos.

—Así se ha visto usted siempre —repitió Pablo dulcemente, y volvió a guardar el espejo en el bolsillo.

Agradecido, cerré los ojos y tomé un sorbito del elixir.

—Ya hemos descansado —dijo Pablo—, nos hemos fortalecido y hemos charlado un poco. Si ya no os sentís cansados, entonces voy a llevaros ahora a mis vistas y a enseñaros mi pequeño teatro. ¿Estáis conformes?

Nos levantamos. Pablo iba delante, sonriente; abrió una puerta, descorrió una cortina y nos encontramos en el pasillo redondo, en forma de herradura, de un teatro exactamente en el centro, y a ambos lados el corredor, en forma de arco, ofrecía un número grandísimo, un número increíble de estrechas puertas de palcos.

—Este es mi teatro —explicó Pablo—, un teatro divertido; es de esperar que encontréis toda clase de cosas para reír.

Y al decir esto, reía él con estrépito, sólo un par de notas, pero ellas me atravesaron violentamente; era otra vez la risa clara y extraña que ya antes había oído resonar desde arriba.

—Mi teatrito tiene tantas puertas de palcos como queráis: diez, o ciento, o mil, y detrás de cada puerta os espera lo que vosotros vayáis buscando precisamente. Es una bonita galería de vistas, caro amigo; pero no le serviría de nada recorrerlo así como está usted. Se encontraría atado y deslumbrado por lo que viene usted llamando su personalidad. Sin duda ha adivinado usted hace mucho que el dominio del tiempo, la redención de la realidad y cualesquiera que sean los nombres que haya dado a sus anhelos, no representan otra cosa que el deseo de desprenderse de su llamada personalidad. Esta es la cárcel que lo aprisiona. Y si usted, tal como está, entrase en el teatro, lo vería todo con los ojos de Harry, todo a través de las viejas gafas del lobo estepario. Por eso se le invita a que se desprenda de sus gafas y a que tenga la bondad de dejar esa muy honorable personalidad aquí en el guardarropa, donde volverá a tenerla a su disposición en el momento en que lo desee. La preciosa noche de baile que tiene usted tras sí, el Tractat del lobo estepario y, finalmente, el pequeño excitante que acabamos de tomarnos, lo habrán preparado sin duda suficientemente. Usted, Harry, después de quitarse su respetable personalidad, tendrá a su disposición el lado izquierdo del teatro; Armanda, el derecho; en el interior pueden ustedes volver a encontrarse cuantas veces quieran. Haz el favor, Armanda, de irte por ahora detrás de la cortina; voy a iniciar primeramente a Harry.

Armanda desapareció hacia la derecha, pasando por delante de un gran espejo que cubría la pared posterior desde el suelo hasta el techo.

—Así, Harry, venga usted y esté muy contento. Ponerlo de buen humor, enseñarle a reír, es la finalidad de todos estos preparativos; yo espero que usted se abrevie el camino. Usted se encuentra perfectamente, ¿no es eso? ¿Sí? ¿No tendrá usted miedo? Está bien, muy bien. Ahora, sin temor y con cordial alegría, va usted a entrar en nuestro mundo fantástico, empezando, como es costumbre, por un pequeño suicidio aparente.

Volvió a sacar otra vez el pequeño espejo del bolsillo y me lo puso delante de la cara. De nuevo me miró el Harry desconcertado y nebuloso e infiltrado de la figura del lobo que se debatía dentro, un cuadro que me era bien conocido y que en verdad no me resultaba simpático, cuya destrucción no me daba cuidado alguno.

—Esta imagen, de la que ya se puede prescindir, tiene usted ahora que extinguirla, caro amigo; otra cosa no hace falta. Basta con que usted, cuando su humor lo permita, observe esta imagen con una risa sincera. Usted está aquí en una escuela de humorismo, tiene que aprender a reír. Pues todo humorismo superior empieza porque ya no se toma en serio a la propia persona.

Miré con fijeza en el espejito, espejito en la mano, en el cual el lobo Harry ejecutaba sus sacudidas. Por un instante sentí yo también unos sacudimientos dentro de mí, muy hondos, calladamente, pero dolorosos, como recuerdo, como nostalgia, como arrepentimiento. Luego cedió la ligera opresión a un sentimiento nuevo, parecido a aquel que se nota cuando se extrae un diente enfermo de la mandíbula anestesiada con cocaína, una sensación de aligeramiento, de ensancharse el pecho y al mismo tiempo de admiración porque no haya dolido. Y a este sentimiento se agregaba una rozagante satisfacción y una gana de reír irresistible, hasta el punto de que hube de soltar una carcajada liberadora.

La borrosa imagencita del espejo hizo unas contracciones y se esfumó; la pequeña superficie redonda del cristal estaba como si de pronto se hubiera quemado; se había vuelto gris y basta y opaca. Riendo arrojó Pablo aquel tiesto, que se perdió rodando por el suelo del pasillo sin fin.

—Bien reído —gritó Pablo—; aún aprenderás a reír como los inmortales. Ya, por fin, has matado al lobo estepario. Con navajas de afeitar no se consigue esto. ¡Cuídate de que permanezca muerto! En seguida podrás abandonar la necia realidad. En la próxima ocasión beberemos fraternidad, querido; nunca me has gustado tanto como hoy. Y si luego le das aún algo de valor, podemos también filosofar juntos y disputar y hablar acerca de música y acerca de Mozart y de Gluck y de Platón todo cuanto quieras. Ahora comprenderás por qué antes no era posible. Es de esperar que consigas por hoy deshacerte del lobo estepario. Porque, naturalmente, tu suicidio no es definitivo; nosotros estamos aquí en un teatro de magia; aquí no hay más que fantasías, no hay realidad. Elígete cuadros bellos y alegres y demuestra que realmente no estás enamorado ya de tu dudosa personalidad. Más si, a pesar de todo, la volvieras a desear, no necesitas más que mirarte de nuevo en el espejo que ahora voy a enseñarte. Tú conoces, desde luego, la antigua y sabia sentencia: «Un espejito en la mano, es mejor que dos en la pared». ¡Ja, ja! (De nuevo volvió a reír de un modo tan hermoso y tan terrible). Así, y ahora no falta por ejecutar más que una muy pequeña ceremonia y muy divertida. Has tirado ya las gafas de tu personalidad; ahora ven y mira en un espejo verdadero. Te hará pasar un buen rato. Entre risas y pequeñas caricias extravagantes me hizo dar media vuelta, de modo que quedé frente al espejo gigante de la pared. En él me vi.

Vi, durante un pequeñísimo momento, al Harry que yo conocía, pero con una cara placentera, contra mi costumbre, radiante y risueña. Pero apenas lo hube reconocido, se desplomó, segregándose de él una segunda figura, una tercera, una décima, una vigésima, y todo el enorme espejo se llenó por todas partes de Harrys y de trozos de Harry, de numerosos Harrys, a cada uno de los cuales sólo vi y reconocí un momento brevísimo. Algunos estos Harrys eran tan viejos como yo; algunos, más viejos; otros, completamente jóvenes, mozalbetes, muchachos, colegiales, arrapiezos, niños. Harrys de cincuenta y de veinte años corrían y saltaban atropellándose; de treinta años y de cinco, serios y joviales, respetables y ridículos, bien vestidos y harapientos y hasta enteramente desnudos, calvos y con grandes melenas, y todos eran yo, y cada uno fue visto y reconocido por mí con la rapidez del relámpago, y desapareció; se dispersaron en todas direcciones, hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia dentro en el fondo de espejo, hacia fuera, saliéndose de él. Uno, un tipo joven y elegante, saltó riendo al pecho de Pablo, lo abrazó y echó a correr con él. Y otro, que me gustaba a mí singularmente, un jovenzuelo de dieciséis o diecisiete años, echó a correr como un rayo por el pasillo, se puso a leer, ávido, las inscripciones de todas las puertas. Yo corrí tras él; se quedó parado ante una; leí el letrero:

TODAS LAS MUCHACHAS SON TUYAS.

ÉCHESE UN MARCO.

El simpático joven se incorporó de un salto, de cabeza se arrojó por la ranura y desapareció detrás de la puerta.

También Pablo había desaparecido, también el espejo parecía que se había disipado y con él todas las numerosas imágenes de Harry. Me di cuenta de que ahora me encontraba abandonado a mí mismo y al teatro, y fui pasando curioso de puerta en puerta, y en cada una leía una inscripción, una seducción, una promesa.

* * *

La inscripción

¡A CAZAR ALEGREMENTE!

MONTERÍA DE AUTOMOVILES

me atrajo, abrí la puerta estrechita y entré.

Me encontré arrebatado, en un mundo agitado y bullicioso. Por las calles corrían los automóviles a toda velocidad y se dedicaban a la caza de los peatones, los atropellaban haciéndolos papilla, los aplastaban horrorosamente contra las paredes de las casas.

Comprendí al punto: era la lucha entre los hombres y las máquinas, preparada, esperada y temida desde hace mucho tiempo, la que por fin había estallado. Por todas partes yacían muertos y mutilados, por todas partes también automóviles apedreados, retorcidos, medio quemados; sobre la espantosa confusión volaban aeroplanos, y también a éstos se les tiraba desde muchos tejados y ventanas con fusiles y con ametralladoras. En todas las paredes anuncios fieros y magníficamente llamativos invitaban a toda la nación, en letras gigantescas que ardían como antorchas, a ponerse al fin al lado de los hombres contra las máquinas, a asesinar por fin a los ricos opulentos, bien vestidos y perfumados, que con ayuda de las máquinas sacaban el jugo a los demás y hacer polvo a la vez sus grandes automóviles, que no cesaban de toser, de gruñir con mala intención y de hacer un ruido infernal, a incendiar por último las fábricas y barrer y despoblar un poco la tierra profanada, para que pudiera volver a salir la hierba y surgir otra vez del polvoriento mundo de cemento algo así como bosques, praderas, pastos, arroyos y marismas. Otros anuncios, en cambio, en colores más finos y menos infantiles, redactados en una forma muy inteligente y espiritual, prevenían con afán a todos los propietarios y a todos los circunspectos contra el caos amenazador de la anarquía, cantaban con verdadera emoción la bendición del orden, del trabajo, de la propiedad, de la cultura, del derecho, y ensalzaban las máquinas como la más alta y última conquista del hombre, con cuya ayuda habríamos de convertirnos en dioses. Pensativo y admirado leí los anuncios, los rojos y los verdes; de un modo extraño me impresionó su inflamada oratoria, su lógica aplastante; tenían razón, y, hondamente convencido, me quedé parado ya ante uno, ya ante el otro, y, sin embargo, un tanto inquieto por el tiroteo bastante vivo. El caso es que lo principal estaba claro: había guerra, una guerra violenta, racial y altamente simpática, en donde no se trataba de emperadores, repúblicas, fronteras, ni de banderas y colores y otras cosas por el estilo, más bien decorativas y teatrales, de fruslerías en el fondo, sino en donde todo aquel a quien le faltaba aire para respirar y a quien ya no le sabía bien la vida, daba persuasiva expresión a su malestar y trataba de preparar la destrucción general del mundo civilizado de hojalata. Vi cómo a todos les salía risueño a los ojos, claro y sincero, el afán de destrucción y de exterminio, y dentro de mí mismo florecían estas salvajes flores rojas, grandes y lozanas, y no reían menos. Con alegría me incorporé a la lucha.

Pero lo más hermoso de todo fue que junto a mi surgió de pronto mi compañero de colegio, Gustavo, del cual no había vuelto a saber nada en tantos decenios, y que en otro tiempo había sido el más fiero, el más fuerte y el más sediento de vida entre los amigos de mi primera niñez. Se me alegró el corazón cuando vi que sus ojos azules claros me miraban de nuevo moviendo los párpados. Me hizo una seña y le seguí inmediatamente con alegría.

—Hola, Gustavo —grité feliz—, ¡cuánto me place volver a verte! ¿Qué ha sido de ti?

Furioso, empezó a reír, enteramente como en la infancia.

—¡Bárbaro! ¿No hay que hacer más que empezar a preguntar ya y a perder el tiempo en palabrería? Me hice teólogo, ya lo sabes; pero ahora, afortunadamente, ya no hay más teología, muchacho, sino guerra. Anda, ven.

De un pequeño automóvil, que en aquel momento venía hacia nosotros resoplando, echó abajo de un tiro al conductor, saltó listo como un mono al volante, lo hizo parar y me mandó subir; luego corrimos rápidos como el diablo, entre balas de fusil y coches volcados, fuera de la ciudad y del suburbio.

—¿Tú estás al lado de los fabricantes? —pregunté a mi amigo.

—¿Qué dices? Eso es cuestión de gusto; ya lo pensaremos luego. Pero no, espera; es preferible que escojamos el otro partido, aun cuando en el fondo es perfectamente igual. Yo soy teólogo, y mi antecesor Lutero ayudó en su tiempo a los príncipes y poderosos contra los campesinos, vamos a ver si corregimos aquello ahora un poquitín. Maldito coche, es de esperar que aún aguante todavía un par de kilómetros.

Rápidos como el viento, en el cielo engendrado, salimos de allí crepitantes hasta llegar a un paisaje verde y tranquilo, distante cuatro millas, a través de una gran llanura, y subiendo luego lentamente por una enorme montaña. Aquí hicimos alto en una carretera lisa y reluciente, que conducía hacia arriba en curvas atrevidas, entre una escarpada roca y un pequeño muro de protección, y que dominaba desde lo alto un brillante lago azul.

—Hermosa comarca —dije.

—Muy bonita. Podemos llamarla la carretera de los ejes; aquí han de saltar, hechos pedazos, más de cuatro ejes. Harrycito, pon atención.

Junto a la carretera había un pino grande, y arriba, en la copa, vimos construida de tablas como una especie de cabaña, una atalaya y mirador. Gustavo me miró riendo claramente, guiñando astuto sus ojos azules, y presurosos nos bajamos de nuestro coche y gateamos por el tronco, ocultándonos en la atalaya que nos gustó mucho, y allí pudimos respirar a nuestras anchas. Allí encontramos fusiles, pistolas, cajas con cartuchos. Apenas nos hubimos refrescado un poco y acomodado en aquel puesto de caza, cuando ya resonó por la curva más próxima, ronco y dominador, el ruido de un gran coche de lujo, que venía caminando crepitante a gran velocidad por la reluciente carretera de la montaña. Ya teníamos las escopetas en la mano. Fue un momento de tensión maravillosa.

—Apunta al chófer —ordenó rápidamente Gustavo, al tiempo que el pesado coche cruzaba corriendo por debajo de nosotros. Y ya apuntaba yo y disparé a la gorra azul del conductor. El hombre se desplomó, el coche siguió zumbando, chocó contra la roca, rebotó hacia atrás, chocó gravemente y con furia como un abejorro gordo y grande contra el muro de contención, dio la vuelta y cayó por encima con ruido seco en el abismo.

—A otra cosa —dijo Gustavo riendo—. El próximo me toca a mí.

Ya llegaba corriendo otro coche pequeño; en los asientos venían dos o tres personas; de la cabeza de una mujer ondeaba un trozo de velo rígido y horizontal, hacia atrás, un velo azul claro; realmente me daba lástima de él; quién sabe si la más linda cara de mujer reía bajo aquel velo. Santo Dios, si estuviésemos jugando a los bandidos, quizás hubiese sido más justo y más bonito, siguiendo el ejemplo de grandes predecesores, no extender a las bellas damas nuestro bravo afán de matar. Pero Gustavo ya había disparado. El chófer hizo unas contracciones, se desplomó, dio el coche un salto contra la roca vertical, volcó hacia atrás, cayendo sobre la carretera con las ruedas hacia arriba. Esperamos un momento, nada se movía; en silencio yacían allí, presos como en una ratonera, los ocupantes bajo su coche. Este zumbaba y se movía aún y hacía dar vueltas a las ruedas en el aire de un modo cómico; pero de repente dejó escapar un terrible estampido y se halló envuelto en llamas luminosas.

—Un Ford —dijo Gustavo—. Tenemos que bajarnos y dejar otra vez la carretera libre.

Descendimos y estuvimos contemplando aquella hoguera. Se quemó por completo, rápidamente; entretanto preparamos unos troncos de madera y lo empujamos hacia un lado, echándolo por encima del borde de la carretera al abismo; aún estuvo crujiendo un rato al chocar con los matorrales. Al dar la vuelta al coche se habían caído dos de los muertos, y allí estaban tendidos, con las ropas quemadas en parte. Uno tenía el traje todavía bastante bien conservado; registré sus bolsillos por si encontrábamos quién hubiera sido: una cartera de piel apareció; dentro, había tarjetas de visita. Cogí una y leí en ella las palabras Tat twam asi.

—Tiene gracia —dijo Gustavo—. Pero, en realidad, es indiferente cómo se llamen las personas que asesinamos aquí. Son pobres diablos como nosotros, los nombres no hacen al caso. Este mundo tiene que ser destruido, y nosotros con él. Diez minutos debajo del agua seria la solución menos dolorosa. ¡Ea, a trabajar!

Arrojamos a los muertos en pos del coche. Ya se acercaba bocinando un nuevo auto. Le hicimos fuego en seguida desde la misma carretera. Siguió un rato, vacilante como un borracho, se estrelló luego y quedó tendido jadeante; uno que iba dentro permaneció sentado en el interior, pero una bonita muchacha se apeó ilesa, aunque pálida y temblando violentamente. La saludamos amables y le ofrecimos nuestros servicios. Estaba demasiado asustada, no podía hablar y un rato nos miró con los ojos desencajados, como loca.

—Ea, vamos a cuidarnos primeramente de aquel pobre señor anciano —dijo Gustavo.

Y se dirigió al viajero, que aún continuaba pegado a su Sitio detrás del chófer muerto. Era un señor con el cabello gris, tenía abiertos los inteligentes ojos grises claros; pero parecía estar gravemente herido, por lo menos le salía sangre de la boca y el cuello lo tenía horrorosamente torcido y rígido.

—Permita usted, anciano; mi nombre es Gustavo. Nos hemos tomado la libertad de pegar un tiro a su chófer. ¿Podemos preguntar con quién tenemos el honor…? El viejo miraba fría y tristemente con sus pequeños ojos grises.

—Soy el fiscal Loering —dijo lentamente—. Ustedes no han asesinado sólo a mi chófer, sino a mí también; siento que esto se acaba. ¿Se puede saber por qué han disparado contra nosotros?

—Por exceso de velocidad.

—Nosotros veníamos con velocidad normal.

—Lo que ayer era normal, ya no lo es hoy, señor fiscal. Hoy somos de opinión que cualquier velocidad a la que pueda marchar un auto es excesiva. Nosotros destrozamos ahora los autos todos, y las demás máquinas también.

—¿También sus escopetas?

—También a ellas ha de llegarles su turno, si aún nos queda tiempo. Probablemente mañana o pasado estaremos liquidados todos. Usted no ignora que nuestro continente estaba horrorosamente sobrepoblado. Ahora ya va a sobrar aire.

—¿Y tiran ustedes a todo el mundo, sin distinción? —Claro. Por algunos puede sin duda que sea una lástima. Por ejemplo, por la dama joven y bella lo hubiera sentido mucho. ¿Es seguramente su hija?

—No, es mi mecanógrafa.

—Tanto mejor. Y ahora haga usted el favor de apearse, o permita usted que lo saquemos del coche, pues el coche ha de ser destruido.

—Prefiero que me destruyan ustedes con él.

—Como guste. Permita todavía una pregunta: usted es fiscal. Nunca he llegado a comprender cómo un hombre puede ser fiscal. Usted vive de acusar y de condenar a otras personas, por lo general, pobres diablos. ¿No es así?

—Así es. Yo cumplía con mi deber. Era mi profesión. Lo mismo que la profesión de verdugo es matar a los condenados por mí. Usted mismo se ha encargado, a lo que se ve, de idéntico oficio. Usted mata también.

—Exacto. Sólo que nosotros no matamos por obligación, sino por gusto, o mejor dicho, por disgusto, por desesperación del mundo. Por eso, matar nos proporciona cierta diversión. ¿No le ha divertido a usted nunca matar?

—Me está usted fastidiando. Tenga la bondad de terminar su cometido. Si la noción del deber le es a usted desconocida…

Calló y contrajo los labios, como si quisiera escupir. Pero no salió más que un poco de sangre que se quedó pegada a su barbilla.

—Espere usted —dijo cortésmente Gustavo—. La noción del deber ciertamente que no la conozco; no la conozco ya. En otro tiempo me dio mucho que hacer por razón de mi oficio; yo era profesor de Teología. Además fui soldado y estuve en la guerra. Lo que me parecía que era el deber y lo que me fue ordenado en toda ocasión por las autoridades y los superiores, todo ello no era bueno de verdad; hubiera preferido hacer siempre lo contrario. Pero aun cuando no conozca ya el concepto del deber, conozco, sin embargo, el de la culpa; acaso son los dos la misma cosa. Por haberme traído al mundo una madre, ya soy culpable, ya estoy condenado a vivir, estoy obligado a pertenecer a un Estado, a ser soldado, a pagar impuestos para armamentos. Y ahora, en este momento, la culpa de vivir me ha llevado otra vez, como antaño en la guerra, a tener que matar. Y en esta ocasión no mato con repugnancia, me he rendido a la culpa, no tengo nada en contra de que este mundo sobrecargado y necio salte en pedazos; yo ayudo con gusto, y con gusto sucumbo yo mismo a la vez.

El fiscal hizo un gran esfuerzo para sonreír un poco con sus labios llenos de sangre coagulada. No lo consiguió de un modo muy brillante; pero fue perceptible la buena intención.

—Está bien —dijo—; somos, pues, compañeros. Tenga la bondad de cumplir ahora con su deber, señor colega.

La linda muchacha se había sentado entretanto en el borde de la cuneta y estaba desmayada.

En este momento se oyó de nuevo la bocina de un coche que venía zumbando a toda marcha. Retiramos a la muchacha un poco a un lado, nos apretamos contra las rocas y dejamos al coche que llegaba chocar contra los restos del otro. Frenó violentamente y se encalabrinó hacia lo alto, pero se quedó parado indemne. Rápidamente cogimos nuestras escopetas y apuntamos a los recién llegados.

—¡Abajo del coche! —ordenó Gustavo—. ¡Manos arriba!

Tres hombres bajaron del auto y, obedientes, levantaron las manos.

—¿Es médico alguno de ustedes? —preguntó Gustavo.

Dijeron que no.

—Entonces tengan ustedes la bondad de sacar con cuidado de su asiento a este señor, está gravemente herido. Y luego llévenlo en el coche que han traído ustedes hasta la ciudad más próxima. ¡Vamos, manos a la obra!

Prontamente fue acomodado el viejo señor en el otro coche; Gustavo dio la orden y todos partieron precipitadamente.

Entretanto había vuelto en si nuestra mecanógrafa y había estado presenciando los acontecimientos. Me gustaba haber hecho este precioso botín.

—Señorita —dijo Gustavo—, ha perdido usted a su jefe. Es de suponer que por lo demás no tuviera mayores vínculos con usted. Queda usted contratada por mí. ¡Séanos un buen camarada! Ea, el tiempo apremia. Pronto se va a estar aquí poco confortablemente. ¿Sabe usted gatear, señorita? ¿Sí? Pues vamos allá. La cogeremos entre los dos y la ayudaremos.

Trepamos a nuestra cabaña del árbol los tres todo lo rápidamente posible. La señorita se puso mala arriba, pero tomó una copa de coñac y pronto estuvo tan repuesta que pudo apreciar la magnífica perspectiva sobre el lago y la montaña y hacernos saber que se llamaba Dora.

Al poco tiempo ya había llegado abajo un nuevo coche, el cual pasó con precaución junto al auto destrozado, sin pararse, y luego aceleró inmediatamente su velocidad.

—¡Pretencioso! —dijo riendo Gustavo, y echó abajo de un tiro al conductor. Bailó un poco el coche, dio un salto contra el muro, lo hundió en parte y se quedó pendiente, inclinado sobre el abismo.

—Dora —dije—, ¿sabe usted manejar escopetas?

No sabía, pero le enseñamos a cargar un fusil. Al principio estaba torpe y se hizo sangre en un dedo, lloró y pidió un tafetán. Pero Gustavo le explicó que estábamos en la guerra y que ella tenía que mostrar que era una muchacha valiente. Así se calmó.

—Pero ¿qué va a ser de nosotros? —preguntó ella luego.

—No lo sé —dijo Gustavo—. A mi amigo Harry le gustan las mujeres bonitas; él será su amigo de usted.

—Pero van a venir con policía y soldados y nos matarán.

—Ya no hay policía ni cosas de ésas. Nosotros podemos elegir, Dora. O nos quedamos aquí arriba tranquilamente y hacemos fuego contra todos los coches que quieran pasar, o tomamos a nuestra vez un coche, salimos corriendo y dejamos que otros nos tiroteen. Da igual tomar un partido u otro. Yo estoy porque nos quedemos aquí.

Abajo había ya otro coche, resonando hacia arriba su bocina.

Pronto se dio cuenta de él, y quedó tumbado, con las ruedas en alto.

—Es cómico —dije— que divierta tanto el pegar tiros. Y eso que yo era antes enemigo de la guerra.

Gustavo sonreía.

—Sí, es que hay demasiadas personas en el mundo. Antes no se notaba tanto. Pero ahora, que cada uno no sólo quiere respirar el aire que le corresponde, sino hasta tener un auto, ahora es cuando lo notamos precisamente. Claro que lo que hacemos no es razonable, es una niñada, como también la guerra era una niñada monstruosa. Andando el tiempo, la humanidad tendrá que aprender alguna vez a contener su multiplicación por medios de razón. Por el momento, reaccionamos contra el insufrible estado de cosas de una manera bastante poco razonable, pero en el fondo hacemos lo justo: reducimos el número.

—Sí —dije—; lo que hacemos es acaso una locura y, sin embargo, es probablemente bueno y necesario. No está bien que la humanidad esfuerce excesivamente la inteligencia y trate, con la ayuda de la razón, de poner orden en las cosas, que aún están lejos de ser accesibles a la razón misma. De aquí que surjan esos ideales como el del americano o el del bolchevique, que los dos son extraordinariamente razonables y que, sin embargo, violentan y despojan a la vida de un modo tan terrible, porque la simplifican de una forma tan pueril. La imagen del hombre, en otro tiempo un alto ideal, está a punto de convertirse en un cliché. Nosotros los locos acaso la ennoblecemos otra vez.

Riendo, respondió Gustavo:

—Muchacho, hablas de un modo extraordinariamente sensato; es un placer y da gusto prestar atención a este pozo de ciencia. Y quizá tengas hasta un poquito de razón. Pero haz el favor de cargar de nuevo tu escopeta, me resultas algo soñador de más. A cada momento pueden aparecer corriendo otra vez un par de cervatillos; a éstos no podemos matarlos con filosofía, no hay más remedio que tener balas en el cañón.

Vino un auto y cayó en seguida. La carretera estaba interceptada. Un superviviente, un hombre gordo y con la cabeza colorada, gesticulaba fiero junto a las máquinas destrozadas, buscó por todas partes con los ojos muy abiertos, descubrió nuestra guarida, vino corriendo dando grandes voces y disparó contra nosotros muchas veces hacia lo alto con un revólver.

—Váyase usted ya o disparo —gritó Gustavo hacia abajo.

El hombre le apuntó y disparó aún otra vez. Entonces lo abatimos con dos tiros. Aún llegaron dos coches, que tendimos por tierra. Luego se quedó silenciosa y vacía la carretera; la noticia de su peligro parecía haberse extendido. Tuvimos tiempo de observar el hermoso panorama. Al otro lado del lago había en el fondo una pequeña ciudad; allí empezó a elevarse una columna de humo, y pronto vimos cómo el fuego se propagaba de uno a otro tejado. También se oían disparos. Dora lloraba un poco; yo acaricié sus húmedas mejillas.

—¿Es que vamos a perecer todos? —preguntó.

Nadie le dio respuesta. Entretanto pasaba por abajo un caminante, vio en el suelo los automóviles destrozados, anduvo rebuscando en ellos, metió la cabeza dentro de uno, sacó una sombrilla de colores, un bolso de señora y una botella de vino, se sentó apaciblemente en el muro, bebió en la botella, comió algo liado en platilla que había en el bolso, vació por completo la botella y continuó alegre su camino, con la sombrilla apretada debajo del brazo. Se marchó pacíficamente, y yo le dije a Gustavo:

—¿Te sería ahora posible disparar a este tipo simpático y hacerle un agujero en la cabeza? Dios sabe bien que yo no podría.

—Tampoco se nos exige —gruñó mi amigo.

Pero también a él le había entrado en el ánimo cierta desazón. Apenas nos hubimos echado a la cara a una persona que se conducía todavía cándida, pacífica e infantilmente, que aún vivía en el estado de inocencia, al punto nos pareció tonta y repulsiva toda nuestra conducta, tan laudable y necesaria. ¡Ah, diablo, tanta sangre! Nos avergonzamos. Pero es fama que en la guerra alguna vez los mismos generales han tenido una sensación así.

—No permanezcamos más tiempo aquí —gimió Dora—; vamos a bajarnos. Con seguridad encontraremos en los coches algo que comer. ¿Es que vosotros no tenéis hambre, bolcheviques?

Allá abajo, al otro lado, en la ciudad ardiendo, empezaron a tocar las campanas a rebato y con angustia. Nos dispusimos al descenso. Cuando ayudé a Dora a trepar por encima del parapeto, le di un beso en la rodilla. Ella se echó a reír. En aquel momento cedieron las estacas y los dos nos precipitamos en el vacío…

* * *

De nuevo me encontré en el pasillo circular, excitado por la aventura cinegética. Y por doquiera, en las innumerables puertas, atraían las inscripciones:

MUTABOR.

TRANSFORMACIÓN EN LOS ANIMALES

Y PLANTAS QUE SE DESEE.

KAMASUTRAM.

LECCIONES DE ARTE AMATORIO INDIO.

CURSO PARA PRINCIPIANTES. CUARENTA Y DOS

MÉTODOS DIFERENTES DE EJERCICIOS AMATORIOS.

¡SUICIDIO DELEITOSO!

TE MUERES DE RISA.

¿QUIERE USTED ESPIRITUALIZARSE?

SABIDURÍA ORIENTAL.

¡QUIÉN TUVIERA MIL LENGUAS!

SÓLO PARA CABALLEROS.

DECADENCIA DE OCCIDENTE.

PRECIOS REDUCIDOS. TODAVÍA INSUPERADA.

QUINTAESENCIA DEL ARTE.

LA TRANSFORMACIÓN DEL TIEMPO EN ESPACIO

POR MEDIO DE LA MÚSICA.

LA LÁGRIMA RIENTE.

GABINETE DE HUMORISMO.

JUEGOS DE ANACORETA.

PLENA COMPENSACIÓN PARA TODO SENTIDO DE SOCIABILIDAD.

La serie de inscripciones continuaba ilimitada. Una decía:

INSTRUCCIONES PARA LA RECONSTRUCCIÓN

DE LA PERSONALIDAD.

RESULTADO GARANTIZADO.

Esto se me antojó interesante y entré en aquella puerta.

Me acogió una estancia a media luz y en silencio; allí estaba sentado en el suelo, sin silla, al uso oriental, un hombre que tenía ante sí una cosa parecida a un tablero grande de ajedrez. En el primer momento me pareció que era el amigo Pablo, por lo menos llevaba el hombre un batín de seda multicolor por el estilo y tenía los mismos ojos radiantes oscuros.

—¿Es usted Pablo? —pregunté.

—No soy nadie —declaró amablemente—. Aquí no tenemos nombres, aquí no somos personas. Yo soy un jugador de ajedrez. ¿Desea usted una lección acerca de la reconstrucción de la personalidad?

—Sí, se lo suplico.

—Entonces tenga la bondad de poner a mi disposición un par de docenas de sus figuras.

—¿De mis figuras?…

—Las figuras en las que ha visto usted descomponerse su llamada personalidad. Sin figuras no me es posible jugar.

Me puso un espejo delante de la cara, otra vez vi allí la unidad de mi persona descompuesta en muchos yos, su número parecía haber aumentado más. Pero las figuras eran ahora muy pequeñas, aproximadamente como figuras manejables de ajedrez, y el jugador, con sus dedos silenciosos y seguros, cogió unas docenas de ellas y las puso en el suelo junto al tablero. Luego habló como el hombre que repite un discurso o una lección dicha muchas veces:

—La idea equivocada y funesta de que el hombre sea una unidad permanente, le es a usted conocida. También sabe que el hombre consta de una multitud de almas, de muchísimos yos. Descomponer en estas numerosas figuras la aparente unidad de la persona se tiene por locura, la ciencia ha inventado para ello el nombre de esquizofrenia. La ciencia tiene en esto razón en cuanto es natural que ninguna multiplicidad puede dominarse sin dirección, sin un cierto orden y agrupamiento. En cambio, no tiene razón en creer que sólo es posible un orden único, férreo y para toda la vida, de los muchos sub-yos. Este error de la ciencia trae no pocas consecuencias desagradables; su valor está exclusivamente en que los maestros y educadores puestos por el Estado ven su trabajo simplificado y se evitan el pensar y la experimentación. Como consecuencia de aquel error pasan muchos hombres por «normales», y hasta por representar un gran valor social, que están irremisiblemente locos, y a la inversa, tienen a muchos por locos, que son genios. Nosotros completamos por eso la psicología defectuosa de la ciencia con el concepto de lo que llamamos arte reconstructivo. Al que ha experimentado la descomposición de su yo le enseñamos que los trozos pueden acoplarse siempre en el orden que se quiera, y que con ellos se logra una ilimitada diversidad del juego de la vida. Lo mismo que los poetas crean un drama con un puñado de figuras, así construimos nosotros con las figuras de nuestros yos separados constantemente grupos nuevos, con distintos juegos y perspectivas, con situaciones eternamente renovadas. ¡Vea usted!

Con los dedos silenciosos e inteligentes, cogió mis figuras, todos los ancianos, jóvenes, niños y mujeres, todas las piececillas alegres y las tristes, las vigorosas y las débiles, las ágiles y las pesadas; las ordenó con rapidez sobre el tablero formando una combinación, en la que aquéllas se reunían al punto en grupos y familias, en juegos y en luchas, en amistades y en bandos enemigos, reflejando al mundo en miniatura. Ante mis ojos arrobados hizo moverse un rato al pequeño mundo lleno de agitación, y al mismo tiempo tan en orden; lo hizo jugar y luchar, concertar alianzas y librar batallas, comprometerse entre si, casarse, multiplicarse; era en efecto un drama de muchos personajes, interesante y movido.

Luego pasó la mano con un gesto sereno por el tablero, tumbó suavemente todas las figuras, las juntó en un montón y fue construyendo, artista complicado, con las mismas figuras un juego completamente nuevo, con grupos, relaciones y nexos diferentes en absoluto. El segundo juego se parecía al primero; era el mismo mundo, estaba compuesto del mismo material, pero la tonalidad había variado, el compás era distinto, los motivos estaban subrayados de otra manera, las situaciones, colocadas de otro modo.

Y así construyendo el inteligente artífice con las figuras, cada una de las cuales era un pedazo de mí mismo, numerosos juegos, todos parecidos entre sí desde cierta distancia, todos como pertenecientes al mismo mundo, como comprometidos al mismo origen, cada uno, sin embargo, enteramente nuevo.

—Esto es arte de vivir —dijo doctoralmente—; usted mismo puede ya de aquí en adelante seguir conformando y animando, complicando y enriqueciendo a su capricho el juego de su vida; está en su mano. Así como la locura, en un grado superior, es el principio de toda ciencia, así es la esquizofrenia el principio de todo arte, de toda fantasía. Hay sabios que se han dado cuenta ya de esto a medias, como puede comprobarse, por ejemplo, en El cuerno maravilloso del príncipe, aquel libro encantador, en el cual el trabajo penoso y aplicado de un sabio es ennoblecido por la cooperación genial de una multitud de artistas locos y encerrados en manicomios. Tome, guarde usted para sí sus figuritas; el juego le proporcionará placer aún muchas veces. La figura que hoy, haciendo de coco insoportable, le eche a perder el juego, mañana podrá usted degradarla, convirtiéndola en un comparsa insignificante. Usted, al juego siguiente, puede hacer una princesa de la pobre y simpática figurilla que durante toda una combinación parecía condenada a irremediable desventura. Le deseo que se divierta mucho, caballero.

Me incliné profundamente y, agradecido ante este inteligente jugador de ajedrez, guardé las figuritas en mi bolsillo y me retiré por la puerta angosta.

En realidad me había figurado que al momento me sentaría en el suelo en el corredor para jugar con las figuras horas enteras, toda una eternidad; pero apenas estuve otra vez en el pasillo luminoso y redondo del teatro, cuando nuevas corrientes, más fuertes que yo, me apartaron de esto. Un anuncio flameaba llamativo ante mis ojos:

MARAVILLOSA DOMA DEL LOBO ESTEPARIO.

Una pluralidad de sentimientos excitó dentro de mí esta inscripción; toda clase de angustias y de violencias de mi vida anterior, de la abandonada realidad, me oprimieron el corazón. Con mano temblorosa abrí la puerta y entré en una barraca de feria, allí vi una verja de hierro que me separaba del mísero escenario. Y en éste estaba un domador, un hombre de aspecto algo charlatán y pretencioso, el cual, a pesar del bigote grande, los brazos de abultados músculos y del traje de circo, se me parecía a mí mismo de un modo muy ladino y antipático. Este hombre forzudo conducía —espectáculo deplorable— de una cadena como a un perro a un lobo grande, hermoso, pero terriblemente demacrado y con una mirada de esclava timidez. Y resultaba tan repulsivo como interesante, tan feo y a la vez tan íntimamente divertido, ver a este hombre brutal presentar a la fiera tan noble, y al propio tiempo tan ignominiosamente sumisa, en una serie de trucos y escenas sensacionales.

El hombre aquel, mi maldita caricatura, había amaestrado a su lobo ciertamente de una manera portentosa. El animal obedecía atentamente a toda orden, reaccionaba como un perro a todo grito y zumbido de látigo, caía de rodillas, se hacía el muerto, imitaba a las personas, llevaba en sus fauces, obediente y gracioso, un panecillo, un huevo, un pedazo de carne, una cestita; es más, tenía que cogerle del suelo al domador el látigo que aquél había dejado caer y llevárselo en la boca, moviendo el rabo a la par con una zalamería insoportable. Le pusieron delante un conejo y luego un cordero blanco, y aunque es verdad que enseñaba los dientes y se le caía la baba con ávido temblor, no osó, sin embargo, tocar a ninguno de los animales, sino que a la voz de mando saltaba con elegante destreza por encima de ellos, que temblorosos estaban agazapados en el suelo, y hasta se echó entre el conejo y el cordero, abrazó a ambos con las patas de delante, formando con ellos un tierno grupo de familia. Y, además, comía de la mano del hombre una tableta de chocolate. Era un tormento presenciar hasta qué grado tan fantástico había aprendido este lobo a renegar de su naturaleza, y con todo ello, a mí se me ponían los pelos de punta.

De este tormento fue, sin embargo, compensado el agitado espectador en la segunda parte de la representación. En efecto, después de desarrollar aquel refinado programa de doma, y una vez que el domador se hubo inclinado triunfante con dulce sonrisa sobre el grupo del cordero y el lobo, se tornaron los papeles. El domador, parecido a Harry, puso de pronto su látigo con una reverencia a los pies del lobo y empezó a temblar, a encogerse y a adquirir un aspecto miserable, igual que antes la bestia. Pero el lobo se relamía riendo, el espasmo y la hipocresía se esfumaron, su mirada brillaba, todo su cuerpo adquirió vigor y floreció en su recuperada fiereza.

Y ahora era el lobo el que mandaba, y el hombre tenía que obedecer. A una orden cayó el hombre de rodillas; hacia el lobo, dejaba caer la lengua colgando; con los dientes empastados se arrancaba los vestidos del cuerpo. Iba marchando con dos o con cuatro pies, según lo ordenaba el domador; imitaba al hombre, se hacía el muerto, dejaba al lobo que cabalgara encima de él, iba detrás llevándole el látigo. Servil, inteligente, acomodaba su fantasía a toda humillación y a toda perversidad. Una bella muchacha vino a la escena, se acercó al hombre domesticado, acarició su barbilla, puso su cara junto a la de él, pero éste continuaba a cuatro patas, seguía siendo bestia, movió la cabeza y empezó a enseñarle los dientes a la hermosa muchacha, al final tan amenazador y lobuno, que ella huyó. Le trajeron chocolate, que despectivamente olisqueó y tiró a un lado. Y, por último, volvieron a sacar al cordero blanco y al conejo gordo y con manchas albas, y el dócil hombre dio de sí todo lo que sabía y representó el papel de lobo que era un encanto. Con los dedos y con los dientes agarró a los animalitos que no cesaban de chillar, les sacó tiras de pellejo y de carne, masticó, haciendo muecas, su carne viva, y bebió con delectación, ebrio y cerrando los ojos de gusto, su sangre caliente. Espantado, salí huyendo por la puerta. Vi que este teatro mágico no era un puro paraíso, todos los infiernos se ocultaban bajo su linda superficie. Oh, Dios, ¿es que aquí tampoco había redención?

Atemorizado, corrí de un lado para otro; notaba en la boca el gusto a sangre y el gusto a chocolate, lo uno tan repugnante como lo otro; deseaba ardientemente escapar de este turbulento oleaje; luché con fervor dentro de mí mismo por imágenes más agradables y más llevaderas. «¡Oh, amigos; no estos acordes!», resonaba dentro de mí, y con espanto me acordé de aquellas tremendas fotografías del frente, que se habían visto a veces durante la guerra, de aquellos montones de cadáveres apelotonados unos contra otros, cuyos rostros estaban transformados en sarcásticas muecas infernales por efecto de las caretas contra los gases. Cuán necio e infantil había sido yo entonces, yo, un enemigo de la guerra, con ideas filantrópicas, al indignarme por aquellos cuadros. Hoy sabía que ningún domador, ningún ministro, ningún general, ningún loco era capaz de incubar en su cerebro ideas e imágenes, que no vivieran tan espantosas, tan salvajes y perversas, tan bárbaras y tan insensatas dentro de mí mismo.

Al tomar aire para respirar me acordé de aquella inscripción, tras de la cual había visto antes, al empezar el teatro, correr tan impetuosamente al lindo mozalbete, de aquella inscripción que decía:

TODAS LAS MUCHACHAS SON TUYAS

Y me pareció que en fin de cuentas no había realmente nada tan codiciable como esto. Contento por poder abandonar de nuevo al maldito mundo lobuno, entré.

Extraño —tan encantador y a la vez tan hondamente familiar, que me horrorizó— me salió al paso aquí el aroma de mi juventud, la atmósfera de mis años de niño y de adolescente, y por mi corazón volvió a correr la sangre de entonces. Lo que acababa de hacer y de pensar y de ser, se derrumbó detrás de mí, y volví a ser joven. Hacía una hora todavía, hacía unos momentos, había creído saber muy bien lo que era amor, lo que eran deseos y anhelos; pero todo ello habían sido amor y anhelos de un viejo. Ahora era joven otra vez, y lo que sentía dentro de mí, este ardiente fuego vivo, este afán atrayente y poderoso, esta pasión disolvente como el viento de deshielo en el mes de marzo, era joven, nuevo y puro. ¡Oh, cómo se inflamaban otra vez los fuegos olvidados, cómo resonaban hinchados y graves los tonos de antaño, cómo flameaba hirviente en la sangre, cómo gritaba y cantaba dentro de mi alma! Yo era un muchacho, de quince o dieciséis años; mi cabeza estaba llena de latín y griego y de hermosos versos; mis pensamientos, llenos de afán y de ambición; mis fantasías, llenas de ensueños artísticos; pero mucho más hondo, más fuerte y más terrible que todos estos fuegos abrasadores ardía y se agitaba dentro de mí el fuego del amor, el hambre sexual, el presentimiento devorador de la voluptuosidad.

Me encontré en pie sobre una roca dominando a mi pequeña ciudad natal; olía a viento de primavera y a las violetas tempranas; desde allí arriba se podía ver el reflejo del río al salir de la ciudad, y se veían también las ventanas de mi casa paterna, y todo ello miraba, resonaba y olía tan armoniosamente, tan nuevo y tan extasiado ante la creación, irradiaba con colores tan acusados y ondeaba al viento primaveral de modo tan sublime y transfigurado, como yo había visto al mundo en otro tiempo durante las horas más plenas y poéticas de mi primera juventud. En pie sobre la colina, sentía al viento acariciarme el largo cabello; con mano vacilante, perdido en amoroso anhelo soñador, arranqué del arbusto que empezaba a verdear un capullo nuevo medio abierto, lo estuve examinando, lo olí (y ya al olerlo se me volvió a aparecer ardiente todo lo de antes), después cogí jugando la pequeña florecilla verde entre mis labios, que aún no habían besado a ninguna muchacha, y empecé a mordisquearla. Y a este sabor fuerte y de amargo aroma me di cuenta de pronto con exactitud de lo que pasaba por mí: todo estaba allí otra vez. Volví a vivir una hora de mis últimos años de adolescente, un domingo por la tarde de la temprana primavera, aquel día en el cual en mi paseo solitario encontré a Rosa Kreisler y la saludé tan tímidamente y me enamoré de ella sin remedio…

En aquella ocasión había estado yo contemplando lleno de expectación temerosa a la hermosa muchacha que venía subiendo la montaña, sola y ensoñadora, y aún no me había visto; había mirado su cabello recogido en grandes trenzas y que, sin embargo, tenía a ambos lados de la cara bucles sueltos que jugueteaban y ondeaban al viento.

Había visto, por vez primera en mi vida, qué hermosa era esta muchacha, qué hermoso y fantástico este jugueteo del viento en su cabello delicado, qué hermosa e incitante la caída de su fino vestido azul sobre los miembros juveniles, y lo mismo que me había saturado el dulce y tímido placer y la angustia de la primavera con el sabor a especies amargas del capullo masticado, así también a la vista de la muchacha se apoderó de mí toda la concepción mortal del amor, la intuición de lo femenino, el presentimiento arrollador y emotivo de posibilidades y promesas enormes, de indecibles delicias, de turbaciones, temores y sufrimientos imaginables, de la más íntima redención y del más hondo sentido de la culpa. ¡Oh, cómo me quemaba la lengua el acre sabor de la primavera! ¡Oh, cómo soplaba el viento juguetón por entre el cabello suelto junto a sus mejillas encarnadas! Luego llegó muy cerca de mí, levantó los ojos y me reconoció, enrojeció suavemente un instante y volvió la vista; después la saludé yo con mi primer sombrero de hombre, y Rosa, repuesta en seguida, saludó un poco señoril y circunspecta, con la cara levantada, y pasó lentamente, serena y con aire de superioridad, envuelta en los miles deseos amorosos, anhelos y homenajes que yo le enviaba.

Así había sido en otro tiempo, un domingo, hace treinta y cinco años, y todo lo de entonces había vuelto en este instante: la colina y la ciudad, el viento primaveral y el aroma de capullo, Rosa y su cabello castaño, anhelos inflamados y dulces angustias de muerte. Todo era como antaño, y me parecía que jamás había vuelto a querer en mi vida como entonces quise a Rosa. Pero esta vez me había sido dado recibirla de otro modo que en aquella ocasión. Vi cómo se ponía encarnada al reconocerme, vi su esfuerzo para ocultar su turbación y comprendí al punto que le gustaba, que para ella este encuentro significaba lo mismo que para mí. Y en lugar de quitarme otra vez el sombrero y quedarme descubierto e inmóvil hasta que hubiera pasado, ahora, a pesar del temor y del azoramiento, hice lo que la sangre me mandaba hacer, y exclamé: «¡Rosa! Gracias a Dios que has llegado, hermosa, hermosísima muchacha. ¡Te quiero tanto!». Esto no era acaso lo más espiritual que en aquel momento pudiera decirse, pero aquí no hacía falta ninguna el espíritu, bastaba aquello perfectamente. Rosa se detuvo, me miró y se puso aún más encarnada que antes, y dijo: «Dios te guarde, Harry. ¿De veras me quieres?». Y al decir esto, brillaban de su cara vigorosa los ojos oscuros, y yo me di cuenta: toda mi vida y mis amores pasados habían sido falsos y difusos y llenos de necia desventura desde el momento en que aquel domingo había dejado marchar a Rosa. Pero ahora se corregía el error, y todo se hacía de otra manera, se haría todo bien.

Nos cogimos de las manos y así seguimos andando despacio, indefectiblemente felices, muy azorados; no sabíamos lo que decir ni lo que hacer; por azoramiento empezamos a correr más de prisa, nos pusimos a trotar hasta que nos quedamos sin aliento y hubimos de pararnos; pero sin soltarnos de la mano. Aún estábamos los dos en la niñez y no sabíamos bien lo que hacernos el uno con el otro; aquel domingo no llegamos siquiera a un primer beso, pero fuimos enormemente felices. Nos quedamos parados y respiramos, nos sentamos en la hierba y yo acaricié su mano, y ella me pasó tímidamente la otra suya por el cabello, y luego nos volvimos a levantar y medimos cuál de los dos era más alto, y, en realidad, era yo un dedo más alto, pero no quise reconocerlo, sino que hice constar que éramos exactamente iguales y que Dios nos había determinado al uno para el otro, y más tarde habríamos de casarnos. Luego dijo Rosa que olía a violetas, y nos pusimos de rodillas sobre la pequeña hierba primaveral y buscamos y encontramos un par de violetas con el tallo muy corto, y cada uno regaló al otro las suyas, y cuando refrescó y la luz caía ya oblicua sobre las rocas, dijo Rosa que tenía que regresar a su casa, y entonces nos pusimos los dos muy tristes, pues acompañarla no podía; pero ya teníamos ambos un secreto entre los dos, y esto era lo más delicioso que poseíamos. Yo me quedé arriba entre las rocas, aspiré el perfume de las violetas de Rosa, me tumbé en el suelo al borde de un precipicio, con la cara sobre el abismo y estuve mirando hacia abajo a la ciudad y atisbando hasta que su dulce y pequeña figura apareció allá muy abajo y pasó presurosa junto al pozo y por encima del puente. Y entonces ya sabía que había llegado a la casa de su padre, y que andaba allí por las estancias, y yo estaba tendido aquí arriba lejos de ella, pero de mí hasta ella corría un lazo, se extendía una corriente, flotaba un secreto.

Volvimos a vernos acá y allá, sobre las rocas, junto a las bardas del jardín, durante toda esta primavera, y, cuando las lilas empezaban a florecer, nos dimos el primer tímido beso. Pero era lo que nosotros, niños, podíamos darnos, y nuestro beso era todavía sin ardor ni plenitud, y sólo muy suavemente me atreví a acariciar los sueltos tirabuzones al lado de sus orejas, pero todo era nuestro, todo aquello de que éramos capaces en amor y alegría; y con todo tímido contacto, con toda frase de amor sin madurar, con toda temerosa espera, aprendíamos una nueva dicha, subíamos un pequeño peldaño en la escala del amor.

Así volví a vivir otra vez, bajo estrellas más venturosas, toda mi vida de amoríos, empezando por Rosa y las violetas. Rosa se esfumó y apareció Irmgard, y el sol se hacía más ardiente, las estrellas más embriagadoras, pero ni Rosa ni Irmgard llegaron a ser mías; peldaño a peldaño hube de ir ascendiendo, hube de vivir muchas cosas, aprender mucho, tuve que volver a perder a Irmgard también y también a Ana. Volví a querer a todas las muchachas a las que había querido antaño en mi juventud, pero a cada una de ellas podía inspirar amor, a todas podía darles algo, de todas y cada una podía recibir una dádiva. Deseos, sueños y posibilidades, que antes solamente en mi fantasía habían vivido, eran ahora realidad y tomaron vida. ¡Oh, vosotras todas las flores fragantes, Ida y Lore, vosotras todas, a las que en otro tiempo amé todo un verano, un mes entero, un día!

Comprendí que yo ahora era el lindo y ardiente jovenzuelo, al que sabía visto correr poco antes hacia la puerta del amor, que yo ahora dejaba vivir y crecer a este trozo de mi persona, a este pedazo de mi naturaleza y de mi vida, que sólo llenaba una décima, una milésima parte de ella, libre de todas las otras figuras de mi yo, no turbado por el pensador, no martirizado por el lobo estepario, sin cohibir por el poeta, por el soñador, por el moralista. No; ahora no era yo sino amador, no respiraba ninguna otra ventura ni ninguna otra pena que la del amor. Ya Irmgard me había enseñado a bailar, Ida a besar, y la más hermosa, Emma, fue la primera que en una tarde de otoño, bajo el follaje de los olmos mecidos por el viento, me dio a besar sus pechos morenos y a beber el cáliz del placer.

Muchas cosas viví en el pequeño teatro de Pablo, y ni una milésima parte de ello puede expresarse con palabras. Todas las muchachas que en alguna ocasión había amado, fueron ahora mías; cada una me dio lo que sólo ella podía dar; a cada una le di yo lo que sólo ella podía tomar de mí. Mucho amor, mucha ventura, mucha voluptuosidad, mucho desasosiego también y desazón me fue dado a gustar; todo el amor desperdiciado de mi vida floreció de una manera encantadora en mi jardín durante esta hora de ensueño: castas flores delicadas, vivas flores ardientes, oscuras flores en trance de marchitez, llameante voluptuosidad, tiernos delirios, igníferas melancolías, angustiosos desfallecimientos, radiante renacer. Hallé mujeres, a las que sólo apresuradamente y en raudo torbellino se podía conquistar, y otras, a las que era delicioso pretender durante mucho tiempo y con ternura; volvió a surgir de nuevo todo rincón incierto de mi vida, en el que alguna vez, aunque sólo hubiera sido por un minuto, me llamara la voz del sexo, me inflamara una mirada femenina, me sedujera el resplandor de una piel nacarada de mujer, y ahora se ganaba todo el tiempo perdido.

Todas fueron siendo mías, cada una a su manera. Allí estaba la señora con los ojos extraños, hondamente oscuros bajo el cabello claro como el lino, junto a la cual estuve un día durante un cuarto de hora al lado de la ventana en el pasillo de un tren expreso y que después muchas veces se me había aparecido en sueños; no hablaba una palabra, pero me enseñó artes eróticas insospechadas, tremendas, mortales. Y la china lisa y silenciosa del puerto de Marsella, con su sonrisa de cristal, el cabello negro como el azabache y laso y los ojos flotantes; también ella sabía cosas inauditas. Cada una tenía su secreto, exhalaba el aroma de su tierra natal, besaba y reía a su manera, tenía su modo especial de ser pudorosa y su modo especial de ser impúdica. Venían y se marchaban, la corriente me las traía, me arrastraba hacia ellas, me apartaba, era un flotar juguetón e infantil en el flujo del sexo, lleno de encanto, lleno de peligros, lleno de sorpresas. Y me asombré de cuán rica en amoríos, en propicios instantes, en redenciones había sido mi vida, mi vida de lobo estepario aparentemente tan pobre y sin cariño. Había desperdiciado y evitado casi todas las ocasiones, había pasado por encima de ellas, las había olvidado inmediatamente; pero aquí estaban todas guardadas, sin que faltara una, a centenares. Y ahora las vi, me entregué a ellas, les abrí mi pecho, me hundí en su abismo vagamente rosado. También volvió aquella tentación que Pablo un día me brindara, y otras, anteriores, que en su época yo ni siquiera comprendía del todo, jugueteos fantásticos entre tres y cuatro personas me arrastraron sonrientes en su cadencia. Muchas cosas sucedieron, muchos juegos se jugaron que no son para expresarlos con palabras.

Del torrente infinito de seducciones, de vicios, de complicaciones, volvía yo a surgir callado, tranquilo, animado, saturado de ciencia, sabio, con gran experiencia, maduro para Armanda. Como última figura en mi mitología de miles de seres, como último nombre en la serie inacabable, surgió ella, Armanda, y al punto recobré la conciencia y puse fin al cuento de amor, pues a ella no quería encontrarla yo aquí en el claroscuro de un espejo mágico, a ella no le pertenecía solamente aquella figura aislada de mi ajedrez, le pertenecía el Harry entero. ¡Oh!, yo reconstruiría ahora mi juego de figuras, con el fin de que todo se refiriera a ella y caminara hacia la realización.

El torrente me había arrojado a la playa, y de nuevo me encontré en el silencioso pasillo del teatro. ¿Qué hacer ahora? Fui a sacar las figurillas de mi bolsillo, pero al momento se desvaneció el impulso. Inagotable, me rodeaba este mundo de las puertas, de las inscripciones, de los espejos mágicos. Inconscientemente leí el letrero más cercano y me horroricé:

COMO SE MATA POR AMOR

decía allí. Con un rápido estremecimiento se alzó por un segundo dentro de mí la imagen de un recuerdo: Armanda junto a la mesa de un restaurante, abstraída un momento del vino y de los manjares y perdida en un diálogo sin fondo, con una terrible serenidad en la mirada, cuando me dijo que sólo iba a hacer que me enamorara de ella, para ser muerta por mi mano. Una pesada ola de angustia y de tinieblas pasó sobre mi corazón; de repente volví a sentir de nuevo en lo más íntimo de mi ser la tribulación y la fatalidad. Desesperado, metí la mano al bolsillo para sacar las figuras y hacer un poco de magia y permutar el orden de mi tablero. Ya no estaban las figuras. En vez de las figuras saqué del bolsillo un puñal. Con angustia de muerte me puse a correr por el pasillo, pasando por delante de las puertas; me paré de pronto frente al espejo gigantesco, y me miré en él. En el espejo estaba, como yo de alto, un hermoso lobo enorme, estaba quieto, relampagueaba recelosa su mirada intranquila. Flameante, me guiñaba los ojos, reía un poco, de modo que al entreabrir por un momento las fauces, se podía ver la lengua encarnada.

¿Dónde estaba Pablo? ¿Dónde estaba Armanda? ¿Dónde estaba el tipo inteligente que había charlado de modo tan delicioso de la reconstrucción de la personalidad?

De nuevo miré al espejo. Yo había estado tonto. Detrás del alto cristal no había lobo ninguno que estuviera dando vueltas a la lengua dentro de la boca. En el espejo estaba yo, estaba Harry, con su rostro gris, abandonado de todos los juegos, fatigado de todos los vicios, horriblemente pálido, pero de todos modos, un hombre, de todos modos alguien, con quien poder hablar.

—Harry —dije—, ¿qué haces ahí?

—Nada —dijo el del espejo—. No hago más que esperar. Espero a la muerte.

—¿Y dónde está la muerte? —pregunté.

—Ya viene —dijo el otro.

Y a través de las estancias vacías del interior del teatro oí resonar una música hermosa y terrible, aquella música del Don Juan, que acompaña la salida del convidado de piedra. Horribles retumbaban los compases de hielo por la casa espectral, procedentes del otro mundo, de los inmortales.

¡Mozart! —pensé, evocando con ello las imágenes más amadas y más sublimes de mi vida anterior.

Entonces se oyó detrás de mí una carcajada, una carcajada clara y glacial, surgida de un mundo de sufrimientos y de humorismo de dioses que los hombres desconocían. Di media vuelta, con la sangre helada y como transportado a otras esferas por aquella risa, y entonces llegó andando Mozart, cruzó sonriente a mi lado, se dirigió sereno y con paso menudo a una de las puertas de los palcos, la abrió y entró, y yo seguí ávido al dios de mi juventud, al perenne ideal de mi amor y veneración. La música seguía sonando. Mozart estaba junto a la barandilla del palco; del teatro no se veía nada, tinieblas llenaban el espacio sin límites.

—¿Ve usted? —dijo Mozart—. Nos podemos pasar sin saxofón. Aunque yo, ciertamente, no quisiera acercarme mucho a este famoso instrumento.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—Estamos en el último acto del Don Juan. Leporrello está ya de rodillas. Una escena magnífica, y hasta la música se puede oír, vaya. Aun cuando tiene todavía toda clase de matices humanos dentro de si, se manifiesta ya el otro mundo, la risa, ¿no?

—Es la última música grande que se ha escrito —dije solemnemente, como un profesor—. Ciertamente que vino todavía Schubert, que vino después Hugo Wolf, y tampoco debo olvidar al pobre y magnífico Chopin. Arruga usted la frente, maestro. ¡Oh, desde luego! También está ahí Beethoven, también él es maravilloso. Pero todo esto, por muy hermoso que sea, tiene ya algo de fragmentario en sí mismo, de disolvente; una obra tan perfectamente acabada no se ha vuelto a hacer ya por los hombres desde el Don Juan.

—No se esfuerce usted —reía Mozart de una manera terriblemente burlona—. ¿Usted mismo es seguramente músico, por lo visto? Bueno, yo ya he dejado la profesión; ya estoy retirado. Sólo por broma me dedico todavía alguna vez al oficio.

Levantó las manos como si estuviera dirigiendo, y una luna, o un astro pálido por el estilo, salió en alguna parte; por encima de la barandilla extendí la vista sobre inmensos abismos espaciales, nubes y nieblas cruzaron por ellos, tenuemente se divisaban los montes y las playas; debajo de nosotros se extendía inmensa una llanura semejante al desierto. En esta llanura vimos a un anciano de aspecto venerable con luenga barba, el cual, con cara melancólica, iba conduciendo una enorme procesión de varias decenas de millares de hombres vestidos de negro. Parecía afligido y sin esperanza, y Mozart dijo:

—Vea usted: ése es Brahms. Va en pos de la redención, pero aún le queda un buen rato.

Supe que los millares de enlutados eran todos los artistas de las voces y notas puestas de más en sus partituras, según el juicio divino.

—Excesiva instrumentación, demasiado material desperdiciado —asintió Mozart.

E inmediatamente vimos caminar, a la cabeza de otro ejército tan grande, a Ricardo Wagner, y sentimos cómo los millares de taciturnos acompañantes lo abrumaban; cansino y con resignado andar, lo vimos arrastrarse a él también.

—En mi juventud —observé con tristeza— pasaban estos dos músicos por lo más antitético imaginable.

Mozart se echó a reír.

—Sí, eso pasa siempre. Vistos desde alguna distancia, suelen ir pareciéndose cada vez más estos contrastes. Por otra parte, la excesiva instrumentación no fue defecto personal de Wagner ni de Brahms, fue de su tiempo.

—¿Cómo? ¿Y por qué han de hacer una penitencia tan tremenda? —exclamé en tono de acusación.

—Naturalmente. Son los trámites. Sólo cuando hayan lavado la culpa de su tiempo, se demostrará si queda algo personal todavía que valga la pena hacer el balance.

—Pero ninguno de los dos tiene la culpa.

—Naturalmente que no. Tampoco tiene usted la culpa de que Adán devorara la manzana, y, sin embargo, ha de purgarlo también.

—Pero eso es terrible.

—Es verdad; la vida es siempre terrible. Nosotros no tenemos la culpa y somos responsables, sin embargo. Se nace y ya es uno culpable. Usted tiene que haber recibido una mediana enseñanza de Religión, si no sabe esto.

Me había ido sumiendo en un estado de ánimo verdaderamente lastimoso. Me veía a mí mismo, un peregrino muerto de cansancio, caminar errante por los desiertos del más allá, cargado con los muchos libros inútiles que había escrito, con todos los ensayos, con todos los folletones, seguido del ejército de cajistas que habían tenido que trabajar en ellos, del ejército de lectores que habían tenido que tragarse toda mi obra. ¡Dios mío! Y Adán, y la manzana, y toda la restante culpa hereditaria estaban además allí. Es decir, que todo esto había que purgarlo, purgatorio infinito, y entonces surgiría la cuestión de si detrás de todo esto existía todavía algo personal, algo propio, o si todo mi trabajo y sus consecuencias no eran más que espuma vacía sobre la superficie del mar, juego sin sentido no más en el torrente de los sucesos.

Mozart empezó a reír con estrépito, cuando vio mi cara larga. De risa daba saltos en el aire y empezó a hacer cabriolas con las piernas. Luego me gritó a la cara:

—Je, hijo mío, te estás haciendo un lío, y no dices ni pío. ¿Piensas en tus lectores, sufridos pecadores, los ávidos roedores? ¿Piensas en tus cajistas y linotipistas, herejes y anabaptistas, cizañeros y trapisondistas, y no más que medianos artistas? Me da mucha risa tu angustia imprecisa, tu torpe sonrisa; ¡es para morirse de risa y como para hacérselo en la camisa! Veo tu lucha incruenta, con la tinta de imprenta, con tu pena violenta, y por evitarte la afrenta, aunque sea una broma tremenda, voy a hacerte de un cirio la ofrenda. ¡Vaya un galimatías que te has armado; te sientes en ridículo, desgraciado, y estás en evidencia y condenado y ante tus propios ojos menospreciado! No sabes lo que hacer ni qué emprender. Con Dios logres quedarte, pero el diablo vendrá a llevarte, y a zurrarte y a apalearte, por tu literatura y arte, como que todo lo has apandado en cualquier parte. Esto, en cambio, era ya demasiado fuerte para mí, la ira no me dejaba tiempo de seguir entregado a la melancolía. Cogí a Mozart por la trenza, salió volando, la trenza se fue estirando como la cola de un cometa, en cuyo extremo colgaba yo, y fui lanzado a dar vueltas por el mundo. ¡Diablo, hacía frío en este mundo! Estos inmortales aguantaban un aire helado horrorosamente tenue. Pero daba gusto este aire de hielo. Me di cuenta de ello en los breves segundos antes de perder el sentido. Me invadió una alegría amarga y punzante, reluciente como el acero y helada, una gana de reír tan clara y fieramente, y de modo tan supraterreno, como lo había hecho Mozart. Pero en el mismo instante me quedé sin hálito y sin conocimiento.

* * *

Confuso y maltrecho volví en mí, la luz blanca del pasillo se reflejaba en el suelo brillante. No me encontraba entre los inmortales, todavía no. Seguía estando aún al lado de acá, con los enigmas, los sufrimientos, los lobos esteparios, las complicaciones atormentadoras. No era un buen lugar, no era una mansión agradable. A esto había que ponerle término.

En el gran espejo de la pared estaba Harry frente a mí. No tenía buen aspecto, no tenía un aspecto muy diferente del de aquella noche de la visita al profesor y del baile en el Águila Negra. Pero de esto hacía mucho tiempo, años, siglos. Harry se había hecho viejo, había aprendido a bailar, había visitado teatros mágicos, había oído reír a Mozart, ya no tenía miedo de bailes, de mujeres ni de navajas. Hasta una inteligencia mediana adquiere madurez si ha andado correteando un par de siglos. Mucho tiempo estuve mirando a Harry en el espejo; aún lo conocía bien, aún seguía pareciéndose un poquito al Harry de quince años, que un domingo de marzo se encontró entre las peñas a Rosa y se quitó ante ella su primer sombrero de hombre. Y, sin embargo, desde entonces había envejecido unos cuantos cientos de años, se había dedicado a la música y a la filosofía hasta hartarse, había bebido vino de Alsacia en el «Casco de Acero» y había discutido acerca de Krichna con honrados eruditos, había amado a Erica y a María, se había hecho amigo de Armanda, y disparado a los automóviles, y dormido con la escurrida chinita, había encontrado a Goethe y a Mozart, y hecho algunos desgarrones en la red, que aún lo apresaba, del tiempo y de la aparente realidad. Y si había vuelto a perder sus lindas figuras de ajedrez, tenía en cambio un buen puñal en el bolsillo. ¡Adelante, viejo Harry, viejo y cansado compañero!

¡Ah, diablo, qué amarga sabía la vida! Escupí a la cara al Harry del espejo, le di un golpe con el pie y lo hice añicos. Lentamente fui dando la vuelta por el pasillo, que resonaba a mis pisadas, observé con atención las puertas que tantas lindezas habían prometido; ya no había inscripción en ninguna. Despacio fui recorriendo todas las cien entradas del teatro mágico. ¿No había estado yo en un baile de máscaras? Cien años habían transcurrido desde entonces. Pronto ya no habrá años. Algo había que hacer aún. Armanda estaba esperando. Iba a ser una boda singular. En una ola sombría iba yo nadando, llevado por la tristeza, yo esclavo, yo lobo estepario. ¡Ah, demonio!

Ante la última puerta me quedé parado. Allí me había llevado ~ ola de melancolía. ¡Oh, Rosa; oh, juventud lejana; oh, Goethe y Mozart!

Abrí. Lo que encontré al otro lado de la puerta fue un cuadro sencillo y hermoso. Sobre tapices en el suelo hallé tendidas a dos personas desnudas, la bella Armanda y el bello Pablo, muy juntos, durmiendo profundamente, hondamente agotados por el juego de amor que parece tan insaciable y sin embargo, sacia tan pronto. Tipos hermosos, hermosísimos, imágenes magníficas, cuerpos de maravilla. Debajo del pecho izquierdo de Armanda había una señal redonda y reciente, como un cardenal, un mordisco amoroso de los dientes brillantes y bellos de Pablo. Allí donde estaba la huella introduje mi puñal, todo lo larga que era la hoja. Corrió la sangre sobre la delicada y nívea piel de Armanda. Con mis besos hubiera absorbido aquella sangre, si todo hubiese sido de otra manera, si se hubiese producido de otro modo. Y ahora no lo hice, sólo estuve mirando cómo corría la sangre y vi abrirse sus ojos un momento, plenos de dolor, profundamente admirados. ¿Por qué se admira?, pensé. Luego creí que debería cerrarle los ojos. Pero éstos volvieron a cerrarse por sí mismos. Consumado estaba. Hizo un ligerísimo movimiento sobre el costado. Desde la axila hasta el pecho vi juguetear una sombra delicada y tenue, que quería recordarme alguna cosa. ¡Todo olvidado! Luego quedó tendida inmóvil.

Mucho tiempo estuve mirándola. Por último sentí un estremecimiento, como si despertara de mi letargo, y quise marcharme. Entonces vi a Pablo revolverse, lo vi abrir los ojos, lo vi estirarse, inclinarse sobre la hermosa muerta y sonreír. Nunca ha de ponerse serio este tipo, pensé, todo le produce una sonrisa. Con cuidado dobló Pablo una esquina del tapiz y cubrió a Armanda hasta el pecho, de manera que ya no se veía la herida, y luego se salió del palco sin hacer el menor ruido. ¿Adónde iba? ¿Me dejaban solo todos? Solo me quedé con la muerta a medio tapar, con la muerta para mí tan querida y tan envidiada. Sobre su pálida frente pendía el mechón varonil, la boca se destacaba roja de toda la cara exangüe y estaba un poco entreabierta, su cabello exhalaba un delicado aroma y dejaba medio traslucir la minúscula oreja.

Ya estaba cumplido su deseo. Sin haber llegado a ser enteramente mía, había yo matado a mi amada. Había ejecutado lo inconcebible, y luego me arrodillé y estuve mirando con los ojos fijos, sin saber lo que aquel hecho significaba, sin saber siquiera si había sido bueno y justo, o lo contrario. ¿Qué diría de esto el inteligente jugador de ajedrez, qué diría Pablo? Yo no sabía nada, no estaba en condiciones de reflexionar. Cada vez más roja ardía la boca pintada en el rostro que iba apagándose. Así había sido toda mi vida, así había sido mi poquito de felicidad y de amor, como esta boca rígida: un poco de carmín sobre una cara de muerto.

Y esta cara muerta, estos hombros y estos brazos blancos muertos exhalaban, ascendiendo lentamente, un escalofrío, un espanto y una soledad invernales, un frío poco a poco en aumento que empezaba a congelarme los dedos y los labios. ¿Es que había yo apagado el sol? ¿Había matado acaso el venero de toda vida? ¿Irrumpía el frío de muerte del espacio universal?

Estremecido estuve mirando la frente petrificada, el mechón rígido, el pálido resplandor helado del pabellón de la oreja. El frío que irradiaba de ellos era mortal y, al mismo tiempo, era hermoso: vibraba y sonaba maravillosamente, ¡era música!

¿No había sentido yo ya una vez, en otra época pretérita, este estremecimiento, que era a la par como una felicidad? ¿No había escuchado yo ya otra vez esta música? Sí, con Mozart, con los inmortales.

Vinieron a mi mente unos versos que una vez, tiempo atrás, había encontrado en alguna parte:

Nosotros, en cambio, vivimos las frías

mansiones del éter cuajado de mil claridades,

sin horas ni días,

sin sexos ni edades…

Es nuestra existencia serena, inmutable;

nuestra eterna risa, serena y astral.

* * *

En aquel momento se abrió la puerta del palco y entró, sin que yo lo conociera hasta la segunda mirada que le dirigí, Mozart, sin trenza, sin calzón corto, sin zapatos de hebilla, vestido a la moderna.

Se sentó muy cerca de mí, estuve por llamarle la atención y sujetarlo para que no se manchara con la sangre del pecho de Armanda que había corrido por el suelo. Se sentó y se entretuvo con unos pequeños aparatos e instrumentos que había por allí; le daba a aquello mucha importancia; anduvo dando vueltas a tornillos y clavijas, y yo estuve mirando con asombro sus dedos hábiles y ligeros que con tanto gusto hubiera visto alguna vez tocar el piano. Pensativo, lo miré, o mejor dicho, pensativo no, sino alucinado y como perdido en la contemplación de sus dedos hermosos e inteligentes, y reconfortado y a la vez un poco sobrecogido por la sensación de su proximidad. Y no puse el menor cuidado en lo que realmente hacía ni en lo que andaba atornillando y manipulando.

Era un aparato de radio lo que acababa de montar y poner en marcha, y luego conectó el altavoz y dijo:

—Se oye Munich, el Concerto grosso en fa mayor, de Händel.

Y en efecto, para mi indescriptible asombro e indignación, el endiablado embudo de latón empezó a vomitar al punto esa mezcla de mucosa bronquial y de goma masticada que los dueños de gramófonos y los abonados a la radio han convenido en llamar música, y detrás de la turbia viscosidad y del restañeo, como se ve tras una gruesa costra de suciedad un precioso cuadro antiguo, podía reconocerse verdaderamente la noble estructura de aquella música divina, la armadura regia, el hálito amplio y sereno, la plena y majestuosa melodía.

—¡Dios mío! —grité indignado—. ¿Qué hace usted, Mozart? ¿Pero en serio nos hace usted esta porquería a usted mismo y a mí? ¿Nos dispara usted este horrible aparato, el triunfo de nuestro siglo, la última arma victoriosa en la lucha a muerte contra el arte? ¿Está bien esto, Mozart?

¡Cómo se reía entonces el hombre siniestro, cómo reía de un modo frío y espectral, sin ruido, y, sin embargo, destrozando todo con su risa! Con placer íntimo observaba mis tormentos, daba vueltas a los malditos tornillos, manipulaba en el embudo de latón. Riendo, dejó que la música desfigurada, envenenada y sin espíritu, siguiera infiltrándose por el espacio. Riendo, me contestó:

—Por favor, no se ponga usted patético, vecino. ¿Ha oído usted por lo demás el ritardando? Un capricho, ¿eh? Si, pues deje usted, hombre impaciente, deje entrar en su alma el pensamiento de este ritardando… ¿Oye usted los bajos? Avanzan como dioses; y deje usted penetrar este capricho del viejo Händel en su inquieto corazón y tranquilizarlo. Escuche usted, hombrecito, por una vez siquiera sin aspavientos ni broma, cómo detrás del velo en efecto irremediablemente idiota de este ridículo aparato, pasa majestuosa la lejana figura de esta música divina. Ponga usted atención; algo se puede aprender en ello. Observe cómo esta absurda caja de resonancia hace en apariencia lo más necio, lo más inútil, lo más execrable del mundo y arroja una música cualquiera, tocada en cualquier parte, la arroja necia y crudamente, y al propio tiempo, lastimosamente desfigurada, a sitios inadecuados, y cómo a pesar de todo no puede destruir el alma prístina de esta música, sino únicamente poner de manifiesto en ella la propia técnica torpe y la fiebre de actividad falta de todo espíritu. ¡Escuche usted bien, hombrecito; le hace falta! ¡Ea, atención! Así. Y ahora no sólo oye usted a un Händel oprimido por la radio, que, sin embargo, hasta en esta horrorosa forma de aparición sigue siendo divino; oye usted y ve, clarísimo, al propio tiempo una valiosa parábola de la vida entera. Cuando está usted escuchando la radio, oye y ve la lucha eterna entre la idea y el fenómeno, entre la eternidad y el tiempo, entre lo divino y lo humano. Precisamente, amigo, igual que la radio va arrojando a ciegas la música más magnífica del mundo durante diez minutos por los lugares más absurdos, por salones burgueses y por sotabancos, entre abonados que están charlando, comiendo, bostezando o durmiendo, así como despoja a esta música de su belleza sensual, la estropea, la embadurna y la desgarra y, sin embargo, no puede matar por completo su espíritu; exactamente lo mismo actúa en la vida la llamada realidad, con el magnífico juego de imágenes ofrece a continuación de Händel una disertación acerca del modo de desfigurar los balances en las Empresas industriales al uso, hace de encantadores acordes orquestales un bodrio poco apetecible de sonidos, introduce por todas partes su técnica, su actividad febril, su miserable incultura y su frivolidad entre el pensamiento y la realidad, entre la orquesta y el oído. Toda la vida es así, hijo, y así tenemos que dejar que sea, y si no somos asnos, nos reímos, además. A personas de su clase no les cuadra criticar la radio ni la vida. Es preferible que aprenda usted antes a escuchar. ¡Aprenda a tomar en serio lo que es digno de que se tome en serio, y ríase usted de lo demás! ¿O es que usted mismo lo ha hecho acaso mejor, más noblemente, más inteligentemente, con más gusto? No, monsieur Harry; no lo ha hecho usted. Usted ha hecho de su vida una horrorosa historia clínica, de su talento una desgracia. Y usted, a lo que veo, no ha sabido emplear a una muchacha tan linda, para otra cosa más que para introducirle un puñal en el cuerpo y destrozarla. ¿Considera usted justo esto?

—¿Justo? ¡Oh, no! —grité desesperado—. ¡Dios mío, si todo es tan falso, tan endiabladamente tonto y malo! Yo soy una bestia, Mozart, una bestia necia y malvada, enferma y echada a perder; en eso tiene usted mil veces razón. Pero, por lo que atañe a esta muchacha, ella misma lo ha querido así; yo sólo he cumplido su propio deseo.

Mozart reía en silencio, pero, en cambio, tuvo ahora la excelsa bondad de desenchufar la radio.

Mi defensa me sonó a mí mismo, de pronto, bien estúpida; a mí, que hacía un momento nada más había creído sinceramente en ella. Cuando en una ocasión Armanda —así volví a acordarme de repente— me había hablado del tiempo y de la eternidad, entonces había estado yo dispuesto inmediatamente a considerar a sus pensamientos como reflejos de los míos propios. Pero que la idea de dejarse matar por mí era el capricho y el deseo más íntimo de Armanda y no estaba influido por mí en lo más mínimo, me había parecido indudable. ¿Por qué entonces no sólo había aceptado y creído esta idea tan terrible y tan extraña, sino que hasta la había adivinado de antemano? ¿Acaso porque era mi propio pensamiento? ¿Y por qué había asesinado a Armanda precisamente en el momento de encontrarla desnuda en los brazos de otro? Omnisciente y llena de sarcasmo, resonaba la risa callada de Mozart.

—Harry —dijo—, es usted un farsante. ¿No había de haber deseado de usted realmente esta pobre muchacha otra cosa que una puñalada? ¡Eso, cuénteselo usted a otro! Vaya, y, por lo menos, ha tenido usted buen tino; la pobre criatura está bien muerta. Acaso sería ya hora de que se diese usted cuenta de las consecuencias de su galantería hacia esta dama. ¿O querría usted esquivar las consecuencias?

—¡No! —grité—. ¿Es que no comprende usted nada? ¡Yo esquivar las consecuencias! No anhelo otra cosa más que expiar, expiar, expiar, poner la cabeza debajo de la guillotina y dejarme castigar y destruir.

Insoportablemente burlón, me miraba Mozart.

—¡Qué patético se pone usted siempre! Pero aún ha de aprender usted humorismo, Harry. El humorismo siempre es algo patibulario, y si es preciso, lo aprenderá usted en el patíbulo. ¿Está usted dispuesto a ello? ¿Sí? Bien, entonces acuda usted al juez y sufra con paciencia todo el aparato poco divertido de los agentes de la Justicia, hasta la fría decapitación una mañana temprano en el patio de la cárcel. ¿Está usted realmente dispuesto a ello?

Una inscripción brilló, de repente, ante mí:

EJECUCIÓN DE HARRY

y yo di con la cabeza mi asentimiento. Un patio desmantelado entre cuatro paredes, con ventanas pequeñas de rejas; una guillotina automática bien cuidada; una docena de caballeros en trajes talares y de levita, y en medio, yo, tiritando en un ambiente gris de madrugada, con el corazón oprimido por un miedo que daba compasión, pero dispuesto y conforme. A una voz de mando avancé; a una voz de mando me puse de rodillas. El juez se quitó el birrete y carraspeó; también los otros señores carraspearon. Aquél desenrolló un papel solemne y leyó:

—Señores, ante ustedes está Harry Haller, acusado y responsable del abuso temerario de nuestro teatro mágico. Haller no sólo ha ofendido el arte sublime, al confundir nuestra hermosa galería de imágenes con la llamada realidad, y apuñalar a una muchacha fantástica con un fantástico puñal; ha tenido, además, intención de servirse de nuestro teatro, sin la menor pizca de humorismo, como de una máquina de suicidio. Nosotros, por ello, condenamos a Haller al castigo de vida eterna y a la pérdida por doce horas del permiso de entrada en nuestro teatro. Tampoco puede remitírsele al acusado la pena de ser objeto por una vez de nuestra risa. Señores, atención: A la una, a las dos, ¡a las tres!

Y a las tres prorrumpieron todos los presentes con impecable precisión, en una carcajada sonora y a coro, una carcajada del otro mundo, terrible y apenas soportable para los hombres.

Cuando volví en mí, estaba Mozart sentado a mi lado como antes; me dio un golpe en el hombro y dijo:

—Ya ha escuchado usted su sentencia. No tendrá más remedio que acostumbrarse a seguir oyendo la música de radio de la vida. Le sentará bien. Tiene usted poquísimo talento, querido y estúpido amigo; pero así, poco a poco, habrá ido comprendiendo ya lo que se exige de usted. Ha de hacerse cargo del humorismo de la vida, del humor patibulario de esta vida. Claro que usted está dispuesto en este mundo a todo menos a lo que se le exige. Está dispuesto a asesinar muchachas, está dispuesto a dejarse ejecutar solemnemente. Estaría dispuesto también con seguridad a martirizarse y a flagelarse durante cien años. ¿O no?

—¡Oh, sí con toda mi alma! —exclamé en mi estado miserable.

—¡Naturalmente! Para todo espectáculo necio y falto de humor se puede contar con usted, señor de altos vuelos, para todo lo patético y sin gracia. Sí; pero a mí eso no me gusta; por toda su romántica penitencia no le doy a usted ni cinco céntimos. Usted quiere ser ajusticiado, quiere que le corten la cabeza, sanguinario. Por este ideal idiota sería usted capaz de cometer diez asesinatos. Usted quiere morir, cobarde; pero no vivir. Al diablo, si precisamente lo que tiene usted que hacer es vivir. Merecería usted ser condenado a la pena más grave de todas.

—¡Oh! ¿Y qué pena sería esa?

—Podríamos, por ejemplo, hacer revivir a la muchacha y casar a usted con ella.

—No; a eso no estaría dispuesto. Habría una desgracia.

—Como si no fuese ya bastante desgracia todo lo que ha hecho usted. Pero con lo patético y con los asesinatos hay que acabar ya. Sea usted razonable por una vez. Usted ha de acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír. Ha de escuchar la maldita música de la radio de este mundo y venerar el espíritu que lleva dentro y reírse de la demás murga. Listo, otra cosa no se le exige.

En voz baja, y como entre dientes, pregunté:

—¿Y si yo me opusiera? ¿Y si yo le negara a usted, señor Mozart, el derecho de disponer del lobo estepario y de intervenir en su destino?

—Entonces —dijo apaciblemente Mozart— te propondría que fumaras aún uno de mis preciosos cigarrillos.

Y al decir esto y sacar del bolsillo del chaleco por arte de magia un cigarrillo y ofrecérmelo, de pronto ya no era Mozart, sino que miraba expresivo, con sus oscuros ojos exóticos, y era mi amigo Pablo, y se parecía como un hermano gemelo al hombre que me había enseñado el juego de ajedrez con las figuritas.

—¡Pablo! —grité dando un salto—. Pablo, ¿dónde estamos?

—Estamos —sonrió— en mi teatro mágico, y si por caso quieres aprender el tango, o llegar a general, o tener una conversación con Alejandro Magno, todo esto está la vez próxima a tu disposición. Pero he de confesarte, Harry, que me has decepcionado un poco. Te has olvidado malamente, has quebrado el humor de mí pequeño teatro y has cometido una felonía; has andado pinchando con puñales y has ensuciado nuestro bonito mundo alegórico con manchas de realidad. Esto no ha estado bien en ti. Es de esperar que lo hayas hecho al menos por celos, cuando nos viste tendidos a Armanda y a mí. A esta figura, desgraciadamente, no has sabido manejarla; creí que habías aprendido mejor el juego. En fin, podrá corregirse.

Cogió a Armanda, la cual, entre sus dedos, se achicó al punto hasta convertirse en una figurita del juego, y la guardó en aquel mismo bolsillo del chaleco del que había sacado antes el cigarrillo.

Aroma agradable exhalaba el humo dulce y denso; me sentí aligerado y dispuesto a dormir un año entero.

Oh, lo comprendí todo; comprendí a Pablo, comprendí a Mozart, oí en alguna parte detrás de mí su risa terrible; sabía que estaban en mi bolsillo todas las cien mil figuras del juego de la vida: aniquilado, barruntaba su significación; tenía el propósito de empezar otra vez el juego, de gustar sus tormentos otra vez, de estremecerme de nuevo y recorrer una y muchas veces más el infierno de mi interior.

Alguna vez llegaría a saber jugar mejor el juego de las figuras. Alguna vez aprendería a reír. Pablo me estaba esperando. Mozart me estaba esperando.

FIN