«Próxima práctica con maesa Ashda: restaurar el viejo portal del palacio del terrateniente Belris en Esmira.
Repasar manual y apuntes de Arte sobre el estilo de maese Veril de Belesia.
Me toca en el grupo de Kelan. ¡Bien!
».
Anotación en la agenda de tercer curso de la estudiante Caliandra
Tabit llegó puntual a su cita con Caliandra. Habían quedado en encontrarse después de clase frente a la puerta del estudio de maese Belban, que seguía cerrada a cal y canto. El joven probó a llamar un par de veces, con suavidad, pero no obtuvo respuesta. Se encogió de hombros. De todas formas, no esperaba que el profesor se hallase en su estudio cuando parecía evidente que se había ausentado de la Academia de forma indefinida.
Oyó pasos ligeros en el corredor, y se incorporó, esperando ver aparecer a Caliandra. Sin embargo, se llevó una sorpresa al comprobar que la persona que doblaba la esquina no era otra que Tash.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, sin poder contenerse, cuando la chica se detuvo junto a él.
—¿Qué pasa? —replicó ella con desparpajo—. ¿Te molesto?
—No tienes permiso para rondar por esta zona, Tash. El reglamento dice…
—Pero Cali me ha dicho que viniera —cortó la chica con cierta fiereza—. Además, no pienso marcharme sin mis piedras.
Tabit sacudió la cabeza.
—Muy bien, como quieras —capituló—. Eres la invitada de Caliandra y estás bajo su responsabilidad. Ella sabrá lo que hace.
Cali no tardó en reunirse con ellos en el pasillo. Tabit le señaló a Tash con un gesto, como pidiendo una explicación. Pero ella se encogió de hombros y se limitó a volver la mirada hacia la puerta cerrada.
—No está, ¿verdad? —Tabit negó con la cabeza—. Entonces, ¿por qué nos has citado aquí?
—En realidad, te había citado a ti solamente —respondió el joven, visiblemente incómodo—. Tash, ¿te importaría vigilar que no venga nadie, por favor?
—No hace falta que inventes excusas para librarte de mí —protestó ella.
—Ve. Ahora —insistió Tabit en un tono que no admitía réplica, y la chica se fue a montar guardia al recodo del pasillo.
—No deberías ser tan duro con ella —lo reconvino Cali—. Después de todo, fuiste tú quien la trajo aquí.
—Porque no tenía ningún otro sitio a donde ir, y solo como medida temporal. Pero eso no significa que debamos compartir con ella información importante sobre la Academia.
Cali pasó por alto sus quejas y se fijó en que Tabit examinaba la puerta cerrada con aire experto.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó; sus ojos brillaban, divertidos—. ¿Algo que merecería una amonestación?
Tabit se mordió el labio inferior, preocupado. Echó un vistazo a Tash, y luego a Cali, mientras sus manos se movían con destreza sobre la cerradura. Después giró el picaporte suavemente… y este hizo «clic», y la puerta se abrió ante ellos.
Cali contuvo una exclamación de sorpresa mientras Tabit volvía a ocultar la ganzúa en la manga de su hábito.
—No sé qué me deja más perpleja —comentó—, si verte a ti forzando la cerradura del cuarto de un profesor o el hecho de que sepas cómo se hace.
—No tiene importancia —murmuró él, profundamente avergonzado—. Vamos, entremos antes de que venga alguien.
—No, en serio, ¿dónde has aprendido a hacer eso?
—Deja el tema, ¿quieres? No es algo de lo que me sienta orgulloso, ¿sabes?
Cali entró en el estudio tras él, con una sonrisa traviesa en los labios.
—Eres una caja de sorpresas, estudiante Tabit.
—En serio, Caliandra, déjalo ya.
Los dos se detuvieron en el centro de la estancia y miraron alrededor.
El estudio estaba tal y como el profesor lo había dejado, o, al menos, eso parecía. La cama estaba deshecha, y la mesa, abarrotada de papeles llenos de notas garabateadas a toda prisa. Cali rebuscó entre los documentos en busca de alguna pista; pero maese Belban, al parecer, se había llevado su diario de trabajo consigo. Tabit se detuvo frente a la pared en la que el profesor había pintado su portal azul, un enorme sol que parecía brillar con luz propia.
—¿No es ese tu diseño? —preguntó. No le había costado trabajo reconocerlo; tuvo que admitir, aunque no lo dijo en voz alta, que había quedado espectacular.
Caliandra asintió.
—Maese Belban dijo que lo había elegido porque era diferente a todos los demás —explicó—. Para asegurarse de que no interfería con ningún otro portal.
—En teoría, no tiene por qué —dijo Tabit—, si las coordenadas están bien calculadas. —Deslizó la yema de los dedos por los símbolos trazados alrededor del portal—. Su gemelo es ese de ahí, ¿no? —añadió, señalando otro sol azul dibujado en la pared contigua.
—Sí; es básico —dijo ella—. Si se produce el enlace, entras por el portal de esta pared y sales por ese otro, apenas unos pasos más allá. No es que te lleve muy lejos, pero solo se trataba de comprobar si un portal realizado con pintura de bodarita azul funciona igual que los demás.
Tabit seguía examinando el portal. Tenía todas las coordenadas en su sitio y no estaba protegido por ninguna contraseña; sin embargo, los trazos azules permanecían apagados.
—En principio, parece que todo está correcto —comentó—. Podríamos volver a hacer la medición, pero estoy seguro de que maese Belban no cometería errores en algo tan sencillo. Así que solo podemos pensar que el mineral azul no funciona. Es tan simple como eso.
Caliandra sacudió la cabeza.
—¿Tú crees? —preguntó, dudosa—. Le han encargado una investigación sobre el tema a maese Belban, que se ha tomado la molestia de solicitar un ayudante… después de todos estos años. ¿Te parece que la Academia invertiría tiempo y recursos en algo que parece evidente que no funciona?
—¡Mis piedras! —exclamó entonces la voz de Tash.
La muchacha había entrado en el estudio, tras ellos, y se había abalanzado sobre su saquillo, que descansaba olvidado sobre un estante.
—Has tenido suerte —comentó Cali—. Parece que maese Belban no se las ha llevado, ni ha tenido tiempo de fabricar más pintura con ellas.
—¿Me dejas verlas? —le pidió Tabit.
Tash le lanzó una mirada desconfiada.
—Te las devolveré enseguida —le aseguró él—. Solo quiero echarles un vistazo.
—Eso mismo dijo el granate loco —refunfuñó Tash; pero le tendió el saquillo.
Tabit lo vació en la palma de su mano y examinó, a la luz que se filtraba por la ventana, los guijarros azules que contenía.
—Es asombroso —comentó—. Parece bodarita de verdad, solo que… de otro color. ¿Cómo es posible?
—Es bodarita de verdad —replicó Cali—. Maese Kalsen estuvo trabajando con ella y dijo que presentaba todas las características de la bodarita original… salvo el color, claro. Y maese Belban también realizó pruebas con las muestras de que disponía…
—Pero eso fue hace tiempo, ¿no? —dijo Tabit, devolviendo las piedras a la bolsa y tendiéndosela a Tash, que la aferró con ferocidad—. ¿De dónde ha sacado esas muestras la Academia?
—Hace varias semanas, no sabría decirte cuántas… llegaron algunos fragmentos de bodarita azul procedentes de las minas de Uskia. Parece que, tras un estudio preliminar, se llegó a la conclusión de que ese mineral podría servir para pintar portales, igual que la bodarita original. No sé mucho más; solo que se encargó la investigación a maese Belban. —Se encogió de hombros—. Y poco después llegó Tash con más piedras azules. Por lo que tengo entendido, de momento solo se han encontrado en Uskia. Pero podría haber más vetas en otras partes.
Tabit echó un vistazo crítico al portal azul.
—Bueno, es bastante vistoso, pero, si no funciona… no veo por qué la Academia debería seguir perdiendo el tiempo con esto.
—¿Me estáis diciendo que las piedras azules no valen nada? —intervino Tash, mirándolos con mala cara—. ¿Que la pintura que hacéis con ellas no sirve para hacer portales? No me lo creo.
Tabit se encogió de hombros.
—Es lo que parece, Tash. Lo siento.
—No me lo creo —repitió ella, en voz más alta—. Recuerdo a los dos granates que vinieron a la mina. Uno gordo, y el otro viejo y larguirucho. Querían ver la veta azul, hasta me pidieron que los llevase a los túneles. Pero no se atrevieron a entrar en la galería. Granates estúpidos —añadió, y escupió en el suelo para subrayar su disgusto, ante el horror de Tabit, que se apresuró a reñirla por ello.
—Maese Kalsen fue a la mina —murmuró Cali, que había reconocido al profesor de Mineralogía en la descripción de Tash—. ¿Quién sería el otro, el hombre grueso?
—No tiene nada de particular que maese Kalsen visite un yacimiento —razonó Tabit—. ¿Has leído el manual Minas y Explotaciones de la Academia que hay en la biblioteca? Lo escribió él.
—Claro que sí; de hecho, elegí su asignatura como optativa.
—Pues era la primera vez que lo veíamos en nuestra mina —resopló Tash—. El granate que suele venir a hacer la inspección nunca baja a los túneles, solo se reúne con el capataz, miran juntos los libros de cuentas y ya está. Pero, después de la visita de estos dos —añadió—, el capataz encargó a mi padre que formara una cuadrilla entera solo para rascar en el túnel del mineral azul. Así que no vais a engañarme: sé que a los granates os interesan estas piedras, y mucho.
—Bueno, pues serán otros maeses los interesados —dijo Tabit, que empezaba a sentirse molesto por el tono agresivo de Tash—, porque te aseguro que yo no tengo ni la menor idea de por qué puede ser importante un tipo de bodarita que no sirve para hacer pintura de portales. Por eso hemos venido aquí, para preguntarle a maese Belban; pero no está, y tampoco pudo marcharse a través de este portal azul, primero porque no funciona, y segundo porque, aun en el caso de que lo hiciera, es una especie de bucle, ambas entradas conducen a esta misma habitación. Así que me parece que no vamos a encontrar nada por aquí. Además, ya has recuperado tus piedras, así que sugiero que nos vayamos antes de que alguien nos encuentre.
Cali se resistía, sin embargo, a dejar la estancia.
—Quizá deberíamos estudiar el portal azul con más calma. Volver a hacer la medición y todo eso.
—¿Crees de verdad que maese Belban se equivocaría al calcular las coordenadas?
Cali se mordió el labio inferior.
—Ya no sé qué pensar.
—Podría haber utilizado cualquier salida del patio de portales —razonó Tabit—. Ahora mismo, podría estar en cualquier parte. No sé qué te llama tanto la atención de un portal que no funciona. Aparte de que es azul, claro.
—No lo sé. Llámalo corazonada, tal vez.
Los tres salieron de nuevo al pasillo. Tash apretaba contra su pecho el saquillo de bodarita azul. Cali se había llevado consigo algunas de las notas de maese Belban para examinarlas por su cuenta. Tabit cerró la puerta tras de sí, pero se aseguró de que podía abrirse de nuevo desde fuera sin mayor problema.
—Así que, al final… no sabemos lo que valen las piedras, ¿verdad? —preguntó Tash.
Tabit sacudió la cabeza.
—Mientras no estemos seguros de si sirven o no para hacer portales, me temo que no podemos saberlo. Tal vez maese Belban tuviera alguna idea al respecto, pero no tenemos modo de preguntárselo.
Tash suspiró.
—Pues yo no puedo quedarme aquí más tiempo. Ya estoy cansada de este sitio. Así que me iré a buscar trabajo a alguna mina, que es lo que debería haber hecho desde el principio. Vosotros ya sabéis que tengo un poco de mineral azul —añadió—. Cuando queráis comprarlo, me buscáis en la mina y me lo decís.
Tabit se mordía la uña del dedo pulgar, pensativo.
—Oye, Tash, has dicho que en tu mina estaban extrayendo más bodarita azul por encargo de la Academia, ¿no?
—Sí, ¿y qué?
—A lo mejor los maeses que gestionan los envíos desde las minas están dispuestos a comprarte tus piedras, aunque sea solo como material experimental. Podríamos preguntarle a maese Kalsen, el profesor de Mineralogía, si es él quien se encarga de eso.
—Y, si no —intervino Cali—, seguro que habrá alguien en el almacén que nos pueda orientar al respecto.
—¿Te refieres al almacén de préstamo de material? ¿El que administra maesa Inantra?
—No, me refiero al almacén del sótano, donde se guarda la bodarita. ¿No has hecho prácticas de Elaboración de Pintura con maese Orkin?
—Claro, como todo el mundo.
—¿Y de dónde crees que vienen los sacos de bodarita que llegan al taller antes de cada clase?
—No lo había pensado.
Tash los miraba, aburrida.
—¿Y ahora, qué? —interrumpió—. ¿Vais a llevarme a ver a otro granate loco?
—Deja de llamarlos así, ¿quieres? —protestó Tabit, molesto; pero Cali sonrió.
—Ya está atardeciendo, Tash —hizo notar—. Quédate en la Academia al menos una noche más. Mañana iremos al almacén, a ver si puedes venderles la bodarita.
—Después, si quieres —añadió Tabit—, yo mismo te acompañaré a la Plaza de los Portales y te explicaré cuál debes cruzar para llegar a las minas más cercanas… si aún quieres ir, claro.
—¿Y por qué no iba a querer ir?
—Bueno… eres una chica y tienes que hacerte pasar por chico para poder trabajar en cualquier mina. Además, es un trabajo duro y muy sacrificado. ¿Nunca has pensado en buscar un futuro en otra parte?
—¿En qué otra parte? —replicó ella—. He estado picando en la mina desde que tengo memoria. Es lo único que sé hacer. Además —añadió—, si las cosas estaban mal en casa es porque la mina estaba ya casi agotada. Simplemente me fui antes de que la cerraran. Pero en el norte todo será diferente; allí los mineros no se tienen que dejar la piel para sacar el mineral.
—Si la bodarita azul realmente sirve para algo —dijo Cali—, entonces quizá la Academia no tenga que cerrar la mina, Tash. Tu gente no se quedará sin trabajo.
No siguieron hablando del tema, porque acababan de entrar en el comedor. Tabit localizó a sus amigos en una mesa cercana. Sonrió al comprobar que Relia ya había regresado de su viaje. Se sirvió en el mostrador un plato de guiso de pollo y se sentó junto a ellos, con un suspiro de alivio.
—¡Vaya, ya estás aquí! —saludó Unven con exagerada alegría—. ¿Dónde te has metido toda la tarde?
—He estado ocupado —respondió Tabit evasivamente; aún no había decidido si era buena idea contarles lo que había estado investigando—. ¿Cómo te ha ido en Esmira, Relia?
La muchacha iba a contestar, pero calló de repente y clavó su mirada en dos figuras que se dirigían hacia su mesa. Los tres amigos de Tabit contemplaron, estupefactos, cómo Tash y Caliandra se sentaban junto a ellos.
—Buenas noches —saludó Cali con una amplia sonrisa—. No os importará que nos quedemos aquí, ¿verdad?
—¡En absoluto! —se apresuró a responder Zaut—. Mira, Relia, este es Tash. Viene de las minas de Uskia. Dicen que es una chica, pero, la verdad, a mí no me lo parece…
—Cierra el pico, Zaut —protestó Unven—. ¿Por qué siempre tienes que ser tan bocazas?
Relia miraba a sus amigos y a las recién llegadas con un brillo de sospecha en sus inteligentes ojos castaños.
—Parece que han pasado muchas cosas en mi ausencia —comentó—. ¿Seríais tan amables de ponerme al día?
Tabit dudó. Cruzó una mirada con Cali, que se encogió de hombros.
—No es ningún secreto, ¿no? —dijo—. Además, maese Maltun me pidió que le informara si descubría algo sobre maese Belban. Creo que eso implica que podemos preguntar a otras personas.
—No estoy seguro de que maese Maltun pensara precisamente en Zaut cuando te lo comentó —gruñó Tabit—. Una cosa es hacer alguna pregunta puntual sobre el tema y otra, bien distinta, que mañana lo sepa toda la Academia.
—¿Qué insinúas? —protestó Zaut.
—Pero bien, de acuerdo, bajo tu responsabilidad —prosiguió Tabit sin hacerle caso—. Después de todo, seis cabezas piensan mejor que tres.
De modo que, entre Cali y Tabit, relataron a los demás todo lo que había sucedido en los últimos días: la bodarita azul, la desaparición de maese Belban, el portal perdido de Serena, la agonía de las minas de Uskia e, incluso, la presencia de Yunek en la ciudad.
—¿Así que tu campesino ha venido hasta Maradia para exigir su portal? —comentó Zaut—. Hay que tener valor.
—Valor y, sobre todo, mucho tiempo que perder —suspiró Relia—. De aquí a que el Consejo tome una decisión al respecto pueden pasar meses. Eso si toman algún tipo de decisión, claro.
—¿Tú crees? —preguntó Tabit, inquieto; sospechaba que Yunek no se marcharía a su casa hasta que le dieran una respuesta.
Relia asintió.
—El Consejo se reúne solo una vez al mes —dijo—, y normalmente tratan asuntos de trámite, temas económicos, nuevas peticiones… Si ya cancelaron su encargo, no sé si se molestarán en volver a revisar su caso. Sobre todo si tienen que enfrentarse a otras cosas como profesores y portales desaparecidos.
—¿Sabéis…? —dijo de pronto Unven—, esa historia del portal de los pescadores me recuerda a algo que oí hace tiempo, en casa de mis padres. —Arrugó el entrecejo, pensativo—. Era una de esas veladas largas y aburridas en que los terratenientes de Rodia se reúnen para contar batallitas del pasado, ya me entendéis. Alguien comentó que tenía en casa un portal antiquísimo que conducía a una mansión abandonada. Parece ser que, hace un par de siglos, un noble lo mandó pintar en la alcoba de su amante para poder reunirse con ella sin que nadie lo supiese. Pero la familia de él, o la de ella, no recuerdo bien, cayó en desgracia, tuvieron que dejar sus propiedades y mudarse a otra ciudad, no sé si a Esmira, o Maradia, bueno, qué más da. —Agitó la mano en el aire, cada vez más entusiasmado—. El caso es que el portal dejó de usarse. Y hace unos años, el dueño de la otra casa, descendiente de uno de los amantes, quiso mostrarlo a un invitado, posiblemente para impresionarlo, o porque la historia le parecía muy picante, o qué sé yo. Y resultó que el portal no se activaba. Así que, escamado, el terrateniente se desplazó hasta la casa abandonada y buscó el portal gemelo… y no lo encontró.
—Parece una de esas historias absurdas que la gente cuenta sobre los pintores de portales —comentó Tabit—. Ya sabéis, el Invisible y todas esas cosas.
—Eso pensé yo —asintió Unven—. Además, casi todas las anécdotas que se relatan en este tipo de reuniones son inventadas o están muy exageradas. Me pareció que aquella no tenía mucho fundamento, y no me molesté en informar a la Academia. Quiero decir… los portales no desaparecen así como así, ¿no?
—En teoría, no —murmuró Tabit—; pero os aseguro que el portal de los pescadores ha desaparecido. Alguien lo ha borrado, sin más.
Relia frunció el ceño, pensativa.
—Pero los volverán a pintar, ¿verdad?
—El del Gremio de Pescadores sí deberían pintarlo otra vez —dijo Tabit—. Aunque solo sea para evitar el caos de tráfico que hay en la plaza desde que ya no está.
—¿Creéis… que hay más? —preguntó de pronto Cali.
—¿Más qué?
—Más portales desaparecidos. Quiero decir… Tabit dijo que alguien había borrado el portal de los pescadores. ¿Y si ese alguien borró también el de la casa abandonada de Rodia? Quizá han hecho desaparecer más portales y no nos hemos dado cuenta —añadió, sorprendida ante su propia idea.
Relia negó con la cabeza.
—Si fuera así, maesa Ashda lo sabría.
—¿Maesa Ashda? —repitió Unven—. ¿La profesora de Arte?
—También imparte Restauración. —Relia paseó la mirada por sus compañeros—. ¿Ninguno de vosotros ha cursado la asignatura de Restauración de Portales?
Cali bajó la mirada, un poco sonrojada, pero no respondió.
—¿Restauración, dices? —bufó Zaut con desdén—. ¿Para qué pasar horas enteras repasando portales que otros han pintado, en lugar de diseñar los tuyos propios?
—Sospecho que no es una materia muy popular —comentó Tabit.
—Bien —prosiguió Relia—, yo sí hice Restauración el año pasado. Ya sabéis que hay portales antiguos que se estropean con el tiempo, se desdibujan… Entonces la Academia envía a maesa Ashda y sus ayudantes a repintarlos. Yo estuve con ellos en una práctica. Consultan el diseño original y repasan la pintura en las zonas en las que se ha borrado. Sobre todo les toca restaurar portales pintados al aire libre, que están sometidos a las inclemencias del tiempo.
—Pero —insistió Caliandra, remisa a abandonar su idea—, si hay alguien que está borrando portales… abandonados, o poco utilizados… es posible que esas desapariciones no hayan llegado a oídos de la Academia.
Unven asintió, pensativo.
—Tiene parte de razón —comentó—. A mí, por ejemplo, no se me ocurrió informar de la pérdida del «portal de los amantes».
—¿Y por qué no le preguntáis al guardián? —dijo de pronto Tash.
Los cinco estudiantes se volvieron hacia ella.
—¿A qué guardián?
—Al que vigilaba ese portal que ha desaparecido, el que vino para quejarse. En la mina teníamos un portal —explicó—. Y Raf el Gandul estaba sentado junto a él todo el día. Si alguien se llevase ese portal, lo borrase o lo que sea… Raf lo sabría. Además, he visto a los guardianes haraganeando en la plaza de la ciudad. Cuando sus portales no se usan, se pasan el tiempo contándose chismes unos a otros. Así que, aunque ese guardián de los pescadores no sepa nada, quizá conozca a otros guardianes que hayan oído historias parecidas.
—Valdría la pena investigar un poco —asintió Unven—. Tengo pendiente un viaje a casa. Hace semanas que mi madre insiste en que vaya a conocer al prometido de mi hermana, y me he estado escaqueando… pero, si vuelvo a Rodia con esa excusa, tal vez pueda echar un vistazo al «portal de los amantes». Y tú podrías venir conmigo, Relia —añadió, súbitamente inspirado—, ya que eres la única de nosotros que sabe algo de Restauración.
Pareció que Cali iba a decir algo al respecto, pero en el último momento decidió guardar silencio y esperar a que Relia respondiera a la propuesta de su compañero.
—Bueno, yo… —vaciló ella—, acabo de volver de un viaje, y no sé si me puedo permitir perder más clases…
—¡Claro que sí! —exclamó Unven, cada vez más emocionado—. Eres muy lista, seguro que no tendrás problema en ponerte al día.
Cali esbozó una sonrisilla. Zaut abrió la boca para hacer algún comentario, pero Tabit lo calló de un codazo.
—Entonces, ¿iréis vosotros a Rodia a ver ese portal? Nosotros podemos preguntar a maesa Ashda, y también decirle a Rodak que investigue entre los guardianes.
—¿Y qué hay de maese Belban? —les recordó Cali—. Aún no sabemos dónde está, por qué se ha ido ni por dónde empezar a buscarlo.
Nadie supo qué contestarle.
—Me temo que no podemos ayudarte en eso —dijo Relia—. Si yo me encontrara con maese Belban por los pasillos, ni siquiera lo reconocería. Es como un ermitaño; casi nunca se deja ver.
—Aunque no lo reconocieras, te llamaría la atención —dijo Tabit—, porque lleva el pelo suelto y revuelto. En realidad, que yo recuerde, nunca lo he visto con la trenza.
—¡Anda! ¿Maese Belban es el tipo de los pelos de loco? —se carcajeó Zaut.
—¿Por qué os importa tanto el peinado que lleve? —preguntó Tash.
—Según la normativa —explicó Tabit—, todos los maeses deben llevar el pelo recogido; parece ser que en el pasado hubo problemas con algunos portales que no funcionaban bien, debido a que al pintor se le había caído algún pelo en la pintura, o había rozado sin querer el trazo con las puntas de los cabellos al inclinarse para dibujarlo… Así que se decidió que todos los maeses debían llevar el pelo recogido, y al final se adoptó la trenza como peinado «oficial», podríamos decir. Como parte del uniforme, igual que el hábito granate y las sandalias.
—Pero vosotros no lleváis trenzas —observó Tash.
—Porque no somos maeses todavía. Afortunadamente —suspiró Zaut, pasándose una mano por su media melena, rizada y pelirroja, de la que estaba muy orgulloso.
—A lo mejor por eso no funciona su portal azul —comentó Tash—. Porque el granate loco ha llenado la pintura de pelos.
Su ocurrencia fue acogida con una carcajada por parte de los estudiantes. La única que no se rio fue Caliandra.
—No tiene ninguna gracia —protestó—. Ya sé que bastantes pensáis que maese Belban está loco, pero yo estoy preocupada por él.
—No era un chiste —se defendió Tash—. Lo he dicho en serio, ¿sabéis?
—Y yo no creo que esté loco —añadió Tabit—. Yo creo que es un genio.
—Doy fe de que lo crees —corroboró Unven.
Cali sacudió la cabeza.
—Mirad, todo eso de la desaparición de los portales es muy interesante, pero creo que nos olvidamos de que lo más urgente es encontrar a maese Belban. Así que, si me disculpáis —añadió, levantándose de la mesa—, me iré a mi estudio a repasar sus notas, y mañana volveré a su habitación para seguir estudiando ese portal.
—Para ver si hay pelos, claro —comentó Zaut, tratando de contener la risa.
—Estoy segura de que encontraría más pelos en tu plato, Zaut —replicó Cali mordazmente antes de alejarse.
El joven calló enseguida, se pasó una mano por el cabello y contempló su escudilla con cierta suspicacia.
A la mañana siguiente, Tash fue a buscar a Tabit a la salida de su clase de Lenguaje Simbólico.
—Buenos días —la saludó él—. ¿Qué haces aquí? ¿Y Caliandra?
—Se levantó temprano esta mañana y se fue a mirar el portal azul. Dijo que tú me acompañarías al almacén, a vender mis piedras.
—¿Eso dijo? Bien, supongo que no hay problema. Pero primero tengo que ir a hablar con maesa Ashda. Vamos, acompáñame.
Tash siguió a Tabit a través de los pasillos del círculo intermedio de la Academia, entre estudiantes que entraban y salían de las diferentes aulas. Muchos los miraban de reojo, porque Tash, como persona ajena a la Academia, no tenía permiso para estar allí. Tabit también era consciente de ello; pero no dejaba de repetirse a sí mismo que, después de todo, la chica minera era la invitada de Caliandra y estaba, por tanto, bajo su responsabilidad.
Finalmente, ambos entraron en una sala amplia, de techo bajo, cuyas paredes estaban recubiertas de paneles de madera. Varios estudiantes dibujaban portales sobre los paneles, dirigidos por una maesa bajita y enérgica, de cabello castaño, recogido en una corta trenza.
Tabit se detuvo junto a la puerta, para no interrumpirlos. Tash se quedó a su lado.
Contemplaron cómo los estudiantes trazaban afanosamente sus portales. Dos de ellos habían optado por diseños florales, mientras que otros tres habían elegido modelos poligonales, un pentágono y dos octógonos, respectivamente. Tabit observó con curiosidad el último de los portales, diseñado sobre la base de una estrella de siete puntas. Los modelos estelares eran poco habituales, porque el resultado final era muy parecido al de las bases poligonales y, sin embargo, requerían bastante más trabajo.
La voz de Tash interrumpió sus pensamientos.
—¿A dónde llevan esos portales que están pintando? —le susurró la muchacha.
—A ninguna parte —respondió él en el mismo tono—. Esto es una clase de prácticas. Los estudiantes están utilizando pintura roja corriente. La pintura de bodarita se emplea solo para los portales de verdad, no para los ejercicios de clase.
—Ah —dijo ella—. Pues parece que les va a llevar bastante tiempo, ¿no?
—Es un trabajo muy laborioso —asintió él—. Un pintor competente puede tardar hasta dos semanas en dibujar un portal de tamaño medio y no demasiado complejo. Y eso sin contar con el tiempo empleado en la medición de las coordenadas, el diseño…
Se quedaron allí, junto a la puerta, hasta que la clase terminó. Entonces aguardaron hasta que todos los estudiantes hubieron recogido sus bártulos y abandonado el aula. La profesora y su ayudante, por su parte, se quedaron a despejar la sala, retirando hasta un rincón los paneles de madera a medio pintar. Tabit se acercó.
—Buenos días, maesa Ashda —saludó.
—Hola, estudiante Tabit —sonrió ella—. Te has equivocado de clase, ¿no? El primer nivel de prácticas de Dibujo lo superaste hace tres años por lo menos. Y con nota, si no recuerdo mal.
Tabit le devolvió la sonrisa.
—En realidad, no he venido a clase, maesa Ashda. —Una parte de su mente le recordó que le tocaba Teoría de Portales con maese Denkar, pero descartó rápidamente aquel pensamiento—. Quería hablar con vos.
La pintora inclinó la cabeza, dándole a entender que estaba prestándole toda su atención. Tabit le relató entonces su encuentro con el guardián del portal del Gremio de Pescadores, su viaje hasta Serena y las conclusiones que había sacado tras examinar el muro del portal. Maesa Ashda escuchaba en silencio mientras, no lejos de ellos, su ayudante terminaba de recoger los paneles.
—Salta a la vista que se trata de una gamberrada, Tabit —dijo ella finalmente—. Yo no le concedería mayor importancia.
—Pero los pescadores necesitan ese portal…
—Naturalmente. Pero el Consejo debe discutir primero sobre la conveniencia de su restauración. Hasta que no lo haga, no podemos volver a dibujarlo.
—¿Qué hay que discutir? El portal ya no está.
—Hay que determinar quién es el responsable. El portal estaba vigilado por un guardián. Si, pese a ello, alguien ha tenido ocasión de borrarlo del todo, significa que no estaba haciendo bien su trabajo. A los guardianes los forma la Academia, pero su sueldo lo pagan los clientes a través de la tasa anual. Así que hay que ver si la negligencia de este guardián en particular debe ser reparada por la Academia o por el Gremio de Pescadores. —Movió la cabeza, pensativa—. Naturalmente, habrá que averiguar cuál de los dos guardianes estaba fuera de su puesto en el momento en que fue borrado el portal. Se le despedirá, por descontado, y la Academia se encargará de asignarles otro. Pero alguien tiene que pagar la restauración de ese portal, y, por lo que sé, el Gremio no está dispuesto a hacerlo.
—Oh. Entiendo —murmuró Tabit.
Maesa Ashda suspiró.
—Cualquier negociación resulta ardua, pero, cuando se trata de gremios y de comerciantes, se vuelve todavía peor. Son muy tacaños; primero exigirán que la Academia restaure su portal inmediatamente y, además, gratis; luego, cuando admitan que no les queda más remedio que pagar, protestarán porque pensaban que la restauración del portal les iba a costar lo mismo que cuando se pintó por primera vez, hace ciento sesenta años.
Tabit se percató de que maesa Ashda conocía muy bien la situación del portal de Serena.
—¿Ya sabíais que alguien ha borrado el portal, maesa?
Ella rio con suavidad.
—Naturalmente —respondió—. Hemos recibido quejas por varias vías distintas. Pero, como ya te he dicho, no podemos correr a restaurar un portal cuando no sabemos quién lo ha borrado, ni por qué, y, además, ni siquiera tenemos garantías de que el Gremio vaya a sufragar los gastos.
Tabit vaciló un momento antes de preguntar:
—¿Y ha… sucedido esto antes?
—¿Qué quieres decir?
—¿Es habitual que se borre un portal?
—Siempre ha habido gamberros en todas partes, estudiante Tabit. Gente que ensucia las paredes, destroza las estatuas u orina en las fuentes. Los portales tampoco están a salvo de ellos. ¿Verdad, Kelan? —añadió, volviéndose hacia su ayudante.
El joven se adelantó, mientras se limpiaba con un trapo las manos manchadas de pintura roja, con un suspiro de resignación. Era un estudiante de último curso, alto, de cabello castaño oscuro, semblante atractivo y mirada perspicaz. Tabit lo conocía de vista; habían coincidido en alguna asignatura. Sabía de él que tenía manos hábiles y que era el alma del grupo de restauración dirigido por maesa Ashda.
—No, desde luego —convino Kelan—. Es desesperante. ¡Con lo que cuesta dibujar un portal, y lo poco que lo aprecian algunos individuos…! —movió la cabeza con desaprobación—. El año pasado tuvimos que restaurar un portal en Yeracia porque alguien había tenido la ocurrencia de dibujar con brea una cara sonriente justo en el centro.
Tabit lo contempló con horror, incapaz de creer que fuera verdad.
—Y lo que más me molesta —prosiguió Kelan— es que ese portal tenía un guardián. Como algunos otros que hemos tenido que restaurar. No es tan difícil vigilar un portal, ¿no? Después de todo, para eso se les paga.
Calló de pronto y miró a maesa Ashda, temiendo haberse propasado con el tono de su protesta. Ella adoptó una expresión severa cuando dijo:
—El trabajo de los guardianes consiste no solo en controlar quién atraviesa los portales, sino también en protegerlos de todo tipo de agresiones. Pero, volviendo a tu pregunta, estudiante Tabit, confieso que es extraño que alguien se tome la molestia de borrar un portal de forma tan concienzuda… aunque todo puede ser. Y todo el mundo tiene enemigos. Por ejemplo, los pescadores de Serena siempre han competido por el control de la bahía con la flota de las islas de Belesia. No sería de extrañar que se tratara de un sabotaje.
Tabit ladeó la cabeza, considerando aquel nuevo punto de vista.
—¿Podría ser una venganza personal, entonces? —preguntó—. ¿O podría ser obra de alguien que quiere perjudicar al Gremio por motivos comerciales?
—O podría tratarse de un gamberro. No le des más vueltas, Tabit. ¿Por qué te preocupa tanto el portal de los pescadores?
—Conocí al guardián que se topó con el muro vacío al comenzar su turno —murmuró Tabit—. Estaba desolado. Era su primer día —añadió.
Maesa Ashda sonrió compasivamente.
—Pobre chico —comentó—. No te preocupes, Tabit. Tarde o temprano llegaremos a un acuerdo con el Gremio y restauraremos su portal. Y no creo que se demore mucho.
—No —coincidió Kelan, con una sonrisa traviesa—. Después de todo, a la gente no le hace gracia que la Plaza de los Portales de Serena apeste a pescado.
Tabit dio las gracias a la profesora por la información y salió del aula, con Tash pisándole los talones.
Lo que maesa Ashda le había dicho tenía bastante sentido. Cualquiera de las dos explicaciones, en realidad. Así que quizá, después de todo, la historia del «portal de los amantes» desaparecido no fuera otra cosa que un rumor sin fundamento, y Unven y Relia habían viajado hasta Rodia para nada. «O tal vez no», pensó, con una sonrisa, recordando lo ilusionado que estaba su amigo ante la posibilidad de que Relia lo acompañara.
En el pasillo se encontraron con maese Eldrad y maesa Ornia que, como siempre, venían discutiendo sobre alguna cuestión lingüística. Tabit sonrió. Él impartía Lenguaje Simbólico, y ella era la profesora de Lenguaje Alfabético. Se llevaban muy mal, y corría el rumor de que aquella rivalidad tenía su origen en su época de estudiantes, en una clase de Teoría de los Portales en la que habían debatido sobre cuál de los dos lenguajes secretos de la Academia era más importante. Había quien decía que habían obtenido su plaza como profesores de aquellas materias solo para poder seguir discutiendo al respecto.
Tabit los interrumpió cuando maesa Ornia ya empezaba a acalorarse y el tono de maese Eldrad se volvía más agudo de lo habitual, y les preguntó por el almacén de bodarita. Ellos le indicaron el camino, pero no tardaron en volver a enfrascarse en su disputa. Tabit y Tash los dejaron atrás; siguiendo sus instrucciones, descendieron por unas escaleras hasta un sótano que Tabit no había visitado nunca. Allí, al final de un corto corredor, había una mesa tras la que estaba sentado maese Orkin.
Tabit lo conocía; había sido él quien, en su segundo año en la Academia, le había enseñado a fabricar pintura de bodarita a partir del mineral en bruto. Apenas había coincidido con él desde entonces, hasta el punto de que casi había llegado a olvidarse de su existencia. Pero en realidad, tal y como estaba descubriendo en los últimos días, los cometidos de maese Orkin en la Academia eran mucho más variados.
A la luz de una lámpara de aceite, el profesor anotaba algo en un libro de cuentas con gesto reconcentrado. A su espalda se abría una amplia cámara llena de filas y filas de contenedores y carretillas. Ante él, un viejo pintor de portales refunfuñaba por lo bajo mientras depositaba varias monedas sobre la mesa. Maese Orkin contó el dinero y le entregó dos frascos de pintura de bodarita. El pintor se lo quedó mirando.
—¿Esto es todo? —protestó—. ¡Esperaba por lo menos tres!
—Por esta cantidad de dinero, maese, es todo lo que os puedo dar —respondió maese Orkin con sequedad—. Ya sabéis que los precios se incrementan cada año.
—¡Esto es un abuso! Tengo un encargo importante y no podré dibujar el portal con tan poca pintura.
Maese Orkin se encogió de hombros.
—Si queréis más, tendréis que pagarla —replicó—. O hacer un diseño más sobrio, sin florituras innecesarias.
Pareció que el pintor iba a seguir protestando, pero finalmente dejó caer los hombros, sacudió la cabeza con un suspiro y se llevó los dos frascos. Maese Orkin volvió a sus libros de cuentas, y Tabit y Tash esperaron a que el visitante se marchara para acercarse a su mesa. Cuando maese Orkin alzó la cabeza y los miró fijamente, Tash dio un respingo y se ocultó detrás de Tabit con disimulo. Este se quedó mirándola, sin comprender su reacción, hasta que el encargado del almacén le dijo:
—¿Buscas algo, estudiante?
Tabit reaccionó.
—Sí, yo… Este es el almacén de bodarita, ¿verdad?
Maese Orkin alzó las cejas. Era un hombre de mediana edad y rasgos vulgares. Llevaba el cabello, de color castaño veteado de gris, recogido en una trenza corta.
—¿Te has perdido?
—No, yo… —Tabit se volvió hacia Tash, que le tendió la bolsa de la bodarita azul, sin una palabra, y aún con la cabeza gacha—. Mi amiga encontró estas piedras —dijo, vaciando el contenido del saquillo en la palma de su mano. Dejó que el maese las examinara antes de añadir—: Pensó que nos serían útiles en la Academia, y por eso ha venido aquí, para venderlas.
El maese les disparó una mirada llena de fastidio.
—¿Qué os hace pensar que podríamos estar interesados en esto?
—Es bodarita —dijo Tabit.
El pintor seguía con la vista clavada en ellos.
—Es azul —dijo, muy despacio, como si estuviera hablando con alguien corto de entendederas—. La bodarita tiende a presentar una bonita tonalidad granate.
Tabit suspiró con impaciencia y decidió poner todas las cartas sobre la mesa.
—Procede de las minas de Uskia —dijo sin rodeos—. Allí hay una veta de bodarita azul. Hace unas semanas llegaron a la Academia unas muestras como estas y maese Kalsen dijo que era bodarita y que, por tanto, se podía pagar al precio de la bodarita de siempre.
El maese entornó los ojos. Se fijó entonces en Tash, que seguía esforzándose por pasar inadvertida, aunque sin demasiado éxito.
—Ya veo —dijo, despacio—. Yo no trato con mineros de a pie, chico —le espetó—. ¿Te envía tu capataz, o es que acaso has robado esas piedras del cargamento semanal?
—Yo no… —empezó Tash, indignada; pero los interrumpió la llegada de un par de estudiantes que arrastraban pesadamente un contenedor escaleras abajo, armando un escándalo considerable.
—¡Maese Orkin! —llamó uno de ellos—. Aquí está el envío de Kasiba. ¿Dónde lo dejamos?
El pintor se levantó de su sitio, con un suspiro cargado de exasperación. Era menudo, pero destilaba energía y mal humor. Incluso Tabit, que, a pesar de que no era muy alto, le sacaba una cabeza, dio un respingo y se apartó para dejarle paso.
—¿Cuántas veces os he dicho que uséis el montacargas? —ladró.
Acudió al encuentro de los estudiantes para ayudarlos con el contenedor. Por fin, consiguieron dejarlo apoyado contra la pared, no lejos de la mesa.
—Eh, eh, no tan deprisa —los detuvo maese Orkin cuando ya se marchaban—. Colocadlo en su sitio —ordenó, señalando el interior del almacén.
—Es que aún falta otra caja —dijo uno de ellos, subiendo las escaleras de dos en dos.
—¡Pues bajadla por el montacargas! —les gritó él cuando ya había desaparecido escaleras arriba—. ¿Me oís? ¡Por el montacargas!
Sacudió la cabeza, mascullando por lo bajo, y volvió a sentarse ante su escritorio.
—¿Dónde estábamos? Ah, sí, el pequeño ladrón de bodarita.
—Yo no he robado nada —replicó Tash de malos modos—. Estas piedras las saqué yo mismo de la mina. De la veta que encontré. Tengo más derecho a venderlas que el capataz.
Maese Orkin se rascó una oreja con el extremo seco de la plumilla.
—Bien, ¿sabes qué? En el fondo me da igual de dónde hayan salido las muestras. Te las peso, te las pago y te largas de aquí con viento fresco, ¿de acuerdo?
Mientras el profesor colocaba una pequeña báscula sobre la mesa y vaciaba el saquillo de Tash en uno de los platos, Tabit contempló el contenedor con curiosidad. Se asomó al interior, aprovechando que maese Orkin estaba distraído, y descubrió que estaba prácticamente vacío. Los fragmentos de bodarita que descansaban en el fondo del depósito no bastarían para llenar media carretilla. Se fijó en el color: era granate, naturalmente. No encontró ni un solo guijarro azul entre aquel mineral.
Se apartó del contenedor cuando oyó el tintineo de las monedas. Se volvió hacia Tash, que se embolsaba el resultado de su transacción, muy satisfecha.
—Y ahora, fuera de aquí los dos —gruñó maese Orkin—. Tengo mucho que hacer.
—¿Lo conocías de antes? —le preguntó Tabit a la chica en voz baja, mientras subían las escaleras.
Ella asintió enérgicamente.
—Es el granate que viene todos los años a la mina a revisar los libros de cuentas. El que controla la cantidad de mineral que enviamos, y todo eso. El que nos paga, también —añadió tras un instante de reflexión.
Tabit frunció el ceño. Una idea empezaba a pergeñarse en el fondo de su mente.
—Y ahora, ¿me dices por dónde se va a la mina más cercana? —exigió Tash con impaciencia.
Tabit volvió a la realidad.
—Claro —asintió—. Te dije que te acompañaría hasta la Plaza de los Portales, y eso haré. Pero me gustaría pedirte una cosa. Cuando estés en la mina… ¿podrías fijarte en si es… digamos… una explotación próspera?
—¿Qué quieres decir?
Tabit vaciló antes de explicar, en voz baja:
—Creo que la mina de Kasiba también se está agotando. No tengo noticias de que haya problemas similares en Ymenia o en Yeracia, y no sé si tengo permiso para ir a investigar, pero… si consigues trabajo allí… ¿podrías echar un vistazo a los cargamentos que envían a Maradia?
—¿Y qué esperas encontrar allí? —preguntó Tash, aún desconcertada—. ¿Y cómo voy a contártelo después?
—Solo quiero saber si se extrae más mineral de allí que de la mina en la que trabajabas. En cuanto a cómo me pondré en contacto contigo… Bueno, ya te conté que en la Academia tenemos portales que conducen a todas las minas de bodarita que hay en Darusia.
—Es verdad. ¿Y por qué no puedo cruzar uno de esos portales en lugar de dar tantas vueltas?
—Porque no tienes permiso para usar los portales de la Academia, Tash, ya lo sabes.
—Pero podría ir contigo —insistió Tash—. Como cuando nos conocimos, ¿te acuerdas? Yo no debía cruzar el portal que había en la casa de ese cerdo arrogante, pero tú me llevaste contigo…
—Era una emergencia —se apresuró a responder Tabit—. En realidad, podría haberme metido en líos por eso.
—Bueno —dijo Tash, un poco cortada—. Entiendo. Gracias, entonces.
Tabit no supo qué contestar. Ninguno de los dos había vuelto a mencionar las circunstancias de su primer encuentro. Tash era una chica de modales tan desenvueltos y masculinos que a Tabit le costaba trabajo recordarla como la víctima del terrateniente Darmod. A veces, incluso, le parecía que se trataba de dos personas diferentes.
—Podríamos intentarlo de noche —dijo entonces Tabit en voz baja—, cuando no haya nadie en el patio de portales. Quizá entonces podamos ir juntos a las minas de Ymenia, sin que nadie nos vea.
Pero Tash sacudió la cabeza.
—No; ya tengo algo de dinero, me las arreglaré. Ya has hecho mucho por mí.
Tabit cabeceó, conforme.
Pasaron un momento por la habitación de Caliandra, para que Tash recogiera sus escasas pertenencias, y se encaminaron a la entrada principal de la Academia.
Allí se encontraron de nuevo con Yunek, que descansaba, sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra el muro. Tabit lo saludó.
—¿Qué haces aquí todavía? —le preguntó.
El muchacho alzó la cabeza para mirarlo, pero no se molestó en levantarse.
—¿A ti qué te parece? Esperar a que alguien me diga algo sobre mi portal.
Tabit respiró hondo.
—¿Sabes que podrían pasar semanas antes de que el Consejo tome una decisión al respecto? —le dijo con delicadeza.
Aquella noticia cayó sobre Yunek como un jarro de agua fría.
—Pero… pero… pero tu amiga dijo…
Tabit miró a Tash, que se encogió de hombros.
—La chica que iba con él —trató de explicarse Yunek, señalando a Tash—. La pintora del pelo negro. Ella… bueno, ella me ayudó a presentar mi queja. Dijo que los maeses me ayudarían.
—No dijo eso —replicó Tash—. Dijo que no perdieras la esperanza.
Tabit movió la cabeza.
—Seguro que Caliandra tenía buena intención y que solo pretendía animarte, pero…
—¡Maese Tabit! —exclamó de pronto una voz tras ellos.
Al volverse, vieron la alta figura de Rodak, que corría por la calle, muy alterado.
—¡Me van a despedir! —gimió el guardián en cuanto llegó a su lado—. ¡Y seguimos sin portal!
Tabit se masajeó las sienes con las yemas de los dedos, preguntándose cómo era posible que todo el mundo creyera que él tenía la clave para solucionar sus problemas.
—Ya estoy al tanto de la situación —dijo, evocando su conversación con maesa Ashda—. Pero, escucha, aunque fuiste tú quien se encontró el muro vacío… debieron de borrar el portal en el turno anterior, ¿no? Cuando estaba el otro vigilante.
El rostro de Rodak se iluminó, esperanzado… para ensombrecerse inmediatamente después.
—Tampoco quiero que despidan a Ruris —dijo.
—Bueno, vamos a ver, no nos pongamos nerviosos —murmuró Tabit—. Por lo que sé, el Gremio de Pescadores y el Consejo de la Academia aún tardarán en ponerse de acuerdo sobre los términos de la restauración.
—¿Y qué voy a hacer yo mientras tanto?
Tabit abrió la boca para sugerirle que fuera a casa y se tomara un descanso, pero entonces recordó la conversación que había mantenido la noche anterior con sus amigos.
—¿Conoces a otros guardianes? —le preguntó al muchacho.
Rodak asintió.
—¿Podrías… hablar con ellos? —sugirió Tabit—. Preguntarles… no sé… si han oído hablar de algo parecido. De algún lugar en el que alguien haya hecho desaparecer un portal.
Rodak arrugó el entrecejo.
—Pero vos dijisteis que el Invisible…
—No estoy hablando del Invisible —cortó Tabit—; solo quiero saber si, quienquiera que ha borrado vuestro portal… lo ha hecho por algún motivo en concreto. Si tenía algo en contra del Gremio de Pescadores en particular… o si ha borrado más portales en otros sitios.
Rodak asintió.
—Entonces, ¿lo harás? —quiso asegurarse Tabit.
El guardián cabeceó de nuevo. Parecía contento por tener algo que hacer.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó Yunek inesperadamente.
Rodak se quedó mirándolo, sin saber qué responder.
—Me paso aquí todo el día —prosiguió Yunek—, perdiendo el tiempo, esperando que alguien me diga que voy a tener el portal que encargué. Y no soporto estar parado. Quisiera entender qué está pasando aquí. Si es normal que los pintores no quieran dibujar un portal en mi casa. Me dicen que esto sucede a veces, pero me da la sensación —añadió, mirando a Tabit— de que hay algo más. Y quiero ayudar a descubrir qué es. Así, por lo menos… podré sentirme útil.
Rodak asintió.
—De acuerdo —dijo solamente—. Vamos.
Los cuatro se dirigieron, juntos, a la Plaza de los Portales.
No hablaron demasiado. Yunek empezó a hacer preguntas, pero Rodak no contestaba, y Tabit, que no quería hablar abiertamente de sus pesquisas con él, le respondía con evasivas. Tash se había encerrado en su habitual silencio hosco y desafiante, mientras fingía que no se daba cuenta de que Rodak la miraba de reojo. Tabit se sentía violento; conocía a sus tres acompañantes, pero ellos no se conocían entre sí, y no sabía si valía la pena presentarlos o no. Se sintió aliviado cuando llegaron por fin a la plaza, y Yunek y Rodak se acercaron a un guardián que parecía aburrido, con intención de darle conversación. Tabit se despidió de ellos y aguardó junto a Tash a que llegara su turno de cruzar el portal que la llevaría hasta la ciudad de Rodia.
—Desde Rodia —le explicó—, no hay ningún portal público que te conduzca hasta las minas de Ymenia, pero puedes unirte a alguna caravana que pase por un pueblo que se llama Trandon. Acuérdate bien: Trandon. Allí tienen un portal que utilizan para llevar las reses hasta la ciudad de Ymenia los días de mercado. Posiblemente tengas que pagar un peaje, pero no será muy caro. Trandon es un pueblo, no una gran ciudad.
—Trandon —repitió Tash—. ¿Estás seguro de que desde allí podré llegar a las minas?
—Completamente. El otro día pasé un buen rato en la Sala de Cartografía buscando un itinerario que pudieras utilizar. Desde Ymenia seguro que encontrarás algún carretero que pueda acercarte hasta las montañas, donde están las minas. Y el resto, bueno… depende de ti.
Tash asintió. Los dos, el joven estudiante y la chica minera, cruzaron una mirada. Después, Tabit la abrazó con cierta torpeza.
—Buena suerte —le deseó—. En unos días me pasaré por allí para ver si estás bien.
—Bien, pues… gracias. Por todo. Y despídeme de Cali, ¿quieres? Esta mañana salió tan deprisa que no pude decirle adiós. Creo que ni siquiera se acordó de que me marchaba hoy.
Tabit asintió.
Finalmente, Tash cruzó el portal a Rodia, y el resplandor rojizo envolvió su cuerpo menudo durante un breve instante. Después, desapareció.
Tabit suspiró. Estaba preocupado por ella, pero, por otro lado, también era un alivio ver que la muchacha continuaba su camino y no seguiría rondando por la Academia. Después de todo, se había convertido en una responsabilidad, para él y para Caliandra, desde la misma noche en que la había rescatado de las garras del terrateniente.
Se dio la vuelta y paseó la mirada por la plaza; localizó a Yunek y Rodak ya inmersos en una conversación con un par de guardianes. «Otra cosa menos», pensó.
Mientras regresaba a la Academia con paso tranquilo, se preguntó qué iba a hacer a continuación. Caliandra estaba examinando la bodarita azul y los últimos portales que había pintado maese Belban antes de desaparecer; Unven y Relia habían partido a Rodia para investigar la historia del «portal de los amantes»; Tash iba camino de las minas de Ymenia, donde, si nadie descubría que era una chica, probablemente conseguiría trabajo, y también trataría de averiguar si la mina era o no productiva. Por otro lado, Yunek y Rodak preguntarían a los otros guardianes para descubrir si alguien había oído hablar de más portales desaparecidos.
En cuanto a él… tenía varias ideas que estaba deseando investigar.
La principal de ellas estaba relacionada con la bodarita azul. Tenía la vaga sensación de que, si existía realmente aquella variedad de mineral, estaría registrado en alguna parte. Quizá habría alguna anécdota recogida en los libros de historia, o en algún documento antiguo, que hiciera referencia al tema. Tal vez los primeros maeses habían investigado ya sobre ello. En tal caso, debería existir alguna mención en algún sitio; y, si no la había, tampoco le vendría mal refrescar sus conocimientos sobre la materia.
De modo que, al llegar a su destino, tomó un almuerzo ligero y después se encerró en la biblioteca. Le pidió a maese Torath, el archivero, que era también el profesor de todas las materias relacionadas con la Historia de la Academia, que le prestase tratados y monografías sobre la bodarita y los orígenes de la ciencia de los portales.
Pronto se halló inmerso en la lectura.
Repasó lo que ya sabía: que, mucho tiempo atrás, había existido en las tierras de Scarvia una tribu de feroces guerreros que eran célebres por su capacidad de aparecer y desaparecer como fantasmas en la niebla. Todos temían a los Caras Rojas, como se les llamaba entre la gente civilizada. Nadie había logrado conquistar su territorio, y sus costumbres estaban envueltas en un halo de misterio y leyenda. Se decía que los Caras Rojas se pintaban la piel con la sangre de sus enemigos muertos, y ese ritual era la fuente de su poder. Se contaba también que los chamanes de la tribu invocaban a los espíritus de sus grandes héroes, que regresaban de la tumba para luchar en cada batalla. Había también, naturalmente, explicaciones más racionales ante el hecho asombroso de que los Caras Rojas fueran capaces de desvanecerse como el humo. Los eruditos decían que utilizaban en su favor su conocimiento del terreno y las nieblas perpetuas de su región para confundir los sentidos de los extranjeros.
Pero fue un viajero, muy curioso y sagaz, quien descubrió la verdad.
Su nombre era Bodar de Yeracia. Siendo apenas un muchacho, se perdió en las montañas, y permaneció varios días a la intemperie, en pleno invierno, hasta que, más muerto que vivo, fue capaz de hallar un paso entre las nieves que lo condujo hasta las tierras de Scarvia. Se desplomó, al límite de sus fuerzas, en una llanura nevada; y algunos miembros de la tribu de los Caras Rojas lo encontraron y se lo llevaron consigo.
Bodar permaneció con ellos el resto del invierno. Allí se repuso de su experiencia y aprendió algunas palabras de su lengua, así como la forma en que preparaban sus pinturas rituales. Descubrió que los guerreros eran de carne y hueso, y la pintura era pintura, y no sangre.
Pero no llegó a ninguna otra conclusión, porque los Caras Rojas no compartieron más secretos con él. Al llegar la primavera, lo acompañaron de vuelta a su tierra, a través de los pasos de las montañas; allí, en la frontera, se despidieron de él, dieron media vuelta y se perdieron en la niebla.
Bodar no volvió a verlos en mucho tiempo. Creció y se convirtió en un incansable viajero y explorador. Cruzó toda Darusia, y llegó también hasta Rutvia y la lejana Singalia. Pero nunca olvidó su experiencia con los Caras Rojas y, un buen día, cuando era ya un hombre maduro, dio la espalda a todo cuanto conocía y volvió a internarse en las montañas, en busca de sus amigos perdidos.
Estuvo fuera más de cuatro años y, cuando volvió, vestía como los salvajes scarvianos y hablaba casi igual que ellos. Pero traía en su macuto unas piedras de color granate que, según explicó, poseían el secreto de las extraordinarias habilidades de los Caras Rojas.
De vuelta a la civilización, Bodar consagró el resto de su vida a estudiar el mineral que se había traído de Scarvia, y que, en su honor, se bautizaría más tarde como bodarita. Descubrió que tenía la propiedad de romper la continuidad del espacio, de crear enlaces entre sitios distantes. Los Caras Rojas lo habían averiguado por casualidad, y habían aprendido a extraer de él un pigmento con el que elaboraban una pintura de guerra que les permitía aparecer y desaparecer al instante. Sin embargo, estos saltos en el espacio eran imprevisibles e incontrolados. Bodar sospechaba que debía de existir alguna manera de utilizar las propiedades de la bodarita de una forma más útil. Viajó hasta Maradia y allí se rodeó de personas interesadas en sus estudios.
Años más tarde, otro investigador destacado, Vanhar de Maradia, inventó el medidor de coordenadas. Más adelante, un grupo de sabios conocido simplemente como «El Círculo» empezó a pintar portales con pintura de bodarita. Vanhar se unió a ellos y les proporcionó la precisión de sus mediciones. Y de ahí nació la Academia y el arte de pintar portales de viaje.
Pero todo había comenzado con la bodarita.
Tabit se olvidó de comer. Pasó el resto del día en la biblioteca, leyendo tratados sobre el tema. Sin embargo, no encontró ninguna mención a la bodarita azul.
Apartó un enorme mamotreto, con un suspiro de cansancio, y se frotó los ojos. Tenía la esperanza de que, en algún momento de su historia, la Academia hubiese experimentado ya con bodarita azul, o que hubiesen aceptado, de forma excepcional, algún cargamento de aquella variedad procedente de alguna mina. Pero no había ninguna referencia al respecto, y eso solo podía significar que, en realidad, la bodarita azul no servía para pintar portales.
Se preguntó si valía la pena empezar a leer manuales de Arte de Portales, por si en alguna parte existiera algún antiguo portal de color azul, pero desechó la idea.
—¡Tabit, estás aquí! —dijo entonces una voz junto a él, sobresaltándolo—. Te he buscado por todas partes.
El joven se volvió. A su lado estaba Caliandra, con los ojos relucientes de emoción.
—Creo que he descubierto algo —le dijo, sin ceremonias.
—Ah, pues ya has tenido más suerte que yo —gruñó él.
Cali examinó el título del libro que había estado leyendo su compañero:
—¿Bodar de Yeracia: vida y semblanza? ¿Estás haciendo alguna clase de trabajo para maese Torath? ¡Pero si Historia de los Portales es una asignatura de primer curso!
—Buscaba pistas sobre la bodarita azul —suspiró Tabit—, pero no ha sido una buena idea.
—Yo, en cambio, creo que he encontrado algo en el portal que dibujó maese Belban. Ven, te lo enseñaré.
Yunek y Rodak recorrían con paso cansino la Plaza de los Portales de Maradia. El trasiego que había invadido el lugar durante todo el día comenzaba a acallarse, porque atardecía ya, y la mayoría de la gente había regresado a sus ciudades y pueblos de origen.
—Deberíamos haber tomado notas —dijo entonces Rodak, que llevaba un rato en silencio, pensando intensamente.
—No te preocupes, yo lo he anotado todo aquí —respondió Yunek, señalándose la sien—. Me fío de mi memoria y no necesito escribir mis recuerdos en ninguna parte.
Rodak no hizo ningún comentario, pero asintió, conforme.
Se pusieron a la cola para cruzar el portal público que los conduciría hasta Serena.
Habían pasado todo el día deambulando de portal en portal, hablando con los guardianes en cuanto tenían un momento libre. La mayoría de ellos apenas les había prestado atención, y otros estaban tan ocupados que los habían alejado con cajas destempladas. Pero, pese al bullicio reinante en la plaza, de vez en cuando habían tenido la suerte de topar con algún guardián ocioso con ganas de conversación. Y así, poco a poco, habían ido recogiendo algunos retazos de información.
Al principio, los guardianes se mostraban reacios a propagar habladurías, y más si tenían que ver con el Invisible o con portales desaparecidos. Además, Rodak no era muy bueno interrogando a la gente. Solía hacer preguntas cortas y bruscas, directas al grano, y callaba muy a menudo, mientras meditaba sobre la información recibida. Yunek, que inicialmente había optado por dejarle hablar a él, se veía obligado a intervenir para llenar de charla intrascendente aquellos incómodos silencios. Hacia el final de la jornada, cuando Yunek ya había comprendido más o menos qué era lo que Rodak estaba buscando y qué esperaba descubrir, empezó a llevar la voz cantante en las conversaciones. Al joven guardián no pareció importarle. Se limitaba a escuchar, con el entrecejo fruncido, y a pensar. De vez en cuando dejaba caer alguna pregunta, pero por lo general permitía que fuera Yunek, que tenía más labia, el que dialogara con los guardianes.
Pero estos se estaban cansando ya de verlos rondar por la plaza, por lo que Rodak había sugerido que regresaran a Serena para hablar con los guardianes de allí, a los que conocía mejor. Por la noche tenían poco trabajo y solían estar más receptivos a charlas y preguntas. Además, así podrían contrastar los rumores que corrían por ambas ciudades y comprobar si había algún relato que se repitiera.
—Está esa historia sobre un portal que dejó de funcionar de la noche a la mañana —empezó Yunek, alzando los dedos a medida que enumeraba—; luego, esa otra sobre un audaz robo del Invisible en Vanicia, utilizando nada menos que el portal privado del presidente del Consejo de la ciudad.
Rodak meneó la cabeza.
—Poco probable.
—… Un asalto a una caravana de singaleses que cayó en un gigantesco portal que la gente del Invisible había pintado en el suelo…
Rodak negó con la cabeza con energía.
—Y la historia de esos dos pueblos que se alzaban a ambas márgenes de un río bravo —prosiguió Yunek—. Esa era curiosa, ¿te acuerdas? Tenían un portal que los unía porque en su día les salía más a cuenta encargar uno a la Academia que hacer construir un puente, y décadas después hubo una crecida, los pueblos se inundaron y los portales se borraron. Y el precio que tenían que pagar a la Academia por pintarlos de nuevo era tan elevado que al final terminaron por construir un puente —concluyó, indignado.
Rodak inclinó la cabeza.
—Esa podría ser cierta.
—Bien —asintió Yunek—. Nos quedan dos muy parecidas: la de aquella casa de Yeracia en la que entraron unos ladrones y se lo llevaron todo, incluso el portal, y la del terrateniente kasibano que iba a recibir una herencia en la otra punta de Darusia; tenía un portal privado que lo comunicaba con las tierras que debía heredar, pero algún familiar lejano contrató a unos matones que entraron en su casa y lo borraron, y entonces su abuelo cambió de idea y dejó la herencia a otro nieto que vivía más cerca.
—No son dos historias similares —dijo entonces Rodak—. Es la misma historia.
—¿Tú crees? —preguntó Yunek, dudoso—. Una transcurre en Yeracia, y la otra, en Kasiba. Son dos lugares muy alejados.
Rodak negó con la cabeza.
—Es la misma historia contada por dos personas diferentes. Cuantas más veces se relata algo, más cambian los detalles. Pero lo básico sigue igual: entran en casa de alguien para robar y se llevan su portal. Alguien con dinero. Si entras a robar en una casa así, no pierdes el tiempo con un portal. Salvo que hayas entrado con la intención de borrar el portal, y te lleves más cosas para que parezca un robo normal.
—Entiendo —asintió Yunek, impresionado—. Es decir, que tú crees que a ese hombre le quitaron el portal para que no pudiera recibir su herencia, pero la persona que lo hizo fingió que era un robo normal para que no le descubrieran.
Rodak se encogió de hombros.
—O algo así. Cualquiera de las dos explicaciones podría valer, y por eso se han convertido en dos historias distintas.
—Pero ¿cómo investigamos eso, si no sabemos si sucedió en Yeracia o en Kasiba?
—Hay un patrón —dijo entonces Rodak inesperadamente—. ¿Cómo era la historia esa del derrumbamiento?
Yunek hizo memoria.
—En un pueblo del sur de Esmira, casi en la frontera con Rutvia —dijo—, los soportales de la plaza del mercado se derrumbaron, sepultando debajo la pared con el portal que unía la aldea con la capital de la región desde hacía siglos. Cuando buscaron entre los cascotes, no encontraron ni uno solo pintado de granate.
—Un derrumbamiento. Una inundación. Un robo —enumeró Rodak—. Siempre hay otras cosas que encubren la desaparición de un portal.
—Entiendo —dijo Yunek—. ¿Crees, entonces, que han desaparecido más portales de los que pensamos? ¿Y que nadie se ha dado cuenta?
—Si yo quisiera borrar portales —razonó Rodak—, elegiría algunos que estuviesen abandonados, o en lugares pequeños, o muy alejados, o que se utilizasen poco. No se me había ocurrido la idea de taparlo con otro acontecimiento para distraer la atención de la gente, pero es una buena jugada. Luego, la noticia llega a las ciudades con tantos detalles distorsionados o exagerados que nadie se la cree.
—Pero el portal del Gremio de Pescadores de Serena —hizo notar Yunek— se usaba todos los días, en ambos sentidos, y estaba en una ciudad grande.
Rodak no dijo nada. En aquel momento les llegaba el turno de atravesar el portal, de modo que no retomaron la conversación hasta que pusieron los pies en la Plaza de los Portales de Serena.
Rodak miró a su alrededor. Descubrió, en la esquina de siempre, un corrillo de guardianes que se habían reunido para cenar en torno a una pequeña hoguera, como hacían todas las noches. Lo que ya no era tan normal era la agitación que se adivinaba entre ellos. Una guardiana les explicaba algo a los demás, gesticulando mucho y hablando muy deprisa. Rodak se acercó a ellos, y Yunek le siguió.
Cuando los guardianes los vieron acercarse y reconocieron al joven a la luz de la hoguera, callaron de repente.
—¡Rodak! —dijo el guardián del portal del Gremio de Labradores de Ymenia—. ¿Dónde has estado, muchacho? ¡Tienes que volver a la lonja enseguida!
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Han encontrado a Ruris… pero ve —lo apremió—, el alguacil te está buscando.
Con el corazón latiéndole con fuerza, Rodak echó a correr hacia el puerto. Yunek lo siguió.
—¿Qué pasa? ¿Quién es ese Ruris?
—El otro guardián de mi portal —respondió Rodak.
No dio más explicaciones, pero a Yunek le bastó para sobreentender muchas cosas.
Cuando llegaron a la lonja, la encontraron sorprendentemente concurrida para la hora que era. Uno de los alguaciles de Serena estaba tratando de despejar la zona de los pescaderos y vecinos que, entre curiosos y horrorizados, se habían reunido en el lugar. Un segundo alguacil hablaba con seriedad con el líder del Gremio de Pescadores, mientras otros dos hombres se llevaban un fardo que Rodak reconoció, con espanto y consternación, como el cuerpo de Ruris, el otro guardián del portal desaparecido. Las lámparas que portaban los alguaciles y algunos pescaderos no emitían suficiente luz como para que pudiera ver los detalles, y el muchacho lo agradeció, porque, pese a ello, había advertido que el cadáver del guardián estaba cubierto de sangre, y su rostro, congelado para siempre en una mueca de sorpresa y espanto, mostraba unos ojos abiertos, vacíos y muertos.
—¡Rodak!
El joven, pese a lo grande que era, casi se tambaleó cuando su madre se abalanzó sobre él y lo estrechó entre sus brazos. Le devolvió el abrazo, todavía aturdido.
—Oh, hijo, ¡qué miedo he pasado! —suspiró ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Ruris…
—¿Quién… cómo ha sido? —pudo balbucear él.
—Esperaba que tú pudieras contestar a esa pregunta —gruñó el alguacil que estaba junto al presidente del Gremio, volviéndose hacia él—. ¿Dónde has estado todo el día?
—En Maradia, hablando con otros guardianes en la Plaza de los Portales.
—Es verdad —corroboró Yunek—. Yo he estado con él. Y una docena de guardianes podrán confirmarlo también.
El alguacil gruñó en señal de conformidad, pero estudió a los dos jóvenes con suspicacia a la luz del farol.
—¿Qué le ha pasado a Ruris? —preguntó Rodak.
—¡Lo han matado! —gimió su madre—. ¡Y temíamos que te hubiese pasado algo a ti también!
Rodak fue incapaz de decir palabra, mientras las implicaciones de aquello se encadenaban en su mente, una tras otra, formando un tapiz de consecuencias inquietantes.
—Y… ¿no sabéis quién ha sido? —se atrevió a preguntar Yunek, intimidado.
El alguacil negó con la cabeza.
—El que lo hizo no le tenía mucho cariño —dijo—. Lo degolló como a un cerdo y luego lo dejó apoyado ahí, para que todos lo vieran —añadió, señalando la pared del fondo.
Rodak ya intuía, sin necesidad de mirar, que el cadáver de Ruris había aparecido en el mismo lugar en el que había estado el portal. Pero no estaba preparado para lo que vio cuando volvió la cabeza hacia allí.
En el suelo había una enorme mancha de sangre. Y, con aquella sangre, la sangre del guardián asesinado, la mano de su verdugo había escrito sobre el muro unas palabras que relucían bajo la luz de las lámparas casi como, en su día, habían brillado los trazos del portal eliminado.
—¿Qué… qué es lo que dice? —preguntó Yunek en voz baja.
Rodak no respondió. Se había quedado pálido, incapaz de moverse, con la vista fija en el mensaje del muro: