«6. Los estudiantes de la Academia podrán recibir visitantes que se hayan identificado previamente.
7. Los visitantes podrán alojarse en las habitaciones de los estudiantes.
7.1. Un estudiante podrá alojar a un visitante cada vez, que podrá ocupar la cama auxiliar.
7.2. Los estudiantes podrán alojar en sus habitaciones solo a visitantes de su mismo sexo para que los dormitorios masculinos y femeninos de la Academia sigan siendo merecedores de tales nombres. La norma se aplica también a todo tipo de familiares, sin excepciones.
7.3. Los visitantes que vayan a alojarse más de una noche en la Academia deben notificarlo en Administración.
7.3.a. Los visitantes podrán alojarse en la Academia un máximo de veinte noches al año.
8. Los visitantes podrán hacer uso del comedor, jardines y otras dependencias comunes del círculo exterior, pero no entrar en las aulas, estudios o habitaciones de los maeses, ni tampoco cruzar portales privados, aunque vayan acompañados de estudiantes o maeses».
Reglamento Interno de la Academia de los Portales
para estudiantes de todos los niveles.
Capítulo 17: «Sobre las relaciones de los estudiantes con el exterior».
Ya era de noche cuando Tabit alcanzó, jadeando, la valla que delimitaba el terreno de la granja. Dejó escapar un suspiro de alivio. Había saltado de Maradia a Serena, y de ahí otra vez al palacete del terrateniente Darmod, en muy poco tiempo; pero después había tenido que hacer el resto del trayecto caminando, porque no había encontrado a nadie que pudiera llevarlo. El camino que conducía hasta la granja de Yunek era solitario y poco transitado, y solo se había cruzado con una mujer que cargaba con un fardo de leña y con un pastor que conducía un rebaño de cabras. Ninguna carreta había acudido en su rescate en esta ocasión.
Pero Tabit prefería mirarlo por el lado bueno: tampoco se había topado con ningún ladrón. Acarició el saquillo con el dinero que debía devolverle a Yunek, contento de poder restituírselo. No había dejado de imaginar qué sucedería si le robasen los ahorros que con tanto esfuerzo había logrado reunir aquella familia.
Fue Bekia quien acudió a abrirle la puerta.
—¡Maese Tabit! —exclamó—. ¡Qué alegría! No os esperábamos tan pronto. ¿Habéis venido a pintar el portal?
Tabit sonrió, incómodo.
—¿Puedo pasar? —preguntó—. Hace frío aquí fuera.
—Oh, por supuesto, ¡qué tonta soy! —rio la buena mujer—. ¿Qué ha sido de mis modales?
Lo condujo al interior, donde se encontraba el resto de su familia. Yania contemplaba el fuego de la chimenea envuelta en una manta apolillada mientras Yunek limpiaba con esmero una vieja hoz. Los dos alzaron la mirada y le sonrieron al verlo llegar.
—¡Tabit! —dijo Yania con alegría. Yunek se puso en pie, un poco nervioso.
—¿Ya? —le preguntó—. ¿Vas a pintar el portal?
Tabit respiró hondo.
—Sentaos, por favor.
Yunek intuyó enseguida que algo no marchaba bien.
—¿Pasa algo malo?
—No lo atosigues, Yunek —lo riñó su madre—. El maese querrá descansar.
—No, yo… —protestó Tabit. Pero era cierto que estaba fatigado, sediento y hambriento.
Todos tomaron asiento en torno a la mesa. El estudiante se percató de que la familia ya había cenado hacía rato, porque los cacharros estaban recogidos y aún flotaba en el aire un leve olor a guiso de verduras. Se le hizo la boca agua, pero se esforzó por centrarse.
—Yo… he venido a devolveros esto —dijo por fin, bajando la mirada.
Yunek miró el saquillo que le tendía Tabit y se mostró desconcertado al reconocerlo.
—¿Es… el dinero que pagamos a la Academia?
Tabit seguía con la cabeza gacha.
—Yo… lo siento —balbuceó—. No puedo… no me permiten pintar vuestro portal —se corrigió.
Yunek pestañeó y abrió la boca para decir algo; pero eran tantas las preguntas que se agolpaban en su mente que no acertó a formular ninguna de ellas.
Fue su hermana Yania quien dio con la principal, y también la más sencilla:
—¿Por qué?
Tabit respiró hondo y alzó la cabeza para mirarla, pensando que le sería más fácil hablar con ella que dirigirse a Yunek; pero los ojos de la niña, grandes y limpios, le hicieron sentir mucho peor, y no fue capaz de repetir el discurso que había preparado y ensayado una docena de veces antes de emprender aquel viaje. Había planeado hablarles de la importancia de la Academia, de la larga lista de encargos pendientes, de la escasez de buenos pintores, de la inteligencia y sabiduría de los maeses del Consejo. Pero, en ese momento, desechó toda aquella palabrería de golpe y optó por decir lo que realmente pensaba.
—La verdad —empezó—, no lo sé. Tenía mi proyecto muy avanzado cuando me llamaron al despacho del rector para decirme que lo habían cancelado. Más bien —rectificó—, que el Consejo nunca llegó a aprobarlo, o que lo aprobaron por error. O algo parecido. La explicación que me han dado es que hay otros proyectos prioritarios.
—¿Cuáles son esos proyectos? —preguntó Yunek con brusquedad. Se había aferrado con tanta fuerza al mango de la hoz que sus nudillos estaban completamente blancos.
Tabit tragó saliva. Esperaba que Yunek comprendiera que él no había tenido nada que ver con la repentina decisión del Consejo. Pero veía con claridad meridiana que el joven estaba haciendo grandes esfuerzos para controlar su ira, y temía que, en un arrebato, acabara por hacérselo pagar al mensajero.
—No tengo ni la menor idea —respondió—. Veréis, la Academia recibe muchas peticiones y no puede atenderlas todas, por lo que evalúan todas las propuestas y aprueban solo un determinado número de ellas. Los pintores no podemos estar en todas partes —se justificó—. De todas formas, es el Consejo el que decide dónde y cuándo se pintará un portal, y los maeses se limitan a seguir sus indicaciones, sin que se les pida su opinión al respecto. Por descontado, tampoco los estudiantes tenemos nada que decir. Ni siquiera aunque un error del Consejo nos haya hecho perder una semana de trabajo —añadió, con un suspiro.
Yunek entornó los ojos.
—Pero ¿qué quieres decir con todo eso? Nos pondrán a la cola, ¿no? Quizá ahora vosotros, los maeses, estéis muy ocupados, pero tal vez más adelante…
Tabit pensó que el rector le había dejado bien claro que la Academia no pintaría ningún portal en la casa de Yunek, ni ahora ni en el futuro. Pero no quiso matar por completo las esperanzas del joven porque, después de todo, quizá no estuviese del todo equivocado. En cualquier caso, pensó, lo mejor sería actuar con prudencia. Sobre todo mientras Yunek siguiera blandiendo aquella enorme hoz.
—A mí solo me han dicho que no voy a pintar vuestro portal, y que no tardarán en encargarme otra cosa para mi proyecto final —dijo—. No sé si eso significa que han decidido dejarlo para más adelante y que, en su momento, le encomendarán vuestro portal a otro maese. No me han dado tantos detalles.
—Pero, entonces, ¿por qué nos devuelven el dinero? —preguntó Yania, señalando el saquillo que Tabit todavía sostenía entre las manos.
Este suspiró de nuevo al comprender que no tendría más remedio que hablarles de la subida de las tarifas. Había albergado la esperanza de poder concluir su visita sin necesidad de mencionar el tema.
—El precio de los portales va variando con los años —respondió con prudencia—. Si el Consejo tiene intención de dejar vuestro portal para más adelante, tal vez considere que será mejor que paguéis cuando llegue el momento, para ajustar el depósito a la tarifa vigente.
Yunek ladeó la cabeza y le disparó una mirada peligrosa.
—¿Estás intentando decirme que retrasan nuestro portal para cobrarnos más?
Tabit comprendió, de pronto, que se había metido él solo en un callejón sin salida.
—No, no es eso —trató de explicarse, cada vez más desesperado—. Mira, no tengo ni idea de por qué han cancelado vuestro portal, ni de si retomarán el proyecto en el futuro o lo han desestimado definitivamente. Sí sé que los portales son un poco más caros cada año. Eso no es nada nuevo, lo sabe todo el mundo. Quizá os devuelven el dinero porque lo que pactasteis en su momento ya no se ajusta al precio de dentro de cinco o seis años, o quizá lo hacen porque no tienen intención de pintar vuestro portal jamás. ¿Yo qué sé? Solo soy un simple estudiante; me dijeron que tenía que venir aquí a hacer un portal, y luego cambiaron de idea y me ordenaron que abandonara el proyecto y me dedicara a otras cosas. Y lo único que puedo hacer es regresar para devolverte tu fianza y pedirte disculpas por algo que, en realidad, no es culpa mía. Y ahora, ¿quieres hacer el favor de dejar en el suelo ese maldito trasto? —gritó, precipitadamente y con voz aguda, al ver que Yunek se levantaba de su asiento.
—Hijo, deja la segadera en su sitio —intervino Bekia con firmeza—. Ya le has sacado bastante brillo.
Yunek alzó la herramienta un momento y Tabit se levantó bruscamente y retrocedió un par de pasos, temblando. Pero el muchacho se limitó a apretar los dientes y arrojar la hoz a un rincón. Tabit dejó escapar poco a poco el aire que había estado reteniendo.
Yunek se derrumbó sobre el banco, abatido, y resopló, alborotándose un mechón de pelo castaño que le caía sobre la frente.
—¿Y qué se supone que debo hacer ahora? —murmuró—. ¿De qué han servido todos estos años de ahorro y sacrificios si, hagamos lo que hagamos, la maldita Academia se niega a pintarnos un portal?
Yania lo abrazó por detrás, tratando de consolarlo.
—No pasa nada, Yun —susurró—. No hace falta que vaya a estudiar a la ciudad. Puedo ser feliz aquí, en el campo, ayudándoos a ti y a madre.
Yunek se estremeció casi imperceptiblemente, pero no dijo nada.
—Además, no hemos gastado el dinero; aún podemos comprar con él más animales o incluso tierras de labor —añadió Bekia—. Pero no quiero que todo esto nos dé más disgustos. No ganas nada soñando con cosas imposibles.
Yunek cerró los ojos un momento.
—No parecía tan imposible —dijo—. Yo sigo pensando que es lo mejor para Yania, madre. Aquí no hay nada para ella. Todos los días son iguales, siempre viendo a la misma gente y haciendo las mismas cosas; y eso con suerte, porque cuando pasa algo fuera de lo corriente siempre se trata de malas noticias: una sequía, una epidemia de ganado o un invierno más frío de lo normal.
—También hay cosas buenas aquí —se defendió Bekia—. Su familia, su casa, todo lo que conoce. Si no puede ir a estudiar a Maradia… no es una cosa tan terrible. Se quedará aquí, con la gente que la quiere.
Pero Yunek sacudió la cabeza, como si aquella posibilidad le resultara del todo inadmisible.
—No, madre —cortó, casi con ferocidad—. Yania debe tener la oportunidad de ser libre, de viajar e ir donde quiera.
La niña miró de reojo a Tabit, tal vez preguntándose si él, que era ya casi un maese, disfrutaba de esa libertad que su hermano atribuía a la vida de los pintores de portales.
Entonces Yunek alzó la cabeza con un renovado interés:
—Y dime, ¿por qué los maeses aceptan unas peticiones y rechazan otras?
—¿Perdón? —reaccionó Tabit, un poco perdido.
—En nuestra aldea —explicó el muchacho—, en tiempos de escasez, las reservas de emergencia se reparten entre la gente que más lo necesita. Si no hay para todos, se entregan a las familias con más hijos pequeños, con menos recursos o que tienen que cuidar a ancianos o enfermos. Imagino que tu Academia sí habrá aceptado otras peticiones, porque no creo que los pintores se vayan a quedar mucho tiempo de brazos cruzados; tú mismo dijiste que pronto te encargarían otro proyecto. Así que… ¿por qué aceptan unos y descartan otros… como el nuestro?
Tabit no supo qué responder. Lo cierto era que no lo sabía. Sin embargo, el razonamiento de Yunek era bastante lógico, y recordó haber leído algo parecido en una ocasión en algún artículo de los estatutos fundacionales de la Academia, donde se recogía la vocación de servicio que debía guiar a los pintores de portales; aquel era el mismo espíritu que los había llevado, en sus inicios, a regalar los portales públicos del Gran Triángulo a los habitantes de las tres ciudades más importantes de Darusia.
—Como yo no pertenezco al Consejo —dijo, escogiendo con cuidado las palabras—, no sé cuáles son sus criterios de selección; pero imagino que será algo parecido a lo que dices tú. Probablemente tenga preferencia un portal solicitado por el Consejo de algún pueblo lejano, que vaya a beneficiar a todos sus habitantes, y no a unos pocos solamente.
Sin embargo, ni él mismo creía en sus palabras; en su mente resonó, de pronto, la lapidaria sentencia del rector: «No vamos a permitir que el proyecto final de nuestro mejor estudiante languidezca en la pared de un establo maloliente». Al mismo tiempo recordó, no sin cierta inquietud, que no sabía de ningún cliente adinerado a quien se le hubiese denegado una petición. Tal vez, pensó, porque ellos podían permitirse pagar una tarifa extra para asegurarse de que el Consejo consideraba que el portal que había pedido debía entrar en la lista de las… «prioridades».
Yunek debió de percibir su vacilación, porque desvió la mirada y dejó escapar un resoplido desdeñoso.
—No lo sé —concluyó Tabit, removiéndose en su asiento, incómodo—. Quizá deberías ir a la Academia y preguntarles tú mismo.
Yunek alzó de pronto la cabeza, con brusquedad.
—Tal vez lo haga —replicó, dirigiéndole una mirada resuelta y desafiante.
—Yunek, no digas simplezas —lo reconvino Bekia.
Pero él no la escuchó.
—Tal vez lo haga —repitió, levantando la voz—, ya que nuestro querido maese no es capaz de explicarnos por qué ha regresado a pisotear nuestras esperanzas y sueños de futuro.
Tabit empezaba a sentirse molesto.
—No es culpa mía, ya te lo he dicho —se defendió—, así que no me hagas responsable. No te debo nada, porque la Academia me ha enviado precisamente para reembolsarte hasta la última moneda que pagaste por el portal. Sin embargo, nadie me va a compensar a mí el tiempo y el trabajo que invertí en él. Así que, dime, ¿quién sale perdiendo en realidad?
Yunek no dijo nada, pero lanzó una mirada elocuente a la bolsa de dinero, que todavía seguía en manos de Tabit. Este suspiró, exasperado, y se la entregó a Bekia, que la recogió con algo de sobresalto, casi como si esperara quemarse las manos con ella.
—Bueno, pues ya puedes irte por donde has venido —dijo entonces Yunek.
—¡No seas desagradable! —empezó Yania—. Él solo…
—No te metas —la interrumpió su hermano—. Como muy bien nos ha recordado nuestro amigo el maese, en realidad no es nuestro amigo. Solo vino aquí cumpliendo órdenes, y lo único que le importa es su condenado proyecto, no dónde ni para quién va a pintarlo.
—¡Eso no es justo! —protestó Tabit.
—¿Y quién eres tú para hablar de justicia? —vociferó Yunek.
Y, antes de que se diesen cuenta, los dos estaban discutiendo a gritos, mientras Yania y Bekia trataban de separarlos. Los momentos siguientes fueron confusos. Lo único que recordaría Tabit es que salió de la casa dando un portazo y mascullando entre dientes que debería haber dejado que fuera maese Rambel quien diera las malas noticias a aquel desgraciado de Yunek. Y siguió rumiando cosas sobre la ingratitud humana mientras se alejaba de la granja y se aventuraba por el camino solitario de regreso a la civilización.
Hasta un buen rato más tarde no fue consciente de que era noche cerrada y estaba recorriendo aquel camino solo. Se estremeció y se envolvió lo mejor que pudo en su capa de viaje. Lo cierto era que, a pesar de que había tenido claro desde el principio que su visita no iba a agradar a Yunek y su familia, había contado con poder pasar la noche en su casa. Se detuvo un momento, considerando la posibilidad de regresar para pedir alojamiento. Pero enseguida sacudió la cabeza y desechó la idea. «No será la primera vez que viajo de noche», se dijo, para darse ánimos. «Además, ya he entregado el dinero y no llevo encima nada de valor. No tengo nada que temer».
Trató de convencerse de ello mientras reemprendía la marcha. Sin embargo, y aunque tenía cierta experiencia en la vida errante, hacía muchos años que había cambiado los caminos por la seguridad de un techo estable sobre su cabeza.
Siguió caminando un buen rato, envuelto en su capa, tratando de protegerse del frío viento que sacudía la llanura. El cielo se estaba encapotando por momentos, y cada vez se hacía más difícil ver el camino en la oscuridad. Cuando, por fin, las nubes descargaron sobre él una lluvia torrencial, admitió que no podía seguir avanzando y que no le quedaba más remedio que buscar un refugio.
Lo encontró en las ruinas de una vieja choza para el ganado que se alzaba junto al camino. El techo estaba casi completamente derruido, pero lo resguardaría un poco. «Aunque, de todas formas, ya estoy completamente calado», se dijo, sintiéndose muy desdichado. Se acurrucó en un rincón para evitar el agua en la medida de lo posible y volvió a pensar en Yunek y su familia. Repasó mentalmente la conversación, preguntándose si había planteado mal la devolución de la fianza, pero eso solo sirvió para ponerlo de peor humor. No era culpa suya que su proyecto se hubiese cancelado y, además, había tratado de exponer la situación con tacto y suavidad. Evidentemente, no era plato de buen gusto para nadie, pero tampoco había razón para que Yunek se comportara de aquella manera, echándolo a gritos de su casa. Resopló para sus adentros y, por primera vez, casi estuvo de acuerdo con el rector: estaba claro que aquel rudo granjero no merecía uno de sus extraordinarios portales.
Cuando estaba buscando la postura menos incómoda para tratar de echar una cabezada, distinguió de pronto una luz en el camino.
El corazón empezó a latirle más deprisa; se puso en pie de un salto, cubriéndose la cabeza con el morral mientras trataba de ver algo a través de la cortina de lluvia. Quizá fuera Yunek, que había cambiado de idea y había salido a buscarlo. Animado por aquella perspectiva, salió de su refugio. Pero se detuvo, de pronto, cuando se le ocurrió que tal vez fueran bandidos o salteadores. ¿Quién, si no, andaría al raso a aquellas horas y con aquel tiempo?
La luz se acercaba poco a poco. Por encima del rumor sordo de la lluvia, Tabit percibió el sonido acompasado de los cascos de un caballo y el crujido de las ruedas de un carro. Y decidió arriesgarse.
Salió al camino y saludó al recién llegado agitando ambos brazos en el aire. Se mantuvo quieto cuando lo bañó la luz del farol, y momentos después oyó una voz conocida:
—¡Por todos los dioses! ¿Qué hacéis vos aquí, maese?
Una oleada de alivio inundó a Tabit cuando el viejo Perim tiró de las riendas y detuvo el carro junto a él.
—Me ha sorprendido la noche a medio camino —le respondió, sonriendo—. No estoy acostumbrado a moverme por lugares que no tienen portales, como bien podéis imaginar.
—Subid, subid al carro, no os quedéis ahí parado —lo animó Perim—. Será un honor para mí llevaros hasta donde mandéis, maese.
Tabit no necesitó que se lo dijera dos veces. Trepó al vehículo y se acomodó junto al anciano.
—¿Y vos, abuelo? —le preguntó cuando el carro enfiló de nuevo el camino embarrado—. ¿No deberíais estar en casa hace ya rato?
Perim hizo un gesto desdeñoso.
—¡Llevo triscando por estos parajes desde que era un mozo! No me asusta la lluvia, ni tampoco la nieve o el granizo —se jactó—. Y los dioses han querido que esta noche tuviera que llevar una carga a la viuda Bekia. Si no, nadie os habría recogido aquí. Por este camino pasa muy poca gente.
—Sí, he tenido suerte —coincidió Tabit. Sabía que las gentes humildes, sobre todo aquellos que vivían en ambientes rurales, y especialmente los de mayor edad, aún creían en los antiguos dioses que, según las leyendas, habitaban todos los lugares especiales, desde prístinos manantiales hasta cuevas misteriosas o cruces de caminos. La formación racionalista de Tabit rechazaba la idea de que todo sucediese por voluntad o capricho de entes superiores; pero no tenía sentido discutir sobre ello con su salvador, por lo que cambió de tema—. Me habéis hecho un gran favor, y no quisiera causaros más molestias. Os acompañaré hasta la próxima aldea habitada y buscaré alojamiento allí…
Tal y como Tabit temía, Perim no le dejó terminar:
—¿Qué decís? ¡No, ni hablar! Os ofrecería mi casa, pero es demasiado pobre para alguien como vos. No; os llevaré hasta vuestro destino, y no hay más que discutir.
Tabit argumentó que el palacete del terrateniente Darmod estaba muy lejos, pero Perim no quiso ni escucharlo. El joven cerró los ojos y exhaló un profundo suspiro. Si el anciano lo llevaba hasta la casa de Darmod, él podría regresar a la Academia, de portal en portal, y dormir en su propia cama aquella noche. Era más de lo que se había atrevido a soñar apenas unos minutos antes.
Parecía que, por fin, las cosas empezaban a marchar bien.
El terrateniente Darmod se disponía a cenar cuando llamaron a la puerta con insistencia, por encima del sordo rumor de la lluvia.
—Ya vaaa, ya vaaa… —refunfuñó el mayordomo—. ¿Quién puede ser a estas horas?
Darmod lo vio desplazarse hacia el vestíbulo arrastrando los pies. Se preguntó si su inoportuno visitante tendría paciencia para esperarlo o, por el contrario, se marcharía antes de que el sirviente llegara a abrirle la puerta.
—Beron —llamó.
El mayordomo se detuvo.
—¿Sí, excelencia?
—Si es el maese que se ha presentado aquí esta mañana, dale un paño para que se seque y prepárale un sitio en mi mesa. Ah, y dile a Samia que le sirva algo de cenar. Trátalo con cortesía, ¿de acuerdo?
—Por supuesto, excelencia —replicó Beron, ligeramente ofendido.
Darmod exhaló un profundo suspiro. Después de la última visita del estudiante, había estado preguntándose acerca de los motivos que podía tener la Academia para enviar a un pintor a aquellas tierras perdidas en el borde del mapa. Eran ya tres las ocasiones en las que aquel joven había utilizado su portal, y sabía que habría una cuarta, por lo menos, dado que debía regresar a Maradia. Demasiada actividad en muy poco tiempo. Darmod sospechaba que los maeses planeaban pintar un portal en los alrededores, y eso lo tenía muy intrigado. ¿Quién podría costearse algo así? En sus tierras solo había dos o tres aldeas diminutas y alguna que otra cabaña de pastores. Más allá, hacia el norte, había un par de pueblos más grandes, pero todavía demasiado humildes como para que ninguno de ellos se hubiese planteado siquiera la posibilidad de hacerse pintar un portal.
Llevaba cavilando sobre ello todo el día, y había decidido que sonsacaría al maese la próxima vez que pusiera los pies en su casa. Sonrió para sus adentros mientras soplaba la sopa para enfriarla. Quizá no había llegado en tan mal momento, porque podría invitarlo a cenar y hablar del asunto mientras tanto. El muchacho le había parecido un tanto reservado, pero también era educado; estaba seguro de que respondería a sus preguntas si se las formulaba de la manera adecuada.
Sin embargo, cuando el mayordomo regresó, con su habitual paso cansino, lo hizo solo y refunfuñando por lo bajo.
—¿No había nadie en la puerta, Beron? —inquirió el terrateniente.
—Sí, excelencia, teníamos un visitante; un pilluelo harapiento que venía mojado como un pollo, buscando un sitio donde guarecerse de la tormenta.
—Oh. —Darmod se removió en la silla, tratando de disimular su contrariedad—. ¿Y de dónde ha salido ese pilluelo? ¿Y por qué ha venido a pedir refugio a mi casa? ¿Es que no tiene una choza en la aldea donde caerse muerto?
—No es de por aquí, excelencia. Me da la impresión de que se ha perdido. Dice que viene de las minas.
—¿De las minas? —repitió Darmod—. ¿Las de las montañas del sur? Eso queda bastante lejos, Beron.
—Ciertamente, señor. Y, por su aspecto, diría que el muchacho ha recorrido todo el trayecto a pie. De todas formas, lo echaré en cuanto amaine la lluvia. Si lo hubiese dejado fuera con este tiempo, la vieja Samia no me lo habría perdonado. Pero, como es natural, no le he permitido entrar por la puerta principal; estaba calado hasta los huesos, así que lo he enviado a la cocina por la entrada de servicio. Samia se ocupará de él.
Darmod asintió con un gruñido.
—Bien —dijo—, pero que eso no la distraiga de sus obligaciones. ¿Qué tenemos como plato principal?
—Me ha parecido oler a pata de cabrito asada, excelencia. Iré a comprobarlo.
El terrateniente asintió de nuevo y sorbió lentamente su sopa. Algo en su interior se sentía decepcionado porque cenaría sin compañía una noche más.
La tormenta había sorprendido a Tash cuando atravesaba unas tierras de labranza semiabandonadas. Había pasado varios días vagando por un interminable páramo brumoso, sobreviviendo gracias a la escasa comida que compartían con ella los pastores. El estómago le rugía de hambre y le dolían los pies de tanto caminar.
Por fin, había topado con la casa más grande que había visto en su vida. El hombre que le abrió la puerta después de una espera interminable era viejo y severo, pero le había permitido refugiarse en el ala de servicio, donde, por fortuna, la cocinera la había acogido con amabilidad y le había ofrecido un asiento junto a la chimenea.
Y allí estaba ahora, con una manta seca sobre los hombros y un cuenco de sopa entre las manos, echando vistazos fugaces a la pierna de cabrito que chisporroteaba sobre el fuego. El olor que despedía le hacía la boca agua, pero no se hacía ilusiones al respecto. De todas formas, la sopa estaba buena, y Samia, la cocinera, le había dado, además, un pedazo de pan y un poco de queso. En realidad, con eso tenía más que suficiente.
—Parece que no va a dejar de llover —estaba diciendo la criada—. Tal vez al amo no le importe que duermas aquí, en la cocina. Normalmente te enviaría al establo; allí hay espacio de sobra, pero hoy estará muy húmedo y frío. Y deberías cambiarte de ropa —añadió—. Si no te quitas esos harapos empapados, acabarás por enfermar.
Tash alzó la cabeza y la miró con precaución, entornando los ojos.
—Estoy bien así —se limitó a responder.
—No lo creo —discutió la cocinera—. Te buscaré algo de ropa seca que puedas ponerte. Si no, no entrarás en calor ni aunque te tomes toda la sopa que queda en el puchero.
Tash iba a contestar cuando entró el mayordomo.
—Ya sabía que cobijarías al chico, mujer —gruñó, mirando a la muchacha de reojo—. No puedes evitar recoger a todos los cachorrillos perdidos. Pero el amo pregunta por su cena.
—Estará lista en un momento —respondió la cocinera, sacando la pata de cabrito del espetón y sirviéndola en una fuente de barro.
Entonces llamaron de nuevo a la puerta, y Beron y Samia cruzaron una mirada.
—¿Es un amigo tuyo, chico? —inquirió el mayordomo.
—Yo no tengo amigos —replicó Tash.
—Tanto mejor. Voy a ver quién es. Tú, Samia, sirve la comida en mi lugar.
—Puedes apostar que lo haré —rezongó la mujer—. Si tengo que esperar a que regreses, la carne estará fría para cuando el amo le hinque el diente.
Los dos se marcharon, y Tash se quedó sola. Dejó el cuenco sobre la mesa y se arrimó más al fuego. Le pesaban tanto los párpados que comprendió que no sería capaz de aguardar a que la cocinera le trajera la muda de ropa que le había prometido. Se echó, pues, sobre el banco, envolviéndose en su manta, y apenas unos minutos después estaba ya profundamente dormida.
Cuando Beron abrió la puerta por segunda vez, se encontró en el porche con alguien conocido.
—Buenas noches —saludó Tabit, sonriendo a pesar de que tiritaba de frío—. Me preguntaba si el terrateniente me permitiría entrar un momento para usar su portal.
El mayordomo iba a replicarle de malas maneras cuando recordó la recomendación de su señor, y se esforzó en componer un gesto neutral.
—Faltaría más, maese. Su excelencia se encuentra en estos momentos disfrutando de su cena. Estaría encantado de invitaros a compartirla con él.
Tabit abrió la boca para contestar, aunque no llegó a decir nada. Su primer impulso había sido declinar la invitación; pero estaba cansado y, por qué no decirlo, también muy hambriento.
—No querría ser una molestia —tanteó por fin.
El mayordomo negó con la cabeza.
—En absoluto, maese. Seguidme, por favor.
Lo guio a través de un largo pasillo; Tabit iba dejando a su paso un reguero de agua y las huellas de sus sandalias embarradas. Beron lo condujo hasta una salita iluminada por un alegre fuego, donde le dio un paño para secarse el exceso de humedad. Tabit agradeció el detalle. El mayordomo lo dejó a solas un momento mientras el muchacho se quitaba la capa de viaje y la extendía sobre una silla, cerca de la chimenea. Él mismo se aproximó también al fuego, aliviado de poder descalzarse y quitarse los calcetines empapados. Se envolvió los pies, húmedos, helados y entumecidos, en el paño que Beron le había dejado, y se sentó en otra silla, con un profundo suspiro de satisfacción. Se habría quedado allí toda la noche si el mayordomo no hubiese acudido a buscarlo un rato después.
—Su excelencia os espera —anunció—. ¿Deseáis que os traiga ropa seca antes de reuniros con él, maese?
Tabit lo pensó un instante. Su capa seguía mojada, pero había absorbido la mayor parte del agua, y su hábito, después de aquel rato junto a la chimenea, apenas estaba ya húmedo. Negó con la cabeza.
—Gracias, no será necesario —respondió.
Se arrepintió de su decisión en cuanto volvió a meter los pies descalzos en las sandalias, que seguían mojadas y enfangadas. Palpó sus calcetines, solo para descubrir que aún no se habían secado. Pero Beron ya salía de la estancia, por lo que terminó de calzarse a toda prisa, con un estremecimiento de frío, y lo siguió de nuevo al pasillo.
Beron lo condujo hasta el salón donde su amo estaba ya acabando de cenar. Tabit reprimió el impulso de husmear en el aire, donde aún flotaba un delicioso olor a carne asada.
—Bienvenido de nuevo, maese —lo saludó el terrateniente—. De haber sabido que volveríais tan pronto, os habría esperado para la cena.
Tabit iba a excusarse, pero Darmod no se lo permitió:
—Oh, no, no os preocupéis. Seguro que la cocinera podrá preparar algo de vuestro agrado. —Hizo una seña al mayordomo, que se inclinó con respeto y salió por la puerta que conducía al ala de servicio—. Pero tomad asiento, por favor —indicó al joven con aire obsequioso—. Parece que ha sido un largo día, ¿no es así?
Tabit se sentó frente a él, mirándolo con cierto recelo. Había visitado al terrateniente en tres ocasiones con anterioridad, y siempre se había mostrado bastante antipático.
—Los he tenido mejores —respondió con prudencia—. Os agradezco mucho vuestra hospitalidad, terrateniente Darmod. No quiero entreteneros más de lo necesario. En cuanto haya descansado, cruzaré el portal para regresar a casa y no creo que vuelva a molestaros.
—¡Ah! —exclamó el terrateniente, vivamente interesado—. ¿Eso significa que ya habéis terminado el trabajo que os ha traído hasta aquí? ¿Tenemos el honor, pues, de contar con otro portal por estas tierras?
Tabit se removió, incómodo. Sabía que había cosas que los maeses no debían revelar a la gente corriente, pero no estaba seguro de si podía responder o no a aquel tipo de preguntas. Finalmente decidió que, puesto que Yunek le había encargado en su momento un portal privado, debía mostrarse discreto al respecto, aunque el proyecto se hubiera cancelado. Por otro lado, seguía sin caerle bien el terrateniente Darmod, por lo que no se sintió culpable cuando le respondió, con una media sonrisa:
—Me temo que no se me permite divulgar esa información, terrateniente.
Darmod entornó los ojos, contrariado, pero se las arregló para componer una falsa sonrisa.
—Naturalmente, naturalmente… todos sabemos que a la Academia le gusta guardar bien sus secretos —respondió con una risilla.
—En efecto —asintió Tabit—. Tanto es así que, en tiempos pasados, los grandes maeses se molestaron en desarrollar no uno, sino dos lenguajes secretos, para que las contraseñas de los portales privados como el vuestro no fuesen de dominio público —concluyó; había hablado con suavidad, pero Darmod creyó percibir cierto tono burlón en sus palabras.
—Bien, ¡ejem! —carraspeó, desviando la mirada—. Naturalmente, naturalmente. Y los que contamos con un portal propio agradecemos tales precauciones.
Se aclaró la garganta de nuevo y cambió de tema, haciendo un par de observaciones intrascendentes acerca del tiempo. Tabit se relajó y dejó de prestar atención. En realidad, se estaba preguntando por qué el mayordomo tardaba tanto en regresar con su cena.
Con su calma habitual, Beron había llegado a la cocina para encontrarse con que estaba vacía, o casi. Samia no se hallaba allí, pero el muchacho vagabundo se había quedado profundamente dormido junto al fuego. El mayordomo resopló, indignado; iba a despertar al chico cuando regresó la cocinera, cargada con un fardo de ropas.
—¿Y bien? —dijo ella abruptamente al ver el gesto avinagrado de Beron—. ¿Qué hay?
—¿Qué hay? —repitió este de malas maneras—. Hay un comensal más a la mesa, así que… ¿qué haces, que no estás en tu puesto?
—Había ido a buscar ropa para el muchacho —respondió ella, suavizando el tono de voz; dejó caer el fardo sobre el banco, junto a Tash, que no se despertó.
—Ah, sí, el muchacho —suspiró Beron, poniendo los ojos en blanco—. Tienes que sacarlo de aquí, mujer. Que duerma en el establo. El amo no permitirá que pase la noche en las cocinas.
Samia dejó escapar un gruñido de desacuerdo, pero no replicó. Se limitó a servir un plato de sopa caliente y a tendérselo a Beron.
—Toma, llévale esto al invitado. No es gran cosa, pero, si viene hambriento y le ha sorprendido la lluvia al raso, no le hará ascos.
—Seguro que no —comentó el mayordomo, sonriendo para sí al evocar el aspecto con el que el maese se había presentado ante su puerta.
Salió de la cocina, cargando en una bandeja la cena de Tabit. La cocinera contempló un instante más al muchacho dormido ante la chimenea, sacudió la cabeza y se fue a comprobar si quedaba en el viejo establo algún rincón que no se hubiera inundado por la lluvia.
De modo que, cuando Tash despertó un rato después, sobresaltada por un portazo lejano, se encontró nuevamente sola en la cocina. Tardó un instante en recordar dónde estaba, y miró a su alrededor. Mientras lo hacía, tiritó sin poder evitarlo, y estornudó varias veces seguidas. Temblando, se dio cuenta de que, pese a la manta y el fuego de la chimenea, seguía teniendo la ropa húmeda, y ella misma se había quedado helada durante su breve siesta. Fue entonces cuando descubrió el fardo de ropa que Samia había dejado junto a ella. Dudó un instante antes de sacar del montón una amplia blusa y unos pantalones que seguramente le vendrían grandes. Eran ropas gastadas, pero limpias, y parecían cómodas y, sobre todo, calientes. Sonrió al encontrar también una chaqueta y unas medias de lana sobre el banco. Suspiró y, echando un vistazo fugaz a la puerta, comenzó a cambiarse de ropa.
Pero apenas se había quitado la camisa cuando, de pronto, alguien entró en la cocina. Tash dio la espalda a la puerta y trató de fingir calma mientras se ponía el blusón que le habían prestado. Una vez vestida, se volvió hacia la persona que acababa de entrar. Se trataba del mayordomo, que regresaba del salón con una bandeja vacía. Tash se esforzó por mantener una expresión indiferente mientras intentaba escudriñar más allá del gesto impávido del sirviente.
—Ah, ya te has despertado —se limitó a decir Beron; señaló el montón de ropas mojadas a los pies de Tash—. Recoge esa porquería —ordenó—. Su excelencia ha dispuesto que pases la noche en el establo.
Tash murmuró unas palabras de conformidad, sin saber aún si podía bajar la guardia o no. Se agachó para recoger su ropa y siguió espiando al mayordomo, pero este ya no le estaba prestando atención; miraba a su alrededor en busca de la cocinera.
—¿Aún no ha vuelto esa mujer? —rezongó—. Siempre tengo que hacerlo yo todo —se lamentó mientras cogía de la despensa una fuente con pastelillos—, y ya tengo una edad…
Tash aguardó a que el hombre saliera de la cocina arrastrando los pies, y entonces respiró hondo y volvió a sentarse en el banco. Se echó la chaqueta sobre los hombros, preguntándose qué debía hacer a continuación. Se sintió tentada de salir de la casa y continuar su camino; pero afuera estaba oscuro, y seguía lloviendo sin cesar. De modo que optó por aguardar a que regresara la cocinera y le indicara dónde estaba el establo.
Tabit estaba empezando a sentirse a gusto. La sopa lo había ayudado a entrar en calor, a pesar de que aún tenía los pies húmedos y fríos. El terrateniente se había enfrascado en una conversación, que era más bien un monólogo, sobre las hazañas de algún antepasado lejano. Tabit lo escuchaba solo a medias. Comenzaba a adormecerse; en algún momento, el terrateniente se dio cuenta de que su invitado apenas le estaba prestando atención, y la conversación decayó. Justo entonces apareció el mayordomo con una bandeja de pastelillos de aspecto delicioso.
—Ah, el postre —dijo Darmod, súbitamente animado—. Probad uno de estos pasteles, maese. Mi cocinera es algo perezosa, pero tiene muy buena mano para los dulces.
Tabit no se lo hizo repetir. Además, acababa de terminar su sopa, de modo que tomó un pastelillo de la bandeja que Beron le ofrecía. Después, el mayordomo se situó junto a su amo y le tendió los dulces. Mientras Darmod se servía, el criado le susurró algo que Tabit no llegó a escuchar.
El terrateniente dio un respingo y se volvió hacia el mayordomo.
—¿Cómo dices? —inquirió, también en susurros, para que su invitado no pudiera oír lo que decía—. ¿Una muchacha? ¿Y cómo ha entrado en mi cocina?
—Se trata del pilluelo que vino hace un rato buscando refugio, excelencia —respondió Beron en el mismo tono—. Resulta que no es un pilluelo, sino una pilluela. Quizá no debería haberlo mencionado —añadió, tras un instante de duda—, pero creí que debía saberlo.
—Ah, bien. De acuerdo. —Darmod carraspeó y despidió al mayordomo con un gesto. Pero, cuando este ya se retiraba, volvió a llamarlo—: Beron, aguarda. Tal vez no deba dormir en el establo, después de todo. En el ala de servicio hay muchas habitaciones vacías, ¿no es cierto?
Beron parpadeó; por lo demás, su semblante permaneció inexpresivo.
—Ciertamente, excelencia. Pero ¿no creéis que estará mejor en el establo, tal y como habíais dispuesto?
—No, no. —De pronto, el terrateniente se mostraba impaciente y curiosamente emocionado—. Haz lo que te digo, Beron.
El mayordomo se quedó un momento allí, inmóvil como una estatua de sal. Entonces reaccionó y respondió, con un leve suspiro resignado:
—Como ordenéis, excelencia. Enviaré a Samia a preparar una habitación.
Darmod sonrió, satisfecho, y volvió a prestar atención a su invitado, que estaba haciendo titánicos esfuerzos por mantenerse despierto.
—También podemos preparar una alcoba para vos en el ala de invitados, maese —dijo—, si deseáis pasar aquí la noche…
—¿Qué? —Tabit se espabiló bruscamente—. Oh, no, no es necesario. Me marcharé enseguida. Como ya sabéis, a través del portal no tardaré mucho en llegar a la Academia.
«Afortunadamente», pensó. Cerró los ojos un momento, aliviado de que la peor parte del viaje hubiera pasado ya. Sobre el mapa, el trayecto que había realizado a pie era muy corto en comparación con el que aún le quedaba por delante. Y, sin embargo, apenas le costaría nada saltar de una ciudad a otra a través de los portales, y eso que ni siquiera seguiría un itinerario en línea recta.
Aún charlaron un rato más sobre temas diversos, pero el terrateniente ya no parecía tan interesado en lo que Tabit pudiera contarle. Quizá se debiera a que el joven no había resultado ser un gran conversador; quizá su actitud reservada había molestado a su anfitrión, o tal vez este pensara que ya había sido suficientemente hospitalario. En cualquier caso, Tabit percibió que el terrateniente empezaba a mostrarse inquieto y con ganas de dar por concluida la velada. Finalmente, Darmod dio una palmada y exclamó, satisfecho:
—¡Bien, bien, pues esto es todo por ahora! Os ofrecería algo más, maese, una infusión, o algo de queso o fruta tal vez, pero me temo que mi despensa no está tan bien surtida como yo desearía. Sin embargo, espero que la cena haya sido de vuestro agrado.
—Oh, sí, muchas gracias —respondió Tabit, aún con la boca llena; se apresuró a tragar lo que le quedaba del pastelillo antes de añadir—: en realidad, no necesito…
—Eso está bien —prosiguió el terrateniente—, porque, dado que no vais a quedaros a dormir, tampoco era mi intención entreteneros más de lo necesario. Sé que los maeses viajáis muy deprisa, pero, aun así, seguro que querréis llegar a la Academia a una hora razonable. —Y soltó una risita que a Tabit le pareció bastante fuera de lugar.
El joven no tuvo ocasión de responder, porque Darmod se levantó de golpe, y a él no le quedó más remedio que levantarse a su vez.
—Ah, bien, bien, ahí está Beron. Si me disculpáis, maese, mi mayordomo os acompañará hasta el portal. Os escoltaría yo mismo, pero aún me espera trabajo en mi despacho antes de ir a dormir. —Y disimuló un bostezo.
A Tabit le había quedado claro que el terrateniente quería librarse de él de forma inmediata. No discutió; aunque le sorprendía el repentino cambio de actitud de su anfitrión, lo cierto era que tampoco él tenía un especial interés en permanecer allí, sobre todo ahora que ya había cenado y descansado. De modo que se despidió del terrateniente, aún algo desconcertado por la brusquedad con que lo había despachado, y siguió a Beron escaleras arriba.
Pero, justo cuando entraban en la habitación que albergaba el portal, Tabit recordó que había dejado su capa de viaje y sus calcetines secándose en el vestidor, al calor de la chimenea. Podía reemplazar los calcetines, pero no estaba dispuesto a renunciar a su capa, de modo que detuvo al mayordomo:
—Un momento. Creo que voy a tener que bajar de nuevo, porque…
Lo interrumpió un súbito estruendo de cacharros rotos, unos gritos y ruido de lucha que procedía del piso de abajo.
Tash se había quedado sola otra vez. La cocinera había regresado para decirle que ya tenía preparado un rincón con paja limpia en el establo, pero entonces había llegado el mayordomo para anunciar que el amo había cambiado de idea y que podía dormir en las habitaciones del servicio. De modo que Samia se había ido a preparar un cuarto; Tash se había ofrecido a acompañarla, pero la mujer había dicho que prefería que se quedase en la cocina. El mayordomo había salido también, y aún no había regresado.
Tash estaba ya muerta de sueño. Le daba igual dormir en el establo o en cualquier otra parte, con tal de que la dejaran echarse de una vez. Así que, cuando se abrió la puerta tras ella, se dio la vuelta enseguida, dispuesta a decirle al mayordomo, a la cocinera o a quien fuera, que no se molestaran en preparar una habitación, porque no iba a esperar más.
Pero se quedó con la palabra en la boca. Ante ella estaba un hombre alto y desgarbado, vestido con ropas que antaño habían sido elegantes, pero que el tiempo y la dejadez habían estropeado. Tenía el cabello ya gris, y empezaba a escasearle en la coronilla. Con todo, lo que menos le gustó a Tash fue la forma en que la miraba.
—Así que tú eres el pilluelo —dijo, con una desagradable sonrisa.
—Sí —respondió ella con insolencia—. ¿Y quién eres tú?
El hombre entornó los ojos sin dejar de mirarla.
—Soy el dueño de esta casa.
Tash iba a replicar de malos modos; pero luego pensó que fuera seguía lloviendo, y que le habían prometido una cama.
—Ah, pues… gracias por dejarme dormir aquí y todo eso —se limitó a contestar—. No voy a causar problemas. Mañana me iré y…
Se detuvo al ver, alarmada, que el hombre se movía hacia ella como un ave de presa.
—Pero ¿a qué viene tanta prisa? —dijo, con una risita repulsiva—. Me voy a encargar de que estés muy a gusto aquí, jovencita…
Tash se quedó helada. «Lo sabe», pensó. Aquel maldito mayordomo la había descubierto y se las había arreglado para fingir que no había visto nada antes de ir con el cuento a su amo.
El terrateniente seguía acercándose. Tash retrocedió, aún sin entender qué pretendía. Echó un vistazo a la puerta de servicio, pero estaba demasiado lejos. Intentó alcanzarla, sin embargo, y el hombre la agarró del brazo con rudeza y la retuvo junto a él.
—No tan deprisa, jovencita —la reconvino—. Estábamos hablando de lo agradecida que estás por dejarte dormir en mi casa. Podemos concretar cómo me lo vas a agradecer exactamente.
Tash sintió pánico, asco y furia, todo a la vez. Se desasió de la garra del terrateniente y lo empujó con todas sus fuerzas. El hombre trastabilló y cayó hacia atrás. Tropezó con la mesa y derribó una pila de platos que cayeron al suelo y se rompieron en pedazos con estrépito.
—Estúpida —masculló Darmod, rojo de ira—. ¿Cómo te atreves? No eres más que una sucia mujerzuela; no eres digna de alguien de rancio abolengo como yo. Deberías suplicarme de rodillas que te dejara meterte en mi cama.
Se puso en pie y se abalanzó sobre ella; pero la chica lo golpeó con todas sus fuerzas.
Quizá no pudiera competir en fortaleza con otros muchachos de la mina, pero había trabajado en los túneles toda su vida y tenía músculos de acero, con los que era perfectamente capaz de aventajar a cualquier chico de ciudad y a no pocos aldeanos. No había muchos oficios que requirieran la dureza y resistencia que exigía la mina. Y Tash siempre había sabido estar a la altura.
Además, allí también había aprendido a pelear. El terrateniente encajó el golpe, sorprendido, y cayó al suelo de nuevo, aturdido.
—¡Tú… tú…! —chilló, pero no fue capaz de encadenar más palabras.
En aquel momento entró la cocinera por la entrada de servicio y lanzó un grito ahogado.
Tabit asomó un instante después por la puerta que conducía al salón; tras él se arrastraba el mayordomo, resollando.
—¿Qué… qué pasa aquí? —balbuceó el joven, desconcertado.
El terrateniente yacía en el suelo y sangraba por la nariz. De pie ante él se encontraba su agresor, un muchacho escuálido que vestía ropas demasiado grandes para él. Tabit había visto a muchos de su clase; parecían poca cosa, pero eran duros y peleaban con fiereza por su supervivencia. También solían ser precavidos, pero a menudo la desesperación los llevaba a meterse donde no debían. El estudiante dedujo que el muchacho había entrado en el palacete a robar, y por eso las palabras que pronunció a continuación lo descolocaron completamente.
—¡Él ha intentado tocarme! —acusó el chico, señalando con un dedo al terrateniente Darmod.
—¡Maldita ramera! —aulló él—. ¡Me las vas a pagar todas juntas!
Se puso en pie a duras penas, pero se palpó la nariz y se lo pensó dos veces antes de avanzar.
—¿Cómo…? —empezó Tabit, aún más perplejo que antes—. ¿Eres una chica?
Tash no se molestó en responder. No había quitado ojo al dueño de la casa, que también la miraba amenazadoramente, rechinando los dientes.
—Oh, no, otra vez no —gimió el mayordomo.
Algo en su tono de voz hizo intuir a Tabit que la denuncia de la muchacha era legítima. Y que, posiblemente, no era la primera vez que Darmod trataba de abusar de una jovencita a quien considerara socialmente inferior a él. Contempló el rostro horrorizado de la cocinera, que no apartaba los ojos de Tash, probablemente preguntándose si era hombre o mujer en realidad.
—Bueno, ¿qué pasa? —ladró entonces el terrateniente—. Aquí no hay nada que ver. Maese, creía que ya os habíais marchado.
Tabit se esforzó por centrarse.
—Oímos ruidos y bajamos a ver si había problemas —dijo con lentitud.
—Pues ya veis que no los hay —resopló Darmod—. Nada de lo que yo no pueda ocuparme.
Tabit pensó entonces que, en realidad, no era asunto suyo, y que Darmod tenía ya dos sirvientes que se encargarían de cualquier conflicto que pudiera producirse en la casa. Sin embargo, antes de darse la vuelta, contempló de nuevo la escena y los rostros de las personas que se encontraban en la cocina. La chica que parecía un chico se mostraba muy capaz de defenderse ella sola, pero Tabit no pudo evitar preguntarse qué podría hacer en aquella casa aislada, sin ningún lugar a donde ir. Probablemente Darmod no intentaría volver a acercarse a ella, al menos no aquella noche. Pero… ¿y si lo hacía? ¿Y si la presencia de los dos criados no lo detenía? ¿Hasta qué punto eran ellos cómplices de las correrías de su señor?
La cocinera seguía contemplando a la chica como si fuese una aparición, y el mayordomo se mostraba turbado y avergonzado. Probablemente no aprobaba el comportamiento del terrateniente, pero Tabit no podía estar seguro.
Respiró hondo, cerró los ojos un momento y supo que en el futuro se arrepentiría profundamente de las palabras que iba a pronunciar a continuación.
—Me marcho, terrateniente Darmod —anunció—, pero la chica se viene conmigo.
—¿¡Qué!? —exclamó él—. ¿Quién te crees que eres, niñato engreído? ¡En mi casa mando yo!
Tabit no le hizo caso. Cruzó una mirada con el mayordomo y leyó en sus ojos que le suplicaba que cumpliese su palabra.
—La chica se viene conmigo —repitió Tabit—, y no se hable más. De lo contrario, Darmod, comunicaré en la Academia que estáis haciendo un mal uso de vuestro portal, y el Consejo enviará a alguien a eliminarlo para siempre.
Por el rostro de Darmod cruzó una breve expresión de pánico. En realidad, hacía falta mucho más que la queja de un estudiante para que la Academia hiciese desaparecer un portal, pero el terrateniente no lo sabía; y, pese a que apenas utilizaba el suyo, era muy consciente de que el simple hecho de tenerlo lo mantenía todavía en relación con el mundo civilizado. Si perdía su portal, Darmod terminaría de languidecer en aquella tierra perdida, olvidado por todos.
—No… no podéis hacer eso… —balbuceó.
—¿Y si yo no quiero irme contigo, granate? —dijo entonces la chica con tono agresivo.
—¿Prefieres quedarte? —le preguntó Tabit a su vez.
Ambos cruzaron una mirada. Los ojos verdes de Tash estudiaron atentamente el gesto serio y sincero del pintor de portales.
—¿A dónde pretendes llevarme?
Tabit sonrió.
—Muy lejos de aquí —respondió.
—¿Hacia el norte? —siguió indagando Tash; al ver que él asentía, decidió—: muy bien. Nos largamos. Gracias por la cena —le dijo a Samia antes de salir por la puerta—. Y en cuanto a ti… —añadió, volviéndose hacia el terrateniente y lanzándole un escupitajo que le acertó en plena frente—. Eso es lo que mereces.
Tabit se contuvo para no sonreír.
Los dos salieron de la cocina sin prestar atención a las imprecaciones de Darmod. El mayordomo no hizo nada por impedirlo; Tabit habría jurado, de hecho, que les sonreía fugazmente cuando pasaron por su lado.
Cruzaron el salón a paso ligero. Pero Tash se detuvo cuando Tabit empezó a subir las escaleras.
—Por ahí no se sale —le advirtió—, a no ser que quieras lanzarte al vacío desde el tejado. Si es así, yo no te sigo, ¿eh?
—Confía en mí —se limitó a responder él.
La condujo hasta la salita del portal, que relucía misteriosamente desde la pared del fondo. Tash contuvo el aliento, impresionada.
—Es mucho más bonito que el de la mina —comentó.
—Me alegro de que te guste —dijo Tabit mientras escribía la contraseña en la tabla—, porque vamos a atravesarlo.
—¿Qué? No, espera un momento. No voy a…
Se detuvo para cubrirse los ojos cuando el portal se activó. Lo siguiente que sintió fue que Tabit la agarraba del brazo y la empujaba al interior.
Tash gritó, aterrada, cuando todo se volvió blanco a su alrededor y sus tripas parecieron retorcerse de mil maneras distintas.
Y entonces…
… Entonces, de pronto, dio un paso al frente y la luz se apagó.
Cuando se acostumbró de nuevo a la penumbra descubrió que estaba en una sala más pequeña que la que acababan de abandonar, y mucho más desangelada. Parecía pertenecer a una casa deshabitada, porque ni siquiera había muebles en la habitación. Aún aturdida, Tash se dejó guiar por el pasillo y luego hasta el nivel inferior. Salieron a la calle sin llegar a cruzarse con nadie, y Tash se preguntó si vivía alguien allí en realidad.
Sin embargo, pronto se olvidó de ello, porque constató, boquiabierta, que se encontraba en una ciudad desconocida que olía de forma rara. Allí, además, no llovía; el cielo nocturno estaba cuajado de estrellas y no había ni un solo charco en el suelo.
—¿Dónde estamos? —se atrevió a preguntar.
—En Serena —respondió Tabit, apretando el paso. Echaba de menos su capa; hacía frío y no estaba dispuesto a quedarse a la intemperie más tiempo del necesario.
Tash lo siguió, pese a no saber dónde se dirigía; se sentía perdida y no quería quedarse sola.
—¿Tan lejos? —dijo.
Había oído hablar de Serena, una ciudad donde había mar, barcos y otras cosas extrañas que ella no había visto nunca. Tampoco sabía exactamente dónde quedaba eso; solo que era un lugar lo bastante remoto como para que ella no pudiera llegar jamás hasta él.
O eso había creído… hasta esa noche.
—Yo voy más lejos aún —dijo entonces el pintor—. Voy a usar otro portal para ir hasta Maradia. ¿Quieres acompañarme o prefieres quedarte aquí?
Tash reflexionó. En realidad, tampoco sabía dónde estaba Maradia, pero, dado que era allí adonde enviaban el mineral extraído de los túneles, le sonaba más cercano, más familiar.
—No lo sé —dijo al fin—. Voy a las minas del norte. ¿Las conoces?
—¿Te refieres a las minas de Ymenia o a las de Kasiba? También hay una explotación al sur de Maradia, casi en la frontera con Vanicia… —se detuvo al ver que la chica se encogía de hombros—. Bien, no importa. Si no recuerdo mal, no hay ningún portal público que te lleve a ninguna mina. Las de Kasiba no están lejos de la ciudad, aunque creo que para usar el portal que va de Rodia a Kasiba hay que pagar un peaje… —Se calló cuando comprendió que ella no entendía nada de lo que le estaba diciendo—. Pero ¿qué se te ha perdido en las minas, si no es indiscreción? —le preguntó, cambiando de tema.
—Busco trabajo —respondió la chica—. Me llamo Tash, y soy minero… minera —se corrigió, de mala gana—, y ya no hay apenas nada que sacar en los túneles del sur.
—¿Trabajabas en las minas de Uskia? ¿Y dices que se están agotando? —preguntó Tabit, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
Tash lo miró fijamente.
—No te hagas el tonto —le espetó—. Los granates sabéis perfectamente lo que pasa en la mina. Viene gente de la Academia a controlarnos cada dos por tres.
—Bueno, es que yo solo soy un estudiante —se justificó Tabit—. Como comprenderás, la logística de la Academia no es algo que mis superiores compartan conmigo.
—Vamos, que no tienes ni idea.
—Más o menos. Pero escucha, creo que tu mejor opción es acompañarme hasta Maradia. Su Plaza de los Portales es la más grande de Darusia. Desde allí hay varias maneras de llegar a cualquiera de los yacimientos del norte, así que… ¿qué me dices?
Tash asintió, conforme. Acompañó, pues, a Tabit hasta la lonja de pescado, que estaba desierta. Junto al portal del Gremio de Pescadores y Pescaderos dormitaba, como de costumbre, el viejo guardián. Tabit carraspeó para hacerse notar, y el anciano se despertó con un respingo, alzó el farol y los observó, guiñando los ojos.
—Hace una noche muy húmeda para estar al raso, señor guardián —lo saludó Tabit con cortesía.
El guardián lo reconoció; una sonrisa iluminó su rostro cansado.
—¡Ah, sois vos, maese! Os agradezco vuestro interés; no os preocupéis, pronto dejaré de vigilar este portal y podré dormir en mi cama todas las noches.
—¿Y eso?
—Oh, porque ya estoy muy viejo, maese, y la Academia me ha concedido permiso para ceder mi puesto a mi nieto —explicó, radiante de orgullo.
Tabit asintió. El trabajo de guardián podía ser hereditario, pero los aspirantes debían demostrar primero que estaban capacitados para ello. No le cabía duda de que el nieto de aquel anciano llevaba años preparándose para sustituirlo.
—Seguro que lo hará muy bien —dijo—. ¿Seríais tan amable de abrirnos el portal?
—Ah, por supuesto, maese, no faltaría más.
El guardián trazó el símbolo en la tabla mientras susurraba en voz muy baja:
—Italna keredi ne.
Tabit se preguntó si debía contarle cuál era el significado de aquella expresión. Después decidió que no; aunque podía llegar a ser una anécdota que el anciano relataría con cariño a su nieto, también eran palabras de uno de los lenguajes secretos de la Academia. Por si acaso, prefirió no revelar su sentido.
Se despidieron del guardián y cruzaron el portal. En esta ocasión, Tash estaba preparada para lo que iba a suceder o, al menos, eso creía; porque no pudo reprimir una exclamación de sorpresa cuando aquella sensación de vértigo la sacudió de pronto, y tuvo que aferrarse a Tabit para no caerse al suelo.
Cuando salieron del portal, Tash miró a su alrededor, aspirando el frío aire nocturno, seco y cortante, tan distinto del ambiente húmedo de Serena.
—Bienvenida a Maradia —le dijo Tabit en voz baja.
Habían llegado a una gran plaza en la que había muchos portales pintados sobre un larguísimo muro. La mayoría estaban apagados, pero a Tash le llamó la atención una sección en la que los portales relucían suavemente con un brillo rojizo que se le antojó casi mágico.
—¿A dónde llevan todos estos portales? —le preguntó a Tabit.
Él sonrió.
—A todos los rincones de Darusia —respondió—, o, al menos, a casi todos.
—¿Y por qué están esos encendidos?
—Son los portales públicos. Siempre están activos. No tienen contraseña y todo el mundo puede utilizarlos cuando quiera. La mayoría conducen a diversas poblaciones de la provincia de Maradia, pero hay tres que llevan aún más lejos: a Esmira, a Rodia y a Serena.
Tash calló, impresionada. Después preguntó:
—¿Y ninguno de ellos puede acercarme a las minas del norte?
Tabit negó con la cabeza.
—En la Academia hay portales que llevan a todas las minas de Darusia, pero están reservados para uso exclusivo de los maeses. Sin embargo —añadió al ver el gesto de decepción de ella—, ese otro conduce hasta Rodia.
Señaló uno de los portales activos; tenía la forma de una sencilla flor de ocho pétalos, y sobre él se veía una inscripción que anunciaba en darusiano: «A Rodia». Pero Tash no la entendió, porque no sabía leer.
—Y entonces… ¿eso es todo? —preguntó—. ¿Atravieso el portal y ya está?
Tabit volvió a sacudir la cabeza.
—Rodia —explicó— es una ciudad bastante grande, aunque no tanto como Maradia o Serena, claro. Allí tal vez encuentres alguna caravana que parta en dirección a Ymenia, donde hay una explotación de bodarita. Sé que existen un par de portales privados en la región que podrían acercarte más a tu destino, pero no tienes permiso para utilizarlos, me temo. A pie… quizá tardes dos o tres semanas, con buen tiempo. No estoy seguro. He perdido práctica en esto de calcular distancias.
Tash estaba impresionada.
—Tú podrías cruzar el mundo… en un solo instante —murmuró.
—El mundo, no —puntualizó Tabit—, pero sí Darusia. Y tampoco creas que hay portales en todas partes. De hecho, conozco al menos un sitio que está demasiado lejos hasta para los maeses —añadió, pensando en Yunek y su familia—. Pero, con el tiempo… quizá sí se pueda llegar a todos los rincones de nuestra tierra y de otras naciones, como Rutvia, Scarvia o la lejana Singalia. Hay un proyecto para pintar un portal que lleve a las islas aldianas, ¿te imaginas? —concluyó, entusiasmado.
Pero Tash no compartía su emoción. Ninguno de aquellos nombres le decía gran cosa.
Hubo un silencio incómodo que ninguno de los dos sabía cómo romper. Tabit tiritaba de frío sin su capa, pero se resistía a dejar a Tash sola en una ciudad extraña. Ella, por su parte, no tenía ganas de reemprender el camino inmediatamente. No se sentía preparada para cruzar el portal sola y, además, estaba muy cansada. Lo que de verdad quería era dormir en alguna parte y reanudar su viaje por la mañana, ya recuperada y más despejada. El problema era que no tenía ningún sitio donde refugiarse hasta entonces.
Tabit comprendió su dilema.
—Escucha, ¿conoces a alguien en Maradia?
Tash estuvo a punto de decir: «Te conozco a ti», pero, en realidad, ni siquiera sabía cómo se llamaba el joven granate que la había sacado de aquella casa deprimente. De modo que se limitó a sacudir la cabeza y a responder:
—No.
—Tendrás al menos dinero para pagar un alojamiento, ¿no? ¿O vas a marcharte ya a Rodia? —inquirió, señalando el portal.
—No —repitió Tash, y el pintor entendió que con esa breve palabra contestaba a ambas preguntas—, pero da igual. Ya me las arreglaré.
Tabit suspiró.
—Quizá puedas quedarte en mi habitación de la Academia… pero no, espera, eres una chica. A los estudiantes se nos permite recibir visitas en nuestros cuartos, siempre que sean amigos o familiares, y solo una persona cada vez. Si fueras un chico de verdad…
—¿Academia? —repitió Tash de pronto; alzó la cabeza y lo miró con los ojos verdes chispeantes de interés—. Espera, tú vives en esa escuela de donde salen todos los granates, ¿verdad? ¿Podrías llevarme allí? Tengo algo que enseñaros.
Tabit la miró con cierta incredulidad; pero se le había ocurrido una idea para alojarla en la Academia, por lo que asintió, animado.
—Claro; vamos.
Caminaron juntos hasta la Academia de los Portales, pero ninguno de los dos habló. Cada uno estaba inmerso en sus propios proyectos, cavilando sobre la mejor forma de llevarlos a cabo. Tash se preguntaba cuánto le pagarían los pintores por los fragmentos de mineral azul que aún conservaba en su saquillo. Tabit, por su parte, ensayaba diferentes formas de convencer a su amiga Relia de que albergase a aquella extraña muchacha en su cuarto, al menos por una noche.
Era ya muy tarde cuando llegaron al edificio de la Academia. Tabit saludó al adormilado portero, que parpadeó al verlo entrar.
—Van ya dos veces este mes —señaló este en tono festivo—. ¿Cómo es que ahora te ha dado por trasnochar, chico? ¿Y quién es tu amigo?
Tabit respiró, aliviado, al constatar que Tash seguía pasando por un muchacho.
—No lo hago por gusto —replicó—, sino por trabajo. Este es Tash, y viene de Uskia. Se alojará conmigo esta noche.
—Bien —asintió el portero, anotándolo todo—. Si va a quedarse más tiempo tienes que notificarlo en Administración, ¿de acuerdo? Y asegúrate de que tu compañero de cuarto no tiene previsto usar la cama de invitados. Ya conoces las normas.
—Sí —asintió Tabit, un poco preocupado de pronto. En realidad, él nunca recibía visitas, de modo que no tenía muy claro el reglamento al respecto. Además, si Tash aparecía en el registro como invitado de Tabit y compartía su habitación oficialmente, quizá él se metería en problemas si llegaban a descubrir que era una chica.
Sacudió la cabeza mientras guiaba a la muchacha al interior del edificio. Decidió que seguiría el plan original y la llevaría al cuarto de Relia. De todas formas, seguramente Tash se marcharía por la mañana.
Ella, por su parte, apenas prestó atención al complejo de la Academia, a su estructura circular ni a sus altos muros. Se movía como una autómata detrás de Tabit, soñando con una cama o, al menos, con un rincón donde dejarse caer y dormir hasta bien entrada la mañana. Se despejó un poco cuando el joven llamó a una puerta situada en un largo corredor flanqueado por otras puertas exactamente iguales.
—¿Qué…? —empezó ella, pero Tabit la mandó callar:
—Sssshh… Es muy tarde, y están todos durmiendo.
Tash guardó silencio mientras el estudiante llamaba de nuevo. Por fin, la puerta se abrió; pero la persona que apareció tras ella, soñolienta y en bata de dormir, no era Relia.
Tabit lanzó una exclamación y dio un paso atrás al reconocer a Caliandra. Ella bostezó y lo miró, guiñando los ojos a la luz del candil que sostenía él.
—¿Tabit? —murmuró—. ¿Tienes idea de qué hora es? ¿Y por qué me miras como si hubieses visto un fantasma?
—Ca-Caliandra —balbuceó él; tragó saliva y dijo—: disculpa, no quería molestarte. Creo que me he equivocado de puerta.
Ella se frotó un ojo, tratando de pensar.
—Claro, buscas a Relia. Es el cuarto de al lado, pero no te molestes en llamar; no está.
—¿No está? —repitió Tabit estúpidamente.
—Pidió un permiso y se ha ido esta tarde a Esmira, creo.
Tabit recordó la conversación que había mantenido con sus amigos aquella misma mañana, a la hora del almuerzo; cerró los ojos y se maldijo a sí mismo en silencio por haberlo olvidado.
Caliandra lo miró con curiosidad, ya completamente despierta.
—¿Así que Relia y tú…? —aventuró—. Pobre Unven. Lleva detrás de ella desde segundo año por lo menos. ¿Se lo has contado?
—No, no, no es nada de eso —se apresuró a aclarar Tabit, enrojeciendo ligeramente—. De verdad. Es solo que tenía que hablar con ella, pero… déjalo, no te molesto más.
—Puedes dejarle el recado a su compañera de cuarto —le propuso Caliandra—. O a mí, si quieres, para no despertar a nadie más. No es que seamos muy amigas, pero seguro que la veré antes que tú cuando regrese, porque vamos juntas a la clase de Arte de maesa Ashda.
Tabit negó con la cabeza.
—Es algo que no puede esperar —suspiró.
Miró a Caliandra, su rival, la que le había arrebatado el puesto de ayudante por el que tanto había luchado. Pero en aquel momento no vio a la brillante estudiante de la Academia, sino a una chica con el pelo enmarañado y cara de sueño. Una chica que disponía de una cama auxiliar libre en su habitación.
—Tal vez tú puedas ayudarme —tanteó—. Necesita un lugar donde pasar la noche —le explicó, señalando a Tash, que contemplaba la escena con interés—. ¿Puede quedarse contigo?
Caliandra les lanzó a los dos una mirada penetrante.
—¿Me estás pidiendo que meta a un desconocido en mi habitación? ¿A qué se supone que estás jugando?
—Es una chica. Si fuera un chico, se quedaría conmigo y no habría problema, ¿entiendes?
Ella seguía estudiando a Tash de arriba abajo.
—Es un chico —decretó—, y, si esto es alguna clase de treta sucia para que me echen de la Academia por conducta inapropiada, debo decirte que es muy burda. No me lo esperaba de ti, Tabit.
Él impidió que le cerrara la puerta en la cara. Caliandra parecía realmente enfadada; Tabit no recordaba haberla visto nunca así, y trató de explicarse:
—Caliandra, en serio, esto no tiene nada que ver con eso. De verdad, es una chica, está sola en la ciudad y no tiene a dónde ir.
—Oye, no hace falta que supliques por mí —intervino Tash, con mala cara—. Me echaré en cualquier rincón tranquilo y ya está. Lo he hecho otras veces. Lo único que necesito ahora es que me dejéis dormir, sea donde sea, ¿vale?
Caliandra la observó con mayor atención.
—¡Vaya, es verdad que eres una chica! —exclamó, estupefacta.
Tash se limitó resoplar, de mal humor, y a mirar para otro lado, como si la cosa no fuera con ella.
—¿Puede quedarse contigo, por favor? —suplicó Tabit.
Caliandra suspiró.
—Está bien, que pase.
Tabit sonrió, muy aliviado.
—¡Gracias! Me haces un gran favor. ¿A tu compañera de cuarto no le importará?
—No tengo compañera de cuarto —respondió Caliandra, haciendo pasar a Tash al interior de la estancia—. La mía es una habitación individual. Siempre ha habido categorías, ya sabes —añadió, guiñando un ojo con picardía, ante el gesto de sorpresa de Tabit.
Y cerró la puerta.
El joven se quedó solo en el pasillo. Ni siquiera había tenido ocasión de despedirse de Tash, pero en aquel momento, agotado como estaba, no le importó. Se dirigió con paso lento a su cuarto, dispuesto a dormir hasta muy tarde, contento de que aquel accidentado viaje a la granja de Yunek hubiese concluido por fin.
En la habitación de Caliandra, Tash contemplaba con incredulidad la cama que la joven pintora preparaba para ella. Se trataba de un jergón que había sacado de debajo de su propia cama pero, aun así, era más grande y cómoda que la que había tenido en casa de sus padres.
—¿Voy a dormir aquí? —quiso asegurarse—. ¿Yo solo?
Caliandra se detuvo y la miró con fijeza.
—Quiero decir… sola —se corrigió Tash; se pasó la mano por el pelo rubio, encrespándolo, y confesó—. He fingido que era un chico desde que puedo recordar. No estoy acostumbrada a… ¡eh!, ¿se puede saber qué estás haciendo? —protestó cuando Caliandra se acercó a ella para palparle el pecho. Retrocedió, alarmada, pero la estudiante asintió, satisfecha, y retomó su tarea sin inmutarse.
—Comprende que tenía que asegurarme —dijo—. Pero, dime, ¿de dónde vienes? ¿Y por qué pareces un chico?
Tash se sentó con cuidado en la cama que Caliandra le ofrecía, casi como si temiera ensuciarla o estropearla.
—Me llamo Tash… Tashia, en realidad —dijo—. Trabajaba en una de vuestras minas.
Caliandra la contempló, estupefacta.
—¿En una mina de bodarita? ¿En serio?
Tash asintió con la cabeza. Su anfitriona siguió mirándola con fijeza y después asintió, despacio.
—Comprendo. Yo me llamo Caliandra, pero puedes llamarme Cali —añadió, brindándole una amplia sonrisa.
Tash no se la devolvió. No podía olvidar que aquella chica era una de los granates que regentaban la explotación en la que había nacido.
—¿Comprendes? ¿De verdad? ¿Has estado alguna vez en una mina?
—No —reconoció Caliandra—, pero he estudiado cómo funcionan, y cómo se realiza la extracción de bodarita. Escogí Mineralogía como optativa en tercero. No me interesaba mucho el tema, en realidad, pero es que me encajaba muy bien en el horario. En resumen —concluyó—, que conozco la ubicación de todas las explotaciones, y también sus normas. Confieso que no me las estudié al pie de la letra, pero sí recuerdo que está prohibido que las mujeres sean mineras.
—Aun así —dijo Tash—, no puedes comprenderlo.
—Probablemente no.
Hubo un breve silencio entre las dos. Entonces, Tash dijo:
—Dices que sabes cosas sobre las minas y el mineral de los portales. ¿Crees que podrías ayudarme a vender esto? ¿Te parece que algún granate estará interesado en comprármelo?
Y le mostró los fragmentos de mineral azul. Cali los miró con fijeza, y Tash temió que pretendiera arrebatárselos. Pero la pintora de portales alzó de pronto la cabeza y preguntó:
—¿Esto ha salido de tu mina?
—Sí, pero aún no saben si es vuestro mineral o no. Por el color, ¿sabes? Bueno, dime, ¿cuánto pagaríais por estas piedras? Tengo que saberlo; necesito conseguir dinero cuanto antes.
—¿Tienes mucha prisa por marcharte de aquí? —preguntó Cali a su vez.
Tash iba a contestar que pretendía partir al día siguiente, pero la curiosidad fue más fuerte. Respondió con otra pregunta:
—¿Por qué?
—Porque conozco a alguien que estaría muy interesado en consultarte sobre esa bodarita azul y sobre tu experiencia en la mina en general. Si nos ayudas con nuestro proyecto —añadió, emocionada—, podrás quedarte aquí unos días. Te ofrezco alojamiento y comida, y probablemente también te consiga algo de dinero por esas piedras.
—¿Y no tendría que pagar nada a cambio?
Cali negó con la cabeza.
—Sin embargo —añadió con una sonrisa—, podría meterme en problemas si los maeses piensan que escondo a un chico en mi habitación. Va contra las normas, ¿sabes? Así que tendrás que parecer más… una chica.
Tash pareció desolada de pronto.
—Eso sí que va a ser difícil —opinó.