UN RESPLANDOR AZUL

«… De todo lo anterior se deduce que, en realidad, el portal gemelo es redundante.

El doble círculo de coordenadas debería bastar, en teoría, para activar un portal, si el punto de partida y el de destino están bien calculados, sin necesidad de replicarlo al otro lado.

Y, aunque ello requiriese aumentar el número de coordenadas con el fin de definir al máximo ambos puntos, valdría la pena investigarlo, porque, si descubriéramos un método que lo permitiera, el ahorro de tiempo, energías y pintura sería espectacular, y nuestra ciencia avanzaría enormemente».

Disquisiciones en torno al cálculo de coordenadas,

maese Belban de Vanicia.

Capítulo 12: «Posibilidad de viajar con un único portal».

(también conocido como «la hipótesis Belban»).

Si no hubieseis estado hablando ayer de portales borrados y todas esas cosas —dijo Cali—, probablemente esto se me habría pasado por alto.

Tabit asintió, pero apenas la escuchaba.

Se encontraban, de nuevo, en el estudio de maese Belban. El joven se había inclinado para examinar uno de los portales azules, concretamente una zona situada en la parte inferior del círculo externo del trazado.

—¿Lo ves? Ahí había algo escrito. En el círculo de coordenadas.

—Sí —coincidió Tabit tras un instante—. Y lo borraron. Pero no se me ocurre qué puede ser —admitió, levantándose y retrocediendo nuevamente para contemplar el portal en su totalidad.

Empezó a contar los símbolos para asegurarse de que no faltaba ninguno, pero Cali lo interrumpió:

—Ya lo he comprobado yo. Cuando vi el borrón pensé que quizá no funcionaba porque habían eliminado una coordenada, pero están todas.

—¿Has repetido…?

—¿… la medición? —completó ella—. ¡Claro que sí! Y está todo bien. Pero puedes comprobarlo por ti mismo, si quieres —concluyó, encogiéndose de hombros—. Después de todo, siempre has sido mejor que yo en Cálculo de Coordenadas.

Tabit cogió el medidor que Cali le tendía, reprimiendo una sonrisa al comprobar que, pese a la despreocupación que fingía con respecto a sus estudios, en el fondo su compañera también parecía competir con él, a su manera. Pero no hizo ningún comentario al respecto.

—Bien —dijo, fijando el medidor de Caliandra en el centro exacto del portal azul—, te voy a ir recitando los resultados. Comprueba tú que son los mismos.

Ella asintió y se situó al inicio de la retahíla de símbolos que enmarcaba el portal.

Tabit ajustó las ruedas y esperó.

—Tierra… treinta y siete.

—Correcto —asintió Cali.

Tabit hizo girar la siguiente rueda y aguardó a que la aguja se detuviera de nuevo.

—Agua: veintitrés.

—Correcto.

Tabit repitió la operación con la siguiente rueda.

—Viento: quince.

—Correcto.

Prosiguieron con el resto de variables, y todos los resultados coincidían con los que había calculado el profesor Belban. Los únicos que no se ajustaban a los suyos eran los correspondientes a las variables de Luz y Sombra, algo que los dos estudiantes ya habían previsto que sucedería, porque solían depender del momento del día en que se realizaba la medición.

—Piedra… setenta y cinco —prosiguió Tabit.

—Correcto.

—Metal… diecisiete.

—Correcto.

—Madera… veintiocho.

—Correcto también —suspiró Caliandra—. ¿Lo ves? Ya te dije que estaba todo bien. Si quieres, podemos ajustar las coordenadas lumínicas, a ver si con eso conseguimos activar el portal, pero…

—Espera —la detuvo Tabit; se había quedado contemplando el aparato con gesto reconcentrado—. Caliandra, ¿este medidor es tuyo?

—Claro —respondió ella—. ¿De quién iba a ser, si no? Venía en la lista de material necesario para la asignatura de Cálculo de Coordenadas, ¿no te acuerdas? Todos nos compramos uno entonces.

—Todos menos yo, supongo —murmuró Tabit; volvió a fijarse en el borrón de la pared y, después, alzó la cabeza para mirar a Cali a los ojos—. Como no podía permitírmelo, siempre he usado uno prestado del almacén de material. ¿Sabías que antiguamente los medidores Vanhar tenían doce variables?

—¿Doce? —se rio Cali—. Me tomas el pelo.

—Sí, eso dije yo cuando vi la antigualla que me prestó maesa Inantra. Me explicó que el medidor que Vanhar diseñó originalmente tenía doce variables, una por cada miembro del Consejo, pero que la duodécima en realidad no servía para nada.

—¿Quieres decir que no importaba qué cantidad indicase…?

—Quiero decir que no importaba que pusieras o no un duodécimo símbolo en el portal, porque funcionaba de la misma manera, con o sin él. Y por eso, me explicó maesa Inantra, hace por lo menos cien años que los medidores que fabrican en el taller de Mecánica tienen solo once variables.

Cali ladeó la cabeza y silbó con admiración.

—¿Así que siempre has usado un medidor centenario para tus cálculos? ¡Y aun así eras el primero de la clase!

Tabit agitó la mano, incómodo.

—Eso no es importante ahora. Lo que quiero decir es que tal vez maese Belban utilizó también un medidor antiguo, y quizá colocó doce símbolos, y no once, en torno al portal.

Caliandra lo pensó un momento.

—Pero eso no cambiaría nada, ¿verdad? Porque, según dices, la duodécima variable no tiene ninguna utilidad.

Tabit se desinfló de pronto.

—No, tienes razón —admitió—. Si el portal no funciona con once coordenadas, tampoco lo hará con doce.

—O tal vez sí —replicó Cali, que se había quedado contemplando el portal con los ojos entornados—, porque este portal es diferente. Si fuera como los demás, funcionaría con once coordenadas. Tal vez, precisamente por estar hecho con un tipo de bodarita distinto, necesite esa duodécima coordenada para activarse.

—Es una teoría traída por los pelos —opinó Tabit—. Además, ¿a qué podría corresponder esa duodécima variable?

—No lo sé, pero podemos tratar de averiguarlo. Anda, vamos, no te quedes ahí parado. Trae tu medidor centenario y repitamos el cálculo otra vez —lo apremió, sin poder contener la emoción—. Si te das prisa, tal vez puedas llegar al almacén antes de que se vaya maesa Inantra.

Tabit se mostró reticente, porque quería pensar en aquello con calma, pero Cali no se lo permitió. De modo que, renegando por lo bajo, el joven salió del estudio del profesor Belban y recorrió los pasillos con paso ligero hasta llegar a su destino.

Tuvo suerte; maesa Inantra, la profesora de Mecánica y encargada del almacén, estaba a punto de marcharse, pero no lo había hecho aún. Algo perpleja, le prestó a Tabit el medidor que él le pidió.

—¿A qué vienen tantas prisas? —le preguntó—. ¿No podías esperar hasta mañana?

—Sí —rezongó Tabit—. Bueno, no. Es una larga historia.

Regresó, pues, al despacho de maese Belban, donde lo esperaba Caliandra, casi dando saltitos de la emoción.

—¡Vamos, vamos, haz la medición!

Un poco intimidado por su entusiasmo, Tabit colocó el aparato en el centro del portal.

Repitieron la medición; Caliandra había hallado un frasco de pintura azul en la alacena, y ya había borrado de ambos portales los símbolos correspondientes a las variables lumínicas, de modo que anotaron las de aquel preciso instante para poder dibujarlas después en los círculos de coordenadas. Cuando llegaron al duodécimo símbolo, los dos contemplaron el medidor con expectación.

La aguja giró un par de veces y después se detuvo.

—Sesenta y dos —leyó Tabit—. Un cifra bastante elevada. Me pregunto a qué corresponderá.

Acarició el símbolo grabado en la duodécima rueda del medidor. Significaba «Indefinido». Un indicio más de que aquella variable estaba ahí solo para completar el círculo, y no porque tuviera ninguna relevancia especial. O eso había creído hasta el momento.

Cali ya estaba pintando los símbolos en la pared para completar el círculo de coordenadas del portal.

—Vamos, coge un pincel y ayúdame —apremió a su compañero.

Tabit la miró y dejó escapar una exclamación horrorizada. Ella se detuvo, con el pincel en alto, y se quedó mirándolo, asustada.

—¿Qué pasa?

—¡Llevas el pelo suelto! —acusó Tabit—. ¡Y largo!

Cali parpadeó un momento, mientras asimilaba lo que él había dicho. Entonces sonrió, entre aliviada y avergonzada.

—Sí, lo siento, lo olvidé. —Se trenzó el cabello rápidamente, aunque el resultado no quedó muy firme ni muy airoso—. ¿Mejor así?

Tabit, que, a pesar de llevar su pelo negro cortado a la altura de la nuca, ya se había hecho una trenza tiesa y prieta, la miró con cierto aire de reproche.

—Vamos, relájate —se defendió ella—. Solo son unos cuantos símbolos.

Trabajaron en silencio. Tabit era meticuloso y concienzudo. Cali, por el contrario, dibujaba con mano firme y rápida. Por supuesto, ella terminó antes, y Tabit comprobó, no sin cierta envidia, que su trazo era más que notable.

—Vamos —lo animó ella—. Cierra el enlace ya.

Tabit asintió y, tras fijarse bien en la forma en que estaba dispuesta la última cenefa en el portal gemelo, la reprodujo en el suyo con toda la fidelidad de que fue capaz.

Y entonces, cuando la última pincelada se deslizó sobre el muro de piedra, uniendo dos trazos sueltos en una espiral perfecta, el portal, de repente, se activó.

Tabit dio un respingo, sorprendido, cuando un suave resplandor azul lo bañó de pies a cabeza. Retrocedió, trastabillando, y cayó de espaldas al suelo. Desde allí, sentado sobre las baldosas de piedra, contempló maravillado los dos portales gemelos, que se habían encendido a la vez.

—Aquí tienes —dijo Caliandra, orgullosa—. La bodarita azul funciona. Para que estos portales se activen, solo hay que calcular una coordenada más.

—Es… —Tabit sacudió la cabeza, aún sin saber qué decir—. Es asombroso —acertó a desgranar—. Pero ¿por qué…? ¿Y qué…? ¿Y cómo…? —se le acumulaban las preguntas, incapaz de formular ninguna completa.

Cali estaba exultante.

—¡Y lo hemos descubierto nosotros, Tabit! —exclamó—. ¿Te imaginas lo que dirá maese Maltun cuando lo sepa?

—Aún no estamos seguros de que funcione —objetó Tabit, tratando de contener un poco el entusiasmo de la chica.

Ella lo miró, con los brazos en jarras y un mohín de enfado.

—¿Cómo que no? ¡Ahora verás!

Y, antes de que Tabit pudiera reaccionar, saltó al interior de uno de los portales azules.

—¡Calian…! —empezó Tabit, horrorizado; pero, cuando ya decía «… dra!», la joven reapareció, casi instantáneamente, a través del segundo portal.

—¿Lo ves? —le dijo; señaló los dos círculos azules—. Dos portales gemelos, perfectamente conectados.

Tabit se levantó, aún con el corazón latiéndole con fuerza.

—No vuelvas a hacer eso —le reprochó—. Me has dado un buen susto. Además —añadió, antes de que Cali pudiese replicar—, hay algo que no me cuadra. No puede ser tan sencillo.

—¿El qué? Lo hemos hecho, ¿no?

—¿Y no crees que al profesor Belban ya se le habrá ocurrido esto mismo? Está claro que dibujó el duodécimo símbolo y que, por tanto, activó los portales. Pero ya ves que no llevaban muy lejos y, además, ¿por qué borraría el símbolo después?

Cali frunció el ceño, pensativa, y después se volvió hacia la mesa, donde había intentado ordenar, con escaso éxito, los papeles de maese Belban.

—Hay algo de eso por aquí —dijo—. No he conseguido entender la mayoría de sus anotaciones; creo que usa un código personal y secreto que habría que descifrar para poder leerlo. Pero en alguna parte —añadió—, estaba el cálculo de coordenadas de los portales. Ya antes me llamó la atención que había una cifra que no me cuadraba. Sesenta y dos, ¿verdad? —Tabit asintió—. Sí, aquí está. —Alzó una hoja repleta de cálculos, escrita en el lenguaje simbólico de la Academia—. Todo esto son divagaciones sobre el sesenta y dos. No he entendido gran cosa, pero tal vez tú puedas encontrarle algún sentido.

El misterio encendió la curiosidad de Tabit.

—Déjame ver. —Examinó con interés el papel que Cali le entregó—. Todo esto no está muy ordenado, ¿verdad?

—Sé que maese Belban escribía todos sus progresos y conclusiones en un diario de trabajo —respondió Cali—, pero no lo he encontrado por ningún sitio. Probablemente esos papeles sean solo apuntes en sucio.

—Aun así, son cálculos muy complejos, y no estoy seguro de entender qué representan. Si supiera qué estaba buscando exactamente…

Cali trasteaba con el medidor de Tabit y apenas lo estaba escuchando. Mientras el joven trataba de descifrar los apuntes de maese Belban, ella realizó diversas mediciones en distintos puntos de la estancia. Hasta salió al pasillo para seguir probando allí.

Cuando regresó, Tabit había bajado la hoja y la contemplaba con extrañeza.

—¿Qué estás haciendo?

Ella se encogió de hombros.

—Intentaba averiguar a qué corresponde la duodécima variable midiendo coordenadas en sitios diferentes, pero… la verdad, entiendo que terminaran por eliminarla. No es una variable, sino una constante. Siempre da sesenta y dos.

—¿Estás segura? —preguntó Tabit, vivamente interesado.

—Bueno, habría que hacer más mediciones, a ser posible lejos de la Academia, incluso en otras ciudades… pero intuyo que siempre obtendremos el mismo resultado.

Tabit arrugó el entrecejo.

—¿Por qué llamar «Indefinida» a una coordenada que nunca cambia? —se preguntó en voz alta.

—Oye, y tú, que has utilizado medidores viejos todo este tiempo… ¿nunca te has fijado en lo que marcaba la duodécima coordenada?

Tabit había vuelto a los apuntes, pero contestó, distraído:

—Sí, la primera vez hice la medición, por curiosidad. Pero, como maesa Inantra me había dicho que no servía para nada, no volví a intentarlo más. Pero escucha, Caliandra, ya sé qué es este papel: el profesor Belban intentaba hacer lo mismo que estás haciendo tú: encontrar variables en la constante. Solo que tú has estado probando al azar y él usaba cálculos matemáticos.

—¿De verdad? ¿Y descubrió algo?

—No lo sé. Tendría que estudiarlo con más calma.

—Vale —asintió ella—. Tú sigue por ahí, que yo investigaré a mi manera.

Tabit no la escuchaba. Pero alzó la cabeza cuando, de pronto, el brillo azulado de la estancia menguó considerablemente.

—¿Qué has hecho?

Cali se había arrodillado junto a uno de los portales, que se encontraba de nuevo inactivo.

—He borrado el duodécimo símbolo del círculo de coordenadas —replicó ella—, para probar algo distinto. Pero… mira, Tabit. El segundo portal no se ha apagado.

El joven se incorporó bruscamente.

—No puede ser —murmuró.

Pero la evidencia lo golpeó con la fuerza de una maza. Cali había desactivado uno de los portales al eliminar la duodécima coordenada, pero el otro, con sus doce símbolos aún dibujados en torno a él, seguía brillando tenuemente.

—Debería haberse desactivado —dijo—. Hemos roto el enlace, los dos portales ya no son iguales ni tienen las mismas coordenadas.

Cali sacudió la cabeza.

—Tabit, Tabit… —lo regañó—. ¿Aún no te has dado cuenta de que los portales azules no funcionan de la misma manera que los demás? Habrá que revisar todo lo que sabemos al respecto y buscar nuevas leyes para ellos.

Tabit acercó la mano al portal activo, maravillado, sin atreverse a tocarlo. Los trazos ondulantes del diseño de Cali tenían un aspecto hipnótico. Casi parecía un pequeño sol azul engastado en la pared de piedra.

—Pero… ¿a dónde conducirá? —se preguntó—. Tal vez nos hayamos equivocado, y estos no sean portales gemelos. Quizá sus gemelos estén en otra parte. Quizá…

—Se han activado a la vez, Tabit —le recordó Caliandra mientras se afanaba de nuevo con el pincel empapado de pintura azul.

—Quizá no deberíamos malgastar tanta pintura en experimentos al azar —comentó él con cierta preocupación.

Cali sacudió la cabeza. La trenza se le deshizo un poco más, y las puntas de su flequillo casi rozaron peligrosamente la pared.

—Estamos a punto de descubrir algo importantísimo —le recordó—. Y Tash dijo que en su mina había toda una veta de bodarita azul.

—Pero, que sepamos, no existe en ninguna otra explotación. Ni hay constancia en los anales de la Academia de que alguna vez se haya encontrado algo semejante. Probablemente es mucho más rara que la bodarita normal, ¿sabes?

Caliandra no respondió. Terminó de trazar el símbolo y el portal se activó de nuevo.

—¡Eh! ¿Lo ves?

—¿Has vuelto a pintar el sesenta y dos? —preguntóTabit, frunciendo el ceño—. Si eso no es malgastar pintura, sea roja o azul, no sé…

—No —negó ella—. No soy tan tonta, ¿sabes? He probado con otra variable. He escrito sesenta y uno.

—No puede ser —dijo Tabit otra vez, y tuvo la extraña sensación de que, con aquellos portales azules, iba a repetir aquella frase con más frecuencia de la que le gustaría—. No pueden estar conectados si no coinciden todas las coordenadas.

Caliandra se había levantado y retrocedió un poco para mirar ambos portales.

—Dijiste que los portales normales no dependían de la duodécima variable, ¿verdad? —comentó—. Que funcionaban igualmente, la pusieras o no. A lo mejor estos portales azules necesitan esa coordenada, pero no importa qué coordenada sea, siempre que escribas algo ahí. Por eso es «Indefinida».

Tabit negó con la cabeza.

—Eso no tiene ningún sentido.

Caliandra suspiró.

—Está bien, lo haremos otra vez —dijo—, solo para demostrarte que tengo razón.

Y saltó al interior del portal que tenía anotado el símbolo que había indicado el medidor. Tabit esperó, maldiciéndose a sí mismo por no haber sido lo bastante rápido como para detenerla… otra vez.

Un instante después, Cali reapareció por el mismo portal por el que había entrado.

—¿Lo ves? —dijo, triunfante; después se volvió y le cambió la expresión—. Un momento…

A Tabit estaba a punto de estallarle la cabeza.

—Esto no puede ser —dijo—. ¿Dónde has estado?

—En ninguna parte —respondió ella, no menos estupefacta que él—. He entrado y salido… por el mismo portal.

Tabit se frotó las sienes con las yemas de los dedos.

—A ver, pensemos con lógica. Has cambiado la duodécima coordenada en uno de los portales y, por tanto, y como yo ya suponía, el enlace entre ellos se ha roto. Pero, en tal caso, no debería funcionar ninguno de los dos. Porque el portal de entrada no puede ser el mismo que el de salida.

—Ya lo has visto —respondió Cali—. He salido por donde entré, ¿verdad?

—Eso me ha parecido.

—Lo voy a probar otra vez… solo para estar seguros.

—¡No! —la detuvo él—. Ni se te ocurra. Con estas cosas no se juega, ¿sabes? Si no tienes ni idea de a dónde conduce un portal, no hay que cruzarlo nunca, ya lo sabes. Podría no estar bien enlazado… Y no sabemos cómo se comportan estos portales azules. Quién sabe si maese Belban no se cansó de hacer cálculos y decidió hacer experimentos por su cuenta… y se perdió en algún lugar entre portales.

—¿Existen esos sitios? Pensaba que eran cuentos para asustar a los nuevos.

—Parece ser que ha habido gente, a lo largo de la historia, que ha atravesado portales mal enlazados y no ha aparecido nunca más. O ha aparecido… a trozos —se estremeció.

—¿Cómo que a trozos? —se extrañó ella—. ¿Como, por ejemplo, el torso en Belesia, las piernas en Uskia y la cabeza en Rodia, o algo así?

—O algo así —asintió él.

—No me lo creo.

—Bueno, puede que eso sí sea una especie de leyenda sin fundamento, pero es cierto que ha habido maeses que se han perdido entre portales y nunca más se ha sabido de ellos.

Tabit esperaba que aquellas palabras asustaran a Caliandra, pero tuvieron en ella un efecto muy distinto al que había calculado. La muchacha contemplaba el portal azul, pensativa.

—Quieres decir que tal vez maese Belban esté vagando en medio de ninguna parte. En tal caso —añadió, alzando la cabeza con decisión—, eso es un motivo más para ir en su busca. Deséame suerte.

Tabit se lanzó hacia delante, tratando de detenerla, pero apenas logró rozar su hábito con la punta de los dedos antes de que Caliandra desapareciera por el otro portal, aquel cuya duodécima coordenada era «sesenta y uno».

En el fondo, Cali estaba aterrorizada, pero no se había parado a pensar en su decisión, porque sabía que, si lo hacía, jamás se atrevería a cruzar el portal, no después de las advertencias de Tabit. Sintió aquel tirón familiar en el estómago, un leve mareo y, de pronto, salió del portal… de nuevo, al estudio de maese Belban.

—¡Vaya! —comentó, desencantada—. Al final sí será verdad que la duodécima variable es en realidad una constante.

La figura envuelta en un hábito granate, que ella en la penumbra había tomado por Tabit, dio un respingo al oírla y se volvió, estupefacto.

—¿Quién eres tú? ¿Y qué haces aquí?

Cali fue consciente entonces de las diferencias que se le habían pasado por alto hasta el momento. La habitación de maese Belban no era exactamente la misma. La chimenea estaba encendida y, a la luz de las llamas, la joven pudo ver que tanto la cama como el arcón habían desaparecido; además, el escritorio se encontraba al fondo de la estancia, y no apartado junto a la pared. Era noche cerrada, y la persona que la contemplaba, como si hubiera visto un fantasma, desde luego no era Tabit.

—¿Maese… maese Belban? —pudo decir ella.

El profesor parecía no haber dormido en mucho tiempo. Unas profundas ojeras marcaban su rostro cansado, y daba la sensación de que no se había cambiado de ropa en varios días. Cali no dejó de notar que, en contra de su costumbre, su cabeza lucía la trenza reglamentaria, aunque ya algo deshecha, como si hiciera tiempo que no se peinaba. Además, su pelo era gris, y no blanco.

—Maese… Belban —repitió Cali—. Pero ¿cómo…? ¿Dónde habéis estado todo este tiempo?

—¿Yo? —El pintor de portales parpadeó, desconcertado—. He estado aquí mismo, jovencita, toda la tarde. ¿Y quién eres tú? ¿Y cómo has entrado aquí?

—Soy… Caliandra, vuestra ayudante. ¿No me recordáis? He venido…

Sacudió la cabeza, confusa. Se volvió hacia la pared, pero, ante su sorpresa, descubrió que allí ya no había dos portales azules, sino uno solo, el que acababa de atravesar. Y ni siquiera podía asegurar que fuese un portal, porque no estaba pintado en ninguna parte: era solo un tenue brillo que seguía el patrón del diseño que ella había hecho y que el propio maese Belban había dibujado en la pared de su estudio… ¿o no?

—Yo… no lo entiendo —balbuceó.

También el profesor se había quedado contemplando aquel portal que no era un portal, fascinado. Parecía la huella fantasmal del portal azul, apenas un resplandor etéreo, sin unos trazos firmes de pintura que lo sostuvieran.

Y, como si del espíritu del portal se tratase, como una estrella entre la niebla, la luz azul del portal empezó a desvanecerse lentamente.

Él reaccionó.

—¡Seas quien seas, no puedes quedarte aquí! ¿No lo ves? ¡Va a desaparecer!

Cali seguía sin entender gran cosa, pero lo peculiar de la situación y el tono apremiante de maese Belban la inundaron de pánico de repente. En vistas de que parecía incapaz de moverse, el profesor la empujó de golpe y la precipitó hacia el círculo de luz azul. Cali gritó, pensando que chocaría contra el muro de piedra.

Sin embargo…

… atravesó el portal de luz, el portal que no estaba pintado en ninguna pared, perdió el equilibrio y cayó de bruces…

… sobre el suelo del estudio de maese Belban.

—¡Cali! —oyó de pronto la voz de Tabit.

La joven, aturdida, apenas sintió cómo él se abalanzaba sobre ella para sostenerla. Aún temblaba de miedo.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Tabit, ansioso—. ¿Por qué has tardado tanto?

Ella lo miró, tratando de asimilar que estaba de nuevo donde debía estar, o eso parecía. Paseó la mirada por la estancia y lo encontró todo tal y como estaba antes de atravesar el portal azul.

—Yo… —musitó—. He visto a maese Belban.

Tabit la soltó y la miró fijamente, boquiabierto.

—¿Qué? ¿Dónde?

—Aquí —pudo decir ella; Tabit se volvió de pronto, como si esperara verlo aparecer a su espalda—. Pero no era… aquí. No lo sé. No me conocía. No sabía quién era yo. Me dijo…

Parpadeó para retener las lágrimas. Tabit la abrazó con cierta torpeza.

—Aquí no ha estado maese Belban, Caliandra. ¿No será que has sufrido algún tipo de alucinación?

Ella negó con la cabeza. Cuando logró tranquilizarse, le explicó a Tabit todo lo que había pasado. Él la escuchó, sin decir una sola palabra. Cuando acabó, contempló los dos portales azules con gesto serio.

—Creo que ya hemos hecho bastante por hoy —decidió—. Y me parece que hasta se nos ha hecho tarde para cenar. Sugiero que vayamos a dormir, y ya pensaremos en esto mañana.

Cali asintió, sin fuerzas para oponerse. Tampoco dijo nada cuando Tabit cogió un paño y restregó el duodécimo símbolo de cada uno de los portales azules, emborronando la pintura, que todavía estaba húmeda. Ambos se apagaron al instante.

—Esta vez, dejaré bien cerrada la puerta —declaró Tabit—, para que no se te ocurra venir en plena noche a seguir haciendo experimentos descabellados.

Cali no dijo nada.

Ya acababa de anochecer cuando los dos salieron al pasillo y dejaron atrás el estudio de maese Belban, y, con él, un misterio mucho más insondable de lo que ninguno de ellos había alcanzado a imaginar.

A la mañana siguiente Tabit, bastante más despejado, llegó temprano al comedor, considerablemente hambriento, puesto que la noche anterior no había cenado. Había poca gente, de modo que se sentó en una mesa solitaria y, después de dar cuenta de su desayuno, y dado que tenía un rato libre antes de su primera clase, volvió a sumergirse en los apuntes de maese Belban.

Tal y como Caliandra le había anticipado, estaban escritos en una especie de clave, y Tabit se preguntó qué necesidad tendría el profesor de hacer algo así. Los cálculos en torno al número sesenta y dos, en cambio, estaban realizados con los signos matemáticos de siempre, un entramado de puntos trenzados en torno a los símbolos que ya conocía. Trató de reproducirlos mentalmente, pero seguía encontrándose con el problema de que no tenía ni la menor idea de lo que estaba buscando. Entendía las operaciones matemáticas, pero no su finalidad. Y no ayudaba en nada el hecho de que aquel símbolo «Indefinido» estuviera por todas partes.

Estaba tan ensimismado en el estudio de aquellos papeles que se sobresaltó cuando alguien se sentó frente a él. Alzó la cabeza y vio a Caliandra.

Se encontraba en un estado lamentable, pálida, despeinada, con los ojos hundidos y con aspecto de no haber dormido en toda la noche. Sostenía entre sus manos un tazón humeante y se aferraba a él como si fuera a desplomarse encima.

Con todo, temblaba de excitación, y su mirada presentaba ese brillo decidido que Tabit ya estaba aprendiendo a temer.

—Buenos días —empezó él—. ¿Cómo…?

—Ya sé lo que está pasando, Tabit —cortó ella.

El joven la miró sin comprender.

—¿Lo que está pasando? ¿Te refieres a la desaparición de los portales?

Pero Cali agitó la mano en el aire, impaciente.

—¡Por favor! —le reprochó—. ¿Descubrimos cómo funciona un tipo de portal totalmente nuevo y a ti solo te preocupa la desaparición del portal de los pescadores?

—Es importante para ellos —se defendió Tabit, molesto.

Cali se detuvo y se obligó a sí misma a respirar hondo.

—Lo sé —dijo, con más suavidad—. Lo siento. Es que estoy emocionada.

Tomó un largo sorbo de su infusión, y Tabit no pudo reprimir una mueca de dolor, porque parecía estar demasiado caliente como para tocar la taza siquiera. Sin embargo, Cali no dio muestras de haberse quemado la lengua. Cuando volvió a dejar el tazón sobre la mesa, Tabit observó que le temblaban ligeramente las manos.

—Ya lo veo —comentó—. ¿Eso es algún tipo de infusión estimulante? Porque no sé si es lo que más te conviene ahora mismo.

Cali sacudió la cabeza.

—Nos estamos yendo por las ramas —dijo—. Empecemos otra vez: hola, Tabit, ya sé para qué sirven los portales azules, ya sé qué significa la duodécima variable y sé, también, a dónde fui anoche, cuando atravesé el portal.

—En cuanto a eso… tengo una teoría. Pienso que el portal no estaba bien enlazado; probablemente ni siquiera tenía que haberse activado, y por eso hacía cosas raras. Seguramente el hecho de atravesarlo te trastornó un poco y…

Pero Cali sacudió la cabeza con energía.

—¡No, no, no! Deja de ser tan cuadriculado, Tabit. Piensa en las posibilidades. Atrévete a ir un poco más allá. Déjate llevar por tu intuición.

Aquellas palabras recordaron a Tabit lo que maese Belban le había dicho ante el despacho del rector, cuando le había explicado por qué había escogido a Caliandra como ayudante, y no a él. Pero reprimió su irritación y logró decir, esforzándose por ser amable:

—Muy bien. ¿Cuál es tu teoría, pues?

Caliandra inspiró hondo antes de inclinarse hacia delante y decir, en voz baja:

—Lo he pensado mucho, Tabit. Yo vi ayer a maese Belban en su estudio cuando crucé el portal… pero ni la habitación era exactamente la misma, ni maese Belban parecía reconocerme.

—Bueno, tienes que admitir que a veces se comporta de forma un tanto… excéntrica.

Cali negó con la cabeza.

—Pero él tenía razón al sorprenderse. Era verdad que no me conocía… aún.

—¿Qué quieres decir?

—Piénsalo: las once variables señalaban el mismo sitio. Solo cambiamos la duodécima. Así, cuando el portal se activó… no me condujo a un lugar diferente, sino al mismo… pero en otro tiempo.

Tabit se irguió, atónito, mientras trataba de comprender todas las implicaciones de aquella declaración.

—Hace meses, o incluso años —prosiguió Cali, cada vez más entusiasmada—, el profesor Belban ya trabajaba en ese mismo estudio, pero todavía no me conocía, ni había pintado el portal azul en la pared. Pienso que, igual que con la bodarita granate podemos dibujar portales que nos permiten desplazarnos en el espacio… la bodarita azul genera portales con los que podemos viajar en el tiempo.

Tabit inspiró hondo, con los ojos muy abiertos.

—Pero eso es una locura…

—No lo es tanto. Piensa en las mediciones que hicimos. El presente es siempre el mismo, por eso la duodécima variable no parecía cambiar. Por eso, si dibujas un portal azul solo con las coordenadas del «aquí», no se activará; pero, si le añades la duodécima coordenada, la del «ahora», se activará para devolverte exactamente al mismo lugar en el que estás, y al mismo tiempo. Si, por el contrario, cambias la coordenada y señalas como destino un tiempo diferente… el portal azul te llevará al «aquí», sí, pero será un «aquí» situado en algún punto del «ayer»… o del «mañana» —añadió de pronto, como si acabase de ocurrírsele, con los ojos muy abiertos.

—Pero eso es imp…

—No vuelvas a decir que es imposible, Tabit, por favor, porque así no vamos a avanzar —se quejó ella—. Imagina que esto es una clase de Teoría de los Portales, ¿vale? Imagina, por un momento, que, en efecto, existiera una variedad de bodarita con esas propiedades. Que pudiéramos utilizarla para pintar portales temporales. Que la duodécima coordenada, que podríamos llamar «Tiempo», nos marcase el punto exacto de la historia al que podemos llegar.

Tabit cerró los ojos un momento y reordenó sus esquemas mentales, como pudo, con aquella nueva información.

—Bien —dijo finalmente, exhalando aire con lentitud—, bien. Imaginémoslo, como si fuera un debate de Teoría de los Portales, de acuerdo. Has dicho que la duodécima coordenada es el Tiempo, ¿no? ¿Y por qué llamarla «Indefinida», pues? ¿Por qué no utilizar en el medidor el símbolo correspondiente al Tiempo?

—Puede que maese Vanhar y sus sucesores no supieran realmente a qué correspondía la duodécima variable —argumentó ella—. O tal vez… —añadió, y los ojos se le iluminaron de pronto—, tal vez hayamos interpretado mal el símbolo. Quizá no signifique exactamente «Indefinido»…

—Es exactamente lo que significa, Caliandra —cortó Tabit—. Me he tomado la molestia de mirarlo en el diccionario, solo para asegurarme. «Indefinido, indeterminado, impreciso» —recitó de memoria—. Literalmente.

Cali arrugó el ceño y se mordisqueó la punta de la trenza, pensativa.

—Indefinido —repitió—. Sin definir. Sin delimitar. Ilimitado. Infinito. Eterno. ¿Lo ves? —añadió, con una radiante sonrisa—. Sigue siendo el Tiempo: infinito, hasta que le añades la variable numérica y lo sitúas en el «Ahora». Es otra interpretación del símbolo.

—No es lo que pone en el diccionario… —protestó Tabit, pero Cali lo interrumpió:

—¡Los diccionarios académicos solo incluyen las definiciones más comunes de cada símbolo! Maese Eldrad lo repite constantemente en clase. El lenguaje simbólico no es tan preciso como el alfabético, pero en su origen era mucho más rico y complejo que la variante que usamos ahora. El diccionario básico es una herramienta de trabajo; es fundamental para crear y traducir contraseñas, y con los años lo hemos reducido a eso, pero los diccionarios más antiguos contenían muchísimos más matices y acepciones.

—De acuerdo, no te lo discuto. Pero ¿de dónde te has sacado que este símbolo en concreto puede interpretarse como «Tiempo»? ¿Has consultado algún diccionario antiguo en el que aparezca algo así?

Cali se ruborizó levemente; pese a ello, respondió con dignidad:

—Lo he deducido yo sola.

—Te lo has inventado, que no es lo mismo —replicó Tabit, que empezaba a perder la paciencia—. Piensa con un poco de lógica por una vez: nuestro lenguaje ya posee un símbolo para representar el concepto «Tiempo». ¿Por qué no lo emplearon en los medidores primitivos? ¿Por qué razón iban a utilizar un símbolo que signifique «Indefinido» y que quizá, tal vez, a lo mejor… puede interpretarse como «Tiempo»?

—Han pasado siglos desde que se fabricaron los primeros medidores, Tabit —señaló ella—. El lenguaje cambia, evoluciona. Tampoco el símbolo que utilizamos en los medidores para el concepto «Agua» es el más habitual. Todos sabemos que es un símbolo arcaico que, fuera de la relación de coordenadas, no se utiliza para nada más en la actualidad. Pero sabemos que significa «Agua» porque esa coordenada la usamos constantemente. Y ahora imagina que los antiguos ya previeron una coordenada «Tiempo» y la marcaron con ese símbolo. Y con el tiempo se olvidó lo que significaba, porque, como muy bien dijiste, no hace falta poner la duodécima coordenada para que un portal funcione… al menos, en el caso de los portales granates de siempre. Pero estamos hablando de portales azules.

Tabit iba a replicar, pero se detuvo un instante a meditar sobre lo que ella proponía.

—Es una hipótesis muy rebuscada, pero tiene su lógica —aceptó—. Te podría valer en una clase de Teoría de los Portales. Ahora bien, de ahí a que se corresponda con la realidad…

—Entonces, ¿partimos de la base de que la duodécima coordenada, «Indefinido» o «Infinito», corresponde en realidad al Tiempo? —se impacientó Cali.

—Si es la base de tu argumentación, sí, partamos de ahí. Pero, si la duodécima coordenada es el Tiempo… no sé, ¿cómo mides algo así?

—De la misma manera que mides los factores Fuego, Metal o Luz de un lugar en concreto —replicó Cali—. En una escala del uno al cien.

—Pero, del uno al cien… ¿desde cuándo y hasta cuándo? Porque sabes que un lugar que tenga un valor de uno en, por ejemplo, Agua, implica una carencia casi total. ¿Cuál sería el valor uno del Tiempo? ¿Y el cien?

Cali se mordisqueó el labio mientras pensaba intensamente.

—Tal vez el principio de los tiempos. O la activación del primer portal. O la formación de la primera veta de bodarita. No tengo ni idea. Pero el cien, desde luego, podría ser algo parecido al fin del mundo. Desde ese punto de vista —añadió, más animada—, es un alivio que nuestro Tiempo sea sesenta y dos. Aún nos queda un trecho hasta llegar al cien.

Tabit negaba con la cabeza, no muy convencido.

—Pero ¿cuál es el intervalo entre los distintos valores consecutivos? Por ejemplo, ¿cuántos años hay entre el sesenta y uno y el sesenta y dos? ¿O días, o meses? ¿O siglos?

—No tengo ni idea —admitió Caliandra—, pero puede que fuera lo que maese Belban estaba tratando de calcular ahí —añadió, señalando los papeles que reposaban sobre la mesa, delante de Tabit.

El joven se detuvo un instante, perplejo, y después contempló las hojas garabateadas por Belban con un renovado respeto.

—Sí… podría ser —reconoció—. Pero hay muchas cosas que no me cuadran. En primer lugar, que necesitemos once coordenadas para definir un punto espacialmente, y solo una para situarlo en el tiempo.

—Quizá por eso la medición es tan imprecisa —sugirió Caliandra—. Quiero decir que si, por ejemplo, yo quisiera pintar un portal que me condujera a un año en concreto, o a un momento mucho más delimitado incluso, como, pongamos, el día de mi nacimiento…

—Entiendo lo que quieres decir. Parece que una escala de cien puntos no basta para recoger todas las posibilidades temporales que podríamos llegar a necesitar. Y puede que de eso precisamente traten estas notas. Pero, entonces, si Belban lo había descubierto… —Tabit calló un momento, pensando, y luego sacudió la cabeza—. No puede ser, Cali, tu teoría no se sostiene. Si ayer viajaste en el tiempo y te encontraste con maese Belban en algún punto del pasado, él ya te conocería en el presente, habría visto el portal azul, sabría…

—¿Y quién te dice que no es así? —lo interrumpió Cali, cada vez más excitada—. ¡No es tan descabellado! Imagina que maese Belban tuvo, en el pasado, un extraño encuentro con una estudiante desconocida que entró en su habitación a través de un misterioso portal azul. Imagina que ha pasado años dándole vueltas al asunto. Y de pronto llega a sus manos una muestra de bodarita azul, y el Consejo le encarga investigarla, o él se presenta voluntario para hacerlo, y solicita un ayudante… ah, vaya, yo le dije en el pasado que era su ayudante —recordó de pronto, perpleja—. Y vio la huella luminosa del portal azul en su pared. ¿Y si… vio el diseño que presenté y lo reconoció? ¿Y si…?

—¿… Y si, cuando te presentaste ante él por primera vez, te reconoció, porque ya te había visto antes, aunque tú a él aún no? —completó Tabit—. ¡Y quizá por eso te eligió a ti como ayudante! —concluyó, sin poder disimular su alegría.

—Eh, eh, no tan deprisa —protestó ella—. Me eligió a mí porque le gustó mi proyecto, no porque me reconociera de…

—Si te encontraste con él en el pasado —cortó Tabit con rotundidad—, es algo que ya ha sucedido y no se puede cambiar y, por tanto, forma parte de las vivencias de maese Belban, así que, sí, es altamente probable que te reconociera cuando presentaste tu proyecto, que recordara que le dijiste que eras su ayudante, y que te eligiera por eso. Y —añadió, antes de que Cali pudiera replicar— si de verdad crees que él no te conocía de antes, y que te escogió solo por tus méritos, entonces tienes que admitir que tu teoría del viaje temporal no se sostiene y que entra dentro de lo posible que sufrieses algún tipo de extraña alucinación. Fin del debate, gano yo —concluyó, ceñudo, cruzándose de brazos.

Caliandra se quedó con la boca abierta.

—Vaya —fue lo único que pudo decir—. Se te da bien esto, ¿sabes? ¿Cómo es que siempre haces el ridíc… quiero decir, cómo es que no lo demuestras en Teoría de Portales?

Tabit enrojeció de pronto y se revolvió el pelo, incómodo.

—Hago el ridículo en los debates, puedes decirlo tranquilamente —farfulló, inseguro de pronto—. Es por toda esa gente que me está mirando cuando hablo. Me pone nervioso.

Cali tuvo el detalle de no reírse, aunque le hacía gracia la situación.

—Entiendo —se limitó a comentar, con amabilidad—. Bueno, reconozco que no tengo nada con qué rebatirte. Ya sé que mi teoría es una locura, pero… es la única que tiene algo de sentido.

Tabit se rascó la cabeza, pensativo, mientras volvía a examinar los cálculos del profesor.

—Entonces, si no he entendido mal, tú piensas que maese Belban atravesó uno de esos portales azules y ahora anda perdido en el pasado…

—… O en el futuro —apostilló Cali, pero Tabit negó con vehemencia.

—Prefiero ir paso a paso, si no te importa. Pensar en viajar al pasado ya me produce vértigo, y si hablamos del futuro… uf —se estremeció.

—Bien, pues supongamos que maese Belban está en algún lugar en el pasado, si eso te hace sentir mejor.

—No demasiado, pero gracias. —Tabit había sacado su cuaderno y tomaba notas, tratando de ordenar sus pensamientos; alzó la cabeza de pronto—. Pero, si maese Belban hubiese atravesado el portal azul y no hubiese regresado… no habría podido borrar el duodécimo símbolo de la pared, como sabemos que hizo.

—¿Y si no fue él? —dijo de pronto Cali, con los ojos muy abiertos—. ¿Y si alguien borró el símbolo del portal y lo dejó atrapado para siempre en el pasado? —gimió, angustiada.

—¿Quién iba a querer hacer eso? En cualquier caso —añadió, cambiando de tema, porque la idea sugerida por Cali le parecía muy inquietante—, creo que podríamos tratar de averiguar a dónde fue exactamente si desciframos estos papeles. Quizá anotó en alguna parte las coordenadas de sus viajes experimentales. Quizá podamos seguirlo y encontrarlo. Independientemente de que esos viajes lo llevaran o no al pasado… podría ser una pista.

—Me parece bien.

—De acuerdo —asintió Tabit, levantándose—. Voy a ir entonces a hablar con maese Maltun para contarle todo lo que hemos descubierto.

Cali tardó apenas unos instantes en reaccionar, pero, cuando lo hizo, se incorporó y lo retuvo, horrorizada.

—¿Al rector? ¿Qué dices? ¡Ni hablar!

—¿Por qué no? Tenemos una pista y hemos descubierto cómo activar los portales azules. Es muchísima información importante y deberíamos compartirla.

—¡Pero, si le cuentas todo lo que sabemos, los maeses querrán investigarlo ellos y…! —se interrumpió, comprendiendo que aquel no era el argumento adecuado para convencer a Tabit—. Además, todavía no estamos seguros de tener razón —le recordó—. Si estás en lo cierto y lo que vi fue una alucinación… —no terminó la frase, pero Tabit se imaginó lo demás, y se dejó caer de nuevo en el asiento, indeciso.

—Pero, entonces… ¿qué hacemos?

—Lo que estábamos haciendo hasta ahora: investigar. Creo que se nos da muy bien.

Tabit sacudió la cabeza.

—No, no, ni hablar. Sé lo que pasará después: te pondrás a pintar coordenadas temporales en el portal azul y a atravesarlo alegremente sin ninguna precaución, y yo no quiero volver a pasar por eso, ¿sabes? La última vez casi me matas del susto.

—Eres un exagerado y un timorato, Tabit —protestó ella.

—Y tú, una atolondrada y una irresponsable —contraatacó él.

Los dos habían alzado la voz sin darse cuenta. Se detuvieron de pronto, cohibidos, al percatarse de que el comedor de estudiantes estaba bastante más lleno ahora, y de que muchos los miraban sin disimulo. Para colmo, Zaut estaba de pie, a tres pasos de su mesa, contemplándolos con un brillo de diversión en los ojos.

—Eh, eh, ¿qué pasa aquí? —dijo, inclinándose junto a ellos—. ¿Una pelea de enamorados? ¿Cómo no me había enterado de que estabais juntos?

Tabit respiró hondo, tratando de calmarse, y recogió los papeles de maese Belban, aparentando indiferencia.

—No estamos juntos —replicó, cortante.

—Es solo una práctica de debate para Teoría de los Portales que se nos ha ido un poco de las manos —masculló Cali, mirando hacia otro lado.

Tabit se sintió aliviado al advertir que Caliandra había optado tácitamente por no hacer partícipe a Zaut de sus últimos descubrimientos. Le pareció bien; apreciaba mucho a su amigo, pero no era precisamente el estudiante más discreto de la Academia.

—Bueno, he venido a decirte que tienes visita —prosiguió Zaut—. Hay un tipo que quiere verte. No quiso esperar en la entrada, e insistió tanto que me han encargado que lo acompañara hasta aquí. Mira, está ahí, en la puerta. ¿De verdad lo conoces?

Tabit se volvió hacia el lugar indicado por Zaut y suspiró al descubrir allí a Yunek, que aguardaba, visiblemente incómodo, apoyado contra el marco de la puerta del comedor.

—Sí, es el chico que encargó el portal de mi proyecto —dijo.

Cali también lo vio. Al reconocerlo, su corazón latió un poco más deprisa.

—¿El granjero uskiano? —Zaut se volvió para contemplar a Yunek con descaro—. Sí que es insistente, por no decir pesado.

Tabit no respondió. Se había dado cuenta de que Yunek se mostraba pálido y agitado, e intuyó que tenía algo importante que decirle. Algo que quizá no tuviera nada que ver con sus reclamaciones a la Academia.

—Voy a ver qué quiere —murmuró, inquieto; recogió sus papeles y se levantó de la mesa.

—Voy contigo —dijo enseguida Cali.

—Eh, yo venía a desayunar con vosotros —se lamentó Zaut.

—Ya hemos terminado —se disculpó Tabit—. Hasta luego, Zaut. Nos vemos en el almuerzo, ¿de acuerdo?

Zaut suspiró y los observó mientras se alejaban.

—Y luego dicen que no hay nada entre ellos —rezongó.

Yunek vio llegar a Tabit y se enderezó inmediatamente.

—¡Tabit! —lo saludó—. Escucha, tenemos un problema muy serio. Rodak… —se interrumpió de pronto cuando descubrió a Cali junto al pintor de portales.

—Esta es Caliandra, una compañera de estudios —la presentó Tabit; se volvió hacia ella—. Él es Yunek; viene de Uskia, y está aquí porque el Consejo ha cancelado el portal que encargó.

—Lo sé —respondió Cali con una media sonrisa—. Ya nos conocemos.

—¿En serio? Ah, es cierto, os encontrasteis en Administración.

—Pero no habíamos sido formalmente presentados. Yunek… puedes llamarme Cali —le dijo, aún sonriendo.

Yunek le devolvió la sonrisa. Hubo un silencio mientras los dos se miraban a los ojos. Tabit, ajeno a la conexión invisible que parecía existir entre ellos, devolvió al uskiano a la realidad:

—Bueno, Yunek, ¿qué es eso que tenías que decirme? Puedes hablar delante de Caliandra; estamos en esto juntos —añadió, malinterpretando la mirada que el joven había dirigido a Cali.

Yunek miró a su alrededor. Era muy consciente de que en aquel lugar, repleto de hábitos granates, llamaba mucho la atención.

—¿Podemos ir a hablar a un lugar más discreto? Ha pasado algo serio en Serena. No tardarán en llegaros las noticias, pero preferiría contároslo en persona.

—Claro —asintió Tabit—. Podemos usar mi sala de estudio, si quieres. La comparto con otros tres chicos, pero Unven todavía no ha vuelto de Rodia, y los otros dos están en un grupo de prácticas de Observación de Portales y pasarán toda la mañana fuera.

—Eso será perfecto —asintió Cali.

Un rato más tarde, reunidos los tres en torno a la mesa del estudio de Tabit, Yunek les contó lo que había sucedido la noche anterior en la lonja del puerto de Serena.

—El alguacil ha ordenado a Rodak que no salga de casa —concluyó Yunek—, pero su madre teme por él. Piensa que quien mató a Ruris podría tener algo contra los guardianes del portal, y que Rodak podría ser el próximo. —Se estremeció—. Aunque no lo parece, por ser tan alto y grande, el chico solo tiene dieciséis años. Su madre me ha invitado a quedarme en su casa, así que estaré con ellos, de momento, aunque solo sea para que ella se sienta un poco más segura. Y, mientras tanto, intentaré descubrir quién está detrás de todo esto.

—No sé —respondió Tabit, dudoso—. ¿Crees que es una buena idea?

—Alguien ha matado a un guardián, y Rodak podría estar en peligro —le recordó Yunek—. A mí me parece un asunto bastante serio.

—Lo es —asintió Tabit con cansancio—, pero estoy seguro de que los alguaciles de Serena sabrán encontrar al asesino, y que los maeses también colaborarán. No creo que debamos entrometernos en algo así, la verdad. Precisamente porque es un asunto bastante serio.

—Pero ¿quién podría querer matar al guardián de un portal de pescadores? —se preguntó Cali, aún impresionada por el relato de Yunek.

El joven sacudió la cabeza.

—Rodak y yo estuvimos hablando acerca de eso —dijo—. Tenemos varias ideas. Pensad que el muerto tenía a su cargo el portal robado. Así que podría haberlo matado alguien del Gremio, como escarmiento. O, incluso… algún pintor de portales al que no le ha sentado bien que Ruris faltara a su deber.

—Eso es absurdo —declaró Tabit, indignado—. Ningún maese degollaría a un guardián por encontrarse indispuesto.

—¿Y si no estaba indispuesto? —apostilló Yunek—. Piensa en lo que el asesino escribió en la pared: «Muerte a todos los traidores». ¿Y si el guardián estaba compinchado con los ladrones de portales, y fingió estar enfermo para marcharse a su casa y dejarles el campo libre?

—¿Y qué ganaría él con eso?

—Por supuesto, ese tipo de favores se pagan.

—¿Tú crees? ¿Y qué opina Rodak de todo eso?

Yunek suspiró.

—Es tan leal a la Academia como tú. Opina que ningún guardián faltaría a su deber, por mucho que le pagasen. Y, hablando de eso… con todo lo del asesinato, no os he contado lo que descubrimos ayer preguntando a los otros guardianes.

Les resumió, en pocas palabras, los relatos que habían ido recogiendo. Les habló también de la teoría de Rodak, según la cual había alguien que, en efecto, estaba haciendo desaparecer discretamente algunos portales en distintas partes de Darusia, portales abandonados o situados en poblaciones pequeñas, y utilizaba a menudo diversos métodos para hacer pasar sus actividades por accidentes de diversas clases.

—Pero es que sigo sin entender por qué querría nadie ir borrando portales aquí y allá —comentó Cali—. ¿Para fastidiar a la Academia, tal vez?

Yunek miró a Tabit significativamente. Este calló un momento, con la mirada fija en la mesa. Después dijo:

—No los borran por capricho. Están robando pintura de bodarita.

—¿Y para qué? La pintura por sí sola no sirve para nada a menos que esté en manos de un maese que sepa utilizarla. Y no tiene sentido intentar venderla a la Academia, porque todas las minas de bodarita que hay en Darusia nos pertenecen. Mira, te voy a poner un ejemplo: entre otras muchas cosas, mi padre es propietario de una factoría de sedas en Singalia. ¿Te imaginas que un ladrón de tres al cuarto le robara un vestido a una dama esmirana para tratar de vendérmelo a mí? ¿A ti te parece que yo me molestaría en comprarlo?

Tabit no respondió. Parecía tener una idea al respecto, pero Cali tuvo la sensación de que se resistía a compartirla con ellos.

Yunek se aclaró la garganta. No se atrevió a mirar a la muchacha, aún impresionado por aquella revelación sobre su familia.

—Cerca de donde yo vivo —dijo, un tanto cohibido—, había un hombre que criaba gallinas. Era el mayor vendedor de pollos y huevos de la zona, y solo había otro que podía competir con él, cinco aldeas más allá.

—Perdona —le interrumpió Cali—, pero, ¿qué tiene eso que ver…?

—Déjame acabar, por favor —cortó Yunek, con cierta brusquedad.

Cali miró a Tabit, pero este no dijo nada. Seguía concentrado en contemplar el dibujo que las vetas de la madera formaban en la superficie de la mesa, como si fuera algo absolutamente fascinante.

—Está bien, sigue —suspiró ella—. Te escucho.

—Resultó que un día —continuó Yunek—, las gallinas enfermaron y, en poco tiempo, murieron casi todas. El dueño no se lo contó a nadie, porque tenía miedo de que la gente dejara de comprarle huevos si se corría la voz. Se deshizo de los animales muertos, limpió bien el corral y fingió que no había pasado nada.

»Pero, como ya casi no le quedaban gallinas, no tenía suficientes huevos para todos sus clientes. Empezó por venderlos más caros; además, puso a criar a la mayoría de sus gallinas ponedoras para repoblar el corral, así el precio de los huevos subió aún más. Mientras tanto, él y su familia se privaban de muchas cosas para ahorrar el dinero que necesitaban para comprar más animales.

»Todo esto, claro, de puertas para adentro; pero de todas formas perdieron clientes, porque no tenían género para todos y porque muchos de ellos dejaron de comprarles después de la subida de precios. Así que terminaron por vender solo a los más ricos, a los que no les importaba pagar un poco más por los huevos, los pollos y las gallinas de la granja.

»Pero entonces alguien en el pueblo descubrió los apuros por los que estaban pasando, y, de pronto, los vecinos que tenían gallineros particulares empezaron a sufrir ataques de zorros, que entraban en los corrales y se llevaban una o dos gallinas cada vez. Al principio, todo el mundo creyó que de verdad eran zorros; pero, con el tiempo, y como las trampas no funcionaban, la gente empezó a hacerse preguntas…

—¿Quieres decir…?

Yunek asintió.

—Había un ladrón que robaba los animales de los corrales y después los vendía baratos al criador de pollos. No le explicaba de dónde los había sacado, y él no preguntaba, aunque yo creo que, en el fondo, lo sabía muy bien.

—¿Y qué pasó al final?

—¿Qué iba a pasar? Se descubrió el pastel. La familia quedó en la ruina, porque, aunque no hubiesen robado aquellas gallinas, la gente les echó la culpa a ellos y empezó a comprar los huevos al otro granjero; además, para entonces ya les salía a cuenta hacer el viaje hasta su aldea, aunque estuviese más lejos, porque sus productos eran mucho más baratos.

—¿Y la moraleja de la historia es…?

Yunek suspiró.

—Explícaselo, Tabit —le pidió al estudiante; como él no contestó, el joven se volvió hacia Caliandra para mirarla fijamente a los ojos antes de decir—: lo que estoy intentando que entiendas es que os estáis quedando sin material, Cali. La pintura que usáis para los portales… la hacéis con un mineral especial, ¿verdad? Bueno, pues se está agotando.

—¿Qué dices? —se extrañó ella—. ¿Cómo va a agotarse la bodarita? ¿De dónde has sacado esa idea?

—Bueno, no es difícil de adivinar. Ese chico que fue ayer con Tabit a la plaza, el minero… iba en busca de trabajo, ¿no?

—Pero hay más minas. La de Uskia no es la única que posee la Academia.

—Y, sin embargo, los precios de los portales suben año tras año —señaló Yunek—, y cada vez se aceptan menos encargos. Algunos, como el mío, se echan atrás. —Cali iba a replicar, pero Yunek alzó la mano para indicarle que no había terminado de hablar—. Mientras tengas huevos, no dejarás de venderlos, ¿entiendes? No hay razón para decirle a alguien que no puedes atender su pedido, si está dispuesto a pagar el precio… salvo que, en realidad, no tengas huevos para venderle. Puedes hacer creer a la gente que solo quieres vender a clientes ricos pero, en realidad, el dinero de un campesino vale lo mismo que el del presidente del Gremio de Comerciantes de Esmira.

Cali se sonrojó violentamente.

—Yo jamás he insinuado lo contrario —se defendió, muy digna.

Tabit alzó al fin la cabeza, con un suspiro.

—El padre de Caliandra es el presidente del Gremio de Comerciantes de Esmira —le explicó a Yunek.

En esta ocasión, fue el uskiano quien enrojeció.

—Yo… vaya… —balbuceó—. No quería decir… No lo sabía… Era solo un ejemplo…

—Dejad de hablar ya de gallinas y de comerciantes —dijo entonces Tabit—. Me temo que lo que dice Yunek es verdad, Caliandra: la bodarita se está agotando.

Cali lo miró, incrédula, pero no dijo nada.

—¡Sabía que tú también te habías dado cuenta! —exclamó Yunek, triunfante.

—También a mí me pareció extraño que anularan el encargo de un cliente dispuesto a pagar —prosiguió Tabit—. Y era evidente que habían borrado el portal de los pescadores para llevarse la pintura. Además, no es solo la mina de Tash la que está casi agotada. Ayer, en el almacén, vi el cargamento procedente de la explotación de Kasiba. Los contenedores iban casi vacíos.

—¿Y por eso has enviado a Tash a Ymenia? —comprendió Cali—. ¿Para que compruebe si pasa lo mismo allí?

—Bueno, se ha ido porque buscaba trabajo. Pero sí, le he dicho que me acercaré por la mina en unos días para preguntarle cómo está la situación allí.

—Pero la bodarita… no puede acabarse. ¿Cómo vamos a elaborar la pintura entonces? Y, sin pintura, ¿cómo vamos a dibujar portales?

—Exacto —asintió Tabit.

Los tres permanecieron un instante en silencio. Después, Cali dijo a media voz:

—¿Cuánto hace que lo sabías, Tabit? ¿Y por qué no has dicho nada?

—No lo sabía, en realidad, pero lo sospechaba —respondió él—. Y no he dicho nada porque… bueno, porque hay muchas cosas de las que no estoy seguro. Por ejemplo, no sé si maese Maltun o alguien en el Consejo tiene idea…

—Por supuesto que lo saben —interrumpió Yunek—. Hasta yo me he dado cuenta de lo que pasa, y eso que no soy pintor de portales. Si no lo han hecho público es porque tienen miedo de lo que diga la gente.

—¿Y quién no? —murmuró Cali—. Sin pintura, la Academia no significa nada. Quizá en pocos años ya no podamos pintar ningún portal. Y entonces… no tendrá sentido enseñar a más personas el arte de los portales.

—Sin contar con el hecho de que, sin pintura, todos los maeses nos quedaremos sin trabajo —añadió Tabit, profundamente abatido—. Y todos estos años de estudios no habrán servido para nada.

Cali y Yunek se quedaron mirándolo, pero solo la joven comprendió lo que aquella noticia suponía para él, y que lo afectaría mucho más que a cualquier otro estudiante de la Academia.

—Oh, Tabit…

Pero él sacudió la mano con energía y frunció el ceño.

—No, no me compadezcas. Ahora hay otros asuntos más urgentes. Si la bodarita se está agotando y es tan evidente como dice Yunek, debe de haber más personas enteradas. Más de las que al Consejo le gustaría, quiero decir. Y por eso se están borrando portales. Dentro de muy poco, la pintura de bodarita será valiosísima. Quien la acumule ahora obtendrá grandes beneficios más adelante; cuando se agote del todo, podrá poner el precio que quiera, y la Academia no tendrá más remedio que pagarlo.

—También eso explicaría por qué el Consejo está tan interesado en la bodarita azul —apuntó Cali, un poco más animada—. Si funciona, la mina de Uskia seguirá siendo productiva.

—Eso sería una buena noticia, especialmente para la gente de allí —admitió Tabit—. Y, si lo único que hay que hacer para que funcionen los portales azules es incluir la duodécima coordenada… Pero no, no lo creo —añadió de pronto, desilusionado—. Si la bodarita azul fuera abundante, estaríamos recibiendo visitantes del futuro constantemente, ¿no te parece?

—Mirad, no sé de qué estáis hablando —intervino Yunek—, pero hay que hacer algo con los ladrones de portales. Os recuerdo que Rodak está en peligro y, por si fuera poco, los alguaciles de Serena creen que él podría ser el asesino.

—Tienes razón —admitió Tabit—, deberíamos centrarnos en el tiempo presente, en lugar de construir castillos en el aire. Por eso —añadió—, os agradecería que no fuerais comentando esto por ahí. Será mejor que, por el momento, nuestras sospechas queden entre nosotros.

—¿Tampoco se lo vas a decir a tus amigos? —preguntó Caliandra.

Tabit negó con la cabeza.

—Especialmente a ellos. A Zaut, ya sabes por qué, y en cuanto a Unven y Relia… —dudó un momento antes de añadir—, la verdad, espero que hayan intimado en Rodia y estén lo bastante ocupados como para olvidarse de todo este asunto.

Cali dejó escapar una carcajada.

—¡No me digas que por eso los has enviado a investigar allí!

—Se ofrecieron ellos solos —le recordó Tabit—. Pero estoy hablando en serio: aún no tenemos la certeza de que la bodarita se esté agotando, así que no vale la pena preocupar a los otros estudiantes por esto. ¿De acuerdo?

Ellos no parecían del todo convencidos, pero asintieron.

—¿Qué vas a hacer tú, Yunek? —preguntó entonces Cali, tras un instante de vacilación.

El joven también titubeó antes de responder:

—Supongo que, como está claro que no van a pintar mi portal… debería volver a mi casa, en Uskia. Sin embargo —añadió—, creo que me quedaré unos días con Rodak, para ver si puedo ayudarlo a descubrir quién está detrás del robo del portal.

Ella no pudo reprimir una sonrisa, pero Yunek no la vio, porque tenía la cabeza gacha, como si no fuese capaz de sostenerle la mirada.