Todos se llaman Jack
Silas llevaba varios meses como ensimismado, empezó a ausentarse del cementerio con cierta frecuencia y se pasaba fuera varios días o incluso semanas. En Navidad, la señorita Lupescu volvió al cementerio para sustituirlo durante tres semanas, y solía invitar a Nad a comer en el pequeño apartamento que tenía alquilado en la parte antigua de la ciudad, e incluso lo llevó a ver un partido de fútbol, tal como le había prometido Silas. Pero pasadas las tres semanas, la señorita Lupescu tuvo que regresar a lo que ella llamaba «la madre patria», no sin antes estrujar amorosamente los mofletes de Nad llamándolo Nimini, un apodo cariñoso que ella misma le adjudicó.
De modo que Silas seguía de viaje y la señorita Lupescu se marchó también. Un día, sentados en la tumba de Josiah Worthington, los señores Owens charlaban con el propio Josiah. Los tres estaban muy disgustados.
—¿Quieren ustedes decir que no les indicó adónde iba ni quién iba a ocuparse del niño mientras él estuviera de viaje? —preguntó Josiah Worthington.
Los señores Owens negaron con la cabeza.
—Pero ¿dónde ha podido ir?
Ni el señor Owens ni su esposa pudieron responder a su pregunta, pero él comentó:
—Nunca había estado fuera tanto tiempo. Y cuando decidimos hacernos cargo del niño, se comprometió a quedarse aquí, o a buscar a alguien que lo cuidara y le trajera comida llegado el caso de tener que ausentarse varios días. Lo prometió.
—La verdad es que estoy muy preocupada. Seguro que le ha ocurrido algo malo —afirmó la señora Owens, y parecía a punto de echarse a llorar, pero, de repente, se puso furiosa—. ¡Debería darle vergüenza! ¿De verdad no hay manera de localizarlo, de decirle que haga el favor de volver y cumplir lo que prometió?
—No, que yo sepa —respondió Josiah Worthington—. Pero creo que ha dejado dinero en la cripta para la comida del niño.
—¡Dinero! —exclamó la señora Owens—. ¿Y de qué nos sirve que haya dejado dinero?
—Nad lo necesitará si tiene que salir a comprar comida —insinuó el señor Owens, pero su mujer arremetió contra él.
—¡Sois todos iguales! —le espetó.
Y dicho esto, se marchó y se fue a buscar a su hijo, a quien encontró, tal como ella esperaba, en la cumbre de la colina contemplando la ciudad.
—Te doy un penique por tus pensamientos —dijo la señora Owens.
—Tú no tienes ni un penique —replicó Nad. Tenía ya catorce años, y era más alto que su madre.
—Tengo dos en mi ataúd. Probablemente, a estas alturas tendrán cardenillo, pero estoy segura de que aún están ahí.
—Pues estaba pensando en el mundo. ¿Quién nos asegura que la persona que mató a mi familia sigue viva y está esperándome ahí fuera?
—Es lo que dice Silas.
—Sí, pero no da más detalles.
—Él sólo quiere lo mejor para ti. Y tú lo sabes.
—Gracias —replicó Nad, no muy convencido—. Y entonces, ¿dónde está?
La señora Owens no supo qué responder.
—El día en que me adoptasteis, tú llegaste a ver al hombre que mató a mi familia, ¿verdad?
La señora Owens asintió.
—¿Cómo era?
—En realidad aquel día yo no tenía ojos más que para ti. Pero déjame pensar… Sí, tenía el cabello oscuro, muy oscuro, la cara angulosa y una expresión ávida y, al mismo tiempo, airada. Me dio mucho miedo. Fue Silas quien lo alejó de aquí.
—¿Y por qué no lo mató directamente? —cuestionó Nad, furioso—. Debería haberlo matado entonces.
La señora Owens le acarició la mano con sus gélidos dedos, y replicó:
—Silas no es un monstruo, Nad.
—Si Silas hubiera acabado con él entonces, yo no tendría nada que temer ahora y podría ir a donde quisiera.
—Silas sabe más que tú de todo esto, más que cualquiera de nosotros. Y también sabe mucho sobre la vida y la muerte —afirmó la señora Owens—. No es algo tan simple.
—¿Cómo se llamaba el tipo que los mató?
—No nos lo dijo. Al menos, en aquel momento no lo hizo.
Nad ladeó la cabeza y clavó en ella sus ojos grises como nubes de tormenta.
—Pero sabes cómo se llama, ¿verdad?
—Nad, tú no puedes hacer nada.
—Te equivocas. Puedo aprender todo lo que necesito saber, tanto como sea capaz. Ya he aprendido a reconocer las puertas de los ghouls y a hacer Visitas Oníricas; la señorita Lupescu me enseñó a leer en las estrellas y Silas, a guardar silencio; sé cómo Hechizar a una persona, practico la Desaparición y conozco este cementerio palmo a palmo.
La señora Owens puso una mano en el hombro de su hijo.
—Algún día… —musitó, pero titubeó un momento—. «Algún día ella ya no podría acariciarlo. Algún día él se marcharía. Algún día…». —Y luego, cambiando de tema, comentó—: Silas me dijo que el hombre que mató a tu familia se llamaba Jack.
Nad se quedó callado, y poco después asintió lentamente con la cabeza.
—Oye, mamá.
—¿Qué, hijo mío?
—¿Cuándo volverá Silas?
El viento de medianoche era frío y venía del norte. La señora Owens ya no estaba enfadada. Ahora sólo temía por su hijo.
—Ojalá lo supiera, mi vida, ojalá lo supiera —se limitó a responder.
Sentada en el piso superior del vetusto autobús, Scarlett Amber Perkins, de quince años de edad, era en ese momento un cúmulo de ira y rencor. Odiaba a sus padres por haberse separado; odiaba a su madre por marcharse de Escocia; odiaba a su padre porque le daba la impresión de que no le importaba que se marchara; odiaba aquella ciudad por ser tan diferente (no tenía nada que ver con Glasgow, la ciudad en la que se había criado), y la odiaba porque cada dos por tres, al doblar una esquina, veía cosas que lograban que todo le pareciera dolorosa y horriblemente familiar.
Aquella misma mañana, hablando con su madre, había estallado.
—¡Por lo menos en Glasgow tenía amigos! —había dicho Scarlett, medio a voces, medio llorosa—. ¡Y ya no volveré a verlos nunca más!
—Al menos éste no es un lugar desconocido para ti; ya has vivido aquí antes. Quiero decir que vivimos en esta ciudad algún tiempo cuando eras pequeña —replicó su madre.
—Pues yo no me acuerdo. Y no conozco a nadie aquí. ¿O es que quieres que me ponga a buscar a mis viejos amigos de cuando tenía cinco años? ¿Es eso lo que pretendes?
—Mira, hija, haz lo que te dé la gana.
En el colegio, Scarlett había pasado todo el día enfadada, y continuaba estándolo. Detestaba su colegio y su vida, en general, y en aquel preciso instante detestaba especialmente el servicio de autobuses de la ciudad.
Todos los días, al salir de clase, cogía el autobús de la línea 97, que la dejaba al final de la calle en que se encontraba el apartamento que había alquilado su madre.
Aquel desapacible día del mes de abril, llevaba casi media hora esperando en la parada y en todo ese tiempo no había visto pasar ni un solo 97, de modo que cogió el 121, que iba hasta el centro de la ciudad. Pero, allí donde el otro autobús giraba siempre a la derecha, éste giró a la izquierda, se adentró en el casco antiguo, pasó por delante de los jardines municipales, frente al antiguo ayuntamiento, y por delante también de la estatua de Josiah Worthington, baronet, y finalmente, enfiló la carretera que subía por la colina, a cuyos lados se sucedían las viviendas. Scarlett ya no estaba enfadada, pero ahora se sentía muy desgraciada.
Bajó al piso inferior del autobús y, pese a leer el cartel que indicaba a los pasajeros que no debían hablar con el conductor mientras el vehículo estuviera en marcha, dijo:
—Disculpe. Yo quería bajar en Acacia Avenue.
La mujer que conducía el autobús, una mujerona cuya piel era aún más oscura que la de Scarlett, replicó:
—En ese caso, deberías haber cogido el 97.
—Pero este autobús va al centro.
—Es el final del trayecto, sí. Pero aun así, tendrías que coger un segundo autobús. —La mujer suspiró—. Lo mejor que puedes hacer es bajar aquí mismo e ir andando hasta la parada que hay al pie de la colina, enfrente del ayuntamiento. Ahí puedes coger el 4 o el 58, ninguno de los dos para exactamente en Acacia Avenue, pero te dejarán muy cerca. Baja en el polideportivo y luego continúas a pie. ¿Te acordarás de todo?
—A ver, el 4 o el 58.
—Puedes bajar aquí.
El autobús se detuvo varios metros más allá de unas puertas de hierro forjado; el lugar tenía un aspecto de lo más lúgubre. Scarlett se quedó inmóvil frente a las puertas abiertas del autobús hasta que la conductora le dijo:
—¡Vamos, baja ya!
Así lo hizo, y el autobús arrancó estrepitosamente, dejando tras de sí un rastro de humo negro.
El viento agitaba las ramas de los árboles que estaban al otro lado de la tapia.
Scarlett echó a andar colina abajo; ésta era precisamente la razón por la que necesitaba un teléfono móvil. Su madre se ponía histérica en cuanto se retrasaba cinco minutos pero, incluso así, no había manera de que se lo comprara. Pues qué bien. Otra bronca más. Al fin y el cabo, no sería la primera, ni tampoco la última.
Había llegado a las gigantescas puertas de hierro, que estaban abiertas. Se asomó para echar un vistazo y…
—¡Qué raro! —dijo en voz alta.
Hay una expresión, déjá vu, que se emplea para describir esa percepción que uno tiene a veces de haber estado anteriormente en un lugar cuando en realidad es la primera vez que lo ve, como si lo hubiera contemplado en sueños o algo así. Scarlett había experimentado esa sensación muchas veces, por ejemplo, cuando un profesor le contaba que había ido de vacaciones a Inverness, y ella tenía la impresión de que ya lo sabía, o cuando a alguien se le caía una cuchara al suelo y ella creía que no era la primera vez que sucedía. Pero esto era diferente. No es que tuviera la sensación de haber estado antes en ese lugar, sino que sabía a ciencia cierta que había estado allí.
Así que cruzó las puertas y entró en el cementerio.
Una urraca levantó el vuelo, exhibiendo en todo su esplendor del plumaje negro, blanco y verde iridiscente fue a posarse en las ramas de un tejo, y desde allí observó a la chica.
«A la vuelta de esa esquina, pensó Scarlett, hay una iglesia y un banco delante de ésta». Y al llegar a dicha esquina vio una iglesia (mucho más pequeña que la que ella recordaba), un pequeño templo de estilo gótico y aspecto algo siniestro, y su correspondiente campanario delante mismo había un viejo banco de madera. Scarlet se sentó en él, balanceando los pies en el aire como si todavía fuera una niña pequeña.
—Hola. Ejem… ¿Hola? —dijo una voz a sus espaldas—. Ya sé que es casi un abuso por mi parte, pero ¿podrías ayudarme a sujetar…? En fin, que me vendría muy bien otro par de manos si no es mucha molestia.
Scarlett se volvió y vio a un hombre, que vestía una gabardina de color beige, agachado frente a una lápida; sostenía en la mano un papel de gran tamaño. Ella se levantó y se le aproximó corriendo.
—Sujétalo así —le indicó el hombre—. Una mano aquí, y la otra, aquí, eso es. Un abuso por mi parte, lo sé. No sabes cómo te lo agradezco.
Cerca del hombre, había también una caja de galletas, de la que sacó un carboncillo del tamaño de una vela pequeña, y lo frotó sobre el papel con movimientos precisos. Al parecer, tenía mucha práctica.
—Ya está —dijo con jovialidad—. Aquí la tenemos… ¡Uuupa! Y este adorno de aquí me parece que es una hoja de hiedra; en la época victoriana eran muy aficionados a ponerla en todas partes, por su contenido simbólico, ya sabes… Pues esto ya está. Ya puedes soltarlo si quieres.
El hombre se puso en pie y se pasó la mano por sus canosos cabellos.
—¡Ay! Necesitaba estirar las piernas; se me estaban durmiendo —explicó—. Bien. ¿Qué te parece?
Líquenes verdes y amarillos recubrían la lápida, pero estaba tan desgastada que apenas se podía leer la inscripción; en cambio, ésta había quedado limpiamente reflejada en el calco.
—Majella Godspeed, soltera de esta parroquia, 1791-1870. «Su vida se extinguió, mas continúa viva en el recuerdo.» —leyó Scarlett en voz alta.
—Y, a estas alturas, ni eso —dijo el hombre sonriendo tímidamente y parpadeando tras los pequeños y redondos cristales de sus gafas, que en cierto modo le conferían el aspecto de un amigable búho.
Una gruesa gota de lluvia cayó sobre el papel, y el hombre lo enrolló a toda prisa y recogió la caja en la que guardaba los carboncillos. Como continuaba chispeando, señaló una carpeta que estaba apoyada contra una lápida; Scarlett la recogió y lo siguió hasta el diminuto porche de la iglesia.
—Muchísimas gracias —dijo el desconocido—. Seguramente no será más que un chaparrón. Según el hombre del tiempo, hoy disfrutaríamos de una tarde bastante soleada.
Una ráfaga de viento muy frío parecía querer contradecir las previsiones de los meteorólogos y, de pronto, se puso a llover a cántaros.
—Sé lo que estás pensando —dijo el hombre.
—¿Ah, sí? —replicó ella. En realidad lo que estaba pensando era: «Mi madre me va a matar».
—Estás pensando: ¿es esto una iglesia o una capilla funeraria? Y la respuesta, según lo que he averiguado, es que en este lugar hubo una iglesia con su correspondiente cementerio. Estoy hablando del siglo VIII o IX de nuestra era.
»Fue reconstruida y ampliada en diversas ocasiones, pero hacia 1820 hubo un incendio, y por aquel entonces resultaba ya demasiado pequeña. Hacía tiempo que la parroquia había sido trasladada a Saint Dunstan, en el centro de la ciudad, así que cuando la reconstruyeron, pasó a ser simplemente una capilla funeraria. Se conservaron muchos elementos de la primera edificación, como las vidrieras del muro del fondo que, al parecer, son las originales…
—La verdad —lo interrumpió Scarlett— es que estaba pensando que mi madre me va a matar. Me equivoqué de autobús, y hace ya mucho rato que debería estar en casa…
—Santo cielo, pobrecita. Mira, yo vivo un poco más abajo. Espérame aquí…
El hombre cogió la carpeta, los carboncillos y el papel enrollado, y echó a correr hacia la puerta del cementerio, con la cabeza agachada para que la lluvia no le empapase la cara. Apenas dos minutos más tarde, Scarlett vio las luces de un coche y oyó el claxon.
Scarlett corrió hacia las puertas y vio un viejo Mini verde detenido delante de ellas. Al volante, reconoció al hombre con el que había estado charlando, que bajó la ventanilla y le dijo:
—Sube. ¿Adónde te llevo?
Scarlett se quedó quieta, con el agua chorreándole por la nuca.
—Nunca subo al coche de un extraño.
—Y haces muy bien. Pero, como se suele decir, favor con favor se paga. Venga, deja tus cosas en el asiento de atrás antes de que se empapen del todo.
El hombre abrió la puerta del copiloto, y Scarlett las puso en el asiento de atrás lo mejor que pudo.
—Tengo una idea —dijo el hombre—. ¿Por qué no llamas a tu madre (puedes usar mi móvil) y le das el número de la matrícula? Pero mejor hazlo aquí dentro, porque te estás quedando hecha una sopa.
Scarlett titubeó un momento. En efecto, el cabello le chorreaba, y hacía frío.
El hombre alargó el brazo y le ofreció su móvil. Ella se quedó mirándolo. Entonces se dio cuenta de que le daba más miedo llamar a su madre que meterse en el coche.
—También podría llamar a la policía, ¿verdad?
—Claro, desde luego. O puedes volver andando a tu casa. O, incluso, puedes llamar a tu madre y pedirle que venga a buscarte.
La joven se subió al coche y cerró la puerta, pero sin separarse del móvil.
—¿Dónde vives?
—No es necesario que se moleste, de verdad. Quiero decir que sería suficiente con que me acercara a la parada del autobús…
—Te llevaré a casa, y no se hable más. ¿Dónde vives?
—Acacia Avenue, número 102a. Hay que salir de la carretera principal en una desviación que hay pasado el polideportivo…
—Caramba, pues sí que te has apartado de tu camino. Muy bien, vamos allá.
El hombre soltó el freno de mano, maniobró y se fueron colina abajo.
—¿Y hace mucho que vives aquí?
—No, no mucho. Nos trasladamos después de Navidad. Pero ya habíamos vivido aquí antes cuando yo tenía cinco años.
—Tu acento es del norte, ¿verdad?
—Estuvimos diez años viviendo en Escocia. Allí todo el mundo hablaba como yo, pero aquí voy dando el cante con mi acento.
Su intención era que pareciera una broma, pero era cierto, y se percató en cuanto las palabras salieron de su boca. No tenía ninguna gracia; era muy triste.
El hombre la llevó hasta Acacia Avenue, estacionó el coche frente a su casa, e insistió en acompañarla hasta la puerta. Cuando la madre de Scarlett salió a abrir la puerta, dijo:
—Le ruego me disculpe, señora. Me he tomado la libertad de traerle a su hija. La ha educado usted muy bien y sabe que no debe subir nunca al coche de un extraño, pero, en fin, se puso a llover, ella se equivocó de autobús y acabó en la otra punta de la ciudad. Bueno, es un poco complicado de explicar. Pero seguro que es usted dueña de un corazón generoso y sabrá perdonarla… a ella, y… hum, a mí también, claro.
Scarlett creía que su madre se iba a liar a gritos con los dos, así que se llevó una sorpresa muy agradable cuando le oyó decir que con los tiempos que corren toda precaución es poca, y que si el señor Hum era uno de sus profesores y, por cierto, ¿podía ofrecerle una taza de té? El señor Hum le explicó que en realidad era el señor Frost, pero prefería que lo llamara Jay, y la señora Perkins sonrió y le pidió que la llamara Noona, y puso agua a hervir.
Mientras tomaban el té, Scarlett le contó su odisea con los autobuses, cómo había llegado hasta el cementerio y encontrado al señor Frost junto a la vieja iglesia…
A la señora Perkins se le cayó la taza de las manos.
Estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, así que la taza no llegó muy lejos y ni siquiera se rompió, aunque se derramó el té. La señora Perkins se disculpó y fue a coger una bayeta para limpiarlo.
—¿Te refieres al cementerio de la colina, el que está en la parte antigua de la ciudad? ¿Te refieres a ése?
—Yo vivo cerca de allí —intervino el señor Frost—. Me gusta sacar calcos de las lápidas. ¿Y sabíais que en realidad es una reserva natural?
—Sí, lo sé —respondió secamente la señora Perkins—. Le agradezco mucho que haya traído a Scarlett a casa, señor Frost. Pero no quisiera entretenerlo más.
Cada palabra era como un cubito de hielo.
—Caramba, qué carácter —replicó Frost, desenfadado—. No pretendía herir sus sentimientos. ¿He dicho algo que la haya molestado? Los calcos son para un trabajo sobre la historia de la ciudad, no vaya usted a creer que me dedico a desenterrar huesos o algo por el estilo.
Por una décima de segundo, Scarlett creyó que su madre iba a pegarle un puñetazo al señor Frost, que parecía bastante preocupado. Pero la señora Perkins se limitó a negar con la cabeza y dijo escuetamente:
—Perdóneme, son cosas de familia. Usted no tiene la culpa de nada. —Y haciendo un esfuerzo por parecer jovial, añadió—: Verá, lo cierto es que Scarlett solía jugar en ese cementerio cuando era pequeña, hace… ¡diez años ya, caray! Por aquella época tenía un amigo imaginario, un niño llamado Nadie.
El señor Frost esbozó una sonrisa involuntaria.
—Ah, vaya, ¿un fantasmita?
—No, no lo creo. Scarlett decía que vivía allí, en el cementerio. Incluso llegó a señalarnos la tumba en la que vivía. En ese sentido, supongo que sí debía de ser un fantasma. ¿Te acuerdas, cariño?
Scarlett meneó la cabeza para indicar que no, y afirmó:
—Debí de ser una niña bastante rarita.
—No creo que fueras… hum —terció el señor Frost—. Está criando a una jovencita realmente encantadora, muy mona. Bueno, el té estaba delicioso. Siempre es una alegría hacer nuevos amigos, pero ha llegado el momento de que cada mochuelo se vaya a su olivo. Voy a ver si me preparo algo para cenar, porque luego tengo una reunión en la Sociedad Histórica local.
—¿Se prepara la cena usted mismo? —le preguntó la señora Perkins.
—Sí, así es. Bueno, en realidad, me limito a descongelarla. También soy un artista del «hervir y listo». Comida para uno. Vivo solo, ¿sabe? Soy un viejo solterón cascarrabias. Aunque, ahora que lo pienso, ¿no suele eso interpretarse como un eufemismo para decir «gay»? Pero no soy gay, simplemente no he encontrado a la mujer adecuada.
Y, por un momento, su rostro adoptó una expresión melancólica.
La señora Perkins, que detestaba cocinar, dijo que los fines de semana siempre guisaba como si tuviera que dar de comer a un ejército y, mientras acompañaba al señor Frost hasta la puerta, Scarlett oyó cómo él aceptaba la invitación de su madre para cenar con ellas el sábado por la noche.
Cuando la señora Perkins volvió a la cocina, no le dijo a Scarlett más que: «Espero que hayas hecho tus deberes».
Tumbada en la cama, mientras escuchaba el ruido del tráfico a lo lejos, Scarlett pensaba en todo lo que había sucedido aquella tarde. De pequeña, ella había estado allí, en aquel cementerio; por eso todo le resultaba tan familiar.
Se abandonó a sus fantasías y a sus recuerdos y, en algún momento, se quedó dormida; en sus sueños seguía paseando por los senderos que había entre las tumbas. Era de noche, pero lo veía todo con la misma claridad que si fuera de día: se hallaba en la ladera de una colina en compañía de un niño de su misma edad, pero él estaba de espaldas, contemplando las luces de la ciudad.
—Hola, ¿qué estás haciendo? —le preguntó.
El niño se dio la vuelta, aunque parecía tener problemas para verla.
—¿Quién ha dicho eso? —Y, tras unos instantes, añadió—: ¡Ah, ya te veo! Bueno, más o menos. ¿Me estás haciendo una Visita Onírica?
—Creo que estoy soñando, sí —respondió Scarlett.
—No me refería a eso exactamente —replicó el niño—. Bueno, hola. Me llamo Nad.
—Y yo, Scarlett.
Él volvió a mirarla como si la viera por primera vez.
—¡Claro, Scarlett! Ya decía yo que me sonaba tu cara. Has estado esta tarde en el cementerio, con ese hombre, el de los calcos.
—El señor Frost, sí; es un tipo encantador. Me llevó a casa en su coche —hizo una pausa, y preguntó—: ¿Nos has visto?
—Sí, bueno… Suelo estar al tanto de todo lo que ocurre por aquí.
—¿Y qué clase de nombre es Nad?
—Es el diminutivo de Nadie.
—¡Pues claro! Ahora lo entiendo todo. Tú eres mi amigo imaginario, el que me inventé cuando era pequeña, pero has crecido.
Nad asintió. Era más alto que ella; iba vestido de gris (aunque Scarlett no habría sabido describir su ropa), y llevaba el cabello demasiado largo; ella pensó que debía de haber pasado mucho tiempo desde su último corte de pelo.
—Te portaste como una valiente. Bajamos hasta el centro de la colina, vimos al Hombre índigo y nos encontramos con el Sanguinario.
Entonces algo ocurrió en la mente de Scarlett: fue como si, de repente, todo se acelerara y diera vueltas, y se vio envuelta en una especie de remolino negro y un montón de imágenes se le sucedieron a toda velocidad…
—¡Ahora lo recuerdo todo! —exclamó la chica. Pero lo dijo en la soledad de su habitación, y ninguna voz le respondió; sólo se oía el ruido lejano de un camión que pasaba por la carretera.
Nad guardaba un montón de comida almacenada en la cripta, así como en las tumbas y mausoleos más gélidos del cementerio. Silas se quiso asegurar de que no le faltara alimento, así que tenía suficiente para un par de meses. Porque, a menos que su tutor o la señorita Lupescu lo acompañaran, no debía salir de aquel lugar.
Echaba de menos el mundo que había más allá de la verja del cementerio, pero sabía que no era un sitio seguro para él; todavía no. En el cementerio, sin embargo, era dueño y señor de todo, y él se sentía orgulloso de ello y lo amaba como sólo un chico de catorce años es capaz de amar.
Y aun así…
En el camposanto, la gente no cambiaba nunca, de modo que los niños con los que Nad jugaba cuando era pequeño continuaban siendo niños: Fortinbras Bartleby, que fue su mejor amigo durante la infancia, era ahora cuatro o cinco años menor que él, y cada vez tenían menos en común; Thackeray Porringer tenía la misma edad y estatura que Nad, y parecía entenderse bastante mejor con él (por las noches salían los dos juntos a pasear, y Thackeray le contaba las desventuras que sufrieron sus amigos). Normalmente, al final de estas historias, los amigos de Porringer acababan siendo ahorcados por algún delito que no cometieron, aunque a veces simplemente los deportaban a las colonias americanas y así, mientras no regresaran a Inglaterra, lograban evitar la horca.
En cambio, Liza Hempstock, que había sido su amiga durante los últimos seis años, sí había cambiado en cierto modo: ahora ya no salía a su encuentro cuando iba a la fosa común a visitarla, y en las raras ocasiones en las que lo hacía, estaba de mal humor, con ganas de pelea o directamente grosera.
Nad se lo comentó al señor Owens, quien, tras unos instantes de reflexión, le dijo:
—Las mujeres son así. Te apreciaba cuando eras un niño, pero has crecido, y ahora no sabe muy bien qué clase de persona eres. Cuando yo era pequeño, iba todos los días al estanque de los patos a jugar con una niña, hasta que un día, cuando tenía más o menos tu edad, ella me tiró una manzana a la cabeza y ya no volvió a dirigirme la palabra hasta que cumplí los diecisiete.
La señora Owens, muy digna, lo corrigió:
—No fue una manzana, sino una pera. Y volví a hablarte mucho antes, porque recuerdo que bailamos juntos una pieza en la boda de tu primo Ned, que se celebró dos o tres días después de que cumplieras los dieciséis.
—Es cierto, querida, qué mala memoria la mía —replicó el señor Owens y, guiñándole un ojo a Nad, articuló sólo con los labios—: «Diecisiete».
Nad no se permitía tener amigos entre los vivos. De ese modo, según aprendió después de su breve experiencia como escolar, se ahorraba un montón de problemas.
Sin embargo, nunca se olvidó de Scarlett y la echó de menos durante años, pero a esas alturas ya se había hecho a la idea de que no volvería a verla nunca más. Y ahora había regresado y visitado el cementerio, aunque no la había reconocido…
El chico estaba explorando a fondo la tupida selva de hiedra y árboles que convertían el cuadrante noroeste del cementerio en una zona muy peligrosa; incluso había carteles que advertían del peligro a los visitantes, pero en realidad no hacían ninguna falta. Lo que había al final del Paseo Egipcio era un lugar inhóspito y tétrico; en los últimos cien años, la naturaleza se había ido adueñando de esa zona, y las lápidas estaban caídas en el suelo; nadie visitaba ya aquellas tumbas, que en su mayor parte habían quedado enterradas bajo la hiedra y las hojas que habían ido cayendo de los árboles a lo largo de los últimos cincuenta años. Todos los senderos habían desaparecido y el lugar era intransitable.
Nad caminaba con cautela, pues conocía bien el terreno y sabía lo peligroso que podía ser.
Cuando tenía nueve años, explorando por allí, dio un paso en falso y cayó en una fosa que tenía unos seis metros de profundidad. Era una tumba que, seguramente, estaba pensada para albergar varios ataúdes, pero no tenía lápida y sólo había un ataúd; éste contenía los restos mortales de un médico bastante irascible llamado Carstairs, quien se alegró mucho al ver a Nad por allí e insistió en examinarle la muñeca (pues se la torció al caer, intentando agarrarse a una raíz), antes de que el chico lograra convencerlo para que fuera a buscar ayuda.
Pero ahora Nad no había ido allí para explorar, sino porque necesitaba hablar con el poeta.
El poeta se llamaba Nehemiah Trot, y en su tumba, cubierta de maleza, se leía la siguiente inscripción: Aquí yacen los restos mortales de Nehemiah Trot poeta 1741-1774 Los cisnes cantan antes de morir.
—¿Maese Trot? Necesito consultarle algo.
Nehemiah Trot sonrió lánguidamente y respondió:
—Estoy a tu entera disposición, mi arriscado amigo. ¡El consejo es a un poeta lo que la cordialidad es a un rey! ¿Qué ungüento, no, ungüento no, qué bálsamo puedo yo ofrecerte para aliviar tu dolor?
—Pues, dolor no tengo ninguno, pero es que… Bueno, verá, es que hace tiempo conocí a una chica, y la verdad es que no sé si debería ir a hablar con ella o simplemente olvidarla.
Nehemiah Trot se enderezó (aun así seguía siendo más bajo que Nad), y se llevó ambas manos al pecho con emoción.
—¡Oh! Debes ir en su busca e implorarle. Debes decirle que es tu Terpsícore, tu Eco, tu Clitemnestra. Debes cantar sus virtudes en un poema, dedicarle una oda sublime (no te preocupes, muchacho, yo te ayudaré), y entonces, sólo entonces, conquistarás el corazón de tu gran amor.
—En realidad no pretendo conquistar su corazón, ni es mi gran amor. Simplemente, me gusta hablar con ella.
—De todos los órganos que componen el ser humano —replicó Nehemiah Trot—, la lengua es el más extraordinario. Pues nos es necesaria tanto para paladear el néctar más delicioso como el más acerbo de los venenos, y con una misma lengua pronunciamos también las palabras más dulces y las más ultrajantes. ¡Ve en su busca y háblale sin más demora!
—Pero es que no debería.
—¡Deberías, claro que deberías! Y yo daré fe de tu victoria en un poema, una vez concluida y ganada la batalla.
—Pero si me hago visible para hablar con ella, otros podrían verme también…
—¡Ah, escúchame bien, joven Leandro, joven Héroe, joven Alejandro! Si nada arriesgas, llegarás al fin de tus días y nada habrás ganado.
—Interesante planteamiento.
Nad se alegraba de haber ido a pedirle consejo al poeta. «De hecho pensó, ¿quién podría ofrecerme mejores consejos que un poeta?». Y eso le recordó que…
—Señor Trot —dijo Nad—, hábleme de la venganza.
—La venganza es un plato que se sirve frío —sentenció Nehemiah Trot—. Jamás la lleves a cabo en caliente; espera el momento propicio. Recuerdo a un poetastro de aquellos que malvivían en Grub Street (se llamaba O’Leary y era irlandés, por más señas), que tuvo el valor y la desfachatez de escribir una reseña de mi primer poemario, «Florilegio lírico para caballeros con clase», afirmando que se trataba de un vulgar compendio de ripios sin interés alguno, y que el papel en el que había sido escrito habría estado mejor empleado en… No, no puedo repetirlo. Digamos sencillamente que terminaba la frase de manera harto vulgar.
—Pero ¿se vengó usted de él? —quiso saber Nad.
—¡Oh, claro que me vengué, de él y de todos los de su misma ralea! ¡Oh, sí, joven Owens, y fue una venganza terrible! Escribí una epístola que clavé en las puertas de todos los pubs de Londres que solían frecuentar aquellos ganapanes. En ella explicaba que, dada la fragilidad del genio poético, había decidido no volver a publicar un solo verso mientras viviera. Y dejé instrucciones de que, a mi muerte, me enterraran con todos mis poemas inéditos, para que únicamente cuando la posteridad reconociera mi genio y la irreparable pérdida que esto suponía, sólo entonces, fueran rescatados de entre mis gélidas manos y publicados para el deleite de todos. Es algo atroz adelantarse a los tiempos que a uno le ha tocado vivir.
—¿Y, después de muerto, lo desenterraron y publicaron sus poemas?
—Todavía no. Pero aún hay tiempo de sobra. La posteridad es vasta.
—Entonces… ¿ésa fue toda su venganza?
—Nada menos. ¡Una venganza sublime, refinada y aplastante!
—Sí… Sí, claro —replicó Nad sin mucha convicción.
—Mejor. Servirla. Fría —sentenció Nehemiah Trot, muy hueco.
Nad abandonó el selvático paraje y regresó a la parte más civilizada del cementerio. Empezaba a caer la tarde, y se dirigió hacia la vieja capilla, no porque esperara que Silas hubiera regresado de su largo viaje, sino porque llevaba toda la vida visitándola al anochecer, y le reconfortaba seguir su rutina de siempre. Además, tenía hambre.
Atravesó con sigilo la puerta y bajó a la cripta. Apartó una caja de cartón llena de húmedos y abarquillados registros parroquiales, y sacó un cartón de zumo de naranja, una manzana, una bolsa de colines y una cuña de queso, y se puso a comer mientras se planteaba si debía ir a buscar a Scarlett y cómo se las arreglaría para encontrarla.
Quizá lo más adecuado sería hacerle una Visita Onírica, ya que ella había elegido ese medio para ir a su encuentro…
Al terminar, salió de la iglesia y, según se dirigía hacia el banco para sentarse un rato, vio algo que le hizo dudar: el banco ya estaba ocupado por una chica que leía una revista. Nad puso en marcha la Desaparición total y se fundió con el entorno, como si fuera una sombra más. Pero la chica alzó la vista, lo miró directamente y preguntó:
—¿Eres tú, Nad?
Él tardó unos segundos en decidirse a responder.
—¿Cómo es posible que me hayas visto?
—En realidad no estaba segura. Al principio pensé que eras solamente una sombra o algo así. Pero tienes el mismo aspecto que en mi sueño y, de alguna manera, empecé a verte con un poco más de nitidez.
Nad se le acercó e inquirió:
—¿De verdad estás leyendo? ¿Tienes luz suficiente?
—Es muy raro, sí —repuso Scarlett cerrando la revista—. Casi se ha hecho de noche, pero veo a la perfección. Vamos, que puedo leer sin dificultad.
—¿Has venido…? —Nad vaciló un momento, sin saber muy bien qué era exactamente lo que quería preguntarle—. ¿Has venido sola?
Scarlett asintió.
—Sí. Verás, al salir del colegio, he venido a ayudar al señor Frost a sacar algunos calcos. Pero cuando hemos acabado, le he dicho que me apetecía sentarme aquí a pensar un rato. Le he prometido que después pasaría a tomar una taza de té con él, y se ha ofrecido a acercarme en coche a mi casa; ni siquiera me ha preguntado por qué quería quedarme. Dice que a él también le encanta pasear por los cementerios, porque no hay sitios más tranquilos en el mundo que éstos. —Se calló un momento y, a continuación, le preguntó—: ¿Puedo abrazarte?
—¿Quieres abrazarme?
—Sí.
—Bueno, en ese caso —se lo pensó un momento antes de terminar la frase—, no me importa que lo hagas.
—Mis brazos no te atravesarán ni nada parecido, ¿verdad?
—No, no, soy de carne y hueso; no te preocupes.
Y ella lo abrazó con tal fuerza que casi no le dejaba respirar.
—Me estás haciendo daño —se quejó Nad.
—¡Ay, perdona! —Y lo soltó.
—No, si me ha gustado. Pero es que has apretado más de lo que esperaba.
—Sólo quería asegurarme de que eres real. Todos estos años no has existido más que en mi mente, aunque luego me olvidé de ti. Pero no eras un producto de mi imaginación, y ahora has vuelto, y estás en el mundo también.
—Solías llevar una especie de abrigo, de color naranja, y siempre que veía algo de ese color, pensaba en ti. Imagino que ya no lo tendrás —dijo Nad sonriendo.
—No, claro, hace ya tiempo que no. A estas alturas no creo que cupiera en él.
—Sí, ya me lo imagino.
—Debería regresar a casa ya. Pero creo que podré volver aquí este fin de semana —dijo Scarlett y, viendo la expresión de Nad, añadió—: Hoy es miércoles.
—Vale, me encantaría volver a verte.
Scarlett se dio la vuelta para marcharse, pero titubeó un momento y se giró de nuevo hacia Nad.
—¿Qué he de hacer para encontrarte la próxima vez?
—No te preocupes; yo te encontraré. Tú ven sola y saldré a buscarte.
Scarlett asintió y se marchó.
Nad dio media vuelta y se fue colina arriba, en dirección al mausoleo de Frobisher. Sin embargo, no entró en el edificio, sino que trepó por uno de los laterales, apoyando los pies en las gruesas raíces de hiedra, y se subió al tejado de piedra. Se sentó allí y contempló el mundo que había más allá del cementerio, recordando el modo en que Scarlett lo había abrazado y lo seguro que se había sentido él entre sus brazos, aunque sólo fuera por un instante. Pensó también en lo agradable que debía de ser poder circular libremente y sin temor por el mundo que había tras las rejas del cementerio, y en lo estupendo que era ser dueño y señor de su propio mundo en miniatura.
Scarlett dijo que no quería una taza de té, gracias, ni una galleta de chocolate. El señor Frost se quedó preocupado y le dijo:
—En serio, parece como si hubieras visto un fantasma. Aunque, bien pensado, no sería raro, teniendo en cuenta que vienes de un cementerio, hum… Hace años, tuve una tía que decía que su loro estaba hechizado. En realidad era un guacamayo rojo; el loro, claro. Mi tía era arquitecta. Pero nunca logré que me diera más detalles.
—Estoy bien —lo tranquilizó Scarlett—. Lo que ocurre es que ha sido un día muy largo.
—En ese caso, te llevaré a casa. Pero antes, dime, ¿tú entiendes lo que pone aquí? Llevo media hora rompiéndome la cabeza, pero no hay manera. —Le señaló un calco que tenía extendido encima de la mesa, sujeto con un bote de mermelada en cada punta—. El nombre podría ser Gladstone, ¿a ti qué te parece? Quizá fuera pariente de William Gladstone, el primer ministro. Pero el resto no lo entiendo.
—Me temo que yo tampoco lo entiendo. Ya le echaré un vistazo con más calma el sábado.
—¿Tu madre vendrá también?
—Dijo que me traería aquí por la mañana y luego se iría a hacer la compra. Quiere hacer carne asada para cenar.
—¿Con patatas asadas de guarnición? —preguntó el señor Frost.
—Pues creo que sí.
El señor Frost parecía muy complacido, aunque dijo:
—Tampoco querría causarle demasiadas molestias.
—No se preocupe, ella está encantada —aseguró Scarlett, y no mentía—. Le agradezco mucho que se tome la molestia de acercarme a casa en su coche.
—Es un verdadero placer.
Bajaron juntos por la escalera de la alta y estrecha casa del señor Frost, y salieron a la calle.
En Cracovia, en la colina de Wawel, hay unas cuevas que se conocen por el nombre de La Caverna del Dragón. Es un lugar de sobra conocido por los turistas que visitan la zona. Pero, debajo de ellas, hay otras cuevas que los turistas no conocen y nunca visitan. Son muy profundas y están habitadas.
Silas iba delante, seguido de cerca por la gigantesca grisura de la señorita Lupescu, que avanzaba silenciosamente y a cuatro patas. Detrás de ellos iba Kandar, una momia asiria con el cuerpo envuelto en vendas, alas de águila y ojos como rubíes que, a su vez, llevaba un cerdito.
Al principio eran cuatro, pero habían perdido a Haroun en una de las cuevas superiores, cuando el ifrit[8] (seguro de sí mismo en demasía, como todos los de su especie) se aventuró a explorar un espacio encuadrado entre tres espejos de bronce y, en medio de un fogonazo de luz rojiza, quedó atrapado dentro de los espejos. Durante unos segundos vieron su reflejo mostrando los ojos exorbitados y moviendo la boca, como si tratara de avisarlos para que se marcharan de allí; luego se desvaneció y no volvieron a verlo más.
Para Silas, los espejos no suponían ningún peligro, asi que se acercó y, cubriendo con su abrigo uno de ellos, dejó inutilizada la trampa. Hecho esto, dijo:
—Bueno, pues ahora ya sólo quedamos tres.
—Y un cerdo —precisó Kandar.
—¿Y para qué lo has traído si se puede saber? —preguntó la señorita Lupescu.
—Trae suerte respondió Kandar —y, ante el gruñido que emitió la señorita Lupescu, nada convencida, preguntó—: ¿Acaso Haroun tenía un cerdo?
—Callad —les ordenó Silas—. Se están acercando Por el ruido que hacen, diría que son muchos.
—Dejad que se acerquen —susurró Kandar.
El pelo de la señorita Lupescu se erizó. Pese a ello, no dijo nada, pero se preparó para hacerles frente y tuvo que esforzarse mucho para no alzar la cabeza y soltar un aullido.
—Me encanta este sitio —comentó Scarlett.
—Sí, es muy bonito —coincidió Nad.
—¿Así que mataron a toda tu familia? ¿Y alguien sabe quién lo hizo?
—No, que yo sepa. Lo único que me ha dicho mi tutor es que el hombre que los mató sigue vivo, y que ya me contará el resto de la historia algún día.
—¿Cómo que algún día?
—Cuando esté preparado para conocer toda la verdad.
—¿De qué tiene miedo? ¿De que cojas una pistola y salgas a vengarte del hombre que mató a tus padres y a tu hermana?
—Es obvio —dijo el chico con gran seriedad—; no exactamente con una pistola, pero sí. Algo así.
—Me estás tomando el pelo.
Nad no respondió de momento, sino que apretó mucho los labios y negó con la cabeza. Poco después replicó:
—No, no estoy de broma.
Aquel sábado había amanecido soleado y radiante, y los dos jóvenes se hallaban en el Paseo Egipcio, a la sombra de los pinos y de las largas ramas de la araucaria.
—¿Y tu tutor también es un muerto?
—Nunca hablo de él.
A Scarlett le dolió la respuesta.
—¿Ni siquiera conmigo?
—Ni siquiera contigo.
—Bueno —dijo ella—, pues qué bien.
—Lo siento, Scarlett, no pretendía…
—Le prometí al señor Frost que no tardaría mucho, así que será mejor que me vaya ya —dijo ella, al mismo tiempo que Nad intentaba disculparse.
—Vale —replicó el chico, temiendo haber herido los sentimientos de su amiga y sin saber muy bien qué podía decir para arreglarlo.
Y se la quedó mirando mientras se alejaba colina abajo. Una voz femenina y familiar dijo con mala uva: «¡Mírala! ¡La marquesita del Pan Pringao!», pero por allí no se veía a nadie.
Nad se sentía como un idiota, y echó a andar otra vez hacia el Paseo Egipcio. Las señoritas Lillibet y Violet le habían dado permiso para guardar en su cripta una caja de cartón llena de libros, y leer un rato era lo único que le apetecía en ese momento.
Scarlett estuvo ayudando al señor Frost con sus calcos hasta el mediodía, y entonces se tomaron un respiro para comer algo.
Él se ofreció a invitarla a pescado con patatas, así que bajaron hasta la tienda que había al final de la carretera y, mientras subían de nuevo por la colina, se fueron comiendo la humeante fritura generosamente sazonada con sal y vinagre.
—¿Dónde investigaría usted si quisiera averiguar algo sobre un asesinato? —le preguntó Scarlett—. Ya he mirado en Internet y no he encontrado nada.
—Hum… Depende. ¿De qué clase de asesinato estamos hablando?
—Un suceso local, creo. Tuvo lugar hace trece o catorce años. Alguien asesinó a toda una familia que vivía por aquí cerca.
—¡Caramba! ¿Estás hablando en serio?
—Y tan en serio. ¿Se encuentra usted bien?
—Pues la verdad es que no. Pero no te preocupes, no es más que flojera. Prefiero no pensar en ese tipo de cosas; me refiero a los crímenes que suceden a la puerta de mi casa, como quien dice. Y me sorprende que a una chica de tu edad le interesen esas cosas tan truculentas.
—Y no me interesan especialmente; es que quiero ayudar a un amigo mío.
El señor Frost comió su último trozo de bacalao, y dijo:
—Podrías mirar en la biblioteca, supongo. En la hemeroteca se guardan ejemplares antiguos de los periódicos locales. Y, por cierto, ¿a santo de qué te ha dado a ti por investigar ese asunto?
—Pues —Scarlett quería mentir lo menos posible— por un chico que conozco; está interesado en conocer los detalles.
—En ese caso, lo mejor es que vaya a la biblioteca. Un asesinato… Brrr. Se me pone la carne de gallina.
—A mí también. Si no es mucha molestia, ¿le importaría acercarme a la biblioteca esta tarde?
El señor Frost mordió un trozo grande de patata, lo masticó y se quedó mirando el trozo que tenía en la mano con cierta desilusión.
—Se quedan frías enseguida, ¿verdad? Cuando empiezas a comerlas, te abrasas la lengua y, al momento, ya se han quedado heladas.
—Perdone —se disculpó Scarlett—, a veces parece que creo que es usted mi chófer particular…
—No, no, en absoluto. Sólo estaba tratando de organizarme, y pensando si a tu madre le gustarán los bombones. ¿A ti qué te parece: llevo una botella de vino, o mejor unos bombones? No termino de decidirme. ¿Y si llevo las dos cosas?
—Al salir de la biblioteca, puedo volver a casa por mi cuenta —dijo Scarlett—. A mi madre le encantan los bombones. Y a mí también.
—Decidido entonces, llevaré bombones —aseguró el señor Frost, aliviado. Habían llegado a la mitad de la hilera de casas adosadas que jalonaban la carretera de la colina, donde estaba aparcado el Mini verde, frente a la casa del señor Frost—. Sube. Te llevaré a la biblioteca.
La biblioteca era un edificio cuadrado de piedra y ladrillo de principios del siglo anterior. Scarlett entró y se acercó al mostrador.
—¿Qué deseas? —inquirió la mujer que lo atendía.
—Necesito consultar unos periódicos antiguos —dijo Scarlett.
—¿Para un trabajo escolar?
—Sí, algo sobre la historia de la ciudad —respondió Scarlett, contenta de no haber tenido que inventar una mentira.
—Los archivos del periódico local están en microfichas explicó la mujer.
Era una mujer grandota y llevaba aros de plata en las orejas. El corazón de Scarlett le latía con fuerza dentro del pecho; estaba segura de que su actitud resultaba sospechosa, pero la mujer la condujo hasta una sala llena de cajas que parecían monitores de ordenador, y le enseñó cómo funcionaban.
—Algún día los mandaremos digitalizar —dijo la mujer—. A ver, dime qué época es la que te interesa.
—Hace unos trece o catorce años contestó Scarlett. No puedo precisar más. Pero reconoceré lo que busco en cuanto lo vea.
La mujer le entregó una cajita que contenía el equivalente a cinco años del periódico en microfilm, y le dijo:
—Tú misma.
Scarlett imaginaba que el asesinato de una familia al completo habría merecido figurar en la primera página, pero lo que encontró fue una noticia breve en la página cinco. Tuvo lugar trece años antes, en el mes de octubre. El artículo era una mera enumeración de los datos más significativos:
«Se han encontrado los cadáveres del arquitecto Ronald Dorian, de 36 años, su mujer Carlotta, una editora de 34 años de edad, y la hija de ambos, Misty, de 7 años, en el número 33 de Dunstan Road. La policía sospecha que han sido asesinados. El portavoz de la policía afirma que todavía es pronto para determinar cómo y por qué sucedió todo, pero hay varias líneas de investigación abiertas».
El periodista no precisaba cómo habían muerto ni mencionaba la desaparición de ningún bebé. Y Scarlett no encontró ninguna noticia relacionada con la investigación en ediciones posteriores; por lo visto, la policía no volvió a hacer declaraciones sobre el particular.
Pero era la noticia que buscaba; estaba segura. Además, el hecho tuvo lugar en el número 33 de Dunstan Road, y Scarlett conocía esa casa. Es más, había estado en ella.
Al pasar por el mostrador, devolvió la cajita a la bibliotecaria, le dio las gracias y regresó a su casa bajo el sol abrileño.
Su madre estaba cocinando, sin demasiado acierto a juzgar por el olor a quemado que inundaba el apartamento.
Scarlett se fue a su habitación, abrió las ventanas de par en par, y se sentó en la cama para hablar por teléfono.
—¿Oiga? ¿Señor Frost?
—Hola, Scarlett. ¿Sigue en pie lo de esta noche? ¿Qué tal está tu madre?
—¡Oh, sí, no se preocupe! Está todo bajo control —le dijo Scarlett, que era exactamente lo que le había contestado su madre cuando se lo preguntó—. Hum… Señor Frost, ¿cuánto tiempo lleva usted viviendo en esa casa?
—¿Qué cuánto tiempo llevo…? Pues, a ver, unos cuatro meses, aproximadamente.
—¿Y cómo la encontró?
—A través de una inmobiliaria. Estaba desocupada y el precio me pareció razonable. Bueno, más o menos. Buscaba una casa lo más cerca posible del cementerio, y ésta parecía perfecta.
—Señor Frost —Scarlett no sabía muy bien cómo decírselo, así que se lo soltó a bocajarro—, hace unos trece años, tres personas fueron asesinadas en esa misma casa. Era la familia Dorian.
Al otro lado del hilo telefónico se hizo un silencio.
—¿Señor Frost? ¿Sigue usted ahí?
—Hum… Sí, sigo aquí, Scarlett. Perdona. Es que no esperaba oír algo así. Es una casa antigua, quiero decir que no sería extraño que hubieran sucedido cosas hace muchos años, pero no… Caramba. ¿Y qué fue exactamente lo que sucedió?
Scarlett no estaba muy segura de hasta dónde podía contarle.
—Encontré una noticia breve en un periódico antiguo, pero no mencionaba los detalles del suceso, sino únicamente la dirección de la casa. No sé cómo murieron ni nada más.
—¡Santo cielo! —Por el tono de voz, el señor Frost parecía más intrigado de lo que Scarlett había previsto—. Es precisamente en este tipo de investigaciones donde los cronistas locales nos movemos con más soltura que nadie. Deja que yo me ocupe. Me pondré a investigar y cuando haya averiguado que fue lo que sucedió, te lo contaré todo.
—Muchas gracias —dijo Scarlett, aliviada.
—Hum… Imagino que me has llamado porque si Noona llega a enterarse de que hubo un asesinato en mi casa, aunque fuera hace trece años, no querría que volvieras a verme y te prohibiría ir al cementerio. De modo que, hum, supongo que será mejor que no lo mencione a menos que tú saques el tema.
—¡Muchísimas gracias, señor Frost!
—Nos vemos a las siete. Y llevaré bombones.
Lo pasaron realmente bien en la cena. La cocina ya no olía a quemado. El pollo no estuvo mal, la ensalada estaba muy rica y, aunque las patatas se habían quedado un poco duras, el señor Frost proclamó que estaban exactamente como a él le gustaban, e insistió en repetir.
Las flores no eran nada del otro mundo, pero los bombones estaban riquísimos y, después de cenar, el señor Frost se quedó charlando con ellas, e incluso se quedó a ver la tele un rato. Pero a eso de las diez, les dijo que ya era hora de marcharse a casa.
—El tiempo, la marea y el trabajo de investigación no esperan a nadie —dijo, estrechando con entusiasmo la mano de Noona mientras, en un gesto de complicidad, le guiñaba un ojo a Scarlett.
Aquella noche la chica intentó buscar a Nad en sus sueños; se acostó pensando en él y se imaginó que lo buscaba por todo el cementerio, pero en cambio, soñó que deambulaba por las calles del centro de Glasgow con sus viejos amigos. Iban buscando una determinada calle, pero fueran por donde fueran no encontraban más que callejones sin salida.
En los abismos de la tierra Cracovia y, a su vez, en la gruta más profunda de lo que se conoce como La Caverna del Dragón, la señorita Lupescu se tambaleó y cayó al suelo.
Silas se agachó a su lado y le sostuvo la cabeza entre las manos. Tenía sangre en la cara, y parte de esa sangre pertenecía a la propia señorita Lupescu.
—No te preocupes por mí —le dijo a Silas—; ve a salvar al niño.
Su cuerpo era ahora mitad lobo y mitad mujer, pero la cabeza era la de una mujer.
—No —dijo Silas—, no pienso abandonarte.
Justo detrás de él, Kandar mecía al cerdito como si fuera un niño acunando una muñeca. El ala izquierda de la momia estaba destrozada, y no podría volver a volar, pero su barbado rostro tenía una expresión implacable.
—Volverán, Silas —murmuró la señorita Lupescu—. Y está a punto de salir el sol.
—Entonces —dijo Silas—, tendremos que ocuparnos de ellos antes de que tengan tiempo de organizarse para un nuevo ataque. ¿Podrías mantenerte en pie?
—Da. Soy un sabueso de Dios; aguantaré.
La señorita Lupescu inclinó la cabeza y se desentumeció los dedos. Cuando alzó de nuevo la cabeza, volvía a ser la de un lobo. Plantó en el suelo sus garras delanteras y, con mucho esfuerzo, logró ponerse en pie; era de nuevo un lobo gris más grande que un oso, pero su pelaje tenía manchas de sangre.
Echó la cabeza hacia atrás y, en actitud desafiante, lanzó un aullido lleno de furia. Después, poco a poco, recuperó la posición normal.
—Venga —gruñó la señorita Lupescu—. Vamos a poner fin a esto.
El domingo, a última hora de la tarde, sonó el teléfono.
Scarlett estaba en la planta baja, copiando los dibujos de un cómic manga que había leído. Fue su madre quien cogió el teléfono.
—¡Qué casualidad, precisamente estábamos hablando de usted! —decía Noona, aunque no era verdad que estuvieran hablando de él—. Lo pasamos de maravilla —continuó—. No, no, en absoluto, ninguna molestia. ¿Los bombones? Estaban deliciosos; realmente deliciosos. Ya le dije a Scarlett que le dijera que puede venir a cenar con nosotras cuando quiera. Así que… ¿Scarlett, dice? Sí, sí, está en casa; se la paso. Scarlett, ¿dónde estás?
—Aquí, mamá. No hace falta que des esas voces —Scarlett se puso al teléfono—. Hola, señor Frost.
—Hola. El hombre parecía excitado. El… Hum… Mira, el asunto del que estuvimos hablando el otro día, aquel suceso que tuvo lugar en mi casa… Puedes decirle a tu amigo que he descubierto… hum, pero antes dime una cosa: cuando hablabas de «un amigo», ¿estabas hablando en realidad de ti, o de verdad existe ese amigo? No me malinterpretes, no querría inmiscuirme en tu vida personal, simplemente, siento curiosidad.
—No, no, es verdad que tengo un amigo que tiene interés en saber lo que ocurrió —respondió Scarlett, divertida.
Su madre la miró desconcertada.
—Pues dile a tu amigo que he estado haciendo algunas averiguaciones, y creo haber descubierto algo. Parece que he tropezado con cierta información que ha permanecido en secreto todos estos años. Pero creo que deberíamos manejarla con mucho cuidado… Yo… hum… He averiguado algunas cosas más.
—¿Como, por ejemplo?
—Verás… no vayas a creer que me he vuelto loco. El caso es que, bueno, por lo que he podido averiguar, efectivamente fueron tres las víctimas. Pero había también otra persona (un bebé, según creo) que logró salvarse. Era una familia compuesta por cuatro personas, en vez de tres. Y hay más, pero no me parece prudente hablar de ello por teléfono. Dile a tu amigo que venga a verme, y le pondré al corriente de todo.
—Se lo diré —dijo Scarlett, y colgó el teléfono—. Su corazón latía a cien por hora.
Nad bajó los estrechos escalones de piedra por primera vez en seis años. El eco multiplicaba el ruido de sus pasos en la caverna situada en el corazón de la colina.
Finalmente, llegó al nivel inferior y esperó a que el Sanguinario se manifestara. Esperó y esperó, pero no sucedió nada; no hubo susurros, ni movimiento alguno.
Echó un vistazo alrededor; la oscuridad no suponía ningún impedimento para él, pues veía en la oscuridad igual que los muertos. Se acercó a la losa que hacía las veces de altar, donde aún podían verse el cáliz, el broche y el puñal de piedra.
Nad acarició la hoja del puñal. Estaba más afilada de lo que esperaba, y le rasgó levemente la piel del dedo.
—Ése es el tesoro del sanguinario —susurró la triple voz, pero sonaba más débil e insegura que años atrás.
—Tú eres el más viejo del lugar —le dijo Nad—. He venido a hablar contigo, porque necesito que me aconsejes sobre una cosa.
Silencio.
—Nadie viene a pedir consejos al sanguinario. El sanguinario custodia. El sanguinario espera.
—Sí, ya lo sé. Pero Silas no está, y no sé a quién más puedo recurrir.
Nadie respondió. Únicamente un silencio con ecos de polvo y soledad.
—No sé qué hacer —admitió Nad—. Creo que puedo averiguar quién mató a mi familia, quién es esa persona que ahora quiere matarme a mí. Pero para lograrlo, tendría que abandonar el cementerio.
El Sanguinario no dijo nada. Pero sus tentáculos de humo iban envolviendo lentamente la caverna.
—No me asusta morir —continuó Nad—. Es sólo que, toda la gente a la que quiero se ha esforzado tanto y durante tanto tiempo en mantenerme a salvo, en darme una educación, en protegerme…
De nuevo el silencio.
—Es algo que tengo que hacer yo solo —dijo—. Sí. Pues, eso es todo. Siento haberte molestado.
Entonces una voz sinuosa e insinuante le susurró en la mente:
—El sanguinario fue colocado aquí para custodiar el tesoro hasta que el amo regrese. ¿Eres tú el amo?
—No —respondió Nad.
Y entonces, con un gemido esperanzado, le preguntó:
—¿Querrías ser nuestro amo?
—Pues la verdad es que no.
—Si fueras nuestro amo, podríamos rodearte con nuestros tentáculos de humo para siempre; si fueras nuestro amo, podríamos protegerte y mantenerte a salvo hasta el final de los tiempos y no tendrías que hacer frente a los peligros del mundo.
—No soy vuestro amo. No.
Nad notó que el Sanguinario se le retorcía en el interior de la mente.
—En tal caso, ve y encuentra tu nombre.
Acto seguido, la mente del chico se vació, y la caverna también quedó vacía de nuevo. Nad estaba solo una vez más.
Volvió a subir la escalera, con cuidado, pero muy deprisa. Había tomado una decisión y tenía que actuar rápido, antes de que se arrepintiera.
Scarlett lo estaba esperando en el banco que había frente a la vieja capilla.
—¿Y bien? —le pregunto.
—Iré a verlo. ¡Vamos! —contestó Nad.
Y, juntos, avanzaron por el sendero en dirección a las puertas del cementerio.
El número 33 era una casa alta y estrecha, situada en el centro de la hilera de casas adosadas; una vivienda corriente de ladrillo rojo. Nad la contempló con aire dubitativo, preguntándose por qué no había nada en ella que le resultara familiar. No era más que una casa como cualquier otra. En lugar de jardín delantero, había tan sólo un pequeño espacio asfaltado, donde habían aparcado un Mini verde; la puerta principal estaba pintada de azul, pero el tiempo y el sol habían deslucido mucho la pintura.
—¿Vamos? —le preguntó Scarlett.
Nad llamó a la puerta. Al cabo de unos segundos, oyeron un ruido de pasos en el interior, y la puerta se abrió, dejando a la vista un pequeño recibidor y el inicio de una escalera. En el umbral había un hombre con gafas, canoso y con entradas. El individuo parpadeó y alargó la mano para estrechar la de Nad.
—Tú debes de ser el misterioso amigo de la señorita Perkins —comentó con una sonrisa nerviosa—. Encantado de conocerte.
—Este es Nad —dijo Scarlett.
—¿Nat?
—Nad, acabado en «d» —lo corrigió Scarlett—. Nad, éste es el señor Frost.
Nad y Frost se estrecharon la mano.
—He puesto agua a hervir —les informó el señor Frost.
—¿Qué os parece si tomamos una taza de té mientras hablamos?
Lo siguieron por la escalera hasta la cocina, donde Frost sirvió tres tazas de té y, a continuación, los condujo a una pequeña sala de estar.
—El resto de las habitaciones están arriba —les dijo—. El cuarto de baño está en el piso inmediatamente superior y, arriba del todo, los dormitorios y mi despacho. Andar todo el día subiendo y bajando la escalera te mantiene en forma.
Se sentaron en un espacioso sofá de color morado chillón («Ya estaba aquí cuando llegué»), y se dispusieron a tomar el té.
Scarlett temía que el señor Frost abrumara a Nad con toda clase de preguntas, pero no lo hizo. No obstante, parecía muy emocionado, como si acabara de identificar la tumba de algún personaje famoso y estuviera impaciente por dar a conocer su hallazgo al mundo entero. No paraba de rebullirse en su asiento; parecía que tuviera algo verdaderamente importante que comunicarles y estuviera haciendo un gran esfuerzo por contenerse.
—Bueno, ¿qué es lo que ha averiguado? —le preguntó Scarlett sin más preámbulos.
—Bien, pues, en primer lugar, tenías razón. En efecto, ésta es la casa en la que mataron a esas tres personas. Y el hecho… quiero decir, el crimen, fue… bueno, no es que intentaran ocultarlo deliberadamente, pero lo cierto es que la policía lo dejó correr. Se hicieron los locos, por así decirlo.
—No lo entiendo —dijo Scarlett—. Un asesinato no es algo que se pueda barrer y dejarlo debajo de la alfombra.
—Pues eso fue exactamente lo que hicieron con éste —dijo el señor Frost mientras apuraba su té—. Supongo que alguien muy influyente movió algunos hilos. Es la única explicación que se me ocurre para ese silencio y para lo que pasó con el pequeño…
—¿Y qué fue lo que pasó con él? —preguntó Nad.
—Sobrevivió —respondió Frost—, de eso estoy seguro.
—Pero nadie lo buscó. Normalmente, la desaparición de un niño de dos años habría sido una noticia de interés nacional.
—Pero ellos… hum… debieron de ocultársela a los medios.
—¿Y quiénes son ellos? —inquirió Nad.
—Los mismos que asesinaron al resto de la familia.
—¿Y ha podido averiguar algo más?
—Sí. Bueno, poca cosa… —Frost intentó desdecirse—. Perdonadme. Yo… Veréis. Teniendo en cuenta lo que he descubierto… En fin, resulta todo muy difícil de creer.
Scarlett empezaba a sentirse frustrada y le espetó:
—Cuéntenoslo. Díganos qué es lo que ha descubierto.
Frost parecía algo avergonzado.
—Tienes razón. Perdonadme. Esto de andar con secretitos no es buena idea. Los historiadores no nos dedicamos a enterrar cosas; lo que hacemos es sacarlas a la luz, mostrárselas a la gente. Bien… —vaciló un momento, y luego continuó—. He encontrado una carta. Sí, ahí arriba. Estaba escondida bajo una placa suelta de la tarima. —Y volviéndose hacia Nad, le preguntó—: Jovencito, ¿sería acertado por mi parte pensar que… en fin, que tu interés en este asunto, en este trágico asunto, es de índole personal?
Nad asintió con la cabeza.
—No te preguntaré nada más —aseguró el señor Frost, y se puso en pie—. Ven conmigo —le dijo—. Tú no, Scarlett, todavía no. Quiero que él la lea primero. Luego, si lo cree oportuno, te la enseñaré a ti también. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió Scarlett.
—No tardaremos —le dijo el señor Frost—. Vamos, jovencito.
Nad se levantó y miró a Scarlett con aire preocupado.
—Tranquilo —le dijo Scarlett sonriendo—. Yo te espero aquí.
La chica siguió las sombras de los dos con la mirada mientras salían de la habitación y subían por la escalera.
Se preguntó qué sería lo que Nad estaba a punto de descubrir, pero le parecía bien que él fuera el primero en saberlo. Al fin y al cabo se trataba de su historia. Así era como debía ser.
El señor Frost subió delante de Nad.
El chico iba mirando alrededor, pero todo lo que veía seguía sin resultarle familiar.
—Vamos al último piso, arriba del todo —indicó el señor Frost, y siguieron subiendo—. Yo no… bueno, si no quieres, no tienes por qué responder, pero… hum… Tú eres el niño que desapareció, ¿verdad?
Nad no respondió.
—Ya estamos —dijo el señor Frost. Abrió la puerta con la llave, y entraron en una habitación.
Era un cuarto pequeño, un ático con el techo abuhardillado. Trece años antes, la cuna de Nad estuvo en aquella habitación; ahora casi no cabían los dos a la vez.
—La verdad es que fue un golpe de suerte —dijo el señor Frost—. La tenía justo debajo de mis narices, por así decirlo.
Frost se agachó y retiró la raída alfombra que cubría el suelo de la estancia.
—¿Usted sabe por qué asesinaron a mi familia? —le preguntó Nad.
—Está todo aquí —respondió el señor Frost haciendo palanca con el dedo para levantar una tabla que estaba suelta—. Éste era el cuarto del bebé. Te enseñaré… Lo único que no sabemos es quién lo hizo; no tenemos ni idea. No dejó ni una sola pista.
—Sabemos que tiene el cabello oscuro —afirmó Nad, en la habitación que un día había sido la suya—, y también sabemos que se llama Jack.
El señor Frost metió la mano en el hueco que había quedado al quitar la tabla.
—Han pasado casi trece años —dijo—. Con el tiempo, el pelo se cae y salen canas. Pero, en efecto, se llama Jack.
Frost se puso de pie. En la mano que había metido en el agujero había ahora un enorme y afilado puñal.
—Muy bien —dijo el hombre Jack—. Ha llegado el momento de poner el punto final a esta historia.
Nad lo miró con los ojos desorbitados. Era como si el señor Frost hubiera sido una especie de abrigo, un simple disfraz, y ahora no quedara nada de aquel semblante amable y solícito. La luz se le reflejaba en los cristales de las gafas y en la hoja del puñal.
Una voz los llamó desde abajo; era Scarlett.
—Señor Frost, alguien está llamando a la puerta. ¿Quiere que vaya a abrir?
El hombre Jack no apartó la vista de él más que un instante, pero Nad sabía que aquel momento era de todo lo que disponía, e inició su Desaparición hasta hacerse completamente invisible. Jack volvió a mirar hacia donde se suponía que debía estar el chico, luego recorrió la habitación con la mirada, debatiéndose entre el desconcierto y la furia. Dio un paso adelante y giró la cabeza a uno y otro lado, como un tigre rastreando a su presa.
—Sé que estás aquí —gruñó el hombre Jack—. ¡Puedo olerte!
Detrás de él, la pequeña puerta del ático se cerró de golpe y, antes de que pudiera reaccionar, oyó el ruido de la llave al girar en la cerradura.
—Con esto ganarás algo de tiempo, pero no me detendrás, chico —gritó—. Tú y yo seguimos teniendo un asunto pendiente.
Nad bajó como una flecha por la escalera, apoyándose en las paredes, y a punto estuvo de caer de cabeza en su afán por reunirse cuanto antes con Scarlett.
—¡Scarlett! —exclamó al verla—. ¡Es él! ¡Vamonos!
—¿Quién? ¿De qué demonios estás hablando?
—¡De él! ¡De Frost! Él es Jack. ¡Ha intentado matarme!
Oyeron un zambombazo en el piso de arriba; era el hombre Jack que intentaba derribar la puerta a patadas.
—Pero… —Scarlett intentaba comprender lo que estaba escuchando—. Pero si es un tipo estupendo.
—No —dijo Nad mientras la agarraba del brazo y tiraba de ella para llevársela hacia la puerta—. No, no lo es.
Scarlett abrió la puerta de la calle.
—¡Ah! Buenas tardes, señorita —dijo el hombre que había llamado a la puerta—. Buscamos al señor Frost. Tengo entendido que vive aquí.
El hombre tenía el cabello plateado y olía a agua de colonia.
—Disculpen… ¿Son ustedes amigos suyos? —preguntó Scarlett.
—¡Oh, sí! —respondió otro hombre, más bajito, que lucía un fino bigote negro y era el único que llevaba sombrero.
—Desde luego que sí —afirmó un tercero. Sin duda, era el más joven de todos, rubio y con aspecto de vikingo.
—Todos y cada uno de nosotros lo somos —dijo el último, fuerte como un toro, de piel aceitunada y de cabeza enorme.
—Él ha… El señor Frost ha salido a un recado —mintió Scarlett.
—Pero su coche está aquí —dijo el hombre del cabello plateado.
—Y por cierto, ¿tú quién eres, niña? —dijo el rubio hablando al mismo tiempo que el anterior.
—Mi madre y él son amigos —respondió Scarlett.
Estaba viendo a Nad, detrás mismo del grupo de hombres reunido frente a la puerta, que gesticulaba frenéticamente indicándole que se despidiera ya y se fuera con él. Scarlett intentó zafarse de ellos lo más rápido posible.
—Ha salido sólo un momento. Ha ido a comprar el periódico a la tienda que hay un poco más abajo, en la esquina —les explicó según salía y cerraba la puerta. Y, a continuación, pasó por delante del grupo y se marchó.
—¿Adónde vas? —le preguntó el del bigote.
—Tengo que coger el autobús —respondió Scarlett, y siguió andando colina arriba hacia la parada del autobús, sin mirar atrás.
Nad iba a su lado, pero incluso a Scarlett le costaba verlo; en la penumbra del atardecer, parecía un reflejo producido por la calima, o una hoja recién caída de un árbol que, por un momento, podía haber parecido la silueta de un niño.
—Acelera —le dijo Nad—, todos te están mirando. Pero no corras.
—¿Quiénes son esos tipos? —preguntó Scarlett en voz baja.
—No lo sé. Pero hay algo raro en ellos; como si no fueran del todo humanos. Necesito volver y escuchar lo que dicen.
—Pues claro que son humanos —dijo Scarlett, y continuó caminando colina arriba tan deprisa como podía, pero sin correr. Ya no estaba segura de si Nad seguía a su lado o no.
Los cuatro hombres seguían esperando frente a la puerta del número 33.
—Esto no me gusta nada —dijo el más fuerte, el de la cabeza grande.
—¿No le gusta nada, señor Tar? —ironizó el del cabello plateado—. A ninguno nos gusta. Nada de esto va como debería.
—Hemos perdido la comunicación con Cracovia; no contestan. Y después de lo de Melbourne y Vancouver… —dijo el del bigotillo—. Al parecer, ya sólo quedamos nosotros.
—Silencio, señor Ketch —dijo el hombre del cabello plateado—. Estoy pensando.
—Lo siento, señor —dijo el señor Ketch, y se acarició el bigote con un enguantado dedo mientras lanzaba furtivas miradas hacia la colina y silbaba.
—Deberíamos seguirla —dijo el señor Tar.
—Pues yo creo que deberíais escucharme a mí —replicó el hombre del cabello plateado—. He pedido silencio. Y silencio significa silencio.
—Disculpe, señor Dandy —dijo el hombre rubio.
Todos guardaron silencio. Y en medio del silencio, oyeron golpes que parecían venir del piso superior de la casa.
—Voy a entrar —anunció el señor Dandy—. Señor Tar, usted venga conmigo. Nimble y Ketch, coged a la chica y traedla aquí.
—¿Viva o muerta? —preguntó el señor Ketch, con una sonrisilla petulante.
—¡Viva, pedazo de imbécil! —respondió el señor Dandy. Quiero averiguar qué sabe.
—Quizá sea una de ellos —sugirió el señor Tar—. Me refiero a los que acabaron con nosotros en Vancouver, en Melbourne y…
—¡Traedla! —lo interrumpió el señor Dandy—. ¿A qué estáis esperando?
El vikingo y el hombre del bigote salieron corriendo colina arriba, mientras que el señor Dandy y el señor Tar se quedaron frente a la puerta del número 33.
—¡Derríbala! —ordenó el señor Dandy.
El señor Tar apoyó un hombro contra la puerta y empujó con todas sus fuerzas.
—Está reforzada. Tiene algún tipo de protección. No sé si seré capaz de derribarla.
—Cualquier Jack puede deshacer lo que ha hecho otro Jack —sentenció el señor Dandy y, tras quitarse un guante, colocó sobre la puerta la mano desnuda y murmuró unas palabras en una primitiva y arcana lengua—. Inténtelo ahora.
Tar se apoyó contra la puerta y empujó. Esta vez, la puerta cedió y se abrió.
—Buen trabajo —dijo el señor Dandy.
A todo esto, oyeron un ruido en el ático de algo que se rompía.
Se tropezaron con el hombre Jack en mitad de la escalera. El señor Dandy le dedicó una amplia sonrisa, que dejó al descubierto su perfecta dentadura.
—Hola, Jack —Frost lo saludó—. Creí entender que ya tenías al niño.
—Y lo tenía, pero se ha escapado.
—¿Otra vez? —La sonrisa de Jack Dandy era cada vez más amplia, más cruel y más perfecta—. Una vez es un simple error, Jack; dos, es un desastre.
—Lo cogeremos —afirmó el hombre Jack—. De esta noche no pasa.
—Más te vale —advirtió el señor Dandy.
—Habrá vuelto al cementerio —dijo el hombre Jack.
Y los tres echaron a correr escaleras abajo.
El hombre Jack olfateó el aire; el olor del chico le había impregnado las fosas nasales, y sintió un escalofrío.
Tenía la sensación de que esto mismo le había pasado hacía ya muchos años. Se detuvo y cogió el abrigo negro del perchero del recibidor; estaba colgado junto a la chaqueta de mezclilla y la gabardina beige del señor Frost.
La puerta principal estaba abierta, y empezaba a oscurecer. Esta vez, Jack sabía exactamente adónde ir. Sin pensárselo más, salió de la casa y echó a andar hacia el cementerio de la colina con paso decidido.
Al llegar, Scarlett se encontró con que las puertas del cementerio estaban cerradas y tiró de ellas con desesperación, pero tenían puesto ya el candado. Y entonces vio a Nad a su lado.
—¿Sabes dónde se guarda la llave? —le preguntó.
—No hay tiempo para eso —replicó Nad, y se acercó a las puertas de hierro—. Agárrate a mí rodeándome con los brazos.
—¿Cómo?
—Tú pégate a mí y cierra los ojos.
Scarlett se lo quedó mirando fijamente, como desafiándolo, y luego se apretó contra su cuerpo y cerró los ojos con fuerza.
—Vale.
Nad se aplastó contra los barrotes. Las puertas formaban parte del cementerio, pero confiaba en que la ciudadanía honorífica que le concedieron en su día pudiera extenderse, aunque sólo fuera por esa vez, a otra persona.
Y entonces, como si estuviera hecho de humo, Nad atravesó los barrotes.
—Ahora ya puedes abrir los ojos —dijo.
Scarlett los abrió.
—¿Cómo has hecho eso?
—Estoy en mi casa —le explicó—, y aquí puedo hacer cosas como ésta.
En ese momento oyeron un ruido de pisadas que se acercaban por la acera, y vieron a dos hombres que sacudían la otra puerta, intentando abrirla.
—¡Hola, hola, hola! —exclamó Jack Ketch torciendo el bigote y sonriendo a Scarlett a través de los barrotes, como si estuviera en posesión de un secreto. Llevaba una cuerda de seda negra enrollada en el antebrazo izquierdo y, con la enguantada mano derecha, tiraba de ella. La desenrolló y la estiró con las dos manos, como si quisiera probar su resistencia. Ven aquí, jovencita. No pasa nada. Nadie te va a hacer daño.
—Sólo queremos que respondas a unas preguntas —dijo el rubio, el señor Nimble—. Hemos venido por un asunto oficial.
(Mentía descaradamente. El gremio de los Jack no tenía carácter oficial, ni mucho menos, aunque había habido algunos Jack al frente de muchos gobiernos, fuerzas policiales y demás instancias oficiales.)
—¡Corre! —le dijo Nad a Scarlett, tirándole de la mano, y ella lo obedeció.
—¿Has visto eso? —preguntó Jack Ketch.
—¿El qué?
—Había alguien con ella. Un chico.
—¿Te refieres al chico? —preguntó el Jack que se hacía llamar Nimble.
—¿Y cómo quieres que lo sepa?
—A ver, aúpame.
El vikingo juntó las manos a modo de estribo y Jack Ketch apoyó el pie, se encaramó a la puerta y saltó, aterrizando a cuatro patas, como si fuera una rana.
—Mira a ver si encuentras otro modo de entrar. Yo voy tras ellos —le dijo a Nimble mientras se dirigía por el sendero hacia el interior del cementerio.
—¿Qué hacemos? —preguntó Scarlett.
Nad caminaba ahora a toda prisa por el cementerio, pero sin correr, de momento.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que quería matarme. ¿Has visto cómo jugaba con esa cuerda negra?
—Pues claro que quería matarte. Y ese tal Jack (tu señor Frost) iba a matarme a mí. Tiene un puñal.
—No es mi señor Frost. Bueno, supongo que sí lo es, en cierto modo. Lo siento. Pero ¿adónde vamos?
—Pues en primer lugar, a buscarte un sitio seguro donde pueda dejarte a salvo. Después yo me ocuparé de ellos.
Los habitantes del cementerio empezaban a despertar y a congregarse en torno a Nad, alarmados.
—¿Qué está ocurriendo, Nad? —cuestionó Cayo Pompeyo.
—Mala gente —respondió Nad—. ¿Os importaría echarles un ojo y mantenerme informado de dónde están en todo momento? Y tenemos que esconder a Scarlett, ¿se os ocurre alguna idea?
—¿Qué te parece en la cripta de la iglesia? —sugirió Thackeray Porringer.
—Será el primer lugar donde buscarán.
—¿Con quién hablas? —preguntó Scarlett mirando fijamente a su amigo, como si creyera que se había vuelto loco de repente.
—¿Y en el interior de la colina? —insinuó Cayo Pompeyo.
Nad reflexionó un momento y replicó:
—Sí. Buena idea. Scarlett, ¿te acuerdas de la gruta en la que encontramos al Hombre índigo?
—Más o menos; estaba muy oscura. Pero recuerdo que no había nada de qué asustarse.
—Te llevaré allí.
Echaron a correr por el sendero. Scarlett se dio cuenta de que Nad iba hablando con gente por el camino, pero ella sólo oía lo que decía él. Era como escuchar a alguien que hablara por teléfono. Eso le recordó que…
—Mi madre estará histérica —dijo—. Ya puedo darme por muerta.
—No, no estás muerta; todavía no. Y en lo que de mí dependa, seguirás viva muchos años —le aseguró Nad y, a continuación, dirigiéndose a otro ente, dijo—: Son dos. ¿Van juntos? Entendido.
Llegaron al mausoleo de Frobisher.
—La entrada está detrás del ataúd de la izquierda, abajo del todo —le indicó Nad—. Si alguien intenta acercarse y no soy yo, baja inmediatamente hasta el fondo… ¿Tienes algo con lo que puedas alumbrarte para no tropezar?
—Sí. Mi llavero tiene un LED que puedo usar como linterna.
—Estupendo.
Nad abrió la puerta del mausoleo y le recomendó:
—Y ten cuidado, no vayas a tropezar ni nada de eso.
—¿Adónde vas?
—Esta es mi casa, y voy a protegerla.
Scarlett apretó con fuerza su llavero-linterna, y se puso a gatas para pasar por el agujero. El espacio era muy estrecho, pero logró pasar y volvió a colocar el ataúd en su sitio. El LED le iluminaba el camino lo justo para no tropezar con los escalones. Sin dejar de tocar la pared con una mano, bajó tres peldaños y luego se sentó a esperar, confiando en que Nad supiera lo que estaba haciendo.
—¿Dónde están ahora? —preguntó Nad.
—Uno de ellos te está buscando por el Paseo Egipcio —le dijo su padre—. El otro lo espera en el callejón, junto a la tapia. Y han venido tres más, que se han subido en los contenedores para saltarla.
—Ojalá Silas estuviera aquí; él los despacharía en un pispás. O si no la señorita Lupescu.
—Tú lo estás haciendo muy bien —lo animó el señor Owens.
—¿Dónde está mamá?
—En el callejón.
—Dile que he escondido a Scarlett en el subterráneo que hay bajo el mausoleo de Frobisher. Si algo me sucede, quiero que se ocupe de ella.
Había oscurecido ya, y el chico echó a correr. El único modo de llegar a la zona noroeste era atravesando el Paseo Egipcio, y al llegar allí tendría que pasar por delante de las narices del tipo de la cuerda negra, el tipo que lo estaba buscando y quería verlo muerto…
Él era Nadie Owens, se dijo a sí mismo, y formaba parte del cementerio. Todo iba a ir bien.
Al llegar al Paseo Egipcio, le costó localizar al hombre del bigote, el Jack que se hacía llamar Ketch. Aquel individuo se camuflaba muy bien entre las sombras.
Nad respiró hondo, puso en práctica la Desaparición, hasta volverse invisible, y pasó junto al hombre como un puñado de polvo aventado por la brisa nocturna.
Bajó por el Paseo Egipcio y, entonces, volvió a hacerse completamente visible y le dio una patada a una piedra. En ese momento vio una sombra que, sigilosa como un muerto, se desgajaba del arco para aproximársele.
Nad siguió caminando por entre la hiedra que cubría el Paseo Egipcio y se dirigió hacia la esquina noroeste del cementerio. Era consciente de que tenía que sincronizar perfectamente sus movimientos, porque si iba demasiado rápido, el hombre lo perdería, pero si iba demasiado despacio acabaría con una cuerda de seda negra alrededor del cuello, que se llevaría su último aliento y, con él, todo su futuro.
Siguió caminando por entre la maraña de hiedra haciendo mucho ruido, lo que espantó a uno de los numerosos zorros que pululaban por el cementerio. Aquello era una auténtica jungla de lápidas caídas y estatuas sin cabeza, de árboles y acebos, de resbaladizos y putrefactos montones de hojas caídas, pero Nad conocía aquella jungla como la palma de su mano, pues llevaba explorandola desde que dio sus primeros pasos.
Avanzaba deprisa pero con mucho cuidado, pasando de una maraña de hiedra a una piedra, y luego al suelo, con la confianza que le daba el saber que estaba en su casa. Y tenía la sensación de que el propio cementerio intentaba protegerlo, ocultarlo, hacerlo invisible, mientras que él luchaba por hacerse visible.
Vio a Nehemiah Trot y vaciló un momento.
—¡Hola, joven Nad! —lo saludó el poeta—. Por lo que oigo, una gran excitación se ha adueñado de ti, y te aventuras por estos pagos cual cometa por el ignoto firmamento. ¿A qué debo el honor de esta visita, joven Nad?
—Quédese ahí —susurró Nad—, exactamente donde está en este momento, y mire lo que hay detrás de mí. Avíseme cuando se acerque.
Nad sorteó la tumba abierta de Carstairs y se detuvo, jadeando, como si necesitara recobrar el aliento; le daba la espalda a su perseguidor. Aguardó. Fueron tan sólo unos segundos, pero le parecieron una eternidad.
(«Ya viene, Nad. Lo tienes a unos veinte pasos», le previno Nehemiah Trot.)
El Jack que se hacía llamar Ketch vio al muchacho delante de él, y tiró con fuerza de los dos extremos de la cuerda negra. Ésta había estrangulado un montón de cuellos, a lo largo de muchos años, y puesto fin a la vida de cuantos recibieron su mortal abrazo; era muy suave pero muy resistente, y completamente invisible para los rayos X.
Ketch meneó su bigotillo, pero mantenía inmóvil el resto del cuerpo. Tenía su presa a la vista y no quería espantarla; avanzó con lentitud, sigiloso como una sombra.
El chico se enderezó.
Jack Ketch dio otro paso. Las suelas de sus impecables zapatos negros se posaban sobre las hojas sin hacer apenas ruido.
(«¡Lo tienes justo detrás!», gritó Nehemiah Trot.)
Nad se dio la vuelta, y Jack Ketch se abalanzó sobre él…
Y el señor Ketch notó que el suelo desaparecía bajo sus pies. Trató de agarrarse con una mano, pero siguió cayendo unos seis metros más hasta estrellarse contra el ataúd de Carstairs. En la caída, rompió la tapa del ataúd y su propio tobillo.
—Uno menos —dijo Nad con voz tranquila, aunque en ese momento estaba cualquier cosa menos tranquilo.
—Una jugada muy elegante —afirmó Nehemiah Trot—. Creo que compondré una oda. ¿Querrías escucharla?
—Ahora no tengo tiempo —se disculpó Nad. ¿Dónde están los demás?
—Tres de ellos están en el sendero del sureste —le informó Euphemia Horsfall—; van hacia la colina.
—Y hay otro merodeando por los alrededores de la iglesia —añadió Tom Sands—. Es el mismo que ha estado viniendo a diario estos días por el cementerio. Pero hay algo diferente en él.
—Vigila al tipo que está con el señor Carstairs —le indicó Nad—. Y dile a éste que lo siento muchísimo, por favor…
Se agachó para no darse con la rama de un pino, y corrió hacia la colina por los senderos cuando podía, y si no, saltando de lápida en lápida.
Pasó por delante del viejo manzano.
—Todavía quedan cuatro —dijo una voz femenina—, y los cuatro son asesinos. Y no creo que ninguno de ellos vaya a saltar dentro de una profunda fosa para hacerte un favor.
—Hola, Liza. Creí que estabas enfadada conmigo.
—Puede que sí y puede que no. Pero no pienso dejar que te den matarile, de eso ni hablar.
—Entonces, pónselo difícil, confúndelos y haz que se desplacen más despacio. ¿Eres capaz de hacerlo?
—¿Para que huyas otra vez? Vamos a ver, Nadie Owens, ¿por qué no te limitas a desaparecer y te escondes en la preciosa tumba de tu mamaíta? Allí no te encontrarán nunca, y Silas no tardará en llegar. Él se encargará de ellos…
—Tal vez vuelva o tal vez no —replicó Nad—. Reúnete conmigo junto al árbol partido por el rayo.
—Todavía sigo sin hablarte —le advirtió la voz de Liza, más digna que un pavo real.
—Pues ahora lo estás haciendo. Quiero decir, que en este momento estás hablando conmigo.
—Sólo porque se trata de una emergencia. Después no pienso dirigirte la palabra.
Nad corrió hacia el haya que un rayo carbonizó veinte años atrás, dejando únicamente un tronco negro y muerto con algunas ramas apuntando al cielo como si fueran garras.
Se le había ocurrido una idea, aunque todavía no estaba del todo redondeada. El éxito del plan dependía de que hubiera aprendido bien las lecciones que le enseñó la señorita Lupescu, y recordara con precisión todo cuanto vio y escuchó siendo niño.
Hallar la tumba le resultó más difícil de lo que esperaba, pero finalmente la encontró: una tumba fea e inclinada, exhibiendo la estatua de un ángel sin cabeza cubierto de líquenes, con el aspecto de un enorme y repulsivo hongo sobre la lápida. Pero no estuvo del todo seguro hasta que la tocó y sintió aquel frío glacial tan característico.
Se sentó en la lápida y se esforzó en volverse completamente visible.
—No has desaparecido —dijo la voz de Liza—. Cualquiera podría verte.
—De eso se trata. Quiero que me encuentren.
—Como un cordero camino del matadero —sentenció Liza.
Estaba saliendo la luna. Aún estaba baja en el cielo y parecía gigantesca. Nad se preguntaba si ponerse a silbar sería un poco excesivo.
—¡Ya viene!
Un hombre corría hacia él, dando traspiés y saltando, y dos más iban pisándole los talones.
Nad era consciente de que los muertos los rodeaban por todas partes y observaban atentamente la escena, pero hizo un esfuerzo por ignorarlos. Así pues, se arrellanó sobre la espantosa tumba; se sentía como un cebo viviente, y no era una sensación nada agradable.
El tipo más fuerte fue el primero en llegar a la tumba, pero el hombre del cabello plateado y el vikingo llegaron casi inmediatamente después.
Nad no se movió de donde estaba.
—¡Ah, tú debes de ser el escurridizo benjamín de los Dorian! —dijo el hombre del cabello plateado—. Asombroso. Nuestro querido Jack Frost removiendo Roma con Santiago para encontrarte, y resulta que estabas aquí, exactamente en el mismo lugar donde te dejó hace trece años.
—Ese hombre mató a mi familia —dijo Nad.
—En efecto, él los mató.
—¿Por qué?
—¿Y eso qué importa? Nunca podrás contárselo a nadie.
—Entonces, ¿qué más le da contármelo?
El hombre del cabello plateado soltó una carcajada.
—¡Ja, ja! Qué chico tan gracioso. Lo que a mí me gustaría saber es: ¿cómo es posible que hayas vivido trece años en un cementerio sin que nadie se haya enterado?
—Contestaré a su pregunta si usted responde a la mía.
—¡No vuelvas a hablarle así al señor Dandy, mocoso! —le dijo el más fuerte—. O te romperé la cara…
El hombre del cabello plateado se acercó un paso más a la tumba.
—Cierra el pico, Jack Tar. Está bien. Una respuesta a cambio de otra respuesta. Nosotros, mis amigos y yo, pertenecemos a una hermandad conocida como el gremio de los Jack, o los Truhanes; se nos conoce por diversos nombres. Es una hermandad muy antigua. Nosotros sabemos… recordamos ciertas cosas que la mayor parte de la gente han olvidado ya. El Primitivo Saber, ¿te das cuenta? Magia.
—Saben ustedes algo de magia —dijo Nad.
—Sí, si quieres llamarlo así. Pero se trata de una clase de magia muy particular, una que proviene de la muerte: algo abandona este mundo y algo nuevo llega para reemplazarlo.
—Y mataron a mi familia porque… ¿Por qué? ¿Por obtener ciertos poderes mágicos? Eso es ridículo.
—No. Os matamos para protegernos. Hace mucho tiempo, uno de los nuestros (en Egipto, en la época en que se construyeron las pirámides) predijo que algún día nacería un niño que sería capaz de deambular por la frontera que separa a los vivos de los muertos. Y predijo también que si ese niño llegaba a convertirse en un hombre, acabaría con nuestra Orden y con todo lo que nosotros representamos. Ya teníamos gente controlando todos los nacimientos cuando Londres no era más que un pueblo, y localizamos a tu familia antes de que Nueva Amsterdam se convirtiera en Nueva York. Así que enviamos al que creíamos el mejor, el más astuto y el más peligroso de todos los Jack para que se ocupara de ti, para que lo hiciera bien, y así conseguir dar la vuelta a la tortilla y que nuestra Orden siguiera funcionando viento en popa otros cinco mil años. Pero no cumplió su misión.
Nad observó a los tres hombres y preguntó:
—¿Y dónde está ahora? ¿Por qué no esta él aquí?
—Nosotros nos encargaremos de ti —replicó el rubio.
—Tiene muy buen olfato, nuestro querido Jack Frost; está siguiendo el rastro de tu amiguita. No podemos dejar ningún testigo en un asunto como éste.
Nad se inclinó hacia adelante y enterró las manos en los hierbajos que crecían junto a la tumba.
—Cogedme si podéis —los retó.
El rubio sonrió de oreja a oreja, el fortachón se abalanzó sobre el chico y, sí, incluso el señor Dandy se le acercó unos pasos más.
Nad metió todavía más las manos entre los hierbajos, hasta que le cubrieron las muñecas, y entonces pronunció tres palabras en una lengua que ya era antigua cuando nació el Hombre índigo.
—¡Skagh! ¡Theg! ¡Khavagah! —gritó, y se abrió la puerta de los ghouls.
La tumba se levantó como si fuera una trampilla. En el profundo pozo que había bajo la lápida, Nad vio muchas estrellas, una oscuridad repleta de titilantes luces.
Situado al borde del pozo, el señor Tar el fortachón no pudo detenerse a tiempo y cayó sin saber cómo reaccionar.
El señor Nimble se abalanzó hacia Nad con los brazos extendidos, y cayó también al pozo. El chico vio cómo el individuo quedaba suspendido en el aire por unos instantes, en el punto más elevado del salto, antes de ser engullido por la puerta de los ghouls.
El señor Dandy se quedó al borde del precipicio, contemplando la oscuridad del abismo que tenía frente a sí. Luego alzó la vista para mirar a Nad, y sonrió con los labios muy prietos.
—No sé qué es lo que acabas de hacer, pero no te va a servir de nada —sentenció el señor Dandy, mientras sacaba una enguantada mano del bolsillo del abrigo y apuntaba a Nad con una pistola—. Esto es exactamente lo que debería haber hecho hace trece años. Cuando algo importa de verdad, es mejor encargarse personalmente de ello.
A través de la puerta de los ghouls llegaba un viento del desierto, caliente y seco, cargado de polvo.
—Ahí abajo hay un desierto —le explicó Nad—. Pero hay agua, si uno sabe dónde buscarla. Y también comida, si uno busca bien, pero procure no enfadar a los ángeles descarnados de la noche y manténgase alejado de Gholheim. Los ghouls podrían borrar sus recuerdos y convertirle en uno de ellos, o simplemente dejar que se pudriera al sol para luego devorarlo. Personalmente, no sé cuál de las dos opciones es peor.
El señor Dandy continuó apuntándolo con la pistola, sin inmutarse.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
Nad señaló hacia el otro lado del cementerio.
—Por ellos —respondió y, aprovechando el breve instante en que el señor Dandy desvió la mirada, Nad efectuó una nueva Desaparición.
El señor Dandy miró a un lado y a otro, pero no vio al chico por ninguna parte. Desde las profundidades del abismo, oyó algo similar al solitario lamento de un ave nocturna.
Confundido y furioso a la vez, echó un vistazo alrededor sin saber qué hacer.
—¿Dónde te has metido? —aulló—. Por todos los demonios, ¿dónde estás? Y le pareció oír una voz que decía: «Las puertas de los ghouls están diseñadas para abrirse y cerrarse después. No se pueden dejar abiertas, tienden a cerrarse».
El borde del pozo vibró y comenzó a temblar. Muchos años antes, en Bangladesh, el señor Dandy vivió un terremoto, y lo que estaba sucediendo ahora se parecía bastante a aquella experiencia: el suelo daba violentas sacudidas, y el señor Dandy se cayó. Habría sido engullido por el abismo, de no ser porque logró agarrarse a la inclinada lápida. No sabía exactamente lo que encontraría allí abajo, pero tampoco tenía ganas de averiguarlo.
La tierra tembló una vez más, y el señor Dandy notó que la lápida cedía un poco bajo su peso. Alzó la vista. El chico estaba ahí mismo, observándolo con curiosidad.
—Ahora ya sólo tengo que esperar a que la puerta se cierre —comentó Nad—. Y si sigue agarrándose a eso, lo más probable es que se cierre sobre usted y lo aplaste. O quizá simplemente lo absorba y pase usted a formar parte de la puerta. La verdad es que no lo sé. Pero le voy a dar una oportunidad, cosa que usted no le concedió nunca a mi familia.
El señor Dandy miró con intensidad los grises ojos del chico, y soltó una maldición.
—No podrás escapar de nosotros —le espetó—. Somos el gremio de los Jack; estamos por todas partes. Esto no se acaba aquí.
—Para usted, sí. Éste es el fin de los de su calaña y de lo que representan, como predijo aquel hombre en el antiguo Egipto. No han podido matarme; su gente estaba por doquier, pero ahora todo ha terminado —Nad sonrió—. Eso es precisamente lo que está haciendo Silas en estos momentos, ¿verdad? Por eso abandonó el cementerio.
La expresión del señor Dandy confirmó todas las sospechas de Nad.
Pero Nad nunca sabría qué le hubiera respondido el señor Dandy, porque el hombre soltó la lápida y cayó lentamente en la oscuridad del abismo que se abría bajo la puerta de los ghouls.
—¡Wegh Khárados! —dijo Nad.
Y la puerta de los ghouls volvió a ser una simple tumba, nada más.
Alguien le tiró de la manga. Era Fortinbras Bartleby.
—¡Nad, el hombre que estaba junto a la iglesia se dirige hacia la colina!
El hombre Jack dejó que su olfato lo guiara. Se había separado de los demás, entre otras cosas, porque la peste a colonia de Jack Dandy hacía imposible distinguir rastros más sutiles. Pero la niña olía igual que la casa de su madre, como la gotita de perfume que se había puesto en el cuello aquella mañana antes de ir a la escuela. Y también olía como una víctima, a miedo, pensó Jack, a presa. Donde ella estuviera, tarde o temprano, estaría el chico también.
Asió con fuerza la empuñadura del puñal y subió hacia la cima de la colina. Ya casi había llegado cuando tuvo una corazonada, una corazonada que, sin lugar a dudas, era verdad: Jack Dandy y los demás se habían ido. «Mejor pensó. Siempre hay sitio en la cumbre para uno más». De hecho, el ascenso del hombre Jack dentro de la Orden se había estancado después de fracasar en su misión de aniquilar a la familia Dorian. Era como si ya no confiaran en él. Pero todo eso estaba a punto de cambiar.
En lo alto de la colina, el hombre Jack perdió el rastro de la chica. Pero sabía que estaba cerca.
Volvió sobre sus pasos, como quien no quiere la cosa y, a unos quince metros más allá, cerca de un pequeño mausoleo con una verja de hierro cerrada, recuperó el rastro. Tiró de la verja, que se abrió sin la menor dificultad.
Ahora percibía el olor de la chica con toda claridad. Y olía su miedo. Retiró todos los ataúdes, uno por uno, dejándolos caer estrepitosamente al suelo, sin importarle que se rompieran ni que los restos que contenían quedaran desperdigados por el suelo. No, no estaba escondida en ninguno de ellos…
Entonces, ¿dónde? Inspeccionó las paredes del mausoleo; eran macizas.
Se arrodilló en el suelo, se puso a gatas, apartó el último ataúd y tanteó la pared que había detrás. Su mano topó con un agujero.
—¡Scarlett! —gritó tratando de imitar la voz que utilizaba cuando era el señor Frost. Pero ya no era capaz de encontrar aquella parte de sí mismo; ahora era el hombre Jack, y punto. Gateando, entró por el agujero.
Al oír el estropicio que Jack estaba provocando arriba, Scarlett se dispuso a bajar los escalones con mucho cuidado, tanteando la pared de roca con la mano izquierda y sujetando con la derecha el llavero-linterna, que le alumbraba el camino lo suficiente para saber dónde ponía el pie. Por fin, llegó al último escalón y se adentró en la caverna con la espalda pegada a la pared de roca y el corazón a punto de salírsele del pecho.
Tenía miedo; miedo del amable señor Frost y de sus escalofriantes amigos; miedo de aquella caverna y de los recuerdos que le traía a la mente; incluso, para ser sincera, tenía que admitir que hasta Nad la atemorizaba un poco.
Porque ya no era aquel niño callado con un halo de misterio que le recordaba la infancia, sino algo muy diferente, algo que ni siquiera era del todo humano.
«Me gustaría saber en qué estará pensando mamá en estos momentos, se dijo. Llevará un buen rato llamando por teléfono a casa del señor Frost para enterarse de cuándo pienso volver a casa. Si logro salir de ésta con vida, la obligaré a que me compre un móvil. Es completamente ridículo no tenerlo. Probablemente, soy la única chica de mi edad que aún no tiene móvil propio. A pesar de todo… ¡Ojalá mamá estuviera aquí!».
Jamás hubiera creído que un ser humano podría moverse en la oscuridad con tal sigilo, pero, de repente, una enguantada mano le tapó la boca, y una voz que recordaba vagamente a la del señor Frost le dijo:
—Un paso en falso, una sola tontería, y te corto el cuello. Si me has entendido, asiente con la cabeza.
Scarlett asintió.
Nad vio los destrozos que habían organizado en el mausoleo de Frobisher: todos los ataúdes estaban despedazados y los restos que contenían, desperdigados por el suelo. Había muchos Frobisher y Frobysher, y algunos Pettyfer, sumidos en diversos grados de enfado y consternación.
—El tipo sigue ahí abajo —le informó Ephraim.
—Gracias —repuso Nad, que inmediatamente se coló por el agujero y bajó la escalera.
El chico veía en la oscuridad igual que los muertos: distinguía los escalones y la caverna que había al final. Y al llegar a la mitad de la escalera, vio al hombre Jack, que había obligado a Scarlett a elevar un brazo y doblarlo hacia atrás, de modo que se lo sujetaba por la espalda, mientras la amenazaba apoyándole un puñal en la garganta.
El tipo alzó la vista y lo saludó:
—Hola, amiguito.
Nad no respondió. Estaba concentrado en su inmediata Desaparición, pero avanzó un paso más.
—Crees que no puedo verte —dijo el hombre Jack—, y tienes razón. No te veo, pero puedo oler tu miedo y oír cómo te mueves y cómo respiras. Y ahora que conozco tu habilidad para hacerte invisible, soy capaz de detectarte. Di algo para que pueda oírte, o empezaré a trocear a tu amiguita. ¿Me has entendido?
—Sí —contestó Nad, y su voz resonó por toda la caverna—. Le he entendido perfectamente.
—Bien —replicó Jack—. Ahora acércate. Vamos a hablar tú y yo.
Nad siguió bajando los escalones. Se concentró en el Miedo, en elevar el nivel de pánico que flotaba entre los tres, en lograr que el Terror fuera algo tangible…
—Sea lo que sea que estés haciendo, déjalo —le advirtió Jack—. No lo hagas más.
Nad abandonó.
—¿Crees que puedes vencerme con tus truquitos de magia? ¿Sabes qué soy yo?
—Eres un Jack —respondió Nad—. Mataste a mi familia y deberías haberme matado a mí también.
—¿Que debería haberte matado también a ti? —El hombre alzó una ceja, extrañado.
—Y tanto. Aquel anciano predijo que si permitíais que llegara a convertirme en adulto, vuestra Orden sería destruida. Y ya soy un adulto. Fracasaste, de modo que habéis perdido.
—Mi Orden es anterior a la fundación de Babilonia. Nada puede destruirla.
—No llegaron a decírtelo, ¿verdad? —Nad estaba ahora a escasos cinco pasos del hombre Jack—. Ellos eran los últimos Jack. ¿Qué fue lo que dijeron…? Cracovia, Vancouver y Melbourne. Todos aniquilados.
—Por favor, Nad. Haz que me suelte —imploró Scarlett.
—No te preocupes —la consoló Nad con una calma que no sentía en absoluto. Y, dirigiéndose a Jack, continuó diciendo—: No tiene sentido que le hagas daño a ella. Y, a estas alturas, matarme a mí tampoco servirá de nada. ¿Es que no lo entiendes? El gremio de los Jack ya no existe. Es historia.
—Si eso es cierto —replicó Jack asintiendo con aire pensativo—, si soy el único Jack que queda vivo, me acabas de dar un motivo de peso para mataros a los dos.
Nad no contestó.
—Orgullo, eso es. El orgullo del trabajo bien hecho. El orgullo de terminar lo que empecé —aseveró el hombre Jack y, tras una breve pausa, preguntó—. ¿Qué estás haciendo?
Nad sintió que se le ponía la carne de gallina, porque percibía una extraña presencia, como unos tentáculos de humo que iban envolviendo poco a poco la caverna.
—No soy yo —respondió—. Es el Sanguinario. El que custodia el tesoro que hay aquí enterrado.
—No me mientas.
—No miente —terció Scarlett—. Está diciendo la verdad.
—¿La verdad? —se burló Jack—. ¿Un tesoro enterrado? No me hagas…
—El sanguinario custodia el tesoro del amo.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó el hombre Jack mirando en derredor.
—¿Puedes oírlo? —preguntó a su vez Nad, desconcertado.
—Claro que lo oigo —respondió Jack.
—Yo no he oído nada —dijo Scarlett.
—¿Qué demonios es este sitio? ¿Dónde diablos estamos? —preguntó el hombre Jack.
Pero antes de que Nad respondiera, la voz del Sanguinario volvió a resonar entre las paredes de la caverna.
—Éste es el lugar del tesoro. Un lugar de poder. Aquí es donde el sanguinario custodia el tesoro y espera el retorno de su amo.
—Oye, Jack… —dijo Nad.
El hombre Jack ladeó un poco la cabeza y comentó:
—Qué bien suena mi nombre en tu boca, amiguito. Si lo hubieras pronunciado antes, no habría tardado tanto en encontrarte.
—Jack, ¿cuál es mi verdadero nombre? ¿Cómo me llamaban mis padres?
—¿Y eso qué importa ya?
—El Sanguinario me dijo que debía encontrar mi nombre. ¿Cuál era?
—Déjame pensar… ¿Peter? ¿Paul? ¿Roderick? Yo diría que tienes cara de llamarte Roderick. ¿O era Stephen? —Estaba jugando con él.
—Qué más te da decirme cuál es mi nombre. Si de todos modos vas a matarme.
Jack se encogió de hombros, como diciendo: «Obviamente».
—Pero deja que la chica se vaya —dijo Nad—. Suelta a Scarlett.
Jack escudriñó la oscuridad unos instantes y preguntó:
—Esa piedra es un altar, ¿no?
—Supongo.
—¿Y eso, un puñal? ¿Y un cáliz? ¿Y un broche? —Jack sonreía. Nad lo veía perfectamente: una extraña sonrisa de satisfacción que no cuadraba con aquella cara, la sonrisa de quien acaba de descubrir algo importante, del que por fin lo comprende todo. Scarlett no veía absolutamente nada, tan sólo una especie de destellos intermitentes en el interior de sus propios ojos, pero percibía la profunda satisfacción de Jack por el tono de su voz.
—De modo que la hermandad y la asamblea han sido aniquiladas, ¿eh? Pero ¿qué importa que ya no queden más hombres Jack aparte de mí? Podría crear una nueva hermandad, más poderosa aún que la anterior.
—Poder, poder —repitió el Sanguinario, como un eco.
—Es perfecto —prosiguió el hombre Jack—. Piénsalo bien.
»Estamos en un lugar que mi gente ha buscado durante miles de años, y tenemos aquí todo lo necesario para celebrar la ceremonia. Cosas como ésta te devuelven la fe en la Providencia, o en el cúmulo de todas las plegarias de los Jack que nos precedieron, ¿verdad? En el peor de los momentos posibles, se nos ofrece esta oportunidad.
Nad percibía que el Sanguinario estaba escuchando las palabras de Jack, y cómo un leve susurro de excitación iba ascendiendo poco a poco entre las paredes de la caverna.
—Voy a extender una mano, chico. Scarlett, mi puñal sigue acariciando tu garganta: ni se te ocurra echar a correr cuando te suelte el brazo. Y tú, amiguito, depositarás el cáliz, el puñal de piedra y el broche en mi mano.
—El tesoro del sanguinario —susurró la triple voz—. Siempre retorna. Nos lo custodiamos hasta que el amo regrese.
Nad se agachó, cogió los tres objetos del altar y los colocó en la palma de la enguantada mano. Jack sonrió satisfecho.
—Scarlett, voy a soltarte. Cuando aparte el puñal de tu cuello, quiero que te tumbes en el suelo, boca abajo, con las manos detrás de la cabeza. Si te mueves o intentas lo que sea, te mataré de forma lenta y muy dolorosa. ¿Me has entendido?
Scarlett tragó saliva. Tenía la boca prácticamente seca pero, armándose de valor, dio un paso al frente. Tenía el brazo derecho completamente entumecido, y sentía un dolor intenso y punzante en el hombro. Siguiendo las instrucciones de Jack, se tumbó en el suelo, apoyando la mejilla contra el frío suelo.
«Estamos muertos», pensó, pero no sentía emoción alguna. Era como si todo aquello le estuviera sucediendo a otra persona, y ella no fuera más que un simple testigo. Oyó cómo Jack agarraba a Nad…
—Déjala marchar —insistió la voz del chico.
—Si haces exactamente lo que yo te diga —respondió la voz de Jack—, no la mataré, ni le haré ningún daño.
—No te creo. Ella podría identificarte.
—No, no podría —la voz de Jack denotaba convicción. Tras una breve pausa, comentó con admiración—: ¡Diez mil años, y la hoja sigue perfectamente afilada! —Acto seguido, se dirigió a Nad—. Ponte de rodillas sobre el altar con las manos a la espalda. ¡Vamos!
—Ha pasado tanto tiempo… —dijo el Sanguinario.
Scarlett no percibía más que un siseo, como si una especie de niebla fuera envolviendo poco a poco la caverna. Pero el hombre Jack lo oía con toda claridad.
—¿Quieres saber tu verdadero nombre antes de que derrame tu sangre sobre el altar?
Nad notaba la fría hoja del puñal en su cuello. Y en ese preciso instante, comprendió. De pronto todo se paralizó. De pronto todo cobró sentido.
—Ya sé cuál es mi verdadero nombre. Soy Nadie Owens. Ese soy yo. —Se arrodilló sobre la fría piedra del altar. Ahora le parecía todo muy sencillo—. Sanguinario —dijo hablándole a la caverna—, ¿sigues queriendo un amo?
—El sanguinario custodia el tesoro hasta que el amo retorne.
—Muy bien —dijo Nad—, ¿y aún no has encontrado a ese amo al que esperas?
Nad sintió que el Sanguinario serpenteaba y se expandía, y oyó un ruido como de mil ramas secas arañando la piedra; parecía que algo gigantesco y musculoso entrara reptando en la caverna. Y entonces, por primera vez, lo vio. Pero más tarde, una vez pasado todo, jamás encontraría palabras para describir lo que había visto: algo gigantesco, sí; algo parecido a una serpiente descomunal, pero con cabeza de… ¿De qué?… Tenía tres cabezas y tres cuellos. Los rostros estaban muertos, como si los hubieran construido a base de fragmentos de cadáveres humanos y de animales, y estaban cubiertos de tatuajes, como espirales de color azul índigo, que dotaban a aquellos monstruosos rostros de una extraña expresividad.
Los rostros del Sanguinario olisquearon a Jack con curiosidad. ¿Querían golpearlo, o acariciarlo?
—¿Qué está pasando? —inquirió Jack—. ¿Qué demonios es eso? ¿Qué está haciendo?
—Lo llaman el Sanguinario. Es el guardián de este lugar y necesita un amo que le diga lo que debe hacer —le explicó Nad.
Jack alzó el puñal de piedra que tenía en la mano.
—Es magnífico —murmuró, y tras una pequeña pausa, dijo en voz alta—. ¡Pues claro! Y es a mí a quien estaba esperando. Eso es. Evidentemente, yo soy su nuevo amo.
El Sanguinario se enroscó en torno a la caverna.
—¿Amo? —inquirió, como un perro fiel que llevara demasiado tiempo esperando—. Amo —repitió.
Parecía que estuviera ensayando la palabra, para comprobar cómo sonaba. Y sonaba muy bien, de modo que la repitió una vez más, con un suspiro de placer y de añoranza:
—Amo…
Jack miró de nuevo a Nad, que seguía arrodillado sobre el altar.
—Hace trece años te perdí la pista, y ahora… Ahora nuestros caminos han vuelto a cruzarse. Es el final de una Orden y el comienzo de otra. Adiós, muchacho —dijo Jack y, colocando el cáliz junto al cuello de Nad, se dispuso a cortárselo con el puñal de piedra.
—Nad —lo corrigió el chico—. Mi nombre es Nad, no «muchacho».
A continuación, alzando la voz, se dirigió al Sanguinario.
—Sanguinario, ¿qué vas a hacer ahora con tu nuevo amo?
—Nos lo protegeremos hasta el final de los tiempos. El sanguinario lo envolverá con sus tentáculos para siempre, y ya nunca más tendrá que hacer frente a los peligros del mundo.
—Pues, entonces, protégelo —le mandó Nad—. Ya.
—Yo soy tu amo. Es a mí a quien has de obedecer —dijo el hombre Jack.
—El sanguinario lleva tanto tiempo esperando —dijo la triple voz de aquella criatura en tono triunfal y, con gran parsimonia, fue envolviendo al hombre Jack con sus gigantescos tentáculos de humo.
El hombre Jack soltó el cáliz. Ahora tenía un puñal en cada mano el de piedra y el del mango de hueso negro, y empezó a gritar:
—¡Fuera! ¡Mantente alejado de mí! ¡No te acerques ni un solo milímetro más!
Se lió a dar tajos, tratando de cortar los tentáculos que se le enroscaban en torno al cuerpo, pero no había nada que hacer: los tentáculos del Sanguinario siguieron envolviéndolo hasta engullirlo por completo.
Nad corrió al encuentro de Scarlett y la ayudó a levantarse.
—Quiero ver… Quiero ver lo que está pasando —dijo Scarlett. Sacó su llavero-linterna y lo encendió…
Pero Scarlett no vio lo que Nad veía. No vio al Sanguinario, lo cual fue una bendición. Pero sí vio al hombre Jack y el miedo dibujado en su rostro, que le confería las facciones del que una vez fuera el señor Frost.
Presa del pánico, era de nuevo aquel amable caballero que la había llevado en coche a casa. Se hallaba suspendido en el aire, primero a un metro y medio del suelo, y luego al doble de esa distancia, mientras seguía dando tajos al aire con ambos puñales, tratando de cortar algo que no conseguía ver.
El señor Frost, el hombre Jack, o quienquiera que fuese, estaba siendo apartado de los jóvenes, empujado hacia atrás, hasta que acabó estampado contra la pared de roca de la caverna, con los brazos extendidos como las alas de un águila, agitando frenéticamente las piernas.
A Scarlett le dio la impresión de que el señor Frost estaba a punto de atravesar la pared, de ser absorbido por la propia roca. Ya no le veía más que el rostro. Gritaba como un loco, desesperadamente, pidiéndole a Nad que lo librara de aquella cosa, que lo salvara, por favor, por favor… y, entonces, la roca engulló el rostro del hombre, y su voz se apagó.
Nad retrocedió hasta el altar, recogió del suelo el puñal de piedra, el cáliz y el broche y los restituyó a su lugar. El otro puñal, el del mango de hueso negro, se quedó donde estaba.
—¿No me dijiste que el Sanguinario no podía hacerle daño a nadie? Creí que sólo era capaz de asustarnos —comentó Scarlett.
—Sí, es cierto —respondió Nad—. Pero necesitaba un amo a quien proteger. Él mismo me lo dijo.
—O sea, que tú lo sabías. Sabías lo que iba a pasar…
—Sí. O al menos, eso esperaba.
Nad la ayudó a subir la escalera, y regresaron al devastado mausoleo de los Frobisher.
—Tendré que arreglar este estropicio —comentó Nad, como si nada.
Scarlett no quiso mirar los restos esparcidos por el suelo del mausoleo.
Al salir, ella repitió con voz monótona:
—Tú sabías lo que iba a pasar.
Pero esta vez Nad no dijo nada.
Scarlett lo miró, como si no supiera muy bien qué era lo que estaba mirando.
—Así que lo sabías. Sabías que el Sanguinario se lo iba a llevar. ¿Por eso me escondiste allí? ¿Fue por eso? ¿Y qué he sido yo, un simple anzuelo?
—No, Scarlett, no se trata de eso —le dijo—. Estamos vivos, ¿no? Y ese tipo no volverá a hacernos daño.
Scarlett sentía que una rabia incontenible empezaba a apoderarse de ella. El miedo había desaparecido, y todo cuanto quería ahora era liarse a patadas con algo, gritar con todas sus fuerzas. Pero decidió contenerse.
—¿Y qué ha pasado con los demás? ¿Los has matado también?
—Yo no he matado a nadie.
—Entonces, ¿dónde están?
—Uno de ellos está en el fondo de una fosa, con un tobillo roto. Los otros tres están… muy lejos de aquí.
—¿No los mataste?
—Pues claro que no. Este es mi hogar. ¿De verdad crees que me apetece tenerlos rondando por aquí hasta el fin de los tiempos? —replicó Nad. Y, tras una pequeña pausa, añadió—: Mira, no te preocupes. Ya ha pasado todo, me he encargado de todos ellos.
Scarlett se apartó de él y le espetó:
—Tú no eres un ser humano. Los seres humanos no actúan de ese modo. Eres un monstruo.
Nad se puso blanco como el papel. Después de lo que había tenido que pelear aquella noche, después de lo que había pasado, aquello era, con mucho, lo más difícil de asimilar.
—No —replicó—. Eso no es cierto.
Scarlett se apartó de Nad. Dio un paso, luego otro, y ya estaba a punto de echar a correr, de darse la vuelta y huir como alma que lleva el diablo, cuando un hombre alto, vestido con un traje de terciopelo negro, le puso una mano en el hombro, y le dijo:
—Creo que estás siendo muy injusta con Nad. Pero, indudablemente, serás mucho más feliz si no recuerdas nada de lo que ha sucedido hoy aquí. Así que, ven conmigo, y hablemos tú y yo de todo lo que te ha pasado estos días. Entre los dos decidiremos lo que debes recordar y lo que, por tu bien, debes olvidar.
—Silas —protestó Nad—, no puedes hacerme eso. No puedes hacer que se olvide de mí.
—Es lo mejor, créeme —replicó Silas—. Por su bien y por el de todos nosotros.
—¿Y yo qué? ¿Es que no tengo derecho a dar mi opinión? —preguntó Scarlett.
Silas no contestó y Nad dio un paso hacia su amiga.
—Ya ha pasado todo —le dijo—. Sé que ha sido muy duro, pero… Lo conseguimos. Tú y yo. Los hemos vencido.
Scarlett meneó suavemente la cabeza, como si se negara a aceptar todo lo que había visto aquella noche, todo lo que había experimentado. Luego miró a Silas y rogó:
—Quiero volver a casa, por favor.
Silas asintió y, juntos, echaron a andar por el sendero en dirección a la salida del cementerio. Nad se quedó mirando a Scarlett mientras se alejaba, esperando que se volviera una vez más y lo mirara, que le sonriera o que, al menos, lo mirara sin miedo. Pero ella no se volvió. Se marchó, sin más.
Nad volvió a entrar en el mausoleo. Se puso a recoger los ataúdes del suelo, a limpiar los escombros y colocó otra vez los huesos dentro de los ataúdes, aunque ninguno de los Frobisher, Frobysher ni Pettyfer allí reunidos parecían muy seguros de qué huesos eran los de cada uno de ellos.
Un hombre llevó a Scarlett a su casa. Más adelante, la madre de la niña no lograría recordar muy bien lo que le había dicho, pero se llevó un disgusto al saber que Jay Frost se había visto obligado a abandonar la ciudad a causa de una fuerza mayor.
El hombre se quedó un rato charlando con ellas en la cocina, acerca de sus vidas y sus sueños. Terminada la conversación, y sin saber muy bien por qué, la madre de Scarlett decidió que sería mejor regresar a Glasgow; a Scarlett le haría muy feliz vivir cerca de su padre y volver a ver a sus amigos de siempre.
Silas dejó a la chica y a su madre charlando animadamente en la cocina, haciendo planes para regresar a Escocia, y Noona le prometió a su hija que le compraría un móvil. Ni siquiera se acordaban ya de que Silas había estado allí, pero eso era exactamente lo que él pretendía.
Silas regresó al cementerio y se encontró a Nad sentado en las gradas del anfiteatro, junto al obelisco.
—¿Qué tal está?
—Borré sus recuerdos. Van a volver a Glasgow; ella tiene muchos amigos allí.
—¿Cómo has logrado que me olvide?
—La gente prefiere olvidar lo imposible; les hace la vida más fácil.
—Me caía bien.
—Lo siento mucho.
Nad quiso sonreír, pero no le salía.
—Aquellos hombres… dijeron que estaban teniendo problemas en Cracovia, y también en Melbourne y en Vancouver. Fuiste tú, ¿verdad?
—Sí, pero no iba solo —respondió Silas.
—¿Ibas con la señorita Lupescu? —inquirió Nad. Pero entonces, al ver la expresión de su tutor, preguntó—: ¿Se encuentra bien?
Silas negó con la cabeza y, por un momento, Nad no pudo soportar mirarle a la cara.
—Era una mujer muy valiente. Luchó por ti hasta el final, Nad.
—El Sanguinario se quedó con el hombre Jack; otros tres Jack se fueron por la puerta de los ghouls, y hay uno herido, pero todavía con vida, en el fondo de la fosa de Carstairs.
—El último Jack —dijo Silas—. Tengo que hablar con él, antes de que amanezca.
Un viento frío barrió el cementerio, pero ninguno de los dos pareció notarlo.
—Scarlett tenía miedo de mí —afirmó Nad.
—Sí.
—Pero ¿por qué? Le salvé la vida. No soy una mala persona. Yo soy como ella, yo también estoy vivo.
Poco después, tras un breve silencio, preguntó:
—¿Cómo murió la señorita Lupescu?
—Con valentía —respondió Silas—. Luchando… Protegiendo a los demás.
—Podrías haberla traído aquí —la mirada de Nad se había ensombrecido—. Si la hubiéramos enterrado aquí, ahora hablaría con ella.
—No, no tenía elección —replicó Silas.
—Solía llamarme Nimini —sintió escozor en los ojos—. Ahora nadie volverá a llamarme así. Nunca.
—¿Quieres que vayamos a comprarte algo de comer? —le preguntó Silas.
—¿Has dicho vayamos? ¿Quieres que vaya contigo?
—Ya no hay nadie que quiera matarte. Al menos, de momento. Hay muchas cosas que no volverán a hacer. Nunca más. Así que… Sí, puedes venir conmigo. ¿Qué te apetece comer?
Nad estuvo a punto de decirle que no tenía hambre, pero se dio cuenta de que no era verdad. De hecho, estaba un poco mareado, flojo, y tenía un hambre de lobo.
—¿Pizza, quizá? —sugirió.
Atravesaron el cementerio, en dirección a las puertas.
Por el camino, Nad vio a los habitantes del cementerio, pero dejaron que el chico y su tutor pasaran por su lado sin decirles una palabra. Se limitaron a mirarlos.
Nad quería darles las gracias por su ayuda, expresarles su gratitud, pero los muertos no hablaron.
Las luces de la pizzería eran muy potentes, demasiado potentes para Nad. Silas y él se sentaron hacia el fondo, y Silas le enseñó a leer el menú y a pedir la comida. (Él pidió un vaso de agua y una ensalada, que esparció cuidadosamente por el cuenco con el tenedor, pero no llegó a probarla siquiera.) Nad se comió su pizza con los dedos y con verdadero entusiasmo. No quiso hacer más preguntas. Ya se lo contaría todo Silas cuando le pareciera oportuno. O quizá no.
—Hace ya tiempo —dijo Silas— que sabíamos de su existencia… Me refiero a los Jack… Bueno, en realidad, sólo los conocíamos por las secuelas resultantes de sus actividades. Sospechábamos que detrás de todo ello había una organización, pero sabían ocultarse muy bien. Entonces vinieron a por ti y mataron a tu familia. Y a partir de ahí, poco a poco, empecé a armar el rompecabezas y logré seguir su rastro.
—Con eso de «sabíamos» te refieres a ti y a la señorita Lupescu, ¿verdad? —le preguntó Nad.
—Entre otros.
—La Guardia de Honor —aventuró Nad.
—¿Quién te ha hablado de…? —Silas dejó la pregunta a medias—. Bien, es igual. Supongo que, como dicen por ahí, las paredes oyen. Efectivamente, la Guardia de Honor.
Silas cogió el vaso de agua, se humedeció los labios, y volvió a dejarlo sobre la mesa. La superficie de la mesa era negra y brillante, como un espejo, y si alguien se hubiera fijado, se habría dado cuenta de que el hombre no se reflejaba en ella.
—Así que… Ya has cumplido tu misión —comentó Nad—. ¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Te quedarás aquí?
—Hice una promesa —respondió Silas—. Prometí que me quedaría hasta que fueras mayor.
—Ya soy mayor.
—No. Eres casi un adulto, pero no del todo.
Silas dejó un billete de diez libras sobre la mesa.
—Y esa chica —dijo Nad—, Scarlett, ¿por qué tenía tanto miedo de mí, Silas?
Pero éste no respondió, y la pregunta quedó en el aire mientras el hombre y el muchacho pasaban de la intensa luz de la pizzería a la oscuridad que aún reinaba en la calle; y al cabo de unos instantes, desaparecieron entre las sombras.