Capítulo 3

Los sabuesos de Dios

En todos los cementerios existe una tumba que pertenece a los ghouls. No hay más que darse una vuelta por cualquier camposanto para encontrarla: cubierta de musgo y manchas de humedad, la lápida rota, rodeada de abrojos y hierbas pestilentes y una profunda desolación que se apodera de uno cuando te encuentras frente a ella. La lápida suele ser más fría que la de las restantes tumbas y, por lo general, el nombre allí grabado resulta completamente ilegible. Si se ha erigido algún monumento funerario en ella un ángel o cualquier otra escultura, seguramente le faltará la cabeza, o estará infestado de hongos y líquenes hasta el punto de parecer un único y gigantesco hongo. Cuando visites un cementerio y veas una sepultura con aspecto de haber sido profanada en repetidas ocasiones, habrás descubierto la puerta de los ghouls[3], y si, a medida que te acercas a ella sientes la imperiosa necesidad de salir corriendo, ésa es, sin duda, la puerta de los ghouls.

Había una de esas puertas en el cementerio de Nad. Hay una de ellas en todos los cementerios. Silas estaba a punto de marcharse. Aunque Nad se enfadó mucho al conocer la noticia, ya se le había pasado el enfado. Pero ahora estaba furioso.

—¿Por qué? —seguía preguntando el niño.

—Ya te lo dije. Necesito recabar cierta información y, por ello, debo desplazarme a otro lugar. Y para desplazarme hasta allí, tengo que irme de aquí. Pero todo esto ya lo habíamos hablado antes.

—¿Y qué puede ser tan importante para que te marches? —Su mente de niño de seis años no alcanzaba a imaginar algo que consiguiera que Silas quisiera abandonarlo—. No es justo.

Su tutor permaneció impasible.

—No es ni justo ni injusto, Nadie Owens. Simplemente, es.

Nad seguía en sus trece.

—Tienes que cuidar de mí. Tú me lo dijiste.

—Ésa es mi responsabilidad como tutor tuyo que soy, sí. Por fortuna, no soy el único ser en este mundo dispuesto a asumir dicha responsabilidad.

—Y, a todo esto, ¿adónde vas?

—Fuera. Lejos. Debo descubrir ciertas cosas que no puedo descubrir aquí.

Nad se marchó gruñendo entre dientes y dando patadas a imaginarias piedras, y se fue caminando hacia la zona nororiental del cementerio, donde la vegetación crecía de manera tan incontrolada que ni el guarda ni los Amigos del Cementerio habían sido capaces de domeñarla. A su paso despertó a una familia de niños victorianos, todos ellos muertos antes de cumplir los diez años; bajo la atenta mirada de la Luna, se pusieron a jugar al escondite por entre la maraña de hiedra. Nad intentaba fingir que Silas no se iba a ninguna parte, que todo iba a seguir exactamente igual, pero al acabar el juego, volvió corriendo a la vieja capilla y vio dos cosas que le hicieron cambiar de opinión.

Lo primero que vio fue un maletín. Y desde el mismo momento en que le puso la vista encima, supo que se trataba del maletín de Silas. Debía de tener por lo menos ciento cincuenta años, y era francamente bonito, de cuero negro, con remaches de latón y el asa negra; la clase de maletín que en la época victoriana usaban los médicos y los enterradores para transportar los instrumentos propios de su oficio. Era la primera vez que Nad veía el maletín de Silas; ni siquiera sabía que lo tuviera.

Y un maletín como ése sólo podía ser de su tutor. Sentía curiosidad por ver lo que había dentro, pero estaba cerrado y protegido por un enorme candado de latón, y pesaba tanto que Nad no pudo ni levantarlo del suelo.

Eso fue lo primero.

Lo segundo fue aquella persona sentada en el banco junto a la iglesia.

—Nad —dijo Silas—, te presento a la señorita Lupescu.

Guapa, lo que se dice guapa, no era: de expresión ceñuda y avinagrada, cabellos grises, aunque parecía demasiado joven para tener canas, y dientes delanteros algo torcidos. Llevaba puesta una abultada gabardina y una corbata masculina anudada al cuello.

—Encantado, señorita Lupescu —saludó Nad.

Ella no le devolvió el saludo. Se limitó a observarlo con desdén para, a continuación, decirle a Silas:

—Así que éste es el niño.

La mujer se puso en pie, y dio una vuelta alrededor de Nad. Las aletas de la nariz se le movían, como si lo estuviera olisqueando. Al llegar de nuevo al punto de partida, dijo:

—Quiero verte todos los días nada más levantarte y antes de irte a dormir. He alquilado una habitación en una de aquellas casas. —Y señaló un tejado que sólo podía verse desde el lugar en que se encontraban—. No obstante, pasaré el día en este cementerio, puesto que estoy aquí en calidad de historiadora, para llevar a cabo una investigación sobre sepulturas antiguas. ¿Queda claro, niño? Da?

—Nad —protestó Nad—. Me llamo Nad. No «niño».

—Abreviatura de Nadie —replicó ella—. Un nombre absurdo. Además, Nad no es más que un apelativo cariñoso; un apodo. Y no me gustan los apodos. Te llamaré «niño». Y tú me llamarás «señorita Lupescu».

Nad miró a Silas con expresión suplicante, pero el rostro del tutor no se inmutó. Cogió su maletín y le dijo:

—Con la señorita Lupescu estarás en buenas manos, Nad. Y estoy seguro de que os entenderéis a la perfección.

—¡No, no nos entenderemos! —rezongó Nad—. ¡Es una mujer horrible!

—Eso que has dicho —lo reprendió Silas— es de muy mala educación. Creo que deberías disculparte, ¿no te parece?

A Nad no se lo parecía, pero Silas lo miraba fijamente, tenía el maletín en la mano y estaba a punto de marcharse por sabe Dios cuánto tiempo, de modo que decidió obedecer.

—Lo siento mucho, señorita Lupescu.

La señorita Lupescu no dijo nada, sino que se limitó a mirarlo con recelo. A continuación le dijo:

—He hecho un largo viaje para venir hasta aquí y hacerme cargo de ti, niño. Espero que no haya sido en balde.

A Nad le resultaba inconcebible la idea de abrazar a Silas, así que le tendió la mano, y el tutor se agachó y se la estrechó con suavidad, envolviendo con su enorme y pálida mano la regordeta manita del niño. Después, sujetando el maletín de cuero negro como si fuera una pluma, se alejó caminando por el sendero en dirección a la puerta del cementerio.

Nad fue a contárselo a sus padres.

—Silas se ha marchado.

—Volverá —dijo el señor Owens tratando de animarlo—, como la falsa moneda. No te preocupes, Nad.

—Cuando naciste, nos prometió que si por cualquier cosa tenía que ausentarse del cementerio algún tiempo, buscaría a alguien que te trajera comida y te echara un vistazo de vez en cuando, y eso es exactamente lo que ha hecho. Silas siempre cumple lo que promete —terció la señora Owens.

Silas le traía comida, sí, y se la llevaba a la cripta todas las noches, pero eso, a juicio de Nad, era lo de menos. Los consejos de Silas eran siempre ecuánimes, sensatos e invariablemente acertados; sabía mucho más que cualquier habitante del cementerio, pues gracias a sus excursiones nocturnas tenía una visión más completa y actualizada del mundo exterior, mientras que los demás le hablaban de una realidad que había quedado obsoleta cientos de años atrás; Silas era imperturbable y siempre se podía contar con él, pues había permanecido a su lado todas las noches desde que Nad llegara al cementerio, así que la idea de que la vieja iglesia se hubiera quedado sin su único habitante le parecía simplemente increíble; por encima de todo, Silas lograba que se sintiera seguro.

La señorita Lupescu entendía que su trabajo consistía en algo más que proporcionarle comida. Y también se ocupaba de ello.

—¿Qué es eso? —preguntó Nad, horrorizado.

—Comida sana —respondió la señorita Lupescu. Estaban en la cripta. La mujer había depositado sobre la mesa dos recipientes de plástico y se dispuso a quitarles las tapas.

Señaló el primer recipiente. Sopa de remolacha y cebada. A continuación señaló el otro. Ensalada.

—Cómete las dos cosas; las he preparado yo misma.

Nad la miró fijamente para asegurarse de que no se trataba de una broma. La comida que le traía Silas solía venir empaquetada; la compraba en esas tiendas que abren toda la noche y en las que no hacen preguntas.

Nadie le había traído nunca la comida en un recipiente de plástico cerrado con una tapa.

—Huele que apesta —se quejó Nad.

—Pues si no te tomas la sopa enseguida —replicó ella—, sabrá todavía peor. Se quedará fría. Así que, a comer.

Nad tenía mucha hambre, de modo que cogió una cuchara de plástico, la introdujo en el líquido de color rojo oscuro, y empezó a comer. La sopa tenía una textura viscosa y un sabor francamente raro, pero se la comió toda.

—¡Y ahora, la ensalada! —ordenó la señorita Lupescu quitándole la tapa al otro recipiente.

Dentro había trozos de cebolla cruda, remolacha y tomate encharcados en un espeso aliño que desprendía un fuerte olor a vinagre. Nad se llevó a la boca un trozo de remolacha y lo masticó. Pero notó que empezaba a segregar saliva y se dio cuenta de que si se tragaba aquello, lo iba a vomitar de inmediato.

—No puedo comerme esto —dijo.

—Es muy nutritivo.

—Me voy a poner malo.

Ambos se miraron con fijeza a los ojos: el niño, de cabello pardusco y revuelto, y la mujer pálida, de rostro severo y canosos cabellos pulcramente recogidos.

—Cómete otro trozo —le ordenó la señorita Lupescu.

—No puedo.

—O te comes otro trozo ahora mismo, o te quedarás aquí hasta que te lo hayas acabado todo.

Nad pinchó un trozo de tomate empapado en vinagre, lo masticó y, haciendo un esfuerzo por controlar las arcadas, consiguió tragárselo. La señorita Lupescu volvió a colocar las tapas y guardó los recipientes en una bolsa de plástico.

—Y ahora, empecemos con las clases.

Era pleno verano, así que la oscuridad no sería completa hasta casi medianoche. No había clases a esas alturas del verano; el tiempo que Nad pasaba despierto era, en esa época del año, como un crepúsculo cálido e infinito sin otra cosa que hacer más que jugar, explorar o subirse a los árboles.

—¿Clases? —preguntó, incrédulo.

—Tu tutor pensó que sería buena idea que yo te enseñara algunas cosas.

—Pero yo ya tengo maestros. Letitia Borrows me enseña a leer y a escribir, y el señor Pennyworth me enseña su sistema educativo completo para jóvenes (con materias adicionales para jóvenes en situación post mórtem). Y estudio geografía y todo eso. No necesito más lecciones.

—Así que ya lo sabes todo, ¿eh? Tienes seis años y ya lo sabes absolutamente todo.

—Yo no he dicho eso.

La señorita Lupescu se cruzó de brazos y le espetó:

—Dime todo lo que sepas sobre los ghouls.

Nad trató de recordar lo que Silas le había ido enseñando acerca de los ghouls a lo largo de los años.

—Hay que mantenerse alejado de ellos —respondió.

—¿Y eso es todo lo que sabes, da? ¿Por qué debes mantenerte alejado de ellos? ¿De dónde proceden? ¿Por qué no debe uno acercarse a las puertas de los ghouls? ¿Eh?

Nad se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—Enumera los distintos tipos de criaturas que existen —exigió la señorita Lupescu—. ¡Vamos!

Nad se tomó unos segundos para pensar la respuesta.

—Los vivos comenzó. Mmm… Los muertos… —hizo una pausa—. ¿Los gatos? —aventuró sin demasiada convicción.

—Eres un verdadero ignorante, niño. Y eso no está bien. Pero, además, te conformas con ser un ignorante, y eso es mucho peor. Repite conmigo: están los vivos y los muertos, los seres nocturnos y los diurnos, los ghouls y los moradores de la niebla, los grandes cazadores y los sabuesos de Dios. Aparte, existen también criaturas singulares.

—¿Y a qué tipo pertenece usted?

—Yo —replicó la mujer, cortante— soy la señorita Lupescu.

—¿Y Silas? —Ella vaciló un momento antes de responder—: Una criatura singular.

La clase se le estaba haciendo eterna. Silas siempre le enseñaba cosas interesantes, aunque la mayor parte del tiempo Nad ni siquiera era consciente de estar aprendiendo algo. En cambio, la señorita Lupescu enseñaba a base de listas, y el niño no entendía qué utilidad podía tener eso.

Pero permaneció allí sentado, deseando que acabara la clase para salir a disfrutar de aquel anochecer de verano y jugar bajo la luz espectral de la Luna.

Cuando por fin terminó, salió de la cripta como un cohete (estaba hasta las mismísimas narices de tanta lista). Buscó a alguien con quien jugar, pero no encontró a nadie.

El cementerio parecía desierto, a excepción de un enorme perro gris que merodeaba por entre las tumbas, deslizándose sigilosamente en medio de las sombras y manteniendo cuidadosamente las distancias. El resto de la semana fue todavía peor.

La señorita Lupescu siguió llevándole comida casera que ella misma le preparaba: grasientos buñuelos fritos en manteca de cerdo; aquella exótica sopa de color rojo oscuro con un pegote de nata agria flotando en medio del plato; patatas hervidas que llegaban al cementerio completamente frías; embutidos con un fuerte sabor a ajo; huevos duros flotando en un líquido gris de aspecto disuasorio… Nad no comía más que lo estrictamente necesario. Y, mientras tanto, la señorita Lupescu continuaba con sus clases: se pasó dos días enteros enseñándole a pedir ayuda en todos los idiomas posibles y, si se equivocaba o se olvidaba de algo, ella lo penalizaba dándole golpes en los nudillos con el bolígrafo. Al tercer día, Nad era capaz de responder a la primera y casi sin respirar.

—¿En francés?

Au secours.

—¿En código Morse?

—S.O.S. Tres puntos, tres rayas, y otra vez tres puntos.

—¿En el idioma de los ángeles descarnados de la noche?

—Esto es absurdo. Ni siquiera recuerdo lo que es un ángel descarnado de la noche.

—Tienen alas sin plumas y vuelan bajo y muy deprisa; no se encuentran en nuestro mundo, pero sí en el cielo rojo que hay sobre el camino de Gholheim.

—¿Y para qué narices necesito saberlo? Si no me va a hacer falta en la vida.

La señorita Lupescu hizo una mueca muy pronunciada con sus pálidos labios.

—¿En el idioma de los ángeles descarnados de la noche? —insistió.

Nad emitió el sonido que ella le había enseñado: un grito gutural, similar al de un águila.

—No está mal —dijo la mujer.

Nad deseó con todas sus fuerzas que Silas regresara pronto de su viaje.

—Últimamente he visto un enorme perro gris merodeando por el cementerio. Llegó el mismo día que usted. ¿Es suyo?

La señorita Lupescu se enderezó la corbata y contestó:

—No.

—¿Hemos terminado? —preguntó Nad.

—Por hoy, sí. Llévate estas listas y estúdiatelas para mañana.

Las listas estaban impresas con tinta de color morado, y desprendían un cierto olor a rancio. Nad se las llevó hasta lo alto de la colina y trató de concentrarse. Pero no había manera. Finalmente, dobló el papel y lo colocó debajo de una piedra.

Por lo visto, nadie quería jugar con él esa noche. Nadie quería jugar, ni charlar, ni correr, ni trepar a los árboles bajo la gigantesca luna estival.

Regresó a la tumba de los Owens, para exponerles sus quejas, pero la señora Owens no quería oír ni una palabra contra la señorita Lupescu por la sencilla y, desde el punto de vista de Nad, a todas luces injusta razón de que el mismísimo Silas la había escogido, y el señor Owens se limitó a encogerse de hombros y empezó a hablarle de sus tiempos como aprendiz de ebanista y de lo mucho que le habría gustado poder aprender todas esas cosas tan útiles que estaba aprendiendo Nad, lo cual, desde el punto de vista del niño, era aún peor que lo que le había dicho su madre.

—Y, a todo esto, ¿tú no deberías estar estudiando? —inquirió la señora Owens.

Nad apretó los puños y no contestó.

Salió de allí refunfuñando y sintiéndose incomprendido y solo. Siguió despotricando para sus adentros contra lo injusto de aquella situación mientras deambulaba por el cementerio dando patadas a las piedras. Divisó a lo lejos al enorme perro gris y lo llamó para ver si se acercaba y podía jugar con él, pero el animal seguía manteniendo las distancias; irritado, Nad le lanzó un puñado de barro, que fue a estamparse contra una lápida cercana, y lo dejó todo perdido de tierra. El gigantesco perro le lanzó una mirada de reproche y, a continuación, se alejó por entre las sombras, y desapareció.

El niño regresó por la cara suroeste de la colina para no pasar por la vieja capilla, porque ver, aunque fuera de lejos, el lugar donde ya no estaba Silas era lo que menos le apetecía en ese momento. Se detuvo junto a una tumba que reflejaba exactamente cómo se sentía él en aquel momento: estaba situada bajo un roble partido por un rayo, o lo que quedaba de él, un tronco muerto y negruzco que parecía una garra afilada de la propia colina; la tumba tenía, además, manchas de humedad y estaba rota, y a la estatua del ángel que adornaba la lápida le faltaba la cabeza y sus vestiduras semejaban un gigantesco y repugnante hongo.

Nad se sentó en la hierba para seguir compadeciéndose de sí mismo y odiar al mundo entero. Odiaba incluso a Silas, por haberse marchado y haberlo dejado allí solo. Al rato, cerró los ojos y se acurrucó entre la hierba y, poco a poco, se fue quedando dormido.

De camino hacia la colina, recorrían una calle el duque de Westminster, el honorable Archibald Fitzhugh y el obispo de Bath y Wells, deslizándose y saltando de sombra en sombra. De aspecto enjuto y apergaminado, todo tendones y cartílagos, vestidos con harapos, avanzaban a grandes zancadas, con aire furtivo, saltando por encima de los cubos de basura y amparándose en las sombras que proyectaban los setos.

Eran de baja estatura, como personas de talla normal que se hubieran encogido al exponerse a la luz del sol; hablaban entre sí en voz muy baja y decían cosas como:

—Si la preclara mente de Su Ilustrísima ha llegado a alguna conclusión sobre dónde nos encontramos ahora mismo, le agradecería que tuviera la amabilidad de decirlo. De lo contrario, sería mejor que mantuviese cerrada su hedionda bocaza.

Y:

—Lo único que intento explicarle a Su Señoría es que por aquí cerca hay un cementerio; lo estoy oliendo.

Y:

—Si Su Ilustrísima lo estuviera oliendo, yo lo olería también, pues, como es bien sabido, tengo la nariz más fina que Su Ilustrísima.

Y así conversaban mientras avanzaban a hurtadillas por los jardines del vecindario. Sin embargo, evitaron uno de dichos jardines.

—¡Chissst! ¡Perros! —susurró el honorable Archibald Fitzhugh, y corrieron por la tapia del jardín, como si fueran ratas del tamaño de un niño. Salieron a la calle principal, y subieron por la carretera que llevaba a lo alto de la colina. Por fin, llegaron a la tapia del cementerio, treparon por ella con la agilidad de una ardilla, y se pusieron a olisquear el aire.

—¿Dónde está el perro? —preguntó el duque de Westminster.

—¿El perro? No sé. Andará por aquí. Aunque yo no huelo a perro, propiamente dicho replicó el obispo de Bath y Wells.

—Por si no lo recuerda, Su Ilustrísima tampoco olía este cementerio —dijo el honorable Archibald Fitzhugh—. No es más que un perro.

Los tres a una se bajaron de la tapia de un salto, y echaron a correr hacia la puerta de los ghouls, usando tanto los brazos como las piernas para impulsarse.

Al llegar a la tumba, junto al árbol partido por el rayo, se detuvieron.

—Pero ¿qué es esto que tenemos aquí? —preguntó el obispo de Bath y Wells.

—¡Sapristi! —exclamó el duque de Westminster.

En ese mismo instante Nad despertó.

—Al ver aquellos tres rostros enjutos y apergaminados, pensó que tenía delante tres momias humanas, pero sus rasgos se movían y parecían muy interesados en él: los sonrientes labios dejaban al descubierto unos dientes mugrientos y afilados, ojos pequeños y brillantes, y una zarpa que se movía y tamborileaba.

—¿Quiénes sois? —inquirió Nad.

—Somos —contestó una de las criaturas (Nad reparó en que no eran mucho más altos que él)—, gente muy principal, eso es. Éste es el duque de Westminster.

El más alto de los tres lo saludó con una inclinación de cabeza, y dijo:

—Tanto gusto.

—Y este de aquí es el obispo de Bath y Wells —continuó con las presentaciones el primero. El aludido, que sonreía mostrando sus afilados dientes y dejando colgar su larguísima y puntiaguda lengua, no tenía nada que ver con la idea que Nad se había hecho de lo que era un obispo; tenía la piel moteada y una mancha alrededor de uno de los ojos, lo que le daba cierto aire de pirata…

—Y yo tengo el honor de ser el honorable Archibald Fitzhugh. Para servirlo.

Las tres criaturas se inclinaron a un tiempo. Entonces el obispo de Bath y Wells dijo:

—Y bien, mozalbete, ¿qué es lo que te pasa? Y nada de trolas, recuerda que estás hablando con un obispo.

—Sí, dinos qué te pasa, cuéntanoslo —dijeron al unísono los otros dos.

De modo que Nad se lo contó. Les dijo que nadie quería jugar con él, que nadie le hacía caso, y que hasta su tutor lo había abandonado.

—¡Será posible! —exclamó el duque de Westminster al tiempo que se rascaba la nariz (una especie de pellejo que le rodeaba las fosas nasales)—. Lo que tienes que hacer es irte a otro lugar donde la gente sepa apreciarte.

—Pues no sé adónde —respondió Nad—. Además, no puedo salir del cementerio.

—Conozco un lugar en el que harás muchos amigos y todos querrán jugar contigo —le dijo el obispo, y dejó colgar de nuevo su larguísima lengua, como si fuera un perro—. Una ciudad llena de diversiones y de magia donde la gente te apreciaría en lugar de ignorarte.

—La señora que cuida de mí —dijo Nad— me prepara unas comidas asquerosas: sopa de huevo duro y cosas así.

—¡Comida! —exclamó el honorable Archibald Fitzhugh.

—Precisamente, en el lugar al que nos dirigimos tienen la mejor comida del mundo. Mmm… Se me hace la boca agua sólo de pensarlo.

—¿Puedo ir con vosotros? —preguntó Nad.

—¿Venir con nosotros? —repitió el duque de Westminster. Parecía escandalizado.

—No sea usted así, Su Ilustrísima —terció el obispo de Bath y Wells—. Tenga un poco de caridad. Mire qué carita tiene el pobre. Vaya usted a saber cuándo fue la última vez que comió decentemente.

—Yo voto por que venga con nosotros. En casa podremos ofrecerle una buena pitanza —dijo el honorable Archibald Fitzhugh dándose palmaditas en la tripa con expresión glotona.

—¿Y bien? ¿Te apuntas a la aventura, o prefieres desperdiciar el resto de tu vida quedándote aquí? —le preguntó el duque de Westminster señalando el cementerio con su huesudo dedo.

Nad pensó en la señorita Lupescu, en sus asquerosas comidas y sus aburridísimas listas, y respondió:

—Me apunto a la aventura.

Sus tres nuevos amigos no eran más altos que él, pero desde luego eran infinitamente más fuertes que cualquier niño. De pronto el obispo de Bath y Wells lo cogió en volandas y lo alzó por encima de su cabeza, mientras el duque de Westminster apretujaba un puñado de hierba y gritaba algo así como «¡Skagh! ¡Thegh! ¡Khavagah!» antes de arrancarlo. Entonces la losa que cubría la tumba se abrió como una trampilla.

—¡Vamos, deprisa! —urgió el duque.

El obispo de Bath y Wells lanzó a Nad al interior de la oscura fosa y, a continuación, saltaron él y el honorable Archibald Fitzhugh, seguidos por el duque de Westminster quien, una vez dentro, gritó «¡Wegh Khárados!», para cerrar la puerta de los ghouls.

Demasiado sorprendido aún para asustarse, Nad iba rodando como una piedra en la oscuridad, y mientras se preguntaba qué profundidad tendría aquel pozo, dos recias manos lo agarraron por las axilas y lo llevaron volando a través de las tinieblas.

Hacía años que Nad no experimentaba la oscuridad total. En el cementerio, podía ver en la oscuridad igual que ven los muertos, así que no había tumba ni cripta tan oscura que no pudiera ver nada. Pero ahora la oscuridad era completa y el viento le azotaba la cara mientras avanzaba entre sacudidas y empujones. Daba un poco de miedo, pero al mismo tiempo resultaba muy emocionante.

Y, de pronto, salieron a la luz, y todo cambió.

El cielo era rojo, pero no como el de una puesta de sol, sino de un rojo rabioso, violento, como el de una herida infectada. Por su parte, el sol era pequeño y parecía inerte y distante. Aquellos tres personajes y él descendían por una muralla, y hacía frío. De los laterales de dicha muralla sobresalían lápidas y estatuas, como si llevase empotrado en ella un enorme cementerio, y cual tres arrugados chimpancés vestidos con andrajosos trajes negros atados a la espalda, el duque de Westminster, el obispo de Bath y Wells y el honorable Archibald Fitzhugh se pusieron a saltar de estatua en lápida, pasándose a Nad de uno a otro, sin dejarlo caer en ningún momento, y atrapándolo siempre sin el menor esfuerzo, casi sin mirar.

Nad alzó la vista, tratando de localizar la tumba por la que habían entrado en aquel extraño mundo, pero sólo veía lápidas y más lápidas. Se preguntó si todas esas tumbas, sobre las que se bamboleaban dejándolas atrás, serían también puertas para las criaturas que lo acompañaban…

—¿Adónde vamos? —preguntó, pero su voz se perdía en el viento.

Iban cada vez más deprisa. Un poco más arriba, Nad vio cómo se levantaba una estatua, y otras dos criaturas irrumpieron en aquel extraño mundo en el que el cielo era de color rojo. Una de ellas llevaba un harapiento vestido de seda que debía de haber sido blanco en algún momento, mientras que la otra criatura vestía un traje gris lleno de manchas y excesivamente largo, cuyas mangas hechas trizas colgaban en tétricos jirones. Nada más ver a Nad y a sus tres amigos, se dirigieron hacia ellos, salvando sin dificultad alguna los seis metros que los separaban.

El duque de Westminster emitió una especie de graznido e hizo como que se asustaba, y continuaron descendiendo los cuatro por la muralla de tumbas, con las otras dos criaturas pisándoles los talones. Ninguno de ellos parecía cansarse, ni siquiera jadeaban, y seguían avanzando sin cesar bajo la inerte mirada de aquel sol que, como un ojo muerto, los miraba desde el cielo sanguino. Por fin, llegaron hasta la gigantesca estatua de una criatura, cuya cara parecía una especie de hongo, y allí le presentaron a Nad al trigésimo tercer presidente de Estados Unidos y al emperador de China.

—He aquí a nuestro joven amigo Nad —dijo el obispo de Bath y Wells—. Quiere convertirse en uno de nosotros.

—Viene buscando comida de la rica —les explicó el honorable Archibald Fitzhugh.

—Pues te garantizo que cuando te conviertas en uno de nosotros podrás comer cuanto quieras, jovencito —le dijo el emperador de China.

—Cuanto quieras —repitió el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos.

—¿Cuando me convierta en uno de vosotros? —preguntó Nad, desconcertado—. ¿Queréis decir que me voy a transformar en uno de vosotros?

—Rápido como un látigo, agudo como un alfiler, sí señor. Mucho habría que trasnochar para engañar a este chico —dijo el obispo de Bath y Wells—. En efecto, serás como nosotros; tan poderoso, tan veloz y tan invencible como nosotros.

—Tus dientes se volverán tan fuertes que podrás masticar huesos, y tu lengua se hará larga y afilada para que consiga extraer hasta la última gota de tuétano o cortar en filetes las rollizas mejillas de un morcón —le explicó el emperador de China.

—Podrás deslizarte entre las sombras sin que nadie te vea, sin que nadie sospeche siquiera tu presencia. Libre como el aire, veloz como el pensamiento, frío como la escarcha, duro como una garra, peligroso como… como nosotros —continuó el duque de Westminster.

—Pero ¿y si yo no quiero ser uno de vosotros? —inquirió Nad mirando a las extrañas criaturas.

—¿Si no quieres? ¡Qué tontería, pues claro que quieres! ¿Acaso existe algo mejor? No creo que haya nadie en el universo que no esté deseando ser exactamente como nosotros.

—Tenemos la mejor ciudad… Gholheim —dijo el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos.

—La mejor vida, las mejores viandas…

—¿Tienes idea —los interrumpió el obispo de Bath y Wells— de lo delicioso que es el icor que se posa en el fondo de los ataúdes de plomo? ¿O de cómo se siente uno siendo mil veces más importante que cualquier rey o reina, que cualquier presidente, primer ministro o héroe, y saber todo esto sin ningún tipo de duda, del mismo modo que sabes que una persona es más importante que una col de Bruselas?

—Pero ¿vosotros qué sois? —preguntó Nad.

Ghouls —respondió el obispo de Bath y Wells—. ¡Somos ghouls! Este chico está en Babia…

—¡Eh, mirad!

Por debajo de ellos, toda una troupe de extrañas criaturillas corrían y saltaban alegremente en dirección al camino que había un poco más abajo y, sin darle tiempo a Nad a decir ni mu, un par de manos huesudas lo agarraron y lo llevaron volando a trompicones hacia donde estaban los demás.

Al final de la muralla de tumbas había un camino, absolutamente nada más que un camino, que atravesaba un desierto en el que no se veía otra cosa que huesos y rocas, y ese camino serpenteaba hasta una ciudad situada muchos kilómetros más allá, arriba de todo de un altísimo cerro de roca roja.

Nad alzó la vista hacia la ciudad y se horrorizó; se apoderó de él una sensación entre la repulsión y el miedo, entre la indignación y el odio, todo ello sazonado con una buena dosis de pavor.

Los ghouls no construyen nada; tan sólo son parásitos que se alimentan de carroña. Llegaron a la ciudad a la que llaman Gholheim hace mucho tiempo, pero ya existía entonces; no la construyeron ellos. Nadie sabe (ni ha sabido nunca) quiénes levantaron aquellos edificios, excavados en la misma roca y provistos de túneles y torres. Lo que estaba claro es que había que ser un ghoul para querer vivir en un lugar así; cualquier otra criatura no se atrevería ni a acercarse.

Incluso desde el camino de Gholheim, estando aún a muchos kilómetros de distancia de la ciudad, Nad se dio cuenta de que ésta era un verdadero despropósito arquitectónico: los muros se inclinaban sin orden ni concierto, y el conjunto en sí era la suma de todas sus pesadillas hecha realidad. Parecía una gigantesca bocaza con los dientes torcidos. Nadie construiría algo así a menos que hubiera planeado de antemano abandonarla tan pronto como estuviera terminada; era como si sus artífices hubieran dejado impresos en la piedra todos sus miedos, todos sus delirios y todas sus fobias. Los ghouls simplemente la encontraron, les gustó y la convirtieron en su hogar.

Debe tenerse en cuenta que los ghouls se desplazan deprisa, de modo que, como un enjambre, avanzaban por aquel camino en mitad del desierto con la premura de un buitre, mientras Nad mareado, muerto de miedo y angustia y sintiéndose tonto de remate iba de aquí para allá, sostenido por las recias manos de los ghouls.

Si se miraba hacia el inhóspito cielo rojo, se distinguían unas criaturas, de grandes alas negras, que volaban en círculos.

—¡Cuidado —advirtió el duque de Westminster—, ponedlo a cubierto! No quiero que los ángeles descarnados de la noche nos lo roben.

—¡Malditos salteadores de caminos! ¡Sí! ¡Nosotros odiamos a los salteadores de caminos! —gritó el emperador de China.

«Los ángeles descarnados de la noche vuelan por el cielo rojo que hay sobre el camino de Gholheim…», se dijo Nad que, llenándose los pulmones de aire, gritó tal como le había enseñado la señorita Lupescu: un grito gutural similar al de un águila.

Una de las aladas criaturas descendió hacia ellos, pero se quedó a medio camino y continuó volando en círculos, así que Nad volvió a gritar. Uno de los ghouls le tapó la boca:

—Una idea genial, atraerles hacia aquí —dijo el honorable Archibald Fitzhugh—, pero, créeme, no hay quien les hinque el diente, a no ser que los tengas un par de semanas asándose a fuego lento. Y, además, no traen más que problemas. Simplemente, no nos mezclamos con ellos, ¿estamos? El ángel descarnado se elevó de nuevo en el reseco aire del desierto para ir a reunirse con los suyos, y Nad vio esfumarse todas sus esperanzas.

El duque de Westminster se echó al niño sobre los hombros sin demasiadas ceremonias, y los ghouls aceleraron la marcha para llegar cuanto antes a la ciudad situada en lo alto del cerro.

Al fin, el inerte sol se ocultó, y en el cielo se elevaron dos lunas: una muy grande y blanca, llena de agujeros, que al principio ocupaba la mitad del horizonte pero iba disminuyendo de tamaño a medida que ascendía, y otra más pequeña, del mismo color verdiazulado que los mohos del queso, cuya salida fue muy celebrada por los ghouls. Al cabo de un rato éstos se detuvieron y acamparon a un lado del camino.

Uno de los últimos en añadirse al grupo (a Nad le pareció que se trataba del que le habían presentado como «Víctor Hugo, el famoso escritor») se puso a vaciar un saco que contenía leña (en algunos de los maderos se apreciaban aún bisagras o pomos) y un encendedor metálico, y en un momento prendió una buena hoguera alrededor de la cual se sentaron a descansar. Los ghouls contemplaron la luna verdiazulada y, a continuación, se enzarzaron en una pelea, insultándose unos a otros e incluso mordiéndose o clavándose las uñas, para ver quién se quedaba con los mejores sitios junto al fuego.

—Nos acostaremos temprano y, al caer la luna, saldremos hacia Gholheim —dijo el duque de Westminster—. Ya sólo nos quedan por delante unas nueve o diez horas; deberíamos estar allí cuando vuelva a salir la luna. Y entonces haremos una fiesta, ¿eh? ¡Te transformarás en uno de los nuestros y lo celebraremos! No sentirás ningún dolor —lo tranquilizó el honorable Archibald Fitzhugh—. No es para tanto, ya lo verás; y piensa en lo feliz que serás después.

Entonces todos se pusieron a contarle historias sobre lo maravilloso que es ser un ghoul, y las cosas que habían llegado a masticar con sus potentes dientes. Además, eran inmunes a cualquier clase de enfermedad, le informó una de aquellas criaturas. ¡Qué caramba, a ellos les daba igual de qué hubiera muerto su cena; la engullían y listo! También le hablaron de los sitios en los que habían estado, en su mayoría catacumbas y fosas comunes de la peste negra. («Los restos de esas fosas son un manjar exquisito», afirmó el emperador de China, y todos los demás le dieron la razón.) Asimismo le contaron cómo habían cambiado sus nombres y cómo él, una vez convertido en un anónimo ghoul, también tendría que adoptar un nuevo nombre, igual que hicieron ellos después de haber tomado el plato fuerte de su primer ágape siendo ghouls.

—Pero yo no quiero convertirme en uno de vosotros —se quejó Nad.

—De un modo u otro —replicó el obispo de Bath y Wells, muy alegre—, lo harás. El otro modo es más sucio, pues implica tener que ser digerido, y la verdad es que apenas vives el tiempo suficiente para disfrutarlo.

—Bueno, no hablemos ahora de cosas desagradables —terció el emperador de China—. Ser un ghoul es lo mejor. ¡No tememos a nada ni a nadie!

Y todos ellos, sentados alrededor de la hoguera hecha con restos de ataúdes, acogieron esta declaración con aullidos de entusiasmo y se pusieron a cantar y a alardear de lo sabios y poderosos que eran, y de lo fantástico que era no temer a nada ni a nadie.

De pronto se oyó un ruido a lo lejos, un aullido que parecía provenir del desierto, y los ghouls se acercaron aún más al fuego, murmurando inquietos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Nad.

Todos menearon negativamente la cabeza y uno de ellos le respondió:

—Nada, algo que anda merodeando por el desierto.

—Pero ¡silencio! ¡Nos va a oír!

Y los ghouls guardaron silencio unos minutos, hasta que se olvidaron de que había alguien en el desierto, y entonces se pusieron a cantar canciones llenas de malas palabras y peores sentimientos. La más popular de éstas no hacía sino enumerar las partes más suculentas de un cadáver putrefacto, y explicar en qué orden debían ser comidas.

—Quiero volver a casa —exigió Nad, una vez que acabaron la canción—. No quiero quedarme aquí.

—Deja de resistirte, pequeño —dijo el duque de Westminster—. Te prometo que cuando te conviertas en uno de nosotros no volverás a acordarte de tu casa.

—Yo no recuerdo absolutamente nada de mi vida anterior —aseguró Víctor Hugo, el famoso escritor.

—Ni yo —confirmó el emperador de China con orgullo.

—Nada de nada —dijo el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos.

—Serás miembro de una élite formada por las criaturas más inteligentes, más fuertes y más valientes de todos los tiempos —añadió con jactancia el obispo de Bath y Wells.

A Nad no le impresionaban demasiado el coraje ni la inteligencia de los ghouls. Pero eran fuertes, eso sí, y se movían con una rapidez sobrehumana, y él estaba justo en el centro del grupo. Huir era, simplemente, imposible; lo atraparían de inmediato.

A todo esto, allá a lo lejos, se oyó otro aullido, y los ghouls volvieron a apiñarse alrededor del fuego. Nad los oía maldecir por lo bajo. Cerró los ojos, echaba de menos su casa y estaba muy abatido; no quería convertirse en un ghoul. Estaba convencido de que en esas condiciones no iba a poder pegar ojo en toda la noche, pero al fin logró dormir dos o tres horas.

Un ruido airado, atronador y cercano lo despertó. Era la voz de alguien que preguntaba:

—Y bien, ¿dónde están? ¿Eh?

Nad abrió los ojos y vio que era el obispo de Bath y Wells, que le gritaba al emperador de China. Al parecer, dos miembros del grupo habían desaparecido en plena noche, se habían evaporado sin más, y nadie se explicaba cómo había podido ocurrir. Los demás ghouls tenían los nervios de punta. Así que levantaron el campamento a toda prisa, y el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos levantó en volandas a Nad y se lo echó al hombro.

Bajo un cielo del color de la mala sangre, los ghouls descendieron a toda prisa por el barranco y volvieron al camino de Gholheim. Aquella mañana no parecían tan contentos, ni mucho menos. Más bien daba la impresión de que estaban huyendo de algo (o eso intuía Nad).

Hacia el mediodía, cuando el inerte sol se hallaba en su punto más alto, los ghouls se detuvieron y formaron corro. Un poco más lejos se veían varias decenas de ángeles descarnados de la noche que volaban en círculos a gran altura, planeando en las corrientes térmicas.

Los ghouls estaban divididos: unos creían que sus dos compañeros habían desaparecido sin más, y otros, por el contrario, creían que algo —probablemente los ángeles descarnados de la noche— se los habían llevado.

No lograron ponerse de acuerdo en nada, excepto en que debían armarse con piedras por si aquellas terribles criaturas descendían sobre ellos. De modo que se fueron llenando los bolsillos con las piedras que encontraban por el camino.

De súbito se oyó un aullido en el desierto, a su izquierda, y los ghouls entrecruzaron las miradas. Sonaba más potente que la noche anterior, y más cercano; era similar al aullido de un lobo.

—¿Habéis oído eso? —preguntó el alcalde de Londres.

—No —dijo el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos.

—Yo, tampoco —corroboró el honorable Archibald Fitzhugh.

Otro aullido.

—Hemos de llegar a casa cuanto antes —urgió el duque de Westminster sopesando en la mano un tremendo pedrusco.

Tenían frente a sí el altísimo cerro sobre el que se asentaba la apocalíptica ciudad de Gholheim, y los ghouls estaban impacientes por llegar a ella.

—¡Cuidado! ¡Nos atacan los ángeles descarnados de la noche! —gritó el obispo de Bath y Wells—. ¡Lanzad las piedras contra esas sanguijuelas!

En ese preciso instante, Nad lo veía todo al revés, pues iba cabeza abajo sobre el hombro del trigésimo tercer presidente de Estados Unidos, tragándose, además, el polvo del camino. Pero oía gritos, similares a los de un águila y, una vez más, pidió auxilio en la lengua de los ángeles descarnados de la noche. Nadie intentó silenciarlo esta vez, pero tampoco estaba muy seguro de que lo hubieran oído entre el guirigay de las criaturas aladas y las blasfemias que proferían los ghouls mientras les arrojaban piedras.

Nad oyó de nuevo el aullido, sólo que ahora procedía del otro lado, a su derecha.

—Esos malnacidos están por todas partes —comentó el duque de Westminster, pesimista.

El trigésimo tercer presidente de Estados Unidos bajó a Nad del hombro y se lo pasó a Víctor Hugo, el famoso escritor, que metió al niño en su saco y se lo echó a la espalda. Nad se alegró al comprobar que el interior del saco no olía más que a leña y a polvo.

—¡Se están batiendo en retirada! —gritó uno de los ghouls—. ¡Mirad cómo huyen!

—Pierde cuidado —dijo una voz que Nad creyó identificar como la del obispo de Bath y Wells—. Todo este jaleo se acabará en cuanto entremos en Gholheim. ¡Es inexpugnable; es Gholheim!

Nad no sabía a ciencia cierta si algunos ghouls habían resultado muertos o heridos en la refriega con los ángeles descarnados de la noche. Aunque sí sospechaba, por las maldiciones que le había oído lanzar al obispo de Bath y Wells, que muchos de ellos habían huido.

—¡Aprisa! —gritó una voz que parecía la del duque de Westminster, y los ghouls echaron a correr.

Nad iba muy incómodo en el interior del saco; se iba dando golpes contra la espalda de Victor Hugo, el famoso escritor, y de vez en cuando incluso se golpeaba contra el suelo. Por si estar atrapado dentro de un saco no fuera lo suficientemente incómodo, Nad tenía que compartir aquel reducido espacio con varios leños, además de los tornillos, clavos y otras piezas punzantes restos de los ataúdes que sobresalían de ellos. De hecho, había un tornillo que se le clavaba en la mano.

Pese a los golpes, las sacudidas y el zarandeo, Nad logró coger aquella pieza que le pinchaba la mano derecha y la tanteó hasta encontrar la punta. Armándose de valor y aferrado a la poca esperanza que le quedaba, Nad se puso a perforar la tela del saco con el tornillo, metiéndolo y sacándolo alternativamente para practicar un agujero.

Alguien volvió a aullar de nuevo, esta vez a su espalda.

Nad pensó que algo que atemorizaba a los ghouls de ese modo tenía que ser por fuerza verdaderamente terrorífico, y dejó de horadar la tela, porque ¿y si se caía del saco e iba a parar directo a las fauces de alguna bestia diabólica? Aunque bien mirado, se dijo, si moría en ese instante, al menos moriría siendo él, con sus recuerdos intactos, sabiendo quiénes eran sus padres, quién era Silas e incluso quién era la señorita Lupescu.

Menos da una piedra.

Nad continuó, pues, perforando el saco, pinchando la tela con el tornillo y ahuecando los hilos hasta que logró hacer otro agujero.

—¡Vamos, camaradas! —gritó el obispo de Bath y Wells.

—¡Unos cuantos escalones más y estaremos a salvo en nuestra amada Gholheim!

—¡Bien dicho, Ilustrísima! —exclamó otro, probablemente el honorable Archibald Fitzhugh.

Nad detectó un cambio en los movimientos de sus captores. Ya no avanzaban de forma continua, sino que se movían en dos tiempos: primero subían y, a continuación, caminaban unos metros, luego volvían a subir, y seguían caminando.

Nad hurgó con el dedo en uno de los agujeros del saco para poder echar un vistazo al exterior. Divisó en lo alto el opresivo cielo rojo, y abajo…

… abajo seguía viendo la arena del desierto, sólo que ahora quedaba a más de cien metros de distancia. Justo detrás de ellos, había unos escalones que parecían hechos a la medida de un gigante, a la derecha, la pared de roca, y a la izquierda, un precipicio; era evidente que Gholheim, que le era imposible contemplar desde el interior del saco, se hallaba al frente. Decididamente, tendría que dejarse caer recto, sobre los escalones, y confiar en que los ghouls, desesperados por entrar en la ciudad cuanto antes para ponerse a salvo, no lo vieran escapar. Distinguió también a los ángeles descarnados de la noche que continuaban volando en círculos en lo alto del cielo sanguino.

Por suerte, no había ningún ghoul detrás de él, puesto que Víctor Hugo, el famoso escritor, iba en último lugar, y no tenía a nadie detrás que advirtiera que el agujero del saco se iba haciendo cada vez más grande, ni viera a Nad cuando lograra salir.

Pero había algo más…

A todo esto, Nad rebotó contra uno de los laterales del saco y cayó de lado, lejos del agujero. Pero tuvo tiempo de ver una cosa enorme y gris que les iba pisando los talones. Y gruñía que daba miedo.

Había una singular expresión que el señor Owens solía emplear cuando tenía que elegir entre dos cosas igualmente desagradables: «Estoy entre el diablo y el profundo mar azul», decía. Nad se había preguntado muchas veces por el significado de aquella expresión, pues en todos los años que llevaba viviendo en el cementerio, nunca había visto al diablo ni el profundo mar azul.

«Estoy entre los ghouls y el monstruo», pensó el niño.

Y, mientras asumía la situación, unos afilados colmillos desgarraron la tela del saco, y Nad cayó sobre los escalones de piedra, donde se encontró cara a cara con un inmenso animal de pelo gris, como un perro aunque mucho más grande, que gruñía con fiereza y babeaba por las comisuras de la boca; tenía unos ojos que parecían de fuego, los colmillos blancos y unas pezuñas descomunales. El animal jadeaba y lo miraba fijamente.

Los ghouls se detuvieron a escasos metros de él.

—¡Por los cuernos de Belcebú! —exclamó el duque de Westminster—. ¡Ese perro del averno tiene al maldito niño!

—Pues que se lo quede —dijo el emperador de China.

—¡Corred!

Los ghouls echaron a correr como alma que lleva el diablo. Aquella escalera tenía que haber sido construida por gigantes, a Nad no le cabía ya la menor duda, pues no había un solo escalón que no fuera más alto que él. Los ghouls se alejaban a toda prisa y no miraban atrás más que para hacerle gestos obscenos al animal y, probablemente, también a Nad.

La fiera seguía sin moverse de su sitio.

«Me va a comer —se dijo el niño—; bien hecho, Nad». Y le vino a la memoria su casa del cementerio, pero se dio cuenta de que ya no recordaba por qué se había marchado de allí. Con perro monstruoso o sin perro monstruoso, tenía que regresar a su casa, al menos otra vez; había gente esperándolo allí.

Así pues, pasó por delante de la fiera y saltó el escaso metro y medio que lo separaba del escalón inmediatamente anterior, pero con tan mala suerte que se torció el tobillo y cayó al suelo, gritando de dolor.

Entonces oyó a la fiera, que se le aproximaba a todo correr, y trató de escapar; intentó ponerse de pie, pero le dolía tanto el tobillo que le era imposible apoyar el talón en el suelo, y volvió a caer sin poder evitarlo. No obstante, esta vez se derrumbó fuera del escalón, hacia el lado opuesto a la pared de roca, es decir, por el precipicio, y la distancia que lo separaba del suelo era tan atroz, que no alcanzaba a imaginar siquiera cuántos metros habría…

Mientras caía al vacío, oyó una voz que provenía del lugar donde había visto a la fiera por última vez. Sin duda alguna, era la voz de la señorita Lupescu, que exclamaba: «¡Oh, no! ¡Nad!». Era exactamente igual que en esos sueños en los que uno cae al vacío; Nad notaba el mismo vértigo, el mismo terror. Tenía la sensación de que en su mente no había sitio más que para un pensamiento, así que la idea de «El perrazo gris era en realidad la señorita Lupescu» competía por ese puesto con esta otra «Cuando me estampe contra el suelo, me voy a convertir en puré».

De pronto sintió que algo lo envolvía y lo acompañaba en la caída y, al cabo de unos instantes, oyó el batir de unas alas sin plumas y todo se ralentizó de inmediato. El tan temido impacto contra el suelo dejó de parecerle inminente.

Las alas batieron con más fuerza; de inmediato comenzaron a ascender y el único pensamiento que ocupaba ahora la mente de Nad era: «¡Estoy volando!». Y, efectivamente, volaba. Se volvió a mirar y vio una cabeza de color marrón oscuro, calva como una bola de billar, provista de dos ojos profundos y relucientes como esferas de cristal negro muy bruñido.

El niño volvió a pedir auxilio en la lengua de los ángeles descarnados de la noche, y el ángel descarnado sonrió y le respondió con una especie de ululato. Parecía satisfecho.

Acto seguido, tuvo lugar un descenso súbito y vuelta a disminuir la velocidad, hasta que por fin tocaron tierra con un ruido sordo. Nad intentó ponerse en pie, pero el tobillo le falló una vez más y cayó al suelo, recibiendo el aguijonazo de la arena arrastrada por el fuerte viento del desierto.

El ser volador se posó en el suelo, al lado de Nad, con las alas plegadas hacia atrás. Como el niño se había criado en un cementerio, estaba acostumbrado a ver imágenes de seres alados, pero los ángeles de los monumentos funerarios no se parecían en nada a aquella criatura.

Entonces un formidable animal de pelo gris, una especie de perro gigantesco, atravesó el desierto que se extendía a los pies de Gholheim.

Y el perro habló, pero la voz era la de la señorita Lupescu:

—Con ésta ya son tres las veces que los ángeles descarnados de la noche te salvan la vida. La primera fue cuando pediste ayuda; ellos te oyeron y vinieron a avisarme y a indicarme dónde estabas. La segunda fue anoche cuando te quedaste dormido junto a la hoguera; ellos volaban en círculos por encima de vosotros, y oyeron a dos ghouls que decían que les traías mala suerte y que sería mejor machacarte los sesos con una piedra y dejarte en algún lugar donde te pudieran localizar más tarde, cuando estuvieras convenientemente podrido, y darse un buen banquete a tu costa. Los ángeles descarnados de la noche se ocuparon de resolver el asunto con la mayor discreción. Y ahora, esto.

—Se… señorita Lupescu…

La fiera inclinó la cabeza y la acercó a la de Nad y, durante un agónico y pavoroso instante, él pensó que se lo iba a zampar de un bocado, pero lo que le dio fue un cariñoso lametón en la cara.

—¿Te duele el tobillo?

—Sí. No puedo apoyar el pie.

—Pues vamos a ver cómo te subimos a mi lomo —dijo el formidable animal de pelo gris que resultó ser la señorita Lupescu.

Habló con el ángel descarnado de la noche en su lengua, y la criatura se acercó y ayudó a Nad a subirse al lomo de la señorita Lupescu.

—Agárrate a mi pellejo. Agárrate fuerte. Eso es, y ahora di lo mismo que yo… —Y la señorita Lupescu profirió un agudo chillido.

—¿Y qué significa eso?

—Gracias o adiós. Depende.

Nad imitó el sonido lo mejor que pudo, y el ángel descarnado de la noche se rió. A continuación la criatura emitió un sonido similar, desplegó sus enormes alas coriáceas, echó a correr en dirección al viento, aleteando con fuerza hasta que la corriente lo arrastró, y ascendió, igual que una cometa.

—Y ahora, haz lo que ya te he dicho: agárrate muy fuerte ordenó el animal, que era en realidad la señorita Lupescu, y salió como una flecha.

—¿Vamos hacia la muralla de tumbas?

—¿A las puertas de los ghouls? No, no. Ésas son sólo para los ghouls. Yo soy un sabueso de Dios y viajo por un camino especial que pasa por el infierno.

Y a Nad le pareció que ahora el perro corría aún más deprisa.

La luna grande se elevó en el cielo, seguida de la más pequeña y, poco después, se les unió una tercera luna de color rubí; el lobo gris siguió corriendo a través del desierto sembrado de huesos.

Por fin se detuvo frente a un edificio de arcilla medio en ruinas, como una gigantesca colmena, situado junto a un pequeño manantial de agua que brotaba de la roca y caía en una minúscula charca para, finalmente, desaparecer. Una vez allí el animal inclinó la cabeza y bebió, y Nad cogió un poco de agua con las manos y se la bebió a pequeños sorbos.

—Ésta es la frontera —dijo la fiera, que era en realidad la señorita Lupescu.

Nad contempló el cielo: las tres lunas habían desaparecido. Pero ahí estaba la Vía Láctea, más nítida y resplandeciente que nunca. Todo el firmamento estaba plagado de estrellas.

—¡Qué bonitas! —exclamó Nad.

—Cuando lleguemos a casa —dijo la señorita Lupescu—, te enseñaré los nombres de las estrellas y de sus constelaciones.

—Me encantaría aprenderlos —admitió Nad.

El niño trepó de nuevo al inmenso lomo gris de su profesora, enterró la cara en el pelo, y se agarró con fuerza, y en tan sólo unos segundos o eso le pareció se plantaron en el cementerio, caminando entre las tumbas en dirección a la que habitaban los Owens.

—Se ha torcido el tobillo —dijo la señorita Lupescu.

—Ángel mío, pobrecito —replicó la señora Owens al tiempo que cogía en brazos a Nad y lo mecía entre sus fuertes, aunque incorpóreos, brazos—. No diré que no me has tenido preocupada, porque sería mentira. Pero ahora ya estás aquí, y eso es lo único que importa.

Al cabo de unos minutos Nad se encontraba perfectamente cómodo y seguro bajo tierra, en su casa, con la cabeza apoyada en su almohada. Estaba rendido y, nada más cerrar los ojos, quedó sumido en un profundo y dulce sueño.

El tobillo izquierdo de Nad se había hinchado mucho y estaba amoratado. El doctor Trefusis (1870-1936. «Dios lo tenga en su gloria.») lo examinó y dictaminó que no era más que un esguince. La señorita Lupescu se acercó a la farmacia y le trajo una tobillera elástica, y Josiah Worthington, baronet, a quien enterraron con su elegante bastón de ébano, insistió en prestárselo a Nad, que se lo pasó como un enano caminando con el bastón y fingiendo que era un anciano centenario.

Nad subió la colina renqueando y, de debajo de una piedra, sacó un papel doblado que rezaba: «LOS SABUESOS DE DlOS». —Estaba impreso en tinta de color morado y era el primer elemento de una lista—. Las criaturas a las que los mortales llaman hombres lobo o licántropos se autodenominan sabuesos de Dios, pues sostienen que su transformación es un don del Creador, y ellos le corresponden con su tenacidad, ya que son capaces de perseguir a un ser malvado hasta las mismísimas puertas del infierno.

Nad asintió y pensó: «Y no sólo a un ser malvado».

Leyó la lista hasta el final, esforzándose en memorizarlo todo, y después bajó hasta la vieja capilla, donde la señorita Lupescu lo esperaba con una empanada de carne y una gigantesca bolsa de patatas fritas que había comprado en una tienda que había al pie de la colina.

También llevaba un montón de listas nuevas impresas, como de costumbre, en tinta de color morado.

Compartieron la bolsa de patatas y, en una o dos ocasiones, ella incluso sonrió.

Silas regresó hacia finales de mes. Sujetaba su maletín negro con la mano izquierda, y el brazo derecho lo tenía completamente rígido. Pero era Silas, y Nad se alegraba de volver a verlo, y se alegró mucho más al descubrir que le había traído un regalo: una reproducción en miniatura del Golden Gate de San Francisco.

Cuando llegó casi la medianoche, aunque la oscuridad no era completa todavía, los tres se sentaron en lo alto de la colina, con las luces de la ciudad a sus pies.

—Espero que haya ido todo bien mientras he estado ausente —dijo Silas.

—¡He aprendido un montón de cosas! —exclamó Nad, sin soltar su regalo, y señaló el firmamento—. Eso de ahí es Orion, el Cazador, y su cinturón de tres estrellas. Y esa otra es Tauro, el Toro.

—Muy bien, muy bien —aprobó Silas.

—¿Y tú? —preguntó Nad—. ¿Has aprendido algo nuevo mientras has estado fuera?

—¡Oh, claro que sí! —replicó su tutor sin entrar en detalles.

—Pues yo, también —intervino la señorita Lupescu—. Yo también he aprendido algunas cosas que no sabía.

—Magnífico —repuso Silas. Y acto seguido se oyó el ulular de un búho que estaba posado en la rama de un roble—. El caso es que me han llegado algunos rumores de que hace unas semanas los dos estuvisteis en cierto lugar al que yo no habría podido seguiros. En otras circunstancias, os aconsejaría que anduvierais con cuidado, pero, a diferencia de otras criaturas, los ghouls olvidan enseguida.

—No ha pasado nada. La señorita Lupescu cuidó de mí todo el tiempo, y no corrí peligro en ningún momento —lo tranquilizó Nad.

La señorita Lupescu lo miró y se le iluminó la cara; luego desvió la vista hacia Silas y le dijo:

—Hay tantas cosas que podría enseñarle aún. Es posible que vuelva el verano que viene a darle algunas clases.

Observando a la señorita Lupescu, Silas alzó una ceja y, a continuación, observó a Nad.

—Me encantaría —dijo el niño.