Capítulo 1

De cómo Nadie llegó al cementerio

Había una mano en la oscuridad, y esa mano sostenía un puñal, cuyo mango era de brillante hueso negro, y la hoja, más afilada y precisa que una navaja de afeitar. Si te cortara, lo más probable es que ni te enteraras, o al menos no lo notarías de inmediato.

El puñal prácticamente había terminado lo que debía hacer en aquella casa, y tanto la hoja como el mango estaban empapados.

La puerta de la casa seguía abierta, aunque sólo un resquicio por el que se habían deslizado el arma y el hombre que la empuñaba, y por él se colaban ahora jirones de niebla nocturna que se trenzaban en el aire formando suaves volutas.

El hombre Jack se detuvo en el rellano de la escalera.

Con la mano izquierda, sacó un enorme pañuelo blanco del bolsillo de su abrigo negro, y limpió el puñal y el guante que le cubría la mano con la que lo había empuñado; después, lo guardó de nuevo. La cacería casi había terminado ya.

Había dejado a la mujer en su cama, al hombre en el suelo del dormitorio y a la hija mayor en su habitación, rodeada de juguetes y de maquetas a medio terminar.

Sólo le quedaba ocuparse del más pequeño, un bebé que apenas sabía andar. Uno más, y habría acabado su tarea.

Abrió y cerró la mano varias veces para desentumecerla. El hombre Jack era, por encima de todo, un profesional, o al menos eso creía, y no se permitiría sonreír hasta que hubiera concluido su trabajo.

Aquel individuo, de cabellos y ojos oscuros, llevaba unos guantes negros de piel de cordero muy fina.

La habitación del bebé se hallaba en el último piso. El hombre Jack siguió subiendo por la escalera; la moqueta silenciaba sus pasos. Al llegar arriba del todo, abrió la puerta de la buhardilla y entró. Calzaba unos zapatos de piel negra tan afanosamente lustrados que parecían dos espejos negros, de modo que la luna creciente se reflejaba en ellos, como una miniatura.

Tras el cristal de la ventana, se veía la luna real, aunque no lucía demasiado, pues la niebla difuminaba su resplandor. Pero el hombre Jack no necesitaba mucha luz; le bastaba con la luz de la luna.

Le pareció distinguir la silueta de un niño en la cuna: cabeza, extremidades y torso.

La camita disponía de una barandilla alta, para evitar que el bebé pudiera salir solo.

El hombre se inclinó sobre ella, alzó la mano derecha, la que empuñaba el arma, se dispuso a apuñalarlo en el pecho…

… pero bajó la mano. La silueta que había visto era la de un osito de peluche. Allí no había ningún niño.

Los ojos de Jack se habían acostumbrado a la tenue luz de la luna, así que no quiso encender ninguna lámpara.

Al fin y al cabo la luz no era imprescindible; él tenía sus propios recursos.

Olfateó el aire. Ignoró los olores que él mismo había llevado a la habitación, desechó los que no le interesaban y se concentró en el olor de su presa. Olía al niño: un leve aroma de leche, como el de las galletas con trocitos de chocolate, y el penetrante olor de un pañal desechable empapado de orina. También percibía el aroma del champú impregnado en los cabellos de la criatura, así como el de algo pequeño, un objeto de goma («Un juguete pensó, y enseguida se corrigió. No, algo para chupar…») que el niño debía de llevar consigo.

El bebé había estado allí. Pero ya no estaba. El hombre Jack se dejó guiar por su olfato y bajó la escalera hasta el piso intermedio de aquella casa alta y estrecha.

Inspeccionó el cuarto de baño, la cocina, la secadora y, por fin, el recibidor que había al final de la escalera, donde no encontró nada más que unas cuantas bicicletas, un montón de bolsas apiladas y vacías, un pañal usado y los jirones de niebla que se habían ido colando en el recibidor por la puerta entornada.

Emitió un leve gruñido que expresaba a un tiempo fracaso y satisfacción. Acto seguido, metió el puñal en la funda, que guardó a su vez en el bolsillo interior del largo abrigo que vestía, y salió a la calle. La luna brillaba en el cielo y las farolas estaban encendidas, pero la niebla lo asfixiaba todo; envuelta en una luz mortecina y en una sorda sonoridad, la noche ofrecía un aspecto tenebroso y amenazador. Echó un vistazo calle abajo, hacia donde brillaban las luces de las tiendas cerradas, y luego miró calle arriba, hacia lo alto de la colina, al camino que pasaba por delante de las últimas casas antes de perderse en la oscuridad del viejo cementerio.

Olfateó de nuevo el aire. Después, sin prisa, la emprendió colina arriba.

Desde que el bebé echara a andar, había sido para sus padres motivo de alegría y de preocupación a partes iguales, pues no paraba quieto un momento: correteaba por todas partes, se subía a los muebles y entraba y salía de los huecos más inesperados. Aquella noche el pequeño se despertó al oír algo que se estrellaba contra el suelo en el piso de abajo. Y una vez despierto, no tardó en aburrirse, así que se puso a buscar el modo de salir de la cuna. Las barandillas eran muy altas, igual que las del parque que tenía en la planta baja, pero estaba convencido de que podría trepar y saltar de la cuna. Sólo necesitaba algo que le sirviera de escalón…

Colocó su osito de peluche, grande y rubio, en un rincón de la cama y, luego, agarrándose a los barrotes con sus diminutas manitas, puso un pie sobre las patas del osito, el otro en la cabeza, y se dio impulso para pasar la pierna por encima de una barandilla y se dejó caer al suelo.

Fue a aterrizar sobre un montón de peluches que amortiguaron el golpe; algunos de ellos se los habían regalado con motivo de su primer cumpleaños, hacía menos de seis meses, y otros los había heredado de su hermana mayor. Se llevó un susto al toparse con el suelo de manera tan brusca, pero no lloró porque si llorabas, aparecían papá o mamá y te volvían a meter en la cuna.

Gateando, salió de la habitación.

Los escalones eran cosas muy peligrosas y difíciles de subir, y aún no se manejaba con soltura en ese terreno. Sin embargo, había descubierto que bajarlos resultaba bastante sencillo. Sólo tenía que sentarse en el primero y arrastrar su empaquetado culete de escalón en escalón.

Llevaba puesto el tete. Su madre estaba intentando convencerlo de que ya era muy mayor para usar chupete.

Con el trasiego de bajar la escalera, el pañal se le había ido aflojando y, cuando llegó al último escalón y se puso de pie, se le cayó. Lo apartó con sus piececitos y se quedó solamente con la camiseta del pijama. Subir por aquellos empinados escalones para volver a su habitación o despertar a sus padres se le antojaba demasiado complicado; en cambio, la puerta de la calle estaba abierta y resultaba muy tentadora…

El niño salió de la casa con paso vacilante, mientras la niebla se le enroscaba alrededor, recibiéndolo como se recibe a un amigo después de muchos años sin verlo. Al principio echó a andar con inseguridad, pero poco a poco se afianzó y, aunque bamboleándose, caminó más deprisa colina arriba.

A medida que se acercaba a lo alto de la colina, la niebla se iba haciendo menos densa y la luz de la luna creciente, si bien no tan clara como la luz del día, resultaba más que suficiente para ver el cementerio.

¡Mirad! Allí estaba la vieja iglesia funeraria, con su verja de hierro cerrada con candado, su torre cubierta de hiedra y un arbolito que crecía en el canalón, a la altura del tejado.

También se veían lápidas, tumbas, panteones y placas conmemorativas, y algún que otro conejo correteando por entre las tumbas, o un ratón, o una comadreja que, saliendo de entre la maleza, atravesaban el sendero.

Todas estas cosas podríais haber visto aquella noche, a la luz de la Luna, si hubierais estado allí.

Aunque quizá no habríais podido distinguir a una mujer pálida y regordeta que caminaba por dicho sendero, cerca de la puerta principal; y de haberla visto, al mirarla con más atención por segunda vez, os habríais dado cuenta de que no era más que una sombra hecha de niebla y de luz de Luna. No obstante, aquella mujer pálida y regordeta estaba efectivamente allí, y se dirigía hacia un grupo de viejas lápidas situadas cerca de la puerta principal.

Las puertas del cementerio estaban cerradas. En invierno se cerraban a las cuatro, y en verano, a las ocho. Una verja de hierro con barrotes acabados en punta rodeaba la mayor parte del cementerio, y el resto del perímetro quedaba protegido por una alta tapia de ladrillo.

El espacio que separaba los barrotes era lo suficientemente estrecho para que nadie pudiera colarse por él, ni siquiera un niño de diez años…

—¡Owens! —gritó la mujer. Su voz sonaba como el susurro del viento entre los árboles—. ¡Owens! ¡Ven, tienes que ver esto! —Se agachó, mirando algo que había en el suelo, mientras se acercaba otra sombra, que resultó ser un hombre canoso, de unos cuarenta y tantos años. El hombre miró a su esposa y, a continuación, desvió la vista hacia lo que ella contemplaba. Perplejo, se rascó la cabeza.

—Señora Owens —dijo, pues pertenecía a una época en la que el trato era mucho más formal que ahora—, ¿es esto lo que creo que es?

Y justo en ese momento, aquello que estaba siendo observado debió de ver a la señora Owens, pues abrió la boca, dejando caer el chupete, y alargó su regordeta manita como si quisiera agarrar el pálido dedo de la mujer.

—Que me aspen —masculló el señor Owens— si esto no es un bebé.

—Pues claro que sí —replicó la mujer—. Pero la cuestión es: ¿qué va a ser de él?

—Esa es, desde luego, una cuestión importante, señora Owens. No obstante, no es cuestión que nos incumba dilucidar a nosotros. Porque este bebé está vivo, de eso no cabe la menor duda, y por lo tanto nada tiene que ver con nosotros, no forma parte de nuestro mundo.

—¡Mira cómo sonríe! En mi vida he visto una sonrisa más encantadora —exclamó la señora Owens, y acarició con su incorpórea mano el fino cabello rubio del bebé. El pequeño rió alborozado.

Una gélida ráfaga de viento recorrió el cementerio y desmenuzó la niebla que cubría las tumbas situadas en la falda de la colina (se debe tener en cuenta que el cementerio la ocupaba por completo, y había senderos que ascendían hasta la cumbre y luego volvían a descender, trazando una especie de tirabuzón en torno a ella). Y a todo esto se oyó un estruendo metálico: alguien estaba sacudiendo los barrotes de la puerta principal, asegurada con una cadena y un voluminoso candado.

—Ahí lo tienes —dijo el señor Owens; debe de ser alguien de su familia que viene a buscarlo. Deja al pequeño hombrecito en el suelo.

—Pues no me parece a mí que sea nadie de la familia —replicó la señora Owens.

El tipo del abrigo negro había dejado de sacudir la verja y estaba echando un vistazo a una de las puertas laterales. Pero también se hallaba cerrada a cal y canto. El año anterior se habían colado varios gamberros, y el ayuntamiento se había visto obligado a tomar medidas.

—Vámonos, señora Owens. Déjalo correr, no seas obstinada —insistía el marido pero, de repente, vio un fantasma y se quedó con la boca abierta de par en par y sin saber qué pensar ni qué decir.

Habrá quien piense y no sin razón que resulta extraño que el señor Owens reaccionara de esa forma ante la visión de un fantasma, ya que tanto él como su esposa llevaban muertos varios siglos, y todas, o casi todas, las personas con las que se relacionaban estaban muertas también. Pero aquel fantasma en particular era muy distinto de los que habitaban el cementerio: la imagen se veía algo borrosa y de color gris, como la tele cuando hay interferencias, y transmitía una intensa sensación de pánico. Se distinguían tres figuras, dos grandes y una más pequeña, pero sólo se veía con la suficiente claridad a una de ellas, que gritaba: «¡Mi bebé! ¡Ese hombre lo busca para hacerle daño!». Un estruendo metálico. El hombre iba por el callejón arrastrando un contenedor de basura con el fin de subirse a él y saltar la tapia del cementerio.

—¡Protejan a mi hijo! —les suplicó el fantasma, y la señora Owens entendió entonces que se trataba de una mujer. Claro, era la madre del niño.

—¿Qué les ha hecho ese hombre a ustedes? —preguntó la señora Owens, aunque estaba casi segura de que la mujer no podía oírla. «Seguramente hace poco que murió, pobre mujer», pensó.

Siempre es más fácil morir de forma serena, despertar llegado el momento en el lugar donde a uno lo enterraron, aceptar la propia muerte e ir conociendo poco a poco a tus convecinos. Aquella pobre criatura era toda angustia y pánico, y ese miedo cerval, que los Owens percibían como un ultrasonido, había logrado captar también la atención de los demás habitantes del cementerio, que acudían desde todos los rincones del lugar.

—¿Quién sois? —inquirió Cayo Pompeyo, cuya lápida había quedado reducida a un simple trozo de mármol cubierto de musgo, pero dos mil años atrás pidió que lo enterraran en aquella colina, junto al templo de mármol, en lugar de repatriarlo a su Roma natal. Así pues, era uno de los ciudadanos más antiguos del cementerio y se tomaba muy en serio sus responsabilidades—. ¿Estáis enterrada aquí?

—¡Pues claro que no! No hay más que verla para darse cuenta de que acaba de morir.

La señora Owens rodeó con un brazo el espectro de la mujer y habló con ella en privado, en voz baja y serena.

Al otro lado de la tapia, se oyó otro golpe seguido de un gran estrépito. Era el contenedor de basura que se había volcado. El hombre había logrado subirse a la tapia, y su silueta se recortaba ahora contra la nebulosa luz de las farolas; se quedó quieto un momento, a continuación se descolgó por el otro lado, agarrándose al borde de la tapia y, finalmente, se dejó caer en el interior del cementerio.

—Pero, querida mía —le dijo la señora Owens al espectro—, el niño está vivo. Nosotros no. ¿Qué cree usted…? —El bebé las contemplaba perplejo. Alargó sus bracitos hacia una de ellas y luego hacia la otra, pero no encontró nada a lo que agarrarse. El espectro de la mujer se desvanecía a ojos vistas.

—Sí, sí —dijo la señora Owens en respuesta a algo que nadie más había oído—. Le doy mi palabra de que lo haremos si podemos. Y volviéndose hacia su marido, le preguntó: —¿Y tú, Owens? ¿Querrás ser el padre de esta criatura?

—¿Cómo dices? —dijo el señor Owens con el entrecejo fruncido.

—Tú y yo no pudimos tener hijos, y esta mujer quiere que protejamos a su bebé. ¿Lo harás?

El hombre del abrigo negro había tropezado con una rama de hiedra. Se enderezó y siguió caminando con cautela por entre las lápidas, pero espantó a un búho, que estaba posado en una rama de un árbol cercano. Al ver al niño, se le iluminaron los ojos con un brillo triunfal.

El señor Owens sabía en qué estaba pensando su mujer cuando empleaba ese tono. No en vano llevaban casados, en vida y después de muertos, más de doscientos cincuenta años.

—¿Estás segura? —le preguntó—. ¿Completamente segura?

—En mi vida había estado tan segura de algo —respondió la señora Owens.

—En tal caso, adelante. Si tú estás dispuesta a ocupar el lugar de su madre, yo seré su padre.

—¿Ha oído eso? —inquirió la señora Owens al desvaído espectro, reducido ya a una simple silueta, como un relámpago distante con forma de mujer. Ella le dijo algo que nadie más oyó y, después, desapareció.

—No volverá por aquí —aseguró el señor Owens. La próxima vez que despierte lo hará en su propio cementerio, o dondequiera que la hayan enterrado.

La señora Owens se inclinó hacia el niño y extendió los brazos.

—Ven aquí, pequeño —le dijo con mucha dulzura—. Ven con mamá.

Para el hombre Jack, que se dirigía hacia ellos con el puñal ya en la mano, fue como si un remolino de niebla se hubiera enroscado de pronto alrededor del niño y lo hubiera hecho desaparecer; en el lugar donde había estado el bebé no quedaba nada más que la niebla, la luz de la luna y la hierba meciéndose al compás de la brisa nocturna.

Parpadeó y olfateó el aire. Algo había ocurrido, pero no sabía qué. Contrariado, emitió un gruñido similar al que hacen los animales de presa.

—¿Hola? —dijo en voz alta, pensando que a lo mejor el niño se había escondido. Su voz era sombría y ronca, y tenía un dejo extraño, como si a él mismo le sorprendiera su sonido.

El cementerio guardaba celosamente sus secretos.

—¿Hola? —repitió. Esperaba escuchar el llanto de un bebé, o un balbuceo, o cualquier ruido que le diera una pista. En cualquier caso, lo último que esperaba oír era aquella aterciopelada voz:

—¿En qué puedo ayudarlo?

El hombre Jack era un tipo alto, pero el recién llegado era más alto que él; el hombre Jack vestía ropas oscuras, pero el atuendo del recién llegado era aún más oscuro; los que reparaban en el hombre Jack y no le gustaba que repararan en él se sentían incómodos o terriblemente asustados, pero cuando el hombre Jack miró al extraño, fue él mismo quien se sintió incómodo.

—Estaba buscando a una persona —replicó el hombre Jack mientras deslizaba con disimulo la mano derecha en el bolsillo del abrigo, para esconder el puñal y, al mismo tiempo, tenerlo disponible por si acaso.

—¿En un cementerio cerrado, y de noche? —replicó el extraño con ironía.

—Se trata de un bebé. Al pasar por delante de la puerta, oí el llanto de una criatura, miré por entre los barrotes y lo vi. Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo, ¿no?

—Aplaudo su sentido cívico. Pero, aun suponiendo que lograra usted encontrar a ese bebé, ¿cómo pensaba sacarlo de aquí? No tendría intención de escalar la tapia llevando a un niño en brazos, ¿verdad?

—Habría gritado hasta que alguien saliera a abrirme.

En éstas sonó un tintineo de llaves.

—Bien, pues yo soy ese alguien. Soy yo quien habría salido a abrirle la puerta —repuso el extraño y, cogiendo la llave más grande del llavero, le indicó—. Venga conmigo.

El hombre Jack siguió al extraño y sacó el puñal.

—Entonces usted debe de ser el guarda, ¿no?

—¿Lo soy? Supongo que sí, en cierto sentido.

El guarda lo conducía hacia la puerta lateral, o lo que es lo mismo, lejos del bebé. Pero el extraño tenía las llaves.

El hombre Jack no necesitaba nada más que un puñal en la oscuridad, y después seguiría buscando al bebé toda la noche, si hacía falta.

Alzó el arma.

—En el supuesto caso de que hubiera visto a un bebé —le dijo el guarda sin volver la cabeza—, dudo mucho que esté dentro del cementerio. Quizá se haya equivocado usted. Al fin y al cabo, no es frecuente que un niño visite un sitio como éste. Seguramente lo que oyó fuera un ave nocturna, y es posible que lo que vio a continuación fuera un gato o un zorro. Este lugar fue declarado reserva natural hace unos treinta años, ¿sabe?, más o menos después del último funeral. Ahora, píenselo bien y dígame, con honradez, si puede usted asegurar que eso que vio era un bebé.

El hombre Jack reflexionó unos instantes.

El guarda accionó la llave y le dijo:

—Un zorro, eso fue lo que vio. Hacen unos ruidos francamente extraños, no es difícil confundirlos con un llanto humano. Ha cometido usted un error al venir aquí, caballero. El bebé que anda buscando estará esperándolo en alguna parte pero, desde luego, aquí no.

El extraño esperó un momento para dar tiempo a que esa idea se asentará en el cerebro de Jack, y luego, con una elegante reverencia, le abrió la puerta.

—He tenido mucho gusto en conocerlo —le aseguró—. Confío en que ahí fuera encontrará usted todo cuanto necesite.

El hombre Jack salió y se quedó quieto junto a la puerta del cementerio, y el extraño, a quien él había tomado por el guarda, echó la llave y la puso a buen recaudo.

—¿Adónde va? —le preguntó el hombre Jack.

—Hay otras puertas, además de ésta —respondió el extraño—. Tengo el coche aparcado al otro lado de la colina. Pero hágase a la idea de que no estoy aquí. Es más, olvídese de esta conversación.

—Sí —replicó el hombre Jack, amistoso—, eso haré.

Recordaba haber subido hasta allí, y si bien al principio le había parecido ver a un niño, éste resultó ser un zorro, y recordaba también que un guarda muy amable lo había acompañado hasta la calle. Así pues, guardó el puñal en su funda.

—En fin —dijo—. Buenas noches.

—Buenas noches, caballero —le respondió el extraño a quien había confundido con el guarda.

El hombre Jack echó a andar colina abajo, y continuó buscando al bebé.

Oculto entre las sombras, el extraño lo vigiló hasta perderlo de vista. Luego subió a la explanada situada un poco más abajo de la cima, dominada por un obelisco y una lápida conmemorativa dedicada a Josiah Worthington dueño de la destilería local, político y, posteriormente, baronet, quien, casi trescientos años atrás, compró el viejo cementerio y los terrenos colindantes para más tarde cedérselos al ayuntamiento a perpetuidad. Pero, previamente, el viejo Josiah se reservó el mejor emplazamiento, un anfiteatro natural desde el cual se veía la ciudad entera, y mucho más y se aseguró de que el cementerio seguiría siempre cumpliendo esa función, y por eso, todos sus habitantes le estaban muy agradecidos, pero no tanto como Josiah Worthington, baronet, creía que deberían estar.

En el cementerio había más o menos unas diez mil almas, pero la mayoría de ellas dormían profundamente, o no sentían el menor interés por los asuntos nocturnos del lugar; por esa razón los que se hallaban reunidos en aquel momento en el anfiteatro a la luz de la Luna no llegaban a trescientos.

El extraño se unió a ellos con tanto sigilo como la propia niebla y, desde las sombras, observó el desarrollo del procedimiento sin decir nada.

En aquel preciso instante, era Josiah Worthington quien estaba en el uso de la palabra.

—Mi querida señora Owens, su obstinación resulta… En fin, ¿no se da usted cuenta de lo ridículo de esta situación?

—No —respondió—. La verdad es que no.

La mujer estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, y tenía al niño dormido en su regazo. Ella le sujetaba la cabeza con sus pálidas manos.

—Con la venia de Su Señoría. Lo que mi esposa quiere decir —intervino el señor Owens—, es que no es así como ella lo ve. Sólo intenta cumplir con lo que considera su deber.

El señor Owens conoció a Josiah Worthington en vida; de hecho, elaboró buena parte del exquisito mobiliario que decoraba la mansión del baronet, situada en las afueras de la vecina población de Inglesham, y, aun después de muerto, seguía imponiéndole mucho respeto.

—¿Su deber? —se extrañó Josiah Worthington meneando la cabeza, como si intentara sacudirse de encima una telaraña—. Usted, señora mía, se debe a este cementerio y a la comunidad de espíritus inmateriales que en él habitan, y su deber en este preciso instante consiste en devolver a esa criatura a su verdadero hogar que, dicho sea de paso, no es este cementerio.

—Su madre me la confió a mí —replicó la señora Owens, como si ese sencillo argumento bastara para zanjar la discusión.

—Mi querida señora…

—Yo no soy su querida señora —lo interrumpió la mujer poniéndose en pie—. Y, si he de serle sincera, ni siquiera entiendo qué hago yo aquí hablando ante un hatajo de acémilas con más años que Matusalén, cuando debería estar ocupándome de este niño, que se va a despertar de un momento a otro y lo más probable es que esté muerto de hambre… Y lo que a mí me gustaría saber es dónde voy a encontrar comida para alimentarlo en este dichoso cementerio.

—Y ése es en definitiva el quid de la cuestión —terció entonces Cayo Pompeyo—. ¿Qué piensa usted darle de comer? ¿Cómo va a cuidar de él?

Los ojos de la señora Owens eran puro fuego cuando respondió:

—Soy perfectamente capaz de cuidar a este bebé. Y lo haré tan bien como su propia madre. Ella misma me lo dejó a mi cargo. Fíjese: lo tengo en brazos, ¿verdad? Lo estoy tocando.

—Vamos, Betsy, sé razonable —dijo Mamá Slaughter, una anciana muy menuda que aún lucía el enorme gorro y la capa con los que fue enterrada—. ¿Dónde va a vivir?

—Aquí mismo —contestó la señora Owens—. Podríamos concederle la ciudadanía honorífica del cementerio.

Los labios de Mamá Slaughter formaron una diminuta «o».

—Pero… —replicó la anciana—. Pero yo nunca…

—¿Y por qué no?, vamos a ver. No sería la primera vez que le otorgamos esa distinción a un forastero.

—Eso es cierto —dijo Cayo Pompeyo—. Pero el forastero en cuestión no estaba vivo.

Y llegados a este punto, el extraño no tuvo más remedio que darse por aludido, y comprendió que había llegado el momento de intervenir en el debate, de modo que, no sin cierta reticencia por su parte, salió de entre las sombras y tomó la palabra.

—No, no estoy vivo —admitió—. Pero comparto el punto de vista de la señora Owens.

—¿Opina usted lo mismo, Silas? —le preguntó Josiah Worthington.

—Sí, señor. Para bien o para mal, y creo firmemente que será para bien, la señora Owens y su marido han tomado al niño bajo su protección. Pero para sacarlo adelante va a hacer falta mucho más que la generosidad de dos espíritus bondadosos —advirtió Silas—. Va a hacer falta todo un cementerio.

—¿Y qué me dice respecto a la comida y todo lo demás? Yo puedo entrar y salir de este lugar. Puedo encargarme de traerle comida —replicó Silas.

—Todo eso que dices suena muy bonito —terció Mamá Slaughter—, pero tú vas y vienes a tu antojo sin dar cuenta a nadie de adonde te diriges ni de cuándo piensas volver. Mas si estuvieras ausente una semana, el niño podría morir.

—Es usted una mujer muy perspicaz. Ahora comprendo por qué todos la tienen en tan alta estima —afirmó Silas. Si bien no podía manipular la mente de los muertos como hacía con la de los vivos, era capaz de ser muy persuasivo y adulador cuando se lo proponía, y ya había tomado una decisión—. Muy bien. Si los señores Owens se comprometen a ejercer de padres, yo me comprometo a ser el tutor de este niño. Permaneceré en el cementerio y, si surgiera cualquier eventualidad que me obligara a ausentarme algún tiempo, me encargaría personalmente de buscar a alguien que le trajera comida y se ocupara de él mientras yo esté fuera —y añadió—: Podemos utilizar la cripta de la iglesia.

—Pero… —protestó Josiah Worthington—. Pero… Un bebé humano. Un bebé vivo. Vamos a ver, vamos a ver…

—¡Vamos a ver! ¡Esto es un cementerio, no una guardería, maldita sea!

—Exactamente —repuso Silas asintiendo—. Eso que acaba de decir es una gran verdad, sir Josiah. Yo mismo no habría sabido expresarlo mejor. Y por esa misma razón, creo que es de vital importancia que la misión de criar a este niño interfiera lo menos posible, y perdonen ustedes la expresión, con la vida del cementerio.

Dicho esto, se acercó a la señora Owens, miró al bebé, que dormía plácidamente en sus brazos y, alzando una ceja, preguntó a la mujer:

—¿Sabe usted si el niño tiene nombre, señora Owens?

—No, la verdad es que su madre no me lo dijo.

—Comprendo —asintió Silas. En cualquier caso, dadas las circunstancias, no creo que le convenga seguir usando su antiguo nombre. Ahí fuera hay gente que lo busca con intención de hacerle daño. ¿Qué tal si le buscamos uno nuevo?

Cayo Pompeyo se aproximó al niño y, observándolo, comentó:

—Me recuerda un poco al que fuera mi procónsul, Marco. Así que podríamos llamarlo Marco.

—Pues a mí me parece que se da un aire a mi jefe de jardineros, Stebbins. Aunque, desde luego, no creo que este nombre sea el más adecuado para un niño. Aquel hombre era capaz de beberse hasta el agua de los floreros —dijo Josiah Worthington.

—Es igualito que mi sobrino Harry —opinó Mamá Slaughter.

Y cuando ya parecía que todos los habitantes del cementerio iban a lanzarse a sacarle semejanzas al niño con parientes, vecinos o conocidos que llevaban siglos condenados al olvido, la señora Owens decidió zanjar la cuestión.

—Este niño no se parece a nadie —afirmó—. Nadie tiene una carita tan preciosa como la de mi bebé.

—Pues lo llamaremos Nadie —dijo Silas—. Nadie Owens.

Y entonces, como respondiendo al oír su nombre, el niño abrió los ojos y se despertó. Miró alrededor y contempló los rostros de los muertos, la niebla y la Luna.

Miró a Silas, pero ni siquiera parpadeó; lo miraba sin temor y con aire circunspecto.

—¿Y qué clase de nombre es Nadie? —inquirió Mamá Slaughter, escandalizada.

—Su nombre. Y un buen nombre, además —replicó Silas—. Servirá para mantenerlo a salvo.

—A mí déjenme de líos —dijo Josiah Worthington.

El niño miró al baronet y, acto seguido, ya fuera porque tenía hambre, o porque echaba de menos su casa, a su familia, su mundo, se puso a hacer pucheros y rompió a llorar.

—Márchese —aconsejó Cayo Pompeyo a la señora Owens—. Seguiremos dilucidando todo esto sin usted.

La señora Owens se sentó a esperar en el banco que había a la puerta de la iglesia. Hacía más de cuarenta años que aquel edificio, de apariencia tan sencilla una pequeña iglesia con un modesto campanario, había pasado a formar parte del patrimonio histórico-artístico de la región. El ayuntamiento determinó que saldría demasiado caro restaurarla y, como no era más que una capilla situada en medio de un viejo cementerio en desuso, se limitó a poner un candado en la puerta, confiando en que el tiempo terminaría por derruirla. La hiedra recubría todas las fachadas, pero como los cimientos eran muy sólidos, nadie dudaba que aguantaría en pie otro siglo más.

El niño se había quedado dormido de nuevo entre los brazos de la señora Owens, quien lo mecía suavemente mientras le cantaba una nana, una que solía cantarle su madre cuando ella era pequeña (allá por el tiempo en que los hombres empezaron a usar pelucas empolvadas). La letra de la canción decía así:

Duerme, duerme mi sol,

duerme hasta que llegue el albor.

Cuando seas mayor,

si no me equivoco,

viajarás por todo el mundo,

besarás a un príncipe,

bailarás un poco,

hallarás tu nombre y un tesoro ignoto…

Al llegar a este último verso, la señora Owens descubrió que no se acordaba de cómo terminaba la canción. Le parecía recordar que el verso final decía algo así como «… y una loncha de beicon peludo», pero a lo mejor estaba mezclando las letras de dos canciones, de modo que se puso a cantarle El hombre de la luna que bajó con demasiada premura y, después, con su dulce voz de campesina, entonó otra canción más reciente que hablaba de un niño que se estaba comiendo un bizcocho y, hurgando con el dedo, acabó sacándole una pasa. Y poco después, cuando empezaba a cantarle una extensa balada sobre un joven hidalgo al que su enamorada decidió envenenar sin motivo aparente con un pez ponzoñoso[1], apareció Silas con una caja de cartón en la mano.

Mire lo que le traigo, señora Owens —dijo—. Comida rica y abundante para un niño en edad de crecer. Podríamos utilizar la cripta como despensa, ¿le parece? —Silas quitó el candado y abrió la cancela de hierro. La señora Owens entró y miró con aprensión los estantes y los bancos destartalados apoyados contra una de las paredes.

Los archivos parroquiales estaban guardados en cajas llenas de moho apiladas en un rincón, y al otro lado, tras una puerta abierta, se veía un pequeño servicio victoriano con un retrete y un lavabo con un único grifo de agua fría.

A todo esto el niño abrió los ojos y miró alrededor.

—Este parece un buen sitio para guardar la comida. Es fresco, y así los alimentos se conservarán mejor —afirmó Silas mientras sacaba un plátano de la caja.

—¿Podrías explicarle a esta pobre vieja qué diantre es eso? —preguntó la señora Owens mirando con suspicacia aquel objeto amarillo con manchas marrones.

—Se llama plátano; es una fruta tropical. Creo que para poder comerlo hay que quitarle la corteza explicó Silas. Así.

El niño Nadie intentó escapar de los brazos de la señora Owens, y ella lo dejó en el suelo. Gateando como un loco, fue hacia Silas y se le agarró a las perneras del pantalón para ponerse de pie.

Silas le dio el plátano. Y la señora Owens lo contempló mientras se lo comía.

—Plá-ta-no —silabeó con extrañeza la mujer—. Es la primera vez que oigo hablar de esa fruta. ¿A qué sabe?

—Pues no tengo ni la más remota idea —respondió Silas, cuya dieta incluía un único alimento (y no era el plátano, precisamente)—. Mire, aquí podría usted preparar una cama para el niño.

—De ninguna manera. ¿Cómo le voy a poner una cama aquí, con lo bonita y lo amplia que es la tumba que tenemos Owens y yo junto al macizo de los narcisos? Allí hay sitio más que suficiente para el pequeño. Y además —añadió temiendo que Silas lo tomara como un desaire—, no quiero que el niño te moleste.

—No sería ninguna molestia.

El bebé se había terminado ya el plátano, aunque algún trozo le había embadurnado el rostro. Él, sin embargo, sonreía satisfecho, con la cara sucia y las mejillas sonrosadas.

—Pátano —pronunció la criatura con voz cantarína.

—Pero qué listo es mi niño, ¡y cómo se ha puesto! A ver, déjame que te limpie, galopín… —dijo la señora Owens, y le quitó los pegotes de plátano que le manchaban la ropa y el cabello—. ¿Qué crees que decidirán?

—No lo sé.

—No puedo abandonarlo, y mucho menos después de la promesa que le hice a su madre.

—He sido muchas cosas a lo largo de mi vida —afirmó Silas—, pero madre no he sido nunca. Y no tengo intención de serlo ahora. Pero yo sí puedo marcharme de aquí…

—Pues yo no. Mis huesos están enterrados aquí y los de Owens también. Nunca abandonaré este lugar —replicó la señora Owens.

—Debe de ser muy agradable pertenecer a algún lugar, un sitio al que poder llamar hogar.

No se percibía el menor atisbo de nostalgia en su voz; por el contrario, hablaba de forma desapasionada, como si se limitara a constatar un hecho irrebatible. Y la señora Owens no lo rebatió.

—¿Tardarán mucho en decidirse?

—No lo creo —respondió Silas, pero se equivocaba.

Cada uno de los reunidos en el anfiteatro tenía su opinión y quería expresarla. Los que se habían metido en todo este lío no eran unos simples advenedizos, sino los Owens, y ése era un detalle que había que tener muy en cuenta, pues ambos eran gente respetable y respetada.

También había que tener en cuenta que Silas se había ofrecido a ser el tutor del niño (Silas vivía a caballo entre el mundo de los muertos y el de los vivos, y eso influía en que los habitantes del cementerio le tuvieran cierto respeto). Pese a ello… Normalmente, un cementerio no es una democracia, aunque, por otro lado, no hay nada más democrático que la muerte, así que los muertos tenían derecho a hablar y a decir si estaban a favor o en contra de permitir que el niño se quedara a vivir allí. Y aquella noche, por lo visto, todos estaban decididos a ejercer su derecho.

Transcurrían los últimos días del otoño y amanecía tarde. Por eso, era de noche aún, pero ya se oía el ruido de los primeros coches bajando por la colina por entre la niebla matutina y, mientras los vivos se trasladaban a sus lugares de trabajo para comenzar la jornada, los muertos del cementerio seguían hablando del niño y tratando de tomar una decisión. Trescientas voces. Trescientas opiniones. Nehemiah Trot, el poeta, había empezado a exponer su opinión (aunque ninguno de los allí presentes tenía muy claro cuál era) cuando algo sucedió; algo capaz de silenciar a quienes tanto interés mostraban en dar su parecer, algo sin precedentes en la historia del cementerio.

Un formidable caballo blanco o, como dicen los entendidos, un tordo se paseaba tranquilamente por la ladera de la colina. Llegó precedido por el ruido de sus cascos y el chasquido de las ramas que iba partiendo a su paso a través de los matorrales de zarzas y aulagas que crecían por toda la ladera. Tenía la alzada de un Shire[2] —más de metro noventa de altura—, y aunque daba la impresión de ser la montura ideal para un caballero con armadura, quien iba montada sobre su desnudo lomo era una mujer, ataviada de gris de pies a cabeza; la larga falda y la esclavina que vestía parecían tejidas con tela de araña. La expresión de su rostro era plácida y serena.

Sin embargo, no era una desconocida para los muertos del cementerio, pues todos nos encontramos con la Dama de Gris al final de nuestros días, y eso es algo que nunca se olvida.

El caballo se detuvo junto al obelisco. El sol se asomaba tímidamente por oriente, y ese perlino resplandor que precede a la aurora dio pie a que los muertos se sintieran inquietos y los indujo a pensar que había llegado el momento de recogerse en la comodidad de sus hogares.

Aun así ninguno de ellos se movió, porque todos contemplaban a la Dama de Gris con una mezcla de emoción y temor. Por lo general, los muertos no son gente supersticiosa, pero la observaban como un augur romano observaría a los cuervos sagrados: buscando sabiduría, buscando una pista que les permitiera adivinar el futuro.

Y la Dama de Gris les dirigió la palabra, con una voz como el repiqueteo de un centenar de campanillas de plata:

—Los muertos deben tener caridad. —Y sonrió.

El caballo, que había aprovechado el alto para pastar un poco, dejó de comer. La dama le acarició el cuello, y el animal dio la vuelta y se alejó a medio galope por la ladera de la colina. El estrépito de los cascos se fue atenuando progresivamente hasta convertirse en un leve rumor, como el de un trueno lejano, y en cuestión de segundos, los perdieron de vista definitivamente.

Al menos, eso fue lo que dicen que pasó quienes asistieron aquella noche a la reunión en el anfiteatro.

Dando el debate por concluido, los muertos del cementerio votaron y tomaron una decisión: otorgarían la ciudadanía honorífica del cementerio al niño Nadie Owens.

Mamá Slaughter y Josiah Worthington, baronet, acompañaron al señor Owens hasta la cripta de la vieja capilla para comunicarle a la señora Owens la feliz noticia.

Ella no pareció sorprenderse cuando le contaron que la mismísima Dama de Gris se había presentado allí para interceder por el niño.

—Pues me parece muy bien —dijo—. En este cementerio hay muchos majaderos que no tienen ni medio dedo de frente.

—Pero ella sí. Ella sí que sabe.

El día amaneció nublado y tormentoso, y para entonces el niño dormía ya en la acogedora y elegante tumba de los Owens (el señor Owens murió siendo el presidente del gremio local de ebanistas, y sus colegas quisieron honrarlo debidamente).

Silas determinó hacer una última escapada antes del amanecer. Fue hasta la casa donde había vivido el niño con su familia, y allí se encontró con tres cadáveres; los examinó y estudió el tipo de las heridas causadas por el puñal. Una vez concluidas las averiguaciones, abandonó la casa, abrumado por la avalancha de funestas hipótesis que el cerebro le sugería, y regresó al cementerio, en concreto al campanario donde solía dormir mientras esperaba a que se hiciera de noche.

Por otra parte, en la pequeña ciudad situada al pie de la colina, la mala sangre del hombre Jack se exacerbaba por momentos. Llevaba mucho tiempo esperando a que llegara aquella noche; suponía la culminación de muchos meses, años de trabajo. Fue tan fácil al principio… Liquidó a tres personas sin que emitieran ni un solo grito. Pero después…

Después se torció todo. ¿Por qué demonios fue colina arriba cuando era obvio que el niño había huido en dirección contraria? Para cuando llegó al pie de la colina, el rastro se había evaporado. Alguien debía de haber encontrado al bebé y, seguramente, se lo había llevado a su casa. No había otra explicación posible.

De repente se oyó el retumbar de un trueno y se puso a llover a cántaros. El hombre Jack era un tipo metódico, así que empezó a planear su próximo movimiento: antes de nada llamaría a algunos de los conocidos que tenía en la ciudad; ellos serían sus ojos y sus oídos.

No tenía por qué comunicar su fracaso a la asamblea.

Y además, se dijo, mientras se demoraba bajo el toldo de una tienda para resguardarse un poco de la lluvia matutina, él no había fracasado. Todavía no… Por muchos años que pasaran. Tenía mucho tiempo; tiempo para atar bien atado el cabo que había quedado suelto; tiempo para cortar el último hilo.

Fue necesario que oyera las sirenas de un coche de la policía, viera un vehículo policial, una ambulancia y un coche de la secreta, cuyas alarmas sonaban a todo trapo, para que se levantara el cuello del abrigo, enterrara el rostro en él y se perdiera por las callejuelas de la ciudad. Llevaba el puñal en el bolsillo, guardadito en su funda, bien protegido de la inclemencia de los elementos.