Siguen las anotaciones de Harry Haller

Cuando hube terminado de leer, se me ocurrió que algunas semanas antes había escrito una noche una poesía un tanto singular que también trataba del lobo estepario. Estuve buscándola en el torbellino de mi revuelta mesa de escritorio, la encontré y leí:

Yo voy, lobo estepario, trotando

por el mundo de nieve cubierto;

del abedul sale un cuervo volando,

y no cruzan ni liebres ni corzas el campo desierto.

Me enamora una corza ligera,

en el mundo no hay nada tan lindo y hermoso;

con mis dientes y zarpas de fiera

destrozara su cuerpo sabroso.

Y volviera mi afán a mi amada,

en sus muslos mordiendo la carne blanquísima

y saciando mi sed en su sangre por mí derramada,

para aullar luego solo en la noche tristísima.

Una liebre bastara también a mi anhelo;

dulce sabe su carne en la noche callada y oscura.

¡Ay! ¿Por qué me abandona en letal desconsuelo

de la vida la parte más noble y más pura?

Vetas grises adquiere mi rabo peludo;

voy perdiendo la vista, me atacan las fiebres;

hace tiempo que ya estoy sin hogar y viudo

y que troto y que sueno con corzas y liebres

que mi triste destino me ahuyenta y espanta.

Oigo al aire soplar en la noche de invierno,

hundo en nieve mi ardiente garganta,

y así voy llevando mi mísera alma al infierno.

Allí tenía yo, pues, dos retratos míos en la mano; el uno, un autorretrato en malos versos, triste y receloso como mi propia persona; el otro, frío y trazado con apariencia de alta objetividad por persona extraña, visto desde fuera y desde lo alto, escrito por uno que sabía más y al propio tiempo también menos que yo mismo. Y estos dos retratos juntos, mi poesía melancólica y vacilante y el inteligente estudio de mano desconocida, los dos me hacían daño, los dos tenían razón, ambos dibujaban con sinceridad mi existencia sin consuelo, ambos mostraban claramente lo insoportable e insostenible de mi estado. Este lobo estepario debía morir, debía poner fin con propia mano a su odiosa existencia, o debía, fundido en el fuego mortal de una nueva autoinspección, transformarse, arrancarse la careta y sufrir otra vez una autoencarnación. ¡Ay! Este proceso no me era raro y desconocido; lo sabía, lo había vivido ya varias veces, siempre en épocas de extrema desesperación. Cada vez en este trance que me desgarraba terriblemente las entrañas, había saltado roto en pedazos mi yo de cada época, siempre lo habían sacudido violentamente y lo habían destrozado potencias del abismo, cada vez me había hecho traición un trozo favorito y especialmente amado de mi vida y lo había perdido para siempre. En una ocasión hube de perder mi buen nombre burgués juntamente con mi fortuna y aprender a renunciar a la consideración de aquellos que hasta entonces se habían quitado el sombrero delante de mí. Otra vez, de la noche a la mañana, se vino abajo mi vida familiar: mi mujer, atacada de locura, me había arrojado de mi casa y de mis comodidades; el amor y la confianza se habían trocado repentinamente en odio y guerra a muerte; llenos de compasión y de desprecio me miraban los vecinos. Entonces empezó mi aislamiento. Y más tarde, al cabo de los años, años amargos y difíciles, después de haberme construido, en severa soledad y penosa disciplina de mí mismo, una nueva vida ascético-espiritual y un nuevo ideal y de haber logrado cierta tranquilidad y alteza en el vivir, entregado a ejercicios intelectuales y a una meditación ordenada con severidad, se me vino abajo también nuevamente esta forma de vida, perdiendo en un momento su elevado y noble sentido; de nuevo me lanzó por el mundo en fieros y fatigosos viajes, se me amontonaban nuevos sufrimientos y nueva culpa. Y cada vez, al arrancarme una careta, al derrumbamiento de un ideal, precedía este horrible vacío y quietud, este mortal acorralamiento, aislamiento y carencia de relaciones, este triste y sombrío infierno de la falta de afectos y de desesperanza, como también ahora tenía que volver a soportar.

En todos estos sacudimientos de mi vida salía al final ganando alguna cosa, eso no podía negarse, algo de espiritualidad, de profundidad, de liberación; pero también algo de soledad, de ser incomprendido, de desaliento. Mirada desde el punto de vista burgués, mi vida había sido, de una a otra de estas sacudidas, un constante descenso, una distancia cada vez mayor de lo normal, de lo permitido, de lo saludable. En el curso de los años había perdido profesión, familia y patria; estaba al margen de todos los grupos sociales, solo, amado de nadie, mirado por muchos con desconfianza, en conflicto amargo y constante con la opinión pública y con la moral; y aunque seguía viviendo todavía dentro del marco burgués era yo, sin embargo, con todo mi sentir y mi pensar, un extraño en medio de este mundo. Religión, patria, familia, Estado, habían perdido su valor para mí y no me importaban ya nada; la pedantería de la ciencia, de las profesiones, de las artes, me daba asco; mis puntos de vista, mi gusto, toda mi manera de pensar, con la cual yo en otro tiempo había sabido brillar como un hombre de talento y admirado, estaba ahora olvidada y en abandono y era sospechosa a la gente. Aunque en todas mis dolorosas transformaciones hubiera ganado algo invisible e imponderable, caro había tenido que pagarlo, y de una a otra vez mi vida se había vuelto más dura, más difícil, más solitaria y peligrosa. En verdad que no tenía ningún motivo para desear una continuación de este camino, que me llevaba a atmósferas cada vez más enrarecidas, iguales a aquel humo en la canción de otoño de Nietzsche.

¡Ah, ya lo creo, yo conocía esos trances, estos cambios que el destino tiene reservados a sus hijos predilectos y más descontentadizos, demasiado bien los conocía! Los conocía como un cazador ambicioso, pero desafortunado, conoce las etapas de una cacería, como un viejo jugador de Bolsa puede conocer las etapas de la especulación, de la ganancia, de la inseguridad, de la vacilación, de la quiebra. ¿Habría de vivir yo esto ahora otra vez en la realidad? ¿Todo este tormento, toda esta errante miseria, todos estos aspectos de la bajeza y poco valor del propio yo, todo este terrible miedo ante la derrota, toda esta angustia de muerte? ¿No era más prudente y sencillo evitar la repetición de tantos sufrimientos, quitarse de en medio? Ciertamente que era más sencillo y más prudente. Y aunque lo que se afirmaba en el folleto del lobo estepario acerca de los «suicidas» fuera así o de otra manera, nadie podía impedirme la satisfacción de ahorrarme con ayuda del gas, la navaja de afeitar o la pistola la repetición de un proceso, cuyo amargo dolor había tenido que gustar, en efecto, tantas veces y tan hondamente. No, por todos los diablos, no había poder en el mundo que pudiera exigir de mí pasar una vez más por las pruebas de un encuentro conmigo mismo, con todos sus horrores de muerte, de una nueva conformación, de una nueva encarnación, cuyo término y fin no era de ningún modo paz y tranquilidad, sino siempre nueva autodestrucción, en todo caso nueva autoconformación. Y aunque el suicidio fuese estúpido, cobarde y ordinario, aunque fuese una salida vulgar y vergonzante para huir de este torbellino de los sufrimientos, cualquier salida, hasta la más ignominiosa, era deseable; aquí no había comedia de nobleza y heroísmo, aquí estaba yo colocado ante la sencilla elección entre un pequeño dolor pasajero y un sufrimiento infinito que quema lo indecible. Con frecuencia bastante en mi vida tan difícil y tan descarriada había sido yo el noble Don Quijote, había preferido el honor a la comodidad, el heroísmo a la razón. ¡Basta ya y acabemos con todo ello!

Por los cristales bostezaba ya la mañana, la mañana plomiza y condenada a un día lluvioso de invierno, cuando por fin me metí en la cama. A la cama llevé conmigo mi resolución. Pero a última hora, en el último límite de la conciencia, en el instante de quedarme dormido, brilló como un relámpago ante mí durante un segundo aquel pasaje admirable del librito del lobo estepario, en donde se hablaba de los «inmortales», y a esto se unía el recuerdo, que en mi interior se despertaba, de que en alguna ocasión, y precisamente la última vez hacía muy poco tiempo, me había sentido lo bastante cerca de los inmortales para saborear con ellos, en un compás de música antigua, toda su sabiduría serena, esclarecida y sonriente. Esto se despertó en mí, volvió a brillar y se extinguió, y, pesado como una montaña, se posó el sueño sobre mi frente.

Al despertar a mediodía, volví a encontrar dentro de mí la situación aclarada; el pequeño librito estaba sobre la mesa de noche, juntamente con mi poesía, y con amable frialdad, de entre el torbellino de los recientes sucesos de mi vida, se destacaba mirándome mi decisión, afirmada y redondeada durante el sueño, después de pasada la noche. No corría prisa; mi resolución de morir no era el capricho de una hora: era una fruta sana, madura, criada despacio y bien sazonada, sacudida suavemente por el viento del destino, cuyo próximo soplo había de hacerla caer del árbol.

En mi botiquín de viaje tenía yo un remedio excelente para acallar los dolores, un preparado de opio especialmente fuerte, cuyo goce no me permitía sino en muy pocas ocasiones, y a menudo durante meses enteros prescindía de él; tomaba este grave estupefaciente sólo cuando ya no podía aguantar los dolores materiales. Por desgracia, no era a propósito para el suicidio. Ya lo había experimentado una vez hacía varios años. Entonces, en una época en que también me envolvía la desesperación, hube de ingerir una bonita porción, lo suficiente para matar a seis hombres, y, sin embargo, no me había matado. Me quedé dormido y estuve algunas horas tendido en un completo letargo; pero luego, para mi tremendo desengaño, me medio despertaron violentas sacudidas del estómago, vomité todo el veneno sin haber vuelto por completo en mi, y me dormí otra vez para despertar definitivamente en el centro del día siguiente, con el cerebro hecho cenizas y vacío y casi sin memoria. Fuera de un período de insomnio y de molestos dolores de estómago, no quedó ningún efecto del veneno.

Con este remedio, por tanto, no había que contar. Entonces di a mi resolución la siguiente forma: tan pronto como volviera a encontrarme en un estado en que me fuera preciso echar mano de aquel preparado de opio, en ese momento había de serme permitido acudir, en lugar de a esta breve redención, a la grande, a la muerte; pero una muerte segura y positiva, con una bala o con la navaja de afeitar. Con esto quedó aclarada la situación: esperar hasta el día en que cumpliera los cincuenta años, según la chusca receta del librillo del lobo estepario, eso no me parecía demasiado dilatado; aún faltaban hasta entonces dos años. Podía ser dentro de un año, dentro de un mes; podía ser mañana mismo: la puerta estaba abierta.

* * *

No puedo decir que la «resolución» hubiese alterado grandemente mi vida. Me hizo un poco más indiferente para con los achaques, un poco más descuidado en el uso del opio y del vino, un poco más curioso por lo que se refiere al límite de lo soportable: esto fue todo. Con mayor intensidad siguieron actuando los otros sucesos de aquella noche.

Alguna vez volví a leer todavía el tratado del lobo estepario, ora con devoción y gratitud, como si supiera de un mago invisible que estaba dirigiendo sabiamente mi vida, ora con sarcasmo y desprecio contra la insulsez del tratado, que no me parecía entender en absoluto la tensión y el tono específicos de mi existencia. Lo que allí estaba escrito de lobos esteparios y de suicidas podía estar muy bien y atinado; se refería a la especie, al tipo, era una abstracción ingeniosa; a mi persona, en cambio, a mi verdadera alma, a mi sino propio y peculiar, se me antojaba, sin embargo, que no se podía encerrar en red tan burda.

Más hondamente que todo lo demás me preocupaba aquella visión o alucinación de la pared de la iglesia, el prometedor anuncio de aquella danzante escritura de luces, que coincidía con alusiones del tratado. Mucho se me había prometido allí, poderosamente habían aguijoneado mi curiosidad los ecos de aquel mundo extraño; con frecuencia medité horas enteras profundamente sobre esto. Y cada vez con mayor claridad me hablaba el aviso de aquellas inscripciones: «¡No para cualquiera!» y «¡Sólo para locos!». Loco, pues, tenía yo que estar y muy alejado de «cualquiera» si aquellas voces habían de llegar hasta mí y hablarme aquellos mundos. Dios mío, ¿no estaba yo hacía ya muchísimo tiempo bastante alejado de la vida de todos los hombres, de la existencia y del pensamiento de las personas normales, no estaba yo hacía muchísimo tiempo bastante apartado y loco? Y, sin embargo, en lo más íntimo de mi ser comprendía perfectamente la llamada, la invitación a estar loco, a arrojar lejos de mí la razón, el obstáculo, el sentido burgués, a entregarme al mundo hondamente agitado y sin leyes del espíritu y de la fantasía.

Un día, después de haber buscado en vano por calles y plazas al hombre del anuncio estandarte y de haber pasado varias veces en acecho por la tapia con la puerta invisible, me encontré en el suburbio de San Martín con un entierro. Al contemplar la cara de los deudos del muerto, que iban trotando detrás del coche fúnebre, tuve este pensamiento: ¿Dónde vive en esta ciudad, dónde vive en este mundo la persona cuya muerte me representara a mí una pérdida? ¿Y dónde la persona a la cual mi muerte pudiera significar algo? Ahí estaba Erica, mi querida, es verdad; pero desde hace mucho tiempo vivíamos en una relación muy desligada, nos veíamos rara vez, no nos peleábamos, y por aquel entonces hasta ignoraba yo en qué lugar estaría. Alguna vez me buscaba ella o iba a verla yo, y como los dos somos personas solitarias y dificultosas, afines en algún punto del alma y en la enfermedad espiritual, se conservaba a pesar de todo una relación entre ambos. Pero ¿no respiraría ella quizás y no se sentiría bien aligerada cuando supiera la noticia de mi muerte? No lo sabía, como tampoco sabía nada acerca de la autenticidad de mis propios sentimientos. Hay que vivir dentro de lo normal y de lo posible para poder saber algo acerca de estas cosas.

Entretanto, y siguiendo un capricho, me había agregado a la comitiva y fui caminando tras el duelo con dirección al cementerio, un cementerio moderno, de cemento, patentado, con crematorio y todos los aditamentos. Pero nuestro muerto no fue incinerado, sino que su caja fue descargada ante una sencilla fosa hecha en la tierra, y yo miraba al párroco y a los demás buitres de la muerte, empleados de una funeraria, en sus manipulaciones, a las cuales trataban todos de dar la apariencia de una alta ceremonia y de una gran tristeza, hasta el punto de acabar rendidos de tanta teatralidad y confusión e hipocresía y por hacer el ridículo. Vi cómo el negro uniforme de su oficio iba flotando de un lado para otro y cómo se afanaban por poner a tono al acompañamiento fúnebre y por obligarlo a rendirse ante la majestad de la muerte. Era trabajo perdido, no lloraba nadie; el muerto parecía ser innecesario a todos. Tampoco con la palabra se podía persuadir a ninguno de que se sintiera en un ambiente de piedad, y cuando el párroco hablaba a los circunstantes llamándolos una y otra vez «caros hermanos en Cristo», todos los callados rostros de estos comerciantes y panaderos y de sus mujeres miraban al suelo con forzada seriedad, hipócritas y confusos, y movidos únicamente por el deseo de que todo este acto desagradable acabara pronto. Por fin acabó; los dos primeros entre los hermanos en Cristo estrecharon la mano al orador, se limpiaron en el primer borde de césped los zapatos llenos del húmedo limo en el que habían colocado a su muerto, adquirieron al instante sus rostros otra vez el aspecto corriente y humano, y uno de ellos se me antojó de pronto conocido: era, a lo que me figuré, el hombre que aquella noche llevaba el anuncio y que me había dado el librito.

En el momento en que creí reconocerlo, daba media vuelta y se agachaba para arreglarse los pantalones, que acabó por doblárselos por encima de los zapatos, y se alejó rápidamente con un paraguas sujeto debajo del brazo. Corrí tras él, lo alcancé, lo saludé con la cabeza; pero él pareció no conocerme.

—¿No hay velada esta noche? —pregunté, y traté de hacerle un guiño, como hacen entre sí los que están en un secreto.

Pero hacía ya demasiado tiempo desde que tales ejercicios mímicos me eran corrientes. ¡Si en mi manera de vivir casi había olvidado yo ya el habla! Me di cuenta yo mismo de que sólo había hecho una mueca estúpida.

—¿Velada? —gruñó el individuo, y me miró extrañado a la cara—. Vaya usted al Águila Negra, hombre, si se lo pide el cuerpo.

En realidad yo no sabía si era él. Desilusionado, seguí mi camino, no sabía adónde, para mí no había objetivos, ni aspiraciones, ni deberes. La vida sabía horriblemente amarga; yo sentía cómo el asco creciente desde hace tiempo alcanzaba su máxima altura, como la vida me repelía y me arrojaba fuera. Furioso, corrí a través de la ciudad gris, todo me parecía oler a tierra húmeda y a enterramiento. No; junto a mi fosa no había de estar ninguno de estos cuervos, con su traje talar y su sermoneo sentimental y de hermano en Cristo. Ah, dondequiera que mirara, dondequiera que enviase mis pensamientos, en parte alguna me aguardaba una alegría ni un atractivo, en parte alguna atisbaba una seducción, todo hedía a corrupción manida, a putrefacta medioconformidad, todo era viejo, marchito, pardo, macilento, agotado. Santo Dios, ¿cómo era posible? ¿Cómo había podido yo llegar a tal extremo, yo, el joven lleno de entusiasmo, el poeta, el amigo de las musas, el infatigable viajero, el ardoroso idealista? ¿Cómo había venido esto tan lenta y solapadamente sobre mí, esta paralización, este odio contra la propia persona y contra los demás, esta cerrazón de todos los sentimientos, este maligno y profundo fastidio, este infierno miserable de la falta de corazón y de la desesperanza?

Cuando pasaba por la Biblioteca, me encontré con un joven profesor, con quien yo en otro tiempo hablaba alguna vez, al cual, en mi última estancia en esta ciudad hace algunos años, había llegado hasta a visitar en su casa para conversar con él acerca de mitologías orientales, materia a la que me dedicaba entonces bastante. El erudito venía en dirección opuesta, tieso y algo miope, y sólo me conoció cuando ya estaba a punto de pasar a mi lado. Se lanzó hacia mí con gran efusión, y yo, en mi estado deplorable, se lo agradecí casi. Se había alegrado y se animó, me recordó detalles de aquellas nuestras conversaciones, aseguró que debía mucho a mis estímulos y que había pensado con frecuencia en mí; rara vez había vuelto a tener desde entonces controversias tan emotivas y fecundas con colegas. Me preguntó desde cuándo estaba en la ciudad (mentí: desde hacia pocos días) y por qué no lo había buscado. Miré al hombre amable a su buena cara de sabio, hallaba la escena verdaderamente ridícula, pero saboreé la migaja de calor, el sorbo de afecto, el bocado de reconocimiento. Emocionado abría la boca el lobo estepario Harry, en el seco gaznate le fluía la baba; se apoderó de él, en contra de su voluntad, el sentimentalismo. Sí; salí del paso, pues, engañándolo bonitamente y diciéndole que sólo estaba aquí por una corta temporada, y que no me encontraba muy bien; de otro modo ya lo hubiera visitado, naturalmente. Y cuando entonces me invitó, afectuosamente, a pasar aquella velada con él, acepté agradecido, le rogué que saludara a su señora, y a todo esto, por la vivacidad de las palabras y sonrisas, me dolían las mejillas que ya no estaban acostumbradas a estos esfuerzos. Y en tanto que yo, Harry Haller, estaba allí en medio de la calle, sorprendido y adulado, azorado y cortés, sonriendo al hombre amable y mirando su rostro bueno y miope, a mi lado el otro Harry abría la boca también, estaba haciendo muecas y pensando qué clase de compañero tan particular, absurdo e hipócrita era yo, que aun dos minutos antes había estado furioso y rechinando los dientes contra todo el maldito mundo, y ahora, a la primera excitación, al primer cándido saludo de un honrado hombre de bien, asentía a todo y me revolcaba como un lechón en el goce de un poquito de afecto, consideración y amabilidad. De este modo se hallaban allí, frente al profesor, los dos Harrys, ambas figuras extraordinariamente antipáticas, burlándose uno de otro, observándose mutuamente y escupiéndose al rostro y planteándose, como siempre en tales situaciones, una vez más la cuestión: si esto era sencillamente estulticia y flaqueza humanas, determinación general de la humanidad, o si este egoísmo sentimental, esta falta de carácter, esta impureza y contradicción de los sentimientos era solamente una especialidad personal y loboestepariesca. Si la vileza era genérica de la humanidad, ¡ah!, entonces mi desprecio del mundo podía desatarse con pujanza renovada; si era solamente flaqueza personal mía, se me presentaba motivo para una orgía del autodesprecio.

Con la lucha entre los dos Harrys quedó casi olvidado el profesor; de repente volvió a serme molesto, y me apresuré a librarme de él. Mucho tiempo estuve mirando cómo desaparecía por entre los árboles sin hojas del paseo, con el paso bonachón y algo cómico de un idealista, de un creyente. Violenta, se libraba la batalla en mi interior, y mientras yo cerraba y volvía a estirar los dedos agarrotados, en la lucha con la gota que iba trabajando secretamente, hube de confesarme que me había dejado atrapar, que había cargado con una invitación para comer a las siete y media, con la obligación de cortesías, charla científica y contemplación de dicha extraña. Encolerizado, me fui a casa, mezclé agua con coñac, me tragué con ella mis píldoras para la gota, me tumbé en el diván e intenté leer. Cuando, por fin, conseguí leer un rato en el Viaje de Sofía, de Memel a Sajonia, un delicioso novelón del siglo XVIII, volví a acordarme de pronto de la invitación y de que no estaba afeitado y tenía que vestirme. ¡Sabe Dios por qué se me habría ocurrido aceptar! En fin, Harry, ¡levántate, pon a un lado tu libro, enjabónate, ráscate la barba hasta hacerte sangre, vístete y ten una complacencia en tus semejantes! Y mientras me enjabonaba, pensé en el sucio hoyo de barro del cementerio, y en las caras contraídas de los aburridos hermanos en Cristo, y ni siquiera podía reírme de todo ello. Me parecía que allí acababa, en aquel hoyo sucio de barro, con las estúpidas palabras confusas del predicador, con los estúpidos rostros confusos de la comitiva fúnebre, a la vista desconsoladora de todas la cruces y lápidas de mármol y latón, con todas estas flores falsas de alambre y de vidrio, no sólo el desconocido, y acabaría un día u otro también yo mismo, enterrado en el lodo ante la confusión y la hipocresía de los asistentes, no, sino que así acababa todo, todos nuestros afanes, toda nuestra cultura, toda nuestra fe, toda nuestra alegría y nuestro placer de vivir, que estaba tan enfermo y pronto habría de ser enterrado allí también. Un cementerio era nuestro mundo cultural, aquí era Jesucristo y Sócrates, eran Mozart y Haydn, Dante y Goethe, nombres borrosos sobre lápidas de hojalata llenas de orín, rodeados de hipócritas y confusos circunstantes, que hubieran dado cualquier cosa por haber podido creer todavía en las lápidas de latón que en otro tiempo les habían sido sagradas, y cualquier cosa por poder decir aunque sólo fuera una palabra seria y honrada de tristeza y desesperanza acerca de este mundo desaparecido, y a los cuales, en lugar de todo, no les quedaba otra cosa que el confuso y ridículo estar dando vueltas alrededor de una tumba. Furioso, acabé por cortarme la barba en el sitio de costumbre y estuve un rato tratando de arreglarme la herida; pero hube, sin embargo, de volver a cambiarme el cuello que acababa de ponerme limpio y no podía explicarme por qué hacía todas estas cosas, pues no tenía la menor gana de acudir a aquella invitación. Pero uno de los trozos de Harry estaba representando una comedia otra vez, llamaba al profesor un hombre simpático, suspiraba por un poco de aroma de humanidad, de sociedad y de charla, se acordó de la bella señora del profesor, encontró en el fondo muy agradable la idea de pasar una velada junto a amables anfitriones y me ayudó a pegarme a la barbilla un tafetán, me ayudó a vestirme y a ponerme una corbata a propósito, y suavemente me desvió de seguir mi verdadero deseo y quedarme en casa. Al propio tiempo estaba pensando: lo mismo que yo ahora me visto y salgo a la calle, voy a visitar al profesor y cambio con él galanterías, todo ello realmente sin querer, así hacen, viven y actúan un día y otro, a todas horas, la mayor parte de los hombres; a la fuerza y, en realidad, sin quererlo, hacen visitas, sostienen una conversación, están horas enteras sentados en sus negociados y oficinas, todo a la fuerza, mecánicamente, sin apetecerlo: todo podía ser realizado lo mismo por máquinas o dejar de realizarse. Y esta mecánica eternamente ininterrumpida es lo que les impide, igual que a mí, ejercer la crítica sobre la propia vida, reconocer y sentir su estupidez y ligereza, su insignificancia horrorosamente ridícula, su tristeza y su irremediable vanidad. ¡Oh, y tienen razón, infinita razón, los hombres en vivir así, en jugar sus jueguecitos, en afanarse por esas sus cosas importantes, en lugar de defenderse contra la entristecedora mecánica y mirar desesperados en el vacío, como hago yo, hombre descarriado! Cuando en estas hojas desprecio a veces y hasta ridiculizo a los hombres, ¡no crea por eso nadie que les achaco la culpa, que los acuso, que quisiera hacer responsables a otros de mi propia miseria! ¡Pero yo, que ya he llegado tan allá que estoy al borde de la vida, donde se cae en la oscuridad sin fondo, cometo una injusticia y miento si trato de engañarme a mí mismo y a los demás, de que esta mecánica aún sigue funcionando para mí, como si yo también perteneciera todavía a aquel lindo mundo infantil del eterno Jugueteo!

La noche se desarrolló, a su vez, de un modo magnífico, en armonía con todo esto. Ante la casa de mi conocido me quedé parado un momento, mirando hacia arriba a las ventanas. Aquí vive este hombre —pensé—, y va haciendo año tras año su labor, lee y comenta textos, busca las relaciones entre las mitologías del Asia Menor y de la India, y al propio tiempo, está contento, pues cree en el valor de su trabajo, cree en la ciencia cuyo siervo es, cree en el valor de la mera ciencia, del almacenamiento, pues tiene fe en el progreso, en la evolución. No estuvo en la guerra, no ha experimentado el estremecimiento debido a Einstein de los fundamentos del pensamiento humano hasta hoy (esto cree él que importa sólo a los matemáticos), no ve cómo por todas partes se está preparando la próxima conflagración; estima odiosos a los judíos y a los comunistas, es un niño bueno, falto de ideas, alegre, que se concede importancia a sí mismo, es muy envidiable. Me decidí de golpe y entré, fui recibido por la criada con delantal blanco, y me fijé, por no sé qué presentimiento, con toda exactitud dónde llevaba mi sombrero y mi abrigo. Fui conducido a una habitación clara y templada e invitado a esperar, y en vez de musitar una oración o dormitar un poco, seguí un impulso juguetón y cogí en las manos el objeto más próximo que se me ofrecía. Era un cuadro pequeño con su marco, que tenía su puesto encima de la mesa redonda, obligado a estar de pie con una ligera inclinación por un soporte de cartulina en la parte posterior. Era un grabado y representaba al poeta Goethe, un anciano lleno de carácter y caprichosamente peinado, con el rostro bellamente dibujado, en el cual no faltaban ni los célebres ojos de fuego, ni el rasgo de soledad con un ligero velo de cortesanía, ni el aspecto trágico, en los cuales el pintor había puesto tan especial esmero. Había conseguido dar a este viejo demoníaco, sin perjuicio de su profundidad, un tinte algo académico y a la vez teatral de autodominio y de probidad, y representarlo, dentro de todo, como un viejo señor verdaderamente hermoso, que podía servir de adorno en toda casa burguesa. Probablemente este cuadro no era más necio que todos los cuadros de esta clase, todos estos lindos redentores, apóstoles, héroes, genios y políticos producidos por aplicados artífices; quizá me excitaba de aquella manera sólo por una cierta pedantería virtuosa; sea de ello lo que quiera, me puso de todos modos los pelos de punta, a mí que ya estaba suficientemente excitado y cargado, esta reproducción vanidosa y complacida de sí misma del viejo Goethe como un desacorde fatal y me hizo ver que no me hallaba en el lugar apropiado. Aquí estaban en su elemento maestros antiguos bellamente estilizados y grandezas nacionales, pero no lobos esteparios.

Si en aquel instante hubiera entrado el dueño de la casa, quizás hubiese tenido la suerte de poder llevar a cabo mi retirada con pretextos aceptables. Pero fue su mujer quien entró y yo me entregué a mi destino, aunque presintiendo la catástrofe. Nos saludamos, y a la primera disarmonía fueron siguiendo otras nuevas. La señora me felicitó por mi buen aspecto, y, sin embargo, yo tenía perfecta conciencia de cómo había envejecido en los años desde nuestro último encuentro; ya al darme ella la mano, me había hecho recordarlo fatalmente el dolor en los dedos atacados de gota. Sí, y a continuación me preguntó cómo estaba mi buena mujer, y hube de decirle que mi mujer me había abandonado y que nuestro matrimonio estaba disuelto. Respiramos cuando el profesor entró. También él me saludó cordialmente, y la tiesura y comicidad de la situación encontraron entonces la expresión más deliciosa que puede imaginarse. Traía un periódico en la mano, el diario a que estaba suscrito, un periódico del partido militarista e instigador de la guerra, y después de haberme dado la mano, señaló el periódico y refirió que allí se decía algo de un tocayo mío, un publicista Haller, que tenía que ser un mal bicho y un socio sin patria, que se había burlado del káiser y había expuesto su opinión de que su patria no era en nada menos culpable que los países enemigos en el desencadenamiento de la guerra. ¡Vaya un tipo que tenía que ser! Ah, pero aquí llevaba el mozo lo suyo, la redacción había dado buena cuenta del mal bicho y lo había puesto en la picota. Pasamos a otra cosa, cuando vio que este tema no me interesaba, pero los dos no pudieron pensar ni por asomo en la posibilidad de que aquel energúmeno estuviera sentado ante ellos, y, sin embargo, así era, el energúmeno era yo mismo. Bien, ¿a qué armar un escándalo e inquietar a la gente? Me reí en mi fuero interno, pero di ya por perdida la esperanza de gozar esta noche de nada agradable. Precisamente en aquel momento, cuando el profesor hablaba del traidor a la patria, Haller, se condensaba en mi el maligno sentimiento de depresión y desesperanza que se había ido amontonando en mi interior desde la escena del cementerio, y no había dejado de aumentar hasta convertirse en una tremenda opresión, en un malestar corporal (en el bajo vientre), en una sensación sofocante y angustiosa de fatalidad. Yo sentía que algo estaba en acecho contra mí, que un peligro me amenazaba por detrás. Afortunadamente llegó el aviso de que la comida estaba dispuesta. Fuimos al comedor, y en tanto que yo me esforzaba por decir una y otra vez, o por preguntar cosas indiferentes, iba comiendo más de lo que tenía por costumbre y me sentía más deplorable por momentos. ¡Dios mío! —pensaba—. ¿Por qué nos atormentamos de este modo? Me daba cuenta perfectamente de que mis anfitriones tampoco se sentían bien y de que su animación les costaba trabajo, ya porque yo produjera un efecto tan deplorable, ya porque hubiera acaso algún disgusto en la casa. Me preguntaron una multitud de cosas, a las cuales no se podía dar una respuesta sincera; pronto me hallé envuelto en una porción de verdaderos embustes y a cada palabra tenía que luchar con una sensación de asco. Por último, y para variar de rumbo, empecé a referir el entierro cuyo espectador había sido. Pero no lograba encontrar el tono, mis incursiones por el campo del humorismo producían un efecto desconcertante, cada vez nos íbamos apartando más; dentro de mí el lobo estepario se reía a mandíbula batiente, y a los postres estábamos todos, los tres, bien silenciosos.

Volvimos a aquella primera habitación para tomar café y licor, quizás esto viniera un poco en nuestro auxilio. Pero entonces me fijé de nuevo en el príncipe de los poetas, aunque había sido colocado a un lado sobre una cómoda. No podía desentenderme de él, y, no sin oír dentro de mí voces que me anunciaban el peligro, volví a tomarlo en la mano y empecé a habérmelas con él. Yo estaba como poseído del sentimiento de que la situación era insoportable, de que ahora había de lograr entusiasmar a mis huéspedes, arrebatarlos y templarlos a mi tono, o por el contrario, provocar de una vez la explosión.

—Es de suponer —dije— que Goethe en la realidad no haya tenido este aspecto. Esta vanidad y esta noble actitud, esta majestad lanzando amables miradas a los distinguidos circunstantes y bajo la máscara varonil de este mundo, de la más encantadora sentimentalidad. Mucho se puede tener ciertamente contra él, también yo tengo a veces muchas cosas contra el viejo lleno de suficiencia, pero representarlo así, no, eso es ya demasiado.

La señora de la casa acabó de servir el café con una cara de profundo sufrimiento, luego salió precipitadamente de la habitación, y su marido me confesó medio turbado, medio lleno de censura, que este retrato de Goethe pertenecía a su mujer, la cual sentía por él una predilección especial. «Y aunque objetivamente estuviera usted en lo cierto, lo que yo, por lo demás, pongo en tela de juicio, no tiene usted derecho a expresarse tan crudamente».

—Tiene usted razón en esto —concedí—. Por desgracia, es una costumbre, un vicio en mí decidirme siempre por la expresión más cruda posible. Lo que por otra parte hacía también Goethe en sus buenos momentos. Es verdad que este melifluo y almibarado Goethe de salón no hubiese empleado nunca una expresión cruda, franca, inmediata. Pido a usted y a su señora mil perdones, tenga la bondad de decirle que soy esquizofrénico. Y, al propio tiempo, pido permiso para despedirme.

El caballero, lleno de azoramiento, no dejó de oponer algunas objeciones; volvió otra vez a decir, qué hermosos y llenos de estímulo habían sido en otro tiempo nuestros diálogos, más aún, que mis hipótesis acerca de Mitra y de Krichna le habían hecho profunda impresión, y que también hoy esperaba otra vez…, etc. Le di las gracias y le dije que estas eran palabras muy amables, pero que desgraciadamente mi interés por Krichna, lo mismo que mi complacencia en diálogos científicos habían desaparecido por completo y definitivamente, que hoy le había mentido una porción de veces, por ejemplo, que no llevaba en la ciudad algunos días, sino muchos meses, pero que hacía una vida para mí solo y que no estaba ya en condiciones de visitar casas distinguidas, porque en primer lugar siempre estoy de muy mal humor y atacado de gota, y en segundo término, borracho la mayor parte de las veces. Además, para dejar las cosas en su punto y por lo menos no quedar como un embustero, tenía que confesar al estimado señor que me había ofendido muy gravemente. Él había hecho suya la posición estúpida y obstinada digna de un militar sin ocupación, pero no de hombre de ciencia, en que se colocaba un periódico reaccionario con respecto a las opiniones de Haller. Que este «mozo» y socio sin patria Haller era yo mismo, y mejor le iría a nuestro país y al mundo, si al menos los contados hombres capaces de pensar se declararan partidarios de la razón y del amor a la paz, en vez de instigar ciegos y fanáticos a una nueva guerra. Esto es, y con ello, adiós.

Me levanté, me despedí de Goethe y del profesor, agarré mis cosas del perchero y salí corriendo. Con estrépito aullaba dentro de mi alma el lobo dañino. Una formidable escena se desarrolló entre los dos Harrys. Pues al punto comprendí claramente que esta hora vespertina poco reconfortante tenía para mí mucha más importancia que para el indignado profesor; para él era un desengaño y un pequeño disgusto; pero para mí, era un último fracaso y un echar a correr, era mi despedida del mundo burgués, moral y erudito, era una victoria completa del lobo estepario. Y era un despedirse vencido y huyendo, una propia declaración de quiebra, una despedida inconsolable, irreflexiva y sin humor. Me despedí de mi mundo anterior y de mi patria, de la burguesía, la moral y la erudición, no de otro modo que el hombre que tiene una úlcera de estómago se despide de la carne de cerdo. Furioso, corrí a la luz de los faroles, furioso y lleno de mortal tristeza. ¡Qué día tan sin consuelo había sido, tan vergonzante, tan siniestro, desde la mañana hasta la noche, desde el cementerio a la escena en casa del profesor! ¿Para qué? ¿Había alguna razón para seguir echando sobre sí más días como éste? ¡No! Y por eso había que poner fin esta noche a la comedia. ¡Vete a casa, Harry, y córtate el cuello! Bastante tiempo has esperado ya.

De un lado para otro corrí por las calles, en miserable estado. Naturalmente, había sido necio por mi parte manchar a la buena gente el adorno de su salón, era necio y grosero, pero yo no podía y no pude de ninguna manera otra cosa, ya no podía soportar esta vida dócil, de fingimiento y corrección. Y ya que por lo visto tampoco podía aguantar la soledad, ya que la compañía de mí mismo se me había vuelto tan indeciblemente odiada y me producía tal asco, ya que en el vacío de mi infierno me ahogaba dando vueltas, ¿qué salida podía haber todavía? No había ninguna. ¡Oh, padre y madre míos! ¡Oh, fuego sagrado lejano de mi juventud, oh vosotros, miles de alegrías, de trabajos y de afanes de mi vida! Nada de todo ello me quedaba, ni siquiera arrepentimiento, sólo asco y dolor. Nunca como en esta hora me parece que me había hecho tanto daño el mero tener que vivir.

En una desventurada taberna de las afueras descansé un momento, bebí agua con coñac, volví a seguir correteando, perseguido por el diablo, y a subir y a bajar las callejas empinadas y retorcidas de la parte antigua de la ciudad y ambular por los paseos, por la plaza de la estación. ¡Tomar un tren!, pensé. Entré en la estación, me quedé mirando fijamente a los itinerarios pegados en las paredes, bebí un poco de vino, traté de reflexionar. Cada vez más cerca, cada vez más distintamente comencé a ver el fantasma que tanto miedo me producía. Era la vuelta a mi casa, el retorno a mi cuarto, el tener que pararme ante la desesperación. A esto no podía escapar, aun cuando estuviera corriendo todavía horas enteras: al regreso hasta mi puerta, hasta la mesa con los libros, hasta el diván con el retrato de mi querida colgado encima; no podía escapar al momento en que tuviera que abrir la navaja de afeitar y darme un tajo en el cuello. Cada vez con mayor claridad se presentaba ante mí este cuadro, cada vez más distintamente; con violentos latidos del corazón, sentía yo la angustia de todas las angustias: el miedo a la muerte. Sí; tenía un horrible miedo a la muerte. Aun cuando no veía otra salida, aun cuando en torno se amontonaban el asco, el dolor y la desesperación, aun cuando ya nada estaba en condiciones de seducirme, ni de proporcionarme una alegría o una esperanza, me horrorizaba sin embargo de un modo indecible la ejecución, el último momento, el corte tajante y frío en la propia carne.

No veía medio alguno de sustraerme a lo temido. Si en la lucha entre la desesperación y la cobardía venciera hoy aun acaso la cobardía, mañana y todos los días habría de tener ante mí de nuevo a la desesperación, aumentada con el desprecio de mí mismo. Volvería a coger en la mano la navaja tantas veces y a dejarla después, hasta que al fin alguna vez estuviera desde luego consumado. Por eso, mejor hoy que mañana. Razonablemente, trataba de persuadirme a mí mismo como a un niño miedoso, pero el niño no escuchaba, se escapaba, quería vivir. Bruscamente seguí siendo arrastrado a través de la ciudad, en amplios círculos estuve dando vueltas en torno a mi vivienda, siempre con el regreso en la mente, siempre retardándolo. Acá y allá me entretenía en una taberna, para tomar una copa, para tomar dos copas; luego seguía mi correría, en amplio círculo alrededor del objeto, de la navaja de afeitar, de la muerte. Muerto de cansancio, estuve sentado varias veces en algún banco, en el borde de alguna fuente, en un guardacantón, oía palpitar el corazón, me secaba el sudor de la frente, volvía a correr, lleno de mortal angustia, lleno de ardiente deseo de vivir.

Así fui a dar, a la hora ya muy avanzada de la noche y por un suburbio extraviado y para mí casi desconocido, en un restaurante, detrás de cuyas ventanas resonaba violenta música de baile. Sobre la puerta leí al entrar un viejo letrero: «Al Águila Negra». Dentro había ambiente de juerga, algarabía de muchedumbre, humo, vaho de vino y gritería; en el segundo salón se bailaba, allí se debatía furiosa la música de danza. Me quedé en el primer salón, lleno de gente sencilla, en parte vestida pobremente, en tanto que detrás, en la sala de baile, se divisaban también figuras elegantes. Empujado por la multitud de un lado a otro por el salón, fui apretado contra una mesa cerca del mostrador; en el diván junto a la pared estaba sentada una bonita muchacha pálida, con un ligero vestidito de baile, con gran escote, en el cabello una flor marchita. La muchacha me miró con atención y amablemente cuando me vio llegar; sonriendo, se hizo un poco a un lado y me dejó sitio.

—¿Me permite? —pregunté, y me senté junto a ella.

—Naturalmente que te permito —dijo—. ¿Quién eres tú que no te conozco?

—Gracias —dije—; me es imposible ir a casa; no puedo, no puedo, quiero quedarme aquí, a su lado, si es usted tan amable. No, no puedo volver a casa.

Hizo un ademán como si me comprendiera, y al bajar la cabeza, observé su bucle que le caía de la frente hasta junto al oído, y vi que la flor marchita era una camelia. Del otro lado tronaba la música, delante del mostrador las camareras gritaban con precipitación sus pedidos.

—Quédate aquí —me dijo con una voz que me hizo bien—. ¿Por qué es por lo que no puedes volver a tu casa?

—No puedo. En casa me espera algo… No, no puedo; es demasiado terrible.

—Entonces déjalo estar y quédate aquí. Ven, límpiate primero las gafas, no es posible que veas nada. Así, dame tu pañuelo. ¿Qué vamos a beber? ¿Borgoña?

Me limpió las gafas; entonces pude verla claramente: la cara pálida bien perfilada, con la boca pintada de rojo desangre; los ojos, grises claros; la frente, lisa y serena; el bucle derecho, por delante de la oreja. Bondadosa y un poco burlona, se cuidó de mí, pidió vino, brindó conmigo y al propio tiempo miró hacia el suelo a mis zapatos.

—¡Dios mío! ¿De dónde vienes? Parece como si hubieras llegado a pie desde París. Así no se viene a un baile.

Dije que si y que no, reí un poco, la dejé hablar. Me gustaba mucho, y esto me causaba admiración, pues hasta ahora había evitado siempre a esta clase de muchachas y las había mirado más bien con desconfianza. Y ella era para conmigo precisamente como en este momento me convenía que fuera. ¡Oh, y así ha sido siempre conmigo desde aquella hora! Me trataba con tanto cuidado como yo necesitaba, y tan burlonamente como necesitaba también. Pidió un bocadillo y me ordenó que lo comiera. Me echó vino y me mandó también beber un trago, pero no muy de prisa. Luego alabó mi docilidad.

—Eres bueno —dijo tratando de animarme—. Le haces a una fácil el trabajo. Vamos a apostar a que hace mucho tiempo desde la última vez que tuviste que obedecer a alguien.

—Sí, usted ha ganado la apuesta. Pero ¿de dónde sabe usted esto? —No tiene arte. Obedecer es como comer y beber. El que se pasa mucho tiempo prescindiendo de ello, a ése ya no le importa nada. ¿No es verdad que a mí vas a obedecerme tú con mucho gusto?

—Con muchísimo. Usted lo sabe todo.

—Tú facilitas a una el camino. Quizás, amigo, pudiera yo decirte también qué es lo que en tu casa te espera y de lo cual tienes tanto miedo. Pero tú lo sabes también, no tenemos necesidad de hablar de ello, ¿no es eso? ¡Pamplinas! O uno se ahorca, bueno, entonces si se ahorca uno, desde luego será porque tenga motivo. O vive uno, y entonces no tiene que ocuparse más que de la vida. No hay nada más sencillo.

—¡Oh! —exclamé—. Si eso fuera tan sencillo… Yo me he ocupado bastante de la vid a, Dios lo sabe, y no ha servido de nada. Ahorcarse es tal vez difícil, no lo sé. Pero vivir es mucho, muchísimo más difícil. ¡Dios sabe lo difícil que es!

—Ya verás cómo es sumamente fácil. Por algo se empieza. Te has limpiado las gafas, has comido, has bebido. Ahora vamos y limpiamos tus pantalones y tus zapatos, lo necesitan. Y luego vas a bailar un shimmy conmigo.

—¿Ve usted —dije animado— cómo yo tenía razón? Nada me molesta más que no poder ejecutar una orden de usted. Pero ésta no puedo cumplirla. No puedo bailar un shimmy, ni un vals, ni una polca y como se llamen todas esas cosas, nunca en mi vida he aprendido a bailar. ¿Ve usted cómo no todo es tan sencillo como usted se figura?

La hermosa muchacha sonrió con sus labios rojos como la sangre y movió la cabeza atusada y peinada a lo garçon. Al mirarla, se me antojó que se parecía a Rosa Kreisler, la primera muchacha de la que yo me había enamorado siendo un mozalbete, pero aquélla era morena y con el pelo oscuro. No, realmente no sabía yo a quién me recordaba esta extraña muchacha; sólo sabía que era algo de la lejana juventud, de la época de niño.

—Despacio —gritó ella—, vamos por partes. ¿De modo que no sabes bailar? ¿Ni siquiera un onestep? Y al propio tiempo aseguras que la vida te ha costado sabe Dios cuánto trabajo. Eso es una trola, amigo, y a tu edad ya no está bien. Sí, ¿cómo puedes decir que te ha costado tanto trabajo la vida, si ni siquiera quieres bailar?

—Si es que no sé. No he aprendido nunca.

Ella se echó a reír.

—Pero a leer y a escribir sí has aprendido, vamos, y cuentas y probablemente también latín y francés y toda clase de cosas de esta naturaleza. Apuesto a que has estado diez o doce años en el colegio y además has estudiado en alguna otra parte y hasta tienes el título de doctor y sabes chino o español. ¿O no? ¡Ah! ¿Ves? Pero no has podido disponer del poquito de tiempo y de dinero para unas cuantas clases de baile. ¿No es eso?

—Fueron mis padres —me justifiqué—. Ellos me hicieron aprender latín y griego y todas esas cosas. Pero no me hicieron aprender a bailar, no era moda entre nosotros; mis padres mismos no bailaron nunca.

Me miró fría y despreciativa, y de nuevo vi en su cara algo que me hizo recordar la época de mi primera juventud.

—¡Ah, vamos, van a tener la culpa tus padres! ¿Les has preguntado también si esta noche podías venir al Águila Negra? ¿Lo has hecho? ¿Que se han muerto hace mucho tiempo, dices? ¡Ah, vamos! Si tú por obediencia tan sólo no has querido aprender a bailar en tu juventud, está bien. Aunque no creo que entonces fueras un muchacho modelo. Pero después… ¿qué has estado haciendo luego tantos años?

—¡Ah —confesé—, ya no lo sé yo mismo! He estudiado, hecho música, he leído libros, he escrito libros, he viajado…

—¡Vaya ideas raras que tienes de la vida! De modo que has hecho siempre cosas difíciles y complicadas y las más sencillas ni las has aprendido. ¿No has tenido tiempo? ¿No has tenido ganas? Bueno, por mí… Gracias a Dios no soy tu madre. Pero hacer como si hubieses gustado la vida por completo sin encontrar nada en ella, no, a eso no hay derecho.

—No me riña usted —supliqué—. Ya sé que estoy loco.

—Anda ya; no me vengas con historias. ¡Qué vas a estar loco, señor profesor! Lo que me resultas es demasiado cuerdo. Se me antoja que eres prudente de un modo estúpido, justo como un profesor. Ven, cómete ahora otro panecillo. Después sigues hablando.

Me pidió otra vez un bocadillo, le echó un poco de sal, le puso un poco de mostaza, se cortó un trocito para sí misma y me mandó comer. Comí. Hubiese hecho todo lo que me hubiera mandado, todo menos bailar. Era muy bueno obedecer a alguien, estar sentado junto a alguien que lo interrogara a uno, le mandara y le riñera. Si el profesor o su mujer hubiesen hecho esto hace un par de horas, se me habría ahorrado mucho. Pero no; estaba bien así, hubiese perdido mucho.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó de repente.

—Harry.

—¿Harry? ¡Un nombre de muchacho! Y un muchacho eres realmente, Harry, a pesar de las manchas grises en el pelo. Eres un muchacho y deberías tener a alguien que se ocupara un poco de ti. Del baile no digo nada más. ¡Pero cómo vas peinado! ¿Es que no tienes mujer, ni siquiera una amiga?

—No tengo mujer ya; estamos divorciados. Una amiga sí tengo, pero no vive aquí; la veo de tarde en tarde, no nos llevamos muy bien.

Ella siseó un poco por lo bajo.

—Parece que has de ser un caballero bien difícil, ya que ninguna para a tu lado. Pero dime ahora: ¿qué pasaba esta noche tan extraordinario, que has andado correteando por el mundo como un alma en pena? ¿Te has arruinado? ¿Has perdido en el juego?

Verdaderamente era difícil decirlo.

—Verá usted —empecé—. Ha sido en realidad una futesa. Yo estaba convidado, en casa de un profesor —yo por mi parte no lo soy—, y en verdad no hubiera debido ir, ya no estoy acostumbrado a estar sentado así con la gente y charlar; he olvidado esto. Entré ya en la casa con la sensación de que no iba a salir bien la cosa. Cuando colgué mi sombrero pensé que acaso muy pronto tendría que volver a necesitarlo. Bueno, y en casa de este profesor había allí sobre la mesa un cuadro… necio, que me puso de mal humor…

—¿Qué cuadro era ése? ¿Por qué te puso de mal humor? —me interrumpió ella.

—Sí, era un retrato que representaba a Goethe, ¿sabe usted?, al poeta Goethe. Pero allí no estaba como en realidad era. Claro que esto, a decir verdad, no lo sabe nadie con exactitud, murió hace cien años. Sino que cualquier pintor moderno había representado allí a Goethe tan almibarado y peinadito como él se lo había figurado, y este retrato me exasperó y me fue horrorosamente antipático. No sé si comprende usted esto.

—Puedo comprenderlo muy bien, no se preocupe. ¡Siga!

—Ya antes había estado en desacuerdo con el profesor; es éste, como casi todos los profesores, un gran patriota y ayudó bravamente durante la guerra a engañar al pueblo, con la mejor fe, naturalmente. Yo, en cambio, soy contrario a la guerra. Bueno, da lo mismo. Sigamos. Claro que yo no hubiese tenido necesidad de mirar el retrato…

—Desde luego que no habías tenido ninguna necesidad.

—Pero en primer lugar me molestaba por el propio Goethe, a quien yo, en verdad, quiero mucho, y luego que tuve que pensar —pensé o sentí sobre poco más o menos esto—: aquí estoy sentado con personas a las que considero mis iguales y de las que yo pienso que también ellos han de amar a Goethe como yo y se habrán forjado de él un retrato semejante al que yo me he forjado, y ahora resulta que tienen ahí de pie este retrato sin gusto, falseado y dulzón y lo encuentran magnífico y no se dan cuenta de que el espíritu de este cuadro es precisamente lo contrario del espíritu de Goethe. Hallan maravilloso el retrato, y por mí pueden hacerlo si quieren, pero para mí se acabó de una vez toda confianza en estas personas, toda amistad con ellas y todo sentimiento de afinidad y de solidaridad. Por lo demás, la amistad no era grande tampoco. Me puse, pues, furioso y triste, y vi que estaba solo y que nadie me entendía. ¿Comprende usted?

—Es bien fácil de comprender, Harry. ¿Y luego? ¿Les tiraste el retrato a la cabeza?

—No; empecé a lanzar improperios y eché a correr, quería ir a casa, pero…

—Pero allí no te hubieras encontrado a la mamá que consolara o reprendiera al hijo incauto. Está bien, Harry; casi me das lástima; eres un espíritu infantil sin igual.

Y verdaderamente me pareció comprenderlo así.

Ella me dio a beber un vaso de vino. Me trataba, en efecto, como una verdadera madre. Pero entretanto iba viendo yo por instantes qué hermosa y joven era.

—Vamos a ver —empezó ella de nuevo—. Resulta que Goethe se murió hace cien años y Harry lo quiere mucho y se ha hecho una maravillosa idea de él y del aspecto que tendría, y a esto tiene Harry perfecto derecho, ¿no es eso? Pero el pintor, que también siente su entusiasmo por Goethe y se ha forjado de él una imagen, ése no tiene derecho, y el profesor tampoco; y en realidad nadie, porque eso no le gusta a Harry, no lo tolera, porque tiene que vociferar y echar a correr. Si fuese prudente se reina sencillamente del pintor y del profesor. Si fuese un loco, les tiraría su Goethe a la cara. Pero como no es más que un niño pequeño, se va corriendo a su casa y quiere ahorcarse. He comprendido muy bien tu historia. Es una historia cómica. Me hace reír. Aguarda, no bebas tan de prisa. El borgoña se bebe despacio, da mucho calor si no. Pero a ti hay que decírtelo todo, niñito.

Su mirada era severa y reprensiva como de una aya de sesenta años.

—Oh, sí —supliqué complacido—. No deje de decírmelo todo.

—¿Qué he de decirte yo?

—Todo lo que usted quiera.

—Bueno, voy a decirte una cosa. Desde hace una hora estás oyendo que yo te hablo de tú, y tú sigues diciéndome a mide usted. Siempre latín y griego, siempre lo más complicado posible. Cuando una muchacha te llama de tú y no te es antipática, entonces debes llamarla de tú a ella también. ¿Ves? Ya has aprendido algo nuevo. Y segundo: desde hace media hora sé que te llamas Harry. Lo sé porque te lo he preguntado. Tú, en cambio, no quieres saber cómo me llamo yo.

—¡Oh, ya lo creo, con mucho gusto querría saberlo!

—¡Es tarde, amigo! Cuando nos volvamos a ver, me lo preguntas de nuevo. Hoy no te lo digo ya. Bueno, y ahora, voy a bailar.

Al hacer ademán de levantarse, se deprimió profundamente mi ánimo, tuve miedo de que se fuera y me dejara solo, y entonces volvería todo a ser como antes había sido. Como un dolor de muelas, desaparecido por un instante, se presenta otra vez de pronto y quema como el fuego, así se me presentaron al punto otra vez el miedo y el terror.

¡Oh, Dios! ¿Había podido yo olvidar lo que estaba aguardándome? ¿Es que había cambiado alguna cosa?

—¡Alto! —grité, suplicante—. No se vaya usted. No te vayas. Claro que puedes bailar cuanto quieras, pero no estés mucho tiempo por ahí; vuelve pronto.

Se levantó riendo. Me la había figurado más alta, era esbelta, pero no alta. De nuevo volvió a recordarme a alguien. ¿A quién? No podía acordarme.

—¿Vuelves?

—Vuelvo, pero puedo tardar un rato, media hora, o acaso una entera. Voy a decirte una cosa: cierra los ojos y duerme un poco; eso es lo que necesitas.

Le hice sitio y salió; su vestido rozó mi rodilla, al salir se miró en un pequeñísimo espejo redondo de bolsillo, levantó las cejas, se pasó por la barbilla una minúscula borla de polvos y desapareció en el salón de baile. Miré en torno mío; caras extrañas, hombres fumando, cerveza derramada sobre las mesas de mármol, algazara y griterío por doquiera, al lado la música de baile. Había dicho que me durmiera. Ah, buena niña, vaya una idea que tienes de mi sueño, que es más tímido que una gacela. ¡Dormir en esta feria, aquí sentado, entre los tarros de cerveza con sus tapaderas ruidosas! Bebí un sorbo de vino, saqué del bolsillo un cigarro, busqué las cerillas, pero en realidad no sentía ganas de fumar, dejé el cigarro delante de mí sobre la mesa. «Cierra los ojos», me había dicho. Dios sabe de dónde tenía la muchacha esta voz, esta voz buena, algo profunda, una voz maternal. Era bueno obedecer a esta voz, ya lo había experimentado. Obediente, cerré los ojos, apoyé la cabeza en la mano, oí zumbar a mi alrededor cien ruidos violentos, me hizo sonreír la idea de dormir en este lugar, decidí ir a la puerta del salón y echar una mirada furtiva por el baile —tenía que ver bailar a mi bella muchacha—, moví los pies debajo del asiento y hasta entonces no sentí cuán tremendamente cansado estaba del ambular errante horas enteras, y me quedé sentado. Y entonces me dormí en efecto, fiel a la orden maternal, dormí ávido y agradecido y soñé, soñé más clara y agradablemente que había soñado desde hacia mucho tiempo. Soñé.

Yo estaba sentado y esperaba en una antesala pasada de moda. En un principio sólo sabía que había sido anunciado a un excelentísimo señor, luego me di cuenta de que era el señor Goethe, por quien había de ser recibido. Desgraciadamente no estaba yo allí del todo como particular, sino como corresponsal de una revista; esto me molestaba mucho y no podía comprender qué diablo me había colocado en esta situación. Además me inquietaba un escorpión, que acababa de hacerse visible y había intentado gatear por mi pierna arriba. Yo me había defendido desde luego del pequeño y negro animalejo y me había sacudido, pero no sabía dónde se había metido después y no osaba echar mano a ninguna parte.

No estaba tampoco seguro de sí por equivocación, en lugar de a Goethe, no había sido anunciado a Matthisson, al cual, sin embargo, en el sueño confundía con Bürger, pues le atribuía las poesías a Molly. Por otra parte me hubiera sido muy a propósito un encuentro con Molly, yo me la imaginaba maravillosa, blanda, musical, occidental. ¡Si no hubiera estado yo allí sentado por encargo de aquella maldita redacción! Mi mal humor por esto aumentaba en cada instante y se fue trasladando poco a poco también a Goethe, contra el cual tuve de pronto toda clase de escrúpulos y censuras. ¡Podía resultar bonita la audiencia! El escorpión, en cambio, aun cuando peligroso y escondido quizá cerca de mí, acaso no fuera tan grave; pensé también ser presagio de algo agradable, me parecía muy posible que tuviera alguna relación con Molly, que fuera una especie de mensajero suyo o su escudo de armas, un bonito y peligroso animal heráldico de la feminidad y del pecado. ¿No se llamaría acaso Vulpius el animal heráldico? Pero en aquel instante abrió un criado la puerta, me levanté y entré.

Allí estaba el viejo Goethe, pequeño y muy tiesecillo, y tenía, en efecto, una gran placa de condecoración sobre su pecho clásico. Aún parecía que estaba gobernando, que seguía constantemente recibiendo audiencias y controlando el mundo desde su museo de Weimar. Pues apenas me hubo visto, me saludó con un rápido movimiento de cabeza, lo mismo que un viejo cuervo, y habló solemnemente: ¿De modo que vosotros la gente joven estáis bien poco conformes con nosotros y con nuestros afanes?

—Exactamente —dije, y me dejó helado su mirada de ministro—. Nosotros la gente joven no estamos, en efecto, conformes con usted, viejo señor. Usted nos resulta demasiado solemne, excelencia, demasiado vanidoso y presumido y demasiado poco sincero. Esto acaso sea lo esencial: demasiado poco sincero.

El hombre chiquitín, anciano, movió la severa cabeza un poco hacia adelante, y al distenderse en una pequeña sonrisa su boca dura y plegada a la manera oficial y al animarse de un modo encantador, me palpitó el corazón de repente, pues me acordé de pronto de la poesía «Bajó de arriba la tarde» y de que este hombre y esta boca eran de donde habían salido las palabras de aquella poesía. En realidad ya en aquel momento estaba yo totalmente desarmado y aplanado, y con el mayor gusto me hubiera arrodillado ante él. Pero me mantuve firme y oí de su boca sonriente estas palabras: ¡Ah! ¿Entonces ustedes me acusan de insinceridad? ¡Vaya qué palabras! ¿No querría usted explicarse un poco mejor?

Lo estaba deseando:

—Usted, señor de Goethe, como todos los grandes espíritus, ha conocido y ha sentido perfectamente el problema, la desconfianza de la vida humana: la grandiosidad del momento y su miserable marchitarse, la imposibilidad de corresponder a una elevada sublimidad del sentimiento de otro modo que con la cárcel de lo cotidiano, la aspiración ardiente hacia el reino del espíritu que está en eterna lucha a muerte con el amor también ardiente y también santo a la perdida inocencia de la naturaleza, todo este terrible flotar en el vacío y en la incertidumbre, este estar condenado a lo efímero, a lo incompleto, a lo eternamente en ensayo y diletantesco, en suma, la falta de horizontes y de comprensión y la desesperación agobiante de la naturaleza humana. Todo esto lo ha conocido usted y alguna vez se ha declarado partidario de ello, y, sin embargo, con toda su vida ha predicado lo contrario, ha expresado fe y optimismo, ha fingido a sí mismo y a los demás una perdurabilidad y un sentido a nuestros esfuerzos espirituales. Usted ha rechazado y oprimido a los que profesan una profundidad de pensamiento y a las voces de la desesperada verdad, lo mismo en usted que en Kleist y en Beethoven. Durante decenios enteros ha actuado como si el amontonamiento de ciencia y de colecciones, el escribir y conservar cartas y toda su dilatada existencia en Weimar fuera, en efecto, un camino para eternizar el momento, que en el fondo usted sólo lograba momificar, para espiritualizar a la naturaleza, a la que sólo conseguía estilizar en caricatura. Esta es la insinceridad que le echamos en cara.

Pensativo, me miró el viejo consejero a los ojos; su boca seguía sonriendo.

Luego, para mi asombro, me preguntó: «¿Entonces La Flauta encantada de Mozart le tiene que ser a usted sin duda profundamente desagradable?».

Y antes de que yo pudiera protestar, continuó:

—La Flauta encantada representa a la vida como un canto delicioso, ensalza nuestros sentimientos, que son perecederos, como algo eterno y divino, no está de acuerdo ni con el señor de Kleist ni con el señor Beethoven, sino que predica optimismo y fe.

—¡Ya lo sé, ya lo sé! —grité furioso—. ¡Sabe Dios por qué se le ha ocurrido a usted La Flauta encantada, que es para mí lo más excelso del mundo! Pero Mozart no llegó a los ochenta y dos años, y en su vida privada no tuvo estas pretensiones de perdurabilidad, orden y almidonada majestad que usted. No se dio nunca tanta importancia. Cantó sus divinas melodías, fue pobre y se murió pronto, en la miseria y mal conocido…

Me faltaba el aliento. Mil cosas se hubieran podido decir en diez palabras, empecé a sudar por la frente.

Pero Goethe me dijo con mucha amabilidad:

—El haber llegado yo a los ochenta y dos años puede que sea, desde luego, imperdonable. Pero el placer que yo en ello tuve, fue sin duda menor de lo que usted puede imaginarse. Tiene usted razón; me consumió siempre un gran deseo de perdurabilidad, siempre temí y combatí a la muerte. Creo que la lucha contra la muerte, el afán absoluto y terco de querer vivir es el estimulo por el cual han actuado y han vivido todos los hombres sobresalientes. Que al final hay, sin embargo, que morir, esto, en cambio, mi joven amigo, lo he demostrado a los ochenta y dos años de modo tan concluyente como si hubiera muerto siendo niño. Por si pudiera servir para mi justificación, aún habría que añadir una cosa: en mi naturaleza ha habido mucho de infantil, mucha curiosidad y afán de juego, mucho placer en perder el tiempo. Claro, y he tenido que necesitar un poco más hasta comprender que era ya hora de dar por terminado el juego.

Al decir esto, sonreía de un modo tremendo, retorciéndose de risa. Su figura se había agrandado, habían desaparecido la tiesura y la violenta majestad del rostro. Y el aire en torno nuestro estaba lleno ahora por completo de toda suerte de melodías, de toda clase de canciones de Goethe, oí claramente la Violeta, de Mozart, y el Llenas el bosque y el valle, de Schubert. Y la cara de Goethe era ahora rosada y joven, y reía y se parecía ya a Mozart ya a Schubert, como si fuera su hermano, y la placa sobre su pecho estaba formada sólo por flores campestres, una prímula amarilla se destacaba en el centro, alegre y plena.

Me molestaba que el anciano quisiera sustraerse a mis preguntas y a mis quejas de una manera tan bromista, y lo miré lleno de enojo. Entonces se inclinó un poco hacia adelante, puso su boca muy cerca de mi oreja, su boca ya enteramente infantil y me susurró quedo al oído: Hijo mío, tomas demasiado en serio al viejo Goethe. A los viejos, que ya se han muerto, no se les puede tomar en serio, eso sería no hacerles justicia. A nosotros los inmortales no nos gusta que se nos tome en serio, nos gusta la broma. La seriedad, joven, es cosa del tiempo; se produce, esto por lo menos quiero revelártelo, se produce por una hipertensión del tiempo. También yo estimé demasiado en mis días el valor del tiempo, por eso quería llegar a los cien años. En la eternidad, sin embargo, no hay tiempo, como ves: la eternidad es un instante, lo suficiente largo para una broma.

En efecto, ya no se podía hablar una palabra en serio con aquel hombre; bailoteaba para arriba y para abajo, alegre y ágil, y hacía salir a la prímula de su estrella como un cohete, o la iba escondiendo hasta hacerla desaparecer. Mientras daba sus pasos y figuras de baile, hube de pensar que este hombre por lo menos no había omitido aprender a bailar. Lo hacía maravillosamente. En aquel momento se me representó otra vez el escorpión, o mejor dicho, Molly, y dije a Goethe: «Diga usted, ¿no está Molly ahí?».

Goethe soltó una carcajada. Fue a su mesa, abrió un cajón, sacó un precioso estuche de piel o de terciopelo, lo abrió y me lo puso delante de los ojos. Allí estaba sobre el oscuro terciopelo, pequeña, impecable y reluciente, una minúscula pierna de mujer, una pierna encantadora, un poco doblada por la rodilla, con el pie estirado hacia abajo, terminando en punta en los más deliciosos dedos.

Alargué la mano queriendo coger la pequeña pierna que me enamoraba, pero al ir a tocarla con los dedos, pareció que el minúsculo juguete se movía con una pequeña contracción, y se me ocurrió de repente la sospecha de que éste podía ser el escorpión.

Goethe pareció comprenderlo, es más, parecía como si precisamente hubiese querido y provocado esta profunda inquietud, esta brusca lucha de deseo y temor. Me tuvo el encantador escorpioncillo delante de la cara, me vio desearlo con ansiedad, me vio echarme atrás con espanto ante él, y esto parecía proporcionarle un gran placer.

Mientras se burlaba de mí con la linda cosita peligrosa, se había vuelto otra vez enteramente viejo, viejísimo, milenario, con el cabello blanco como la nieve; y su marchito rostro de anciano reía tranquila y calladamente, por dentro, de un modo impetuoso, con el insondable humorismo de los viejos.

* * *

Cuando desperté, había olvidado el sueño; sólo más tarde volví a darme cuenta de él. Había dormido seguramente como cosa de una hora, en medio de la música y de la algarabía, en la mesa del restaurante; nunca lo hubiera creído posible. La bella muchacha estaba ante mí, con una mano sobre mi hombro.

—Dame dos o tres marcos —dijo—. Al otro lado he hecho algún consumo.

Le di mi portamonedas, se fue con él y volvió a poco.

—Bueno, ahora puedo estarme sentada contigo todavía un ratito; luego tengo que irme: tengo una cita.

Me asusté.

—¿Con quién, pues? —inquirí de prisa.

—Con un caballero, pequeño Harry. Me ha invitado al «Bar Odeón».

—¡Oh, pensé que no me dejarías solo!

—Para eso habrías tenido que ser tú el que me hubieras convidado. Se te ha adelantado uno. Nada, con eso ahorras algo. ¿Conoces el «Odeón»? A partir de media noche, sólo champaña, sillones, orquesta de negros, muy distinguido.

No contaba con esto.

—¡Ah —dije suplicante—, deja que yo te invite! Me pareció que esto se sobreentendía; ¿no nos hemos hecho amigos? Déjate invitar adonde tú quieras, te lo ruego.

—Eso está muy bien por tu parte. Pero mira, una palabra es una palabra; he aceptado y tengo que ir. ¡No te preocupes más! Ven, toma todavía un trago, aún tenemos vino en la botella. Te lo acabas de beber y te vas luego bonitamente a casa y duermes. Prométemelo.

—No, oye; a casa no puedo ir.

—¡Ah, vamos, tus historias! ¿Aún no has terminado con Goethe? (En este momento se me presentó nuevamente el sueño de Goethe). Pero si verdaderamente no quieres ir a tu casa, quédate aquí. Hay habitaciones para forasteros. ¿Quieres que te pida una?

Me pareció bien y le pregunté dónde podría volver a verla. ¿Dónde vivía? Esto no me lo dijo. Que no tenía más que buscarla un poco y ya la encontraría.

—¿No me permites que te invite?

—¿Adónde?

—Adonde te plazca y cuando quieras.

—Bien. El martes, a cenar en el «Viejo Franciscano», en el primer piso. Adiós.

Me dio la mano, y ahora fue cuando me fijé en esta mano, una mano en perfecta armonía con su voz, linda y plena, inteligente y bondadosa. Cuando le besé la mano, se reía burlona.

Y todavía en el último momento se volvió de nuevo hacia mí y dijo:

—Aún tengo que decirte una cosa, a propósito de Goethe. Mira, lo mismo que te ha pasado a ti con Goethe, que no has podido soportar su retrato, así me pasa a mí algunas veces con los santos.

—¿Con los santos? ¿Eres tan devota?

—No, no soy devota, por desgracia; pero lo he sido ya una vez y volveré a serlo. No hay tiempo para ser devota.

—¿No hay tiempo? ¿Es que se necesita tiempo para eso?

—Oh, ya lo creo; para ser devoto se necesita tiempo, mejor dicho, se necesita algo más: independencia del tiempo. No puedes ser seriamente devoto y a la vez vivir en la realidad y, además, tomarla en serio; el tiempo, el dinero, el «Bar Odeón» y todas estas cosas.

—Comprendo. Pero ¿qué era eso de los santos?

—Si, hay algunos santos a los que quiero especialmente: San Esteban, San Francisco y otros. De ellos veo algunas veces cuadros, y también del Redentor y de la Virgen, cuadros hipócritas, falsos y condenados, y los puedo sufrir tan poco como tú a aquel cuadro de Goethe. Cuando veo uno de estos Redentores o San Franciscos dulzones y necios y me doy cuenta de que otras personas hallan bellos y edificantes estos cuadros, entonces siento como una ofensa del verdadero Redentor, y pienso: ¡Ah! ¿Para qué ha vivido y sufrido tan tremendamente, si a la gente le basta de él un estúpido cuadro así? Pero yo sé, a pesar de esto, que también mi imagen del Redentor o de San Francisco es hechura humana y no alcanza al original, que al propio Redentor mi imagen suya habría de resultarle tan necia y tan insuficiente como a mí aquellas imitaciones dulzonas. No te digo esto para darte la razón en tu mal humor y furia contra el retrato de Goethe, no; en eso tienes razón. Lo digo solamente para demostrarte que puedo entretenerte. Vosotros los sabios y artistas tenéis toda clase de cosas raras dentro de la cabeza, pero sois hombres como los demás, y también nosotros tenemos nuestros sueños y nuestros juegos en el magín. Porque observé, señor sabio, que te apurabas un poquito al ir a contarme tu historia de Goethe, tenías que esforzarte por hacer comprensibles tus cosas ideales a una muchacha tan sencilla. Y por eso he querido hacerte ver que no necesitas esforzarte. Yo te entiendo ya. Bueno, ¡y ahora, punto! Te está esperando la cama.

Se fue, y a mí me condujo un anciano camarero al segundo piso, mejor dicho, primero me preguntó por el equipaje, y cuando oyó que no había ninguno, hube de pagar por anticipado lo que él llamó precio de la cama. Luego me llevó, por una vieja escalera siniestra, a una habitación de arriba y me dejó solo. Allí había una miserable cama de madera, pequeña y dura, y de la pared colgaba un sable y un retrato en colores de Garibaldi, además una corona marchita, de la fiesta de alguna Asociación. Hubiera dado cualquier cosa por una camisa de dormir. Al menos había agua y una pequeña toalla, pude lavarme y me eché en la cama vestido, dejé la luz encendida y tuve tiempo de meditar. «Bueno, con Goethe estaba yo ahora en orden». Era magnífico que hubiera venido hasta mí en sueños. Y esta maravillosa muchacha… ¡Si yo hubiese sabido al menos su nombre! De pronto un ser humano, una persona viva que rompe la turbia campana de cristal de mi aislamiento y me alarga la mano, una mano cálida, buena y hermosa. De repente, otra vez cosas que me importaban algo, en las que podía pensar con alegría, con preocupación, con interés. Pronto una puerta abierta, por la cual la vida entraba hacia mí. Acaso pudiera vivir de nuevo, acaso pudiera volver a ser un hombre. Mi alma, adormecida de frío y casi yerta, volvía a respirar, aleteaba soñolienta con débiles alas minúsculas. Goethe estaba conmigo. Una muchacha me había hecho comer, beber, dormir, me había demostrado amabilidad, se había reído de mí y me había llamado joven y tonto. Y la maravillosa amiga me había referido también cosas de los santos y me había demostrado que hasta en mis más raras extravagancias no estaba yo solo e incomprendido y no era una excepción enfermiza, sino que tenía hermanos y que alguien me entendía. ¿Volvería a verla? Sí; seguramente, era de fiar. «Una palabra es una palabra».

Y así volví a dormirme; dormí cuatro, cinco horas. Habían dado las diez cuando desperté, con el traje arrugado, lleno de cansancio, deshecho, con el recuerdo de algo horroroso del día anterior en la cabeza, pero animado, lleno de esperanzas y de buenos pensamientos. Al volver a mi casa, ya no sentí nada del miedo que este regreso había tenido ayer para mí.

En la escalera, más arriba de la araucaria, me encontré con la «tía», mi casera, a la que yo rara vez me echaba a la cara, pero cuya amable manera de ser me complacía mucho. El encuentro no me fue muy agradable, como que yo estaba en estado un poco lastimoso y con las huellas de haber trasnochado, sin peinar y sin afeitar. Saludé y quise pasar de largo. Otras veces respetaba ella siempre mi afán de quedarme solo y de pasar inadvertido, pero hoy parecía, en efecto, que entre el mundo a mi alrededor se había roto un velo, se había derrumbado una barrera. Sonrió y se quedó parada.

—Ha estado usted de diversión, señor Haller, esta noche ni siquiera ha deshecho usted la cama. ¡Estará usted muy cansado!

—Sí —dije, y hube de reírme también—. Esta noche ha sido un poco animada, y como no quería turbar las costumbres de su casa, he dormido en un hotel. Mi consideración para con la tranquilidad y respetabilidad de su casa es grande, a veces se me antoja que soy en ella como un cuerpo extraño.

—¡No se burle usted, señor Haller!

—¡Oh, yo sólo me burlo de mí mismo!

—Precisamente eso no debería usted hacerlo. En mi casa no debe usted sentirse como cuerpo extraño. Usted viva como le plazca y haga lo que quiera. He tenido ya muchos inquilinos muy respetables, joyas de respetabilidad, pero ninguno era más tranquilo, ni nos ha molestado menos que usted. Y ahora… ¿quiere usted una taza de té?

No me opuse. En su salón, con los hermosos cuadros y muebles de los abuelos, me sirvieron té, y charlamos un poco; la amable señora se enteró, realmente sin preguntarlo, de estas y las otras cosas de mi vida y de mis pensamientos, y ponía atención con esa mezcla de respeto y de indulgencia maternal que tienen las mujeres inteligentes para las complicaciones de los hombres. También se habló de su sobrino, y me enseñó en la habitación de al lado su último trabajo hecho en una tarde de fiesta, un aparato de radio. Allí se sentaba el aplicado joven por las noches y armaba una de estas máquinas, arrebatado por la idea de la transmisión sin hilos, adorando de rodillas al dios de la técnica, que después de millares de años había conseguido descubrir y representar, aunque muy imperfectamente, cosas que cualquier pensador ha sabido de siempre y ha utilizado con mayor inteligencia. Hablamos de esto, pues la tía tiene un poco de inclinación a la religiosidad, y los diálogos sobre religión no le son desagradables. Le dije que la omnipresencia de todas las fuerzas y acciones era bien conocida de los antiguos indios y que la técnica no había hecho sino traer a la conciencia general un trozo pequeño de esta realidad, construyendo para ello, verbigracia, para las ondas sonoras, un receptor y un transmisor al principio todavía terriblemente imperfectos. Lo principal de aquella idea antigua, la irrealidad del tiempo no ha sido observada aún por la técnica, pero al fin será «descubierta» naturalmente también y se les vendrá a las manos a los laboriosos ingenieros. Se descubrirá acaso ya muy pronto, que no sólo nos rodean constantemente las imágenes y los sucesos actuales, del momento, como por ejemplo se puede oír en Francfort o en Zurich la música de París o de Berlín, sino que todo lo que alguna vez haya existido quede de igual modo registrado por completo y existente, y que nosotros seguramente un buen día, con o sin hilos, con o sin ruidos perturbadores, oiremos hablar al rey Salomón y a Walter von der Vogelweide. Y que todo esto, lo mismo que hoy los primeros pasos de la radio, sólo servirá al hombre para huir de sí mismo y de su fin y para revestirse de una red cada vez más espesa de distracción y de inútil estar ocupado. Pero yo dije estas cosas, para mí corrientes, no con el tono acostumbrado de irritación y de sarcasmo contra la época y contra la técnica, sino en broma y jugando, y la tía sonreía, y estuvimos así sentados con seguridad una hora, tomamos té y estábamos contentos.

Para el martes por la noche había invitado a la hermosa y admirable muchacha del «Águila Negra», y no me costó poco trabajo pasar el tiempo hasta entonces. Y cuando por fin llegó el martes, se me había hecho clara, hasta darme miedo, la importancia de mi relación con la muchacha desconocida. Sólo pensaba en ella, lo esperaba todo de ella, me hallaba dispuesto a sacrificarle todo y ponérselo todo a los pies, sin estar enamorado de ella en lo más mínimo. No necesitaba más que imaginarme que quebrantaría nuestra cita, o que pudiera olvidarla, entonces veía claramente lo que pasaba por mí; entonces se quedaría para mí el mundo otra vez vacío, volvería a ser un día tan gris y sin valor como otro, me envolvería de nuevo la quietud totalmente horripilante y el aniquilamiento, y no habría otra salida de este infierno callado más que la navaja de afeitar. Y la navaja de afeitar no se me había hecho más agradable en este par de días, no había perdido nada de su horror. Esto era precisamente lo terrible. Yo sentía un miedo profundo y angustioso del corte a través de mi garganta, temía a la muerte con una resistencia tan tenaz, tan firme, tan decidida y terca, como si yo hubiera sido el hombre de más salud del mundo y mi vida un paraíso. Me daba cuenta de mi estado con una claridad completa y absoluta y reconocía que la insoportable tensión entre no poder vivir y no poder morir era lo que daba importancia a la desconocida, la linda bailarina del «Águila Negra». Ella era la pequeña ventanita, el minúsculo agujero luminoso en mi sombría cueva de angustia. Era la redención, el camino de la liberación.

Ella tenía que enseñarme a vivir o enseñarme a morir; ella, con su mano segura y bonita, tenía que tocar mi corazón entumecido, para que al contacto de la vida floreciera o se deshiciese en cenizas. De dónde ella sacaba estas fuerzas, de dónde le venía la magia, por qué razones misteriosas había adquirido para mí esta profunda significación, sobre esto no me era posible reflexionar, además daba igual; yo no tenía el menor interés en saberlo. Ya no me importaba en absoluto saber nada, ni meditar nada, de todo ello estaba ya supersaturado, precisamente estaban para mí el tormento y la vergüenza más agudos y mortificantes, en que me daba cuenta tan exactamente de mi propio estado, tenía tan plena conciencia de él. Veía ante mí a este tipo, a este animal de lobo estepario, como una mosca en las redes, y notaba cómo su sino lo empujaba a la decisión, cómo colgaba enredado e indefenso de la tela, cómo la araña estaba preparada para picar, cómo surgió a la misma distancia la mano salvadora. Hubiese podido decir las más prudentes y atinadas cosas acerca de las relaciones y causas de mi sufrimiento, de la enfermedad de mi alma, de mi embrujamiento y neurosis, la mecánica me era transparente. Pero lo que más me hacía falta, por lo que suspiraba tan desesperadamente, no era saber y comprender, sino vida, decisión, sacudimiento e impulso.

Aun cuando durante aquellos dos días de espera no dudé un instante de que mi amiga cumpliría su palabra, no dejé de estar el último día muy agitado e incierto; jamás en toda mi vida he esperado con mayor impaciencia la noche de ningún día. Y conforme se me iba haciendo insoportable la tensión y la impaciencia, me producía al mismo tiempo un maravilloso bienestar; hermoso sobre toda ponderación, y nuevo fue para mi, el desencantado, que desde hacía mucho tiempo no había aguardado nada, no se había alegrado por nada, maravilloso fue correr de un lado para otro este día entero, lleno de inquietud, de miedo y de violencia y expectante ansiedad, imaginarme por anticipado el encuentro, la conversación, los sucesos de la noche, afeitarme con este fin y vestirme (con cuidado especial, camisa nueva, corbata nueva, cordones nuevos en los zapatos). Fuese quien quisiera esta muchachita inteligente y misteriosa, fuera cualquiera el modo de haber llegado a esta relación conmigo, me era igual; ella estaba allí, el milagro se había realizado de que yo hubiera encontrado una persona y un interés en la vida. Importante era sólo que esto continuara, que yo me entregase a esta atracción, siguiera a esta estrella.

¡Momento inolvidable cuando la vi de nuevo! Yo estaba sentado en una pequeña mesa del viejo y confortable restaurante, mesa que sin necesidad había mandado reservar previamente por teléfono, estudiaba la lista, y había colocado en la copa para el agua dos hermosas orquídeas que había comprado para mi amiga. Tuve que esperar un gran rato, pero me sentía seguro de su llegada y ya no estaba excitado. Y llegó, por fin, se quedó parada en el guardarropa y me saludó sencillamente con una atenta e investigadora mirada de sus claros ojos grises. Desconfiado, me puse a observar cómo se conducía con ella el camarero. No, gracias a Dios no había familiaridad, no faltaban las distancias; él era intachablemente correcto. Y, sin embargo, se conocían; ella lo llamaba Emilio. Cuando le di las orquídeas, se puso contenta y río.

—Es muy bonito por tu parte, Harry. Tú querías hacerme un regalo, ¿no es verdad?, y no sabías bien qué elegir, no sabías así con seguridad hasta qué punto estabas realmente autorizado para hacerme un obsequio sin ofenderme, y has comprado orquídeas, esto no son más que unas flores, y, sin embargo, son bien caras. Por otra parte, no quiero dejar de decirte en seguida: no quiero que me regales nada. Yo vivo de los hombres, pero de ti no quiero vivir. Pero ¡cómo te has transformado! Ya no te conoce una. El otro día parecía como si acabaran de librarte de la horca, y ahora eres casi otra vez una persona. Bueno, ¿has cumplido mi mandato?

—¿Qué mandato?

—¿Tan olvidadizo? Me refiero a que si sabes ya bailar el fox-trot. Me dijiste que no deseabas cosa mejor que recibir órdenes mías, que para ti no había nada más agradable que obedecerme. ¿Te acuerdas?

—Oh, si, ¡y lo sostengo! Era en serio.

—¿Y, sin embargo, aún no has aprendido a bailar?

—¿Se puede hacer eso tan de prisa, sólo en un par de días?

—Naturalmente, el fox puedes aprenderlo en una hora, el boston en dos, el tango requiere más tiempo, pero el tango no te hace falta.

—Ahora, al fin, tengo que saber tu nombre.

Me miró, silenciosa, un rato.

—Tal vez puedas adivinarlo. Me sería muy agradable que lo adivinaras. Fíjate un momento y mírame bien. ¿No has observado todavía que yo alguna vez tengo cara de muchacho? ¿Por ejemplo, ahora?

Sí, al mirar en este momento fijamente su rostro, tuve que darle la razón; era una cara de muchacho. Y al tomarme un minuto de tiempo, empezó la cara a hablarme y a recordar mi propia infancia y a mi compañero de entonces, que se llamaba Armando. Por un momento me pareció ella completamente transformada en aquel Armando.

—Si fueses un muchacho —le dije con asombro— tendrías que llamarte Armando.

—Quién sabe, quizá lo sea; sólo que esté disfrazado —dijo ella juguetona.

—¿Te llamas Armanda?

Asintió radiante, porque yo lo hubiera adivinado. En aquel momento llegó la sopa, nos pusimos a comer, y ella derrochó una infantil alegría. De todo lo que en ella me gustaba y me encantaba, lo más delicioso y particular era ver cómo podía pasar completamente de pronto de la más profunda seriedad a la jovialidad más encantadora, y viceversa, sin inmutarse ni descomponerse en absoluto, era como un niño extraordinario. Ahora estuvo un rato contenta, se burló de mí con el fox-trot, hasta me dio con los pies, elogió con ardor la comida, observó que había puesto yo gran cuidado en mi indumentaria, pero aún hubo de criticar muchas cosas en mi exterior.

Entretanto, le pregunté:

—¿Cómo te las has arreglado para parecer de pronto un muchacho y que yo pudiera adivinar tu nombre?

—¡Oh, todo eso lo has hecho tú mismo! ¿No comprendes, señor erudito, que yo te gusto y represento algo para ti, porque en mi interior hay algo que responde a tu ser y te comprende? En realidad todos los hombres debían ser espejos así los unos para los otros y responder y corresponderse mutuamente de esta manera, pero los pájaros como tú son todos personas extrañas y caen con facilidad en un encantamiento que les impide ver y leer nada en los ojos de los demás, y ya no les importa nada de nada. Y si uno de estos pájaros vuelve a encontrar así de pronto una cara que lo mira verdaderamente y en la que nota algo como respuesta y afinidad, ¡ah!, entonces experimenta naturalmente un placer.

—Tú lo sabes todo, Armanda —exclamé asombrado—. Es exactamente tal como estás diciendo. Y, sin embargo, tú eres tan completa y absolutamente diferente a mí… Eres mi polo opuesto; tienes todo lo que a mí me falta.

—Así te lo parece —dijo lacónicamente—, y eso es bueno.

Y ahora cruzó por su rostro, que en efecto me era como un espejo mágico, una densa nube de seriedad; de pronto toda esta cara no expresaba ya sino circunspección y sentido trágico, sin fondo, como si mirara de los ojos vacíos de una máscara. Lentamente, cual si fuesen saliendo a la fuerza las palabras, dijo:

—Tú, no olvides lo que me has dicho. Has dicho que yo te mande, que para ti sería una alegría obedecer todas mis órdenes. No lo olvides. Has de saber, pequeño Harry, que lo mismo que a ti te pasa conmigo, que mi cara te da respuesta, que algo dentro de mí sale a tu encuentro y te inspira confianza, exactamente lo mismo me pasa también a mí contigo. Cuando el otro día te vi entrar en el «Águila Negra», tan cansado y ausente y ya casi fuera de este mundo, entonces presentí al punto: éste ha de obedecerme, éste se consume porque yo le dé órdenes. Y he de hacerlo. Por eso te hablé y por eso nos hemos hecho amigos.

De este modo habló ella, llena de grave seriedad, bajo una fuerte presión del alma, hasta el punto de que yo no podía seguirla y traté de tranquilizarla y de desviarla. Ella se desentendió con una contracción de las cejas, me miró imperativa y continuó con una voz de entera frialdad:

—Has de cumplir tu palabra, amigo, o ha de pesarte. Recibirás muchas órdenes mías y las acatarás, órdenes deliciosas, órdenes agradables, te será un placer obedecerías. Y al final habrás de cumplir mi última orden también, Harry.

—La cumpliré —dije medio inconsciente—. ¿Cuál habrá de ser tu última orden para mí?

—Sin embargo, yo la presentía ya, sabe Dios por qué.

Ella se estremeció como bajo los efectos de un ligero escalofrío y parecía que lentamente despertaba de su letargo. Sus ojos no se apartaban de mí. De pronto se puso aún más sombría.

—Sería prudente en mí no decírtelo. Pero no quiero ser prudente, Harry, esta vez no. Quiero precisamente todo lo contrario. Atiende, escucha. Lo oirás, lo olvidarás otra vez, te reirás de ello, te hará llorar. Atiende, pequeño. Voy a jugar contigo a vida o muerte, hermanito, y quiero enseñarte mis cartas boca arriba antes de que empecemos a jugar.

¡Qué hermosa era su cara, qué supraterrena, cuando decía esto! En los ojos flotaba serena y fría una tristeza de hielo, estos ojos parecían haber sufrido ya todo el dolor imaginable y haber dicho amén a todo. La boca hablaba con dificultad y como impedida, algo así como se habla cuando a uno le ha paralizado la cara un frío terrible. Pero entre los labios, en las comisuras de la boca, en el jugueteo de la punta de la lengua, que sólo rara vez se hacía visible, no fluía, en contraposición con la mirada y con la voz, más que dulce y juguetona sensualidad, íntimo afán de placer. En la frente callada y serena pendía un corto bucle, de allí, de ese rincón de la frente con el bucle irradiaba de cuando en cuando como hálito de vida aquella ola de parecido a un muchacho, de magia hermafrodita. Lleno de angustia estaba escuchándola, y, sin embargo, como aturdido, como presente sólo a medias.

—Yo te gusto —continuó ella—, por el motivo que ya te he dicho: he roto tu soledad, te he recogido precisamente ante la puerta del infierno y te he despertado de nuevo. Pero quiero de ti más, mucho más. Quiero hacer que te enamores de mí. No, no me contradigas, déjame hablar. Te gusto mucho, de eso me doy cuenta, y tú me estás agradecido, pero enamorado de mí no lo estás. Yo voy a hacer que lo estés, esto pertenece a mi profesión; como que vivo de eso, de poder hacer que los hombres se enamoren de mí, Pero entérate bien: no hago esto porque te encuentre francamente encantador. No estoy enamorada de ti, Harry, tan poco enamorada como tú de mí. Pero te necesito, como tú me necesitas. Tú me necesitas actualmente, de momento, porque estás desesperado y te hace falta un impulso que te eche al agua y te vuelva a reanimar. Me necesitas para aprender a bailar, para aprender a reír, para aprender a vivir. Yo, en cambio, también te necesito a ti, no hoy, más adelante, para algo muy importante y hermoso. Te daré mi última orden cuando estés enamorado de mí, y tú obedecerás, y ello será bueno para ti y para mí.

Levantó un poco en la copa una de las orquídeas de color violeta oscuro, con sus fibras verdosas; inclinó su rostro un momento sobre ella y estuvo mirando fijamente la flor.

—No te ha de ser cosa fácil, pero lo harás. Cumplirás mi mandato y me matarás. Esto es todo. No preguntes nada.

Con los ojos fijos aún en la orquídea, se quedó callada, su rostro perdió la violencia. Como un capullo que se abre, fue libertándose de la tensión y el peso, y de pronto se pintó en sus labios una sonrisa encantadora, en tanto que los ojos aún continuaron un momento inmóviles y fascinados. Luego sacudió la cabeza con el pequeño mechón varonil, bebió un trago de agua, volvió a darse cuenta de pronto de que estábamos comiendo y cayó con alegre apetito sobre los manjares.

Yo había escuchado con toda claridad palabra a palabra su siniestro discurso, llegando hasta a adivinar su «última orden», antes de que ella la expresara, y ya no me asustó con él «me matarás». Todo lo que iba diciendo me sonaba convincente y fatal, lo aceptaba y no me defendía contra ello, y sin embargo, a pesar de la terrible severidad con que había hablado, era para mí todo sin verdadera realidad ni para tomarlo en serio. Una parte de mi alma aspiraba sus palabras y las creía, otra parte de mi alma asentía bondadosa y comprendiendo que esta Armanda tan inteligente, sana y segura, tenía por lo visto también sus fantasías y sus estados crepusculares. Apenas hubo resonado su última palabra, se extendió por toda la escena un velo de irrealidad y de ineficiencia.

De todos modos, yo no podía dar el salto a lo probable y real con la misma ligereza equilibrista que Armanda.

—¿De manera que un día he de matarte? —pregunté, soñando en voz baja, mientras ella volvía a su risa y trinchaba con afán su ración de ave.

—Naturalmente —asintió ella, como de paso—; basta ya de eso; es hora de comer. Harry, sé amable y pídeme todavía un poco de ensalada. ¿Tú no tienes apetito? Voy creyendo que has de empezar por aprender todo lo que en los demás hombres se sobreentiende por sí mismo, hasta la alegría de comer. Mira, pues, esto es un muslito de pato, y cuando uno desprende del hueso la magnífica carne blanca, entonces es una delicia, y uno se siente tan lleno de apetito, de expectación y de gratitud como un enamorado cuando ayuda a su amada por primera vez a quitarse el corpiño. ¿Me has entendido? ¿No?, eres un borrego. Atiende, voy a darte un trocito de este bello muslo de pato, ya verás. Así, ¡Abre la boca! ¡Qué estúpido eres! ¡Pues no ha tenido que mirar a hurtadillas a los demás comensales, para comprobar que no lo ven coger un bocado de mi tenedor! No tengas cuidado, tú, hijo perdido, no te pondré en evidencia. Pero si para divertirte necesitas el permiso de los demás, entonces eres verdaderamente un pobre diablo.

Cada vez más irreal iba haciéndose la anterior escena, cada vez más increíble que estos ojos hubiesen podido mirar tan desencajados y fijos hace aún pocos minutos, con tanta gravedad y tan terriblemente. Oh, en esto era Armanda como la vida misma: siempre momento, no más, nunca calculable de antemano. Ahora estaba comiendo, y el muslo de pato y la ensalada, la tarta y el licor se tomaban en serio, y se hacían objeto de alegría y de crítica, de conversación y de fantasía. Cuando un plato era retirado, empezaba un nuevo capítulo. Esta mujer, que me había penetrado tan perfectamente, que parecía saber de la vida más que todos los sabios, se dedicaba a ser niña, al pequeño juego de la vida del momento, con un arte que me convirtió desde luego en su discípulo. Y lo mismo da que fuese todo ello alta sabiduría o sencillísima candidez. Quien sabía vivir de esta manera el momento, quien vivía de este modo tan actual y sabía estimar tan cuidadosa y amablemente toda flor pequeña del camino, todo minúsculo valor sin importancia del instante, éste estaba por encima de todo y no le importaba nada la vida. Y esta alegre criatura, con su buen apetito, con su buen gusto retozón, ¿era al propio tiempo una soñadora y una histérica que se deseaba la muerte, o una despierta calculadora que, conscientemente y con toda frialdad quería enamorarme y hacerme su esclavo? Esto no podía ser. No; se entregaba sencillamente al momento de tal suerte, que estaba abierta por entero, lo mismo que a toda ocurrencia placentera, también a todo fugitivo y negro horror de lejanas profundidades del alma y lo gustaba hasta el fin.

Esta Armanda, a la que hoy veía yo por segunda vez, sabía todo lo mío, no me parecía posible tener nunca ya un secreto para ella. Podía ocurrir que ella acaso no hubiese comprendido del todo mi vida espiritual; en mis relaciones con la música, con Goethe, con Novalis o Baudelaire no podría acaso seguirme, pero también esto era muy dudoso, probablemente tampoco le costaría trabajo. Y aunque así fuera, ¿qué quedaba ya de mi «vida espiritual»? ¿No había saltado todo en astillas y no había perdido su sentido? Todo lo demás que me importaba, todos mis otros problemas personales, éstos sí había de comprenderlos, en ello no tenía yo duda. Pronto hablaría con ella del lobo estepario, del tratado, de tantas y tantas cosas que hasta entonces sólo habían existido para mí y de las cuales nunca había hablado una palabra con persona humana. No pude resistirme a empezar en seguida.

—Armanda —dije—: el otro día me sucedió algo maravilloso. Un desconocido me dio un pequeño librito impreso, algo así como un cuaderno de feria, y allí estaba descrita con exactitud toda mi historia y todo lo que me importa. Di, ¿no es asombroso?

—¿Y cómo se llama el librito? —preguntó indiferente.

—Se llama Tractat del lobo estepario.

—¡Oh, lobo estepario, es magnífico! ¿Y el lobo estepario eres tú? ¿Eso eres tú?

—Sí, soy yo. Yo soy un ente, que es medio hombre y medio lobo, o que al menos se lo figura así.

Ella no respondió. Me miró a los ojos con atención investigadora, miró mis manos, y por un momento volvió a su mirada y a su rostro la profunda seriedad y el velo sombrío de antes. Creí adivinar sus pensamientos, a saber, si yo sería bastante lobo para poder ejecutar su «última orden».

—Eso es naturalmente una figuración tuya —dijo ella, volviendo a la jovialidad—; o si quieres, una fantasía. Algo hay, sin embargo, indudablemente. Hoy no eres lobo, pero el otro día, cuando entraste en el salón, como caído de la luna, entonces no dejabas de ser un pedazo de bestia, precisamente esto me gustó.

Se interrumpió por algo que se le había ocurrido de pronto, y dijo con amargura:

—Suena esto tan mal, una palabra de esta clase como bestia o bruto. No se debería hablar así de los animales. Es verdad que a veces son terribles, pero desde luego son mucho más justos que los hombres.

—¿Qué es eso de «justo»? ¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno, observa un animal cualquiera: un gato, un pájaro, o uno de los hermosos ejemplares en el Parque Zoológico: un puma o una jirafa. Verás que todos son justos, que ni siquiera un solo animal está violento o no sabe lo que ha de hacer y cómo ha de conducirse. No quieren adularte, no pretenden imponérsete. No hay comedia. Son como son, como la piedra y las flores o como las estrellas en el cielo. ¿Me comprendes?

Comprendía.

—Por lo general, los animales son tristes —continuó—. Y cuando un hombre está muy triste, no porque tenga dolor de muelas o haya perdido dinero, sino porque alguna vez por un momento se da cuenta de cómo es todo, cómo es la vida entera y está justamente triste, entonces se parece siempre un poco a un animal; entonces tiene un aspecto de tristeza, pero es más justo y más hermoso que nunca. Así es, y ese aspecto tenías, lobo estepario, cuando te vi por primera vez.

—Bien, Armanda, ¿y qué piensas tú de aquel libro en el que yo estoy descrito?

—Ah, sabes, yo no estoy en todo momento para pensar. En otra ocasión hablaremos de esto. Puedes dármelo alguna vez para que lo lea. O no, si yo algún día hubiera de volver a leer, entonces dame uno de los libros que tú mismo has escrito.

Pidió café y un rato estuvo inatenta y distraída, luego, de repente, brillaron sus ojos y pareció haber llegado a un término con sus cavilaciones.

—Ya está —exclamó—, ya lo tengo.

—¿El qué?

—Lo del fox-trot, todo el tiempo he estado pensando en ello. Dime: ¿tú tienes una habitación, en la que alguna que otra vez nosotros dos pudiéramos bailar una hora? Aunque sea pequeña, no importa; lo único que hace falta es que precisamente debajo no viva alguien que suba y escandalice porque resuene un poco sobre su cabeza. Bien, muy bien. Entonces puedes aprender a bailar en tu propia casa.

—Sí —dije tímidamente—; tanto mejor. Pero creía que para eso se necesitaba además música.

—Naturalmente que se necesita. Verás, la música te la vas a comprar, cuesta a lo sumo lo que un curso de baile con una profesora. La profesora te la ahorras; la pongo yo misma. Así tenemos música siempre que queramos, y, además, nos queda el gramófono.

—¿El gramófono?

—¡Naturalmente! Compras un pequeño aparato de esos y un par de discos de baile…

—Magnífico —exclamé—, y si consigues en efecto enseñarme a bailar, recibes luego el gramófono como honorarios. ¿Hecho?

Dije esto muy convencido, pero no me salía del corazón. En mi cuartito de trabajo, con los libros, no podía imaginarme un aparato de éstos, que no me son nada simpáticos, y hasta al mismo baile había mucho que oponer. Así, cuando hubiera ocasión, había pensado que se podía acaso probar alguna vez, aun cuando estaba convencido de que era ya demasiado viejo y duro y de que no lograría aprender. Pero así, de buenas a primeras, me resultaba muy atropellado y muy violento, y notaba que dentro de mí hacía oposición todo lo que yo tenía que echar en cara como viejo y delicado conocedor de música a los gramófonos, al jazz y a toda la moderna música de baile. Que ahora en mi cuarto, junto a Novalis y a Jean Paul, en la celda de mis pensamientos, en mi refugio, habían de resonar piezas de moda de bailes americanos y que además, a sus sones, había yo de bailar, era realmente más de lo que un hombre tenía derecho a exigir de mí. Pero es el caso que no era «un hombre» el que lo exigía: era Armanda, y ésta no tenía más que ordenar. Yo, obedecer. Naturalmente que obedecí.

Nos encontramos a la tarde siguiente en un café. Armanda estaba allí sentada ya cuando llegué; tomaba té y me enseñó sonriendo un periódico en el que había descubierto mi nombre. Era uno de los libelos reaccionarios de mi tierra, en los que de cuando en cuando iban dando la vuelta violentos artículos difamatorios contra mí. Yo fui durante la guerra enemigo de ésta, y después, cuando se presentó ocasión, prediqué tranquilidad, paciencia, humanidad y autocrítica y combatí la instigación nacionalista que cada día se iba haciendo más aguda, más necia y más descarada. Allí había otra vez un ataque de éstos, mal escrito, a medias compuesto por el redactor mismo, a medias plagiado de los muchos artículos parecidos de la Prensa de su propio sector. Es sabido que nadie escribe tan mal como los defensores de ideologías que envejecen, que nadie ejerce su oficio con menos pulcritud y cuidado. Armanda había leído el artículo y había sabido por él que Harry Haller era un ser nocivo y un socio sin patria, y que naturalmente a la patria no le podía ir sino muy mal en tanto fueran tolerados estos hombres y estas teorías, y se educara a la juventud en ideas sentimentales de humanidad, en lugar de despertar el afán de venganza guerrera contra el enemigo histórico.

—¿Eres tú éste? —preguntó Armanda señalando mi nombre—. Pues te has proporcionado serios adversarios, Harry… ¿Te molesta esto?

Leí algunas líneas; era lo de siempre: cada una de estas frases difamatorias estereotipadas me era conocida hasta la saciedad desde hace años.

—No —dije—; no me molesta; estoy acostumbrado a ello hace muchísimo tiempo. Un par de veces he expresado la opinión de que todo pueblo y hasta todo hombre aislado, en vez de soñar con mentidas «responsabilidades» políticas, debía reflexionar dentro de sí, hasta qué punto él mismo, por errores, negligencias y malos hábitos, tiene parte también en la guerra y en todos los demás males del mundo; éste acaso sea el único camino de evitar la próxima guerra. Esto no me lo perdonan, pues es natural que ellos mismos se crean perfectamente inocentes: el káiser, los generales, los grandes industriales, los políticos, nadie tiene que echarse en cara lo más mínimo, nadie tiene ninguna clase de culpa. Se diría que todo estaba magníficamente en el mundo…, sólo yacen dentro de la tierra una docena de millones de hombres asesinados. Y mira, Armanda, aun cuando estos artículos difamatorios ya no puedan molestarme, alguna vez no dejan de entristecerme. Dos tercios de mis compatriotas leen esta clase de periódicos, leen todas las mañanas y todas las noches estos ecos, son trabajados, exhortados, excitados, los van haciendo descontentos y malvados, y el objetivo y fin de todo esto es la guerra otra vez, la guerra próxima que se acerca, que será aún más horrorosa que lo ha sido esta última. Todo esto es claro y sencillo; todo hombre podría comprenderlo, podría llegar a la misma conclusión con una sola hora de meditación. Pero ninguno quiere eso, ninguno quiere evitar la guerra próxima, ninguno quiere ahorrarse así mismo y a sus hijos la próxima matanza de millones de seres, si no puede tenerlo más barato. Meditar una hora, entrar un rato dentro de sí e inquirir hasta qué punto tiene uno parte y es corresponsable en el desorden y en la maldad del mundo; mira, eso no lo quiere nadie. Y así seguirá todo, y la próxima guerra se prepara con ardor día tras día por muchos miles de hombres. Esto, desde que lo sé, me ha paralizado y me ha llevado a la desesperación, ya que no hay para mí «patria» ni ideales, todo eso no es más que escenario para los señores que preparan la próxima carnicería. No sirve para nada pensar, ni decir, ni escribir nada humano, no tiene sentido dar vueltas a buenas ideas dentro de la cabeza; para dos o tres hombres que hacen esto, hay día por día miles de periódicos, revistas, discursos, sesiones públicas y secretas, que aspiran a lo contrario y lo consiguen.

Armanda había escuchado con interés.

—Sí —dijo al fin—, tienes razón. Es evidente que volverá a haber guerra, no hace falta leer periódicos para saberlo. Por ello es natural que esté uno triste; pero esto no tiene valor alguno. Es exactamente lo mismo que si estuviéramos tristes porque, a pesar de todo lo que hagamos en contra, un día indefectiblemente hayamos de tener que morir. La lucha contra la muerte, querido Harry, es siempre una cosa hermosa, noble, digna y sublime; por tanto, también la lucha contra la guerra. Pero no deja de ser en todo caso una quijotada sin esperanza.

—Quizá sea verdad —exclamé violento—, pero con tales verdades como la de que todos tenemos que morir en plazo breve y, por tanto, que todo es igual y nada merece la pena, con esto se hace uno la vida superficial y tonta. ¿Es que hemos de prescindir de todo, de renunciar a todo espíritu, a todo afán, a toda humanidad, dejar que siga triunfando la ambición y el dinero y aguardar la próxima movilización tomando un vaso de cerveza?

Extraordinaria fue la mirada que me dirigió Armanda, una mirada llena de complacencia, de burla y picardía y de camaradería comprensiva, y al mismo tiempo tan llena de gravedad, de ciencia y de seriedad insondable.

—Eso no lo harás —dijo maternalmente—. Tu vida no ha de ser superficial y tonta, porque sepas que tu lucha ha de ser estéril. Es mucho más superficial, Harry, que luches por algo bueno e ideal y creas que has de conseguirlo. ¿Es que los ideales están ahí para que los alcancemos? ¿Vivimos nosotros los hombres para suprimir la muerte? No; vivimos para temerla, y luego, para amarla, y precisamente por ella se enciende el poquito de vida alguna vez de modo tan bello durante una hora. Eres un niño, Harry. Sé dócil ahora y vente conmigo, tenemos hoy mucho que hacer. Hoy no he de volver a ocuparme de la guerra y de los periódicos. ¿Y tú?

¡Oh, no! También yo estaba dispuesto a no preocuparme de nada.

Fuimos juntos —era nuestro primer paseo común por la ciudad— a una tienda de música y vimos gramófonos, los abrimos y cerramos, hicimos que tocasen algunos, y cuando hubimos encontrado uno de ellos muy apropiado y bonito y barato, quise comprarlo, pero Armanda no había terminado tan pronto. Me contuvo y hube de buscar con ella todavía una segunda tienda y ver y oír allí también todos los sistemas y tamaños, desde el más barato al más caro, y sólo entonces estuvo ella conforme en volver a la primera tienda y comprar el aparato que nos había gustado.

—¿Ves? —dije—. Esto lo hubiésemos podido hacer de modo más sencillo.

—¿Dices? Y entonces acaso hubiésemos visto mañana el mismo aparato expuesto en otro escaparate veinte francos más barato. Y, además, que el comprar divierte, y lo que divierte, hay que saborearlo. Tú tienes que aprender todavía muchas cosas.

Con un criado llevamos nuestra compra a mi casa.

Armanda observó atentamente mi gabinete, elogió la estufa y el diván, probó las sillas, cogió libros en la mano, se quedó parada bastante rato ante la fotografía de mi querida. Pusimos el gramófono sobre la cómoda, entre montones de libros. Y luego empezó mi aprendizaje. Ella hizo tocar un fox-trot, dio sola, para que yo los viera, los primeros pasos, me cogió la mano y empezó a llevarme. Yo marchaba obediente, tropezaba con las sillas, oía sus órdenes, no las entendía, le pisaba los pies y me mostraba tan inhábil como aplicado. Después de la segunda pieza se tiró sobre el diván, riendo como un niño.

—¡Dios mío, pareces de palo! Anda sencillamente, de modo natural, como si fueras de paseo. No es necesario que te esfuerces. Hasta creo que te has acalorado. Vamos a descansar cinco minutos. Mira, bailar, cuando se sabe, es tan sencillo como pensar y de aprender es mucho más fácil. Ahora comprenderás un poco mejor por qué los hombres no quieren acostumbrarse a pensar, sino que prefieran llamar al señor Haller un traidor a la patria y esperar tranquilamente la próxima guerra.

Al cabo de una hora se fue, asegurándome que la próxima vez habría de resultar mejor. Yo pensaba de otra manera y estaba muy desilusionado por mi inhabilidad y torpeza. A lo que me parecía, en esta clase no había aprendido absolutamente nada, y no creía que otra vez hubiera de ir mejor. No; para bailar había que tener condiciones que me faltaban por completo: alegría, inocencia, ligereza, impulso. Ya me lo había figurado yo hace mucho tiempo.

Pero mira, en la próxima vez fue la cosa, en efecto, mejor, y hasta empezó a divertirme, y al final de la clase afirmó Armanda que el fox-trot lo sabía yo ya; pero cuando sacó de esto la consecuencia de que al día siguiente tenía que ir a bailar a un restaurante, me asustó terriblemente y me defendí con calor. Con toda tranquilidad me recordó mi voto de obediencia y me citó para el día siguiente al té en el hotel Balances.

Aquella noche estuve sentado en casa queriendo leer y no pude. Tenía miedo al día próximo; me era terrible la idea de que yo, viejo, tímido y sensible solitario, no sólo había de visitar uno de esos modernos y antipáticos salones de té y de baile con música de jazz, sino que tenía que mostrarme allí entre extraños como bailarín, sin saber todavía absolutamente nada. Y confieso que me reí de mí mismo y me avergoncé en mi interior, cuando solo, en mi callado cuarto de estudio, di cuerda al aparato y lo puse en marcha y despacio y en zapatillas repetí los pasos de mi fox.

En el hotel Balances al otro día tocaba una pequeña orquesta, se tomaba té y whisky. Intenté sobornar a Armanda, le presenté pastas, traté de invitarla a una botella de vino bueno, pero permaneció inexorable.

—Tú no estás aquí hoy por gusto. Es clase de baile.

Tuve que bailar con ella dos o tres veces, y en un intermedio me presentó al que tocaba el saxofón, un hombre moreno, joven y bello, de origen español o sudamericano, el cual, como ella dijo, sabía tocar todos los instrumentos y hablar todos los idiomas del mundo. Este «señor» parecía ser muy conocido y amigo de Armanda, tenía ante sí dos saxofones de diferente tamaño, que tocaba alternativamente, mientras que sus ojos negros y relucientes estudiaban atentos y alegres a los bailarines. Para mi propio asombro, sentí contra este bello músico inofensivo algo como celos, no celos de amor, pues de amor no existía absolutamente nada entre Armanda y yo, pero unos celos de amistad, más bien espirituales; no me parecía tan justamente digno del interés y de la distinción sorprendente, puede decirse veneración, que ella mostraba por él. Voy a tener que hacer aquí conocimientos raros, pensé descorazonado.

Luego fue Armanda solicitada una y otra vez para bailar; me quedé sentado solo ante el té; escuché la música, una especie de música que yo hasta entonces no había podido aguantar. ¡Santo Dios, pensé, ahora tengo, pues, que ser introducido aquí y sentirme en mi elemento, en este mundo de los juerguistas y los hombres dedicados a los placeres, que me es tan extraño y repulsivo, del que he huido hasta ahora con tanto cuidado, al que desprecio tan profundamente en este mundo rutinario y pulido de las mesitas de mármol, de la música de jazz, de las cocotas y de los viajantes de comercio! Entristecido, sorbí mi té y miré fijamente a la multitud pseudoelegante. Dos bellas muchachas atrajeron mis miradas, las dos buenas bailarinas, a las que con admiración y envidia había ido siguiendo con la vista, cómo bailaban elásticas, hermosas, alegres y seguras.

Entonces apareció Armanda de nuevo y se mostró descontenta conmigo. Yo no estaba aquí, me riñó, para poner esta cara y estar sentado junto a la mesa de té sin moverme, yo tenía ahora que darme un impulso y bailar. ¿Cómo, que no conocía a nadie? Eso no hacía falta tampoco. ¿No había muchachas allí que me gustaran?

Le mostré una de aquellas dos, la más hermosa, que estaba precisamente cerca de nosotros y daba una impresión encantadora con su bonito vestido de terciopelo, con la rubia melena corta y vigorosa y con los brazos plenos y femeninos. Armanda insistió en que yo fuera inmediatamente y la solicitara. Yo me defendía desesperado.

—¡Pero si no puedo! —decía yo en toda mi desgracia— ¡Si al menos fuera un buen mozo joven y guapo! Pero un pobre hombre endurecido y viejo, que ni siquiera sabe bailar, se reiría de mí…

Armanda me miró despreciativa.

—Y si yo me río de ti ¿no te importa entonces? ¡Qué cobarde eres! El ridículo lo aventura todo el que se acerca a una muchacha. Esa es la entrada. Arriesga, Harry, y en el peor de los casos deja que se ría de ti, si no, se acabó mi fe en tu obediencia.

No cedía. Lleno de angustia, me levanté y me dirigí a la bella muchacha, en el preciso momento en que volvía a empezar la música.

—Realmente no estoy libre —dijo, y me miró llena de curiosidad con sus grandes ojos frescos—. Pero mi pareja parece quedarse allá arriba en el bar. Bueno, ¡venga usted!

La cogí por el talle y di los primeros pasos, admirado todavía de que no me hubiera despedido de su lado; notó pronto cómo andaba yo en esto del baile y se apoderó de la dirección. Bailaba maravillosamente, y yo me dejé llevar; por momentos olvidaba todos mis deberes y reglas de baile, iba nadando sencillamente, sentía las caderas apretadas, las rodillas raudas y flexibles de mi danzarina, le miraba la cara joven y radiante, le confesé que bailaba hoy por primera vez en mi vida. Ella sonreía y me animaba y contestaba a mis miradas de éxtasis y a mis frases lisonjeras de un modo maravillosamente insinuante, no con palabras, sino con callados movimientos expresivos, que nos aproximaban de un modo encantador. Yo apretaba la mano derecha por encima de su talle, seguía entusiasmado los movimientos de sus piernas, de sus brazos, de sus hombros: para mi admiración no le pisé los pies ni una vez siquiera, y cuando acabó la música, nos quedamos los dos parados y aplaudimos hasta que la pieza volvió a repetirse, y yo ejecuté otra vez el rito, lleno de afán, enamorado y con devoción.

Cuando hubo terminado el baile, demasiado pronto, se retiró la hermosa muchacha de terciopelo, y de repente hallé junto a mí a Armanda, que nos había estado mirando.

—¿Vas notando algo? —preguntó en son de alabanza—. ¿Has descubierto que las piernas de mujer no son patas de una mesa? ¡Bien, bravo! El fox ya lo sabes, gracias a Dios; mañana la emprenderemos con el boston, y dentro de tres semanas hay baile de máscaras en los salones del Globo.

Había un intermedio, nos habíamos sentado y entonces acudió también el lindo y joven señor Pablo, el del saxofón, nos saludó con la cabeza y se sentó junto a Armanda. Me pareció ser muy buen amigo suyo. Pero a mí, confieso, en aquel primer encuentro no acababa de gustarme en absoluto este señor. Hermoso era, no podía negarse, hermoso de estatura y de cara; pero otras prendas no pude descubrir en él. También aquello de los muchos idiomas le resultaba una futesa; en efecto, no hablaba absolutamente nada, sólo palabras como perdón, gracias, desde luego, ciertamente, haló y otras por el estilo, que efectivamente sabía en varias lenguas. No; no hablaba nada el «señor» Pablo, y tampoco parecía pensar precisamente mucho este lindo «caballero». Su ocupación era tocar el saxofón en la orquesta del jazz, y a esta ocupación parecía entregado con cariño y apasionamiento, alguna vez salía aplaudiendo de pronto durante el número o se permitía otras expresiones de entusiasmo; soltaba algunas palabras cantadas en voz alta, como «¡hooo, ho, ho, halo!». Pero por lo demás no estaba evidentemente en el mundo más que para ser bello, gustar a las mujeres, llevar los cuellos y corbatas de última moda y también muchas sortijas en los dedos. Su conversación consistía en estar sentado con nosotros, sonreímos, mirar a su reloj de pulsera y liar cigarrillos, en lo que era muy diestro. Sus ojos de criollo, bellos y oscuros, sus negros bucles no ocultaban ningún romanticismo, ningunos problemas, ningunas ideas; visto desde cerca era el bello semidiós exótico un joven alegre y un tanto consentido, de maneras agradables y nada más. Hablé con él de su instrumento y de tonalidades en la música de jazz; él no pudo por menos de darse cuenta de que tenía que habérselas con un viejo catador y conocedor de cosas musicales. Pero él no abordaba en modo alguno estas cuestiones, y mientras que yo, por cortesía hacia él, o más verdaderamente hacia Armanda, emprendía algo así como una justificación teórico-musical del jazz, se sonreía inofensivo de mí y de mis esfuerzos, y probablemente le era enteramente desconocido que antes y además del jazz había habido alguna otra clase de música. Era lindo, lindo y gracioso, sonreía de modo encantador con sus grandes ojos vacíos; pero entre él y yo parecía no haber nada común; nada de lo que para él venía a resultar importante y sagrado, podía serlo también para mi, nosotros veníamos de partes del mundo opuestas, no teníamos una sola palabra común en nuestros idiomas. (Pero más tarde me contó Armanda cosas maravillosas. Refirió que Pablo, después de aquella conversación, le dijo acerca de mí que ella debía tener mucho cuidado con este hombre, que era el pobre tan desgraciado. Y al preguntarle ella de dónde lo deducía, dijo: «Pobre, pobre hombre. Mira sus ojos. No sabe reír»).

Cuando aquel día el de los ojos negros se hubo despedido y la música volvió a tocar, se levantó Armanda.

—Ahora podrías volver a bailar conmigo, Harry. ¿O no quieres bailar más?

También con ella bailé ahora más fácil, más libre y más alegremente, aun cuando no tan ingrávido y olvidado de mi mismo como con aquella otra. Armanda dejó que yo la llevara y se plegaba a mí delicada y suavemente, como la hoja de una flor, y también en ella encontré y sentí ahora todas aquellas delicias que unas veces venían a mi encuentro y otras se me alejaban; también ella olía a mujer y a amor, también su baile cantaba delicada e íntimamente la atrayente canción deliciosa del sexo; y, sin embargo, a todo esto no podía yo responder con plena libertad y alegría, no podía olvidarme y entregarme por completo. Armanda me estaba demasiado cerca, era mi camarada, mi hermana, era mi igual, se parecía a mi mismo y se parecía a mi amigo de la juventud, Armando, el soñador, el poeta, el compañero de mis ejercicios y correrías espirituales.

—Lo sé —dijo ella después, cuando hablamos de esto—; lo sé bien. Yo he de hacer desde luego todavía que te enamores de mí, pero no hay prisa. Primero, somos camaradas, somos personas que esperan llegar a ser amigos, porque nos hemos conocido mutuamente. Ahora queremos los dos aprender el uno del otro y jugar uno con otro. Yo te enseño mi pequeño teatro, te enseño a bailar y a ser un poquito alegre y tonto, y tú me enseñas tus ideas y algo de tu ciencia.

—Ah, Armanda, en eso no hay mucho que enseñar; tú sabes muchísimo más que yo. ¡Qué persona tan extraordinaria eres, muchacha! En todo me comprendes y te me adelantas. ¿Soy yo, acaso, algo para ti? ¿No te resulto aburrido?

Ella miraba al suelo con la vista nublada.

—Así no me gusta oírte. Piensa en la noche en que maltrecho y desesperado, saliendo de tu tormento y de tu soledad, te interpusiste en mi camino y te hiciste mi compañero. ¿Por qué crees tú, pues, que pude entonces conocerte y comprenderte?

—¿Por qué, Armanda? ¡Dímelo!

—Porque yo soy como tú. Porque estoy precisamente tan sola como tú y como tú no puedo amar ni tomar en serio a la vida ni a las personas ni a mi misma. Siempre hay alguna de esas personas que pide a la vida lo más elevado y a quien no puede satisfacer la insulsez y rudeza de ambiente.

—¡Tú, tú! —exclamé hondamente admirado—. Te comprendo, camarada; nadie te comprende como yo. Y, sin embargo, eres para mí un enigma. Tú te las arreglas con la vida jugando, tienes esa maravillosa consideración ante las cosas y los goces minúsculos, eres una artista de la vida. ¿Cómo puedes sufrir con el mundo? ¿Cómo puedes desesperar?

—No desespero, Harry. Pero sufrir por la vida, oh, sí; en eso tengo experiencia. Tú te asombras de que yo soy feliz porque sé bailar y me arreglo tan perfectamente en la superficie de la vida. Y yo, amigo mío, me admiro de que tú estés tan desengañado del mundo, hallándote en tu elemento precisamente en las cosas más bellas y profundas, en el espíritu, en el arte, en el pensamiento. Por eso nos hemos atraído mutuamente, por eso somos hermanos. Yo te enseñaré a bailar y a jugar y a sonreír y a no estar contento, sin embargo. Y aprenderé de ti a pensar y a saber y a no estar satisfecha, a pesar de todo. ¿Sabes que los dos somos hijos del diablo?

—Sí, lo somos. El diablo es el espíritu; nosotros sus desgraciados hijos. Nos hemos salido de la naturaleza y pendemos en el vacío. Pero ahora se me ocurre una cosa: en el tratado del lobo estepario, del que te he hablado, hay algo acerca de que es sólo una fantasía de Harry el creer que tiene una o dos almas, que consiste en una o dos personalidades. Todo hombre, dice, consta de diez, de cien, de mil almas.

—Eso me gusta mucho —exclamó Armanda—. En ti, por ejemplo, lo espiritual está altamente desarrollado, y a cambio de eso te has quedado muy atrás en toda clase de pequeñas artes de la vida. El pensador Harry tiene cien años, pero el bailarín Harry apenas tiene medio día. A éste vamos a ver ahora silo sacamos adelante, y a todos sus pequeños hermanitos, que son tan chiquitines, inexpertos e incautos como él.

Sonriente, me miró ella. Y preguntó bajito, con la voz alterada:

—Y dime, ¿te ha gustado María? —¿María? ¿Quién es María?

—Esa con la que has bailado. Una muchacha hermosa, una muchacha muy hermosa. Estabas un tanto entusiasmado con ella, a lo que pude ver.

—¿Es que la conoces?

—Oh, ya lo creo, nos conocemos muy bien. ¿Te importa mucho?

—Me ha gustado, y estoy contento de que haya sido tan indulgente con mi baile.

—¡Bah! Y eso es todo… Debieras hecerle un poco la corte, Harry. Es muy bonita y baila tan bien, y un poco enamorado de ella sí que estás. Creo que tendrás un éxito.

—Ah, no es esa mi ambición.

—Ahora mientes un poquito. Yo ya sé que en alguna parte del mundo tienes una querida y que la ves cada medio año para pelearte con ella. Es muy bonito por tu parte que quieras guardar fidelidad a esta amiga maravillosa, pero permíteme, no tomes esto tan completamente en serio. Ya tengo de ti la sospecha de que tomas el amor terriblemente en serio. Puedes hacerlo, puedes amar a tu manera ideal cuanto quieras, eso es cosa tuya. Pero de lo que yo tengo que cuidar es de que aprendas las pequeñas y fáciles artes y juegos de la vida un poco mejor; en este terreno soy tu profesora y he de serte una profesora mejor que lo ha sido tu querida ideal; de eso, descuida. Tú tienes una gran necesidad de volver a dormir una noche con una muchacha bonita, lobo estepario.

—Armanda —exclamé martirizado—, mírame bien, soy un viejo.

—Un joven muy niño eres. Y lo mismo que eras muy comodón para aprender a bailar, hasta el punto de que casi ya era tarde, así eras también muy comodón para aprender a amar. Amar ideal y trágicamente, oh amigo, eso lo sabes con seguridad de un modo magnífico, no lo dudo, todo mi respeto ante ello. Pero ahora has de aprender a amar también un poco a lo vulgar y humano. El primer paso ya está dado, ya se te puede dejar pronto ir a un baile. El boston tienes que aprenderlo antes todavía; mañana empezamos con él. Yo voy a las tres. Bueno, ¿y qué te ha parecido por lo demás esta música de aquí?

—Excelente.

—¿Ves? Esto es ya un progreso; te han servido las lecciones. Hasta ahora no podías sufrir toda esta música de baile y de jazz, te resultaba demasiado poco seria y poco profunda, y ahora has visto que no es preciso tomarla en serio, pero que puede ser muy linda y encantadora. Por lo demás, sin Pablo no sería nada toda la orquesta. Él la lleva, la caldea.

* * *

Como el gramófono echaba a perder en mi cuarto de estudio el aire de ascética espiritualidad, como los bailes americanos irrumpían extraños y perturbadores, hasta destructores, en mi cuidado mundo musical, así penetraba de todos lados algo nuevo, temido, disolvente en mi vida hasta entonces de trazos tan firmes y tan severamente delimitada. El tratado del lobo estepario y Armanda tenían razón con su teoría de las mil almas; diariamente se mostraban en mí, junto a todas las antiguas, algunas nuevas almas más; tenían aspiraciones, armaban ruido, y yo veía ahora claramente, como una imagen ante mi vista, la quimera de mi personalidad anterior. Había dejado valer exclusivamente el par de facultades y ejercicios en los que por casualidad estaba fuerte y me había pintado la imagen de un Harry y había vivido la vida de un Harry, que en realidad no era más que un especialista, formado muy a la ligera, de poesía, música y filosofía; todo lo demás de mi persona, todo el restante caos de facultades, afanes, anhelos, me resultaba molesto y le había puesto el nombre de «lobo estepario».

A pesar de todo, esta conversión de mi quimera, esta disolución de mi personalidad, no era en modo alguno sólo una aventura agradable y divertida; era, por el contrario, a veces amargamente dolorosa, con frecuencia casi insoportable. El gramófono sonaba a menudo de una manera verdaderamente endiablada en medio de este ambiente, donde todo estaba templado a otros tonos tan distintos. Y alguna vez, al bailar mis onesteps en cualquier restaurante de moda entre todos los elegantes hombres de mundo y caballeros de industria, me resultaba yo a mí mismo un traidor de todo lo que durante la vida entera me había sido respetable y sagrado. Si Armanda me hubiera dejado solo, aunque no hubiera sido más que una semana, me hubiese vuelto a escapar muy pronto de estos penosos y ridículos ensayos de mundología. Pero Armanda estaba siempre ahí, aunque no la veía todos los días, siempre era yo observado, dirigido, custodiado, sancionado por ella; hasta mis furiosas ideas de rebeldía y de huida me las leía ella, sonriente, de mi cara.

Con la progresiva destrucción de aquello que yo había llamado antes mi personalidad, empecé también a comprender por qué, a pesar de toda la desesperación, había tenido que temer de modo tan terrible a la muerte, y empecé a notar que también este horrible y vergonzoso miedo a la muerte era un pedazo de mi antigua existencia burguesa y fementida. Este señor Haller de hasta entonces, el escritor de talento, el conocedor de Mozart y de Goethe, el autor de observaciones dignas de ser leídas sobre la metafísica del arte, sobre el genio y sobre lo trágico, el melancólico ermitaño en su celda abarrotada de libros, iba siendo entregado por momentos a la autocrítica y no resistía por ninguna parte. Es verdad que este inteligente e interesante señor Haller había predicado buen sentido y fraternidad humana, había protestado contra la barbarie de la guerra, pero durante la guerra no se había dejado poner junto a una tapia y fusilar, como hubiera sido la consecuencia apropiada de su ideología, sino que había encontrado alguna clase de acomodo, un acomodo naturalmente muy digno y muy noble, pero de todas formas, un compromiso. Era, además, enemigo de todo poder y explotación, pero guardaba en el Banco varios valores de empresas industriales, cuyos intereses iba consumiendo sin remordimientos de conciencia. Y así pasaba con todo. Ciertamente que Harry Haller se había disfrazado en forma maravillosa de idealista y despreciador del mundo, de anacoreta lastimero y de iracundo profeta, pero en el fondo era un burgués, encontraba reprobable una vida como la de Armanda, le molestaban las noches desperdiciadas en el restaurante y los duros malgastados allí mismo, y le remordía la conciencia y suspiraba no precisamente por su liberación y perfeccionamiento, sino por el contrario, suspiraba con afán por volver a los tiempos cómodos, cuando sus jugueteos espirituales aún le divertían y le habían proporcionado renombre. Exactamente lo mismo los lectores de periódicos desdeñados y despreciados por él suspiraban por volver a la época ideal de antes de la guerra, porque ello era más cómodo que sacar consecuencias de lo sufrido. ¡Ah, demonio, daba asco este señor Haller! Y, sin embargo, yo me aferraba a él y a su larva que ya iba disolviéndose, a su coqueteo con lo espiritual, a su miedo burgués a lo desordenado y casual (entre lo que había que contar también la muerte) y comparaba con sarcasmo y lleno de envidia al nuevo Harry que se estaba formando, a este algo tímido y cómico diletante de los salones de baile, con aquella imagen de Harry antigua y pseudoideal, en la cual, entretanto, había descubierto todos los rasgos fatales que tanto le habían atormentado entonces cuando el grabado de Goethe en casa del profesor. El mismo, el viejo Harry había sido un Goethe así burguesmente idealizado, un héroe espiritual de esta clase con nobilísima mirada, radiante de sublimidad, de espíritu y de sentido humano, lo mismo que de brillantina, y emocionado casi de su propia nobleza de alma. Diablo, a este lindo retrato le habían hecho, sin duda, grandes agujeros, lastimosamente había sido desmontado el ideal señor Haller. Parecía un dignatario saqueado en la calle por bandidos, con los pantalones hechos jirones, que hubiese debido aprender ahora el papel de andrajoso, pero que llevaba sus andrajos como si aún colgaran órdenes de ellos y siguiera pretendiendo lastimeramente conservar la dignidad perdida.

Una y otra vez hube de coincidir con Pablo, el músico, y tuve que revisar mi juicio acerca de él, porque a Armanda le gustaba y buscaba con afán su compañía. Yo me había pintado a Pablo en mi imaginación como una bonita nulidad, como un pequeño Adonis un tanto vanidoso, como un niño alegre y sin preocupaciones, que toca con placer su trompeta de feria y es fácil de gobernar con unas palabras de elogio y con chocolate. Pero Pablo no preguntaba por mis juicios, le eran indiferentes, como mis teorías musicales. Cortés y amable, me escuchaba siempre sonriente, pero no daba nunca una verdadera respuesta. En cambio, parecía que, a pesar de todo, había yo excitado su interés. Se esforzaba ostensiblemente por agradarme y por demostrarme su amabilidad. Cuando una vez, en uno de estos diálogos sin resultado, me irrité y casi me puse grosero, me miró consternado y triste a la cara, me cogió la mano izquierda y me la acarició, y me ofreció de una pequeña cauta dorada algo para aspirar, diciéndome que me sentaría bien. Pregunté con los ojos a Armanda, ésta me dijo que sí con la cabeza y yo lo tomé y aspiré por la nariz. En efecto, pronto me refresqué y me puse más alegre, probablemente había algo de cocaína en polvo. Armanda me contó que Pablo poseía muchos de estos remedios, que recibía clandestinamente y que a veces los ofrecía a los amigos y en cuya mezcla y dosificación era maestro: remedios para aletargar los dolores, para dormir, para producir bellos sueños, para ponerse de buen humor, para enamorarse.

Un día lo encontré en la calle, en el malecón, y se me agregó en seguida. Esta vez logré por fin hacerlo hablar.

—Señor Pablo —le dije; iba jugando con un bastoncito delgado, negro y con adornos de plata—. Usted es amigo de Armanda; éste es el motivo por el cual yo me intereso por usted. Pero he de decir que usted no me hace la conversación precisamente fácil. Muchas veces he intentado hablar con usted de música; me hubiera interesado oír su opinión, sus contradicciones, su juicio; pero usted ha desdeñado darme ni siquiera la más pequeña respuesta.

Me miró riendo cordialmente, y en esta ocasión no me dejó a deber la contestación, sino que dijo con toda tranquilidad:

—¿Ve usted? A mi juicio no sirve de nada hablar de música. Yo no hablo nunca de música. ¿Qué hubiese podido responderle yo a sus palabras tan inteligentes y apropiadas? Usted tenía tanta razón en todo lo que decía… Pero vea usted, yo soy músico y no erudito, y no creo que en música el tener razón tenga el menor valor. En música no se trata de que uno tenga razón, de que se tenga gusto y educación y todas esas cosas.

—Bien; pero, entonces, ¿de qué se trata?

—Se trata de hacer música, señor Haller, de hacer música tan bien, tanta y tan intensiva, como sea posible. Esto es, monsieur. Si yo tengo en la cabeza todas las obras de Bach y de Haydn y sé decir sobre ellas las cosas más juiciosas, con ello no se hace un servicio a nadie. Pero si yo cojo mi tubo y toco un shimmy de moda, lo mismo da que sea bueno o malo, ha de alegrar sin duda a la gente, se les entra en las piernas y en la sangre. De esto se trata nada más. Observe usted en un salón de baile las caras en el momento en que se desata la música después de un largo descanso; ¡cómo brillan entonces los ojos, se ponen a temblar las piernas, empiezan a reír los rostros! Para esto se toca la música.

—Muy bien, señor Pablo. Pero no hay sólo música sensual, la hay también espiritual. No hay sólo aquella que se toca precisamente para el momento, sino también música inmortal, que continúa viviendo, aun cuando no se toque. Cualquiera puede estar solo tendido en su cama y despertar en sus pensamientos una melodía de La Flauta encantada o de la Pasión de San Mateo; entonces se produce música sin que nadie sople en una flauta ni rasque un violín.

—Ciertamente, señor Haller. También el Yearning y el Valencia son reproducidos calladamente todas las noches por personas solitarias y soñadoras; hasta la más pobre mecanógrafa en su oficina tiene en la cabeza el último onestep y teclea en las letras llevando su compás. Usted tiene razón, todos estos seres solitarios, yo les concedo a todos la música muda, sea el Yearning o La Flauta encantada o el Valencia. Pero ¿de dónde han sacado, sin embargo, estos hombres su música solitaria y silenciosa? La toman de nosotros, de los músicos, antes hay que tocarla y oírla y tiene que entrar en la sangre, para poder luego uno en su casa pensar en ella en su cámara y soñar con ella.

—Conformes —dije secamente—. Sin embargo, no es posible colocar en un mismo plano a Mozart y al último fox-trot. Y no es lo mismo que toque usted a la gente música divina y eterna, o barata música del día.

Cuando Pablo percibió la excitación en mi voz puso en seguida su rostro más delicioso, me pasó la mano por el brazo, acariciándome, y dio a su voz una dulzura increíble.

—Ah, caro señor; con los planos puede que tenga usted razón por completo. Yo no tengo ciertamente nada en contra de que usted coloque a Mozart y a Haydn y al Valencia en el plano que usted guste. A mí me es enteramente lo mismo; yo no soy quien ha de decidir en esto de los planos, a mí no han de preguntarme sobre el particular. A Mozart quizá lo toquen todavía dentro de cien años, y el Valencia acaso dentro de dos ya no se toque; creo que esto se lo podemos dejar tranquilamente al buen Dios, que es justo y tiene en su mano la duración de la vida de todos nosotros y la de todos los valses y todos los fox-trots y hará seguramente lo más adecuado. Pero nosotros los músicos tenemos que hacer lo nuestro, lo que constituye nuestro deber y nuestra obligación; hemos de tocar precisamente lo que la gente pide en cada momento, y lo hemos de tocar tan bien, tan bella y persuasivamente como sea posible.

Suspirando, hube de desistir. Con este hombre no se podían atar cabos.

* * *