UNA SERIA AMENAZA

«Marino que zarpa sin decir adiós

o es necio o no conoce el amor».

Proverbio belesiano

Tash soportó con estoicismo el escrutinio del capataz de la explotación, tratando de adoptar el gesto resuelto y confiado de quien no tiene ninguna duda de su valía. Sin embargo, el capataz dijo exactamente lo que ella temía:

—Eres un poco canijo para trabajar en una mina, ¿no?

Tash se encogió de hombros, aparentando indiferencia.

—Dadme una oportunidad y demostraré lo que puedo hacer.

El capataz entornó los ojos. Era un hombre robusto, más alto y ancho que Tembuk, el encargado de las minas de Uskia; lucía una barba negra enmarañada, y su vozarrón resultaba bastante imponente. Pero Tash no estaba dispuesta a permitir que él se diera cuenta de lo intimidada que se sentía.

Había tardado varios días en realizar el trayecto desde Maradia a las minas de Ymenia. El portal que había atravesado en Maradia la había llevado de forma instantánea hasta la ciudad de Rodia, en el norte de Darusia, justo en el extremo opuesto al lugar del que procedía. Una vez allí, había tardado apenas unas horas en dar con una caravana que pasaba cerca del pueblo que Tabit le había indicado. El viaje le había resultado largo y lento en comparación con la vertiginosa inmediatez que proporcionaban los portales. Pero en aquel lugar, y tal y como Tabit le había dicho, el Gremio de Ganaderos poseía un portal que conducía a la ciudad de Ymenia. Utilizarlo le había costado el resto del dinero que le quedaba de la venta de sus piedras azules, así que había llegado hasta las minas sin una sola moneda. Si no le daban trabajo, ya no sabría qué hacer, y tampoco tendría posibilidad de volver atrás.

—¿Dices que tienes experiencia? —quiso saber el capataz.

—Vengo de las minas de Uskia. He trabajado allí toda mi vida.

—¿Y en Uskia permiten que los niños bajen a los túneles?

—No soy un niño —replicó Tash, ofendida—. Tengo casi dieciséis años. Es solo que aún no he dado el estirón.

Había recitado aquellas palabras muchas veces en los últimos tiempos, pero en aquel momento, por primera vez, dudó. Días atrás le había contado a Cali cómo se las había arreglado para trabajar en la mina como si fuera un muchacho más. Había relatado su experiencia con orgullo, y por eso la reacción de la joven la dejó descolocada.

—Pero ¿hasta cuándo piensas seguir así? —le había preguntado ella, horrorizada—. Cuando tengas veinte años, ¿todavía intentarás hacer creer a la gente que «aún no has dado el estirón»?

Tash le había replicado de malos modos, diciéndole que aquello no era asunto suyo. Pero lo cierto era que, en el fondo, nunca se lo había planteado. Durante todo aquel tiempo se había limitado a vivir al día, alargando el engaño un poco más, un poco más… Quizá por eso había conseguido engañarse también a sí misma, como hacía su padre, creyendo de verdad que podría mantener aquella situación indefinidamente.

—Hum —gruñó el capataz, no muy convencido—. No sé. No te habrán echado de allí por causar problemas, ¿verdad?

—No, señor —le aseguró ella—. Me he marchado yo porque no había trabajo.

El hombretón la miró con suspicacia.

—¿Ah, no?

—La mina está casi agotada —explicó—. No hay futuro allí para los mineros jóvenes como yo. Por eso he venido desde tan lejos, en busca de una oportunidad para seguir haciendo lo que mejor se me da.

—Bueno, muchacho, lo cierto es que tampoco andamos sobrados de trabajo por aquí, ¿sabes?

A Tash se le cayó el alma a los pies.

—¿También se ha agotado ya el mineral en Ymenia? —se atrevió a preguntar; pero el capataz la hizo enmudecer con una mirada feroz.

—Por supuesto que no. Solo estamos pasando por una mala racha, pero en cualquier momento daremos con una nueva veta. Es solo cuestión de tiempo.

—Ya —murmuró Tash, abatida. Había oído aquel mismo argumento demasiadas veces como para tomárselo en serio.

El capataz la observó un momento, con el ceño fruncido, y entonces le palmeó el hombro con brusquedad, cortándole la respiración.

—¿Sabes qué? —le dijo—. Puedes quedarte. —Tash reprimió un suspiro de alivio—. Te buscaré alojamiento en la aldea. Mientras tanto, estoy seguro de que habrá algún rincón libre para ti en la cabaña del guardián.

Tash cabeceó, conforme.

—Pero trabajarás en superficie —añadió el capataz—. En labores de desescombro.

—¿Qué? —protestó Tash—. ¿Con los niños? ¡Pero yo soy un trabajador de túneles!

—Eso es lo que tú dices, chico. No has traído referencias, ¿verdad?

Tash no contestó.

—Lo que me imaginaba —asintió el capataz—. Muchacho, si quieres quedarte aquí, trabajarás donde, cuando y como yo diga. Y, de momento, te quedarás en la escombrera, tal y como te he dicho. Con el tiempo irás bajando a los túneles para hacer recados, como todos, y cuando des el estirón, como tú dices, ya hablaremos de ponerte un pico en las manos. ¿Queda claro?

Tash se tragó su rabia y su frustración.

—Sí, señor —murmuró—. Pero… si no se me da la oportunidad de sacar mineral, ¿cómo voy a ganar dinero?

El capataz respondió con una risotada.

—Vaya, veo que de verdad sabes cómo funcionan las cosas aquí. De momento tendrás que conformarte con casa y comida, chico. Y más adelante… ya veremos. A no ser, claro… que tengas otros planes.

Tash pensó en el tiempo que había permanecido en la Academia, en la habitación de Caliandra, durmiendo en una cama blanda y comiendo con los demás estudiantes. Sabía que aquella noche dormiría en un rincón de la cabaña del guardián, probablemente en el suelo, sobre alguna manta vieja. Casi con toda seguridad, la cena del guardián sería mejor que la de cualquier familia de mineros, sobre todo si la situación de aquella explotación resultaba ser solo la mitad de penosa que la que se vivía en su aldea natal, pero era consciente de que no se quedaría en aquella cabaña mucho tiempo. De pronto, la idea de volver a la rutina de la mina no le pareció tan atractiva. La perspectiva de trabajar en la escombrera tampoco la seducía. No era una labor tan dura como la de los túneles, y vería la luz del sol, pero tampoco ganaría dinero y, además, su orgullo se rebelaba contra la idea de tener que hacer el trabajo que habitualmente se reservaba a los más pequeños.

Sin embargo, la vida en la Academia tampoco era para ella. Y, aunque no pudiera hacerse pasar por un hombre para siempre… los granates no le habrían permitido quedarse con ellos de forma indefinida.

Tash respiró hondo.

—No —respondió, en voz baja—. No tengo otros planes.

«Ni los tendré nunca», pensó de pronto.

Por alguna razón, aquella idea le pesaba en el corazón como un capazo de rocas cargado a la espalda.

Caliandra se recogió el pelo en una trenza apresurada y revolvió los estantes en busca de su cuaderno de notas.

—Vamos, vamos… —murmuró—. Sé que tienes que estar por aquí.

Entonces sonó la campana del edificio principal. Cali gimió para sus adentros. Se trataba del primer aviso. El tercero señalaba inexcusablemente el comienzo de las clases de la mañana.

«No puedo retrasarme otra vez», se recordó.

Maese Eldrad, el profesor de Lenguaje Simbólico, le había dejado muy claro que, si volvía a entrar por la puerta después de la tercera campanada, no hacía falta que se molestase en regresar a su clase.

Cali resopló para apartarse un mechón de pelo negro de la frente. En el cuaderno perdido estaba el ejercicio de traducción que debía entregar aquella mañana. Se preguntó si valía la pena llegar a clase puntual, aunque sin la tarea hecha, o arriesgarse a presentarse con ella, pero tarde.

Lo cierto era que a Caliandra se le daba bastante bien aquella materia. Tenía un instinto especial para entender lo que decían los símbolos en conjunto, sin necesidad de tener que buscarlos uno por uno en los registros que los estudiantes consultaban mientras, año tras año, iban aprendiendo de memoria aquellas largas retahílas de caracteres catalogados en cinco niveles de dificultad.

Eso era precisamente lo que a ella le resultaba más complicado: memorizar. Tampoco tenía paciencia para buscar en los registros los símbolos que no conocía; debido a ello, siempre se le escapaban algunos detalles y, aunque sus traducciones solían ser buenas en general, no eran perfectas. Desde luego, no como las de Tabit, que, como solía hacer con todo, se aplicaba a ellas con una diligencia y un esmero exasperantes.

Caliandra suspiró mientras revolvía en su arcón. Había aprendido las bases de los dos lenguajes secretos con relativa facilidad, tenía buena mano para el pincel y sus diseños eran bellos, elegantes y, al mismo tiempo, originales y atrevidos. No se las arreglaba demasiado bien con el medidor de coordenadas, pero sí era muy buena interpretándolas, mejor que Tabit, incluso, que necesitaba estudiar los resultados uno por uno para deducir cómo era una determinada localización, mientras que ella podía imaginarlo al primer vistazo.

Sin embargo, y a pesar de la habilidad de Cali en algunas materias, Tabit siempre la superaba en casi todo. Porque era serio y constante, porque estudiaba mucho, porque prestaba atención a los detalles, porque su trabajo era siempre impecable.

Y por eso todo el mundo dio por sentado que maese Belban lo elegiría a él como ayudante.

En realidad, Cali había presentado su solicitud porque maesa Ashda, que era su profesora de Arte, la había animado a ello. «Bueno», le había dicho, tras una breve vacilación, al ver el último boceto que ella había realizado, «es un poco… inusual. No sé si puedo aprobártelo, estudiante Caliandra; no se ajusta a ninguno de los siete modelos básicos, y eso podría influir de forma negativa en tu calificación final, lo cual, la verdad, sería una pena». Entonces le había contado que maese Belban estaba buscando un ayudante y que, dado que tenía fama de excéntrico, seguramente no le importaría que ella le presentara un proyecto con un diseño peculiar. «Puede que hasta le guste más precisamente por eso», había añadido.

De modo que, para no perder el trabajo que ya había hecho, Cali siguió el consejo de maesa Ashda. Jamás, en ningún momento, había imaginado que tuviera alguna posibilidad contra Tabit. Ni había pretendido robarle el puesto que tanto deseaba obtener.

Por eso, tras ser elegida por maese Belban, le había dicho en su primera reunión que estaba dispuesta a renunciar en favor de Tabit. Pero el viejo profesor la había mirado con una mezcla de ironía y enfado brillando en sus ojos azules y se había limitado a responder, agitando el proyecto ante ella: «Quiero a la pintora que ha hecho esto. Si no eres tú, ya puedes marcharte de aquí. Pero, si es obra tuya, no intentes endosarme a otro, porque no va a funcionar. O tú, o nadie».

Y a Caliandra no le había quedado más remedio que aceptar.

Pero ahora maese Belban había desaparecido. Y ella…

Unos golpes en la puerta interrumpieron sus reflexiones. Cali respiró hondo y decidió que no le quedaba ya tiempo para seguir buscando su cuaderno: se presentaría en clase sin él. Guardó en su bolsa otro cuaderno para tomar notas, una pluma, su pincel favorito para la clase de prácticas, su medidor Vanhar y un libro que tenía que devolver en la biblioteca, y abrió la puerta.

Se quedó paralizada al encontrar allí a Yunek.

—Ah… Cali —dijo él, y sonrió—. Buenos días.

Ella no supo cómo reaccionar, en principio. Y no había mucha gente capaz de dejarla sin palabras.

—He venido a ver si estabas bien —prosiguió el joven—, porque ayer no acudiste a nuestra cita.

—No sabía que tuviéramos una cita —replicó Cali, evasiva; aunque, para su vergüenza, sospechaba que se había ruborizado levemente.

Yunek, por su parte, se puso rojo hasta las orejas.

—No, no, por supuesto que no —se apresuró a contestar—. Es que me había acostumbrado a verte todos los días en Serena, eso es todo. En ningún momento quise insinuar que tú y yo… —le falló la voz, y Cali se compadeció de él. Después de todo, no había pretendido que su respuesta sonase tan brusca.

Además, él había acudido a verla desde Serena. Para haberse presentado en la Academia a una hora tan temprana, probablemente habría tenido que levantarse antes del alba, ya que no contaba con el privilegio de poder utilizar los portales privados y, por tanto, le habría tocado hacer cola en la plaza durante horas. También habría tenido que convencer al portero del edificio para que lo dejara pasar y, ahora que lo pensaba, estaba casi segura de que en ningún caso le habrían permitido entrar en el área de los dormitorios femeninos. Se estaba tomando muchas molestias por ella. Por verla. Para comprobar que estaba bien.

Se sintió tentada de echarse en sus brazos y olvidarse de las clases y de todo lo demás. Pero había tomado una decisión, y sabía que era la correcta. Respiró hondo.

—Lo siento, Yunek —se disculpó, y lo decía en serio—. Tendría que haberte avisado. Es que no puedo seguir así, ¿entiendes? No puedo perderme más clases. Ya he recibido advertencias de tres profesores diferentes.

Yunek era, de hecho, el motivo por el cual había faltado tanto a clase los últimos días. Tabit pasaba el tiempo encerrado, bien en su estudio, bien en la biblioteca, examinando las notas de maese Belban y haciendo cálculos que Cali solo comprendía a medias. Ella había imaginado que Tabit tardaría muy poco en descifrar los papeles de maese Belban, y no quería estar lejos cuando eso sucediera. Sin embargo, los días pasaban, y él no parecía hacer progresos.

Cali se moría por hacer algo, lo que fuera. No soportaba seguir esperando, y el portal azul del despacho de maese Belban le resultaba cada vez más tentador. Por tal motivo, el primer día libre que tuvo después de su excursión al pasado decidió pasarlo bien lejos de la Academia, para no sucumbir al deseo de cruzarlo de nuevo y seguir buscando al profesor perdido. De modo que se fue al patio de portales y cruzó el que conducía a Serena, para ir a ver a Yunek y a Rodak.

Allí se encontró con que Rodak apenas podía salir de su casa, porque su madre creía que corría peligro, y porque los alguaciles querían tenerlo controlado. Pero Yunek no tenía ningún motivo para quedarse encerrado, y le propuso a Cali que lo acompañara.

Y aquel había sido el primero de los muchos encuentros semicasuales que Yunek, en un desliz, había llamado «citas».

Al principio, parecía que no tenían nada de qué hablar, y pasearon juntos por las calles mientras mantenían a duras penas una conversación torpe y forzada. Entonces él hizo un comentario asombrado sobre el tocado inverosímil de una dama maradiense que cruzaba la Plaza de los Portales, muy digna, seguida por una nube de sirvientes. Cali contempló aquella torre de pelo elaborada según la última moda de Esmira y recordó que, la última vez que había visto a su hermana, lucía un peinado similar. Y no pudo contenerse: se echó a reír a carcajadas. Yunek la contempló un instante, perplejo, y rio también. Y el abismo que parecía existir entre ellos desapareció como por arte de magia.

Habían pasado el resto del tiempo compartiendo historias familiares. Yunek se mostraba incómodo cuando hablaba de sus orígenes humildes, pero ella lo escuchaba sin el menor asomo de desprecio, arrogancia o conmiseración. Caliandra sentía una gran curiosidad hacia la gente que vivía de modo diferente al suyo, y atendía a las palabras de Yunek como si este le estuviese relatando una novela apasionante. Cali pensaba que las personas eran como los portales: una ventana abierta a lugares lejanos. Por eso, cuanto más se diferenciaran de ella, tanto más la intrigaban e interesaban. Por todo lo que podían contarle. Por lo mucho que podían ampliar su visión del mundo.

Quizá por eso, reflexionaba a veces, no sin cierto rubor, el muchacho campesino le llamaba tanto la atención. En casa de su padre había conocido a gente procedente de todos los rincones del mundo conocido. Pero todos aquellos tenían cosas en común. Independientemente de las costumbres particulares de cada lugar, las personas con las que su familia se relacionaba eran todas adineradas, y compartían actitudes y puntos de vista similares.

Sin embargo, Yunek era diferente. No había en él nada banal, falso o artificioso. Era exactamente lo que parecía: un campesino iletrado de la remota región de Uskia que, no obstante, poseía una extraña dignidad que defendía con feroz orgullo.

Juntos, pues, habían comenzado a recopilar información sobre el asesinato en la lonja, mientras iban, poco a poco, conociéndose mejor. Después de aquella primera «cita», la joven había tomado por costumbre desplazarse hasta Serena todos los días, dejando a un lado clases, estudios y trabajos académicos. Yunek, por su parte, se había aplicado a la investigación con un celo que a Cali le había recordado el que Tabit ponía en todos sus proyectos. Durante aquella semana habían recorrido el puerto y el mercado de Serena, hablando con distintas personas. Se habían entrevistado con los familiares del guardián fallecido y habían prestado atención a los cotilleos de las pescaderas y a las historias que se contaban en la taberna del puerto. Después, Yunek contaba a Rodak todo lo que habían averiguado, y el muchacho callaba y pensaba.

Cali no estaba segura de que todo aquello fuese a servir para algo; además, empezaba a faltar a demasiadas clases, y tenía que admitir que no podía permitírselo. Aquel debía ser su último año de estudios. Si no obtenía buenos resultados en todas las materias, no le permitirían empezar a trabajar en su proyecto final y, por tanto, tendría que quedarse en la Academia un curso más.

Cali no se había planteado todavía qué haría cuando fuera maesa. Le gustaba la vida de estudiante, y no la seducía la idea de regresar a la casa de su padre en Esmira.

Pero tampoco quería quedarse atrás en sus estudios.

Ni quería, susurraba una vocecilla desde el fondo de su mente, volver a enamorarse como una tonta. Como aquella única y desastrosa vez.

Aunque eso no lo admitiría nunca en voz alta.

—Hoy quiero cumplir mi horario de principio a fin, ¿comprendes? —le explicó a Yunek—. Y tengo clase hasta el final de la tarde.

Una sombra de desilusión cruzó el rostro moreno del joven.

—Lo entiendo —dijo él—. Otro día, pues.

—Otro día —asintió ella.

Sus miradas se cruzaron, y Cali se sintió, de nuevo, sobrecogida ante los ojos pardos de Yunek, que asomaban por debajo de algunos mechones revueltos de pelo castaño. Este era otro de los detalles que a Cali le atraían del joven uskiano. En Esmira, todo el mundo se vestía y se peinaba siguiendo los caprichos de la moda del momento, y Cali nunca había encontrado interesantes a los jóvenes que se esmeraban en ser todos tan artificiosamente similares. En la Academia, los maeses llevaban la trenza reglamentaria, y muchos estudiantes, previendo quizá un futuro en el que no tendrían más opciones al respecto, exhibían gran variedad de peinados, se dejaban el pelo largo o muy corto, se lo rizaban o se lo recogían en vistosas colas de caballo. Algunos, incluso, se lo teñían, aunque no era algo habitual; después de todo, la moda en Maradia era bastante más sobria y menos voluble que la de la sofisticada Esmira, y nadie quería hacer el ridículo en sus excursiones fuera del recinto académico.

Pero esa era la tónica habitual: de nuevo, el artificio, la apariencia. Incluso el año en que se impuso la tendencia del «despeinado», que confería un cierto aire salvaje y rebelde a los que la seguían, se trataba de un nuevo fingimiento: había estudiantes que podían pasarse fácilmente una hora arreglándose el pelo solo para simular que no se habían molestado en peinarse.

Por eso a Cali la maravillaba el hecho de que Yunek no parecía peinarse nunca y, si lo hacía, probablemente se limitara a pasarse los dedos por el pelo de cualquier manera. Seguramente se acordaba de cortárselo solo cuando empezaba a molestarle, y no debía de aplicarse mucho a ello, a juzgar por la gran cantidad de trasquilones que lucía. Sus manos, callosas y morenas, no habían conocido jamás las cremas y los polvos que utilizaban los jóvenes adinerados para conservar las suyas blancas y suaves. Mantenía su ropa limpia y bien cuidada, pero eran prendas viejas y gastadas por el uso. Siguiendo los dictados de ese sentido común inherente a la gente humilde, no se le ocurriría cambiarlas mientras pudiera utilizarlas, por mucho que otros sintieran la necesidad de renovar por completo su vestuario con la llegada de cada nueva estación.

Pero Cali no dejó de notar que aquella mañana en concreto se había esforzado por mostrarse ante ella un poco más presentable, alisando las arrugas de su vieja camisa y tratando de poner algo de orden en su cabello revuelto. Le pareció muy tierno, y, por un momento, su determinación de volver a ser una estudiante aplicada osciló como la aguja de un medidor Vanhar en busca de una coordenada fiable.

Sin embargo, algo en su interior se resistía aún. Quizá no estuviera preparada todavía, se dijo. Y no le gustó aquella idea. Porque ella quería vivir la vida y dejarse llevar por sus sentimientos y, sin embargo, hacía ya mucho que nadie conseguía rebasar las defensas que había alzado en torno a su corazón. Al mismo tiempo, la aterraba la posibilidad de quedarse así para siempre, herida, encerrada en sí misma, incapaz de volver a confiar en alguien. Se rebeló contra aquella perspectiva. Abrió la boca para decirle a Yunek que había cambiado de idea…

… Y entonces las campanas sonaron de nuevo, y Cali volvió bruscamente a la realidad.

—¡Ay! —exclamó, sobresaltada—. ¡Qué tarde se me ha hecho! Lo siento, ¡tengo que irme!

Yunek la retuvo cuando ya salía corriendo.

—¡Espera, Cali! También venía a devolverte esto —añadió, tendiéndole a su amiga el cuaderno que había estado buscando—. Te lo dejaste ayer en casa de Rodak.

Ella dejó escapar un grito de alegría.

—¡Lo has encontrado! ¡Y me lo traes justo a tiempo! ¡Muchísimas gracias! —añadió con fervor y, poniéndose de puntillas, estampó un beso en su mejilla.

Yunek se puso colorado, y Caliandra no dejó de notar que también se había afeitado.

—¡Adiós! —se despidió, con una amplia sonrisa—. ¡Te veré mañana, en Serena!

Yunek fue a decir algo, pero no reaccionó a tiempo: cuando quiso darse cuenta, Cali ya era solo una figura que corría pasillo abajo, en medio de un revoloteo de hábitos de color granate, con el cabello negro ondeando tras ella.

Suspiró para sus adentros, decepcionado. Disfrutaba mucho con la compañía de la joven pintora, tan inteligente y espontánea, con su sentido del humor y con la forma que tenía de tratarlo de igual a igual, ni evaluándolo como a un potencial marido, como hacían las muchachas de su aldea, ni ignorándolo como a un insecto, como casi todas las mujeres de la ciudad, y muy especialmente el resto de estudiantes de la Academia.

Sacudió la cabeza y trató de ver el lado bueno del súbito arranque de responsabilidad de Caliandra. En los últimos días, Yunek había empezado a ser consciente de que aquella chica le gustaba, y mucho, por lo que le costaba trabajo concentrarse en la investigación que estaba llevando a cabo. Y no debía perder de vista su objetivo principal. Aunque, ahora que vivía en casa de Rodak, ya no tenía que gastar dinero en alojamiento, lo cierto era que no podría quedarse en Serena indefinidamente. Los días pasaban, y pronto tendría que regresar a casa, no solo por motivos económicos: Uskia estaba muy lejos, y había dejado solas a su madre y a su hermana. Había trabajo que hacer en la granja y, además, si a alguna de ellas le sucediese algo, no tendría modo de saberlo.

De modo que el joven respiró hondo y decidió que aprovecharía al máximo aquel día para averiguar todo lo que pudiese. Se encaminó, pues, a la Plaza de los Portales de Maradia, y se puso a la cola de la gente que se dirigía a Serena.

Dado que el portal del Gremio de Pescadores aún no había sido restaurado, el tráfico entre ambas ciudades seguía siendo más caótico que de costumbre. Tanto el Consejo de Serena como el de Maradia habían dispuesto en las Plazas de los Portales un contingente extra de alguaciles para que pusieran orden en el lugar. Los cargamentos de pescado seguían llegando por el portal público, entorpeciendo los desplazamientos en ambos sentidos, pero Yunek no dejó de notar que la gente parecía estar acostumbrándose a ello, adaptándose a la nueva situación con estoica resignación. Por supuesto, el asesinato de Ruris había retrasado y enrarecido las negociaciones entre el Gremio y la Academia; probablemente, la restauración del portal de los pescadores tendría que esperar hasta que se esclareciera aquel espinoso asunto.

Mientras esperaba su turno, Yunek repasó mentalmente todo lo que había averiguado en los últimos días.

Los alguaciles de Serena sospechaban que detrás de la desaparición del portal podía estar algún simpatizante del Gremio de Pescadores de Belesia, que desde tiempo inmemorial rivalizaba con los marineros de Serena por la explotación de los bancos de la bahía. Del mismo modo, pensaban que Ruris les había facilitado la tarea, fingiendo una indigestión para abandonar su puesto y dejar, de esa manera, vía libre a los delincuentes. Los alguaciles creían que alguien del Gremio había descubierto la alianza de Ruris con los pescadores belesianos y, en consecuencia, lo había castigado por su traición.

Pero Rodak estaba seguro de que había algo más. Tal y como le había dicho a Yunek, parecía que existía un patrón, y que alguien se dedicaba a borrar portales en toda Darusia; alguien que, probablemente, no tenía nada personal contra los pescadores de Serena.

Yunek, por su parte, y haciendo caso omiso de las advertencias de Tabit, le había contado a Rodak que sospechaba que la bodarita se estaba agotando y que, por tanto, la pintura de los portales acabaría por convertirse en un bien inestimable. Ambos habían llegado a la conclusión de que alguien se había percatado de ello y había llegado a crear, de alguna manera, una red que operaba por toda Darusia eliminando portales que nadie echaría de menos.

El gran defecto de aquella teoría consistía en el hecho evidente de que el portal de los pescadores de Serena sí se estaba echando en falta, y mucho.

—Eso es que han cometido un error —había dicho Rodak, tras meditar largo rato sobre ello.

Entonces le había indicado una serie de personas con las que debía hablar. Estaba convencido de que nadie podría borrar el portal de la lonja sin que alguien lo supiese en alguna parte; de que, tanto si se trataba de un complot belesiano como si había sido obra de los ladrones de portales, alguien tenía que haber oído algo al respecto.

—Antes que nada —le había dicho el joven guardián—, tienes que ir a ver a Brot.

Según le había explicado, Brot era un curtido marinero que solía recorrer toda la costa de Darusia en su viejo barco, el Dulce Enora, realizando diversos encargos y trabajos, algunos de ética dudosa. También hacía frecuentes viajes a Belesia, y mantenía relaciones con pescadores y marineros de ambos puertos.

Yunek, obediente, había ido a buscar a Brot en su primera tarde de investigación en Serena. Pero le habían dicho que el Dulce Enora había salido del puerto días atrás, y nadie sabía cuándo volvería.

De modo que, mientras tanto, Yunek se dedicaba a recorrer la ciudad, preguntando a unos y a otros, a veces solo, en otras ocasiones acompañado por Cali. Todos los días hacía una visita al puerto, para ver si Brot había regresado, pero siempre obtenía una respuesta negativa. Por lo que parecía, era habitual que zarpara sin decir nada a nadie y regresara al cabo de un tiempo, que podía ser una semana, un mes, o varios. Nadie sabía qué andaba haciendo, y nadie preguntaba al respecto.

Yunek estaba ya cansado de regresar del puerto de Serena con las manos vacías. Pero tampoco estaba obteniendo resultados por ninguna otra vía. De nuevo, lo único que había conseguido hasta el momento era coleccionar una serie de relatos más o menos inverosímiles sobre malcarados pescadores belesianos, esbirros del Invisible y contrabandistas de todos los pelajes.

Cuando llegó su turno, cruzó el portal, y enseguida lo recibió una súbita bofetada de aire marino.

No terminaba de acostumbrarse a aquellos viajes instantáneos. Hasta hacía poco, sus experiencias con portales podían contarse con los dedos de una mano. Estaba más habituado a desplazarse a pie o en carreta, o en la vieja mula que habían tenido en la granja, antes, claro, de que se vieran obligados a venderla para reunir dinero para el portal de Yania.

Tampoco se sentía a gusto en las grandes ciudades. Maradia le resultaba asfixiante, comparada con los amplios espacios abiertos y los interminables campos y praderas que se divisaban desde su casa, en Uskia. Serena tampoco era un destino mejor. Las calles seguían pareciéndole estrechas, y los edificios que las flanqueaban, demasiado altos. Por supuesto, el puerto le devolvía el horizonte infinito que la ciudad le había arrebatado, pero el mar, aquella enorme extensión azul, le producía un extraño desasosiego. Nunca había visto tanta agua junta, y se sentía pequeño y frágil ante tamaña inmensidad.

A Cali, por el contrario, le encantaba el mar. No en vano procedía de Esmira, una ciudad costera, y la continental Maradia le parecía demasiado fría y gris.

Yunek sonrió para sus adentros. Con tal de estar con Caliandra, pensó, volvería al puerto todas las veces que hiciera falta.

Se dio cuenta entonces de que sus pasos lo habían devuelto allí, por pura costumbre, pese a que en aquella ocasión la joven pintora no lo acompañaba. Bien, pensó. Ya que estaba en el puerto, volvería a preguntar por el Dulce Enora y su esquivo propietario.

No hizo falta, sin embargo. En cuanto se acercó a un grupo de estibadores que estaba descargando un barco en el muelle, uno de ellos le soltó, antes de que tuviera ocasión de abrir la boca:

—¡Brot no ha vuelto aún, chico de secano! ¿Por qué no te pasas por aquí dentro de un mes, por ejemplo, en lugar de venir a dar la paliza todos los días? ¡No todos podemos permitirnos el lujo de estar ociosos, como tú!

—No tenía intención de molestar —se defendió Yunek—. Y sí tengo trabajo que hacer. Solo… —se interrumpió, aguijoneado por las punzadas del remordimiento. Recordó que, mientras él paseaba por el puerto de Serena con una encantadora estudiante de la Academia, su madre y su hermana estarían a punto de comenzar la temporada de siembra sin él. «Esto lo hago por ellas», se recordó a sí mismo—. No importa —concluyó, con un suspiro—. Gracias por la información. Si el Dulce Enora vuelve a puerto, o si veis a Brot…

—Le diremos que su novio lo está buscando desesperadamente —completó otro de los estibadores, arrancando una carcajada a los demás.

Yunek esbozó una sonrisa de disculpa, pensando que, sin duda, se lo merecía por ser tan insistente, y se hizo el firme propósito de no regresar al puerto hasta la semana siguiente por lo menos, por mucho que Rodak reiterara la importancia de hablar con Brot cuanto antes.

Dio media vuelta para marcharse y enfiló por la estrecha callejuela que conducía a la plaza del mercado. Pero entonces, cuando pasaba junto a un soportal en sombras, una voz le susurró:

—Ellos no podrán decirte nada. No saben nada, ni quieren saberlo. Pero yo sí te puedo contar lo que le ha pasado a Brot.

Yunek se volvió, desconcertado. La calle estaba desierta, a excepción de una mujer que se encogía junto a la pared, en la penumbra del soportal.

El joven había pasado suficiente tiempo en la ciudad como para reconocer a una prostituta cuando la veía. Lo que más le llamaba la atención de aquellas mujeres no eran sus ropas provocativas, sus cabellos sueltos, sus rostros pintados o sus modales desenvueltos, sino la mirada vieja y cansada que mostraban los ojos de la mayoría de ellas. Y aquella no era una excepción.

—¿Conoces a Brot? —le preguntó.

Ella miró hacia todos lados, temerosa, y después le hizo una seña para que lo siguiera. Intrigado, Yunek lo hizo, aunque no pudo evitar preguntarse si no se trataría de una treta para atraerlo a su cama.

La mujer lo condujo hasta su casa, un único cuartucho mal iluminado y peor ventilado. Con una sonrisa avergonzada, corrió la cortina que dividía la estancia en dos, ocultando un jergón medio deshecho. En un rincón, sentados sobre una manta vieja, dos niños que no pasarían de uno y dos años, respectivamente, los contemplaban con los ojos muy abiertos.

Había dos sillas que parecían relativamente nuevas. La prostituta lo invitó a sentarse, y Yunek obedeció.

—Fueron un regalo de Brot —dijo ella, acariciando con cariño la madera pulida—. Demasiado elegante para esta casa, le dije. Entonces él me prometió que me traería una cama nueva que hiciera juego con las sillas. Fabricada con madera de los fuertes robles de Vanicia, me dijo. Yo le contesté que, antes que una cama, nos vendría bien una cuna para los niños. Ahora duermen conmigo, pero… —suspiró—, preferiría que no lo hicieran. Por mi trabajo, ¿sabes?

Yunek no supo qué contestar.

—Me llamo Nelina —dijo ella, cambiando de tema al advertir su incomodidad—. Conocí muy bien a Brot. Estábamos juntos, ¿entiendes? Quiero decir que no le cobraba.

—Eras… ¿su novia o algo así?

Nelina respondió con una carcajada.

—Si quieres llamarlo así… Entre nosotros había algo especial; yo no lo llamaría amor, pero sí, quizá, cariño, apego… Confiaba en mí, venía a verme nada más llegar a puerto, trataba a mis hijos como si fuesen suyos. Si los dos fuésemos de otra manera, quizá sí podríamos haber empezado algo más formal. Pero yo no me hago ilusiones. Lo conocía bien; sé que tenía más «novias» en otros puertos. Pero ninguna mujer oficial, de eso estoy segura.

—Salvo Enora, ¿no? La mujer que dio nombre a su barco.

De nuevo, Nelina rio.

—Enora… era su madre. Lo sé, la conocí. Aunque Brot pasase tanto tiempo en el mar, de aquí para allá, nació en Serena.

—¿Por qué hablas de él como si… ya no estuviera aquí?

Ella sacudió la cabeza, y en sus ojos brilló un destello de amarga tristeza.

—Porque es así. No sé quién eres ni lo que buscas, pero pareces buen muchacho, y eres el único que ha preguntado por él estos días. A Brot lo mataron, ¿sabes? Fue hace cosa de dos semanas. Brot estaba muy animado; decía que andaba detrás de un negocio importante y que tenía grandes planes para nosotros. Fue entonces cuando me prometió que me compraría muebles nuevos y otras cosas bonitas. Con el dinero que esperaba ganar, ¿entiendes?

»Pero luego desapareció el portal de la lonja y mataron a ese guardián, y Brot se puso nervioso. Intentaba fingir que no pasaba nada, aunque yo podía ver muy bien que estaba preocupado. Le pregunté si le ocurría algo, pero no me lo quiso contar. La última vez que lo vi, me besó y me dijo que no quería ponerme en peligro. Que lo estaba preparando todo para marcharse lejos porque iban a por él. Y que nuestros planes tendrían que esperar hasta que todo se calmara un poco.

—¿Quién iba a por él? —preguntó Yunek con un estremecimiento.

—No me lo dijo tampoco. Pero tenía mucho miedo. Nunca antes lo había visto así. Cuando se fue, nos prometió que regresaría por la mañana, antes de partir en el Dulce Enora, para darles a mis niños un juguetito que les había traído de Kasiba. Pero nunca más volvió.

—Y… —empezó Yunek; vaciló un momento, pero finalmente se atrevió a formular la duda que le rondaba por la cabeza—. ¿Y no existe la posibilidad de que… ya sabes… simplemente decidiera partir antes de tiempo?

Nelina negó con la cabeza.

—Brot no hacía muchas promesas. Pero las que hacía, siempre las cumplía. Y nunca les falló a mis niños. Ni una sola vez. En todo el tiempo que estuvimos juntos, jamás les faltó comida ni abrigo cuando él estaba en la ciudad.

—Entiendo —asintió Yunek—. Pero, si hubiesen matado a Brot, el Dulce Enora seguiría en el puerto.

—Lo hundieron. Estoy convencida de que se lo llevaron a aguas más profundas y allí lo dejaron, quizá a la deriva, o con un agujero en el casco. Pero nadie lo encontrará jamás. Brot siempre decía que ellos no dejan cabos sueltos.

—¿Y qué esperan que piense la gente cuando vean que pasa el tiempo y Brot no regresa?

—Nadie pensará nada. Brot iba y venía cuando le venía en gana, y no decía nunca cuándo tenía intención de volver. Quizá dentro de un año, o dos, alguien se pregunte qué habrá sido de él. Pero esto es una ciudad marinera. En ocasiones, los barcos no regresan a puerto. Todo el mundo lo sabe. —Sonrió con amargura—. La mar es una amante caprichosa y despiadada.

Yunek asintió.

—Entiendo —murmuró—. Pero, dime, ¿por qué me has contado todo esto a mí?

—Porque estás haciendo preguntas. Sé que quieres descubrir qué ha pasado en la lonja, y también estás buscando a Brot, todo el mundo lo sabe. Pensé que… —Vaciló—. No sé, sabía que los alguaciles no me escucharían, que dirían que son figuraciones mías, que nadie ha encontrado el cuerpo de Brot y… bueno, tú preguntabas por él. Quizá… quizá me equivoqué, pero pensé…

Su voz se apagó, y sus ojos parecieron hacerlo también.

Aún alargaron un poco la conversación, pero no había mucho más que hablar. Nelina no sabía quién amenazaba a Brot, ni por qué, aunque pensaba que estaba relacionado con la muerte del guardián y la desaparición del portal de los pescadores.

Yunek se despidió de ella y se encaminó a la plaza del mercado, sumido en hondas reflexiones. De nuevo, pensó, no sin cierta frustración, lo único que tenía eran conjeturas. No sabía con certeza si Brot estaba vivo o no; quizá todo fueran imaginaciones de Nelina, y en todo caso, ¿quién iba a querer asesinar al patrón del Dulce Enora, y qué relación tenía con la muerte de Ruris y el robo del portal… si es que había alguna?

Dobló una esquina cuando, de pronto, una figura se deslizó tras él, lo aferró con fuerza y lo arrastró a las sombras. Quiso debatirse, pero sintió la fría mordedura de un filo contra su cuello, y se quedó quieto, con el corazón latiéndole con fuerza.

—Así me gusta —susurró una voz áspera junto a su oído.

Yunek tragó saliva. Al hacerlo, la hoja del cuchillo se hundió un poco más en su piel.

—No tengo dinero —pudo decir, lo cual era cierto; como no le gustaba andar por ahí cargando con los fondos que había reunido para el portal de Yania, se había acostumbrado a dejar su saquillo a buen recaudo en casa de Rodak.

—No quiero tu dinero —replicó la voz—. Solo quiero que dejes de husmear en lo que no te importa.

—¿Qué?

—Tú y tus amigos pintapuertas —prosiguió su atacante sin hacerle caso—. Dejadlo todo como está, o iremos a por vosotros.

Yunek jadeó, sin poder asimilar lo que oía.

—¿No me crees? —susurró de nuevo la voz—. No estoy bromeando. Pregúntaselo a la chica pintapuertas. Aunque no podrá responderte, claro —añadió con una risita repulsiva—, porque ya nos hemos encargado de ella.

Un miedo espantoso estalló de pronto en las entrañas de Yunek. Un miedo que no tenía nada que ver con el filo que amenazaba su garganta.

—¡Cali! —exclamó, furioso—. ¿Qué le habéis hecho?

Se volvió con brusquedad, sin preocuparse ya por la presencia del cuchillo.

Pero este había desaparecido, y la sombra que lo empuñaba, también.

Yunek no se entretuvo en buscarla. Corrió, desesperado, a la Plaza de los Portales, y una vez allí se abrió paso a codazos entre la gente que aguardaba ante el portal de Maradia. Levantó un coro de protestas, insultos y amenazas, pero no se detuvo a responder, y se zafó de los alguaciles para precipitarse a través del resplandor rojizo.

Cayó de bruces sobre el empedrado de la Plaza de los Portales de Maradia, ante la mirada desconcertada de la gente que se encontraba a su alrededor. Apenas se había puesto en pie cuando asomó por el portal uno de los alguaciles de Serena.

—¡Detenedlo! —gritó—. ¡Es un alborotador!

Pero Yunek, que solo pensaba en Cali, ya había echado a correr hacia la Academia.

El portero, que ya lo conocía, lo dejó pasar, aunque a regañadientes, y advirtiéndole de que solo tenía permiso para entrar en el círculo exterior del edificio, donde se encontraban las habitaciones de los estudiantes, el comedor y otros espacios comunes. En teoría, no estaba bien visto que los visitantes masculinos rondaran el pasillo de las chicas, pero Yunek ya se había saltado la norma aquella misma mañana para ir a buscar a Cali, y no le importó hacerlo por segunda vez.

En su precipitación, casi resbaló ante la puerta de la habitación de la muchacha, pero recuperó el equilibrio y llamó con urgencia.

—¡Cali! ¡Caliandra! ¿Estás bien?

No hubo respuesta.

Yunek insistió, sin resultado. Cuando estaba planteándose seriamente la posibilidad de echar la puerta abajo, oyó la voz de Caliandra tras él.

—¿Yunek? ¿Qué haces?

El joven se volvió, y de nuevo lo asaltó aquel intenso terror cuando descubrió una mancha de sangre en el rostro de la chica.

—¿Yunek? —repitió ella—. ¿Te encuentras bien? Parece que hayas visto un fantasma…

Entonces Yunek se dio cuenta de que lo que había tomado por sangre no era más que una mancha de pintura roja, que embadurnaba la mejilla izquierda de Cali, y quiso llorar y reír de alivio. En lugar de eso, la abrazó, incapaz de decir una palabra.

Cali soltó su bolsa, sorprendida, sin comprender lo que estaba pasando. Alzó las manos, que también mostraban algunos restos de pintura, y, tras un breve titubeo, le devolvió el abrazo. Pero enseguida se estremeció, como si no se sintiera cómoda con aquel contacto tan íntimo. Yunek detectó que se ponía tensa; se apresuró a separarse de ella y la miró a los ojos.

—Tienes… pintura en la cara —fue lo único que pudo decirle.

Alzó los dedos para tocarle la mejilla.

—Sí, es que… he tenido una clase de prácticas. ¿Qué es, Yunek? ¿Qué pasa?

El joven pareció volver a la realidad. Se apartó de ella, un tanto cohibido.

—Yo… he estado en Serena y… —Sacudió la cabeza, en un intento por poner en orden sus pensamientos y volver a empezar—. Tengo que volver; he de hablar con Rodak —dijo.

—Espera, espera, no puedes marcharte así. Cuéntame lo que ha pasado.

—Bien; acompáñame de vuelta a Serena y te lo diré por el camino.

—¿A Serena? Pero… ahora no puedo. Tengo clase de Cálculo de Coordenadas con maese Saidon, y no sé si…

—Es importante —insistió él.

Cali lo miró a los ojos y comprendió que, en efecto, lo era. Asintió, sin una palabra, y lo acompañó pasillo abajo.

En el descansillo de la escalera se encontraron con Tabit, que subía fatigosamente. El joven se detuvo, sin embargo, al verlos llegar juntos por el corredor.

—¿Yunek? ¿Qué haces aquí? No sabía que…

Lo interrumpió, de pronto, alguien que subía tras él a toda velocidad. Los dos estudiantes se quedaron sorprendidos al ver que se trataba de Unven, que corría hacia ellos, pálido y con gesto desencajado. Tras él venía Zaut, más serio de lo que era habitual en él.

Unven se detuvo junto a Tabit, pero, antes de que este pudiera saludarlo, su amigo lo aferró por los hombros y lo sacudió con violencia; dado que era más alto y fuerte que Tabit, los demás temieron que lo echara a rodar escaleras abajo.

—¡No vuelvas a meternos en tus líos! —vociferó, furioso—. ¿Me oyes? ¡Nunca más!

Tabit se quedó mirándolo, perplejo.

—No… no sé de qué me hablas —balbuceó—. ¿Cuándo has vuelto de Rodia?

Unven respondió con una amarga carcajada. Parecía desquiciado, como si hubiera perdido la razón.

—Es Relia —dijo Zaut con gravedad, deteniéndose junto a ellos—. Ella y Unven fueron a examinar un portal que había desaparecido, y alguien les tendió una especie de emboscada y los atacó. Ella…

Tabit y Cali lo miraron, horrorizados.

—¿Está…? —se atrevió a preguntar Tabit.

Unven sollozó.

—Está gravemente herida —dijo Zaut en voz baja—. La han llevado a Esmira, a casa de su padre, pero no despierta, y los médicos no saben si lo hará alguna vez.

—Todo esto es culpa tuya —susurró Unven, mirando a Tabit con un odio que lo dejó helado.

—No —intervino Yunek inesperadamente—. Es culpa mía. Por hacer demasiadas preguntas en Serena. —Calló un momento antes de añadir, sorprendido—. Y porque estaba encontrando respuestas.

Unven quería regresar a Esmira inmediatamente para cuidar de Relia, pero sus amigos lo convencieron para que se quedara a cenar con ellos y recuperara fuerzas. De modo que ocuparon una mesa en el comedor y escucharon su historia, sobrecogidos.

Toda su ira parecía haberse esfumado, dejando paso a un profundo abatimiento. Con voz apagada les contó que habían ido a investigar el «portal de los amantes» de Rodia. Habían hablado con el dueño de la casa, pero este les había dicho, desconcertado, que ya no existía ningún portal. Dado que el de la mansión a la que conducía había desaparecido y, por tanto, el suyo propio ya no servía para nada, tiempo atrás se había presentado en su casa un maese de la Academia y se había ofrecido a eliminarlo; incluso le había pagado por las molestias.

Los estudiantes escucharon aquella historia sin dar crédito a lo que oían.

—¿Quieres decir… que los portales los borra la gente de la Academia? —preguntó Yunek, estupefacto.

—No, eso no puede ser —dijo Cali—. La Academia jamás destruye portales. Cada uno de ellos es una obra de arte y, si además son antiguos, con mayor motivo. Forman parte de nuestra historia. —Suspiró—. A maesa Ashda le daría un ataque si se enterase.

—Relia opinaba igual —murmuró Unven—, de modo que examinamos la pared en la que había estado el portal, y luego fuimos a la mansión abandonada, donde desapareció su gemelo el año pasado. Los dos habían sido borrados de forma parecida.

—¿Sin dejar un solo resto de pintura, ni en la pared ni en el suelo? —adivinó Tabit.

Unven asintió.

—Nosotros estamos convencidos de que el maese que borró el «portal de los amantes» no era un verdadero maese —explicó—. Por lo que sabemos, vestía la túnica granate, lucía la trenza y las sandalias, llevaba el zurrón con el instrumental… pero, por dos o tres cosas que le dijo al dueño, sospechamos que era un impostor. Alguien que se hizo pasar por un pintor de la Academia para que le franquearan el paso hasta el portal, y así poder borrarlo sin despertar sospechas.

Tabit se pasó la mano por el pelo, inquieto.

—Están muy organizados —comentó—. Demasiado para tratarse de ataques esporádicos.

Unven asintió.

—Relia pensaba que la red podría estar relacionada con los tradicionales ataques a las minas de bodarita.

—Tiene sentido —dijo Cali—. Todo el mundo sabe que los cargamentos de bodarita han sufrido ataques de bandidos desde que se abrieron las minas. Por eso se pintaron portales directos entre la Academia y cada una de las explotaciones, para evitar que se perdieran contenedores por el camino. Eso redujo el bandidaje en torno a las minas, pero aún quedan algunas cuadrillas lo bastante osadas como para asaltar algún yacimiento de vez en cuando. Si todos esos grupos están organizados, imagino que se habrán dado cuenta de que las minas de Uskia y Kasiba producen menos mineral… y quizá por eso, para mantener a flote su negocio, han comenzado a borrar portales abandonados o marginales.

—¿Por toda Darusia? —Tabit sacudió la cabeza—. Estamos hablando entonces de una organización criminal muy extensa…

—O muy bien coordinada. Y muy bien dirigida, porque, si es cierto que llevan tanto tiempo traficando con bodarita sin que nadie se haya dado cuenta, eso significa que son condenadamente buenos.

—Y nosotros vamos tras sus pasos —dijo Yunek—. Y se sienten amenazados. Por eso han atacado a vuestra amiga. Pero ¿qué pasó exactamente?

Unven suspiró y cerró los ojos con cansancio, como si tuviera que hacer un enorme esfuerzo para seguir recordando.

—Pasamos unos días en casa de mi familia —rememoró—, pero Relia no se sentía del todo a gusto. Ya sabéis, mi madre es muy entrometida, y mi padre es de la vieja escuela, y por alguna razón pensaron que ella y yo… bien, no importa, el caso es que no les gustó enterarse de que Relia no descendía de la antigua nobleza. —Suspiró—. Como si eso tuviera alguna importancia hoy día.

—Ninguna en absoluto —coincidió Cali.

—Ya no teníamos nada que hacer en Rodia, porque el portal que habíamos ido a examinar ya no existía. Así que pensamos en regresar a la Academia. Pero entonces mi tío nos contó que un amigo suyo de Kasiba tenía en casa un antiguo portal que ya no utilizaba, y que un maese de la Academia se había ofrecido a borrarlo y hasta le pagaría por ello.

—Como le sucedió al dueño del «portal de los amantes» —murmuró Tabit.

—Eso dijo Relia también. De modo que decidimos pasar por Kasiba antes de volver a la Academia. Allí, nos entrevistamos con el amigo de mi tío y descubrimos que no hacía ni tres semanas que el falso maese había borrado su portal. Pensamos ir a la casa donde se encontraba el portal gemelo, pero, cuando nos dirigíamos hacia allí, un grupo de matones nos atacó en un callejón oscuro. Forcejeamos; no pude impedir que golpearan a Relia, y quién sabe lo que nos habrían hecho si los alguaciles no llegan a aparecer en ese momento. Los matones se llevaron mi bolsa, así que los tomaron por simples ladrones. Pero yo sé que no lo eran. Antes de salir huyendo, uno de ellos nos amenazó y nos dijo que, si seguíamos metiendo las narices en sus asuntos, la próxima vez nos matarían.

La voz se le quebró, y no pudo seguir hablando. Zaut le palmeó el hombro en un gesto de consuelo, mientras Unven hundía el rostro entre las manos.

—Y eso es todo, más o menos —concluyó, sobreponiéndose—. Llevé a Relia a casa de su padre, y he vuelto solo para informar en Administración de que ni ella ni yo volveremos a clase hasta que… bueno, hasta que las cosas mejoren. Lo que sí tengo claro es que para nosotros se acabó el juego. Si alguien está borrando portales, que les aproveche. Yo no quiero saber nada más.

Y se cruzó de brazos mientras clavaba la mirada en Tabit, como desafiándolo a tratar de convencerlo de lo contrario.

Sin embargo, su amigo asintió, pesaroso.

—Lo entiendo —dijo—. Y me parece bien. En realidad, tras el asesinato del guardián de Serena ya me quedó claro que esa gente es muy peligrosa; será mejor que nos mantengamos alejados de ellos en lo sucesivo.

Unven se mostró desconcertado, y también Zaut lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Asesinato? ¿De qué estás hablando?

Tabit suspiró, recordando, de pronto, que no había compartido con ellos todo lo que sabía. Ni por asomo.

—Poco después de que borraran el portal del Gremio de Pescadores de Serena —explicó—, uno de sus guardianes apareció allí, asesinado. Os ahorraré los detalles, porque no son agradables. Los alguaciles aún están intentando averiguar quién está detrás, pero es muy probable que se trate de las mismas personas que os atacaron en Kasiba.

Unven sacudió la cabeza, sin poder creerlo.

—¿Me estás diciendo que sabías que esos tipos son unos asesinos? ¿Y no me lo habías contado?

—Ya os habíais marchado a Rodia cuando pasó todo eso —se defendió Tabit—. Además, ¿cómo iba a imaginar que algo que sucedió en Serena podía afectaros a vosotros en Rodia… o en Kasiba?

—Esto es Darusia —le recordó su amigo con sequedad—, la tierra de los portales. No existen las distancias para quien pueda utilizarlos a voluntad.

Tabit no fue capaz de responder, y los demás optaron, prudentemente, por no intervenir. Unven suspiró y se levantó de la mesa. Parecía fatigado y lento como un anciano.

—Me marcho a Esmira —anunció—. Quiero estar cerca de Relia cuando despierte… o en el caso de que…

No fue capaz de completar la frase.

—Te acompaño al patio —se ofreció Tabit, haciendo ademán de incorporarse; pero Unven lo detuvo.

—No; quédate aquí, conspirando con tus amigos. La gente que vive en el mundo real… tiene preocupaciones del mundo real, ¿sabes?

Tabit acusó el golpe. Se dejó caer de nuevo en el banco.

—Te has pasado, Unven —le reprochó Cali.

—No, déjalo —murmuró Tabit—. Seguramente tiene razón.

—Yo te acompañaré —dijo Zaut—. No tengo el menor interés en «conspirar», y mucho menos en acabar como… —iba a decir «como Relia», pero se corrigió a tiempo—, como ese guardián del pescado.

Tabit y Cali murmuraron unas palabras de despedida, mientras Yunek, que se sentía incómodamente fuera de lugar, miraba hacia otro lado.

Unven y Zaut se marcharon. En la mesa reinó un largo silencio, que Tabit se atrevió a romper al cabo de un rato.

—Yo… no me esperaba esto —confesó—. No quería que le pasara nada a Relia.

—Ni tú, ni nadie —murmuró Cali.

—Pues yo no lo lamento —dijo entonces Yunek—, porque por un momento creí… —se detuvo, pero por fin se atrevió a continuar, enrojeciendo levemente—, pensé que era Cali la chica a la que habían atacado.

Les relató sus experiencias en Serena; les habló de su visita al puerto, de su conversación con Nelina y de la amenaza del desconocido. Pero todo aquello solo sirvió para reafirmar a Tabit en la idea de que seguir investigando por ahí era algo muy peligroso.

—Además, ya sabemos lo que pasa: hay una red de traficantes de bodarita que se dedica a borrar portales para acumular pintura. Con esa información ya podemos ir a hablar con el rector y desentendernos del asunto.

—¿Y ya está? —preguntó Yunek, incrédulo—. ¿Piensas dejarlo así?

—¿Y qué más quieres que hagamos? Esas personas son peligrosas, ya lo has visto. Puede que no te importe lo que le ha pasado a Relia, porque no la conoces, pero piensa en el tipo que te ha amenazado en Serena. El próximo podrías ser tú. —Yunek iba a replicar, pero Tabit añadió—: O podría ser Caliandra. ¿Serías capaz de soportar eso sobre tu conciencia?

Yunek no dijo nada. Sin embargo, aquel gesto obstinado no desapareció de su rostro. Tabit no se dio cuenta, pero Cali, que empezaba a conocer bien al joven uskiano, lo interpretó correctamente.

—Yunek, ¿por qué insistes en seguir removiendo todo esto? —le preguntó, inquieta—. ¿Qué esperas conseguir? ¿Tu portal? Sabes que, por mucho que desenmascares a los ladrones de bodarita, eso no hará que el Consejo cambie de opinión.

—Quizá deberías ir considerando la posibilidad de volver a casa —sugirió Tabit con suavidad.

Yunek resopló, molesto.

—Tampoco es que estés ayudando mucho, precisamente —le reprochó.

—¿Y qué quieres que haga? Soy solo un estudiante.

—Y yo soy solo un granjero y, sin embargo, tengo más agallas que tú —le espetó Yunek—. Si salieses de vez en cuando de tu biblioteca y tus libros, quizá habrías podido hacer algo más que quedarte sentado mirando cómo mataban al guardián y atacaban a tu amiga.

En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras comprendió, por la expresión de Tabit, que estaba siendo injusto con él, y que sus palabras lo habían herido.

—Se acabó —dijo el estudiante con gesto cansado—. No pienso seguir discutiendo contigo, Yunek. Haz lo que te dé la gana.

El uskiano se dio cuenta de que también Caliandra lo miraba con horror, como si no acabase de creer lo que acababa de escuchar, y eso le resultó tan insoportable que la disculpa brotó espontáneamente de sus labios:

—No quería decir eso, Tabit. Lo siento mucho. Y siento también haberte echado de mi casa aquella noche —añadió de pronto—, y más teniendo en cuenta la tormenta que cayó después.

El estudiante se estremeció, recordando la noche en que había conocido a Tash en casa del terrateniente Darmod.

—No tiene importancia —murmuró—. Hace mucho tiempo de eso.

—Pero yo no me había disculpado aún —insistió Yunek—. No he sido muy amable contigo, y eso que siempre has intentado ayudarme.

Tabit desvió la mirada, incómodo.

—En la medida de mis posibilidades —le recordó—. Lo cierto es que tienes razón al decir que debería implicarme más. Pero no me veo capacitado para enfrentarme a gente que roba portales, asesina guardianes y apalea estudiantes. En toda mi vida solo he sido bueno en dos cosas: huir y estudiar. Así que esto es lo único que puedo ofrecer —añadió, dejando caer sobre la mesa un fajo de papeles repletos de cálculos y símbolos matemáticos—. Y me conformo con que nos ayude a descubrir, al menos, qué le ha pasado a maese Belban.

Cali lo contempló con interés.

—¿Has hecho algún avance?

Tabit le devolvió una mirada confundida.

—Claro, ya os he dicho que he averiguado a qué momento temporal estaba intentando viajar cuando desapareció. ¿No os lo he dicho? —preguntó, desconcertado, al ver que Caliandra abría mucho los ojos—. Ah, claro… con todo lo de Relia… Veréis, es muy curioso, porque maese Belban desarrolló una escala numérica totalmente nueva… y todo para conseguir una gradación temporal más precisa que le permitiera elegir el momento exacto al que quería desplazarse.

—No entiendo ni una palabra —declaró Yunek—, ni tengo la más remota idea de lo que estáis hablando.

—He conseguido descifrarla —prosiguió Tabit sin hacerle caso—. Su punto de destino se sitúa hace exactamente veintitrés años.

—¿Eso fue antes o después de que yo me lo encontrara en el pasado? —preguntó Cali, fascinada.

—Poco antes. Unos meses antes, de hecho. Y, mirad, he estado preguntándome por qué querría volver a ese momento en particular. Claro que no conozco los detalles de la vida de maese Belban, pero se me ha ocurrido que fue aproximadamente en aquella época cuando escogió a su último ayudante. Más tarde pasó algo —y corren muchos rumores siniestros al respecto—, y después de eso maese Belban no volvió a aceptar ningún ayudante ni a dar clases, se encerró en su estudio y fue, poco a poco, convirtiéndose en el ermitaño excéntrico que conocemos.

—Ah, yo también he oído esa historia —asintió Cali—. Era inevitable que me la contaran, sobre todo cuando se corrió la voz de que había presentado un proyecto para trabajar con él. Dicen que maese Belban mató a su último ayudante. Según a quién preguntes, te dirá que fue un accidente o que lo hizo a propósito. ¿Quieres decir que estaba intentando volver atrás, al momento en que murió ese chico?

—Es lo primero que se me ha ocurrido; aunque no sé por qué razón querría revivir algo así.

—¡Pues está claro! —respondió Caliandra, emocionada—. ¡Para tratar de evitar su muerte!

Yunek se quedó contemplando, incómodo, cómo los dos estudiantes se enfrascaban con entusiasmo en una discusión acerca de cosas que él no entendía. Se sentía completamente fuera de lugar, y se dio cuenta de que había algo más que lo alejaba irremediablemente de Cali, algo que no tenía nada que ver con la posición social de ella o con el dinero de su familia. Abatido, murmuró unas palabras de despedida, pero ellos apenas lo escuchaban, inmersos como estaban en un acalorado debate sobre las consecuencias de los propios actos, y sobre si se puede o no cambiar aquello que ya está hecho.

Yunek salió de la Academia y se encaminó a la Plaza de los Portales para regresar a Serena.

Llegó a casa de Rodak cuando ya hacía rato que había anochecido. Se sintió culpable, porque no solo había estado fuera todo el día, sino que ni siquiera había traído nada para la cena. Dado que Rodak y su familia lo alojaban sin pedirle nada a cambio, él había adoptado la costumbre de llevarles algo del mercado, ya fuera carne o verdura fresca, puesto que se le daba muy bien regatear y sabía valorar el género mucho mejor que ellos, que solo entendían de pescado. Sin embargo, aquel día no había tenido tiempo de hacer la compra.

A pesar de ello, la madre de Rodak lo recibió con la calidez de siempre. Aunque la familia ya había comenzado a cenar, le hicieron un sitio en la mesa, entre Rodak y su abuelo, y descubrió que le habían guardado una ración. Se sintió conmovido. La amabilidad de su anfitriona le recordaba a la de su propia madre, y le hizo sentir nostalgia de su hogar.

Se esforzó, no obstante, por no dejarse llevar por la melancolía. Tenía cosas que hacer allí, tanto en Serena como en Maradia, y no podía regresar sin haber solucionado el asunto que lo había llevado tan lejos de casa

—He de hablar contigo —le dijo a Rodak al finalizar la cena.

El muchacho asintió, mostrándose de acuerdo, y ambos salieron a la terraza.

La casa de Rodak estaba situada junto al puerto, y en la parte posterior tenía una pequeña galería descubierta que gozaba de una amplia panorámica sobre el mar. Los dos jóvenes tomaron asiento en el banco y, mientras contemplaban las luces de los barcos que faenaban en altamar bajo el aterciopelado cielo nocturno, Yunek le relató todo lo que había sucedido a lo largo del día. Rodak escuchó en silencio, como solía hacer. Solo fueron interrumpidos en una ocasión, cuando su madre salió a llevarles un par de mantas, por si tenían frío. Se despidió luego con una sonrisa; alentaba la amistad entre ellos con pequeños gestos como aquel, y Yunek no pudo evitar preguntarse si era una actitud inteligente. Después de todo, él mismo se marcharía de vuelta a Uskia, tarde o temprano, y tendrían suerte si volvían a verse en alguna otra ocasión. Si la madre de Rodak necesitaba un hermano mayor para su hijo, pensó, debería buscarlo en otra parte.

—Todo se va complicando —murmuró entonces Rodak, sobresaltándolo.

—¿Cómo dices?

—Todo este asunto —dijo Rodak, sacudiendo la cabeza—. Hasta ahora tenía la sensación de que no estábamos llegando a ninguna parte, pero lo que les ha pasado a los amigos de maese Tabit en Kasiba… no sé. Nadie se molestaría en amenazarlos si no se hubiese sentido amenazado a su vez.

—Pero a mí no me parece que hayamos descubierto nada importante —señaló Yunek—, a no ser que nos tomemos en serio lo que me dijo esa prostituta, Nelina.

—Yo sí me lo tomo en serio —respondió Rodak con gravedad; tras un largo silencio, añadió, con la mirada clavada en la insondable negrura del mar—: Pobre Brot.

Yunek quiso preguntar si lo había conocido mucho, o desde hacía mucho tiempo; pero, por alguna razón, decidió que las palabras estropearían el reflexivo silencio de Rodak, y optó por callar.

Ninguno de los dos dijo nada más aquella noche; tenían demasiadas cosas en qué pensar.