«… queda establecido, por tanto, que todo Maese que incumpliere el Juramento será Disciplinado de la forma que sigue: por decreto de Derecho y Justicia será expulsado de nuestra Institución, y asimismo Determinamos que ha de perder ojos, lengua y pulgares para que nunca más pueda Mancillar nuestro noble Oficio ni el insigne Nombre de la Academia de los Portales».
Normativa General de la Academia de los Portales.
Capítulo 13, sección 4, epígrafe 2.º
Alguien despertó a Yunek de madrugada con modales bruscos. El joven se incorporó en la cama, sobresaltado, y miró a su alrededor. Pero no vio otra cosa que una negra silueta recortada en la penumbra.
—¿Qué… quién eres? —murmuró, buscando a tientas el cuchillo que guardaba bajo el jergón; era más una herramienta que un arma, pero no se había separado de él desde el asalto sufrido días atrás en Serena.
—¿Estás interesado en los servicios del Invisible? —inquirió el desconocido a su vez, sin responder a la pregunta.
Yunek se despejó del todo.
—¿Me vais a llevar ante él por fin? —preguntó.
Llevaba varios días perdiendo el tiempo en Kasiba, esperando una señal por parte de las personas que habían contactado con él en el puerto. Hasta aquel momento no había vuelto a tener noticias de ellos.
—Levanta y vístete —replicó la figura—. No tenemos mucho tiempo.
Después salió del cuarto, y Yunek adivinó que lo estaba aguardando fuera. Se levantó y buscó su ropa a tientas en la oscuridad, entre los ronquidos de los otros huéspedes de la posada. El establecimiento disponía, por descontado, de algunas habitaciones individuales, pero eran caras, y Yunek no podía permitirse despilfarrar en lujos el dinero del portal de Yania.
Salió al pasillo, pero no encontró allí a su misterioso visitante nocturno. Tampoco lo halló en el comedor, que estaba a aquellas horas vacío, silencioso y oscuro. Solo cuando franqueó la puerta principal y puso los pies en la calle le llegó un susurro procedente de una esquina:
—Por aquí, uskiano. Deprisa y calladito, ¿eh?
Yunek obedeció.
A la luz de las estrellas pudo vislumbrar que su guía era un hombre bajo y fornido, pero nada más, porque iba embozado en una capa que lo cubría casi por completo. Tras un breve momento de duda, lo siguió por el laberíntico entramado de calles del centro de la ciudad, por donde dieron vueltas hasta que Yunek perdió por completo la orientación. Entonces el desconocido se detuvo ante la puerta de lo que parecía un viejo establo.
—¿Sigues ahí, uskiano? —se burló—. ¿Qué pasa? —añadió al ver que Yunek titubeaba—. No te irás a echar atrás ahora, ¿verdad?
El joven negó con la cabeza. Su guía se rio desde las profundidades de su capucha y empujó el portón de entrada, que se abrió con un chirrido.
Entró en el recinto, y Yunek lo siguió, receloso, temiendo algún tipo de trampa o engaño.
El establo no era muy grande, y estaba vacío, a excepción de la figura que los contemplaba acomodada sobre un montón de balas de paja acumuladas contra la pared del fondo. También se ocultaba bajo una capa, y la luz del único candil que había en la estancia no contribuía gran cosa a desvelar su aspecto, puesto que su rostro permanecía fuera del círculo iluminado, en un rincón en sombras.
Yunek miró a su alrededor, pero no vio a nadie más. Tras él, su guía cerró el portón de golpe, haciéndole dar un respingo.
—¿Estás nervioso, Yunek? —le preguntó el hombre del establo—. No deberías. Al fin y al cabo, eres tú el que me ha buscado a mí. Con irritante insistencia, debo añadir.
Yunek decidió no preguntarle cómo había averiguado su nombre. Después de todo, no le habría resultado demasiado difícil, dadas las circunstancias.
Además, había muchas otras cosas que deseaba saber.
—¿Eres el Invisible? —preguntó a bocajarro.
El desconocido se rio.
—¿Me estás viendo ahora mismo? —replicó—. Sí, ¿verdad? Entonces, ¿qué te hace pensar que te encuentras ante el Invisible?
Yunek ignoró deliberadamente el matiz de ironía que destilaban sus palabras.
—Si tú no eres el Invisible, ¿quién eres?
Su interlocutor se enderezó sobre su sitial de paja; Yunek pudo percibir la leve tensión en su voz cuando dijo:
—Un intermediario. El único con el que vas a tratar, si quieres que hablemos de negocios. Así que puedes ahorrarte las preguntas, o esta entrevista se habrá terminado antes de empezar. ¿Queda claro?
Yunek se mordió la lengua para no replicar y asintió, conforme. El desconocido pareció relajarse un tanto.
—Bien, Yunek… De modo que quieres un portal, ¿verdad?
—Sí —asintió él—. Es para que mi hermana pequeña pueda…
Pero el otro lo cortó con un gesto.
—Los detalles me sobran. Lo único que necesito saber es dónde quieres el portal y cuánto estás dispuesto a pagar por él.
Yunek pensó en sus ahorros, que guardaba en casa de Rodak, en Serena. Respiró hondo.
—Puedo pagar la tarifa de la Academia —respondió—. Ni una moneda más.
—No es una buena manera de comenzar una negociación, Yunek. Sospecho que puedes pagar la tarifa que la Academia aplicaba el año pasado, ¿no es así? Pero los precios han subido y, por otro lado… nosotros no somos la Academia. La gente que solicita nuestros servicios lo hace porque no puede recurrir a los medios convencionales. Somos la segunda opción, sí, pero también la única cuando fallan los maeses. ¿Verdad que sí?
Yunek no respondió.
—Claro que sí —prosiguió el desconocido—. El año pasado, si no recuerdo mal, un portal de tamaño medio costaba trescientas monedas de plata. Este año son trescientas cincuenta, me temo.
A Yunek se le cayó el alma a los pies. Tabit nunca había llegado a decirle cuánto había subido el precio… y ahora comprendía que tardaría años en ahorrar lo que le faltaba.
—Nosotros —concluyó el hombre del establo—, pintaríamos tu portal por cuatrocientas monedas. Ya sé que está fuera de tu alcance, pero no podemos hacer rebajas. Piensa en los riesgos que corremos, lo mucho que nos cuesta conseguir el material al margen de la Academia, que mantiene el monopolio del negocio de los portales.
»Pero, al contrario que ellos, nosotros nunca te daremos un "no" por respuesta… siempre que pagues el precio, por supuesto. Sin molestos papeleos, sin normas obsoletas ni esperas interminables. ¿Quieres un portal? Págalo y te lo pintamos mañana mismo. Es así de simple.
—La oferta es tentadora —reconoció Yunek—. Pero no tengo cuatrocientas monedas.
—Qué lástima —suspiró su interlocutor—. Entonces, esta conversación ha terminado. A no ser… —añadió de pronto, como si se le acabara de ocurrir—. A no ser, claro… que puedas ayudarnos de otra forma. En ese caso, haríamos la vista gorda. Te aplicaríamos una… digamos… «tarifa de amigo».
Yunek lo contempló con suspicacia.
Era muy consciente de que, probablemente, aquellas personas hacían mucho más que pintar y borrar portales. Una parte de él sentía repugnancia ante la sola idea de tratar con gente que podía estar implicada, que él supiera, en el asesinato de un guardián, la desaparición de un marino y el ataque a una joven estudiante… como mínimo. Pero hasta aquel momento había acallado su conciencia con el argumento de que, después de todo, él no iba a participar en nada de aquello. Solo quería un portal. Un portal que, además, no haría daño a nadie, pero podía beneficiar mucho a una niña que merecía un futuro mejor que el de ser la esposa obediente de un zafio granjero.
En realidad, lo único que lo atormentaba era la certeza de haber engañado a Cali con respecto a sus verdaderas intenciones. Sin embargo, no le había mentido del todo. Su interés por los borradores de portales era genuino; pero no por razones altruistas, sino porque veía en ellos un modo de llegar hasta alguien que podía darle aquello que la Academia le negaba.
De todas formas, pensó que no había nada de malo en informarse mejor, y preguntó, con precaución:
—¿De qué forma tendría que… ayudaros?
El desconocido agitó la mano, como restándole importancia al asunto.
—Oh, nada demasiado complicado… Solo tendrías que facilitarnos cierta información que nos resultaría de suma utilidad para el ejercicio de nuestras… actividades.
A Yunek le costó un poco comprender la frase. Se preguntó qué necesidad tendría un vulgar contrabandista de expresarse de un modo tan pomposo, y lo observó con mayor atención.
—¿Qué podría saber yo que os interese a vosotros?
—Tienes contactos dentro de la Academia, ¿no es así?
Yunek frunció el ceño.
—Si llamas «contactos» al hecho de conocer a un guardián que no tiene portal que guardar…
—No te recomiendo que vuelvas a mencionar eso —interrumpió el hombre del establo; habló con suavidad, pero había una velada amenaza en sus palabras.
Yunek decidió provocarlo:
—Fuisteis vosotros quienes degollasteis a ese pobre desgraciado de Ruris, ¿no? Un asunto muy desagradable. ¿Y Brot? ¿Lo habéis convertido en alimento para los peces? —Había escuchado aquella expresión en boca de uno de los marineros del puerto de Serena, y la había encontrado fascinantemente explícita.
El esbirro que custodiaba el portón reprimió una risita. Su superior le lanzó una mirada furiosa desde las profundidades de su capucha y replicó:
—Ellos se lo buscaron. De hecho, si Brot no hubiese hecho negocios con los belesianos a nuestras espaldas, estaría aquí en mi lugar, y yo no me vería obligado a perder mi tiempo hablando contigo —añadió, con evidente fastidio—. Y tú no necesitas saber más. Sé de sobra que has estado metiéndote donde no te llaman, pero no deberías seguir indagando en ese asunto. Por tu propio bien.
—Entiendo —asintió él; no añadió más, porque quería que el desconocido siguiera hablando. Por su tono de voz había deducido que era un hombre joven y bien instruido, y su acento le había indicado que procedía de la capital.
—Sin embargo… no me refería a ese tipo de contactos. No me chupo el dedo, Yunek. Te han visto muchas veces con Caliandra de Esmira.
Algo en su interior se convulsionó ante la forma en que el hombre encapuchado pronunció el nombre de Cali. Dio un paso adelante, tenso, olvidando toda precaución.
—Sí, ¿y qué? —ladró—. Ni se os ocurra meterla en esto, porque ella no…
El desconocido estalló en carcajadas.
—Calma, calma. No tenemos nada contra ella. De hecho, nos interesa más su amigo… Tabit.
—¿Tabit? —repitió Yunek, desconcertado.
Se preguntó por qué razón podrían estar interesados en él. Los que habían investigado más activamente sobre los negocios del Invisible habían sido Rodak y el propio Yunek. Incluso aquellos dos estudiantes, Unven y su amiga Relia, habían podido llegar a molestarlo más que él. Tabit, de hecho, se había limitado a quedarse encerrado en su Academia todo el día, sacando la nariz de sus libros solo para hablar con Cali sobre galimatías acerca de portales azules y coordenadas que había que calcular.
—Queremos saber en qué anda metido. Cuáles son sus planes. Qué es lo que sabe. Todo.
—¿Qué es lo que sabe? —repitió Yunek, todavía estupefacto—. Que la bodarita se está agotando. Pero eso lo sabéis también vosotros, y mucha más gente en la Academia, por lo que tengo entendido.
El desconocido reprimió un gesto de irritación y cambió de postura. Al hacerlo, un pliegue de su capa se deslizó sobre la paja, revelando debajo una porción de tela de color granate. El hombre volvió a colocar la prenda en su lugar y Yunek fingió que no lo había visto, aunque su corazón latía con fuerza. ¿Sería posible que el portavoz del Invisible fuera un pintor de portales? Si fuera así… ¿lo sabían los altos cargos de la Academia? ¿Estaba corrupta la institución a la que pertenecían Tabit y sus amigos? ¿O acaso sería aquel el falso maese del que habían hablado los estudiantes, el que borraba portales supuestamente en nombre de la Academia?
Yunek decidió que tenía que consultarlo con Rodak. Después recordó con cierta pena que, si llegaba a algún tipo de trato con aquel individuo, no podría hablarle a su amigo de aquella entrevista nocturna.
—Todo eso ya lo sabemos —suspiró el desconocido, haciéndolo volver a la realidad—. Por supuesto que lo sabemos. Pero no es el tipo de información que nos interesa. Dime, Yunek, ¿te ha hablado Tabit, o quizá tu amiga Cali, de alguien llamado maese Belban?
Yunek trató de simular que aquel nombre no le decía nada, pero era demasiado consciente de que había reaccionado de forma automática ante aquellas palabras. Decidió avanzar solo un paso:
—Es un profesor de la Academia. Caliandra es su ayudante. —Eso lo sabía todo el mundo, ¿no? Se arriesgó un poco más, deseando que la información que iba a facilitar fuese también de dominio público—. Y se ha ido a alguna parte. Hace semanas que nadie sabe nada de él.
Recordó la forma en que Cali había compartido con él su preocupación acerca del viejo maese. Evocó la tarde en que habían hablado de ello, en Serena, junto al mar, y lamentó que las cosas no fueran diferentes.
El hombre del establo se recostó contra la pared, satisfecho.
—¿Lo ves? Por ahí sí que podemos llegar a alguna parte. ¿Qué más sabes? Lo están buscando, ¿verdad? ¿Tienen idea de dónde encontrarlo?
Yunek decidió que ya había puesto demasiadas cartas sobre la mesa.
—Si os cuento lo que sé, ¿pintaréis mi portal por un precio razonable?
—Trescientas monedas —fue la respuesta—. Lo que tú estabas dispuesto a pagar. Si añades al precio la información sobre Tabit y maese Belban, claro.
—¿Y qué pasaría si yo le dijese a Tabit que tenéis tanto interés en él? —tanteó Yunek.
—Que no volverías a vernos nunca más. Y tu única opción de conseguir tu portal se esfumaría para siempre. No es mucho lo que te pedimos. Solo que nos cuentes algunas cosas y que pagues la tarifa rebajada en lugar de la habitual. De ti depende aceptar o no… y de hasta qué punto necesitas ese portal.
Yunek cerró los ojos un momento. La oferta era tentadora, pero había demasiadas cosas que le resultaban sospechosas. De entrada, si aquel sujeto era un maese de verdad, no quería hacer ningún trato con él. Después de todo, la Academia le había negado el portal sin ninguna razón. Si realmente podían pintarle el portal sin papeleos a cambio de trescientas monedas, él no tenía la menor intención de seguirles el juego y fingir además que estaba muy agradecido.
Por otro lado, si Tabit resultaba herido, o algo peor, como consecuencia de algo que él hubiese contado, Yunek no quería tener que cargar con aquel peso en su conciencia.
Al pensar en Tabit se le ocurrió una solución intermedia.
—¿Y cuánto cobráis por la pintura? —preguntó de pronto.
El encapuchado se mostró desconcertado.
—¿Disculpa?
—¿Y si no quiero que me pintéis el portal? ¿Y si solo necesito que me vendáis un poco de pintura de bodarita?
El desconocido se inclinó hacia delante en ademán reflexivo.
—Ya veo —dijo—. De modo que pretendes pintarte el portal tú solo.
Yunek no respondió.
—O buscar a un maese que lo pinte por ti; alguien que no tenga reparos en actuar al margen de la Academia, ¿verdad? Pues tengo una mala noticia para ti, chico uskiano: nadie hace eso, salvo nosotros.
Yunek siguió sin responder. Aún estaba aguardando una contestación a su pregunta, de modo que el desconocido suspiró y dijo:
—Pero en fin, no voy a ser yo quien deje escapar un negocio. Si quieres malgastar tu dinero, allá tú. Luego no digas que no te lo advertí.
—¿Cuánto? —insistió Yunek.
—Doscientas monedas de plata por un bote de pintura de tamaño medio. Suficiente para dibujar un portal, siempre que tu maese sea hábil con el pincel y no te diseñe nada demasiado recargado.
Yunek sacudió la cabeza.
—Es demasiado caro.
Su interlocutor se encogió de hombros.
—Pero está a tu alcance. No te quejes tanto; la pintura de bodarita no es barata, ya sabes —añadió, y Yunek pudo adivinar la sonrisa socarrona que se ocultaba en el fondo de aquella capucha. Sintió ganas de estrangularlo, y eso influyó en su determinación de no revelarles nada más acerca de Tabit.
—¿Y los demás utensilios? —preguntó.
—Oh, ¿de veras los necesitas? Si vas a encargarle el trabajo a un maese que vaya por libre, seguro que él ya contará con un compás, pinceles y un medidor Vanhar. Y todos esos cacharros que usan los pintapuertas, ya sabes —añadió de pronto, como si se hubiese sentido obligado a hacerlo.
«Eso es», pensó Yunek. Había cometido un desliz. Se había dado cuenta de que estaba exhibiendo conocimientos que no corresponderían a alguien ajeno a la Academia, pero su intento de disimularlo había sonado forzado y poco natural.
El joven uskiano sacudió la cabeza. Ya había tomado una decisión.
—Me quedo con la pintura —dijo—. Por doscientas monedas, y nada más. Me temo que no podría pagarte un portal, ni por cuatrocientas monedas, ni tan siquiera por trescientas, porque no sé nada más sobre ese tal maese Belban.
El desconocido ladeó la cabeza, decepcionado.
—Muy bien. Tú lo has querido, pues. Mañana tendrás la pintura, si traes el dinero. Pero te advierto de que no te servirá de nada sin un maese. Antes de una semana volverás a buscarnos para suplicarnos que te pintemos el portal pero, para entonces, el precio habrá subido.
Esta vez fue Yunek quien se encogió de hombros.
—Correré el riesgo.
No hablaron mucho más. Quedaron en que, de nuevo, la gente del Invisible se pondría en contacto con él. Para ello debía estar en Kasiba al día siguiente al atardecer.
Yunek se mostró conforme. Tenía, pues, un día entero para regresar a Serena a buscar sus ahorros. Y probablemente hasta le sobraría tiempo para hacer una breve visita a la Academia.
Tabit se levantó antes del amanecer. Dado que la tarde anterior había dormido muchas horas seguidas, apenas había logrado dar un par de cabezadas tras su encuentro con Caliandra en el estudio de maese Belban. Finalmente, y a pesar de que habían quedado en el patio de portales cuando sonara la primera campanada, Tabit había decidido que se marcharía a Kasiba sin ella.
Tenía muchas razones para ello. En primer lugar, necesitaba estar solo y pensar acerca de todo lo que habían averiguado, particularmente sobre la implicación del rector y del Consejo de la Academia en aquel asunto. Por otro lado, y ya que se había levantado primero, no veía la necesidad de esperar dos horas más a Cali, pudiendo partir en aquel mismo momento. Además, si a Yunek le había sucedido algo relacionado con los contrabandistas de bodarita, Tabit no quería involucrar a su compañera en un asunto tan turbio. Sin duda Caliandra era valiente, lista y decidida, pero no dejaba de ser una muchacha de buena familia que no sabía lo que era moverse por los barrios bajos de una ciudad. Y por último, Tabit sospechaba que un solo pintor de portales llamaría menos la atención que dos. Por tal motivo, además, llevaba ropa más discreta debajo del hábito granate, que pensaba quitarse en cuanto llegara a Kasiba.
Con un poco de suerte, pensó al llegar al patio de portales, no tardaría en encontrar a Yunek y regresar para tranquilizar a Caliandra.
Sonrió al pensar en lo furiosa que se pondría cuando descubriera que había partido sin ella. Pero ya afrontaría aquello después, se dijo mientras atravesaba el portal. De momento, había asuntos más urgentes que resolver.
Apareció en la sede de la Academia en Kasiba. Al salir del edificio, calculó mentalmente cuánto tiempo habría necesitado Rodak para llegar hasta allí por su propios medios, incluso utilizando la red de portales públicos, gratuitos o de pago. Suspiró. Sí; sin duda era mucho más rápido así.
Se preguntó por dónde debía empezar. Probablemente lo más práctico sería recorrer los albergues de la ciudad preguntando por Yunek. No conocía muy bien Kasiba, pero todas las ciudades tenían una o dos posadas en la Plaza de los Portales, y le pareció un buen punto de partida.
Se quitó el hábito y lo guardó, cuidadosamente doblado, en su zurrón, que estaba prácticamente vacío, porque se había dejado en la Academia sus útiles de trabajo, que no tenía previsto utilizar allí. Sabía que, si vestía ropa corriente, podría pasar por un muchacho cualquiera, ya que ni siquiera estaba obligado a llevar la trenza como los maeses titulados.
Una vez en la plaza, paseó la mirada en derredor y, tal y como había imaginado, descubrió dos albergues, uno en cada extremo. Respiró hondo; se disponía a encaminarse hacia uno de ellos cuando alguien lo llamó a sus espaldas.
Tabit se volvió, extrañado. Sonrió al descubrir que se trataba de Yunek, que hacía cola ante el portal que conducía a Rodia. Se reunió con él.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó el uskiano, que parecía estar de un humor excelente aquella mañana—. ¿Y dónde te has dejado tu ropa de maese?
—Se llama «hábito» —replicó Tabit, sonriendo también—. Pues, de hecho, venía a buscarte. Rodak me pidió que lo hiciera, porque hace días que no sabe de ti, y estaba preocupado. —«Y Cali también», quiso añadir; pero, por alguna razón, no lo hizo—. Y no sé, me pareció que sería sensato vestirme de otra manera, por si te habías metido en líos con gente a la que no le gustan los «pintapuertas» —añadió, encogiéndose de hombros.
Yunek entornó los ojos.
—Últimamente hay muchos «pintapuertas» que pretenden fingir que no lo son —comentó.
—¿Qué quieres decir?
Pero el joven sacudió la cabeza.
—Nada importante. Bueno, gracias por tomarte la molestia de venir a buscarme, pero ya ves que no hacía falta. Precisamente voy de camino a Serena; tengo que recoger algo que dejé en casa de Rodak. Pero escucha… —miró a su alrededor para asegurarse de que nadie les estaba prestando atención, se acercó a Tabit y susurró—: he contactado con los traficantes de bodarita.
—¿¡Qué!?
—¡Baja la voz! No he descubierto mucho, pero he de encontrarme con ellos de nuevo esta noche. El tipo con el que he contactado dice que él no es el Invisible; y yo me lo creo, porque es bastante fanfarrón, ¿sabes? Uno pensaría que un contrabandista tan esquivo como el Invisible sería mucho más prudente y discreto.
Tabit todavía estaba perplejo.
—Pero… pero… no lo entiendo. ¿Dices que has contactado con ellos? ¿Y cómo es posible que hayan accedido a citarse contigo otra vez?
Yunek suspiró. Vaciló un instante antes de decir:
—Les he dicho que quiero que me pinten un portal.
Tabit se lo quedó mirando.
—Un portal extraoficial, quiero decir —siguió explicando Yunek—. Al margen de la Academia. Y, la verdad, no me han puesto tantas trabas como los maeses —concluyó, con un cierto tono desafiante.
—Pero, naturalmente, eso era solo una treta para llegar hasta ellos, ¿verdad? —quiso asegurarse Tabit.
Yunek suspiró de nuevo.
—Tabit, tú sabes que necesito el portal —dijo solamente.
El estudiante se detuvo en seco y lo miró, sin poder creer lo que oía.
—¡Debes de estar de broma! ¡Ya sabes cómo es esa gente, Yunek! ¡Sabes a qué se dedican, y las cosas que hacen para conseguir sus propósitos! ¿Y aun así… haces tratos con ellos? ¿Sabiendo, además, la delicada situación por la que está pasando la Academia?
—¡La Academia! —repitió Yunek con amargura—. Dime, ¿qué es lo que ha hecho por mí tu preciosa Academia? Si me hubieseis pintado ese portal, como acordamos, yo no me encontraría en esta situación, y no tendría que recurrir…
—¿… A un grupo de ladrones y asesinos?
Yunek se detuvo, incómodo. Miró a su alrededor y vio que algunas personas los miraban de reojo.
—Baja la voz —advirtió a su compañero.
Lo guio lejos de la fila, hasta un lugar más apartado de la plaza, donde podrían hablar con más libertad. Retomó entonces la conversación, intentando convencerlo con otra estrategia:
—Tabit, ellos no me van a pintar el portal. Cobran un precio demasiado alto, más incluso que la Academia. Pero les puedo comprar pintura de bodarita. Sé que no es gran cosa, pero he pensado que, con ese material, quizá tú pudieras… —Se interrumpió, porque Tabit lo miraba, escandalizado, como si fuera la propuesta más absurda que le hubiesen planteado jamás—. Oye, no es para tanto —se defendió el uskiano—. Ya tienes el diseño casi terminado, tienes los números que necesitas… solo te falta la pintura, ¿no?
—Y la autorización de la Academia —le recordó Tabit—. Sin ella, ningún maese puede dibujar un portal en ninguna parte, incluso aunque cuente con pintura de contrabando.
—¿En serio? Pues que sepas que hay maeses que sí lo hacen. Algunos trabajan para el Invisible a espaldas de la Academia.
Tabit iba a responder que eso no era posible, pero entonces recordó la historia que le había relatado Tash sobre el misterioso maese que se presentaba en la mina a horas intempestivas.
Y le dio la única respuesta que podía ofrecerle:
—Tal vez. Pero yo no soy así.
—¿Por qué crees que estarías haciendo algo malo? —insistió Yunek—. No harías daño a nadie… y te aseguro que podrías ayudar mucho a mi hermana Yania.
Tabit negó con la cabeza.
—Mira, no tengo nada personal contra ti, y mucho menos contra tu hermana, que me parece una niña excepcional. Pero no voy a pintar ningún portal sin la autorización de la Academia. El sistema de portales funciona precisamente porque hay un control. Si los maeses pudiesen pintar portales donde y cuando les apeteciera, la Academia no tendría modo de registrar todos los nuevos enlaces que se producen. Y eso sería un desastre para la seguridad en general. ¿Te imaginas que cualquiera pudiese contratar a un maese para que le pintara un portal «sin hacer preguntas»?
—Pero tú sabes para qué quiero yo mi portal…
Tabit lo miró fijamente.
—A veces tengo la impresión de que no lo sé, Yunek —admitió—. Tú quieres que Yania estudie en la Academia, ¿no es así? Para eso no necesitas ningún portal. Con el dinero que has ahorrado podrías pagar alojamiento para tu hermana en la misma Maradia durante uno o dos años, suficiente para que ella prepare los exámenes de ingreso, si es aplicada. Si necesitara más tiempo, podrías buscarle una casa en otra ciudad con portal público… Esmira es cara, pero la vida en Rodia o Serena es más asequible; hay personas que cruzan los portales públicos todos los días desde ambas ciudades para ir a trabajar a Maradia, y ella podría hacerlo también, hasta que obtuviera la beca y pudiera instalarse en las dependencias de estudiantes de la Academia. Así que, dime… ¿por qué estás tan obsesionado en pagar una fortuna para abrirle un portal desde el mismo salón de tu casa?
Yunek desvió la mirada, incómodo.
—Mi madre no quiere dejarla marchar —confesó—. Cree que le van a pasar cosas horribles si se va de casa para vivir sola en una ciudad desconocida. Tuvimos una discusión muy desagradable cuando lo sugerí.
—Lo lamento mucho —cortó Tabit—, pero sigo sin creer que estés dispuesto a sacrificar los ahorros de tu familia solo porque tu madre sea un poco sobreprotectora.
—¿Un poco? —se rio Yunek con amargura—. Pero no, tienes razón. Hay más. —Respiró hondo y añadió, aún con la vista baja—: Cuando mi padre murió… fueron muy malos tiempos. Yo tenía doce años, y mi madre estaba enferma. Y había un hombre que quería comprarnos la granja a cambio de una miseria. Impedí que cortejara a mi madre con ese fin, pero… —vaciló; parecía muerto de vergüenza, y Tabit sospechó que nunca antes había contado aquello a nadie—, pero le prometí que podría casarse con mi hermana cuando ella fuera mayor, si nos prestaba el dinero necesario para saldar nuestras deudas. Entonces yo era un crío, y Yania poco más que un bebé, así que pensé que habría tiempo de sobra para arreglar las cosas hasta que se hiciera mayor. En fin, tomé aquella decisión porque estaba desesperado. Con el tiempo, Yania fue creciendo y nuestro vecino me recordaba nuestro trato de vez en cuando. Una vez le respondí que estaba pensando en cambiar de opinión, y me dijo que no se me ocurriera enviar lejos a Yania, porque entonces recurriría a la justicia. Les diría que incumplí mi parte del trato y nos lo quitarían todo. Todo, Tabit. La granja, los animales, las tierras… Y no tenemos ningún otro sitio a donde ir.
—Pero eso es… —empezó Tabit, impresionado a su pesar.
Yunek dejó escapar una carcajada cargada de tristeza.
—Ya lo sé. Por si fuera poco, el prometido de Yania es primo de un alguacil muy influyente en Uskia. Una palabra suya y podríamos acabar todos en prisión.
—Pero… pero… ¿no podéis pagarle con el dinero que habéis ahorrado para el portal? ¿O marcharos todos y empezar en otro lugar?
Yunek negó con la cabeza.
—Ya he pensado en todo eso, créeme. Pero no es una cuestión de dinero. Para él se trata ya de algo personal. Y no podríamos marcharnos sin que se enterase. Una vez lo intentamos… y nos alcanzó en el camino. Amenazó con llevarse a Yania, con denunciarnos a la justicia, con echarnos de casa… Además —añadió, pesaroso—, tiene un papel que yo firmé cuando era crío y que ni siquiera sé lo que dice. En su momento pensé que solo me comprometía a casar a mi hermana con él, y creí que, si ella no quería, no habría más que hablar… pero, según parece, firmé muchas cosas más. Como que le tendría que entregar todas nuestras posesiones si la boda no se celebraba. O que Yania no podría irse a vivir a ninguna otra parte sin su permiso. Porque era su prometida y, por tanto, le pertenecía, o algo así. —Apretó los dientes—. Dioses, Tabit, entonces ella tenía solo tres años. Si hubiese sabido…
—Está bien —lo tranquilizó el estudiante—. Creo que ya empiezo a entenderlo. Con un portal en tu casa, Yania podría ir a Maradia todos los días a prepararse para el examen de ingreso, sin que tu vecino lo supiese. Y, si obtuviese la beca y entrase a estudiar en la Academia…
—Entonces él no podría hacer nada al respecto. No se atreverá a ir a la Academia a exigir a los maeses que le devuelvan a Yania; y después, cuando ella sea pintora de portales… ningún alguacil, ni mucho menos un granjero uskiano, se atrevería a casarla contra su voluntad.
Tabit asintió.
—Comprendo. Pero… ¿no exigiría una compensación? ¿No tendríais que entregarle la casa?
Yunek sonrió maliciosamente.
—¿Con un portal pintado en su interior? Me he informado. Sé que su valor habría subido tantísimo que el dinero que nos prestó en su día no lo cubriría ni de lejos.
Tabit asintió de nuevo.
—Sería una buena jugada, sí —admitió—. Y ¿qué dice Yania al respecto? ¿Qué le parece que su hermano decida primero que se casará con un hombre viejo, y después que debe ser pintora de portales?
—Yania no dice nada. No sabe lo de la boda. Y mi madre solo sabe algunas cosas, no todo. Pero no te mentí: ella es muy inteligente y sé que podría estudiar y conseguir la beca. Y sí le gusta la idea de ser maesa, sobre todo ahora que te conoce. Tendrías que haber visto cómo hablaba de ti después de tu primera visita. Creo que le enseñaste que la magia también puede estar al alcance de una campesina pobre e ignorante como ella.
—No es magia…
—Lo sé, lo sé. Pero tú ya me entiendes.
Tabit suspiró y movió la cabeza.
—Te entiendo, Yunek. Pero, a pesar de todo, no pintaré tu portal.
El joven lo miró, sin poder creer lo que acababa de escuchar.
—Pero… ¿no has oído todo lo que te he contado? ¿No has comprendido…?
—Sí, Yunek. He comprendido que tu hermana debe pagar el error que cometiste tú hace muchos años; y que, para arreglar las cosas, ahora pretendes que lo pague yo. Pero esa no es la solución, ¿sabes?
Yunek resopló, exasperado.
—De verdad, Tabit. Hablar contigo es como hacerlo con una pared. ¿Qué te puede costar pintar un portal pequeño?
—No sabes cuál es el castigo por traicionar a la Academia, ¿verdad?
Él se encogió de hombros.
—¿Qué es lo más grave que puede pasarte? ¿Que te expulsen, si te pillan? No te preocupes; basta con ser discretos y no decir nada a nadie. El portal de Yania, en realidad, no tiene por qué estar en el Muro de los Portales; se puede buscar un sitio más escondido, donde nadie sepa…
—No, Yunek —cortó Tabit, con firmeza—. Créeme, el castigo que recibiría «si me pillasen», como tú dices, es mucho mayor que una simple expulsión. Pero ese no es el motivo por el que me niego a hacer lo que me pides. Es que no es correcto. No está bien. ¿Tanto te cuesta de entender?
—Lo único que entiendo, Tabit —replicó Yunek, molesto—, es que las normas están bien para la gente rica que puede permitirse cumplirlas, como tú. Pero a nosotros, los desesperados, no nos queda más remedio que sobrevivir a cualquier precio, ¿sabes?
Tabit negaba con la cabeza.
—Te equivocas, Yunek. Siempre hay opciones. Quizá no sean las más fáciles, pero…
—¿Qué sabes tú de eso? —interrumpió el uskiano, cada vez más enfadado—. ¡Eres un condenado pintor de portales! No has tenido que trabajar de verdad en tu vida…
—¿Y qué sabes tú de mi vida? —replicó Tabit, perdiendo la calma—. Te diré algo: sé muy bien lo que es estar desesperado, lo que es no tener nada, no tener a nadie. Y también sé que, al final, la decisión sigue siendo tuya. Así que no me vengas con excusas ni eches la culpa a otros de tus meteduras de pata. La vida es dura, ya lo sé. Pero ¿sabes una cosa? El mundo sería un lugar infinitamente mejor si la gente eligiera el camino correcto, en lugar de seguir el camino fácil.
—¿¡Fácil!? —estalló Yunek—. ¿Llamas fácil a todo lo que estoy haciendo para ayudar a mi hermana?
—Obviamente es mucho más fácil cargarme a mí con la responsabilidad que asumir que metiste la pata, Yunek —replicó Tabit con frialdad—. Insisto en que, si algún día la Academia aprueba tu portal, estaré encantado de pintarlo y me esmeraré al máximo. Pero así, no.
Dio la vuelta para marcharse, dejando a Yunek temblando de ira. En el último momento se volvió de nuevo para añadir:
—Ah, y… por si se te había ocurrido la peregrina idea de planteárselo también a Caliandra… debes saber que, si me entero de que tienes intención de implicarla en tus negocios con esa gente, yo mismo me encargaré de denunciarte a la Academia y a la Casa de Alguaciles. Si la mantienes al margen, olvidaré que esta conversación ha tenido lugar. Pero, como intentes mezclarla en todo esto…
—Descuida —replicó Yunek, apretando los dientes con rabia—, ya me las arreglaré yo solo. Como he hecho siempre.
—Hay maneras y maneras de arreglárselas solo —murmuró Tabit, antes de alejarse por el callejón—. Y al final, la vida te devuelve lo que siembras. Recuérdalo.
—Claro, oh, gran maese de la poderosa Academia —respondió Yunek, con una burlona reverencia.
Tabit no cayó en la provocación. Se limitó a decirle, con suavidad:
—Vuelve a casa, Yunek. Con tu madre y tu hermana, con la gente que te quiere. Créeme: yo lo haría, si tuviera un hogar al que volver.
Yunek le dedicó un resoplido desdeñoso. Moviendo la cabeza con gesto apenado, Tabit se alejó de la Plaza de los Portales en dirección a la sede académica de Kasiba para regresar a Maradia.
Allí ya no tenía nada más que hacer.
Cuando Tabit apareció en el Patio de Portales de la Academia, Caliandra casi se le echó encima.
—¡De modo que ahí estás! ¡He pasado casi una hora esperándote y, cuando he ido a despertarte a tu cuarto, me he encontrado con que ya te habías ido! ¡Sin mí!
Tabit alzó las manos con gesto conciliador. Le dolía mucho la cabeza tras su discusión con Yunek, y su compañera hablaba demasiado alto para su gusto.
—Lo sé, lo siento. Es que no podía dormir y decidí adelantarme. Pero ya no hace falta que vayamos a Kasiba, Caliandra. He visto a Yunek, está bien. Estaba ya de regreso a Serena.
Cali lo miró un momento, como si tratase de adivinar si le estaba diciendo o no la verdad, y después suspiró profundamente.
—Bien, de acuerdo. Pero… —vaciló antes de continuar—, ¿de verdad está bien? ¿No se ha metido en líos?
Tabit la miró, preguntándose si debía contárselo o no. Finalmente se limitó a responder:
—Todavía no, por lo que yo sé. Pero, si sigue por ese camino, no tardará en hacerlo. Le he recomendado que vuelva a casa, aunque no creo que me escuche.
Cali meditó sobre ello.
—Yo tampoco lo creo —comentó—. Es muy terco, ¿sabes? Creo que todavía tiene la esperanza de que la Academia cambie de idea con respecto a su portal. Está empeñado en ofrecer a su hermana un futuro como maesa, y no se detendrá hasta que lo consiga. Le importa mucho esa niña.
Tabit se mordió la lengua para no contarle a Cali lo que había detrás de la obsesión de Yunek. Pero no pudo evitar comentar:
—Entonces debería estar con ella, cuidándola, en lugar de dar tumbos por los barrios bajos de Kasiba. Creo que no sabe la suerte que tiene de poder contar con una familia. Si yo… —empezó, pero se detuvo de pronto y miró a Cali, con el entrecejo fruncido.
—¿Qué? —lo animó ella—. ¿Qué ibas a decir?
Él negó con la cabeza.
—Nada importante. Es que de pronto se me ha ocurrido… ¿maese Belban tiene familia?
—¿Fuera de la Academia, dices? ¿Cómo va a tenerla? Si apenas salía de aquí…
Tabit seguía pensando intensamente.
Los estudiantes de la Academia vivían alejados de sus seres queridos mientras duraba su formación, pero después, como maeses, podían instalarse donde quisieran, casarse, formar una familia… Los que elegían dedicarse a la enseñanza o la investigación tras los muros de la Academia, si bien estaban obligados a residir allí mientras ejerciesen como profesores, podían renunciar a su puesto en cualquier momento para irse a vivir a otro lugar, de forma temporal o definitiva; también a las maesas se les permitía abandonar la enseñanza durante los años que estimasen convenientes para criar a sus hijos lejos de la Academia. Sin embargo, la mayoría de los profesores permanecían solteros, porque formar una familia requería hacer una elección en un momento determinado, y los que se quedaban lo hacían porque no tenían obligaciones familiares fuera de la institución. Algunos se habían incorporado al cuadro académico con sus hijos ya mayores, e iban a visitarlos de cuando en cuando.
Pero maese Belban no parecía ser de aquellos. Y, sin embargo…
—Si yo tuviese que buscar a alguien —dijo Tabit—, buscaría primero en su casa. Hace muchos años que maese Belban vive en la Academia, pero antes de eso… tuvo que venir de algún lugar, ¿no?
—No todo el mundo cuenta con un hogar al que volver —señaló Cali—. O no tiene a nadie, o no se lleva bien con la gente que dejó atrás.
Miraba a Tabit inquisitivamente, pero él fingió que no captaba la indirecta.
—Aun así, valdría la pena probarlo. Maese Belban de Vanicia; recuerdo haber leído su nombre completo en la cubierta de su manual. Se me quedó grabado porque… bueno, no importa. El caso es que podríamos ir a Vanicia y preguntar por él allí.
Cali seguía mirando fijamente a Tabit.
—¿Así, sin más? ¿Sin tener datos más concretos? Me asombras, estudiante Tabit; nunca lo habría imaginado de ti —bromeó.
Tabit se encogió de hombros.
—No es una ciudad muy grande. Aunque puede que haya cambiado un poco, claro. Después de todo, hace mucho tiempo que no paso por allí.
Cali entornó los ojos, atrapando el dato al vuelo. Pero Tabit no añadió nada más.
No mentía, no del todo. Era cierto que había llegado hasta Vanicia en su excursión al pasado, unos días atrás.
Pero eso, en realidad, había sucedido veintitrés años atrás.
Yunek tuvo mucho tiempo para reflexionar acerca de todo lo que Tabit le había dicho mientras hacía cola ante los portales que lo llevarían de regreso a Serena.
Estaba furioso pero, a medida que pasaban las horas, su enfado se fue difuminando poco a poco para dejar paso a un profundo abatimiento. Después de todo, caviló, a aquellas alturas ya debería haber adivinado que Tabit no pintaría su portal a menos que su Academia lo autorizase a ello. Era exasperante, sí, pero conocía lo bastante bien al estudiante como para haber anticipado aquella reacción. Sin embargo, no le había gustado la manera en que había insinuado, cínico y arrogante, que comprendía perfectamente cuál era la situación de Yunek, pero que él habría actuado de otra forma en su lugar.
«Hay maneras y maneras de arreglárselas solo», le había dicho. Como si él supiera de qué estaba hablando, se dijo Yunek con amargura.
Sacudió la cabeza. En una cosa sí estaba de acuerdo con él: no involucraría a Caliandra en sus negocios con el Invisible. «Si he de apañármelas solo, que así sea», pensó torvamente. «Pero lo haré a mi manera. Y, ya que Tabit no está dispuesto a ayudarme, yo tampoco tengo por qué cubrirle las espaldas a él».
Aun así, debía regresar a casa de Rodak, a recoger sus pertenencias y también a despedirse de él y agradecerle su ayuda. Había decidido que no quería depender de nadie más, de modo que, después de aquella visita, ya no volvería a Serena; permanecería en la posada de Kasiba el tiempo que necesitara para resolver el asunto del portal y después regresaría a casa.
La madre de Rodak se alegró mucho de volver a verlo. Le dijo que su hijo había salido a pasear por el puerto con Tash.
—Es un muchacho extraño —le confió—, un poco salvaje, ¿verdad? Y tan reservado. No sé de dónde ha salido, pero espero que se marche a su casa pronto.
A Yunek le sorprendió aquel tono en boca de una mujer que siempre se había comportado con él como una perfecta anfitriona.
—No sé —respondió con cautela—. En realidad, apenas lo conozco. Solo sé que trabajaba en las minas.
La madre de Rodak movió la cabeza en señal de desaprobación.
—Un chico bruto y grosero, eso es lo que es. Y muy descarado. Nosotros somos gente humilde, pero al menos no se nos ha olvidado lo que es la buena educación.
Yunek no supo qué responder a eso. Le explicó, sin embargo, que se mudaba a Kasiba porque tenía un asunto pendiente allí. Le dio sinceramente las gracias por su hospitalidad y le prometió que volvería a visitarla si alguna vez pasaba de nuevo por Serena.
Ella se mostró sinceramente apenada y, según le pareció a Yunek, hasta un poco decepcionada.
—Ve a despedirte de Rodak —le pidió—. Te ha tomado mucho aprecio.
Yunek le prometió que lo haría. Después de todo, aún tenía tiempo de regresar a Kasiba antes de la puesta de sol.
Halló a Rodak sentado en el malecón. Tash se hallaba junto a él, esforzándose por mantener una expresión decidida, a pesar de que parecía claro que la aterrorizaban las olas que rompían con fuerza a sus pies. Rodak la sostenía con gesto risueño.
Yunek sonrió, a su pesar, al detectar la corriente de afinidad que parecía circular entre ambos. Casi lamentó tener que interrumpirlos.
Pero Rodak reaccionó con alegría al verlo.
—¡Yunek! —lo saludó—. Por fin has vuelto. Me tenías preocupado.
El joven avanzó con precaución por el malecón. Tampoco él se sentía muy seguro tan cerca de aquella inmensa extensión de agua.
—He tardado un poco más de la cuenta en… contactar, ya me entiendes.
—Puedes hablar delante de Tash. Dime, ¿encontraste al Invisible?
—Sí y no.
Yunek dudó un momento; pero después pensó que Rodak se merecía que compartiera con él la información que había obtenido. Al fin y al cabo, habían pasado muchas horas buscando juntos a los borradores de portales.
Los tres se alejaron de la rompiente, para alivio de Tash, y caminaron juntos por el muelle. Yunek les relató su encuentro con el portavoz del Invisible, aunque omitiendo el hecho de que estaba realmente en tratos con él.
—Os dije que los granates estaban metidos en esto hasta las cejas —les recordó Tash cuando Yunek mencionó el hecho de que llevaba un hábito de maese debajo de la capa—. Y vosotros no me creíais.
Rodak inclinó la cabeza, pensativo.
—Para ser parte de una organización tan poderosa, se mostró un poco descuidado, ¿no? —comentó.
—Probablemente no tenía práctica en eso —respondió Yunek—. He estado pensando que, si hay gente de la Academia borrando y pintando portales para el Invisible, seguro que él no los tiene de recaderos. Parece ser que era Brot el que negociaba los encargos, por lo menos en las ciudades de la costa. Por lo que pude entender, hizo un trato por su cuenta, al margen del Invisible, y eso no le sentó bien. Es como tener competencia dentro de tu propia organización.
Rodak asintió.
—Y además llamaron demasiado la atención borrando un portal tan transitado —apuntó.
—Cierto. Quizá el Invisible decidió que era una jugada muy arriesgada, y Brot optó por llevarla a cabo por su cuenta. Contactó con «los belesianos», quizá el Gremio de Pescadores de Belesia, y se puso de acuerdo con Ruris para repartirse los beneficios.
Rodak sacudió la cabeza con tristeza.
—Lo siento mucho —dijo Yunek, recordando que el muchacho había conocido al malogrado guardián—. De todas formas, aunque Ruris se hubiese dejado sobornar para dejar desprotegido el portal, no se merecía que lo mataran así.
—Si los belesianos contrataron al Invisible, o a Brot, o a quien fuera, para borrar nuestro portal… —dedujo Rodak—, quizá pueda denunciarlos a la Academia. Para que sean ellos quienes paguen la restauración.
—Para eso necesitarías pruebas —apuntó Yunek—; ir a Belesia tal vez, buscar allí a la gente que está detrás de todo. Porque de momento solo tienes mi palabra, y yo, la verdad, ahora mismo no tengo muchas ganas de contarle todo esto al alguacil. —Respiró hondo—. Me juego mucho, ¿sabes? Quizá hasta la vida.
Rodak asintió, agradecido.
—Y yo no te lo voy a pedir. Ya has hecho mucho por nosotros, Yunek, y no tenías por qué.
Yunek se removió, incómodo. Recordó el motivo por el cual había acudido a buscarlo al muelle y aprovechó para cambiar de tema.
—Yo me marcho, Rodak —anunció—. Primero a Kasiba, a resolver un asunto pendiente, y después, si todo va bien, a casa.
Rodak asintió.
—Te echaremos de menos, pero sé que no tiene sentido que pases tanto tiempo lejos de casa. Después de todo, Tabit dijo que la Academia podía tardar mucho en atender tu petición.
Yunek se sintió muy miserable cuando respondió, con fingida alegría:
—Varias semanas o varios meses, sí. Y entretanto hay tierras que arar y animales que alimentar. No espero que un chico de la costa como tú entienda de esto. Tampoco los de la Academia, por lo que veo. —Suspiró—. Solo deseo que algún día se decidan a pintar mi portal.
Rodak asintió de nuevo. Los dos se despidieron con un apretón de manos que derivó en un amistoso abrazo.
Después, Rodak y Tash se quedaron mirando cómo el uskiano se alejaba por el callejón que lo conduciría hasta la Plaza de los Portales.
—¿Vas a hacerlo de verdad? —preguntó Tash.
Rodak volvió a la realidad.
—¿El qué?
—Eso. Ir a Bela… lo que sea.
El muchacho sonrió.
—Belesia. Son unas islas que están al otro lado del mar.
Tash siguió la dirección que él le indicaba y escudriñó el horizonte.
—No veo nada.
—No están muy lejos, pero no se pueden apreciar desde aquí. Aun así, no hay un portal directo, porque los belesianos y los serenenses siempre nos hemos llevado muy mal. Hay que ir dando un rodeo por otras ciudades, saltando de portal en portal. O en barco, por supuesto.
—Mejor por los portales —decidió Tash.
Él la miró, interrogante. La chica se ruborizó un poco antes de añadir:
—Porque voy a ir contigo, claro. Pero no subiría a una de esas bañeras flotantes ni aunque me pagaran —añadió, ceñuda.
Rodak sonrió de nuevo.
Tabit contemplaba su entorno con interés. Vanicia había cambiado mucho. La ciudad, cuyos edificios se desparramaban a los pies de la gran cordillera del sur, siempre había sido una de las capitales más pequeñas de Darusia. En realidad, en sus orígenes Vanicia no era más que un agreste pueblo de leñadores y pastores de cabras. Pero la región poseía grandes bosques cuya madera no tardó en ser muy apreciada en el exterior. De modo que, mucho tiempo atrás, el Gremio de Madereros y Carpinteros había financiado un portal a Maradia para poder exportar sus productos a la capital darusiana.
Después había habido algunos más. Por descontado, algunas casas pudientes disponían ya de un portal o dos. Además, el Gremio de Ganaderos y el Gremio de Alfareros también se las habían arreglado para pagar uno propio, a Maradia los primeros, hasta Esmira los segundos. Tabit, de hecho, recordaba muy bien el portal del Gremio de Ganaderos, porque había sido el primero que había atravesado en toda su vida, sin sospechar entonces que no sería ni mucho menos el último.
Pero los portales de los Gremios eran privados. Aunque ocupasen un lugar en el Muro de los Portales de una plaza pública, en la práctica estaban tan vetados a los ciudadanos no agremiados como cualquier portal pintado en el salón de una casa particular.
Ahora, sin embargo, existía un portal que sí podían utilizar. Tabit evocó el interés con el que había leído en el manual de Geografía de primer curso que el Consejo de Vanicia había hecho pintar un portal hasta la rutilante Esmira, la capital más próspera y espléndida de Darusia. Tampoco ese portal era del todo público; pero, gracias a él, y a cambio de un módico peaje, los vanicianos podían presentarse en Esmira en un instante y disfrutar de las maravillas que la ciudad les ofrecía.
Era evidente que aquella circunstancia había alterado la plácida existencia de Vanicia, y la estaba transformando en una urbe más grande y sofisticada.
Pocas cosas quedaban ya de la humilde Vanicia que Tabit recordaba. Pero se detuvo en la plazoleta de la fuente y desvió la mirada hacia el rincón donde, muchos años atrás, un tahúr solía entretener a su audiencia con engañosos juegos de manos.
Ahora, aquel hombre de ágiles dedos ya no estaba allí, y Tabit experimentó una oleada de alivio y decepción al mismo tiempo.
Volvió a la realidad cuando Cali le tiró de la manga.
—Vamos, Tabit. Tenemos trabajo que hacer.
El joven asintió y se esforzó por centrarse.
Habían preguntado por maese Belban en la sede de la Academia en Vanicia, sin muchas esperanzas de obtener alguna información útil. Sin embargo, ante su sorpresa, el aburrido maese de Administración asintió y les escribió unas señas que anotó, por lo que parecía, de memoria.
—Buena suerte —les deseó, con cierto tono hastiado.
—¿No somos los primeros que preguntamos por él? —adivinó Cali, sorprendida.
El maese se limitó a alzar tres dedos en el aire mientras, con la otra mano, los espantaba como a moscas.
—Y ahora, largaos, que tengo trabajo que hacer.
Los estudiantes lo dudaban mucho, pero obedecieron.
—No puedo creer que haya sido tan fácil —comentó Cali, aún asombrada.
—Y no lo será —auguró Tabit—. Si ya han venido más personas a preguntar por maese Belban y, aun así, no lo han encontrado… ¿qué te hace pensar que lo haremos nosotros?
—Bueno, pero es la única pista que tenemos, ¿no?
Tabit se encogió de hombros y se resignó a seguirla por las calles de la ciudad.
De modo que habían comenzado a vagabundear de un lado para otro pidiendo indicaciones, atravesando calles y plazas que Tabit recordaba bien, y otras que le resultaron completamente nuevas.
—Tú vivías aquí, ¿no? —le preguntó entonces Cali. Tabit asintió, distraído, y ella dejó escapar una exclamación de triunfo—. ¡Ja! ¡Lo sabía! ¿Por qué eres tan esquivo cuando se trata de tu pasado, Tabit? ¿Acaso tienes algo que ocultar? —bromeó.
Pero él se volvió para mirarla, muy serio.
—¿Y si fuera así? —preguntó a su vez—. ¿Crees que no me molestaría que siguieras haciéndome preguntas?
Cali abrió la boca para replicar; pero vio algo en los ojos de él, un dolor silencioso que su enfado ocultaba, y decidió no seguir indagando… al menos, no en aquel momento.
—Está bien —dijo, conciliadora—. Hemos venido aquí por maese Belban, ¿no? Pues encontremos esta dirección y acabemos cuanto antes.
Finalmente, las señas los condujeron hasta una casita rodeada por un colorido huerto, a las afueras de la ciudad. Cali iba a franquear la valla sin más ceremonia, pero Tabit la detuvo y le señaló la campanilla que colgaba del arco de entrada.
La hicieron sonar un par de veces, y solo a la tercera se oyó una voz irritada desde detrás de las matas de judías.
—¿Quién eres, y qué quieres?
—¡Disculpad! —respondió Tabit en voz alta, poniéndose de puntillas para tratar de descubrir el origen de aquella voz—. ¡Venimos buscando a…!
Se calló de pronto, porque de entre las plantas había surgido el rostro de… maese Belban.
Cali ahogó una exclamación de sorpresa. Entonces la aparición emergió del todo y descubrieron que no se trataba del viejo pintor de portales; era una mujer que se le parecía notablemente, aunque era más pequeña y encorvada que él, y su cabello estaba bastante mejor peinado.
—Venís buscando a mi hermano —dijo ella—. A ver si lo encontráis de una vez, ¿eh? Ya estoy harta de que los de la Academia vengáis a molestarme, siempre con lo mismo. ¿Cuántas veces voy a tener que repetiros que no tengo ni la menor idea de dónde está Belban? Hace por lo menos treinta años que no nos vemos. Así que no tengo nada que deciros sobre él, a no ser que queráis que os cuente cómo llenaba mis zapatos de tijeretas cuando éramos críos.
Cali se mostró fascinada ante aquella historia, pero Tabit la detuvo antes de que se le ocurriera pedir más detalles.
—Comprendo —asintió—. Muchas gracias, eh… señora —concluyó, incómodo, cuando ella no aprovechó aquella pausa para decirle su nombre—. No teníamos intención de molestar; ya nos vamos.
La mujer cabeceó enérgicamente y volvió a concentrarse en su huerto. Tabit tiró del hábito de Cali para llevársela de allí, pero ella se mostraba reacia a marcharse.
—¿Y no os preocupa lo que le haya podido pasar? —le preguntó.
La anciana ni siquiera se molestó en alzar la vista.
—¿Debería? Belban ya es mayorcito; estoy segura de que sabrá arreglárselas solo.
—Pero…
—Vamos, Caliandra, déjalo —la cortó Tabit—. Ya has visto que no quiere hablar con nosotros.
Sin embargo, y para su sorpresa, la mujer levantó la cabeza y los miró con los ojos entornados.
—¿Cómo has dicho que te llamas, niña?
—Caliandra de Esmira —respondió ella—. Pero no veo qué…
—¿Y dónde están las fronteras? —preguntó la anciana con brusquedad, sin permitirle terminar la frase.
Cali estaba perpleja.
—¿Cómo? Perdón, no entiendo…
Pero la hermana de maese Belban no le dio ninguna otra pista. Resopló con disgusto y volvió a hundir las manos en la mata de judías.
—Vámonos, Caliandra —murmuró Tabit, incómodo.
Ella sacudió la cabeza y dio media vuelta para marcharse. Sin embargo, en el último momento recordó, como en un relámpago de inspiración, la primera conversación que había mantenido con maese Belban. Él la había acorralado con una serie de preguntas sobre la ciencia de los portales; ella había respondido lo mejor que sabía, pero nunca parecía ser suficiente para el profesor. Una de las cuestiones que él le había planteado era precisamente esa: «¿Dónde están las fronteras?». Cali había recitado lo que había aprendido con maesa Berila en clase de Geografía, pero maese Belban solo gruñía y negaba con la cabeza. Entonces la chica, intuyendo que no estaban hablando de fronteras físicas, había repetido algunos de los argumentos que recordaba de las lecciones de Teoría de los Portales. Pero tampoco era eso lo que maese Belban esperaba de ella. Finalmente Cali, desesperada, había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza. Algo absurdo, claro.
Se volvió bruscamente hacia la anciana, que no era ya más que un bulto grisáceo entre las matas de judías, y gritó:
—¡No hay fronteras!
El rostro de la hermana de maese Belban volvió a asomar de entre las profundidades de su reino vegetal.
—Acércate, niña —le ordenó—. No consigo encontrar un botón que se me ha perdido, y ya me duele la espalda de estar agachada.
Con un suspiro de resignación y el desencanto aflorando a su rostro, Cali obedeció. Se abrió paso por entre las plantas, intentando no pisar las lechugas ni los pimientos, hasta situarse junto a la mujer. Rebuscó en derredor y, tras un buen rato de búsqueda infructuosa, logró localizar el botón, semienterrado en el suelo. Se lo tendió a la anciana, pero ella no lo cogió.
—La vida —le dijo, mirándola fijamente con sus profundos ojos azules, tan similares a los de maese Belban que Cali se estremeció— es como trabajar en el huerto: es necesario esperar el tiempo justo para recoger el fruto apropiado.
—Lo tendré en cuenta —asintió Cali.
La mujer cabeceó, conforme. Cogió el botón que la joven le tendía y, al retirar su mano de la de ella, dejó rastros de tierra… y algo más.
—Y ahora, largaos de aquí —gruñó—. Tengo mucho que hacer. Todavía hay que abonar los guisantes, y supongo que vosotros no pensáis hacerlo por mí, ¿verdad?
El corazón de Cali latía con fuerza. Reprimió el impulso de examinar inmediatamente el objeto que la anciana le había entregado y se limitó a estrecharlo con fuerza en su mano.
—Nos gustaría —respondió—, pero tenemos trabajo en la Academia.
La mujer resopló con desdén, pero no añadió nada más.
Los estudiantes se despidieron y se alejaron de la casa. Tabit parecía abatido.
—Está bien, reconozco que ha sido una pérdida de tiempo —suspiró—. No sé qué nos hizo pensar que descubriríamos algo que los maeses no hubiesen averiguado todavía. Además, es evidente que esa mujer, con todos mis respetos… ¿qué haces? —preguntó de pronto, al ver que Cali no le estaba prestando atención; había desenrollado un papelito arrugado y manchado de tierra y lo estudiaba con atención.
Pero alzó la cabeza ante la pregunta de su compañero y le dijo, con emoción contenida:
—Es una lista de símbolos, Tabit. Exactamente once.
El joven abrió los ojos con sorpresa al comprender lo que quería decir.
—¡Coordenadas!
Hacía rato que había caído la noche sobre la ciudad de Kasiba. Una espesa niebla serpenteaba por las calles empedradas, envolviéndolo todo en una atmósfera fantasmal.
Parecía una noche idónea para los secretos, las fechorías y los propósitos turbios. Pero Yunek no se dejó influenciar por aquellos malos presagios. «Solo es un poco de niebla», se dijo mientras seguía al encapuchado a través del laberinto de callejas.
Cuando llegaron al establo que ya conocía y, al entrar, halló al fondo al portavoz del Invisible, casi dejó escapar un suspiro de alivio. Ya había pasado por aquello, pensó. Solo se trataba de un mero trámite. Un paso más, quizá uno de los últimos, hacia el portal soñado.
—¿Y bien? —le preguntó el embozado, encaramado, como la noche anterior, en lo alto del montón de paja, como si fuera una suerte de rey de las cuadras—. ¿Has traído el dinero?
—He cambiado de opinión —replicó Yunek, alzando la cabeza con decisión; si le temblaba la voz apenas un poco, lo disimuló a la perfección—. Quiero que pintéis mi portal. Que os encarguéis vosotros de todo el proceso.
Casi pudo adivinar que el desconocido sonreía.
—Oh, ¿de veras? ¿Y qué ha pasado con tu maese? ¿No ha querido pintar el portal para ti?
Yunek apretó los dientes.
—No es asunto tuyo —respondió—. Como bien dijiste una vez, los detalles sobran. Lo único que necesitas saber es dónde quiero el portal y cuánto voy a pagar por él.
Y, con estas palabras, arrojó a los pies del encapuchado la bolsa con todos sus ahorros. Pero él no pareció impresionado por su gesto.
—No es suficiente —le recordó con frialdad.
—Añado al precio todo lo que sé de Tabit y maese Belban —dijo Yunek—. Si no es bastante, averiguaré más cosas. A cambio… pintaréis mi portal.
El embozado acogió la noticia con una palmada de satisfacción.
—Espléndido. Ahora sí que empezamos a entendernos.