UNA REUNIÓN CON EL RECTOR

«… Entonces, una vez superado el ritual de iniciación, y al constatar que Bodar había regresado con vida de su primera traslación espacial incontrolada, los Caras Rojas limpiaron los restos de pintura de su piel y su líder accedió por fin a mostrarle el modo en que la elaboraban.

Después lo guio a través de un laberinto de túneles por las entrañas de la cordillera hasta llegar a la caverna donde, con métodos y herramientas rudimentarios, los salvajes explotaban el primer yacimiento de bodarita del que tenemos noticia».

Bodar de Yeracia: vida y semblanza,

maesa Vinara de Serena.

Capítulo 15: «Cómo maese Bodar de Yeracia descubrió

el secreto de los salvajes».

Tash ya había decidido que no iba a pasar el resto de su vida en aquella mina.

Cuando era pequeña, nunca se había planteado qué iba a hacer en el futuro. Su padre se empeñaba en hacerla pasar por un minero más, en que continuara con la tradición familiar, y ella jamás lo había cuestionado. De hecho, al huir de casa, el único futuro que había sido capaz de imaginar pasaba por buscar otra mina donde seguir haciendo lo mismo de siempre.

Su nuevo capataz, sin embargo, le había encomendado una tarea que no realizaba desde que tenía ocho años. Al principio, se había sentido furiosa y humillada, y se había unido a la tropa de chiquillos con gesto desdeñoso. Pero no había tardado en darse cuenta de que estaba desentrenada; los capazos de escombros pesaban más de lo que recordaba, los cascotes se le clavaban en las manos al recogerlos, manejar la pala le producía ampollas en los dedos y el sol quemaba y la hacía sudar incluso más que el ambiente asfixiante de los túneles. Para no quedar en ridículo delante de los niños, que la miraban de reojo con una sonrisa de suficiencia en los labios, Tash se concentró en su trabajo y se olvidó de todo lo demás. Así, al cabo de unos días ya tenía callos en las manos y había recordado cómo incorporarse con los capazos cargados sin dañarse la espalda. Además, le habían prestado un viejo sombrero de paja trenzada, y había terminado por acostumbrarse al calor.

De modo que, cuando el trabajo se convirtió en algo rutinario, dejó de prestarle atención; y, mientras acarreaba escombros de forma mecánica, su mente volaba lejos, y ella pensaba.

Había algo reconfortante en aquel ambiente. Una parte de ella se sentía como en casa, y a menudo se veía asaltada por punzadas de nostalgia. Pensaba, sobre todo, en su madre y en sus amigos; a veces, también en su padre, aunque procuraba reprimir aquellos recuerdos, porque le producían cierta angustia.

En alguna ocasión, hasta se había planteado la posibilidad de regresar a su aldea natal en Uskia. Pero enseguida rememoraba sus últimas horas allí y comprendía que no se sentiría capaz de afrontar la reacción de sus amigos y conocidos cuando se enteraran de que era una mujer.

Así que, al final, siempre concluía que lo mejor era comenzar de nuevo en aquel lugar, aunque fuera realizando un trabajo de niños.

Se había preguntado a menudo si aquello era una especie de prueba; si, cuando el capataz comprobara que era una buena trabajadora, seria y responsable, la destinaría a los túneles, encargándole labores más complejas, o si, por el contrario, había dicho en serio lo de esperar a que «diera el estirón».

Y no podía dejar de pensar en su conversación con Cali. En casa se había dejado llevar por el plan de su padre, había confiado ciegamente en que él sabría qué hacer cuando ella creciera, o cuando fuera evidente que no lo hacía como los demás muchachos. Había creído que, pasara lo que pasase, su padre siempre la protegería.

Pero allí, en las minas de Ymenia, estaba sola.

Por el momento, vivía en la cabaña del guardián del portal. Se trataba de una choza pequeña, pero aseada, y el guardián, un hombre que ya peinaba canas, la había tratado con bastante amabilidad. Le había preparado un jergón en un rincón de la habitación y había compartido su cena con ella. No obstante, Tash había pasado la primera noche en vela, inquieta, preguntándose si aquel hombre habría descubierto su secreto y aprovecharía la oscuridad para tratar de abusar de ella de alguna manera, como ya le sucediera en otra ocasión.

Sus temores resultaron ser infundados. El guardián no solo durmió profundamente toda la noche, sino que, además, Tash descubrió al día siguiente que era bastante corto de vista. No tendría problemas, por tanto, en hacerle creer que era un muchacho.

Sin embargo, tarde o temprano le asignarían una familia en el pueblo. Tash sabía cómo funcionaban las cosas: si el capataz decidía destinarla a los túneles, empezaría a ganar algo de dinero, con lo que sería más fácil encontrarle otro alojamiento, ya que podría contribuir a la economía del hogar. Pero, en ese caso, también habría más probabilidades de que descubriesen su secreto.

En cierto modo, estaba bien como estaba, al menos a corto plazo. Trabajaba duro, sí, pero obtenía a cambio techo y comida. Era verdad que no le pagaban; pero tampoco corría los mismos riesgos que los mineros adultos, que se jugaban la vida en los túneles.

Sin embargo, Tash trataba de imaginarse a sí misma en aquella situación durante mucho tiempo… y no lo conseguía.

Una tarde, mientras llenaba una carretilla, vio pasar los contenedores destinados a la Academia y se acordó de lo que le había prometido a Tabit.

Se detuvo un momento y se apoyó en la pala, fingiendo descansar. Observó por el rabillo del ojo cómo el capataz discutía con otro minero bajo y robusto. Le pareció entender que el hombre pretendía enviar el cargamento a Maradia inmediatamente, pero su jefe era partidario de esperar hasta el día siguiente. Tash sonrió para sus adentros. El capataz se aferraba con obstinación a la remota posibilidad de que su gente encontrara una nueva veta en cualquier momento. Pero la muchacha sabía que eso no iba a suceder. Aunque allí la situación no parecía tan desesperada como en su aldea de origen, ella no se hacía ilusiones al respecto. Así había comenzado todo en las minas de Uskia: la veta principal se había agotado, y al principio la comunidad subsistía gracias al mineral que extraían de los túneles secundarios, a la espera de encontrar otro filón importante en cualquier momento. Pero los días pasaban, el mineral era cada vez más escaso y las vetas secundarias también iban agotándose, una tras otra…, hasta que ya no quedaba nada.

Tash sabía que allí, en los yacimientos de Ymenia, todavía estaban extrayendo mineral. Pero no en grandes cantidades. Se notaba, en cualquier caso, que la gente se estaba viendo obligada a apretarse el cinturón.

Pese a ello, tampoco estaba segura de poder diagnosticar con exactitud la situación de la mina. Quizá, si pudiera curiosear en el interior de aquellos contenedores…

Prestó mucha atención. Parecía que el capataz se había salido con la suya, y que enviarían el cargamento al día siguiente por la mañana. De modo que empujaron los contenedores hasta situarlos junto al portal, que permanecía inactivo, y allí los dejaron.

Tash sonrió de nuevo. La casa del guardián estaba muy cerca del portal. No le costaría nada acercarse por la noche, cuando todos durmieran, y echar un vistazo al cargamento.

Cuando, horas más tarde, se levantó del lecho en silencio y se deslizó al exterior de la cabaña, recordó la noche en que había salido de su casa, también de forma furtiva, para trabajar en los túneles por su cuenta. Se maravilló de que en algún momento le hubiera parecido una buena idea. «¿En qué estaría pensando?», se preguntó. Parecían haber pasado años desde entonces, aunque solo hubiesen sido unas pocas semanas; sin embargo, tenía la sensación de haber crecido y madurado mucho en aquel tiempo.

«Y ahora lo vuelvo a hacer», pensó de pronto. «Escaparme de noche, como un ladrón…». Se estremeció al evocar lo que había sucedido aquella última vez, el derrumbamiento en el túnel, la forma en que su secreto había salido a la luz… «Pero esto no es tan peligroso», se tranquilizó a sí misma. «Ni siquiera bajaré a la mina. Solo miraré dentro de los contenedores…».

La noche era lo bastante clara como para que pudiera moverse sin necesidad de ningún tipo de lámpara; pero hacía mucho frío, y Tash lamentó enseguida no haber cogido nada de abrigo. En aquella región, el sol golpeaba con fuerza durante el día, pero las noches eran heladoras, y ella aún no se había acostumbrado a aquellos cambios tan bruscos de temperatura. Dudó un momento, pero finalmente decidió no volver atrás. Cuanto antes terminara, antes estaría de regreso en su jergón.

Los contenedores seguían donde los mineros los habían dejado, justo al lado del portal. Tal y como Tash había anticipado, apenas se había extraído mineral aquella tarde, así que, en realidad, habrían podido enviar el cargamento a Maradia en su momento, sin necesidad de esperar un día más.

La muchacha se deslizó junto al primer contenedor, levantó la lona y se asomó al interior. No vio gran cosa en la oscuridad, por lo que introdujo la mano y palpó hasta que sus dedos rozaron los fragmentos de bodarita. Hubo de ponerse de puntillas para alcanzarlos, y a punto estuvo de caerse dentro. Se incorporó y volvió a tapar el contenedor, frunciendo el ceño. Estaba casi vacío. Allí había bastante menos mineral del que había esperado encontrar. Extrañada, examinó el interior del segundo contenedor; pero no había mucha más bodarita que en el primero. De hecho, todo el cargamento habría cabido en un solo contenedor, y apenas ocuparía una cuarta parte de su espacio. Pero era tradición que se enviaran dos depósitos semanales; siempre había sido así, desde que Tash tenía memoria, y su padre le había contado que estaba estipulado en los estatutos fundacionales de la explotación. En el pasado, le había explicado con orgullo, los contenedores iban rebosantes de mineral; había tanto, de hecho, que podrían haber entregado a los granates hasta cuatro depósitos semanales, y si no lo hacían era porque en el almacén de la Academia no tenían espacio para más, ni podían gastarlo a la velocidad con la que ellos lo extraían.

Pero aquellos tiempos quedaban muy atrás.

De pronto, el portal se activó. Tash retrocedió de un salto, aterrorizada ante el súbito resplandor rojizo que la bañó de pies a cabeza. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué se encendía el portal en plena noche? Estuvo tentada de salir corriendo, pero entonces vio la figura oscura que empezaba a recortarse contra el círculo luminoso, y comprendió que era demasiado tarde. De modo que hizo lo primero que se le ocurrió: saltó al interior del contenedor y se cubrió con la lona.

Se echó como pudo sobre el lecho de piedras. Descubrió que, si se tendía boca abajo, la postura le resultaba un poco menos incómoda. Al hacerlo, halló una rendija por la que se colaba un rayo de luz roja. Se incorporó un poco y se acercó a mirar. Apenas un instante antes de que el resplandor se apagara, pudo ver unos pies calzados con unas sandalias, que asomaban por debajo de un hábito color granate.

Tash contuvo el aliento, preguntándose qué razones podría tener un pintor de la Academia para presentarse en la mina a aquellas horas intempestivas. Por lo que ella sabía, el único granate que solía personarse en las explotaciones era ese tal maese Orkin que le había comprado sus piedras azules. Pero siempre llegaba de día, y solamente lo hacía una vez al año.

Intentó mirar un poco más arriba para tratar de vislumbrar los rasgos del recién llegado, pero entonces el portal se apagó y todo quedó sumido de nuevo en la oscuridad.

El pintor de portales masculló algo en voz baja y se apoyó en el contenedor. Tash se quedó muy quieta, con el corazón latiéndole con violencia. Se preguntó si el maese habría venido a llevarse los contenedores a la Academia, y si tendría intención de examinar previamente el mineral que había en su interior. En ese caso, no tardaría en descubrirla.

En aquel momento, el granate se enderezó, y el contenedor se balanceó un poco. Tash se contuvo para no lanzar una exclamación de miedo.

—Llegas tarde —dijo el maese. Hablaba en voz baja y Tash apenas podía oír lo que decía, porque los sonidos del exterior le llegaban muy amortiguados; pero le gustó su tono juvenil, suave y bien modulado.

—Quizá vos habéis llegado demasiado pronto —gruñó otra voz en respuesta; Tash reconoció, no sin asombro, al capataz.

—Yo llego cuando tengo que llegar —replicó el maese, imperturbable—. Y no me gusta perder el tiempo. ¿Me has reservado lo que te pedí, o no?

Pareció que el capataz vacilaba.

—Quizá deberíamos volver a hablarlo —respondió finalmente.

El pintor de portales rio con suavidad.

—¿Te han entrado escrúpulos de repente? ¿A estas alturas?

—No es eso —replicó el capataz con ferocidad—. Es que… los contenedores ya van demasiado vacíos. No sé si debería descargarlos más.

—¿Qué más te da? Vas a cobrar igualmente, ¿no?

—Sí, pero… También hasta aquí llegan los rumores, ¿sabéis? Dicen que van a cerrar las minas de Uskia, que son improductivas. ¿Qué pasará si los maeses piensan que aquí ya no sacamos suficiente mineral?

—Ese no es mi problema —respondió el pintor de portales con indiferencia—. Te repito lo que ya te dije en su momento: te pagaré por la bodarita el doble de lo que paga la Academia. Nada más. O lo tomas, o lo dejas. Pero, si me traicionas, o si decides que nuestra… relación de negocios… ya no te interesa… no volverás a verme jamás.

Mientras el capataz parecía inmerso en una lucha contra su propia conciencia, Tash trataba de comprender las implicaciones de lo que estaba escuchando. Aquel joven granate compraba mineral a un precio más alto de lo normal. ¿Qué significaba aquello? ¿Se quedaba el capataz con el dinero que obtenía de aquellos tratos? ¿Enviaba a Maradia menos mineral del que se extraía? ¿Pensaban los demás maeses que el yacimiento de Ymenia era menos productivo de lo que en realidad era? De repente, a Tash se le ocurrió que aquello mismo podía estar pasando en otras explotaciones de Darusia. Pero ¿quién era aquel granate que parecía actuar a espaldas de su propia gente, y por qué lo hacía?

—Está bien —dijo finalmente el capataz—. No tengo intención de romper nuestro acuerdo.

El maese exhaló un suspiro de impaciencia.

—Ya era hora —comentó—. ¿Y bien? ¿Dónde está mi mercancía, pues?

El capataz se acercó a los contenedores. Tash oyó el sonido de sus botas sobre la gravilla y se encogió de miedo. Pero el hombre levantó la lona del otro contenedor y rebuscó en su interior.

—Aquí tenéis —dijo entonces—. Vuestra parte, tal y como habíamos acordado.

Tash oyó cómo el pintor de portales sopesaba un par de saquillos.

—Parece correcto —comentó.

De nuevo se escuchó el sonido de las bolsas al cambiar de manos, pero en esta ocasión iba acompañado del tintineo de las monedas. Los dos hombres se mostraron conformes con la transacción y se despidieron con un par de frases breves. El pintor se volvió hacia el portal, escribió la contraseña en la tabla y, de nuevo, el círculo se iluminó.

—Siento curiosidad —dijo entonces el capataz, antes de que el granate cruzara el portal—. ¿Por qué hacéis esto?

Tash vio que el hábito del maese se agitaba un instante cuando miró a su interlocutor.

—No es asunto tuyo —le respondió—. Y harías bien en recordar los términos de nuestro acuerdo: nada de preguntas.

—Oh, sí. Tenéis razón. Es solo que…

Pero el granate no llegó a escuchar el final de la frase: se volvió hacia el portal y lo atravesó con decisión. Cuando se quiso dar cuenta, el capataz estaba hablando solo.

Tash lo oyó maldecir y refunfuñar por lo bajo. Cuando el portal se apagó y todo volvió a estar a oscuras, el hombre se alejó por el camino, de vuelta a la aldea, llevándose consigo las monedas que acababa de ganar.

La muchacha esperó unos instantes antes de atreverse a respirar hondo y relajarse un tanto. Se estiró como pudo en el interior del contenedor. Tenía una roca clavada en el estómago, y otro fragmento de mineral, especialmente afilado, le estaba despellejando la rodilla izquierda. Decidió que aguardaría un rato más antes de salir, por si al capataz le daba por regresar de improviso. Mientras tanto, se puso a reflexionar sobre lo que había escuchado. Pensó de pronto que a Tabit le interesaría saberlo. Pensó también en Caliandra, pero desechó la idea: a aquella granate solo le preocupaban su adorado profesor y el mineral azul, y por allí no había visto ningún fragmento que no fuese del color adecuado. Por otro lado, Tabit le había dicho que se pondría en contacto con ella, mientras que Cali ni siquiera se había molestado en despedirse.

Sin embargo, habían pasado ya varios días desde que partiera de Maradia, y aún no tenía noticias de ninguno de los dos.

Suspiró. Se preguntó si de verdad quería quedarse allí a esperar que se acordaran de ella. Pero no tenía dinero para regresar a Maradia ni para ir a ninguna otra parte.

Quizá lo mejor sería olvidar todo aquel asunto.

Se incorporaba ya para retirar la lona y salir del contenedor cuando de repente se le ocurrió que, en realidad, no necesitaba dinero para viajar. Ni siquiera necesitaba sus pies, pensó con una sonrisa traviesa.

Todo lo que debía hacer para regresar a la Academia en un instante era quedarse exactamente donde estaba.

Aún sonriendo, volvió a tenderse sobre el fondo de piedras y se preparó para pasar la noche lo mejor que pudiera.

Cali contempló, desalentada, el portal azul de la pared. Pasaba por el estudio de maese Belban varias veces al día, antes de comenzar las clases, al acabarlas o en cuanto tenía un momento libre, pese a que sabía que Tabit no tenía por qué regresar a través de él. Pero era lo único que podía hacer, al menos por el momento.

Nunca había desarrollado la virtud de la paciencia. Por tal motivo, los tres días que había prometido esperar acabaron por convertirse para ella en una auténtica tortura. Había contado con que podría visitar a Yunek en Serena; pero Rodak le había dicho que se había marchado, y no había querido explicarle adónde, ni tampoco cuándo volvería. Cali temió que hubiese regresado a Uskia sin despedirse, quizá porque ella no había querido acompañarlo el día en que había ido a buscarla a la Academia.

Todo aquello la sacaba de quicio: el hecho de no saber dónde estaban Yunek y Tabit, ni si se encontraban bien, ni cuándo volverían, si es que volvían… y, mientras tanto, verse obligada a permanecer allí, sin recibir noticias ni poder hacer nada al respecto.

Sin embargo, le había prometido a Tabit que esperaría antes de hacer ningún movimiento, y, pese a que le costó un enorme esfuerzo, cumplió su palabra. No solo eso: aún aguardó un cuarto día, por si los cálculos de Tabit no eran del todo exactos, y tardaba unas horas más de lo que había previsto en regresar a su propio tiempo.

Pero allí estaba; era la mañana del quinto día desde la desaparición de su compañero, y aún no había rastro de él, ni de maese Belban… ni tampoco de Yunek, aunque esa era otra cuestión.

Cali apoyó ambas manos en el escritorio e inspiró profundamente. Por supuesto, su primer impulso habría sido cruzar el portal azul en busca de Tabit. Pero probablemente no era una buena idea. ¿Qué habría hecho él en su lugar?

«Hablar con el rector», pensó. «Lo más sensato. Lo más prudente».

Se estremeció solo de pensarlo. No tenía nada en contra de maese Maltun, pero temía que los profesores decidieran apartar a los estudiantes de todo aquel asunto. Caliandra se sentiría muy decepcionada si, después de todo lo que habían descubierto, el rector les ordenaba abandonar la investigación. «Pero Tabit tiene razón», pensó. «Ni siquiera somos maeses, y se trata de algo tan grave que quizá nos venga demasiado grande». Después de todo, Tabit y maese Belban habían desaparecido, y Relia, por lo que ella sabía, continuaba debatiéndose entre la vida y la muerte en Esmira.

De modo que suspiró, alzó la cabeza con resolución y, tras echar un último vistazo al portal azul —solo por si acaso—, salió del estudio de maese Belban, en dirección al despacho del rector.

Rodak había salido de casa temprano aquella mañana. Afortunadamente, parecía que los alguaciles de Serena se habían olvidado de él, o tenían otras cosas en qué pensar, porque resultó que a nadie le había importado que se marchara a Kasiba con Yunek unos días atrás. A nadie, salvo a su madre, claro. Rodak no podía reprochárselo: después de todo, la mujer había perdido a su marido y a su primogénito en el mar, y se había consolado pensando que, al menos, el hijo que le quedaba ejercería un oficio exento de riesgos y peligros. Rodak no podía ni imaginar lo que había supuesto para ella el brutal asesinato de Ruris y el hecho de que hubiese sucedido, precisamente, cuando él debía ocupar el lugar de su abuelo como guardián del portal.

De modo que no la contradijo, ni tampoco protestó por que lo riñera como a un niño pequeño. Se limitó a escuchar, en silencio; y, cuando ella acabó de hablar, le dio un abrazo consolador que la desarmó por completo.

Pero no le había prometido que no volvería a hacerlo, y por ello aquella mañana había vuelto a marcharse, aunque en esta ocasión, le dijo, se dirigía a la Academia. No le explicó por qué, aunque le aseguró que estaría de vuelta a la hora de la cena. Su madre no trató de impedir que saliera de casa. Era consciente de que no lo habría conseguido.

En realidad, Rodak estaba preocupado porque hacía bastante tiempo que no sabía nada de Yunek. Habían acordado que él se quedaría en Kasiba un par de días, pero habían pasado algunos más, y el uskiano no daba señales de vida. Rodak tenía la esperanza de obtener noticias de él en la Academia; posiblemente se había puesto en contacto con Tabit o con Caliandra. Y, si no lo había hecho, Rodak estaba seguro de que al menos uno de los dos accedería a acompañarlo hasta Kasiba para tratar de averiguar qué había sido de Yunek.

El muchacho se permitió una sonrisa maliciosa. No se le había pasado por alto que la relación entre Yunek y Caliandra iba madurando al calor de una atracción que ambos compartían. De hecho, al guardián le parecía que se lo tomaban con demasiada calma, probablemente debido a las dudas de Yunek, que no podía evitar sentirse inferior a su amiga, por muchos motivos. Rodak lo entendía, pero no estaba de acuerdo con él. «Si yo encontrara a alguien especial», se dijo, «no perdería tanto el tiempo».

Cali era más atrevida, pero parecía sentirte cómoda con aquella amistad, como si no hubiese decidido todavía si le interesaba o no que las cosas fuesen a más. Rodak sospechaba que su actitud desenvuelta era solo aparente; que, en realidad, Cali guardaba su corazón bajo siete llaves.

Sin embargo, no le cabía duda de que, si le insinuaba que Yunek podría estar en peligro en Kasiba, ella no vacilaría en acudir corriendo en su ayuda. Era cierto que el uskiano le había pedido que no involucrase a Caliandra en todo aquello. Pero ella era una maesa, o casi, y Rodak estaba convencido de que sería muy capaz de cuidarse sola y, de paso, echar una mano a su obstinado amigo.

Se presentó, pues, ante las puertas de la Academia, y preguntó por el estudiante Tabit. Aunque aún se sentía intimidado por aquel imponente lugar, trató de no dejarlo traslucir, confiando en que su uniforme de guardián serviría para abrirle algunas puertas o, al menos, para que no lo echaran a patadas.

El portero, de hecho, fue bastante amable, pero le informó de que el estudiante Tabit no se encontraba en la Academia: había pedido un permiso de varios días y no se sabía cuándo pensaba regresar.

Rodak preguntó entonces por la estudiante Caliandra. El portero envió a alguien a buscarla y, entretanto, lo hizo pasar a una salita de espera.

Cuando el muchacho cruzó por primera vez el dintel de la Academia, no pudo evitar contener el aliento, sobrecogido. Aunque la sala a donde le condujo el portero no estaba muy lejos de la puerta, a Rodak le pareció que acababa de entrar en un nuevo mundo, insondable y misterioso.

Tash despertó de un sueño incómodo y poco profundo con las primeras luces del alba, cuando oyó las voces de los hombres que enfilaban el camino en dirección a la bocamina. Helada y entumecida, Tash se estiró como pudo en el interior del contenedor, y escuchó con atención, sin atreverse a hacer el menor ruido.

Pero los dos contenedores de mineral permanecieron olvidados junto al portal buena parte de la mañana, como si el capataz hubiese perdido interés por ellos. Tash oyó su voz a primera hora, exhortando a los últimos rezagados para que se dieran prisa, y después ya solo le llegaron, muy amortiguados, los sonidos procedentes de la actividad habitual de la mina y sus alrededores.

A media mañana regresó el capataz. Tash oyó su vozarrón despertando a gritos al guardián:

—¿Has vuelto a quedarte dormido, viejo holgazán? ¡Vamos, date prisa, que ya llevamos retraso!

Tash oyó los vacilantes pasos del guardián sobre la grava del camino.

—Yo… pensaba que el muchacho me despertaría —murmuró, aún adormilado.

La chica se quedó helada. Había tomado por costumbre avisar al guardián cuando salía el sol, por las mañanas. Como aquel día no lo había hecho, el hombre había dormido hasta tarde y, por descontado, había notado su falta.

—Tendría prisa por pelarse el trasero amontonando piedras —rezongó el capataz—. Si no eres capaz de cumplir con tu trabajo, no eches la culpa a los demás. Solo necesitamos que abras ese condenado portal una vez a la semana; el resto del tiempo puedes hacer lo que te plazca; por mí, como si te arrojas a un pozo sin fondo. Pero el día del envío te quiero en tu puesto como un clavo, ¿me has entendido?

El guardián murmuró algo en voz tan baja que Tash no pudo oír lo que decía. Lo sintió acercarse al portal; instantes después, un súbito resplandor rojizo se coló por las rendijas del contenedor. El corazón de Tash empezó a latir más deprisa.

—¡Vamos, vamos, gandules! —voceó el capataz—. ¡Sacad esos trastos de aquí!

Se oyó un ruido de pasos ligeros que correteaban en torno a los contenedores y, de pronto, Tash notó que la empujaban.

—¡Uf! —jadeó una voz infantil—. ¡Este pesa un montón!

—Eres un blandengue —le respondió otro de los chicos, burlón—. A ver si vamos a tener que cambiar tu capazo por uno más pequeño.

Un coro de risas secundó la ocurrencia. Pero el capataz las acalló de golpe:

—¡Silencio, charlatanes! ¡A trabajar y a callar!

Tash no oyó nada más. Hubo una nueva sacudida y, de pronto, todo a su alrededor pareció sumergirse en aquella luz granate, que se hizo tan intensa que la obligó a cerrar los ojos… Contuvo el aliento, mientras se encogía sobre sí misma, tratando de controlar las náuseas que, de pronto, habían invadido su estómago.

Luego, la luz se apagó. Tash abrió los ojos. Oyó voces juveniles y alguna risa en el exterior, y a alguien que decía:

—¡Avisad a maese Orkin! ¡Ha llegado una nueva remesa!

—¡Eh, tú! Eres de primero, ¿verdad? Ve al almacén del sótano y di a maese Orkin…

—¡Pero ahora tengo clase de Geometría!

—Pues ya estás tardando. Cuanto antes vayas, menos tiempo de clase perderás.

Tash sonrió para sí. En realidad, aquella no era la mejor manera de regresar a la Academia, ni tampoco la más airosa; y, aunque sospechaba que se metería en problemas por eso, se daba cuenta de que había echado de menos aquel ambiente. Había algo reconfortante en la rutina académica, en las discusiones entre estudiantes, en su aparente despreocupación. Una parte de ella quiso salir inmediatamente de aquel incómodo contenedor y unirse a ellos; pero se contuvo, porque era consciente de que no sería lo más prudente. Si su memoria no le fallaba, los envíos de todas las minas de Darusia llegaban a la Academia a través del patio de portales, que a aquella hora del día solía estar muy transitado. No; era mejor aguardar a que llevasen los contenedores al almacén. Tal vez allí tuviese una oportunidad de salir de su escondite sin que nadie lo advirtiera.

Unos nuevos pasos interrumpieron sus pensamientos.

—De Ymenia —dijo una nueva voz, esta vez femenina—. Es el último que faltaba.

—Pues llega con retraso —respondió otro estudiante—. Maese Orkin estará subiéndose por las paredes.

De nuevo, los contenedores se pusieron en marcha. La chica resopló.

—Vaya, esta vez va cargado.

—Te lo cambio —respondió su compañero con galantería.

Ella no se hizo de rogar. Tras un instante de inmovilidad, Tash sintió que circulaban otra vez.

—Oye, tengo una tarde libre mañana —dijo entonces el estudiante—. Había pensado salir a despejarme un poco. Dicen que hay fiestas en el barrio alto de Esmira, ¿te apuntas?

Su compañera dejó escapar una risita aguda.

—No, gracias. No tendría tiempo de arreglarme de forma apropiada, y no soportaría que mis amigas de Esmira me vieran con el hábito puesto, con lo espantoso y ridículo que es.

—A ti te queda bien cualquier cosa que lleves —la halagó el joven con voz melosa.

En el interior del contenedor, Tash puso los ojos en blanco. Se preguntó cómo había sido capaz de pensar, siquiera por un momento, que podría llegar a tener algo en común con aquella pareja de memos.

Entonces la voz de la chica la puso en alerta.

—Oye, oye, espera… ¿no había un montacargas o algo así?

—Sí, en la parte trasera del edificio —respondió su compañero con indolencia—. Pero esto es más rápido. Y más divertido —añadió, con una risilla traviesa.

Tash recordó de pronto su última visita al almacén; evocó a maese Orkin vociferando: «¿Cuántas veces os he dicho que uséis el montacargas?», mientras la imagen de los contenedores rebotando por las escaleras la asaltaba con escalofriante claridad.

—¡No, no, n…! —empezó a chillar, pero era demasiado tarde.

—¡Remesa va! —anunció el estudiante, antes de dar el último empujón.

De pronto, las ruedas del contenedor resbalaron escaleras abajo, y Tash se precipitó al vacío entre una nube de piedras de bodarita.

Rodak llevaba ya un buen rato esperando, pero nadie acudía a buscarlo. Se preguntó si se habrían olvidado de él. Al principio había pensado que era lógico que tardaran tanto en avisar a Caliandra; después de todo, la Academia era muy grande. Pero entonces oyó voces y pasos apresurados, y el sonido de la enorme puerta de doble hoja que se cerraba de golpe, y sintió pánico de pronto. Salió al corredor y se apresuró a regresar al vestíbulo. Lo encontró en penumbra, porque, en efecto, la puerta principal de la Academia estaba cerrada. También estaba desierto y silencioso; Rodak miró en derredor, en busca del portero, pero no lo encontró.

—¿Esperas a alguien? —preguntó entonces una voz a sus espaldas, sobresaltándolo.

Rodak se volvió y descubrió que se trataba de un estudiante que lo contemplaba con curiosidad. Se aclaró la garganta, sintiéndose estúpido.

—Sí, eh… A maesa Caliandra.

—¿Maesa…? Ah, ya, te refieres a Caliandra, la estudiante de último año, ¿verdad?

Rodak recordó que a Tabit no le gustaba que confundiera a los estudiantes con maeses ya graduados. Le resultaba difícil acordarse; para él, todos aquellos que vestían el hábito granate pertenecían a la misma clase: la de los iniciados en los misterios de los portales de viaje.

—Precisamente vengo de buscarla —siguió diciendo el estudiante—, pero me han dicho que está en el despacho del rector. —Sacudió la cabeza—. Ni te imaginas la de vueltas que he tenido que dar para enterarme. De todas formas, no se les puede interrumpir hasta que terminen su reunión, así que me temo que tendrás que esperar un poco más.

—¿Dónde está el portero?

El chico se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Lo he visto pasar corriendo con maese Saidon. Creo que han ido a sofocar algún tipo de alboroto. —Suspiró—. Bueno, mira, yo tengo cosas que hacer. He perdido toda mi hora libre haciendo de recadero, y no pienso…

Pero no llegó a terminar la frase. Justo en ese momento se oyó un bullicio procedente del patio. Rodak y el estudiante vieron llegar a dos hombres arrastrando a un muchacho que se debatía y retorcía como una lagartija. Rodak reconoció al portero; el otro, un hombre alto y fornido que vestía el hábito granate, debía de ser maese Saidon. El corazón le dio un vuelco al descubrir que el chico que forcejeaba entre ellos era Tash.

—¡Soltadme, malditos seáis! —aullaba—. ¡Dejadme en paz!

—Cierra la boca, polizón —gruñó el portero—. Las explicaciones y las exigencias, al alguacil. Yo no… ¡ay! ¡Me ha mordido!

Tash aprovechó el momento para salir corriendo, pero maese Saidon la retuvo del brazo con violencia y ella trastabilló y cayó de bruces al suelo. Rodak se precipitó a ayudarla.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó en voz baja, interponiendo toda su envergadura entre ella y sus captores.

Tash lo miró con ojos entornados.

—Te conozco, ¿verdad?

Rodak sonrió.

—Te vi con maese Tabit hace unos días —dijo—. Pensé que te habías marchado. A Ymenia, ¿no?

—Sí —asintió ella, devolviéndole la sonrisa—. Pero he encontrado un modo rápido de volver, y a los granates no les ha gustado. Quiero decir… —balbuceó, dándose cuenta de que el uniforme de Rodak era del mismo color que los hábitos de los pintores de portales—. No me refería a…

—Está bien —dijo Rodak con suavidad. Su mirada se desvió hacia la frente de la chica, donde encontró una herida que rozó con las yemas de los dedos. Tash reprimió un gesto de dolor, y Rodak frunció el ceño—. No deberían haberte hecho daño.

—¿Qué…? —murmuró Tash—. Oh, no, ellos no… —Calló, al darse cuenta de que él la miraba intensamente a los ojos. Algo en su interior se estremeció. Por un instante pensó que era una sensación deliciosa, pero apenas duró; de pronto, el pánico se apoderó de ella, y se apartó del guardián con más brusquedad de la que había pretendido.

El muchacho compuso un breve gesto de decepción, pero se recuperó enseguida; carraspeó y se apartó para permitir que Tash se levantara por sí misma, cosa que ella agradeció, en primer lugar porque no quería que la creyeran débil y desvalida, pero también porque la presencia tan cercana de Rodak la confundía enormemente.

Mientras tanto, el portero había regresado a su puesto junto a la entrada para seguir recibiendo a los visitantes, como era su obligación; pero también, advirtió Tash, para interponerse entre ella y su vía de escape.

—¿Conoces a este chico, guardián? —preguntó maese Saidon.

Rodak se alzó en toda su estatura. Pese a su juventud, era casi tan alto como su interlocutor, y le sacaba media cabeza al portero.

—¿Por qué lo habéis golpeado? —exigió saber.

—No lo hemos golpeado —gruñó maese Saidon—. Todas esas heridas y magulladuras se las ha hecho él solo, por meterse donde no debía. Literalmente.

Rodak miró a Tash, que se encogió de hombros.

—Bueno —dijo el muchacho lentamente—, yo respondo por él. No lo volverá a hacer.

—Por supuesto que no —replicó el maese—; los alguaciles se encargarán de ello.

Tash reaccionó.

—¿Qué…? No, no, no podéis echarme —se rebeló—. No voy a marcharme sin hablar antes con Tabit. Es importante.

—¿Por qué quieres hablar con Tabit? —quiso saber el portero, intrigado.

—Eso —respondió una voz desde la entrada—. ¿Por qué quieres hablar conmigo?

Tash advirtió de pronto que el portero acababa de dejar pasar, en efecto, al joven estudiante, y sintió una oleada de alivio. De nuevo, Tabit acudía en su ayuda cuando más lo necesitaba.

—Ah, maese Tabit —dijo Rodak al verlo—. Quiero decir… Tabit —se corrigió—. También yo querría hablar contigo.

—Bienvenido, estudiante Tabit —dijo maese Saidon; esbozó una media sonrisa entre irónica y divertida—. Parece que estás muy solicitado hoy.

El estudiante se acercó a ellos; su expresión se dividía entre la preocupación que reflejaba su entrecejo, levemente arrugado, y la alegría que manifestaba con una tímida sonrisa. Rodak advirtió que, en efecto, parecía regresar de un largo viaje. Venía cargado con un enorme zurrón, con aspecto cansado, sin afeitar y con el pelo revuelto, casi como si hubiese dormido en un pajar o algún sitio peor.

—Tash, ¿qué haces aquí? —le preguntó.

Ella recobró parte de su compostura perdida.

—Me cansé de esperarte —replicó, cruzándose de brazos—, y decidí venir a buscarte.

Tabit la miró, con una curiosa mezcla de pánico y desconcierto.

—¿Qué…? ¿Por qué? ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—¿Desde que me fui a Ymenia, quieres decir? Casi dos semanas.

Tabit exhaló un profundo suspiro de alivio. Aquella no era la respuesta que Tash había estado esperando, por lo que continuó:

—Quedamos en que vendrías al cabo de una semana —le recordó—. Y yo tengo cosas que contarte —añadió, alzando las cejas significativamente—. Muchas cosas.

Tabit tardó un momento en entender a qué se refería.

—¿Ah, sí? ¡Ah…! ¡Claro, por supuesto! Sí, sí, tenemos que hablar.

—Yo también tengo que decirte algo —le recordó Rodak.

Tabit asintió, suspiró nuevamente y se pasó una mano por el pelo, sin duda echando de menos su cama y un buen baño. Pero Tash no podía esperar.

—¿Tabit?

—Sí, sí, claro. —Se volvió hacia maese Saidon, que los contemplaba con el ceño fruncido y los brazos cruzados—. Son amigos míos. Pueden entrar conmigo, ¿verdad?

Pero él sacudió la cabeza.

—El guardián puede pasar —decretó, señalando a Rodak—, pero este gamberro —añadió, cabeceando hacia Tash— tiene que salir de aquí inmediatamente. Y si no lo echas tú, estudiante Tabit, lo haré yo.

—¿Qué? Maese, por favor, vienen conmigo…

—Y solo por esa razón no lo denunciaré a los alguaciles. Tu «amigo», estudiante Tabit, se ha colado en la Academia metido en un contenedor de bodarita.

Tabit miró a Tash, estupefacto.

—¡Yo solo venía a hablar con Tabit! —se defendió ella.

—¿Y no podías usar la puerta, como todo el mundo? —refunfuñó el portero.

—Bueno, bueno, basta ya —cortó Tabit—. Tenéis razón, maese Saidon. Ya nos vamos.

El portero les abrió las puertas de par en par y les hizo una burlona reverencia, invitándolos a salir del edificio. Tash le respondió con un gesto grosero.

—Tash, no empeores las cosas —la riñó Tabit, mientras Rodak trataba de contener una sonrisa.

Ella masculló algo parecido a «Él se lo ha buscado». Maese Saidon contempló al trío y comentó con sorna:

—Estudiante Tabit, quizá deberías escoger mejor tus amistades. Salta a la vista que su compañía no te está sentando bien.

Tabit suspiró por tercera vez y se limitó a contestar:

—Ya.

Encontraron una mesa libre en una taberna no lejos de la Academia. A pesar de que aún estaban en horario de clases, el local se encontraba repleto de estudiantes que charlaban y reían animadamente. Se trataba de un lugar muy popular entre ellos, por un motivo muy simple: en el comedor de la Academia no servían alcohol, porque el Consejo consideraba que los estudiantes debían mantener sus mentes despejadas y alejadas de los vapores etílicos. También era una forma muy eficaz de controlar los altercados, las borracheras y las juergas nocturnas dentro del recinto académico.

Tabit no había sentido nunca la necesidad de beber alcohol; siempre le había bastado con la comida y bebida que servían en el comedor que, además, era gratuito para los estudiantes. Por tal motivo nunca había visitado aquella taberna con anterioridad, y contempló con incredulidad cómo Tash apuraba su bebida de un trago y sin inmutarse, a pesar de que sabía que era fuerte.

Pero decidió que no estaba allí para hacer de hermano mayor y, de todas formas, la chica sabía cuidarse sola.

Aún se sentía perplejo por la historia que ella acababa de contar. Se preguntó si él mismo sería capaz de esconderse en un contenedor de bodarita para infiltrarse en la Academia con tanto descaro. Después recordó que había hecho algo todavía más audaz: atravesar un portal temporal para viajar al pasado.

Todavía no había terminado de analizar todas las implicaciones de lo que había vivido aquella noche, hacía veintitrés años. Había repasado una y otra vez los detalles de su incursión nocturna en aquella Academia del pasado, y no terminaba de comprender todo lo que había visto. Se moría de ganas de reencontrarse con Caliandra para comentarlo con ella; estaba seguro de que el punto de vista de la joven lo ayudaría a encajar todas las piezas de aquel complejo rompecabezas.

Pero saltaba a la vista que, una vez más, tendría que posponer sus proyectos para dar prioridad a la solución de otros problemas.

—¿Y dices que viste cómo tu nuevo capataz vendía bodarita a un maese fuera del canal habitual? —quiso asegurarse.

—No lo vi, ya te lo he dicho —se impacientó Tash—. Yo estaba dentro del contenedor. Pero lo oí todo desde allí.

—¿Seguro? Quizá lo soñaste…

—Sé muy bien lo que oí. Es verdad que no pude verle la cara al granate, pero le vi los pies, y llevaba la ropa que lleváis todos vosotros. Y vino a través del portal. Un portal que lleva hasta la Academia. Yo mismo lo comprobé esta mañana.

Tabit suspiró al darse cuenta de que Tash había recaído en el hábito de hablar de sí misma como si fuera un varón; consecuencia, sin duda, de las dos últimas semanas que había pasado en el yacimiento de Ymenia, fingiendo que lo era.

—Has encontrado a nuestros traficantes de bodarita —dijo entonces Rodak—. Yunek y yo hemos pasado tanto tiempo recorriendo las calles… y tú te topas con ellos casi por casualidad. —La contempló con un brillo de admiración en la mirada.

Tash se sintió incómoda, así que fingió que no se había dado cuenta.

—En realidad, ni siquiera sé quién era ese granate —reconoció—, ni estoy seguro de poder reconocerlo si volviera a encontrármelo.

—Pero sí sabemos que se trata de un maese de la Academia —declaró Rodak, abatido—. Yunek me lo decía, pero yo no quería creerlo.

A Tash no le gustó verlo triste. Vacilante, colocó una mano sobre su brazo, ofreciéndole consuelo, y él se lo agradeció con una sonrisa.

—No, no, no puede ser —replicó Tabit—. Los traficantes de bodarita se han hecho pasar por maeses en otras ocasiones. Sin duda se trataba de un disfraz…

—Vino desde un portal que está en la Academia, Tabit —le recordó Tash, exasperada—. Abre los ojos de una vez: algo huele a podrido entre los granates.

Tabit no replicó. No tenía argumentos para contestarle, de modo que decidió cambiar de tema.

—Pensaré en ello —prometió—. ¿Y tú, Rodak? ¿Para qué querías hablar conmigo?

—Ah. Bueno, no era demasiado importante. Es solo que hace días que no sé nada de Yunek.

—¿Se ha marchado a Uskia por fin? —preguntó Tabit, esperanzado.

—No; se fue a Kasiba buscando a los borradores de portales. Pero hace ya dos o tres días que tendría que haber vuelto, y no sé… —De pronto, pareció inseguro, y Tabit recordó lo joven que era en realidad. Su recia constitución le hacía olvidar a menudo su verdadera edad.

—Ah, comprendo. Entonces ¿querías que te acompañase a Kasiba para buscar a Yunek? —Tabit lo miró con cierta ironía.

Rodak sonrió.

—Sabía que sería más fácil convencer a Caliandra —comentó.

—¿A Caliandra? ¿Y eso por qué?

Esta vez le tocó a Rodak dedicarle al estudiante una mirada socarrona. Pero de pronto se acordó de algo y dijo, inquieto:

—Tabit… Confías en ella, ¿verdad?

—Por supuesto —respondió Tabit, descartando la insinuación con un solo gesto—. ¿Cómo se te ocurre pensar…?

—Antes, en la Academia —cortó Rodak—, me dijeron que estaba hablando con el rector.

Tabit lo miró, sin entender lo que quería decir. Entonces, poco a poco, la comprensión se extendió por su rostro.

—Claro —murmuró—. Le dije que esperara tres días, pero mis cálculos no eran exactos y he tardado algo más… Y ella… ella ha hecho algo sensato, por una vez.

Tash ladeó la cabeza y lo contempló con escepticismo.

—¿Sensato? ¿Te parece sensato ir a hablar con el Gran Capataz de los Granates cuando sabes que uno de ellos está metido en negocios sucios?

—Y no puedes estar seguro de que esa gente no tenga nada que ver con la otra gente —apuntó Rodak—. Ya sabes, los que asesinan a guardianes y asaltan a estudiantes en callejones oscuros.

Tabit hundió la cara entre las manos.

—Tenéis razón —murmuró con voz ahogada—. Y lo peor es que yo mismo le sugerí que fuera a hablar con el rector, para contarle todo lo que habíamos averiguado.

Tash se puso en pie de un salto.

—¿Y a qué estás esperando? ¡Vamos a buscarla!

Tabit se incorporó a su vez. Alzó la cabeza con decisión y les dirigió una larga mirada.

—Me voy a la Academia. A ti, Tash, no te permitirán entrar. Rodak, ¿se puede quedar contigo? No tiene a donde ir.

—Claro —asintió el muchacho.

—No necesito niñeras —masculló Tash. Pero no lo dijo muy alto.

Tabit se despidió de ellos y salió corriendo de vuelta a la Academia. Aún no sabía si la desaparición de maese Belban y los portales azules tenían algo que ver con la muerte del guardián de Serena y los traficantes de bodarita, pero, por si acaso, convenía no divulgar lo que habían averiguado. Quizá Caliandra se limitara a decirle a maese Maltun que habían aprendido cómo viajar en el tiempo gracias a la bodarita azul, y no le contara nada acerca de los ladrones de portales, pero… ¿y si lo hacía? ¿Y si el mismo rector estaba implicado? ¿La silenciaría de la misma manera que a Relia o al guardián asesinado?

Tabit no quería ni pensar en ello. Solo deseaba no llegar demasiado tarde.

Caliandra terminó de hablar y aguardó, expectante, la reacción de maese Maltun. El rector no la había interrumpido ni una sola vez a lo largo de su relato, y la joven se preguntó si sería una buena señal. Una parte de ella deseaba que no la creyera; en tal caso, y aunque perdería una ayuda valiosísima para encontrar a Tabit y a maese Belban, por lo menos las cosas seguirían como hasta entonces, y aún podrían seguir fingiendo que todo aquello no era más que un juego emocionante.

Solo que hacía mucho tiempo que había dejado de serlo. Y Cali, en el fondo, era muy consciente de ello.

Tras un largo silencio, maese Maltun clavó en ella una mirada penetrante.

—Bravo, estudiante Caliandra —dijo—. Has desvelado uno de los secretos mejor guardados de la Academia.

—El mérito no es solo mío —murmuró ella—. Si no hubiera sido por Tabit… —Se interrumpió—. Un momento: ¿vos lo sabíais? —preguntó con incredulidad.

Maese Maltun rio suavemente.

—¿Si sabía que la bodarita se está agotando, que los portales azules sirven para viajar en el tiempo y que maese Belban ha atravesado uno de ellos? Por supuesto que sí. ¿Qué clase de rector sería si no estuviera al tanto de lo que ocurre entre los muros de mi propia Academia? Aunque he de reconocer —añadió— que no tenía la certeza de que maese Belban hubiese decidido probar personalmente uno de esos portales azules. Ni que hubiese regresado al momento de aquel trágico incidente. Pero lo sospechaba.

—¿Entonces…? Disculpad, maese Maltun… pero no entiendo nada.

—Por supuesto que sabemos que los yacimientos se están agotando. El de Yeracia fue el primero en hacerlo, y le siguieron los de Uskia y el sur de Maradia. Las vetas de Ymenia y Kasiba no tardarán en extinguirse también.

Una sospecha empezó a germinar en la mente de Cali.

—¿De modo que por eso borra la Academia los portales antiguos? ¿Para hacer acopio de pintura en previsión de lo que pueda suceder?

—Oh, no, no, estudiante Caliandra. Nosotros no borramos portales. Solo… a veces… compramos mineral o pintura a otros… humm… proveedores.

—El Invisible —adivinó Caliandra en voz baja.

—Así se hace llamar, sí. Debo decir que hace honor a su nombre, porque ni yo mismo sé qué aspecto tiene, ni cómo se llama de verdad. Pero de vez en cuando nos consigue pintura de bodarita, y eso no nos viene mal.

—¿Estáis de broma? ¡Pero si roban el mineral de los propios yacimientos de la Academia!

El rector carraspeó.

—No podemos impedir eso, estudiante Caliandra. Cuando llegué al rectorado, hace ocho años, descubrí que mi antecesor ya había luchado en vano contra los traficantes de bodarita. El éxito de nuestra Academia se basa en el hecho de que nadie más que nosotros puede pintar portales. Controlamos a los maeses que incumplen las normas castigándolos de manera que ya no puedan ejercer su profesión. Controlamos el mercado negro de bodarita siendo los que más pagamos por ella. Es un mal necesario.

Cali empezaba a montar en cólera.

—¿Y qué hay de Relia? ¿También su estado es un mal necesario?

El rector se mostró sinceramente apenado.

—Lamento mucho la situación de la estudiante Relia. De verdad que sí. Pero aún no se ha demostrado que la gente del Invisible esté detrás de su… humm… desafortunado accidente.

—¡Accidente! —repitió Cali, estupefacta. Se levantó, dispuesta a decir todo lo que pensaba, pero no encontró las palabras. Se dejó caer de nuevo en la silla—. No puedo creerlo —murmuró—. No puedo creer que toleréis esta situación.

—Tampoco a mí me hace feliz, te lo aseguro —respondió maese Maltun con gravedad—. Por eso llevo todos estos años buscando alternativas. Si nuestro suministro de bodarita fuera de nuevo fluido y abundante, tendríamos más medios para luchar contra los traficantes y no estaríamos a merced de ellos, como, lamentablemente, ocurre en la actualidad. Y ahí es donde entran maese Belban y la bodarita azul.

Cali trató de calmarse, porque la ira le impedía pensar con claridad.

—No veo la relación —comentó fríamente.

—¿Qué sabes de la historia de la bodarita? ¿Recuerdas algo de las clases con maese Torath?

Cali hizo memoria. Recordó la tarde en que había encontrado a Tabit en la biblioteca, absorto en la lectura de Bodar de Yeracia: vida y semblanza. «Siempre va dos pasos por delante de mí», pensó, con una punzada de nostalgia. Pero ahora su compañero… su amigo, tal vez… se había perdido en el pasado, quizá para siempre.

Alzó la cabeza. No confiaba del todo en maese Maltun, ni estaba de acuerdo con su forma de manejar aquel asunto, pero no podía negar que sabía muchas cosas. Tal vez conociera también la forma de recuperar a Tabit.

—La descubrió maese Bodar de Yeracia hace mucho tiempo —respondió de mala gana.

—Sí —asintió el rector—. Pero, antes que él, la descubrieron las tribus de Scarvia. Esos salvajes fueron los primeros en fabricar algo parecido a una pintura de bodarita rudimentaria.

Caliandra lo recordaba vagamente. Asintió.

—¿Imaginas la cantidad de bodarita que se desperdició de esa manera, estudiante Caliandra? —prosiguió maese Maltun; le brillaban los ojos de excitación—. Durante siglos, los salvajes scarvianos saquearon los yacimientos de bodarita de sus dominios y embadurnaron sus cuerpos con pintura que podría habernos servido para dibujar portales.

Cali entornó los ojos.

—¿Maese Belban se ofreció a abrir un portal que condujera a la época anterior a Bodar? —adivinó—. ¿Para explotar las minas antes de que lo hicieran los scarvianos?

Maese Maltun carraspeó.

—Eso, en realidad, fue idea mía. Cuando llegó aquella muestra de mineral azul, y maese Kalsen dijo que era como la bodarita de siempre… pensamos que estábamos salvados. Los mineros uskianos aseguraban que la veta era grande. En tal caso, podríamos continuar con nuestra actividad durante mucho más tiempo, y plantar cara a los traficantes.

Cali sonrió para sí, recordando la historia que Tash le había relatado.

—Pero resultó que los portales azules no funcionaban —se anticipó.

El rector asintió.

—Maese Kalsen no podía comprenderlo. Entonces maese Belban mostró un vivo interés por las muestras azules, y solicitó permiso para estudiarlas. Hasta pidió un ayudante —añadió, alzando las cejas significativamente; de nuevo, Cali no pudo reprimir una sonrisa—. ¿Cómo se lo iba a negar? Se trata de uno de los pintores más brillantes que ha conocido nuestra Academia, y apenas había levantado cabeza desde la trágica muerte de su primer discípulo. Aunque te confesaré que, cuando se hizo pública la convocatoria, yo confiaba que elegiría al estudiante Tabit.

—Lógico y comprensible —murmuró Caliandra. Luchó contra aquella corriente de simpatía que empezaba a circular entre ambos. El hecho de sentirse parte de la historia que el rector le estaba contando no lo eximía de su responsabilidad sobre algunas de las decisiones que había tomado.

—Pensé que Tabit le aportaría una buena dosis de realismo y sentido común —prosiguió maese Maltun—. En ambas cualidades, si me permites que te lo diga, te supera ampliamente. —Cali no tenía nada que objetar a aquello. Era la pura verdad—. Y realmente creí que le hacía falta, cuando vino a verme y me dijo que los portales azules servían para viajar en el tiempo. Pensé que había perdido el juicio definitivamente, pero me hizo una demostración y… Bueno, ya te imaginas el resto.

»Discutimos en el Consejo qué podríamos hacer con aquel nuevo descubrimiento. Maese Belban aún no había averiguado cómo graduar la duodécima coordenada para viajar a un punto temporal concreto y, por otro lado, por muy grande que fuera la veta de bodarita azul, probablemente no bastaría para satisfacer toda la demanda de viajes en el tiempo que podría generarse. El propio maese Belban opinaba que no era una buena idea que la gente fuese paseándose por el pasado así como así, y maese Denkar le daba la razón. En el fondo, solo somos viejos maeses que temen la novedad y el cambio. —Sonrió—. Nosotros no queríamos viajar en el tiempo. Solo queríamos más bodarita de siempre para pintar nuestros portales de siempre de la misma forma en que lo habíamos hecho siempre.

—Y por eso se os ocurrió que se podría abrir un portal temporal a la época prebodariana —concluyó Cali—. Sería como encontrar un nuevo yacimiento, pero no en un lugar determinado del espacio, sino del tiempo.

Maese Maltun asintió.

—Aún no conocíamos exactamente cuáles serían las implicaciones de viajar en el tiempo. Alguien, probablemente fue maese Denkar, sugirió que nuestras acciones en el pasado podrían repercutir en el presente. De modo que no tenía sentido explotar nuestros propios yacimientos en el pasado, porque igualmente estaríamos reduciéndolos en el presente. Pero todo el mineral que los salvajes se llevaron en tiempos prebodarianos… había sido mineral perdido. Y podíamos tratar de recuperarlo.

»De modo que encargamos a maese Belban que realizara los cálculos necesarios para abrir un portal a esa época. Maese Saidon se ofreció a ayudarlo… como sabes, es nuestro mayor experto en Cálculo y Medición de Coordenadas… pero él insistió en que quería un ayudante. Y, de nuevo, la mejor opción parecía ser Tabit. A día de hoy… aún no entiendo por qué te escogió. No es que no seas una estudiante brillante, Caliandra, pero Tabit encajaba mejor en el perfil.

Cali no contestó. «Vio mi diseño», pensó. «Y recordó haberlo visto en la pared de su estudio, años atrás, cuando yo lo visité desde mi presente. Y luego, en nuestra primera reunión, me reconoció… y supo que debía ser así; que, si se perdía en el tiempo, yo encontraría la manera de ir a buscarlo, porque ya lo había hecho en una ocasión. Pero él no sabía que, al final, sería Tabit quien resolvería el rompecabezas… por más que fuera yo la que se atreviera a cruzar el portal».

Maese Maltun carraspeó.

—Comprendo que estés disgustada —dijo, interpretando mal su silencio—. De todos modos, cuando maese Belban desapareció, vi con muy buenos ojos que Tabit y tú os asociarais para tratar de encontrarlo. Sospechábamos que aún no había superado del todo la muerte de su ayudante, y no resultaba descabellado pensar que hubiese utilizado la bodarita azul para sus propios fines. —Suspiró—. ¿Y quién va a reprochárselo? Todos estos años ha vivido torturado por la incertidumbre y los remordimientos, siendo el blanco de habladurías y recelos malintencionados… Y de pronto tenía a su alcance la posibilidad de viajar en el tiempo hasta esa noche para descubrir qué pasó, mirar a los ojos al asesino de ese muchacho, tratar de impedir su muerte, incluso… —Sacudió la cabeza—. Teníamos que haber contado con que lo intentaría, al menos.

»En cualquier caso, no ha vuelto todavía y, por lo que dices, el estudiante Tabit, que trató de seguir sus pasos, tampoco lo ha hecho. Me alegra mucho saber que habéis descifrado la nueva escala de medición que inventó para viajar al pasado, pero estoy empezando a preguntarme si no sería mejor olvidarnos de esos portales azules antes de que se pierda nadie más…

Cali se sentía confusa y aturdida ante aquella avalancha de información. Sin embargo, alzó la cabeza ante las últimas palabras del rector.

—¿Cómo decís? ¿Pretendéis abandonar la búsqueda de maese Belban… y no iniciar siquiera la de Tabit?

Maese Maltun suspiró.

—Por lo que me has contado, ambos saben cómo regresar de donde quiera que estén. Y no conviene que este asunto salga de un círculo… digamos… humm… privado. ¿Me entiendes?

—No —confesó Cali con franqueza—. Porque todavía me cuesta trabajo asimilar que, mientras nosotros actuábamos en solitario y con discreción, al menos media docena de profesores sabía desde el principio todo lo que intentábamos averiguar —concluyó, cada vez más enfadada—. Si a eso llamáis «círculo privado»…

El rector la miró fijamente.

—Es cierto que todo el Consejo conoce el potencial de la bodarita azul —respondió—. Pero ninguno de ellos podría pintar portales para viajar en el tiempo, porque solo maese Saidon, maese Belban y yo sabíamos que la clave para su funcionamiento está en la duodécima coordenada. Y solo maese Belban sabía cómo calcular el viaje a un momento exacto, algo que ni siquiera estábamos seguros de que hubiese conseguido hasta que has venido tú a contarme que el estudiante Tabit posee ese conocimiento también.

»Si corriese la voz de que ambos han desaparecido a través de un portal azul… tendríamos que dar demasiadas explicaciones a demasiadas personas. Sin embargo… —añadió, pensativo—, sí nos vendría bien contar con los apuntes de maese Belban para poder examinar la escala de coordenadas que ha desarrollado.

—Me temo que no hemos encontrado su diario de trabajo —respondió Cali con prudencia—. Probablemente se lo llevó consigo.

—No importa; nos bastará con la información de la que disponéis vosotros, los papeles sueltos o lo que quiera que haya utilizado el estudiante Tabit para reproducir sus cálculos.

—Pero esas notas son casi ilegibles —objetó ella—. A Tabit le costó mucho descifrarlas.

Maese Maltun rio.

—Estoy seguro de que, si el estudiante Tabit logró hacerlo, maese Saidon también podrá.

Cali visualizó los apuntes de maese Belban sobre la mesa de su estudio. También recordaba las pulcras anotaciones del cuaderno de Tabit. Por alguna razón, no le pareció buena idea poner aquellos documentos en manos del rector.

—No sé dónde están esos papeles —mintió—. Quizá se los llevó Tabit —añadió, en un rapto de inspiración—. Si queréis recuperarlos, me temo que habrá que ir a buscarlo al otro lado del portal.

Maese Maltun suspiró y sacudió la cabeza.

—No espero que comprendas, estudiante Caliandra, lo mucho que está en juego. Sé que aprecias a Tabit; yo también, pero soy responsable de la Academia y de todos sus integrantes, y no puedo dejarme llevar por preferencias personales.

Cali se levantó con brusquedad.

—Maese Maltun —replicó, tratando de reprimir su cólera—, os juro que, si no hacéis nada por ayudar a Tabit, yo misma…

De pronto, se oyeron unos golpes en la puerta. Caliandra se volvió, molesta por la interrupción.

—Adelante —dijo maese Maltun; pero, antes de que hubiese terminado de pronunciar aquella única palabra, la puerta se abrió con cierta violencia y el propio Tabit se precipitó al interior.

Cali se quedó tan petrificada como si hubiese visto un fantasma. Tabit, ciertamente, no tenía muy buen aspecto. Pero era él, sin duda, y la joven reaccionó con alivio y alegría.

—¡Tabit! —exclamó, echándose a sus brazos.

Él permaneció un momento quieto, sin comprender del todo lo que estaba pasando. Después, con una breve vacilación, la abrazó a su vez. Cuando inclinó la cabeza, lo único que pensó fue, absurdamente, que el pelo de ella olía muy bien.

Maese Maltun carraspeó.

—Cualquier cosa que estuvieses dispuesta a hacer por recuperar a tu amigo, estudiante Caliandra —dijo, con una media sonrisa—, ya no será necesaria. Afortunadamente. Bienvenido de vuelta, estudiante Tabit —añadió, dirigiéndose al joven.

Cali y Tabit se separaron. Cuando él alzó la cabeza para mirar al rector, su mano aún descansaba en la cintura de su amiga.

—Gracias, maese Maltun —respondió con precaución. No se atrevía a interrogar a Cali con la mirada porque temía revelar demasiadas cosas.

El rector sonrió y despejó sus dudas de un plumazo:

—¿Cómo ha ido tu excursión al pasado, estudiante Tabit? ¿Encontraste a maese Belban?

Tabit dio un respingo y miró a Cali. Ella se encogió de hombros.

Apenas unas semanas atrás, a Tabit no se le habría pasado por la cabeza la idea de mentirle al rector. Sin embargo, en aquel momento, las palabras brotaron de sus labios con facilidad:

—Me temo que no, maese Maltun. Aparecí en la Academia, sí, una noche de hace algunos años, pero no sé exactamente cuántos. Todo el mundo estaba durmiendo y no vi nada de interés. De modo que salí del recinto y busqué un lugar apropiado para pintar un portal de regreso. Y aquí estoy.

—Da la sensación de que has pasado fuera bastante más tiempo —observó maese Maltun.

Tabit sonrió.

—Ah, es que aproveché para visitar la ciudad. No todo el mundo tiene la oportunidad de ver cómo era el mundo años antes de que naciera. Pero, aun así, mi viaje en el tiempo ha sido bastante decepcionante, sobre todo porque los cálculos de maese Belban no eran correctos, y no me llevaron al momento apropiado.

Maese Maltun frunció el ceño.

—Comprendo —asintió, dirigiéndole una mirada suspicaz—. Bien, estudiante Tabit, no te entretengo más. Imagino que necesitarás asearte y descansar.

—Sí, maese Maltun. Muchas gracias —respondió Tabit con fervor.

Tabit y Cali estaban deseando ponerse al día de todo lo que habían averiguado, pero el joven propuso que lo dejaran para más tarde, para no despertar las sospechas del rector. Además, si Tash y Rodak tenían razón, y había alguien de la Academia implicado en el contrabando de bodarita, no era prudente que hablaran allí. Acordaron, por tanto, seguir con su rutina habitual, al menos el resto del día, y quedaron en encontrarse por la noche, después del toque de queda, en el estudio de maese Belban. Luego, Tabit se despidió de Cali y fue a asearse, feliz por estar en casa de nuevo.

Aquella tarde tenía clase de Teoría de Portales, pero decidió que se regalaría a sí mismo una buena siesta. Después de todo, pensó, se lo había ganado. Como Unven aún no había regresado de Esmira, seguía disponiendo de una habitación para él solo. Se recordó a sí mismo, antes de caer rendido, que debía preguntarle a Cali si sabía algo de Relia.

Cuando despertó, era ya noche cerrada y todo estaba en silencio. Se asombró al comprobar que había dormido profundamente muchas horas seguidas, y se levantó de un salto: tenía muchas cosas que hacer.

Se deslizó por los oscuros pasillos de la Academia sin llevar ni siquiera un candil para alumbrarse por miedo a que alguien pudiera descubrirlo. Aquella excursión nocturna se parecía demasiado a la que había realizado hacía dos días… o cinco días… o veintitrés años, no podía estar seguro. Sin embargo, cuando abrió la puerta del estudio de maese Belban, un cálido resplandor bañó su rostro, y vio que la chimenea estaba encendida y que Cali lo aguardaba allí, junto al fuego, envuelta en una manta y medio adormilada. Pero se despejó en cuanto lo vio, y lo saludó con una sonrisa.

Tabit se sentó a su lado, y Cali, en susurros apresurados, le contó todo lo que había descubierto. El rostro de Tabit se ensombreció a medida que ella le iba relatando su conversación con el rector.

—Me resulta difícil de creer que el Consejo ya estuviera al corriente de todo lo que hemos averiguado —murmuró—. Tanto tiempo perdido, tantas horas en la biblioteca…

—Pero no lo saben todo —le recordó Cali—. No conocen los cálculos que hizo maese Belban, ni tampoco el hecho de que tú los descifraste… ni que, con esa nueva escala de coordenadas, se puede viajar de verdad en el tiempo, al momento que uno desee. —Lo miró largamente—. Porque la escala funciona, ¿verdad? ¿Apareciste en la Academia en el momento preciso?

Tabit le dirigió una sonrisa cansada pero triunfante. Cali reprimió un grito de emoción.

—¡Lo sabía! —susurró, jubilosa—. ¡Sabía que lo que le dijiste a maese Maltun no era verdad! Tabit, ¡has mentido al rector! —añadió, con un brillo travieso en los ojos.

Tabit se removió, incómodo.

—Tenía buenas razones, Caliandra. Pero escucha: hay muchas cosas que debo contarte.

Respiró hondo mientras trataba de poner en orden sus ideas. Decidió comenzar desde el principio: el momento en que había atravesado el portal azul.

Cali lo escuchó sobrecogida, aferrada a su manta y con los ojos muy abiertos. Estuvo a punto de interrumpirlo en dos ocasiones: cuando él le relató el momento en el que había descubierto el cadáver en el almacén y cuando le describió su encuentro con maese Belban al pie de la escalinata.

—Finalmente, conseguí llegar al patio de portales y escapar de la Academia —concluyó—. Aparecí en Vanicia. Allí descansé aquella noche y parte del día siguiente y después dibujé un portal azul sencillo en un muro semiderruido de las afueras de la ciudad. Medí las coordenadas espaciales y añadí la coordenada temporal que había calculado para regresar al presente. Y, cuando las escribí todas en el círculo exterior… el portal se activó. Al atravesarlo, me encontré en el mismo lugar, en Vanicia, pero veintitrés años adelante… esta misma mañana. Dos días después de lo que había previsto en un principio.

—Aun así, resultó bastante exacto —comentó Cali—. ¿Y qué pasó con el portal? ¿Cuánto tiempo permaneció activo?

Tabit arrugó el ceño, pensativo.

—Es extraño —comentó—, porque, al darme la vuelta después de cruzarlo, lo vi ahí, encendido… Borré la coordenada temporal y se apagó. Pero la pintura seguía ahí, el mismo portal que yo había dibujado veintitrés años atrás, solo que más estropeado, claro, y desvaído por el paso del tiempo. Y me pregunté lo mismo que tú: si había permanecido veintitrés años encendido, desde el momento en que lo pinté hasta esta mañana, cuando borré la coordenada… o solo estuvo activo unos minutos, el tiempo que tardé en atravesarlo y «apagarlo» en el día de hoy.

»En cualquier caso —concluyó—, no quise dejarlo ahí, de modo que terminé por borrarlo del todo, por si acaso. —Sonrió—. Debo decir que se me da mucho peor que a nuestros traficantes de bodarita. He descubierto que no es tan fácil eliminar toda la pintura sin dejar rastro, ¿sabes?

—Me consuela saber que, al menos, no la desperdician —comentó Cali con sorna.

La mención a los borradores de portales recordó a Tabit la historia que Tash le había contado, y se la relató a su amiga tal y como él la había escuchado en la taberna. Cali se llevó las manos a la cabeza.

—Esto no tiene ningún sentido —dijo—. Si la Academia compra bodarita a los traficantes, ¿por qué razón enviarían a alguien a una mina para hacer tratos con el capataz?

—Quizá precisamente por eso —apuntó Tabit—: para que los mineros no vendan bodarita de contrabando a la gente del Invisible. ¿Cómo era eso que te dijo el rector sobre lo de controlar el suministro?

—Pagando más que nadie en el mercado negro. Así, a los propios traficantes les compensa más vender material a la Academia que a cualquier otra persona.

Tabit negó con la cabeza.

—Pero eso, a la larga, es una ruina. Aunque, si el Consejo ha llegado al extremo de tratar con contrabandistas de bodarita, no me extraña que hasta viajar al pasado para conseguir más les parezca una buena idea.

Cali calló un momento, pensativa. Después, preguntó:

—¿Tú crees que maese Belban tuvo intención de viajar a la época prebodariana en algún momento?

Tabit frunció el ceño al comprender el significado de aquella pregunta.

—¿Quieres decir que se ofreció voluntario para estudiar la bodarita azul solo para tener la posibilidad de evitar la muerte de su ayudante? ¿Y que hizo creer al Consejo que en realidad estaba tratando de abrir un portal a la época prebodariana? Sí; ahora que lo dices, seguro que es exactamente lo que ha pasado. Una vez descifradas, sus notas están muy claras: todo el tiempo estuvo buscando la forma de regresar a la noche del asesinato, y ni siquiera he encontrado indicios de que estuviese llevando a cabo una investigación paralela.

—Hay muchas cosas que todavía no comprendo —murmuró Cali. Recostó la cabeza sobre sus rodillas, y sus cabellos negros resbalaron sobre la manta—. Parece claro que sí logró su objetivo: volvió a la Academia de hace veintitrés años, tú mismo lo viste. En tal caso, ¿por qué no impidió el asesinato? Además, si regresó al presente por el portal azul, ¿dónde está ahora?

Tabit la miró largamente, preguntándose si debía decirle lo que pensaba. Finalmente, se aclaró la garganta y respondió:

—Ya sé que esto no te va a gustar, pero… ¿y si fue él quien mató a su propio ayudante?

Cali dejó escapar una breve carcajada de incredulidad.

—Estás de broma, ¿no? Maesa Inantra ya nos dijo que maese Belban no salió de su habitación en toda la noche…

—No me refiero a ese maese Belban, Caliandra, sino al nuestro. Al que desapareció a través del portal azul. Piénsalo —añadió antes de que ella pudiese replicar—. El asesinato acababa de producirse, el cuerpo estaba allí… y maese Belban también, farfullando incoherencias y mirándose las manos llenas de sangre. No digo que lo hiciera premeditadamente. Tal vez… tal vez simplemente se asustó, o estaba trastornado…

—¿Me estás diciendo que hace veintitrés años se produjo en la Academia un crimen cometido por alguien que llegó desde el futuro? Pero… ¿cómo podría haber pasado, si el futuro no había sucedido aún?

A Tabit le daba vueltas la cabeza.

—No lo sé. No entiendo nada, pero sé lo que vi, y es la única explicación en la que todas las piezas encajan.

—No todas las piezas encajan —hizo notar ella—. En primer lugar, si maese Belban entró en el almacén en algún momento… ¿cuándo lo hizo? Si su portal azul se abrió en su propio estudio, igual que el tuyo… no pudo haber llegado antes que tú, porque tú no lo viste al llegar, pero seguía activo cuando se marchó. Así que tuvo que llegar después. Por tanto, no pudo ser el asesino.

Tabit negó con la cabeza.

—Si fuera así, me habría encontrado con él en el pasillo. Fui directo al almacén y… no, espera —recordó de pronto—: entré en un aula vacía para dejar mis cosas. En ese momento pudo cruzar el corredor sin que yo lo viera y entrar en el almacén…

—¿Y eso fue antes o después de que vieras el cuerpo del ayudante?

—Antes —respondió Tabit con un estremecimiento—. Eso significa que el maese Belban de nuestro tiempo sí pudo haberlo matado, aunque hubiese llegado al pasado unos instantes después que yo.

—Pero quizá no lo viste todo —insistió ella, reacia a creer en la culpabilidad del profesor—. Quizá el estudiante ya estaba muerto cuando llegasteis vosotros, y no te cruzaste con el asesino por cuestión de minutos. ¿Recuerdas lo que nos contó maesa Inantra? Lo vieron escapar por el patio de portales y… —Se interrumpió, de pronto, y miró a su compañero con los ojos muy abiertos—. Tabit, el profesor tenía razón —exclamó—. Lo que está hecho no puede cambiarse, ¿entiendes? Tabit…, el asesino eres tú.

El joven se quedó con la boca abierta.

—¿Insinúas… —pudo decir por fin, aunque aún estupefacto que hace veintitrés años maté a otro estudiante a golpes con un medidor de coordenadas?

Pero ella agitó la mano con impaciencia.

—No, no, claro que no. Pero recuerda lo que dijo maesa Inantra: aquella noche vieron a un misterioso estudiante desconocido rondando por los pasillos de la Academia. Nadie lo vio entrar, pero dicen que se fue por uno de los portales del patio. —Le lanzó una mirada de soslayo—. ¿Te suena de algo?

Tabit seguía sin salir de su asombro, aunque esta vez por motivos diferentes.

—¡Era yo! —comprendió—. Entonces, eso significa… —murmuró, temblando de la impresión—, que todos estos años han estado siguiendo una pista equivocada. Claro que no me conocían. ¿Cómo iban a hacerlo? Si yo ni siquiera había nacido… —se estremeció; recordaba muy bien todos los detalles del relato de maesa Inantra, y la idea de que él mismo, sin saberlo, había sido uno de los protagonistas, le resultaba extraña e inquietante—. ¿Cómo pudo la maesa contar una historia sobre algo que ya había pasado, pero que yo todavía no había hecho? Y en cuanto a maese Belban… Caliandra, él también estaba allí, la propia maesa Inantra nos lo dijo —comprendió de pronto—. ¿Recuerdas la historia de la criada que había visto a su fantasma…?

—… ¡paseando por los pasillos con las manos ensangrentadas! —completó Cali—. ¡A quien vio es a nuestro maese Belban, una versión más vieja del que ella conocía, que había llegado desde el futuro para tratar de impedir el asesinato…!

Tabit sacudía la cabeza, perplejo.

—¿Cómo puede ser todo tan absurdo —se preguntó—, y a la vez tan lógico?

Cali suspiró.

—No lo sé —reconoció—, pero creo que sí entiendo lo que quiso decir maese Belban aquella noche. Lo que está hecho no puede cambiarse. No habría podido impedir el asesinato de su ayudante, porque ya había sucedido. Todo. No solo la muerte del estudiante, sino también su propio intento por salvarlo.

Tabit asintió, pensativo.

—Cierto —dijo—. Porque, si hubiese llegado a tiempo para impedirlo, probablemente él estaría vivo todavía, por lo que maese Belban no habría tenido la necesidad de abrir un portal azul para salvarle la vida, y por tanto no lo habría hecho. ¿O sí?

A pesar de que aún le brillaban los ojos de la emoción, Cali bostezó.

—No son horas para debates complejos, Tabit —dijo—. Solo sé que maese Belban trató de salvar a su ayudante y no lo consiguió.

—Ni lo ha vuelto a intentar; porque, en ese caso, quizá yo me habría encontrado en el pasado a varias versiones más de maese Belban, tal vez por triplicado o cuadruplicado, dependiendo de las veces que hubiese cruzado el portal. —Tabit sacudió la cabeza para apartar de sí aquella imagen.

—Pero eso nos devuelve al punto de partida. Y seguimos sin saber nada, ni a dónde fue maese Belban tras su excursión al pasado, ni quién mató a su ayudante.

—Suponiendo, claro, que no lo hiciera él mismo…

—No fue él —insistió Cali con obstinación—. Lo que pasa es que los dos llegasteis demasiado tarde y no visteis al verdadero asesino.

—Pero el caso es que seguimos sin la menor pista de ese supuesto asesino, Caliandra. Y, aunque me duela admitirlo, tenemos que barajar la posibilidad de que maese Belban no viajara al pasado para salvar a su ayudante, sino para matarlo.

—¿Y por qué iba a hacer algo así?

—Bueno… piénsalo. La noche en que mataron a su ayudante, él estaba tranquilamente durmiendo en su habitación. Pero sospecharon de él, y ha pasado todos estos años obsesionado con la idea de descubrir la verdad. Entonces empezó a experimentar con los viajes en el tiempo. ¿Y si, al regresar a aquella noche y no ver a nadie más, comprendió que él mismo había llegado desde el futuro para matar a su ayudante? «Lo que está hecho no puede cambiarse», me dijo. Como si siempre hubiese sabido que su destino era cometer ese crimen y creyera que no podía escapar de él.

Cali negaba con vehemencia.

—Eso implica suponer que maese Belban estaba loco. Y sí, era excéntrico… pero a mí siempre me pareció una persona muy lúcida.

—Tú no lo viste la otra noche, Caliandra. Allí, en la escalinata, con las manos llenas de sangre… parecía de todo menos cuerdo.

—Me da igual lo que pareciera. Yo sé que no fue él. Y tú te aprovechas de que estoy medio dormida para bombardearme con argumentos que soy incapaz de rebatirte ahora porque me caigo de sueño —acusó.

Tabit no quiso discutir. Su mente bullía de ideas, pero estaba claro que su compañera no estaba de humor para compartirlas. Después de todo, Tabit había dormido varias horas seguidas, y se sentía despierto y despejado, mientras que ella aún no se había acostado.

—Está bien, de acuerdo —respondió, conciliador—. Lo dejamos aquí, si quieres. Podemos continuar mañana.

Cali se llevó la mano a la boca para reprimir un nuevo bostezo.

—Te lo agradezco de verdad —murmuró—, pero mañana tenemos algo más urgente que hacer.

—¿Ah, sí? —Tabit repasó mentalmente su horario de clases; le costó un poco, porque aún no estaba del todo seguro de qué día era—. Ah, sí, yo tengo prácticas de Diseño. Maese Askril me dijo que no hacía falta que asistiera mientras estuviese trabajando en mi proyecto final, pero, como lo han cancelado, debería…

Cali lo interrumpió con impaciencia.

—No estoy hablando de las clases, Tabit. —Le dirigió una mirada de reproche—. ¿No habías dicho que Yunek se fue a Kasiba a buscar a los traficantes de bodarita y Rodak no sabe nada de él? —Se removió, inquieta. En aquel momento, ni siquiera Tabit fue capaz de pasar por alto la intensa preocupación que reflejaba su rostro—. Está claro que tenemos que ir a buscarlo.

—¿Tenemos? —repitió Tabit.

Cali respondió con un suspiro exasperado.

—Pues iré yo sola, o con Rodak, o con quien quiera acompañarme. Vamos, piénsalo: si Yunek no hubiera conseguido contactar con el Invisible, ya estaría de vuelta. Y, si lo ha hecho… —Se estremeció—. Bueno, ya sabes que esos tipos no bromean. Si le ha pasado algo… —Se mordió una uña, angustiada.

Tabit la miró, y, de golpe, comprendió el comentario del guardián acerca de que no le costaría nada convencer a Caliandra para que lo llevase a Kasiba.

—Ah —dijo; no se le ocurrió qué otra cosa añadir, de modo que añadió, turbado—: ah. Claro. Bien, pues cuenta conmigo. Mañana iremos a Kasiba a buscar a Yunek.