«Día 3042
El portal azul funciona, y las coordenadas que calculé eran correctas.
Logré trasladarme al punto temporal de destino, pero erré por unos minutos, llegué demasiado tarde y no pude salvar a Doril ni descubrir a su asesino; la ofuscación que sentí me llevó a olvidar toda precaución y fui avistado por dos personas.
La muchacha sin duda creyó ver un fantasma, o me confundió con mi versión más joven. El otro estudiante llegó también desde el presente, parece ser que siguiendo mis pasos, lo cual indica que dentro de unos días cruzará mi portal azul.
Pero ahora mismo no puedo confiar en nadie. Esta noche han intentado matarme. Tengo que escapar de la Academia y proseguir mi investigación en otra parte».
El Libro de los Portales. Diario de investigación,
manuscrito redactado por maese Belban de Vanicia
Cali despertó sobresaltada tras una confusa pesadilla en la que huía de un monstruo que se parecía sospechosamente a Kelan. Tomaba la mano de Yunek y los dos escapaban… pero el suelo desaparecía sobre sus pies, y Yunek la soltaba y la dejaba caer…
Sacudió la cabeza, tratando de apartar aquella imagen de su mente. Miró a su alrededor, desorientada. Sintió una angustiosa opresión en el corazón al reconocer la caverna de los hongos grises.
Fuera, las serpientes de luz erraban lenta y plácidamente por el firmamento. Cali suspiró y contempló a sus compañeros. Tash y Rodak dormían profundamente, muy cerca el uno del otro. Maese Belban, por el contrario, estaba despierto, y escribía ensimismado en un grueso libro, a la débil luz de una pequeña esfera que contenía una chispa en su interior.
Tabit, sin embargo, no se encontraba en su lecho. Cali lo buscó con la mirada.
Maese Belban alzó la cabeza.
—Está con Yiekele —dijo solamente.
Cali fue a responder, pero al fin se limitó a asentir con la cabeza y a levantarse para ir al encuentro de su amigo.
Lo halló donde maese Belban le había dicho. Se había sentado frente al portal incompleto de Yiekele y lo contemplaba con los ojos brillantes, absorto en los gráciles movimientos de aquella mujer de otro mundo, que había vuelto a entrar en trance y, encaramada a la pared de roca, trenzaba quiméricos arabescos con veinte dedos y la punta de su cola.
Cali lo observó en silencio durante un momento. Tabit ni siquiera se percató de su presencia hasta que ella se sentó a su lado.
—Es tan extraño lo que hace… —murmuró él—. Quisiera poder entenderlo.
Cali contempló la obra inacabada.
—A mí me basta con saber que existe, y que es hermoso —respondió.
Los dos permanecieron callados un rato, ensimismados, mientras veían trabajar a Yiekele.
—¿Recuerdas la primera vez que atravesaste un portal? —preguntó Tabit entonces.
Caliandra reflexionó y finalmente negó con la cabeza.
—No —dijo—, pero yo debía de ser muy pequeña entonces. Teníamos dos portales privados en casa que utilizaba mi padre para los negocios, pero también para desplazamientos familiares. Están allí desde que tengo memoria.
—Yo sí lo recuerdo —dijo Tabit—. Tenía ocho años, y vivía en Vanicia, más o menos.
Calló un momento. Cali lo miró y descubrió que estaba extraordinariamente serio.
—No es necesario que me lo cuentes, si no quieres —susurró.
Tabit le dedicó una media sonrisa.
—Quiero hacerlo —le aseguró—. Después de todo lo que hemos vivido en los últimos días… lo que pasó entonces ya no me parece tan terrible. Además, si he de hablar de esto con alguien… prefiero que sea contigo.
Cali no respondió a esta confesión, pero se sintió conmovida. Le tomó de la mano, tratando de reconfortarlo con su presencia.
—Nací en Vanicia, creo —prosiguió él—. Mis primeros recuerdos tienen que ver con un hombre que decía ser mi padre. Y tal vez lo fuera, no lo sé. Durante todos estos años he fantaseado con la idea de que me hubiera recogido en alguna parte… de que no estuviésemos emparentados en realidad. Pero nunca llegué a estar seguro.
»Ese hombre, fuera o no mi padre… no era buena persona. No solo porque se dedicara a ir de pueblo en pueblo estafando a la gente, sino también porque me utilizaba para ello, y me enseñó el oficio a base de golpes. Con él aprendí a vaciar bolsillos ajenos, a desmontar cerraduras, a engañar a los incautos con juegos de manos… Pero, en el fondo, no era eso lo que quería hacer. Yo quería ser un niño «decente». Tener una casa, unos padres honrados, ir a la escuela… No sé de dónde saqué esas ideas, la verdad, porque mi padre se burlaba de mis pretensiones y decía que nunca llegaría a nada; que había nacido rufián, y rufián moriría.
»Quise demostrarle que se equivocaba, y un día me escapé y lo denuncié a los alguaciles. Lo llevaron a prisión, y pensé que se quedaría allí una buena temporada… y entonces yo sería libre para tratar de ganarme la vida de otra manera. Pero no fue así como sucedió en realidad.
»Los días siguientes fueron muy duros. Era pleno invierno, y yo no tenía ningún sitio donde cobijarme ni nadie a quien acudir. En mi ingenuidad, pensaba que bastaba con querer ser honrado para conseguirlo. Pero, aunque busqué trabajo, no encontré a nadie que me empleara. No tuve más remedio que mendigar y buscar comida donde podía. Sin embargo… me mantuve firme en mi decisión de cambiar de vida, y no robé absolutamente nada, a pesar de que me moría de hambre.
Había algo en el tono de voz de Tabit que conmovió a Cali profundamente. Más allá del orgullo con el que pronunció aquellas palabras, la joven detectó la huella de un profundo sufrimiento.
—Sin embargo, en ese caso… —se atrevió a decir—, yo entendería que lo hubieses hecho. Para sobrevivir…
Pero Tabit negó con la cabeza.
—No se trata de eso, Caliandra. Sabía que, si volvía a caer en mis antiguas costumbres, si elegía el camino más fácil… me costaría mucho volver a salir de él en el futuro. Porque sería consciente de que siempre podría recurrir al robo o al engaño en un momento de apuro. No; si cambiaba de vida, tenía que hacerlo una sola vez, y para siempre.
»Pero, si he de ser sincero, no sé cuánto tiempo habría podido mantener aquella determinación. Porque mi padre salió de prisión pocas semanas después de que lo encerraran. No sé si convenció a los alguaciles de que era inocente, o los sobornó de alguna manera… el caso es que un día lo vi de nuevo en la plaza, avanzando hacia mí entre la gente. Sabía lo que sucedería cuando me atrapara, de modo que di media vuelta… y salí huyendo.
»Ni siquiera recuerdo por qué me dirigí a los portales. Por aquel entonces los únicos que había en la plaza de Vanicia pertenecían a gremios, y yo no tenía derecho a usarlos. Aun así, me abrí paso entre reses y pastores para tratar de escapar a través del portal de los ganaderos, que conducía a Maradia, aunque yo no lo sabía; solo vi que se trataba de una vía de escape y pensé que, si permitían cruzar a cabras y ovejas, también franquearían el paso a un chiquillo fugitivo como yo.
»Por descontado, el guardián me detuvo y me prohibió seguir adelante. Lloré y supliqué mientras mi padre acortaba la distancia que nos separaba, pero el guardián se mantuvo firme. Y entonces, un hombre que estaba a punto de cruzar con dos vacas me miró y dijo: «El chico viene conmigo». Me agarró por el pescuezo y me llevó con él a través del portal.
Cali lanzó una pequeña exclamación ahogada. Había seguido la historia con gran interés, conteniendo el aliento. Tabit la miró con ternura.
—Aquel hombre y su mujer regentaban una lechería en Maradia —explicó—. Él llevaba todos los días a pastar a sus vacas a los prados de Vanicia, a través del portal del Gremio de Ganaderos, y así obtenía una leche de gran calidad, muy apreciada en la capital. Me permitieron quedarme con ellos, y durante los años siguientes ordeñé las vacas, limpié los establos, repartí cántaros de leche… Por fortuna, nunca me pidieron que regresase a Vanicia por ningún motivo. Y mi padre jamás vino a buscarme.
—Así que conseguiste lo que soñabas —murmuró Cali—: un trabajo honrado, una familia…
—No exactamente. Los lecheros tenían ya dos hijos que heredarían su negocio. Me apreciaban, pero no como a alguien de su familia. Trabajaba para ellos a cambio de comida y alojamiento. Para mí era mucho, y siempre los recordaré con cariño y agradecimiento por ello. Pero no era su hijo; todos lo sabíamos de sobra.
—Sin embargo, tuviste que ir a la escuela en algún momento —insistió ella—. ¿Cómo, si no, pudiste ingresar en la Academia después?
—La verdad es que solo podía ir a la escuela cuando no había trabajo en la lechería, lo cual no sucedía muy a menudo. Pero para entonces ya estaba interesado en los portales. Solía pasar las horas libres en la Plaza de los Portales de Maradia, viendo ir y venir a la gente. Tuve la suerte de poder observar a un maese mientras pintaba un nuevo portal en el muro, y me escapaba todos los días para ver cómo trabajaba. Cuando el portal estuvo terminado y se activó… me pareció cosa de magia. Aquel maese me dijo que había una explicación lógica para todo aquello, pero que un chiquillo ignorante como yo no la entendería jamás.
Cali dejó escapar una alegre carcajada.
—Ahora todo tiene sentido —comentó.
Tabit sonrió.
—Cierto. Desde ese día dejé de rondar por la Plaza de los Portales y me dejé caer más por la escuela. Me apliqué muchísimo a mis estudios, con la esperanza de llegar a ser pintor de portales; pero no tardé en descubrir que la Academia era muy cara y no podría ni soñar con pagar la matrícula. Entonces alguien me habló de las becas, y decidí que tenía que intentarlo; como en la escuela del barrio no podían prepararme para el examen de ingreso, pregunté en la Academia si podía usar la biblioteca.
—¿Y te lo permitieron?
—Qué va, es solo para maeses y estudiantes. Pero descubrí que la sede de la Academia en Serena tenía también una biblioteca que, si bien no estaba tan bien surtida como la central, contaba con los textos básicos que debía estudiar para el examen y algunos más, y estaba abierta a los no académicos. De modo que todos los días, después de mis tareas en la lechería, corría a la Plaza de los Portales, hacía cola ante el portal público que conducía a Serena y llegaba allí una o dos horas antes del anochecer. Si algún día tenía más trabajo o había mucha cola en la plaza, y por tanto llegaba más tarde a Serena, sabía que apenas podría estudiar un rato antes de que cerrasen la biblioteca. Pero rapiñaba aquellos momentos, por cortos que fuesen, porque sabía que el tiempo corría en mi contra.
—¿Con cuántos años comenzaste tu preparación, Tabit? —preguntó Cali, impresionada.
—No lo recuerdo con exactitud. Quizá con once o doce años, no lo sé. Sabía que podría presentarme al examen cuando cumpliera los quince, y que, si no me daban la beca, podría intentarlo hasta dos veces más. Pero era muy consciente de que la Academia concedía becas muy raramente y, además, mi formación era autodidacta y muy deficiente. Sabía que, si no lograba entrar en la Academia, podría subsistir trabajando en la lechería, y no me disgustaba la idea. Pero para entonces ya estaba absolutamente fascinado por los portales. Deseaba con toda mi alma estudiar en la Academia, llegar a ser maese y pasar el resto de mi vida pintando portales.
»Y para eso estudiaba. Leí al menos una vez todos los libros que había en la biblioteca de Serena, primero los básicos, después los más complejos, pero aún tenía la sensación de que no sería suficiente. El conserje se acostumbró a verme allí todos los días y, con el tiempo, empezó a cerrar un poco más tarde, solo para que yo pudiera estudiar un poco más. La semana previa al examen, los lecheros me permitieron faltar al trabajo, y pasaba todo el día en la biblioteca de Serena. Y también toda la noche, porque el conserje, como medida excepcional, me autorizó a quedarme allí estudiando el tiempo que necesitara.
»Y eso me salvó la vida. Fue el año de la Gran Epidemia, ¿recuerdas?
Cali frunció el ceño, extrañada, y negó con la cabeza.
—Por supuesto que no —comprendió Tabit—. La epidemia sacudió los barrios humildes de Maradia, pero no alcanzó a la gente adinerada y, por descontado, tampoco llegó hasta Esmira.
»Fue fulminante. Un día murieron todas las vacas, y al día siguiente lo hicieron los lecheros y sus hijos, durante la semana que estuve viviendo en Serena. Si me hubiese quedado con ellos en Maradia, ahora mismo yo también estaría muerto. No soy supersticioso, pero lo consideré una señal de que debía sacar el examen adelante, pese a la tristeza que sentía por haber perdido lo más parecido a una familia que había tenido nunca. Y, de todos modos, no tenía ningún sitio al que volver. La posibilidad de ganarme la vida en la lechería se había esfumado. O entraba en la Academia, o me quedaría otra vez en la calle. Así de simple.
—E hiciste bien el examen —murmuró Cali.
—Saqué la máxima nota y me dieron la beca —respondió Tabit—. El resto ya lo conoces. Y quizá ahora comprendas por qué no me gusta hablar de mi pasado. Hice cosas de las que no me siento orgulloso y…
—Tabit, Tabit… —cortó Cali, con un suspiro; le apretó la mano con cariño—. A mí me parece que no hay nada reprochable en esa historia. Lo tenías todo en contra, pero fuiste capaz de escapar de un destino que parecía inevitable… solo porque no te parecía correcto seguir haciendo lo único que sabías hacer. Trabajaste como un esclavo para conseguir una plaza en la Academia, algo que a otros prácticamente se les regala. ¿De verdad creías que te iba a mirar de otra forma? ¿Que, de pronto, iba a ver en ti a un sinvergüenza como tu padre, en lugar de la persona buena, leal y honesta que eres en realidad?
Se le quebró la voz y no pudo continuar. Tabit se quedó mirándola, embargado por la emoción.
—Cali… —fue capaz de decir.
Ella tenía los ojos húmedos. Tabit trató de hablar, pero sacudió la cabeza, rendido ante los sentimientos que lo desbordaban. Alzó la mano para acariciar la mejilla de Cali, con el mismo cuidado que ponía cuando las yemas de sus dedos rozaban los trazos de un portal. Ella cerró los ojos con un suspiro.
Y, apenas un instante después, se estaban besando, entre titubeos al principio, con mayor seguridad después. Tabit la rodeó con los brazos, aún sin terminar de creer lo que estaba sucediendo. Cali se recostó contra él.
—¿Era… tu primer beso? —preguntó ella tras un momento de vacilación.
Él se puso rojo hasta las orejas. La joven sonrió.
—Tampoco yo tengo mucha experiencia —confesó—. A pesar de lo que digan por ahí.
—No me importa lo que digan por ahí, Cali —replicó Tabit—. Todos tenemos un pasado; lo que verdaderamente cuenta es lo que somos ahora, y lo que queremos ser en el futuro. Lo que hayas hecho antes… es asunto tuyo; es tu vida y no tengo derecho a entrometerme en ella. —Tragó saliva antes de añadir—: Sé que te va a sonar estúpido e ingenuo, como muchas cosas de las que digo, pero yo… te quiero.
Cali se tensó entre sus brazos, y Tabit temió haber ido demasiado lejos.
—Esto, por supuesto, no cambia nada si tú no quieres —se apresuró a decir—. No te sientas obligada a… quiero decir, sé que tú y Yunek…
—Yunek y yo nunca llegamos a nada —cortó ella; hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y después prosiguió—. Me gustaba, claro que sí. Pero, desde lo de Kelan… no me había atrevido a iniciar otra relación con nadie. Cuando conocí a Yunek, pensé que con él las cosas serían distintas. Que podría abrir mi corazón al mundo otra vez. Pero quería ir paso a paso, esperar a conocerlo mejor…
Calló un momento, perdida en sus recuerdos. Tabit aguardó pacientemente a que ella siguiera hablando.
—Éramos demasiado diferentes para que aquello pudiera funcionar. A pesar de todo, yo estaba dispuesta a intentarlo; pero tenía miedo, y supongo que por eso dejé pasar el tiempo. Esperé a que Yunek diera el primer paso… y nunca llegó a hacerlo. No sé si de verdad sentía algo por mí. Si es así, nunca me lo dijo. No hemos pasado de ser amigos… y, después de la forma en que nos traicionó, puede que ni siquiera eso.
—Comprendo —asintió Tabit, tras un instante de reflexión—. Lo siento por Yunek… y también por mí —añadió, con una triste sonrisa—; porque, si ni siquiera él pudo derribar las barreras de tu corazón, yo…
—¡Pero no se trataba de eso! —cortó ella, emocionada; se incorporó para mirarlo, y en sus ojos ardía una nueva chispa de ilusión—. ¿No lo has comprendido aún? No tienes que derribar ninguna barrera porque… —inspiró hondo antes de continuar—, porque ya lo has hecho, Tabit. No sé cómo ni cuándo ha sido, pero… me he ido enamorando de ti, poco a poco y sin darme cuenta —confesó, ruborizada; sacudió la cabeza, entre divertida y desconcertada—. No puedo creerlo, te conozco desde primero. Hasta hace poco más de un mes apenas habíamos cruzado un par de frases entre clase y clase, y ahora… ahora siento que solo quiero estar contigo, y con nadie más.
Tabit sonrió, algo abrumado ante aquella felicidad inesperada.
—Pero… pero… —tartamudeó, tratando de poner en orden sus pensamientos—. Entonces… ¿eso significa que…?
Cali inspiró hondo y lo miró a los ojos. Parecía insegura de pronto.
—Tú me has contado muchas cosas —empezó—. Cosas que nunca le habías contado a nadie. Ahora es mi turno, porque quiero que lo sepas todo… Porque quiero que me conozcas de verdad antes de seguir adelante.
Tabit iba a replicar, pero comprendió que aquella confesión era importante para ella, del mismo modo que él había sentido la necesidad de hablarle de su pasado como rufián.
De modo que asintió y se dispuso a escucharla. Cali respiró hondo y comenzó:
—Seguro que has oído lo que cuentan de mí en la Academia, ¿no?
—No suelo prestar atención a los rumores —respondió él con diplomacia.
Ella le dedicó una cálida sonrisa.
—Eso es lo que dicen todos. Aunque seguro que en tu caso sí es verdad. En fin —prosiguió—, el caso es que son todo mentiras. Cuando Kelan empezó a alardear de lo que había pasado entre nosotros, decidí fingir que no me importaba. Le sentó muy mal, claro, así que se dedicó a difundir todo tipo de rumores sobre mí, y otros chicos también comenzaron a fanfarronear al respecto. Sabía que Kelan lo hacía solo para molestarme, así que no le di esa satisfacción. Nunca desmentí los rumores, pero tampoco los confirmé. No fue un mal plan, en realidad —sonrió—, porque a Kelan le sentó fatal que yo no representara el papel de doncella mancillada que a él le hubiese gustado. Él había hablado de nuestra relación como una especie de gran conquista, y yo hacía ver que no había sido para tanto. Mi reputación no volvió a ser la misma, pero su orgullo tampoco. Y solo por eso valió la pena. Además, con el tiempo dejó de importarme lo que otros pudieran pensar de mí. Yo sabía quién era Caliandra de Esmira, lo que había hecho y lo que no, lo que pensaba y lo que sentía. Y con eso me bastaba.
»Hasta hace poco, al menos, ha sido así. Pero ahora he descubierto que sí existe alguien que quiero que me conozca, que sepa cómo soy de verdad. Y no fue Yunek quien despertó esa inquietud en mí, Tabit. Has sido tú. Por eso…
—No hace falta que sigas —dijo Tabit, emocionado, atrayéndola hacia sí para abrazarla—. Lo cierto es que, si me hubiera parado a pensarlo, me habría dado cuenta enseguida de que lo que decían de ti no podía ser verdad.
—¿Y eso? —se extrañó ella.
Tabit sonrió.
—Porque, si lo fuera, te habrían expulsado de la Academia hace mucho tiempo. Pero el caso es que no me paré a pensarlo, porque en el fondo me daba igual. Eres Cali, y te quiero —declaró, mirándola con seriedad y un cariño que hizo que el corazón de Cali se estremeciera una vez más.
—Yo también a ti, Tabit —murmuró ella, emocionada.
Se quedaron así, mirándose a los ojos, hasta que decidieron que ya habían perdido demasiado tiempo con explicaciones.
Y se besaron otra vez, y ya no supieron nada más hasta que, un buen rato después, una voz conocida los sobresaltó:
—¡Arriba, estudiantes! Dejad de hacer manitas; tenemos mucho trabajo por delante.
Cali y Tabit dieron un respingo y se separaron, muertos de vergüenza. De pie, junto a ellos, se encontraba maese Belban, aunque parecía poco interesado en lo que estuvieran haciendo. Pasando por alto detalles como la melena revuelta de Cali o la respiración entrecortada de Tabit, el viejo profesor les mostraba, muy orgulloso de sí mismo, una especie de cacerola vieja en la que borboteaba algo de color violeta.
—Me ha costado mucho moler el mineral y obtener la cantidad necesaria de pigmento, porque no tenía los instrumentos apropiados —les explicó—, pero por fin he conseguido un fluido estable en las proporciones adecuadas. ¡Nos vamos a casa!
Animados por aquella buena noticia, dejaron a Yiekele inmersa en su propio portal y siguieron a maese Belban hasta la caverna de los hongos, donde los aguardaban Tash y Rodak. El guardián, aunque seguía bastante pálido, tenía mejor aspecto. Tash también parecía más relajada.
Maese Belban había escogido una superficie más o menos lisa en una de las paredes de la cueva.
—¿Tenéis pinceles? —les preguntó a los estudiantes mientras se recogía el cabello blanco en una trenza.
Tabit se apresuró a buscar en su zurrón y sacó dos más, uno para Cali y otro para él.
—Bien —prosiguió maese Belban—. Vamos a dibujar un portal básico, ¿de acuerdo? Lo más sencillo será un polígono, de modo que inscribiremos un triángulo en el círculo y cada uno de nosotros pintará en su lado lo que le parezca… siempre que no sea nada demasiado recargado, claro; andamos un poco escasos de pintura por aquí.
—¿Así, sin diseño previo ni nada por el estilo? —se sorprendió Tabit.
—Eso he dicho. Esto no es un examen, estudiante Tabit; no se trata de que el portal quede bonito, sino de que funcione. Y, como no vamos a pintar un portal gemelo en otra parte, tampoco pasa nada si no registras el diseño final.
Tabit asintió.
—De acuerdo —dijo—. Empecemos, pues.
Maese Belban mojó su pincel en la pintura violeta y trazó una circunferencia en la pared con mano experta. Tabit observó con sorpresa que, pese a no haber utilizado compás, el portal era casi perfectamente redondo. Después, el anciano dibujó un triángulo en su interior. Tabit y Cali, con sus pinceles empapados de pintura violeta y sus cabellos ya trenzados, ocuparon la posición que les correspondía.
—¿Podrás pintar con ese brazo lesionado, estudiante Caliandra? —preguntó entonces maese Belban, frunciendo el ceño.
—Soy zurda, maese —respondió ella alegremente, alzando la mano izquierda, con la que sostenía el pincel.
Maese Belban movió la cabeza, sorprendido.
—Bien, bien… tienes una mano izquierda hábil, guardas bodarita azul en los bolsillos… ¿qué más sorpresas nos reservas? Eres una joya en bruto, estudiante Caliandra.
Cali miró de reojo a Tabit, temiendo que las palabras del profesor lo hubiesen molestado. Pero los ojos de él, cuando la miró, irradiaban tanta ternura que la joven se sintió conmovida.
Los tres trabajaron en el portal violeta, cada uno en su zona, durante buena parte de la jornada. Descansaron un momento para comer y contemplaron su obra. Los trazos de maese Belban eran espiralados, claros, firmes y seguros. Cali, por su parte, había desarrollado un entramado floral, delicado y complejo, de gran belleza estética y, aun así, llevaba pintada más superficie que Tabit, que estaba plasmando un diseño geométrico, sencillo, simétrico y metódico.
—Es el portal más estrafalario que he visto en mi vida —comentó Rodak—. Sin ánimo de ofender.
—¿Verdad que sí? —dijo maese Belban—. Y ahora, basta de setas, estudiantes: hay que volver al trabajo.
Apenas unas horas más tarde, el portal estaba acabado. Era estrafalario, tal y como había observado Rodak, porque cada parte seguía un patrón diferente. Sin embargo, el círculo estaba ahí, y también el triángulo inscrito en él era perfectamente reconocible.
Maese Belban se limpió las manos en su viejo hábito y abrió su libro de apuntes.
—Yo escribiré las coordenadas —anunció—. Que alguien me pase un medidor.
Tabit le tendió el que guardaba en su zurrón. Maese Belban tomó nota de las coordenadas y las escribió en la circunferencia interior del portal. Después dibujó, en un anillo más amplio, unos símbolos que los estudiantes reconocieron al instante: las coordenadas de la Academia, incluyendo el valor temporal del presente al que pertenecían.
Por último, maese Belban trazó una tercera circunferencia en torno al portal y fue copiando en ella, uno por uno, una serie de símbolos apuntados en una de las páginas de su libro.
Tabit lo contemplaba con interés.
—Siento curiosidad, maese Belban —dijo entonces—. ¿Cómo sabéis que esas coordenadas corresponden a nuestro mundo, y no a cualquier otro?
Él le dirigió una mirada penetrante y cerró el libro de golpe.
—Está todo aquí, muchacho —replicó, señalándolo con el dedo índice—, pero probablemente aún no estés preparado para comprenderlo.
Tabit iba a responder, pero en aquel momento Tash dio un salto y se alejó un par de pasos, observando con suspicacia a Yiekele, que se acercaba a ellos con paso tranquilo.
—Ah, amiga mía —sonrió maese Belban al verla—. ¿Te has tomado otro descanso?
Ella no dio muestras de haberlo entendido. Observaba el portal violeta con evidente interés.
—¿Suki da nuni? —preguntó. Naturalmente, nadie le respondió. Sonrió, divertida, y tocó la trenza de Cali, comparándola con la suya propia, de un color rojo encendido. Después abrió sus cuatro brazos, tratando de abarcar el portal, como si así pudiera calcular su tamaño. Dejó tres de los brazos extendidos, pero acercó la cuarta mano a la pared de roca para rozar uno de los trazos con la yema del dedo.
—¡Tane-tane bu! —exclamó, encantada, al descubrir que se le había manchado de pintura violeta.
Se sentó, recogiendo su larga cola en torno a sus piernas, junto aTash y Rodak, como una espectadora más. Tash se apartó de ella, pero se tomó la molestia de hacerlo con cierta discreción.
—Quiere ver cómo pintamos el portal —susurró Cali, todavía impresionada por la presencia de Yiekele.
—Me parece justo —opinó Tabit—. Nosotros hemos pasado horas enteras viéndola trabajar en el suyo.
—Bien; entonces, no vamos a decepcionarla, ¿verdad? —gruñó maese Belban.
Completó el tercer círculo de coordenadas y, cuando la última voluta enlazó con la primera espiral, súbitamente el portal se activó.
Tabit lanzó una exclamación de alegría. Cali batió palmas. Rodak sonrió, y Tash se limitó a observar el resplandor violeta con desconfianza, aunque con un cierto brillo de esperanza latiendo en sus ojos verdes.
Yiekele, por el contrario, contemplaba el portal, fascinada. Se puso en pie y, con pasos ágiles y elegantes, avanzó hacia el círculo de luz.
Su gesto los cogió a todos por sorpresa. Solo Cali reaccionó al comprender lo que se proponía.
—¡Yiekele, no! —la llamó—. ¡Espera!
Trató de detenerla, pero era demasiado tarde. Yiekele se agachó al atravesar el portal, y el resplandor violeta se la tragó.
—¿Qué…? ¿Por qué…? —balbuceó Tabit, desconcertado.
Maese Belban sacudió la cabeza.
—Ella piensa de manera diferente a nosotros, muchacho —respondió—. Pero no nos ha dejado alternativa: hay que seguirla antes de que el portal se cierre.
—¿Y eso por qué? —quiso saber Tash.
Cali ya había cruzado al otro lado, decidida, y Tabit se disponía a ir tras ella.
—Porque, si he acertado con las coordenadas y este portal nos lleva de vuelta a casa, se formará un gran revuelo cuando la gente la vea pasearse por la Academia —explicó maese Belban.
—¿Y si no?
Tabit atravesó el portal. El profesor se encogió de hombros.
—No lo sabremos hasta que no estemos al otro lado, picapiedras —dijo—. Y te recomiendo que, a no ser que pretendas pasarte el resto de tu vida comiendo setas, no tardes mucho en decidirte, porque los portales no replicados permanecen activos solo por tiempo limitado —añadió, antes de que su figura se difuminara también en medio de una luz de color violeta.
—Lo que ha querido decir —tradujo Rodak, levantándose con esfuerzo— es que este portal solo está pintado aquí y no al otro lado, así que no tardará en cerrarse. ¿Quieres quedarte atrapada en este lugar? —le preguntó a Tash.
Ella negó con la cabeza. Rodak le tendió la mano, y ambos respiraron hondo y cruzaron el portal.
A sus espaldas, en el exterior de la cueva, se desató una nueva perturbación, pero ellos ya no estaban allí para apreciarla.
Caliandra emergió del portal. Miró a su alrededor, desorientada, y respiró, aliviada, al reconocer el estudio de maese Belban en la Academia. La pared frente a ella exhibía los dos portales azules inactivos. En medio de la estancia se encontraba Yiekele, observándolo todo con fascinada curiosidad.
Tabit casi tropezó con Cali al salir del portal.
—Apartémonos de aquí —sugirió la joven, y dejaron sitio frente al fantasmal resplandor violeta de la pared.
Inmediatamente después aparecieron maese Belban, Tash y Rodak. Los cinco humanos contemplaron en silencio cómo se desvanecía la huella luminosa del portal hasta desaparecer por completo.
Tash exhaló un profundo suspiro de alivio.
—Por fin —comentó—. Qué pesadilla. Me alegro de que hayamos escapado de ese sitio tan raro; me ponía los pelos de punta.
—Pero ¿y Yiekele? —preguntó Cali, volviéndose hacia ella—. ¿Qué va a hacer? Ha dejado su portal a medias en la caverna…
Yiekele no parecía en absoluto preocupada por ello. Se limitaba a mirar a su alrededor con interés. Los dedos de sus cuatro manos tocaban los objetos de la alacena como si jamás hubiese visto nada similar.
—Sospecho que ella podrá regresar a su mundo cuando quiera y desde donde quiera —suspiró maese Belban—. No necesita nada más que entrar en trance y que la dejen pintar su portal en paz. Lo único que me intriga es por qué se molestaría en dibujar ese portal gigantesco cuando podría haber hecho uno más sencillo en mucho menos tiempo. Pero quizá nunca lo sabremos.
—¿Y qué hacemos ahora con ella? —preguntó Tabit, preocupado—. ¿Se la presentamos a los maeses del Consejo, sin más?
—Estarían encantados —gruñó maese Belban—. Pero sigo sin fiarme un pelo de ellos. No me trago que un simple estudiante haya podido montar toda esa trama él solo, por listo que sea.
—¿Podéis hablar de todo esto más tarde? —los apremió Tash—. Rodak aún necesita que lo vea un médico de verdad.
—Vamos a la enfermería —resolvió Cali—. Rodak es un guardián; supongo que podrán atenderlo allí porque, en cierto modo, forma parte de la Academia.
—¡Por fin! —exclamó Tash con sorna.
—Marchaos —los invitó maese Belban—. Yo me encargaré de buscar un escondite para Yiekele.
—Llevadla al desván del círculo exterior —sugirió Tabit antes de salir de la habitación tras sus amigos—. Está en el último piso del ala de los criados, y allí no sube nunca nadie. Pero recordad cubrirla con un hábito grande o algo parecido para el trayecto, o llamará demasiado la atención.
—Bien pensado, estudiante Tabit —aprobó el profesor—. Nos encontraremos allí, entonces.
Tabit asintió y se reunió con los demás en el pasillo. Cali aspiraba profundamente.
—¡Huele a Academia! —canturreó, alegre—. ¡Hábitos granates, libros, pinceles, cuadernos de notas…! Nunca pensé que la echaría tanto de menos.
Tabit no respondió. Ayudaba a Tash a cargar con Rodak, pero había algo más en su expresión que indicó a Cali que su mente se hallaba lejos de allí.
—¿Tabit? —lo llamó ella—. ¿En qué estás pensando?
—En lo que ha dicho maese Belban —respondió él. Miró a su alrededor cuando llegaron hasta la escalera para asegurarse de que ningún estudiante podía oírlo y prosiguió, en voz más baja—. Eso de que Kelan no podría haberlo organizado todo él solo.
—¿Ese chico? —Rodak negó con la cabeza—. Es demasiado bocazas y descuidado. No habría sido capaz de llegar tan lejos sin ayuda.
—Tú calla y no hagas esfuerzos —lo riñó Tash. Rodak sonrió.
—De hecho —prosiguió, sin hacerle caso—, en el barco a Belesia dijo que recibía órdenes de alguien.
—Tiene que ser un profesor de la Academia —aclaró Tabit de pronto—. Probablemente maese Maltun, que siempre lo sabe todo.
—O maese Kalsen —aportó Cali—. Entiende de mineralogía y dicen que últimamente ha faltado mucho a clase, porque se ausenta de la Academia a menudo y… —calló un momento—. ¡No! ¡Es maese Orkin, seguro! Viaja por todas las minas y controla el suministro de bodarita. El Invisible no puede quedarse sentado en la Academia, Tabit. Aunque tuviera esbirros como Kelan y Brot para hacerle el trabajo sucio, seguro que hay cosas que no puede delegar en otros, y su grupo actúa por toda Darusia.
—Si es por eso, maese Rambel también viaja mucho. Y es el que toma nota de los encargos y sabe muy bien qué peticiones son aceptadas por el Consejo y cuáles denegadas. Tiene los datos de todos los clientes, así que podría ponerse en contacto con ellos de nuevo para ofrecerles los servicios del Invisible.
Los dos cruzaron una mirada.
—Tienes razón, tiene que ser él —dijo Cali—. Eso no explica por qué le tiene ojeriza a maese Belban pero, después de todo, la antipatía es el estado natural de maese Rambel.
—Y, de todos modos, si maese Belban iba a descubrir la forma de viajar a la época prebodariana y solucionar los problemas con el suministro de bodarita, eso podría poner en peligro el negocio del Invisible. Quizá fuera razón suficiente para enviar a Kelan a matarlo.
Cali sacudió la cabeza.
—Esto es demasiado complicado —dijo—. Y, ya que mencionas a Kelan, recuerda que la última vez que lo vimos trató de matarnos a nosotros también. Probablemente ahora mismo esté montando guardia ante el portal violeta de Belesia, por si regresamos por allí, pero no quiero arriesgarme a tropezarme con él en la Academia. Me voy a la Casa de Alguaciles a contar todo lo que sé sobre él. Solo con eso ya tendrá problemas para el resto de su vida.
—De acuerdo —asintió Tabit—, pero ten cuidado. Quizá, y solo por si acaso, deberías preguntar a maesa Ashda si sabe dónde está Kelan. Para asegurarnos de que sigue en Belesia y no va a perseguirte hasta un callejón oscuro, ya me entiendes.
Cali advirtió el tono de preocupación de Tabit y lo besó en la mejilla, sonriente.
—De acuerdo, lo haremos a tu manera. Me aseguraré de que Kelan no ronda por aquí antes de asomar la nariz fuera de la Academia. Nos vemos luego.
Tabit se despidió de ella y se quedó contemplándola mientras trotaba pasillo abajo, con el hábito revoloteando en torno a sus pies. Todavía le parecía todo un extraño sueño. Y lo más curioso era que había aceptado con naturalidad la existencia del mundo vacío del que acababan de escapar, pero todavía le costaba creer que lo que estaba sucediendo entre él y Cali fuese real. Sacudió la cabeza y prosiguió su camino junto a Tash y Rodak.
Pero había una idea que no dejaba de dar vueltas en su mente, y que tenía que ver con la conversación que acababa de mantener con Cali. Frunció el ceño, tratando de atraparla.
—Estás en las nubes hoy, ¿eh? Me pregunto por qué —se burló Tash—. Vamos, granate, ¿falta mucho para llegar a la enfermería?
Tabit no le hizo caso. Cali había interrumpido su razonamiento al anunciar que tenía intención de ir a la Casa de los Alguaciles, pero él, en realidad, no había terminado de pensar. Retomó su reflexión donde la había dejado. «Si maese Belban iba a descubrir la forma de viajar a la época prebodariana y solucionar así los problemas con el suministro de bodarita…», recordó. Pero eso no tenía sentido. ¿Valía la pena matar a uno de los más insignes profesores de la Academia por un experimento sin garantías de éxito? Si Kelan hubiese logrado asesinar a maese Belban, algún otro habría proseguido su investigación, y el Invisible se habría arriesgado por nada. Después de todo, su mayor baza era, precisamente, que jamás salía de entre las sombras. Había llegado a matar a Ruris y a Brot porque habían desobedecido la ley de la discreción que imperaba en su organización. «Por lo que sé, el Invisible solo ataca cuando cree amenazada su situación», reflexionó Tabit. «Cuando piensa que alguien podría hacer que dejara de ser invisible». Rechazó aquella idea, sin embargo. Después de todo, ¿qué podría saber maese Belban del Invisible, si incluso dudaba de su existencia? Además, el profesor se había mostrado sumamente huraño a la hora de relacionarse con los demás. Solo había salido de su estudio para ir a encerrarse en aquella casita abandonada de Belesia y, después, en el último mundo al que nadie querría ir a parar.
«También estuvo lo de su viaje al pasado, claro», siguió pensando Tabit. «Pero allí no…».
Se detuvo de pronto cuando una idea lo sacudió por dentro.
Y todas las piezas encajaron.
—¿Tabit? —lo llamó Tash—. ¿Qué te pasa?
La mente del estudiante seguía trabajando a toda velocidad, pero se esforzó por volver a la realidad.
—La enfermería está al final del pasillo —les indicó—, la tercera puerta a la izquierda. No tiene pérdida; decid que vais de mi parte.
—Tabit, ¿estás bien? —preguntó Rodak—. Pareces nervioso.
—Lo estoy —respondió él—. Porque, por una vez en la vida, me gustaría que mi razonamiento estuviese equivocado.
Dio media vuelta y echó a correr, sin dar ninguna explicación.
Cali encontró a maesa Ashda en su taller, dibujando un portal artístico, y se quedó contemplándola con una sonrisa.
Aquel portal no se activaría jamás, porque estaba dibujado con pintura roja corriente; muchos maeses consideraban una extravagancia y una pérdida de tiempo el hecho de que una pintora reputada como maesa Ashda dibujara portales inútiles solo por el placer de hacerlo y por la belleza del resultado final, pero a Cali le parecía maravilloso. Otra media docena de tablas de madera reposaban contra las paredes, cubiertas con grandes paños oscuros que protegían el arte de maesa Ashda.
Aprovechó un momento que la profesora apartaba el pincel de la tabla para observar su obra desde lejos, y carraspeó suavemente. Ella se sobresaltó al verla.
—Disculpad, maesa Ashda —se apresuró a decir Cali—. No pretendía interrumpir.
—No te preocupes, estudiante Caliandra —respondió ella con una cálida sonrisa—. Estaba ensimismada en mi trabajo y no te he oído llegar.
Caliandra avanzó unos pasos, animada por la amabilidad que siempre le había mostrado la profesora de Arte.
—No os molestaré mucho tiempo —le aseguró—. Solo quería preguntaros si habéis visto a vuestro ayudante últimamente.
Maesa Ashda frunció el ceño y le dirigió una mirada penetrante.
—¿Vuelves a ir con Kelan, estudiante Caliandra? Ah, disculpa —añadió de pronto—, eso no es asunto mío.
—No, no… —se apresuró a responder Cali—. Se trata solo de una duda académica. Pero hace días que no lo encuentro y…
—Tenía un trabajo pendiente en Belesia, creo, y todavía no ha vuelto. —Cali inspiró hondo, aliviada—. Pero quizá yo te pueda ayudar. ¿De qué se trata?
Cali titubeó. La sonrisa de maesa Ashda, afectuosa y comprensiva, la animaba a confiar en ella. Y la joven deseaba con toda su alma contarle a alguien todo lo que había sucedido. La miró. «No sabe lo de Kelan», pensó. «No sabe que es un mentiroso, un contrabandista, un ladrón, un estafador y, probablemente, también un asesino». Se estremeció al pensar en ello, porque una parte de ella aún recordaba al muchacho del que había estado enamorada dos años atrás. Sintió ganas de llorar.
—Oh, Cali —suspiró maesa Ashda—. ¿Te encuentras bien? Ven aquí.
Ella no se hizo de rogar. Le habían sucedido muchas cosas en los últimos días; cosas que aún no había sido capaz de asimilar del todo.
Maesa Ashda le pasó un brazo por los hombros.
—Puedes contarme lo que sea —le dijo al oído, y su voz sonó como un arrullo.
Cali cerró los ojos e inspiró hondo. Después se desasió con suavidad del abrazo de la profesora.
—Sois muy amable —dijo—, pero no es nada, de verdad. Se me pasará.
Maesa Ashda sonrió.
—Ah, bien. Me alegro mucho —dijo—. En tal caso, ¿podrías echarme una mano con algo?
Cali cambió el peso de una pierna a otra, inquieta. Tenía cosas que hacer, y Tabit y maese Belban la estarían esperando en el desván donde pensaban alojar a Yiekele.
—No tengo mucho tiempo, maesa Ashda…
—Será solo un momento —le prometió ella—. Quería pedirte opinión sobre un diseño en el que estoy trabajando.
Cali sonrió, halagada. Asintió y se acercó a la profesora, que de nuevo la rodeó con un brazo para conducirla hasta uno de los paneles velados.
Y entonces, de pronto, la puerta se abrió con violencia y entró Tabit como una tromba.
—¡Cali, aléjate de ella! —gritó—. ¡Es el Invisible!
La joven se volvió hacia Tabit para decirle que aquello era absurdo… pero la mano de maesa Ashda se crispó sobre su nuca con la fuerza de una garra.
—Estudiante Tabit —lo saludó ella con serena amabilidad—. ¿A qué vienen esas prisas? ¿Qué te trae por aquí?
Tabit no apartaba la mirada de Cali. Ella no sabía cómo reaccionar, porque la acusación de su amigo le parecía absurda y, sin embargo… tenía por cierto que él jamás la habría lanzado sin una buena razón.
—Vos, maesa Ashda —dijo Tabit—. Vos asesinasteis al ayudante de maese Belban, hace veintitrés años.
Ella se quedó perpleja. Después estalló en carcajadas.
—¡Ah, ya entiendo! —exclamó—. Es una de esas bromas de estudiantes, ¿verdad? Bien jugado, Tabit. Por un momento he creído que hablabas en serio.
Pero Tabit negó con la cabeza.
—Hablo en serio —dijo—. Vos estabais allí esa noche, yo os vi. Y maese Belban también. Pero ni él ni yo os reconocimos, porque vimos solo lo que queríamos ver: a una joven estudiante inocente y asustada.
Maesa Ashda continuaba sonriendo.
—Tendrás que inventar algo mejor, estudiante Tabit. ¿Cuántos años tienes? ¿Diecinueve, veinte…? Ni siquiera habías nacido cuando sucedió todo eso. —Se puso seria de repente—. Y no deberías mencionar a maese Belban tan a la ligera; ya tendrías que saber que aquel episodio fue muy doloroso para él.
Tabit titubeó un breve instante. Pero entonces alzó la cabeza con decisión y clavó la mirada en maesa Ashda.
—¿Por qué asesinasteis a aquel estudiante, maesa Ashda? —le preguntó de golpe—. ¿Acaso os descubrió en el almacén… haciendo algo que no debíais? ¿Erais ya el Invisible en aquella época, o pretendíais seguir sus pasos?
Ella le dirigió una mirada reprobatoria.
—Suelo ser bastante permisiva con los estudiantes, pero hay una línea que no te consiento cruzar. Semejante falta de respeto es intolerable, estudiante Tabit. No lo esperaba de ti. Como siempre has sido un estudiante ejemplar fingiré, por tu propio bien, que esta conversación no ha tenido lugar. Y ahora, si me permites, he de seguir trabajando.
Sacudió la cabeza, decepcionada, y le dio la espalda para continuar con lo que estaba haciendo antes de ser interrumpida. Retiró el paño que cubría la tabla de prácticas, revelando debajo un exquisito portal de diseño estelar.
—Tampoco yo lo esperaba de vos —replicó él a su espalda.
Cali paseaba la mirada de uno a otro, horrorizada.
—Tabit, ¿estás seguro…?
—Desearía estar equivocado, pero es la única explicación que tiene sentido —suspiró él—. Durante mi viaje al pasado me tropecé con una chica que rondaba por los pasillos… en su momento no me pregunté qué razones tendría una estudiante para andar despierta a aquellas horas. Siempre ha habido citas clandestinas en la Academia y… —frunció el ceño, de pronto, con la mirada fija en el portal que maesa Ashda acababa de descubrir—. ¿Por qué le habéis puesto coordenadas a un portal artístico? —preguntó de pronto.
Maesa Ashda solo sonrió. Dio una última pincelada al portal, y, de pronto, este se activó.
Cali se cubrió los ojos para protegerlos del inesperado resplandor. Maesa Ashda la empujó contra el tablón; la joven ahogó un grito, tratando de sujetarse a algo, pero perdió el equilibrio… y el círculo rojo se la tragó.
—¡Cali! —gritó Tabit. Corrió hacia el portal, pero se detuvo a pocos pasos de maesa Ashda—. ¿A dónde conduce ese portal? —exigió saber.
Ella sonrió de nuevo.
—Tendrás que averiguarlo por ti mismo. Puedes usar la vía rápida… o la lenta. —Acercó un trapo al último adorno que acababa de dibujar—. La pintura aún está fresca, estudiante Tabit —le advirtió.
Él comprendió que, si maesa Ashda destruía el portal, jamás encontraría a Cali. Le lanzó una torva mirada y se precipitó por el portal, en pos de su amiga.
Cuando su silueta se desvaneció del todo, maesa Ashda respiró profundamente y borró un trazo del portal con gesto hábil y rápido. La luz se apagó, y la profesora se frotó los ojos con cansancio.
Tenía mucho trabajo que hacer.
Tabit salió del portal llamando a Cali.
—¡Estoy aquí! —susurró ella, echándose a sus brazos. Tabit la estrechó contra sí; el resplandor rojo del portal se reflejaba en su rostro, profundamente preocupado—. ¿Qué está pasando?
Tabit se dio la vuelta, pero no tuvo tiempo de atravesar de nuevo el portal antes de que su luz se extinguiera, sumiéndolos en la penumbra.
—¿Dónde estamos? —preguntó Tabit, mirando a su alrededor.
—Parece una habitación cerrada —respondió Cali.
—Es una habitación cerrada —les respondió una voz ronca desde un rincón, sobresaltándolos—. O, al menos, lo será mientras los portales sigan apagados.
Los dos estudiantes descubrieron entonces que había un bulto acurrucado en un rincón.
Pero Cali había reconocido aquella voz.
—¿Yunek? —murmuró; dio unos pasos hacia él, pero se detuvo, recordando de pronto que el joven los había traicionado.
—¡Yunek! —repitió Tabit, entre el desconcierto y la indignación.
La sombra del rincón alzó la cabeza para mirarlos.
—Yo también me alegro de veros —dijo—. Aunque supongo que no habéis venido a sacarme de aquí.
—Ni siquiera sabemos dónde estamos —respondió Cali con cautela.
Sin dejar de vigilar a Yunek por el rabillo del ojo, Tabit examinó la estancia. Comprobó que no tenía ninguna puerta, ni más abertura que un estrecho ventanuco por el que apenas se filtraba un tenue rayo de luz, pero pudo distinguir en la penumbra las siluetas de dos portales dibujados en paredes enfrentadas. Uno de ellos era el que acababan de atravesar. Ambos estaban inactivos.
—No tienen contraseña —murmuró—. Probablemente los apagan borrando algún trazo para volver a repintarlo cuando quieren activarlos. Es más rápido que tener que escribir una contraseña y esperar a que el portal se apague de forma espontánea, pero también es peligroso: el portal podría no reconectarse correctamente con su gemelo, y entonces…
—Lo hemos entendido, Tabit —cortó Cali—. Pero me gustaría saber qué es este sitio, y por qué estamos aquí.
—¿No está claro? —Yunek rio amargamente—. Es una prisión. Dejaré que adivines por ti misma qué estamos haciendo aquí. Después de todo, eres una chica muy lista.
—No lo suficiente, al parecer —replicó ella, cruzándose de brazos—, ya que me dejé engañar por un encantador uskiano que me hizo creer que sentía algo por mí.
Yunek acusó el golpe. Abrió la boca para replicar, pero no encontró palabras. Hundió los hombros y desvió la mirada.
—No vale la pena que discutamos por eso ahora —intervino Tabit, que seguía examinando los portales, con la nariz casi pegada a la pared—. Yo sé por qué estamos nosotros aquí, pero ¿qué hay de ti, Yunek? ¿Por qué te han encerrado? ¿No les dijiste todo lo que querían saber?
El joven lo miró fijamente, pero en el tono de Tabit no había reproche; solo curiosidad. De modo que suspiró y dijo:
—Bueno, me volví contra ese tal Kelan en la pelea que hubo en la isla, no sé si lo recordáis. Solo intentaba daros un poco de margen para que pudierais escapar, pero no le sentó bien. Dice que me comprometí a llevarlo hasta vuestro maese Belban, pero yo estoy bastante seguro de que solo tenía que darles la información que pudiera conseguir, y nada más. Y los acompañé hasta Belesia, donde se suponía que estaba ese profesor al que todos andáis buscando. Lo de mataros y todo eso… no estaba en el trato. Ni de broma.
Cali se quedó mirándolo, sin saber qué pensar de él. Tabit movió la cabeza.
—Ay, Yunek, Yunek —murmuró—. Siempre haces igual. A estas alturas ya deberías haber aprendido a desconfiar de los tratos que prometen soluciones fáciles.
Cali se inclinó junto a él y colocó la mano sobre su brazo.
—Yunek —dijo ella a media voz—. El otro día, cuando viniste a verme a la Academia… ¿lo hiciste solo para poder robarme el papel con las coordenadas o…?
El joven negó con la cabeza.
—También quería despedirme. Y era verdad que necesitaba verte por última vez. Supongo que en el fondo era consciente de que después de aquello no querrías volver a saber nada más de mí. —Cali no dijo nada—. Lo he fastidiado todo, ¿no? —preguntó él, con una torcida sonrisa.
—Un poco —comentó Tabit.
—Bastante —corrigió ella; se puso en pie y se separó de él—. Pero eso no explica por qué te han encerrado aquí. Si Kelan estaba molesto contigo, se me ocurren formas más prácticas de demostrarlo. A no ser, claro… que sea otro truco.
—Más o menos —admitió Yunek—. Él dijo que, si no encontraban a maese Belban por sus propios medios, siempre podría preguntarte a ti. Y que estarías más dispuesta a colaborar si creías que yo podía estar en peligro. Pero está claro que se equivoca —añadió, observando con atención a Tabit y Cali, que cruzaron una mirada—. Ah, vamos —resopló él—. Lo he visto. Estáis juntos, ¿verdad?
Ninguno de los dos vio la necesidad de negar lo evidente.
—Pero eso no significa que tengamos interés en verte muerto —dijo Tabit, frunciendo el ceño—. Después de todo, somos amigos… o lo éramos, en cierto modo.
—Yo sigo sin entender por qué busca Kelan a maese Belban, y qué pinta maesa Ashda en todo este asunto —planteó Cali.
—Es lo que trataba de advertirte. Me di cuenta justo después de despedirme de ti. Si hubiese caído en ello tan solo un momento antes…
—Entonces, ¿lo decías en serio? ¿Piensas que maesa Ashda es el Invisible?
—¿Cómo? —intervino Yunek con incredulidad—. ¿Una profesora de la Academia?
Tabit asintió.
—Ignoro los motivos por los cuales alguien como ella querría liderar una organización que se dedica a traficar con bodarita, borrar portales en desuso y pintar otros para enriquecerse a espaldas de la Academia. Pero el hecho de que todo el mundo diera por sentado que el Invisible era un hombre de los barrios bajos de Maradia o alguna otra ciudad capital le resultó muy conveniente para mantener su secreto y operar con total impunidad. Por supuesto, Kelan era su mano derecha. Supongo que lo reclutó en clase, y lo escogió como ayudante por esa razón.
»Pero, en realidad, su actividad comenzó hace muchos años, cuando aún era estudiante en la Academia. Por lo general, los futuros maeses no suelen tener problemas de dinero, pero ¿y si alguien hubiese querido ganarse unas monedas haciendo un trabajo no del todo limpio?
—¿Te refieres al mercado negro?
—Con Invisible o sin él, cosas como la pintura de bodarita o los medidores de coordenadas siempre se han pagado muy bien en todas partes —explicó Tabit—. Pero es difícil conseguirlos fuera de la Academia. Para un estudiante, sin embargo, sería relativamente fácil sustraer cosas de vez en cuando del almacén de material para venderlas a los traficantes.
»Imagina que eso es lo que hacía maesa Ashda en aquella época. Además, maese Adsen, el encargado, era ya muy anciano y probablemente no llevaba un control muy exhaustivo del material.
—¡Y la noche en que el ayudante de maese Belban fue al almacén, sorprendió allí a maesa Ashda! —comprendió Cali.
—Bueno, entonces no era maesa, sino solo una estudiante bajita, idealista y cordial. Supongo que el pobre chico se debió de llevar una buena sorpresa cuando ella se puso a golpearlo con el medidor de coordenadas. El castigo por robar material es la expulsión, pero si además se descubría que vendía esos objetos a gente de fuera de la Academia… las consecuencias para ella serían mucho más graves.
—Pero ¿de verdad habría podido hacer algo así? —A Cali todavía le costaba imaginarlo—. ¿Golpear a otro estudiante hasta matarlo?
—Es una cosa que me intrigó: que el asesino se había ensañado mucho con él. Pero tiene su explicación, si piensas que Ashda atacaba a alguien más alto y fuerte que ella, y por tanto quiso asegurarse de que no volvía a levantarse. Quizá lo engañó para que se agachara y entonces… —Cali se estremeció. Tabit prosiguió—. Cuando maese Belban y yo llegamos desde el futuro, ella ya no estaba en el almacén… pero tampoco podía regresar a su habitación con las manos literalmente manchadas de sangre, así que salió al patio para lavarse en la fuente. Y cuando volvió, se tropezó conmigo, se asustó y gritó. Yo salí corriendo al patio por la puerta que ella había dejado abierta y escapé por los portales… poniéndole en bandeja un culpable perfecto para acusar ante los alguaciles. Jamás sospecharían de una chica aterrorizada por la presencia de un feroz intruso.
Cali había escuchado aquella historia conteniendo el aliento.
—Entiendo —asintió—. Aunque sigo sin comprender qué tiene que ver maese Belban con todo esto. ¿Crees que él la vio también? Acuérdate de que nos dijo que, a pesar de haber viajado al pasado, no había logrado descubrir quién asesinó a su ayudante.
—He estado pensando en ello —prosiguió Tabit—. Tengo la teoría de que, mientras se dirigía al patio para asearse, Ashda vio a maese Belban desconsolado, con las manos ensangrentadas. Probablemente él también la vio a ella, pero quizá no la reconoció en aquel momento, porque estaba muy confuso. De hecho —añadió—, cuando yo mismo acudí a su encuentro en la escalera tampoco me reconoció al principio. Y ella… no sé si relacionaría a aquel hombre desolado y envejecido con el enérgico profesor que conocía. Quizá… —Tabit se pellizcaba el labio inferior, pensando intensamente—. ¡Quizá nos vio conversar a ambos en la escalera! —exclamó de pronto—. Tal vez nos espiaba desde las sombras… tal vez me oyó llamar a maese Belban por su nombre… pero, en cualquier caso, no podía comprender qué estaba pasando, claro. Seguramente permaneció oculta hasta que los dos nos marchamos corriendo por el pasillo. Entonces fue cuando salió al patio y, al entrar de nuevo, se topó conmigo… cuando me dirigía hacia el círculo exterior en busca de un lugar discreto para dibujar mi portal de regreso. No me extraña que se asustara, después de lo que había visto. Por otro lado, al día siguiente el maese Belban más joven presentaba un aspecto normal, afirmaba que no había salido de su habitación y no parecía recordar nada de lo que había sucedido la noche anterior. ¿Cómo explicar aquello? Probablemente, Ashda se guardó para sí lo que había visto, pero nunca lo olvidó. En aquel momento, no tenía modo alguno de adivinar que el maese Belban más viejo era en realidad un visitante del futuro. Eso no lo ha descubierto hasta hace poco… veintitrés años después del asesinato.
—¡Claro! —exclamó Cali—. Maesa Ashda forma parte del Consejo. Seguro que asistió a la reunión sobre los usos de la bodarita azul y, cuando le encargaron la investigación a maese Belban, ató cabos y…
—Y fue entonces cuando comprendió que él había regresado, o regresaría en algún momento al pasado para tratar de evitar la muerte de su ayudante. Y lo que había visto aquella noche, veintitrés años atrás, cobró sentido para ella. Por eso envió a Kelan a matar a maese Belban antes de que tuviera ocasión de averiguar más cosas sobre aquel asesinato. Pero Kelan fracasó, maese Belban se fue de la Academia y entonces…
—… Entonces maesa Ashda descubrió que nosotros estábamos investigando sobre la desaparición del portal de Serena… que había sido obra del Invisible.
—Obra de Kelan, en realidad —corrigió Tabit—. Quizá quiso asegurarse unos ingresos extra y se confabuló con Brot y con Ruris para aceptar un encargo de los pescadores belesianos y borrar el portal de la lonja de Serena. Y eso, en un momento en que la verdadera identidad del Invisible podía quedar al descubierto a causa de los experimentos de maese Belban… no sentó nada bien a maesa Ashda.
Cali se estremeció.
—¿Crees que ella mató a Ruris y a Brot?
—Sí y no. Creo que esas muertes fueron obra de los piratas belesianos, o quizá de Redkil o de algún otro esbirro, pero en cualquier caso ellos actuaban siguiendo órdenes de maesa Ashda. Obviamente, ambos fueron asesinados porque la habían traicionado. Pero en tal caso Kelan… Kelan debería haber muerto también —murmuró, frunciendo el ceño, pensativo.
—Yo tampoco le tengo cariño —apuntó Cali—, pero… ¿de verdad crees que maesa Ashda…?
—Sí —respondió Tabit con rotundidad—. La creo capaz de eso, y de mucho más. Pero ¿por qué castigó a Brot y Ruris por su traición y, sin embargo, Kelan sigue con vida?
—Bueno, supongo que siempre puedes contratar a un matón en cualquier parte —dedujo Cali—, pero no es tan sencillo encontrar pintores de portales competentes y dispuestos a traicionar a la Academia. Además, que yo sepa, ahora mismo no nos sobran expertos en Restauración.
—Entiendo que Kelan sea una pieza valiosa en la organización del Invisible —asintió Tabit—. Una pieza tan cualificada y especializada que le habría costado mucho sustituir. Aun así, no dejaba de ser un traidor que, al borrar el portal de Serena, los había puesto a todos en evidencia. Y no puedes asegurarte de que alguien que actúa por libre no vaya a volver a hacerlo en el futuro.
—Sí puedes —intervino de pronto Yunek—: lo amenazas, lo intimidas y le metes el miedo en el cuerpo, mostrándole lo que le pasará si se le ocurre volver a traicionarte.
—«Muerte a todos los traidores» —comprendió Tabit de pronto—. Por eso la ejecución de Ruris no fue tan discreta como la de Brot. Maesa Ashda la aprovechó para hacer creer a los alguaciles que los asesinos habían sido los propios pescadores de Serena, y también para advertir a Kelan de lo que le sucedería si volvía a actuar a espaldas del Invisible.
Cali se estremeció. Tabit seguía reflexionando.
—Pero, a cambio del «indulto» —prosiguió—, Kelan tuvo que ocuparse de las tareas que normalmente llevaba a cabo Brot, como contactar con los clientes… y de ahí que se reuniera contigo en Kasiba, Yunek. Por otro lado, para entonces maesa Ashda ya debía de saber que andábamos tras la pista de maese Belban, incluso que podíamos viajar al pasado. Así que aprovechó que Yunek era un cliente potencial para su organización y al mismo tiempo amigo nuestro, más o menos, para obtener información sobre nosotros… información que pudiera conducirla hasta maese Belban.
Los dos estudiantes se volvieron hacia Yunek, pero él no les devolvió la mirada.
—Sin embargo, Tabit —dijo entonces Cali—, tú también viste a maesa Ashda aquella noche. ¿Crees que ella… se acordaba de ti? Quiero decir… si yo hoy conozco a un chico misterioso que desaparece y veinte años después lo descubro entre los alumnos de mi clase, exactamente igual…
—Veinte años es mucho tiempo —hizo notar Tabit—. Probablemente no recordaba mis rasgos con claridad y, aunque lo hubiese hecho, cuando se reencontró conmigo años más tarde le resultaría más lógico pensar que yo era un pariente de aquel intruso, quizá su hijo o su sobrino… No que en el futuro me convertiría en un viajero del tiempo.
»En cualquier caso, si maesa Ashda se ha preguntado alguna vez si soy o no un estorbo, no me cabe duda de que a estas alturas ya ha tomado una decisión al respecto. Si estamos aquí ahora, y no muertos, es porque sabe que podemos revelarle el paradero de maese Belban.
—¿Ah, sí? —preguntó Yunek, alzando la cabeza—. ¿Lo sabéis de verdad?
—Sí —sonrió Tabit—, pero, obviamente, no te lo vamos a decir.
Yunek se encogió de hombros.
—Tampoco me interesa. Solo me estaba preguntando qué le vais a decir a él —añadió, señalando el segundo portal, que acababa de activarse, como si el joven lo hubiese invocado con su comentario.
Tabit se enderezó.
—¡Cali, mira! —exclamó—. ¡Quizá podamos atravesarlo antes de que…!
Pero no tuvo tiempo de intentarlo siquiera. Varias figuras se recortaron contra la luz rojiza, bloqueándoles la salida.
Cuando la luz del portal menguó, los tres descubrieron que se trataba de Kelan, acompañado por cuatro de sus matones.
—Queridos amigos —los saludó ampulosamente—. Me alegra comprobar que habéis regresado sanos y salvos de dondequiera que estuvieseis.
—Pues nosotros no nos alegramos de verte a ti —gruñó Cali—. Así que escupe de una vez qué es lo que quieres y no nos obligues a seguir soportando tu nauseabunda presencia.
La sonrisa de Kelan se esfumó.
—Cal, tú siempre tan agradable —murmuró—. Está bien, nos saltaremos los preámbulos. Cogedla —ordenó.
Dos de sus hombres la aferraron; Cali gritó y forcejeó, pero no consiguió liberarse. Cuando Yunek y Tabit corrieron en su ayuda, los otros dos sicarios los mantuvieron a distancia con sus dagas.
—Ya veo que necesitas conseguir chicas por la fuerza —jadeó Cali—. ¿Es que tus encantos ya no son lo que eran?
—Cierra la boca —le espetó Kelan. Hizo una seña y uno de sus hombres colocó el filo de su navaja en el cuello de la joven. Cali contuvo el aliento—. Ya no tienes tantas ganas de hacer chistes, ¿verdad? Pero no he venido aquí para que me digas cuánto me echas de menos. —Se volvió hacia Tabit y Yunek, que contemplaban la escena, horrorizados—. Vosotros dos: me vais a decir dónde está maese Belban a la de tres, o ella morirá. Uno…
—¡Yo no lo sé! —gritó Yunek—. ¡Te juro que no lo sé!
—Dos…
—Kelan, déjala —murmuró Tabit, pálido como un muerto.
Él sonrió con frialdad y centró su mirada en el estudiante.
—Vaya —observó—. Tenemos un ganador.
—No se lo digas, Tabit —pudo decir Cali.
Kelan ni se molestó en mirarla.
—Tre…
—Está bien, está bien —se apresuró a contestar Tabit—. De acuerdo, te lo diré, pero déjala en paz. Maese Belban está… o debería estar… en el desván de la Academia, el del círculo exterior.
Kelan ladeó la cabeza para mirarlo con curiosidad.
—¿Y por qué debería estar allí? —quiso saber—. No regresasteis a través de ese portal violeta tan extraño, ¿verdad?
—No —respondió Tabit—. No estaba replicado en el lugar de destino, así que se desvaneció en cuanto lo atravesamos. Tuvimos que dibujar uno nuevo y, por supuesto, escribimos en él las coordenadas de la Academia. Hemos regresado hace apenas un rato con maese Belban y… bueno, él pensó que sería una buena idea esconderse de los que querían verlo muerto.
Kelan lo observó un segundo y finalmente se volvió hacia el sicario y asintió. El hombre retiró el cuchillo del cuello de Cali, y ella exhaló aire, aturdida.
—Supongo que ahora sí que estamos muertos del todo —murmuró Yunek—. Si no los tres, por lo menos sí nosotros dos.
—Todavía no —respondió Kelan—. Primero iremos a comprobar que vuestra historia es cierta. Si no encontramos a maese Belban donde habéis dicho, regresaremos y repetiremos el interrogatorio… y esta vez intentaré ser un poco más… persuasivo —añadió, acariciando la mejilla de Cali con los dedos. Ella le escupió. Kelan le dedicó una fría sonrisa.
—¿Qué modales son esos, Caliandra de Esmira? —se burló—. ¿Qué diría tu padre si te viese comportarte como una moza de cuadra cualquiera?
—Apuesto a que tú sabes mucho de mozas de cuadra —replicó ella.
Él no se molestó en responder. Hizo una seña a sus matones y salieron todos de nuevo por el portal.
Tabit se precipitó tras ellos, pero el portal se apagó de pronto y el joven chocó contra una pared de piedra sólida.
En la enfermería, Tash estaba empezando a preguntarse qué había sido de los granates.
—Están tardando mucho, ¿no? —preguntó, inquieta.
—La Academia es grande —respondió Rodak con esfuerzo; reprimió una mueca de dolor cuando el médico retiró los vendajes resecos—. Además, quizá quieran estar solos. Ya me entiendes.
Tash negó con la cabeza.
—Conozco a Tabit: primero el deber y luego el placer. Algo pasa. Voy a buscarlos, pero no tardaré. Estás en buenas manos —añadió, oprimiéndole el brazo con afecto.
Salió de la enfermería y recorrió las dependencias de la Academia, sumida en hondas reflexiones. Algunos estudiantes se detenían a mirarla, pero ella no les prestó atención. Hasta que no se tropezó con un maese conocido, cuya excepcional altura le tapó la luz por un momento, no recordó que, en realidad, ella ya no tenía permiso para estar allí.
—¡Otra vez tú, pequeño gamberro! —tronó maese Saidon—. ¿Cuántas veces tendré que echarte de aquí? ¿Y cómo has entrado esta vez? ¿Escondido en la saca del correo?
—Ah, no —murmuró Tash—. Ahora no tengo tiempo para esto, granate. Aquí pasa algo raro, y Tabit y Cali podrían estar en peligro.
Maese Saidon se cruzó de brazos.
—Vaya, esta historia es aún mejor que la de la última vez —comentó—. Vamos a ver qué opina el rector.
—¡Ni se te ocurra ponerme las manos encima…! —empezó a protestar Tash; pero maese Saidon, haciendo caso omiso de sus quejas, se la llevó a rastras, pasillo abajo, en busca de maese Maltun.
Yiekele había entrado en trance apenas unos instantes después de que ella y maese Belban franquearan la puerta del desván. El profesor la ayudó a despejar un rincón para proporcionarle una pared y contempló, fascinado, cómo del pecho de ella comenzaba a manar un reguero de sangre espesa y oscura. Yiekele, con sus ojos naranjas totalmente dilatados y desenfocados, untó sus dedos en aquella sustancia, se acercó a la pared y comenzó a pintar.
Las yemas de sus dedos dibujaron, ágiles y delicadas, un entramado serpenteante de líneas que confluían y se separaban, de trazos que se enroscaban sobre sí mismos y se unían a otros para formar un patrón aparentemente al azar.
Aquel portal era mucho más pequeño que el que había dejado a medias en la caverna y, pese a su indescriptible belleza, también parecía bastante más simple. Los dedos de Yiekele trenzaban volutas y espirales con rapidez, y maese Belban advirtió, interesado, que a aquel ritmo no tardaría en acabarlo. Se sentó a observarla y abrió su diario de trabajo para tomar nota de todo aquello.
Momentos después, alguien entró en el desván.
—Estáis aquí, maese Belban —se oyó una voz femenina, ligeramente sorprendida—. Estábamos preocupados por vos.
—Ah, maesa Ashda —respondió él sin volverse—. Ven a ver esto; estoy seguro de que sabrás apreciarlo.
Ella seguía hablando:
—La estudiante Caliandra me avisó y… —se interrumpió de pronto al ver a Yiekele y aspiró con fuerza—. Por todos los…
Maese Belban sonrió.
—Es hermosa, ¿verdad? Pero no la molestes; está dibujando un portal.
Maesa Ashda ladeó la cabeza, impresionada.
—¿Un… portal? Pero… ¿qué clase de…?
—Es una criatura que procede de un mundo en el que los pintores de portales no necesitan más instrumentos que su propio cuerpo para ejercitar su arte.
Ella calló un momento, atónita, asimilando aquella información.
—Es… un portal bellísimo —pudo decir por fin, con franca admiración—. ¿Con qué está pintando? ¿Con… los dedos de cuatro manos… y una… cola? —añadió, contemplando el apéndice caudal de Yiekele con cierto reparo—. Y… ¿funcionará?
—Funcionará —asintió él.
Ella entornó los ojos con interés y se sentó junto al anciano profesor.
—¿De veras? Contadme más.
Él le dirigió una cansada sonrisa.
—Y después, ¿qué harás? ¿Me matarás a mí también? Dime, ¿has traído un medidor de coordenadas o has refinado tus métodos desde la noche en que asesinaste a Doril?
Maesa Ashda se levantó con brusquedad y lo observó con una mezcla de odio y horror. Echó una rápida mirada de reojo a Yiekele; pero ella seguía pintando su portal sin prestar atención a nada más.
—De modo que lo sabíais —murmuró la profesora.
Maese Belban negó con la cabeza.
—No lo he sabido hasta hace unos instantes, Ashda. Has cubierto muy bien tu rastro y en todos estos años jamás se me ocurrió sospechar de ti. Ni siquiera después de mi accidentada visita al pasado. Recuerdo vagamente haberme topado con una joven estudiante aquella noche, tras encontrar el cuerpo del desgraciado Doril en el almacén… pero mi memoria no es lo que era, y no te reconocí. Y de todas formas, aunque lo hubiese hecho, todos estos años he imaginado al asesino de Doril como alguien distinto… jamás podría haber sospechado de la niña amable y aplicada que eras entonces. Cómo nos has engañado a todos, muchacha.
Maesa Ashda no dijo nada. Solo seguía observándolo fijamente, con un brillo calculador en la mirada. Había vuelto a componer una expresión de serena indiferencia, como si las acusaciones del anciano no tuvieran nada que ver con ella.
—Sin embargo —prosiguió maese Belban con gravedad—, el afán por borrar tus huellas ha sido lo que te ha delatado en esta ocasión. Si te hubieses limitado a saludar al entrar por la puerta, probablemente yo no habría llegado a cuestionarme tu presencia aquí.
»Pero has sentido la necesidad de justificarte, y has mencionado a la estudiante Caliandra. Y eso me ha llamado la atención. No conozco muy bien a mi nueva ayudante, pero sí sé que ella jamás habría delatado mi escondite a ningún profesor de la Academia. Al menos, no voluntariamente —le lanzó una mirada penetrante, pero maesa Ashda no se movió—. Así que… dime, ¿todo esto tiene algo que ver con tu padre?
Ante aquellas palabras, la fría actitud de la profesora de Arte se desmoronó como un castillo de naipes, y su rostro se contrajo en un rictus de rabia.
—¡Todo tiene que ver con mi padre! —exclamó—. Pero me sorprende que lo recordéis. La Academia siempre ha hecho gala de una asombrosa habilidad para dar la espalda a los maeses caídos en desgracia.
—Yo lo recuerdo —replicó maese Belban con sequedad—. Maese Telvor de Maradia. Estudiamos juntos, fuimos amigos. Hasta que él traicionó el juramento de la Academia y fue penalizado según las normas.
—¡Las normas! —escupió maesa Ashda con desdén—. ¡Le sacaron los ojos y le cortaron la lengua y los pulgares! Se convirtió en un paria; aún pide limosna en los alrededores de la plaza. ¿Y todo por qué? ¡Porque enseñaba a su hija a pintar portales!
—Ah, su hija… Una muchacha que podría haber entrado en la Academia y aprender la ciencia de los portales a través de los canales adecuados… como, en efecto, llegó a hacer años después, en cuanto cumplió la edad mínima para el ingreso. El Consejo debió de pensar en su momento que había algo raro en tu deseo de ser maesa… y de estudiar en la Academia que había castigado tan duramente a tu padre. Me consta que te vigilaron estrechamente durante tus primeros años… Pero siempre has sido una estudiante ejemplar. Muy respetuosa con las normas, educada y trabajadora… incluso ganaste por méritos propios una plaza en el cuadro docente.
—Como muy bien habéis observado, se me da bien cubrir mis huellas —murmuró maesa Ashda.
—¿Y cuál era el objetivo de todo esto? ¿Infiltrarte en la Academia para vengar a tu padre? Y, si es así, ¿por qué tuviste que hacérselo pagar precisamente a mi ayudante?
Ella sonrió.
—Mi padre solo quería compartir sus conocimientos conmigo. Pero lo acusaron de traición a la Academia por revelar sus secretos a alguien que no vestía el granate. De modo que me dedico a cometer el crimen por el que él fue injustamente condenado. Desde hace mucho tiempo, en realidad. De hecho, el pobre Doril tuvo la desgracia de descubrirme por pura casualidad.
—Comprendo. Y te aseguraste de que no podría contárselo a nadie, porque conocías muy bien las consecuencias de tus actividades. Y por eso has venido ahora a buscarme. Para seguir… cubriendo tus huellas.
—Así es la vida, maese Belban —se limitó a responder maesa Ashda.
Yunek, Tabit y Cali permanecieron encerrados durante lo que les parecieron horas. Los dos estudiantes se habían sentado muy juntos, con las espaldas pegadas a la pared, lejos de Yunek, que ocupaba un rincón más al fondo. Ninguno de los tres tenía ganas de hablar.
Eran conscientes de que el juego se había terminado para ellos. Le habían dicho a Kelan, y en consecuencia a maesa Ashda, lo que quería saber. Ya no los necesitaba y, por tanto, en cuanto encontrase a maese Belban enviaría a Kelan y sus sicarios a silenciarlos para siempre, para que no pudiesen contar al mundo todo lo que sabían.
Entonces el portal se activó de nuevo; los tres jóvenes retrocedieron para apartarse de la luz, y Cali buscó la mano de Tabit en la penumbra.
—Se acabó —murmuró Yunek—. Ha sido un placer haberos conocido, pintapuertas.
—No perdamos la esperanza —dijo Tabit—. Quizá…
No siguió hablando, porque de nuevo entraron en la estancia Kelan y sus esbirros. Tabit tragó saliva y se adelantó un paso, fingiendo un aplomo que no sentía en realidad.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Estaba maese Belban donde yo te dije?
El joven se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Yo me he limitado a transmitir la información. Según mi superiores, no hace falta que espere a que ellos la confirmen, porque tú serías incapaz de mentir —concluyó, con una sonrisa—. Y menos si estaba en juego la vida de tu novia.
Tabit pasó por alto el último comentario.
—¿Tus superiores? —repitió—. ¿Te refieres a maesa Ashda?
Kelan frunció levemente el ceño.
—Vaya —comentó—. Ahora entiendo por qué tienes que morir. Tú y todos tus amigos, claro.
—Kelan, ¿por qué haces esto? —interrogó Tabit; lo hizo para ganar tiempo, pero también porque sentía curiosidad—. ¿Por dinero? Quizá estoy mal informado, pero no te falta, ¿no es cierto? ¿Por qué te arriesgas a ser expulsado de la Academia, o algo peor?
—La Academia está acabada, Tabit —replicó él con arrogancia—. Y más vale estar en el bando adecuado cuando eso suceda.
—¿Lo dices porque la bodarita se está agotando? Eso tampoco es…
—No me refiero a la bodarita, estúpido —gruñó él; parecía nervioso de pronto—. No lo entiendes, ¿verdad? Ella nos odia; nos odia a todos. Y, cuando estalle la guerra, no habrá sitio en Darusia para los pintores de portales. Caeremos en desgracia todos, salvo aquellos que colaboremos con el enemigo desde el principio.
—¿Guerra? —repitió Tabit—. ¿De qué estás hablando?
Kelan sacudió la cabeza.
—El tiempo para hablar ya ha terminado, Tabit —declaró.
Hizo una seña a los hombres que lo acompañaban y estos desenvainaron sus armas.
Tabit, Cali y Yunek retrocedieron hasta que sus espaldas toparon con la pared.
En el desván, maesa Ashda suspiró.
—Siento cierta simpatía por vos, maese Belban. Pero sois tan obstinado… Han pasado más de veinte años y todavía insistís en investigar lo que pasó aquella noche. Incluso habéis inventado una forma revolucionaria de viajar en el tiempo… solo para salvar a Doril. Decidme, ¿por qué no podíais dejarlo estar?
Maese Belban sonrió.
—¿De verdad quieres saberlo? Sucedió que, una noche, hace ya muchos años, una chica misteriosa apareció de pronto en mi estudio a través de un portal azul y me dijo que en un futuro sería mi ayudante. Ese día comprendí que era posible viajar en el tiempo y que, en tal caso, llegaría un momento en que estaría en mi mano regresar al pasado y descubrir la verdad.
—¿Y ha valido la pena… morir por ello? —preguntó ella, extrayendo un punzón de una de las mangas de su hábito.
—¿Piensas matarme con eso? —replicó maese Belban con sorna.
Ella sonrió de nuevo.
—Esta pequeña aguja, maese, está emponzoñada con un veneno singalés, rápido, fulminante y absolutamente indetectable. Encontrarán vuestro cuerpo, pero todo el mundo pensará que os falló el corazón, y nadie sospechará jamás la verdad.
Maese Belban contempló el punzón con más respeto.
—Vaya, pues sí; has refinado tus métodos —comentó—. ¿También piensas matar a Yiekele?
Maesa Ashda miró de soslayo a la criatura de brazos duplicados, que seguía trabajando febrilmente en su portal, ajena a la escena que se estaba desarrollando a sus espaldas.
—¿Una pintora de portales que no necesita bodarita para pintar portales? ¿Bromeáis? —sonrió—. Ella no es una amenaza: es el futuro.
Y, justo en aquel instante, Yiekele terminó su portal. Extendió sus cuatro brazos, abarcando toda la circunferencia de su obra, agitó sus veinte dedos, dibujando con ellos una última retahíla de trazos que parecían algún tipo de lenguaje…
Y el portal se activó, bañándolos a todos con su luz rojiza. Yiekele volvió en sí, retrocedió de un salto y lanzó una exclamación entusiasmada.
Súbitamente, un portal se abrió en una de las paredes de la celda. Era un portal extraño, con un entramado delicado y complejo, que no se ajustaba a ninguno de los patrones básicos utilizados por los maeses de la Academia. Además, no estaba pintado en realidad; había aparecido sin más, una huella luminosa de color rojo, en una de las dos paredes vacías de la habitación.
Todos se quedaron desconcertados un momento. Tabit se volvió hacia los dos portales pintados, que seguían apagados, y después contempló la luz del portal fantasma.
—Pero ¿cómo…? —empezó.
Caliandra fue la primera en reaccionar.
—¡Vamos! —gritó; empujó a Tabit a través del portal con una mano, y con la otra tiró de Yunek.
Los tres se precipitaron a través de aquella vía de escape sin saber a dónde conducía; pero Cali tenía claro que no podía ser peor que lo que dejaban atrás.
Oyeron la voz de Kelan dando órdenes a sus hombres, pero ninguno de ellos los persiguió.
—¿Qué es eso? —exigió saber maesa Ashda—. ¿A dónde conduce ese portal?
—Solo Yiekele lo sabe —respondió maese Belban—. O tal vez no.
Entonces, tres figuras aparecieron a través del portal. Dos de ellas vestían el hábito granate de los estudiantes.
—Verdaderamente singular —comentó el profesor al reconocer a Tabit y a Cali.
Nuevamente, fue la muchacha la primera en hacerse cargo de la situación.
—¡Es ella, es maesa Ashda! —gritó—. ¡Es el Invisible!
Los tres jóvenes se abalanzaron hacia la profesora, con intención de inmovilizarla. Maese Belban logró retener a Tabit por el hábito cuando pasó junto a él.
—¡Espera! ¡Tiene un…!
Cali se detuvo de golpe, pero no por la advertencia de maese Belban, sino porque oyó un jadeo ahogado tras ella, seguido de un grito de horror.
El portal se cerró, y algo cayó al suelo con un sonido desagradable.
Cali se dio la vuelta para mirar… y chilló.
Kelan los había seguido, pero lo había hecho demasiado tarde. Al apagarse, el portal lo había sorprendido justo cuando salía al desván, segando limpiamente su cuerpo en dos. Ahora, su torso sin vida yacía sobre el suelo polvoriento, su rostro congelado en una eterna mueca de espanto.
Cali enterró el rostro en el pecho de Tabit, que la abrazó sin apartar la mirada del demediado Kelan, mientras su mente trataba de asimilar lo que acababa de suceder. Yiekele también se había quedado quieta, turbada por la violenta escena que se desarrollaba ante sus ojos.
Entretanto, Yunek había logrado derribar a maesa Ashda y forcejeaba con ella. El punzón había salido despedido hacia un rincón. El joven inmovilizó a su oponente contra el suelo y miró hacia atrás un instante para comprobar que Cali se encontraba bien. Se quedó paralizado de espanto al descubrir lo que quedaba de Kelan, y maesa Ashda aprovechó su turbación para sacárselo de encima y arrastrarse lejos de él.
Y justo en aquel momento se abrió la puerta del desván y entró Tash, seguida de maese Maltun y maese Saidon.
—¡Allí están! —exclamó ella—. ¿Lo veis?
—¡Maesa Ashda! ¡Maese Belban! —exclamó el rector—. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué es…?
No llegó a terminar de formular aquella pregunta. Su mirada se había detenido en la insólita figura de Yiekele y en el estudiante que yacía en el suelo, y al que le faltaba medio cuerpo. Lanzó una exclamación horrorizada. Maese Saidon tragó saliva, blanco como una pared.
—Hay una explicación para todo, maeses —respondió maese Belban con gravedad—. Por desgracia, no podemos hacer ya nada por este estudiante, que ha sufrido un lamentable accidente…
—¡Intentó matarnos! —cortó entonces Cali; aún temblaba violentamente, pero encontró fuerzas para proseguir—. ¡Era cómplice de maesa Ashda y seguro que participó en muchos de sus crímenes!
Maese Maltun logró apartar la mirada de Kelan y Yiekele para clavarla en ella.
—¿Crímenes…? ¿Qué estás insinuando, estudiante Caliandra?
Maese Belban asintió y retomó la palabra:
—En efecto; hemos descubierto que maesa Ashda asesinó a mi ayudante, Doril de Maradia, hace veintitrés años. Desde entonces ha cometido un sinnúmero de delitos que incluyen la sustracción de material de la Academia, el contrabando de bodarita, la eliminación de portales antiguos y la elaboración de nuevos portales no autorizados por el Consejo. Probablemente a eso habrá que añadir extorsiones, estafas, robos y asesinatos, pero todo eso lo dejaremos en manos de los alguaciles. Sin duda, en los más de veinte años que ha pasado actuando en la sombra bajo el apodo de «el Invisible» ha tenido tiempo de acumular un buen número de crímenes.
Maese Maltun, desconcertado, contempló a la profesora, que seguía acurrucada contra la pared, observándolos con desconfianza.
—Esas son acusaciones muy graves —señaló el rector—. Me temo, maesa Ashda, que tendremos que aclarar este asunto en la Casa de Alguaciles. Si tenéis la bondad de acompañarnos…
Pero ella echó a correr de pronto hacia la puerta. Saltó por encima de Yunek, que seguía en el suelo, empujó a un lado a maese Belban y trató de hacer lo mismo con maese Saidon; sin embargo, este era mucho más alto y fuerte que ella, y la sujetó con firmeza.
—¡No! —gritó la mujer, debatiéndose entre sus brazos—. ¡No pienso ser un escarmiento para nadie! ¡No serviré a vuestros propósitos!
—Por todos los dioses —murmuró maese Maltun—. Lleváosla de aquí, maese Saidon. Pedid ayuda si es preciso.
El alto pintor de portales asintió y se llevó a rastras a maesa Ashda, que aullaba y se debatía, enloquecida.
—¿Qué pasará con ella, maese Maltun? —preguntó Tabit con un estremecimiento.
—Habrá una investigación, estudiante Tabit —respondió el rector con gravedad—. No te quepa duda. Y ahora…
Un gemido de dolor lo interrumpió. Todos se volvieron entonces hacia Yunek, que seguía sin levantarse. No parecía encontrarse bien. Jadeaba como si le faltara la respiración, con los ojos muy abiertos y la mano sobre el corazón.
—¡Yunek! —exclamó Cali, precipitándose hacia él. Tabit la siguió.
—Oh, muchacho —murmuró maese Belban—. Dime que no te ha alcanzado con esa maldita aguja…
La mirada de Yunek fue del punzón que yacía olvidado en un rincón a su propio brazo, donde había un único arañazo de aspecto inofensivo.
—Estaba envenenado —dijo maese Belban—. Lo siento mucho.
—¿Qué…? —empezó Cali—. ¡No! ¡Yunek, no!
Tabit se volvió hacia los maeses.
—¡Deprisa, hay que traer a un médico!
—¡Yo sé dónde está la enfermería! —asintió Tash, y se fue corriendo.
Yunek se aferraba con desesperación al hábito de Cali, esforzándose por decir algo.
—Tranquilo… —repetía ella, luchando por contener las lágrimas—. Tranquilo… Te pondrás bien.
Él sacudió la cabeza y solo pudo pronunciar cuatro palabras:
—Cuida… de… mi hermana…
Después dejó de respirar, tan bruscamente como si una mano invisible se hubiese cerrado sobre sus pulmones con la fuerza de una garra de acero.
Y expiró en brazos de Cali.
Ella no pudo más. Gritó, y lloró, y se refugió entre los brazos de Tabit, que la envolvían con fuerza, como si trataran de protegerla de aquella pesadilla. Yiekele, todavía junto al portal que había creado, también lloraba, a su manera: sin lágrimas, emitiendo una especie de gemido desconsolado que sonaba como una hermosa canción sin palabras.
Maese Belban miró a su alrededor, desolado. Contempló lo que quedaba de Kelan; a Yunek, cuya cabeza reposaba sobre el regazo de Cali; la puerta por la que maese Saidon se había llevado a la taimada profesora de Arte, y murmuró:
—Yo no quería esto. Si lo hubiese sabido…
Maese Maltun se inclinó junto a él.
—Tenemos mucho de qué hablar, maese Belban. Aún no comprendo qué ha pasado, ni quién o qué es esa extraña criatura que habéis traído con vos. Pero nos queda mucho trabajo por delante y mucho que reconstruir, si queremos que regrese la paz a la Academia.
Él negó con la cabeza.
—Ignoro si yo llegaré a encontrar la paz algún día, maese Maltun. Ellos, sí —añadió, señalando a Tabit y Cali, que seguían abrazados junto al cuerpo de Yunek—. Son jóvenes; superarán esto, y todo lo que se les ponga por delante, si permanecen juntos. Ellos son el futuro de la Academia. Y un buen futuro, no me cabe duda. A los viejos ya solo nos queda hacernos a un lado y dejar que sean los jóvenes quienes carguen con el peso de nuestros errores y, con suerte, consigan legar a sus descendientes un mundo mejor que el que recibieron.
»Y está en nuestras manos transmitirles nuestros conocimientos y confiar en que sepan darles un uso mejor que el que nosotros les dimos —añadió, contemplando, pensativo, el grueso volumen del que nunca se separaba.
En la cubierta de cuero, ajada por el peso del tiempo, el anciano profesor había escrito, mucho tiempo atrás: