Capítulo 2

Una nueva amiga

Nadie era un niño callado, de ojos grises y abundante cabello, de tono parduzco, siempre alborotado. En general era obediente. Pero tan pronto como aprendió a hablar, acosó a los habitantes del cementerio con toda clase de preguntas: «¿Por qué no puedo salir de aquí?», «¿cómo se hace eso que ha hacido él?», «¿quién vive aquí?». Los adultos trataban de respondérselas, pero las respuestas eran evasivas, confusas o contradictorias, y entonces Nad bajaba hasta la vieja iglesia para hablar con Silas.

Cuando Silas despertaba al caer el sol, se lo encontraba allí, esperándolo.

Siempre podía contar con su tutor para que le explicara las cosas de forma clara y precisa y con la sencillez suficiente para entenderlas:

—No puedes salir del cementerio porque sólo dentro de él somos capaces de protegerte (y, por cierto, se dice «hecho», en vez de «hacido»). Es aquí donde vives y donde también vive la gente que te quiere y se preocupa por ti. Fuera de él no estarías a salvo. Al menos, de momento.

—Pero tú sí sales. Sales todas las noches.

—Yo soy infinitamente más viejo que tú, amiguito. Y puedo ir a cualquier parte sin tener que preocuparme de nada.

—Y yo también.

—Ojalá fuera eso cierto. Pero sólo estarás seguro si te quedas aquí.

O bien le decía:

—¿Qué cómo se hace eso?

—Verás, hay ciertas habilidades que se adquieren por medio del estudio, otras con la práctica, y otras con el tiempo. Seguramente, no tardarás mucho en dominar las técnicas de la Desaparición, del Deslizamiento y la de Caminar en Sueños. Pero hay otras facultades que no están al alcance de los vivos, y, para desarrollarlas, tendrás que esperar un poco más. Sin embargo, estoy completamente convencido de que, a la larga, hasta ésas acabarás por dominarlas.

»En cualquier caso, te concedieron la ciudadanía honorífica, de modo que estás bajo la protección del cementerio. Mientras permanezcas dentro de sus límites, podrás ver en la oscuridad, moverte con libertad por lugares que, normalmente, les están vetados a los vivos, y serás invisible a los ojos de éstos. A mí también me otorgaron esa distinción, aunque en mi caso el único privilegio que lleva asociado es el derecho a residir en el cementerio.

—Yo de mayor quiero ser como tú —dijo Nad tirándose del labio inferior.

—No —replicó rotundamente Silas—. No quieres ser como yo.

O bien le preguntaba:

—¿Quieres saber quién está enterrado ahí? Pues mira, fíjate, normalmente está escrito en la lápida. ¿Sabes leer? ¿Te han enseñado el alfabeto ya?

¿El alfaque?

—Silas negó con la cabeza, pero no dijo nada. Los señores Owens no tuvieron ocasión de aprender a leer con fluidez cuando estaban vivos y, además, en el cementerio no había cartillas de lectura.

A la noche siguiente, Silas se presentó en la acogedora tumba de los Owens con tres libros de gran tamaño dos cartillas de lectura con las letras impresas en colores muy vivos (A de Árbol, B de Barco) y un ejemplar de El gato Garabato. También llevaba papel y un estuche con lápices de colores. Y con todo ese material, se llevó a Nad a dar un paseo por el cementerio. De vez en cuando, se agachaban junto a alguna de las lápidas más nuevas, y Silas colocaba los dedos de Nad sobre las inscripciones grabadas en la piedra y le enseñaba a reconocer las letras del alfabeto, empezando por la puntiaguda A mayúscula.

Luego le impuso una tarea: localizar todas y cada una de las letras que componen el alfabeto en las lápidas del cementerio. Y Nad, muy contento, logró completarla gracias al descubrimiento de la lápida de Ezekiel Ulmsley, situada sobre un nicho en uno de los laterales de la vieja capilla. Su tutor quedó muy satisfecho.

Todos los días Nad cogía el papel y los lápices y paseaba entre las tumbas, copiando con esmero los nombres, palabras y números grabados en las lápidas y, por las noches, antes de que Silas abandonara el cementerio, le pedía a su tutor que le explicara el significado de lo que había escrito, y le hacía traducir los fragmentos en latín, pues los Owens tampoco los entendían.

Aquél era un día de primavera muy soleado; los abejorros zumbaban entre las aulagas y los jacintos silvestres que crecían en un rincón del cementerio, mientras Nad, tumbado en la hierba, observaba las idas y venidas de un escarabajo que correteaba por la lápida de George Reeder, su esposa Dorcas y su hijo Sebastian, (Fidelis ad mortem). El niño había terminado de copiar la inscripción y estaba absorto observando al escarabajo cuando oyó una voz que decía:

—Hola. ¿Qué estás haciendo?

Alzó la vista y vio que había alguien detrás de la mata de aulagas.

—Nada —replicó Nad, y le sacó la lengua.

Por un momento, la cara que se veía por entre las aulagas se transformó en una especie de basilisco de ojos desorbitados que también le sacaba la lengua, pero enseguida volvió a adoptar la apariencia de una niña.

—¡Increíble! —exclamó Nad, visiblemente impresionado.

—Pues sé poner caras mucho mejores. Mira ésta —dijo la niña, y estiró la nariz hacia arriba con un dedo mientras sonreía de oreja a oreja, entornaba los ojos e hinchaba los mofletes—. ¿Quién soy?

—No sé.

—Un cerdo, tonto.

—¡Ah! —exclamó Nad, y preguntó—. ¿Cómo en C de Cerdo? Pues claro. Espera un momento.

La niña salió de detrás de las aulagas y se le acercó; Nad se puso en pie para recibirla. Era un poco mayor que él, algo más alta, y los colores de su ropa eran muy llamativos: amarillo, rosa y naranja. En cambio, Nad, envuelto en su humilde sábana, se sintió incómodo con su aspecto gris y desaliñado.

—¿Cuántos años tienes? —quiso saber la niña—. ¿Qué haces aquí? ¿Vives aquí? ¿Cómo te llamas?

—No lo sé —respondió Nad.

—¿No sabes cuál es tu nombre? ¡Cómo no vas a saberlo! Todo el mundo sabe cómo se llama. Trolero.

—Sé perfectamente cómo me llamo y también sé lo que estoy haciendo aquí. Lo que no sé es eso último que has dicho.

—¿Los años que tienes? —Nad asintió.

—A ver —dijo la niña—, ¿cuántos tenías en tu último cumpleaños?

—No sé. Nunca he tenido cumpleaños.

—Todo el mundo tiene cumpleaños. ¿Me estás diciendo que nunca has apagado las velas, ni te han regalado una tarta y todo eso? —Nad negó con la cabeza. La niña lo miró con ternura.

—Pobrecito, qué pena. Yo tengo cinco años, y seguro que tú también.

Nad asintió con entusiasmo. No tenía la más mínima intención de discutir con su nueva amiga; su compañía lo reconfortaba.

Le dijo que se llamaba Scarlett Amber Perkins, y que vivía en un piso que no tenía jardín. Su madre estaba sentada en un banco al pie de la colina, leyendo una revista, y le había dicho a Scarlett que debía estar de vuelta en media hora para hacer un poco de ejercicio, y no meterse en líos ni hablar con desconocidos.

—Yo soy un desconocido —dijo Nad.

—No, qué va —replicó ella sin vacilar—. Eres un niño. Y además eres mi amigo, así que no puedes ser un desconocido.

Nad no sonreía mucho, pero en aquel momento sonrió de oreja a oreja y con verdadera alegría.

—Sí, soy tu amigo.

—¿Y cómo te llamas?

—Nad. De Nadie.

La niña se echó a reír y comentó:

—Qué nombre tan raro. ¿Y qué estabas haciendo?

—Letras. Estoy copiando las letras de las lápidas.

—¿Me dejas que te ayude?

En un primer momento, Nad sintió el impulso de negarse, eran sus lápidas, ¿no?, pero enseguida se dio cuenta de que era una tontería, y pensó que hay cosas que pueden resultar más divertidas si se hacen a la luz del día y con un amigo. Así que dijo:

—Vale.

Se pusieron a copiar los nombres que había en las lápidas; Scarlett le enseñaba a Nad a pronunciar las palabras y los nombres que no conocía, y él le enseñaba a su nueva amiga lo que significaban las palabras que estaban en latín, aunque sólo sabía algunas de ellas.

Perdieron la noción del tiempo y les pareció que no había pasado ni un minuto cuando oyeron una voz que gritaba:

—«¡Scarlett!».

La niña le devolvió rápidamente los lápices y el papel.

—Tengo que irme —le dijo.

—Nos veremos otro día —replicó Nad. Porque volveremos a vernos, ¿verdad?

—¿Dónde vives? —preguntó ella.

—Pues, aquí —respondió Nad, y se quedó mirándola mientras se alejaba corriendo colina abajo.

De camino a casa, Scarlett le contó a su madre que había conocido a un niño que se llamaba Nad y vivía en el cementerio, y que había estado jugando con él; por la noche, la mamá de Scarlett se lo contó al papá de Scarlett, y él le dijo que, según tenía entendido, era bastante habitual que los niños de esa edad se inventaran amigos imaginarios, y que no tenía de qué preocuparse, y que eran muy afortunados por el hecho de tener una reserva natural tan cerca de su casa.

Excepto en aquel primer encuentro, Scarlett no volvió a ver a Nad sin que él la descubriera primero. Los días que no llovía, su padre o su madre la llevaban al cementerio, y quien fuera que la acompañara se sentaba en un banco a leer mientras ella correteaba por el sendero, alegrando el paisaje con sus vistosas ropas de color verde fosforito, o naranja, o rosa. Después, más temprano que tarde, se encontraba ante una carita de expresión muy seria y ojos grises que, bajo una mata de cabello parduzco y alborotado, la miraban fijamente y, entonces, Nad y ella se ponían a jugar; jugaban al escondite, o a trepar por ahí, o a observar discretamente a los conejos que había detrás de la vieja iglesia.

Nad le presentó a Scarlett a algunos de sus otros amigos, aunque a la niña no parecía importarle el hecho de no verlos. Sus padres le habían insistido tanto con eso de que Nad era un niño imaginario, pero que no pasaba absolutamente nada porque tuviera un amigo de ese tipo (incluso los primeros días su madre se empeñaba en poner en la mesa un cubierto más, para Nad), que a Scarlett le pareció de lo más normal que el niño tuviera sus propios amigos imaginarios. Él se encargaba de transmitirle lo que éstos comentaban.

—Bartelmy dice que si por un acaso habéis metido la testa en jugo de ciruelas —decía.

—Pues lo mismo le digo. ¿Y por qué habla de esa forma tan rara? ¿Qué dice de una cesta? Yo no tengo ninguna cesta.

—Testa, no cesta. Quiere decir la cabeza —le explicó Nad. Y no habla raro, es que es de otra época. Entonces hablaban así.

Scarlett estaba encantada. Era una niña muy lista que pasaba demasiado tiempo sola. Su madre era profesora de lengua y literatura para una universidad a distancia, por lo que no conocía personalmente a ninguno de sus alumnos, que le enviaban sus trabajos por correo electrónico. Ella los corregía y se los devolvía por correo electrónico también, felicitándolos cuando lo hacían bien, o indicándoles lo que debían mejorar. Por su parte, el padre de Scarlett era profesor de física de partículas; el problema, le explicó a Nad, era que había demasiada gente que quería enseñar física de partículas y muy pocos interesados en aprenderla, y por eso, ellos se pasaban la vida mudándose de una ciudad a otra, porque siempre que su padre aceptaba un trabajo nuevo confiaba en que acabarían dándole una plaza fija, pero al final nunca se la concedían.

—¿Qué es eso de la física de partículas? —le preguntó Nad.

Scarlett se encogió de hombros y replicó:

—Pues, verás… Están los átomos, que son unas cositas tan pequeñas, tan pequeñas que no se pueden ver, y que es de lo que estamos hechos, ¿no? Pero, además, hay cosas que son todavía más pequeñas que los átomos, y eso es la física de partículas.

Nad asintió y llegó a la conclusión de que al padre de Scarlett debían de interesarle las cosas imaginarias.

Todas las tardes, ambos niños paseaban juntos por el cementerio, iban pasando un dedo por las letras grabadas en las lápidas para descifrar las palabras allí escritas y, a continuación, las copiaban en el papel. Nad le contaba a Scarlett lo que sabía de la gente que habitaba cada tumba o mausoleo, y ella le explicaba cuentos, o le hablaba del mundo que había más allá de la verja del cementerio: los coches, los autobuses, la televisión, los aviones (Nad los había visto volar por el cielo y creía que eran unos pájaros de plata que hacían mucho ruido, pero hasta ese momento no había sentido la menor curiosidad por saber algo más de ellos). El niño, por su parte, también le contaba cosas sobre las distintas épocas en que habían vivido las personas que estaban enterradas en aquellas tumbas; le habló, por ejemplo, de Sebastian Reeder que había estado una vez en Londres y había visto a la reina; ésta era una señora gorda con gorro de piel que miraba a todo el mundo por encima del hombro y no hablaba inglés.

Sebastián Reeder no se acordaba ya de qué reina era la que había visto, pero le parecía recordar que no había reinado mucho tiempo.

—¿Y en qué año fue eso? —preguntó Scarlett.

—Pues, antes de 1583, porque en su lápida dice que murió ese año.

—¿Quién es el más viejo de todos los que están enterrados en este cementerio?

Nad reflexionó unos segundos, con el entrecejo fruncido, antes de responder:

—Seguramente, Cayo Pompeyo. Se presentó aquí cien años después de que llegaran los primeros romanos; me ha hablado de eso alguna vez. Le gustaban mucho las calzadas.

—¿Y es el más viejo de todos?

—Me parece que sí.

—¿Podemos jugar a las casitas en esa casa de piedra?

—No puedes entrar; está cerrada con llave. Todas lo están.

—¿Y tú sí puedes entrar?

—Claro que sí.

—¿Y por qué yo no?

—Son cosas de este lugar. Yo tengo la ciudadanía del cementerio, y por eso puedo entrar en todas partes.

—Yo quiero jugar a las casitas en esa casa de piedra.

—No puedes, ya te lo he dicho.

—Pues eres muy malo.

—No.

—Malísimo.

—No.

Scarlett metió las manos en los bolsillos de su anorak y echó a andar colina abajo sin despedirse siquiera, convencida de que Nad le ocultaba algo, pero sospechando al mismo tiempo que no estaba siendo justa con él, cosa que le fastidiaba todavía más.

Aquella noche, mientras cenaban, les preguntó a sus padres si había habido gente viviendo en Inglaterra antes de que llegaran los romanos.

—¿Dónde has oído tú hablar de los romanos? —quiso saber su padre.

—Todo el mundo sabe lo de los romanos —respondió ella, muy repipi—. Bueno, ¿había alguien, o no?

—Estaban los celtas —dijo su madre—. Ellos ya vivían aquí cuando llegaron los romanos; fue el pueblo que tuvieron que conquistar.

En el banco de al lado de la iglesia, Nad sostenía una conversación similar.

—¿El más viejo, dices? —dijo Silas—. Pues la verdad es que no lo sé, Nad. El más viejo de los que yo conozco es Cayo Pompeyo. Pero ya había gente viviendo aquí antes de la llegada de los romanos. Hubo diversos pueblos que se establecieron en este país mucho antes de que vinieran los romanos. ¿Qué tal vas con las letras?

—Bien, creo. ¿Cuándo me vas a enseñar a escribir todo seguido?

Silas reflexionó unos instantes y dijo:

—Hay personas muy cultas enterradas en este lugar, y estoy seguro de que podré convencer a algunas de ellas para que te den clase. Haré unas cuantas pesquisas.

Nad se puso como loco y se imaginó un futuro en el que podría leer cualquier cosa, un futuro lleno de cuentos por descubrir.

En cuanto Silas abandonó el cementerio para ocuparse de sus cosas, el niño se acercó al sauce que había junto a la vieja capilla y llamó a Cayo Pompeyo. El provecto romano salió de su tumba bostezando.

—¡Ah, eres tú, el niño vivo! —exclamó—. ¿Cómo estás, niño vivo?

—Muy bien, señor.

—Estupendo, me alegro mucho.

El cabello del romano se veía blanco bajo la luz de la luna; el anciano llevaba puesta la toga con la que lo habían enterrado, además de una gruesa camiseta y un calzón largo debajo, porque hacía mucho frío en aquel rincón del mundo; de hecho, el único lugar en el que había pasado más frío que allí había sido en Hibernia, un poco más al norte, donde los hombres parecían más animales que humanos y se cubrían el cuerpo con pieles de color naranja; eran tan salvajes que ni siquiera los romanos lograron conquistarlos, así que simplemente construyeron un muro para dejarlos confinados en su invierno perpetuo.

—¿Es usted el más viejo? —le preguntó Nad.

—¿Quieres decir el más viejo del cementerio? Sí, en efecto.

—Entonces, ¿fue usted el primero en ser enterrado aquí?

El romano vaciló un momento, y respondió:

—Prácticamente el primero. Hubo otro pueblo que se estableció en la isla antes que los celtas. Uno de ellos fue enterrado aquí.

—¡Ah! —Nad se quedó pensando un instante—. ¿Y dónde está su tumba?

Cayo señaló hacia la cumbre de la colina.

—¿Allí arriba? —cuestionó Nad.

Cayo negó con la cabeza.

—¿Entonces?

—En la colina —dijo el romano revolviéndole el pelo al chiquillo—, en el interior de la colina. Verás, yo fui traído aquí por mis amigos, y detrás iban las autoridades locales y los mimos, portando las máscaras funerarias de mi mujer, que murió a causa de una fiebre en Camulodonum, y de mi padre, muerto en una escaramuza fronteriza en la Galia.

»Trescientos años después de mi fallecimiento, un granjero que buscaba nuevos pastos para su ganado descubrió la roca que cubría la entrada, la apartó y se adentró en las entrañas de la colina, pensando que a lo mejor encontraba un tesoro escondido. Salió poco tiempo después, pero sus negros cabellos se habían vuelto tan blancos como los míos…

—¿Qué fue lo que vio?

Cayo tardó unos segundos en contestar:

—Nunca explicó nada y no volvió a entrar jamás. Colocaron de nuevo la roca en su sitio y, con el tiempo, la gente se olvidó. Pero posteriormente, hace doscientos años, cuando construyeron el panteón de Frobisher, encontraron la roca otra vez. El joven que la descubrió soñaba con hacerse rico, así que no se lo dijo a nadie, y tapó la entrada con el ataúd de Ephraim Pettyfer. Una noche, creyendo que nadie lo veía, se decidió a bajar.

—¿Y tenía el pelo blanco cuando salió?

—No salió nunca.

—Hum. ¡Vaya! Entonces, ¿sigue ahí dentro?

—No lo sé, joven Owens. Pero yo lo percibí, hace mucho tiempo, cuando este lugar estaba vacío. Noté que había algo allí, en el interior de la colina, esperando.

—¿Y qué es lo que esperaba?

—Yo únicamente percibí que esperaba, nada más, —afirmó Cayo Pompeyo.

Scarlett llevaba un enorme libro ilustrado; se sentó junto a su madre en el banco verde, situado junto a la puerta del cementerio, y se puso a leer mientras su madre hojeaba un suplemento educativo. Scarlett disfrutaba del sol primaveral mientras trataba de ignorar al niño que le hacía gestos, en primer lugar desde detrás de un monumento cubierto de hiedra, y después, cuando ella decidió no volver a mirar en esa dirección, desde detrás de una lápida sobre la que apareció por sorpresa, gesticulando frenéticamente, pero la niña lo ignoró.

Por fin dejó el libro sobre el banco.

—Mami, me voy a dar una vuelta.

—Pero no te apartes del sendero, cariño.

Siguió por el sendero hasta doblar la esquina, y vio que Nad le hacía señas desde un poco más arriba. Ella le sacó la lengua y le dijo:

—He averiguado algunas cosas.

—Yo también —replicó Nad.

—Hubo otro pueblo antes de los romanos explicó Scarlett. Mucho antes. Quiero decir que vivieron aquí, y cuando morían, los enterraban en estas colinas, con tesoros y cosas así. Se llamaban túmulos.

—Claro. Eso lo explica todo. ¿Quieres ver uno? ¿Ahora? —Scarlett no parecía muy decidida.

—Es una trola; tú no tienes ni idea de dónde hay uno, ¿a que no? Y, además, ya sabes que hay sitios donde yo no puedo entrar.

Scarlett lo había visto atravesar las paredes, como si fuera una sombra.

Sacando una gigantesca y oxidada llave de hierro, Nad dijo:

—La encontré en la capilla, y creo que abre casi todas las puertas de ahí arriba. Usaban la misma llave para todas ellas; por comodidad, ¿sabes?

Los niños subieron juntos la empinada cuesta.

—¿Seguro que me estás diciendo la verdad? —Nad asintió, con una tímida sonrisa de felicidad.

—¡Vamos! —le dijo a Scarlett.

Era un perfecto día de primavera: el aire vibraba con el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas; los narcisos se mecían con la brisa, así como algunos lirios tempraneros que salpicaban la ladera, y el azul de las nomeolvides y el amarillo de las redondas prímulas destacaban sobre el verde tapiz de hierba. Los niños continuaron subiendo hasta el pequeño mausoleo de Frobisher. De diseño sencillo y anticuado, representaba una casita de piedra con una verja de metal que hacía las veces de puerta. Nad la abrió con la llave y entraron.

—Se trata de un agujero —explicó Nad—, no de una puerta. Está detrás de uno de los ataúdes.

Encontraron la entrada detrás de un ataúd situado en la repisa del fondo; era un agujero muy pequeño, tanto que había que tumbarse en el suelo para poder entrar.

—Es ahí abajo —dijo Nad—. Tenemos que bajar por ahí.

Así las cosas, a Scarlett ya no le pareció tan divertida aquella aventura, de modo que objetó:

—Está muy oscuro. No vamos a ver nada.

—Yo no necesito luz para ver. Al menos, dentro del cementerio.

—Pero yo sí. Y está muy oscuro.

Nad se puso a pensar en qué le diría a su amiga para tranquilizarla, algo como: «Ahí abajo no hay nada malo», pero con lo que Cayo Pompeyo le había contado sobre aquel hombre que salió del interior de la colina con el cabello encanecido, y aquel otro que nunca volvió a aparecer, era consciente de que no podía pronunciar una frase como ésa sin sentirse culpable, así que al fin determinó:

—Bajaré yo. Tú espérame aquí.

—¿Me vas a dejar sola? —lo interpeló la niña con el entrecejo fruncido.

—Bajo rápido a ver quién hay ahí y subo enseguida a contártelo todo.

Nad se tumbó en el suelo y se introdujo a gatas por el agujero. Dentro había espacio suficiente para ponerse de pie, y distinguió también unos escalones cavados en la propia roca.

—Ahora voy a bajar por la escalera —anunció.

—¿Hay que bajar mucho?

—Yo diría que sí.

—Si me llevas de la mano y me vas diciendo dónde poner los pies —dijo Scarlett—, iré contigo. Pero tienes que ayudarme para que no me caiga.

—Vale —aceptó Nad, y la niña se echó al suelo y también entró a gatas por el agujero.

—Puedes ponerte de pie —le dijo Nad cogiéndola de la mano—. Justo aquí empiezan los escalones. Sólo tienes que dar un paso más. Eso es. Espera, deja que yo baje delante.

—¿De verdad puedes ver estando todo tan oscuro?

—No tan bien como a plena luz, pero sí veo.

Bajaron por la escalera hacia el interior de la colina, Nad guiaba a Scarlett para que no tropezara y, mientras, le iba describiendo lo que veía.

—La escalera continúa. Los escalones son de piedra y el techo, también. Y en esta pared hay un dibujo.

—¿Cómo es?

—Una C de Cerdo grande y peluda, me parece. Y tiene cuernos. También hay otro dibujo, como un nudo o algo así. Pero no sólo está pintado, sino grabado en la roca, ¿lo notas? Y colocó los dedos de la niña sobre el dibujo.

—¡Sí, es verdad! —exclamó ella.

—A partir de aquí los escalones se hacen más grandes. Estamos llegando a un espacio amplio, como una habitación, pero la escalera sigue bajando. No te muevas. Vale, ahora yo estoy exactamente entre ese espacio amplio y tú. Ve tocando la pared con la mano izquierda.

Los niños siguieron bajando.

—Un escalón más y llegamos al suelo —dijo Nad—. Ten cuidado, no es del todo liso.

Aquella última estancia era pequeña. Había una laja de piedra en el suelo y una repisa baja en un rincón, con varios objetos pequeños encima; huesos, huesos muy viejos, se esparcían por el suelo, aunque delante mismo de los escalones Nad encontró un cadáver, vestido con los harapos de un abrigo largo marrón.

«El joven que soñaba con hacerse rico», pensó el niño. «Seguro que se resbaló y cayó rodando por la escalera». Oyeron una especie de siseo alrededor, como una serpiente avanzando sobre un lecho de hojas secas.

Scarlett le apretó la mano.

—¿Qué es eso? ¿Ves algo?

—No.

La niña gimió levemente; entonces Nad vio algo y, sin necesidad de preguntar, supo de inmediato que ella también lo veía. Gracias a una luz que había al final de la estancia, distinguieron a un hombre que caminaba hacia ellos, y Nad oyó que Scarlett ahogaba un grito.

El hombre parecía bien conservado, pero era evidente que hacía mucho tiempo que había muerto. Su piel estaba totalmente recubierta de dibujos (pensó Nad) o de tatuajes (pensó Scarlett), y alrededor del cuello llevaba un collar de largos y afilados dientes.

—¡Soy el dueño y señor de este lugar! —exclamó el hombre, pero sus palabras sonaban tan cascadas y guturales que casi no parecían palabras—. ¡Guardo este lugar de todo aquel que quiera destruirlo! —Sus ojos eran enormes, pero Nad se fijó en que daba esa impresión porque los rodeaba un círculo de color azulado, y la cara le adquiría un aspecto semejante al de un búho.

—¿Quién eres? —preguntó Nad apretando con fuerza la mano de Scarlett.

El Hombre índigo hizo oídos sordos a la pregunta y se limitó a mirarlos con aire feroz.

—¡Abandonad este lugar enseguida! —La mente de Nad percibió estas palabras, palabras que de nuevo le sonaron como un gruñido gutural.

—¿Nos va a hacer algo malo? —preguntó Scarlett.

—No lo creo —repuso Nad. Luego le habló al Hombre índigo tal como le habían enseñado—. Debes saber que poseo la ciudadanía de este cementerio y puedo ir a donde yo quiera.

El Hombre índigo no reaccionó en absoluto, y este hecho desconcertó por completo a Nad, porque hasta los habitantes más irascibles del cementerio se habrían calmado al escuchar esta declaración. Entonces el niño preguntó:

—Scarlett, ¿tú lo ves?

—Pues claro que lo veo. Es un hombre grande y peligroso, lleno de tatuajes, y quiere matarnos. ¡Nad, dile que se vaya!

Nad miró los restos del hombre del abrigo marrón. A su lado, en el suelo, había un farol que se había roto al caer al suelo.

—Intentó salir corriendo —dijo en voz alta—. Salió corriendo porque tenía miedo. Y resbaló o tropezó con los escalones y se cayó.

—¿De quién hablas?

—Del hombre que está tirado en el suelo.

Daba la impresión de que Scarlett estaba muy enfadada, además de perpleja y asustada.

—¿Qué hombre? Yo no veo más hombre que el tipo ese de los tatuajes.

Y entonces, como si quisiera asegurarse de que los niños se daban cuenta de que estaba allí, el Hombre índigo echó hacia atrás la cabeza y profirió una serie de gritos y quiebros tan terroríficos, que Scarlett apretó la mano de Nad hasta clavarle las uñas.

Nad, sin embargo, ya no estaba asustado.

—Me arrepiento de haber dicho que eran imaginarios —aseguró Scarlett—. Ahora sí creo en ellos; son reales.

A todo esto el Hombre índigo levantó los brazos sosteniendo algo en las manos; parecía una piedra plana y muy afilada.

—¡Todos los que invadan este lugar morirán! —gritó con su extraña voz gutural.

Nad recordó al hombre cuyos cabellos se le volvieron blancos después de entrar en la cueva, y que nunca quiso volver allí ni hablar de lo que había visto.

—No —dijo Nad—, creo que tenías razón. Me parece que éste sí lo es.

—¿Es qué?

—Imaginario.

—No digas tonterías —dijo Scarlett—. Lo estoy viendo.

—Justo —afirmó Nad—, pero resulta que tú no puedes ver a los muertos.

Echó un vistazo alrededor y dijo en voz alta:

—Ya puedes dejar este jueguecito. Sabemos que no eres real.

—¡Te voy a comer el hígado! —aulló el Hombre índigo.

—¡No, tú no te vas a comer nada! —exclamó Scarlett con un aspaviento—. Nad tiene razón. —Y volviéndose hacia el niño, le dijo—: Estoy pensando que a lo mejor es un espantapájaros.

—¿Qué es un espantapájaros? —preguntó Nad.

—Es una cosa que los agricultores ponen en los sembrados para espantar a los pájaros.

—¿Y por qué lo hacen? —A Nad le gustaban los pájaros. Le parecían unos animalitos muy curiosos y, además, ayudaban a mantener limpio el cementerio.

—Pues no lo sé muy bien; se lo preguntaré a mamá. Pero una vez vi uno desde el tren, y pregunté qué era. Los pájaros creen que es una persona de verdad, pero no lo es. Es una especie de muñeco que parece una persona y sirve para espantar a los pájaros.

Nad volvió a mirar en derredor, y dijo:

—Seas quien seas, no sirve de nada. No nos asusta nada. Sabemos que todo esto no es real, así que detente de una vez.

El Hombre índigo se detuvo. Se subió a la laja de piedra y se tumbó sobre ella. Y, de pronto, desapareció.

Scarlett notó cómo la cámara se sumía una vez más en la oscuridad. Pero aun en la penumbra, percibió otra vez aquel sonido envolvente que iba aumentando de volumen, como si hubiera algo dando vueltas alrededor de la cueva.

Entonces una voz dijo:

—Somos el sanguinario.

A Nad se le erizaron los pelos de la nuca. La voz que oía en su mente sonaba muy cascada y desapacible, como la caricia de una rama seca en el cristal de la capilla, y tuvo la impresión de que había varias voces hablando al unísono.

—¿Has oído eso? —le preguntó a Scarlett.

—Yo no he oído nada, tan sólo percibo un sonido resbaloso y tengo una sensación muy rara, parecida a un nudo en el estómago. Como si fuera a pasar algo horrible.

—No va a pasar nada horrible —aseguró Nad. Y luego, en voz alta, preguntó—. ¿Qué sois?

—Somos el sanguinario. Custodiamos y protegemos.

—¿Y qué es lo que protegéis?

—El lugar donde descansa el amo. Este es el más sagrado de todos los lugares sagrados, y el sanguinario lo guarda.

—No podéis tocarnos —dijo Nad—. Lo único que sois capaces de hacer es asustar.

Las voces sonaban muy malhumoradas:

—El miedo es una de las armas del sanguinario.

—¿Acaso ese viejo broche, una copa y un pequeño puñal de piedra son los tesoros de tu amo? —preguntó Nad mirando hacia la repisa—. No tienen muy buen aspecto que digamos.

—El sanguinario guarda los tesoros: el broche, el cáliz y el puñal, nos los guardamos hasta que el amo retorne, porque retorna, siempre retorna.

—¿Cuántos sois?

Pero el Sanguinario no respondió. Nad tenía la sensación de que su cerebro estaba lleno de telarañas, así que meneó la cabeza con fuerza para intentar despejarse.

Luego apretó la mano de Scarlett.

—Deberíamos irnos —le dijo.

—La condujo hasta la escalera, sorteando el cadáver del abrigo marrón, y al reparar en él pensó: «Francamente, si este hombre no se hubiera asustado ni caído por la escalera, se habría decepcionado mucho al descubrir que aquí no había ningún tesoro». Los tesoros de hace diez mil años no eran como los de hoy en día. El niño guió a Scarlett con mucho cuidado para que no tropezara al subir la escalera y, por fin, llegaron a la salida, en el mausoleo de Frobisher.

El sol de finales de primavera se colaba por entre los barrotes de la verja y las grietas de las paredes, y ante aquel resplandor tan intenso e inesperado, Scarlett tuvo que taparse los ojos. Los pájaros cantaban entre la maleza, un abejorro pasó zumbando por su lado… todo era sorprendentemente normal.

Nad abrió la verja del mausoleo y, una vez fuera, volvió a cerrarla con llave.

Las vistosas ropas de Scarlett estaban llenas de mugre y telarañas, y la cara y las manos, de piel tostada, tenían tanto polvo que parecían blancas.

Un poco más abajo, alguien —unos cuantos álguienes— gritaba. Gritaban a voz en cuello, gritaban con desesperación.

Alguien preguntó:

—¿Scarlett? ¿Eres Scarlett Perkins?

Y Scarlett contestó:

—Sí, soy yo. ¿Qué pasa?

Y antes de que ella o Nad tuvieran tiempo de comentar lo que habían visto en la cueva, o de hablar del Hombre índigo, apareció una mujer, luciendo una chaqueta fluorescente con la palabra POLICÍA escrita en la espalda, que le preguntó a Scarlett si estaba bien, dónde había estado metida y si alguien había intentado secuestrarla; a continuación se puso a hablar por radio para informar de que había encontrado a la niña.

Nad se unió discretamente a ellas y, juntos, iniciaron el descenso. La puerta de la capilla estaba abierta, y los padres de Scarlett esperaban dentro, acompañados por otra policía femenina; la madre estaba hecha un mar de lágrimas, y el padre hablaba por el móvil. Ninguno de ellos advirtió la presencia de Nad, que los observaba desde un rincón de la capilla.

Le preguntaron a Scarlett qué le había pasado, y ella respondió con tanta sinceridad como le fue posible; les habló de un niño llamado Nadie que la había llevado al interior de la colina, donde todo estaba oscuro y se les había aparecido un hombre con muchos tatuajes, pero no era un hombre de verdad, sino un espantapájaros. Le dieron una chocolatina y le limpiaron la cara, y le preguntaron si el hombre de los tatuajes iba en moto. Los padres de Scarlett, una vez pasado el susto y la preocupación, estaban muy enfadados entre sí y también con Scarlett, y se culpaban mutuamente por dejar que la niña jugara en un cementerio, por mucho que fuera una reserva natural, y decían que hoy en día el mundo se había convertido en un lugar muy peligroso, y si uno perdía de vista a sus hijos, aunque fuera un segundo, corría el riesgo de que le pasara cualquier cosa horrible. Especialmente, si se trataba de una niña como Scarlett.

La madre sollozó de nuevo, lo que provocó que la niña se echara a llorar, y una de las mujeres policía se puso a discutir con el padre de Scarlett, que le decía que él pagaba religiosamente sus impuestos y, por lo tanto, pagaba también el sueldo de ella, y ella le respondía que también pagaba religiosamente sus impuestos, por lo que probablemente pagaba asimismo el sueldo de él. Y, mientras tanto, Nad continuaba observándolos desde un rincón de la capilla, sentado entre las sombras, sin que nadie advirtiera su presencia, ni siquiera Scarlett, y siguió mirando y escuchando hasta que se cansó.

A esas alturas, había empezado a atardecer en el cementerio, y Silas encontró a Nad en lo alto de la colina, cerca del anfiteatro, contemplando la ciudad desde aquel privilegiado mirador. Se quedó a su lado, sin decir nada, como era su costumbre.

—Ella no tiene la culpa de nada —dijo Nad—. Soy yo el que tiene la culpa. Y la he metido en un lío.

—¿Adónde la llevaste? —le preguntó Silas.

—Al centro de la colina, a ver la tumba más antigua. Pero resulta que allí no hay nadie. Sólo una especie de serpiente que se llama el Sanguinario y que está en ese sitio para asustar a la gente.

—Fascinante.

Bajaron juntos por la colina, vieron cómo la policía volvía a cerrar la iglesia con llave, y a Scarlett y a sus padres, que salían del cementerio y se perdían en la oscuridad de la noche.

—La señorita Borrows te enseñará a escribir seguido —anunció Silas—. ¿Has terminado de leer El gato Garabato?

—Sí —contestó Nad—, lo terminé hace siglos. ¿Podrías traerme más libros?

—Eso espero.

—¿Crees que volveré a verla alguna vez?

—¿A la niña? Lo dudo mucho.

Pero Silas se equivocaba. Al cabo de tres semanas, en una tarde gris, Scarlett regresó al cementerio, acompañada de sus padres.

Le insistieron mucho en que estuviera siempre donde ellos la pudieran ver, aunque se cambiaron varias veces de sitio para asegurarse de que no la perdían de vista ni un solo momento. De vez en cuando, la madre de la niña comentaba escandalizada lo morboso que resultaba todo aquello y lo mucho que se alegraba de saber que pronto se marcharían de allí para siempre.

Cuando vio que los padres de Scarlett se ponían a charlar, Nad la saludó:

—Hola.

—Hola —dijo Scarlett en voz muy baja.

—Creía que no volvería a verte.

—Les dije que no me iría con ellos si no me traían aquí por última vez.

—¿Irte, adónde?

Caminaron juntos por el sendero: una niña pequeña con un anorak naranja y un niño pequeño con una túnica gris.

—¿Y está muy lejos Escocia?

—Sí.

—¡Vaya! Confiaba en que estuvieras aquí, para decirte adiós.

—Yo siempre estoy aquí.

—Pero tú no estás muerto, ¿verdad, Nadie Owens?

—Claro que no.

—Entonces no puedes quedarte aquí el resto de tu vida, ¿no? Un día crecerás y tendrás que irte a vivir al mundo exterior.

El niño negó con la cabeza y replicó:

—Ahí fuera estoy en peligro.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Silas. Mi familia. Todo el mundo.

Scarlett se quedó callada unos instantes. Entonces oyó la voz de su padre que la llamaba:

—¡Scarlett! Vamos, cariño, es hora de irnos. Ya has dado un último paseo por el cementerio. Ahora vámonos a casa.

Scarlett le dijo a Nad:

—Eres muy valiente. La persona más valiente que conozco, y eres mi amigo. Me importa un pimiento que seas imaginario.

Y dicho esto, volvió corriendo sobre sus pasos para reunirse con sus padres y con el mundo.