«Los diseños básicos que puede adoptar un portal son siete, a saber: Poligonal, Circular, Floral, Estelar, Rueda de Carro, Espiral y Compuesto.
Naturalmente, a lo largo de la historia de nuestra Academia ha habido maeses que se han atrevido a diseñar portales partiendo de modelos nuevos, más complejos y a menudo estrafalarios.
Pero la práctica y el sentido común nos han llevado a definir una tipología sencilla que facilite la labor de diseño, trazado y posterior catalogación de los portales realizados, sin que ello sea óbice para que los maeses puedan elaborar portales de gran belleza artística».
Un estudio sobre los siete modelos básicos,
maesa Kalena de Rodia
Tabit… Tabit, despierta.
El joven pestañeó, desorientado. Lo primero que pensó fue que le dolía el cuello. Lo segundo, que algo se le clavaba en la mejilla.
—Oye, ¿te has pasado toda la noche estudiando? —dijo la voz.
Tabit emergió lentamente de entre las brumas del sueño al reconocer a Unven.
—¿Toda la noche? —repitió estúpidamente. Parpadeó otra vez y echó un vistazo a su alrededor. Estaba en la sala de estudio que Unven y él compartían con otros dos compañeros. Sus libros y apuntes ocupaban toda la mesa. Él se había quedado dormido encima de la hoja en la que estaba preparando el diseño para el portal de Yunek. Había apoyado la cara sobre la plumilla; cuando se frotó la mejilla, gimió al descubrir que se había manchado los dedos de negro.
—Sí, estás muy guapo —se rio Unven—. Pareces uno de los salvajes de Scarvia.
—No tiene gracia —farfulló Tabit, buscando un pañuelo—. ¿Qué hora es?
—Lo bastante tarde como para que te hayas perdido la primera clase. Maese Eldrad ha preguntado por ti. Quería saber si estabas enfermo.
Tabit gimió de nuevo. Paseó la mirada por la mesa y dejó escapar una maldición entre dientes al descubrir el estado en que se encontraba. Se levantó precipitadamente y empezó a recoger sus cosas.
—Oye, si te pierdes una clase alguna vez tampoco pasa nada, ¿eh? —comentó Unven.
Tabit se frotó un ojo.
—Todas las clases son importantes, sobre todo para nosotros, que estamos en nuestro último año. ¿Has tomado apuntes? No, déjalo, no me lo digas. Se los pediré a Relia.
Unven dejó escapar un suspiro teatral y se llevó las manos al pecho.
—Ahora sí que has herido mis sentimientos.
Tabit sonrió y le dio un golpe amistoso en un hombro.
Momentos más tarde corría por los pasillos del edificio principal. Era la hora de su clase de Teoría de Portales, una asignatura que repasaba algunos de los postulados de los maeses más notables de la historia. En principio, Tabit no tenía nada en contra de eso. Había leído las obras de maesa Arila en clase de Lenguaje Simbólico, estudiado los atrevidos diseños de maese Veril en Arte de Portales, y, por supuesto, aprendido en Historia el relato de cómo maese Bodar descubrió las extrañas propiedades de las pinturas rituales scarvianas y puso, con ello, la primera piedra de la ciencia de los portales. Pero maese Denkar, el profesor de Teoría de Portales, les hacía estudiar cosas que no tenían utilidad aparente. Todas las reflexiones de los grandes maeses se exponían y debatían en clase, incluso si sus elucubraciones no los habían llevado a ninguna parte. Por ello, Tabit siempre había considerado que aquella asignatura era una pérdida de tiempo; de hecho, se trataba de una de las pocas que no le entusiasmaban.
Solo había disfrutado de verdad en las clases que maese Denkar había dedicado a explicar las revolucionarias teorías de maese Belban, el sabio a quien Tabit tanto admiraba. Sus razonamientos eran lógicos y estaban bien desarrollados; su visión del funcionamiento de los portales partía de las bases ya conocidas, pero iba un poco más allá. Justo cuando Tabit había creído que ya lo sabía todo, los ensayos del profesor Belban le habían mostrado que aún quedaba mucho por descubrir. Ya conocía su obra desde que, en primer año, había estudiado su manual en la asignatura de Nociones Básicas de la Ciencia de los Portales. Lo había disfrutado muchísimo; había quedado encantado con la forma que tenía maese Belban de explicar, de manera clara, directa y sencilla, hasta los conceptos más complejos.
«Hoy es el gran día», pensó de pronto mientras se detenía ante la puerta del aula. «Hoy seré, por fin, ayudante de maese Belban».
A pesar de los rumores que circulaban entre los estudiantes, lo cierto era que aún no se sabía nada acerca de la elección del profesor. Y ya había pasado casi una semana desde el viaje de Tabit hasta la casa de Yunek. En todo aquel tiempo, el joven se había mostrado distraído, algo que no era habitual en él. Había seguido trabajando en sus proyectos, pero con menos entusiasmo que de costumbre. Le costaba atender en clase y daba un respingo cada vez que la puerta se abría. Sabía que, en cualquier momento, se anunciaría el nombre del nuevo ayudante de maese Belban, y Tabit tenía la sensación de que su vida quedaría en suspenso hasta que eso sucediera.
La noche anterior, sin embargo, había comprobado con cierta alarma que llevaba mucho retraso con el portal que debía dibujar para Yunek. Ya había solicitado que le reservaran un hueco en el Muro de los Portales de Maradia; cuando se lo concedieran, acudiría a hacer la medición de las coordenadas del espacio que le habían asignado. Era cierto que aún tardaría unos días en recibir respuesta por parte de Administración, pero, entretanto, podía ir desarrollando el diseño del portal, y por ese motivo se había quedado trabajando hasta tarde… y se había dormido.
Trató de quitarse todo aquello de la cabeza. En realidad, no podía saber cuándo iba a hacerse pública la decisión de maese Belban, y no deseaba dejarse confundir por una simple corazonada. No era propio de él.
Entró en el aula, una amplia sala circular con un estrado en alto y una serie de gradas de piedra en torno a él. El recinto donde se impartía la clase de Teoría de Portales era uno de los más antiguos de la Academia. Maese Denkar solía aprovechar la peculiar distribución del aula para formar equipos de debate que debían exponer sus puntos de vista ante el resto de los estudiantes, cosa que Tabit detestaba. Se ponía muy nervioso, tartamudeaba y no conseguía que sus palabras expresasen con claridad lo que veía en su mente de forma tan ordenada. Era muy capaz de explicar a una persona, a dos o incluso a tres, cualquier aspecto de la ciencia de los portales que dominara medianamente bien. Pero sentir sobre él docenas de pares de ojos mirándolo… era algo muy distinto. Por ese motivo, entre otros muchos, quería dedicarse a la investigación. Sabía que algunos de los mejores estudiantes de la Academia terminaban impartiendo clases allí cuando se convertían en maeses. Pero Tabit sentía que, sencillamente, no valía para eso.
Al deslizarse en el interior del aula comprobó, con horror, que aquel día tocaba clase de debate. Una de sus compañeras estaba de pie ante el atril, disertando, según le pareció entender, sobre los postulados de maesa Kalena acerca de las siete formas básicas del diseño de portales. Tabit tomó asiento discretamente y trató de prestar atención. Torció el gesto sin poder evitarlo al comprobar que la chica que estaba hablando era Caliandra.
—… Por supuesto, no estoy defendiendo que no deban utilizarse los diseños básicos en el trazado de portales —decía—. Un portal estilo «Espiral» será siempre muy llamativo, y hay pocas cosas más elegantes que un diseño de tipo «Floral».
Tabit la observó atentamente. La muchacha se había recogido la larga melena negra, y hablaba con gran pasión y convicción. De hecho, con cada palabra que pronunciaba, su oponente, un chico rubio algo entrado en carnes, parecía hacerse más y más pequeño en su asiento.
—Pero creo que los pintores de portales deberíamos ir más allá —prosiguió Caliandra—. Sí, es cierto que la historia nos ha demostrado que se pueden crear verdaderas obras de arte sin salirse de los diseños básicos, pero ¿por qué no buscar algo más? Hay multitud de modelos que podrían servirnos de inspiración, así que ¿por qué no idear un portal basado en algo diferente? Por ejemplo, las olas del mar, la luna… una mariposa…
Tabit no pudo reprimir un resoplido de desdén que sonó más alto de lo que había pretendido. Maese Denkar le dirigió una mirada penetrante, y el joven enrojeció y tragó saliva. Intuía lo que iba a suceder a continuación.
—Tal vez el estudiante Tabit quiera desarrollar su opinión en el estrado —lo invitó el maese, confirmando sus sospechas.
Tabit contuvo un suspiro, se levantó y subió a la tarima, intentando que no se notara demasiado que le temblaban las piernas. Se colocó ante el atril, junto a Caliandra, y le disparó una mirada irritada. Ella se encogió de hombros y se quedó observándolo, como el resto de sus compañeros. Tabit comprendió que estaban esperando a que hablara, pero no fue capaz de pronunciar palabra, porque se había quedado en blanco.
—¿Algo que objetar al razonamiento de la estudiante Caliandra? —dijo maese Denkar.
Entonces Tabit volvió a la realidad. Recordó lo que había dicho su compañera durante su discurso, y su indignación pudo más que su azoramiento.
—Sí, eh… —Sacudió la cabeza, respiró hondo y trató de ordenar sus ideas—. Mi objeción es la siguiente —comenzó—: tenemos siete diseños básicos y algunos de ellos, a su vez, se subdividen en varios tipos. Tampoco hay que olvidar que el diseño Compuesto nos permite combinar varios modelos distintos y nos ofrece una gama de posibilidades prácticamente infinita. Así que, si con estas bases podemos pintar portales bellos y eficaces, con multitud de aspectos diferentes… ¿para qué cambiar? Los siete diseños se utilizan por una razón en concreto: son sencillos, versátiles y prácticos. Incluso, como la propia Caliandra admitía, si de arte estamos hablando, se pueden hacer auténticas maravillas con ellos. Y no me malinterpretéis, no estoy en contra de que cambien las cosas… pero deberían cambiar por algún motivo determinado, no a capricho. ¿En qué es mejor un portal con un diseño nuevo a uno de los clásicos? ¿En la apariencia? ¿De verdad vamos a ampliar la lista de diseños básicos por una simple cuestión de estética? ¿Acaso un portal funcionará mejor solo por representar… a una mariposa? —concluyó, sin poder reprimir un deje burlón en su voz.
Los demás estudiantes asentían, pero él no fue consciente de ello. En realidad, había olvidado al resto de sus compañeros; hacía rato que hablaba solo para Caliandra.
—No estoy de acuerdo —estalló entonces ella—. Hay más cosas importantes, además de las cuestiones prácticas. La belleza, por ejemplo. El arte de los portales…
—Olvidas —interrumpió Tabit, molesto— que nuestra disciplina es una ciencia, no un arte. La belleza de un portal es algo secundario; tiene que estar supeditada a su buen funcionamiento. Si me demuestras que un nuevo diseño básico hará que el portal funcione mejor, entonces te daré la razón —concluyó, cruzándose de brazos.
—Muy bien —replicó ella, picada—, te hablaré en tu idioma, ya que es el único que pareces comprender: ampliar el catálogo de diseños básicos daría más libertad a los pintores de portales. Podrían diseñar más trazados diferentes, sin necesidad de quemarse las pestañas durante horas en la biblioteca, consultando los diseños de los portales existentes para asegurarse de no repetirlos. Porque, como ya sabemos, para que un portal funcione correctamente no solo es importante medir bien las coordenadas, sino también diseñar un trazado único para ese portal y su gemelo; de lo contrario, la ruta podría interferir con otras cuyos portales tengan un diseño similar. Así que, sí, creo que es importante que exista al menos la posibilidad de ampliar el catálogo de modelos básicos. Pero, sobre todo, me parece que es todavía más importante mantener la mente abierta a los cambios y no limitarse a repetir lo que otros maeses han dicho antes que tú.
Tabit fue consciente entonces de que su propia argumentación no había aportado nada que no estuviese ya recogido en los textos de maesa Kalena que habían tenido que leer en la clase de Diseño de Portales impartida por maese Askril. Enrojeció levemente antes de replicar:
—Yo, al menos, me molesto en leer lo que han dicho otros maeses más sabios que yo, en lugar de hacer perder el tiempo a los demás con ideas absurdas sobre asuntos que están todavía muy por encima de mi entendimiento y capacidad.
—Los grandes maeses fueron una vez jóvenes estudiantes —señaló Caliandra—. ¿Qué habría sido de la Academia si todos hubiesen pensado como tú? ¿A dónde habrían llegado? Te lo voy a decir: a ninguna parte en absoluto, con portales o sin ellos.
Caliandra calló y se quedó mirando a su oponente, ceñuda, retándolo a replicar. Los estudiantes estallaron en aplausos, celebrando la rotundidad de su intervención. De pronto, Tabit fue otra vez consciente de su presencia; intentó hablar, pero solo le salieron un par de balbuceos sin sentido.
—¿Y bien?… —preguntó maese Denkar—. ¿Tienes algo que añadir?
A Tabit se le ocurrían muchas cosas; por ejemplo, que los siete modelos básicos aún no estaban agotados, y que un buen pintor de portales no debería tener ningún problema en desarrollar diseños diferentes partiendo de ellos; que se llamaban «básicos» por una razón muy simple: porque permitían generar miles de portales distintos, cosa que no sucedía con modelos más complejos, como los que Caliandra sugería; que…
Pero no fue capaz de expresar sus pensamientos con palabras.
—Entiendo —asintió maese Denkar, mientras Caliandra sonreía, triunfante.
«No, no lo entendéis», quiso decir Tabit. El debate aún no había finalizado. Él tenía argumentos para replicar a su oponente. Ella no tenía razón, y podía demostrarlo.
Hizo un esfuerzo por apartar de su mente al resto de los estudiantes y centrarse, de nuevo, en Caliandra y en lo que quería decirle. Pero no tuvo tiempo de hablar: la puerta del aula se abrió de pronto y entró maese Maltun, el rector de la Academia.
Todos los estudiantes se pusieron en pie, como muestra de respeto.
—Volved a vuestros sitios —indicó maese Denkar, y Tabit y Caliandra obedecieron, lanzándose miradas desafiantes de reojo.
Los estudiantes contemplaron, expectantes, cómo maese Denkar y el rector conferenciaban en voz baja. Finalmente, el profesor de Teoría de Portales retrocedió un par de pasos, cediendo el puesto ante el atril a maese Maltun.
—Podéis sentaros —dijo el rector, y todos tomaron asiento—. He venido a anunciar algo que a algunos de los estudiantes de este curso os resultará de especial interés. Como ya sabéis, hace unas semanas uno de nuestros más ilustres profesores decidió tomar un ayudante. Está trabajando en un proyecto cuyos resultados podrían ser de gran interés para esta Academia y, por tanto, para todos los pintores de portales. Todos vosotros habéis oído hablar de maese Belban; muchos habéis leído sus obras sobre la ciencia de los portales.
El corazón de Tabit latía tan fuerte que apenas podía escuchar las palabras del rector. En el otro extremo del aula, Caliandra, en cambio, apenas parecía prestarle atención.
—Varios estudiantes de último año presentasteis vuestra solicitud para ocupar ese puesto —prosiguió maese Maltun—. Se os pidió que incluyerais un proyecto que evaluaría el propio maese Belban. —A Tabit le pareció que el rector suspiraba casi imperceptiblemente—. Y soy consciente de que los aspirantes han tenido que trabajar mucho para poder presentarlo a tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que también estáis todos muy ocupados con vuestro proyecto final.
Tabit dedicó un breve pensamiento a Yunek. Se preguntó si el profesor Belban le dejaría tiempo libre para finalizar su portal cuando fuera su ayudante.
—Debo decir que, pese a ello, algunos de los proyectos presentados tienen… hummm… un nivel muy alto. —Tabit tuvo la sensación de que la mirada del rector se desviaba hacia él un instante—. Enhorabuena a todos.
»Sin embargo, ya sabéis que maese Belban quería un único ayudante, por lo que solo uno de los aspirantes obtendrá el puesto. Insisto en que vuestros proyectos han sido, en general, muy buenos. Pero maese Belban… hummm… ha destacado uno entre todos ellos. Felicidades, estudiante Caliandra —concluyó—. En adelante, trabajarás con maese Belban.
Tabit sintió como si le echaran un jarro de agua fría por la cabeza, mientras todos aplaudían a Caliandra y ella levantaba la cabeza, sorprendida.
—¿Yo? —acertó a decir—. Pero, si yo… —lanzó una breve mirada a Tabit, y este descubrió que hasta parecía sentirse algo culpable.
Eso, sin embargo, no lo consoló.
El rector siguió hablando, pero Tabit no lo escuchaba. Había clavado la mirada en él, sin apenas verlo. Tenía que ser un error. Debía de tratarse de una equivocación, seguro. Quiso gritar, declarar ante todo el mundo que no era posible que maese Belban hubiese elegido a Caliandra y no a él, pero todavía estaba paralizado por la impresión, y no fue capaz de moverse. Solo reaccionó cuando el rector se dispuso a salir del aula, y todos los estudiantes tuvieron que levantarse, de nuevo, y permanecer en pie hasta que se hubo marchado.
—Es una gran oportunidad —dijo entonces maese Denkar—. No es habitual que un profesor de la Academia requiera un ayudante. No sucede todos los años. Mis felicitaciones, estudiante Caliandra.
Ella asintió. Aún parecía aturdida, como si le hubiesen hecho un regalo totalmente inesperado.
—Se ha terminado la clase por hoy —anunció el maese—. Podéis marcharos.
Los estudiantes se dirigieron a la puerta del aula. Cuando Tabit pasó junto al estrado, caminando como un autómata, maese Denkar le dio una suave palmada en el hombro.
—Lo siento, muchacho —susurró.
Tabit respiró hondo. No fue capaz de mirar a la cara al profesor, y tampoco a Caliandra, al salir al corredor. No se volvió cuando oyó a sus espaldas la voz de Relia llamándolo, ni se detuvo junto a Unven al cruzarse con él al final del pasillo. Se limitó a llegar hasta su habitación lo más deprisa que pudo para dejarse caer sobre la cama y hundir la cara en la manta.
Imaginó, por un glorioso momento, que todo era una pesadilla; que se despertaría y descubriría que el día acababa de empezar, que todavía existía una oportunidad de que las cosas fueran diferentes.
Pero sabía de sobra que no era así.
Permaneció quieto, tendido sobre la cama, hasta que sus amigos entraron en su habitación. Los oyó cerrar la puerta tras ellos con suavidad, pero ni siquiera entonces se molestó en mirarlos.
—Lo siento mucho, Tabit —dijo Unven—. Sé que era muy importante para ti.
Él no contestó.
—Esa estirada de Caliandra —resopló Relia, dando una patada en el suelo—. ¿Quién se ha creído que es? ¿Cómo se atreve a quitarte el puesto?
Tabit pensó que, después de todo, aquello era injusto. Los dos habían presentado un proyecto, pero había sido maese Belban quien había tomado la decisión final. Además, Caliandra sería muchas cosas, pero no una estirada.
Sin embargo, el joven sabía por qué lo decía.
—Y lo peor es que ella no lo necesita para nada —prosiguió Relia—. Todo el mundo sabe que viene de buena familia. Dicen que está emparentada con la antigua realeza, nada menos.
—Para lo que va a servir… —comentó Unven, encogiéndose de hombros; también su propia familia procedía de un linaje ilustre, pero eso no significaba gran cosa en la Darusia moderna.
—No es solo una cuestión de genealogía —dijo Relia, sacudiendo la cabeza; su cabello, corto, liso y de color rubio oscuro, se le metió en los ojos, y ella lo apartó de un manotazo—; su familia es una de las más pudientes de Esmira. De noble alcurnia, sí, pero también se han hecho ricos comerciando con otras tierras. Sus barcos llegan a todas partes, y sus caravanas son tan grandes que nadie se atreve a asaltarlas. Pueden permitirse pagar a los mejores soldados para defenderlas.
Unven sonrió; el padre de Relia también era mercader, pero su poder e influencia no llegaban, ni de lejos, a los que poseía la familia de Caliandra.
—Bueno, ¿y qué importancia tiene eso? —dijo Tabit, despegando los labios por fin; su voz sonó ahogada por la manta—. No creo que maese Belban la haya escogido por el dinero de su familia.
—¡Pero estamos hablando de tu futuro, Tabit! —protestó Relia—. A ella no le hacía ninguna falta ese puesto de ayudante, mientras que tú… —se calló de pronto, azorada, consciente de lo que iba a decir.
—Puedes decirlo tranquilamente —respondió Tabit, dándose la vuelta sobre la cama para mirar al techo—: mientras que yo no tengo donde caerme muerto.
—No quería decir eso…
—Pero es la verdad. Todos los que estudiáis para maeses venís de familias más o menos acomodadas. Todo el mundo sabe que la Academia es cara. —Hizo una pausa; sus amigos no se atrevieron a hacer ningún comentario—. Pero yo no tengo nada, no soy nadie. Cuando termine mis estudios, y ya que no he conseguido ese puesto que me permitiría quedarme en la Academia, tendré que ganarme la vida como pintor de portales, viajando de aquí para allá. No es tan mal plan, después de todo. ¿Verdad? —añadió, volviéndose para mirarlos.
Unven sacudió la cabeza.
—No, Tabit —protestó—. Pero tú estás aquí por méritos propios. Trabajaste mucho para ganar esa beca y, una vez en la Academia, no has dejado de estudiar ni un solo día. Te merecías ese puesto.
—Vales más que todos nosotros juntos —dijo Relia con suavidad.
—Ya, claro —se limitó a contestar él, volviéndose hacia la pared.
—No dejes que esto te desanime, ¿de acuerdo? —dijo Unven; al no obtener respuesta por parte de Tabit, añadió—: Nos vamos a clase. Si no te apetece venir, cosa comprensible, ya nos veremos en el comedor a la hora del almuerzo.
Tabit no contestó. Unven y Relia se marcharon, dejándolo solo con sus pensamientos.
Todos sus planes se habían venido abajo. Había contado con que maese Belban lo aceptaría como ayudante. Había llegado a creer que nunca tendría que abandonar la Academia, a la que consideraba no ya un segundo hogar, sino el único verdadero que había conocido.
Cerró los ojos y trató de poner en orden sus ideas. No valía la pena lamentarse, decidió. Quizá podía acudir a hablar con maese Belban para preguntarle qué había de malo en su proyecto, pero era demasiado orgulloso para eso. Así que lo mejor que podía hacer, decidió, era encajar el golpe con dignidad y seguir adelante. Pronto sería un maese, con todas las letras, y dibujaría portales de verdad. Si no podía dedicarse a la investigación… tampoco era algo tan grave. Pintaría portales para otras personas. Dedicaría su vida a la disciplina que tanto le apasionaba. Y con eso, en el fondo, le bastaría para ser feliz.
Recordó de pronto que tenía pendiente el portal prometido a Yunek, y se levantó de un salto, con energías renovadas. Recogió sus cosas y se fue a la sala de estudio. Decidió que se centraría en su proyecto final hasta terminarlo.
Llevaba ya un buen rato trabajando, y casi había terminado el boceto del portal —finalmente había escogido un diseño tipo «Rueda de Carro», con seis radios, que le pareció apropiado para el contexto en el que tenía que dibujarlo—, cuando alguien llamó a la puerta. Tabit, sobresaltado, alzó la mirada.
—¿Quién es? —preguntó, un poco molesto por la interrupción.
Una cabeza pelirroja asomó por el hueco de la puerta. Era Zaut.
—Ah, Tabit, por fin. Te he buscado en el aula de Lenguaje Simbólico, porque me han dicho que tenías clase allí, pero no estabas —comentó, un poco desconcertado.
—Bueno, pues ya me has encontrado. ¿Tú también has venido a compadecerte de mí? Porque, si es así, deberías saber que no pienso…
—¿Compadecerte? —repitió Zaut, perplejo—. ¿De qué estás hablando? Vengo a avisarte de que el rector quiere hablar contigo. Tienes que acudir a su despacho cuanto antes. —Le dirigió una mirada llena de mal disimulada curiosidad—. ¿Se puede saber qué has hecho?
Tabit no respondió inmediatamente, porque estaba tratando de asimilar sus palabras. Por un lado, se sentía aliviado porque Zaut no sabía aún nada de la decisión de maese Belban; por otro, el hecho de que el rector quisiera verlo hizo renacer en él la esperanza de que todo hubiese sido un estúpido malentendido.
—Te lo contaré más tarde —dijo, recogiendo sus papeles con cierta precipitación—. Ahora tengo prisa. ¡Hasta luego!
Salió de la sala de estudio y corrió por los pasillos en dirección al despacho del rector.
El recinto de la Academia era circular, como los portales que dibujaban los maeses, y constaba de tres edificios concéntricos. La circunferencia exterior albergaba las habitaciones de los alumnos, y era la parte más alta, hasta el punto de que actuaba casi como una muralla. La circunferencia media, separada de la exterior por el patio de portales y por tres amplios jardines, y unida a ella por cuatro corredores que enlazaban el recinto como los radios de una rueda, contenía la mayor parte de las aulas, los talleres, la biblioteca, el almacén de material y los estudios de algunos profesores. Y, por último, en el edificio que ocupaba el centro de la circunferencia, también con forma circular, y que era el corazón de la Academia, estaban la sala de reuniones, los dormitorios de los profesores y los despachos de la mayoría de ellos… y también el del rector.
Tabit tenía, pues, un largo camino por delante. Recorrió el pasillo que unía las dependencias de los alumnos con las aulas en las que se impartían las clases, y después salió al jardín que rodeaba el edificio del profesorado. Subió las escaleras que conducían hasta el despacho del rector y se detuvo a recuperar el aliento. Se sentó un momento en el banco adosado a la pared que había junto a la puerta. Cuando los latidos de su corazón recuperaron su ritmo habitual, aguzó el oído al captar el sonido apagado de unas voces procedentes del interior del despacho. Comprendió que el rector estaba atendiendo a otra persona, y decidió esperar a que terminara.
No tuvo que aguardar mucho. Apenas unos instantes después, una figura vestida de granate salió del despacho. Tabit reconoció, por el tipo de hábito que llevaba, que se trataba de un profesor, y alzó la cabeza con curiosidad. Se quedó helado al descubrir a maese Belban en persona.
—Buenos días —fue el escueto saludo del maese.
—Bu-buenos días —respondió Tabit cuando pudo recobrarse de la sorpresa.
El profesor no lo miró dos veces. Siguió caminando pasillo abajo. Llevaba un voluminoso libro bajo el brazo, y a Tabit le pareció que cojeaba un poco.
Y, pese a que había decidido previamente que no le pediría explicaciones, corrió tras él y lo llamó.
—¡Maese Belban!
El profesor se detuvo y se volvió hacia él. Tabit respiró hondo al enfrentarse a la mirada inquisitiva de los profundos ojos azules que asomaban bajo sus espesas cejas blancas.
Maese Belban era ya anciano, si bien se movía con una energía poco común a su edad, y llevaba el cabello blanco suelto, en lugar de recogérselo en una trenza, como era preceptivo entre los maeses. Con todo, había algo sobrecogedor en su mirada: aquella fuerza y determinación contrastaban con el poso de amargura que se adivinaba en ella.
—Maese, disculpad —comenzó el joven—. Yo… me preguntaba…
—¿Quién eres tú? —interrumpió el anciano con brusquedad.
Acostumbrado a que todos los profesores supieran exactamente quién era él —no en vano se trataba de uno de los mejores estudiantes de la Academia—, Tabit no pudo evitar sentirse herido en su orgullo.
—Yo… soy Tabit —farfulló—. Aspiro a ser vuestro ayudante.
—La selección ya terminó, joven.
—Lo sé, y presenté mi solicitud…
—¿Y qué? Ya tengo ayudante. Y es una chica, creo, así que supongo que no serás tú.
Tabit respiró hondo y trató de tranquilizarse.
—No, no soy yo. Pero presenté un proyecto… Si no es molestia, querría saber en qué me equivoqué.
—¿En qué te equivocaste? —repitió el maese, frunciendo el ceño.
—Qué es lo que hice mal —siguió explicándose Tabit—. Por qué no me elegisteis a mí.
El profesor lo miró con mayor detenimiento.
—Ya comprendo. Tabit, ¿eh? Sí, ahora recuerdo tu proyecto. Perfecto. Impecable. Sin un solo error.
El joven abrió la boca, desconcertado.
—¿Entonces…? —pudo decir.
Maese Belban sacudió la cabeza y desenrolló unos papeles que llevaba bajo el brazo.
—¿Ves esto?
Tabit miró. En aquella hoja estaba representado el diseño de un portal, que a simple vista le pareció extravagante y bastante mal dibujado. Reconoció en el margen, sin embargo, el nombre de Caliandra, y lo observó con mayor atención. Descubrió entonces que no era tan malo como había creído. El trazo era bastante pulcro. No podía asegurar, sin embargo, que los cálculos estuviesen bien realizados, en primer lugar porque la letra de Caliandra era algo abigarrada, casi ilegible, y en segundo lugar porque, para saber si eran correctos, habría tenido que hacer las mediciones él mismo.
Pero comprendió enseguida que lo que el maese quería mostrarle no eran los cálculos, sino el propio diseño del portal. Tabit había creído que estaba mal hecho porque las líneas le habían parecido torcidas… lo cual era cierto si se consideraba que tenía forma de rueda de carro, como el que él mismo estaba diseñando para Yunek. Pero, ahora que lo examinaba con atención, comprendía que el portal no representaba eso, sino un sol, y que lo que había tomado por radios de la rueda no eran otra cosa que los rayos del astro, perfectamente ondulados.
No pudo reprimir un suspiro exasperado.
—Se nota que es de Caliandra —murmuró—. Ella cree que no basta con los siete diseños básicos —concluyó con cierto desdén.
La penetrante mirada que le dirigió el maese lo hizo enmudecer.
—Por eso ella es ahora mi ayudante, y tú no —concluyó.
Tabit sacudió la cabeza.
—¿Porque dibuja portales no convencionales?
—Porque se atreve a mirar más allá.
Tabit quiso responder, pero no le salieron las palabras.
—Mira, muchacho, parece claro que eres un buen estudiante —prosiguió el maese—. Algún día serás uno de los mejores pintores de portales que haya visto Darusia en mucho tiempo. Probablemente merezcas un puesto como profesor de esta Academia. No te lo discuto.
»Pero resulta que estoy trabajando en algo que requiere otra cosa. No perfección técnica. Tampoco conocimientos enciclopédicos. Ni siquiera una gran habilidad para el cálculo de coordenadas. Todo eso ya lo aporto yo —añadió, sin mostrar un ápice de modestia—. Lo que necesito es algo más. Quiero que mi ayudante me aporte la frescura y la espontaneidad que yo he perdido tras décadas de estudio. Lo que espero de él… o de ella, en este caso —se corrigió, señalando el proyecto de Caliandra—, es… intuición.
—Intuición —repitió Tabit, perplejo.
—Así es —asintió maese Belban—. Que tengas un buen día, estudiante Tabit —se despidió.
Y lo dejó allí, de pie en medio del pasillo, desolado, preguntándose todavía por qué se encontraba en semejante situación, por qué había dejado escapar aquella oportunidad, por qué, por qué…, si tanto había trabajado…, Caliandra, su rival, le había arrebatado lo que más anhelaba. En qué había fallado. Qué más debería haber hecho.
«¿Intuición?», se dijo a sí mismo, dolido. «¿Y cómo se aprende eso? ¿Qué manual lo describe? ¿Qué profesor lo imparte en sus clases?».
Movió la cabeza, vencido. Alzó la mirada, pero maese Belban ya se había marchado. Sus ojos se posaron entonces en la puerta del despacho del rector, y recordó de golpe por qué estaba allí. Frunció el ceño, desconcertado. Si maese Belban no había cambiado de idea… ¿para qué lo había llamado maese Maltun?
Intrigado, llamó a la puerta con suavidad.
—Adelante —lo invitó el rector desde dentro.
Tabit entró.
—Buenos días, maese Maltun —saludó con educación.
—Ah, buenos días —dijo el rector; carraspeó y desvió la mirada. Parecía incómodo, y Tabit se preguntó por qué—. Pasa y siéntate. Eres el estudiante Tabit, ¿no es así?
El joven asintió y tomó asiento frente a él.
Maese Maltun era bastante joven, para haber llegado a rector. Tenía el cabello castaño, todavía sin sombras grises, y una frente que parecía aún más ancha de lo que era debido a sus ojos pequeños y a su costumbre de peinarse la trenza muy tirante. Su constitución, frágil y delicada, hacía dudar a los que no lo conocían de que un hombre como él fuera capaz de dirigir una institución como la Academia de los Portales. Sin embargo, a Tabit le parecía bastante competente. Era cierto que daba la sensación de ser una persona distraída y que, en ocasiones, titubeaba y se demoraba a la hora de tomar decisiones. Pero, con el tiempo, Tabit había descubierto que, en realidad, maese Maltun estaba muy al corriente de cuanto acontecía en la Academia y, además, era prudente y reflexivo; de ahí que se mostrara a veces vacilante o inseguro, aunque, en el fondo, no lo fuera en absoluto.
—Ya que estás aquí —dijo entonces el rector—, quería aprovechar para felicitarte por toda tu trayectoria en general. Brillante, a falta de otra palabra para definirla. Eres uno de los mejores estudiantes de esta Academia, si no el mejor. Llegarás lejos, hijo.
—Gracias, maese —respondió Tabit.
El rector lo miró casi con pena.
—También vi el proyecto que presentaste para ser el ayudante de maese Belban. —Carraspeó de nuevo—. Por si te sirve de algo mi opinión, yo pienso que era el mejor de todos, y con diferencia.
Tabit no respondió. Maese Maltun lo decía con buena intención, pero no hacía más que profundizar en la herida y, en aquel momento, era lo último que necesitaba. Salvo en el caso de que el rector pudiera conseguir que maese Belban cambiase de idea al respecto, cosa que dudaba mucho.
—Pero todos sabemos que, desde hace tiempo, maese Belban tiene una forma de ver las cosas… hummm… digamos, peculiar —prosiguió el rector—. Y, de todos modos, no te he hecho llamar para hablarte de esto.
—Decid, pues —murmuró Tabit.
Maese Maltun consultó sus papeles.
—He visto que… hummm… estás preparando tu proyecto final. ¿No es así?
Tabit asintió.
—Aquí consta que se trata de un portal entre Maradia y una granja situada en la región de Uskia, casi en la frontera con Rutvia.
—Así es, maese.
—Bien… espero que no tuvieras el proyecto demasiado avanzado.
Tabit se irguió en su asiento.
—¿Qué queréis decir, maese? No comprendo.
—Verás, estudiante Tabit, el Consejo no ha aprobado el portal.
—¿Que no lo ha aprobado? No lo entiendo. Si fue el Consejo el que me encargó…
—Sí, sí, lo sé, pero se trata de un lamentable error. Tenemos muchas peticiones que atender, y esta… esta… bueno, no es prioritaria. Pero no te preocupes por eso. No tardarás en tener otro proyecto entre las manos. A ser posible, uno que esté a la altura de tus altas capacidades. No vamos a permitir que el proyecto final de nuestro mejor estudiante languidezca en la pared de un establo maloliente.
De nuevo, las palabras del rector, que pretendían animar a Tabit, consiguieron justo lo contrario. El joven se aferró con fuerza a los brazos de la silla para controlar el impulso de levantarse de un salto.
—Maese, vos no lo entendéis. Debo pintar ese portal. Le di mi palabra al cliente y, además… va a pagar la tarifa, como todo el mundo.
El rector le dirigió una breve mirada. Carraspeó por tercera vez.
—Las tarifas han subido, Tabit. No creo que esta familia de campesinos se pueda permitir un portal ahora mismo.
Tabit se dejó caer en su asiento, anonadado.
—Pero es… pero eso es injusto —musitó—. Han ahorrado durante años. Necesitan ese portal. Ellos… —calló, incapaz de seguir. Recordó la constancia inquebrantable de Yunek, la cálida hospitalidad de Bekia, el destello de inteligencia en los ojos de Yania—. Ellos deben tener ese portal. Es importante.
—Estudiante Tabit, comprendo que te has implicado mucho. Es tu proyecto final. Iba a ser tu primer portal. Pero habrá otros muchos, te lo garantizo —añadió, sonriendo—. Y pronto podrás dedicar todas tus energías a un nuevo proyecto.
Tabit sacudió la cabeza.
—No, maese. No me importa si no me lo califican, o si tengo que trabajar el doble para pintar también otro portal… Pero he de hacer el de Yunek. Cuando digo que es importante para ellos, lo digo muy en serio.
Maese Maltun le dirigió una mirada penetrante. Ya no sonreía.
—Yo también hablo muy en serio, muchacho, cuando digo que es la decisión del Consejo, y que es irrevocable. Olvida ese portal. No se pintará, y punto.
—Pero…
—Sé que has tenido un mal día, Tabit, y lo lamento —cortó el rector con sequedad—. Pero no lo estropees más desafiando a tus superiores.
Tabit abrió la boca para replicar; sin embargo, se lo pensó mejor y se calló lo que iba a decir.
—Como mandéis, maese —murmuró finalmente—. Solicito, pues, un par de días de permiso para ir a visitar al cliente y comunicarle personalmente la decisión del Consejo.
—Supongo que no te lo puedo negar —suspiró el rector.
«Supongo que no», pensó Tabit para sus adentros. Pero le habían negado ya muchas cosas a lo largo de aquel día, así que no le habría extrañado que no se lo hubiesen concedido. Y, de todas formas, no tenía ni idea de cómo iba a decirle a Yunek que no pintaría su portal.
—Ve, Tabit —dijo maese Maltun; sonrió de nuevo, con calidez—. Y anímate. Vendrán tiempos mejores, no lo dudes.
—Sí, maese —susurró Tabit—. Gracias, maese.
Había hablado de forma mecánica, porque no se sentía confortado en absoluto, y mucho menos agradecido.
Salió del despacho del rector y recorrió las dependencias de la Academia como alma en pena.
Aún no podía creerlo. Aquel estaba siendo su día más nefasto en mucho tiempo. No solamente no había conseguido el puesto como ayudante del profesor Belban sino que, por si fuera poco, ni siquiera podría terminar el portal para Yunek.
Se sintió tentando de dejarlo estar; de no volver por aquella granja nunca más. Pero comprendió enseguida que no podía hacer eso. No solo por Yunek sino, sobre todo, por él mismo. «Debo ir y contarles lo que ha pasado», reflexionó. «No me quedaría tranquilo si no lo hiciera. No puedo seguir con mi vida sin más, sin darles ningún tipo de explicación». Pero ¿cómo iba a destruir de un plumazo sus esperanzas? No había palabras para decirles que todo lo que se habían sacrificado durante aquellos años no había servido para nada. «Puede que no sea tan terrible, después de todo», pensó de pronto. «Tal vez bastará con que ahorren un poco más. Quizá no tendrán el portal para Yania este año, pero puede que al otro, o al siguiente… Ella es muy joven aún. Todavía tiene tiempo de preparar los exámenes», se dijo, más animado. «Y, en cualquier caso, no es culpa mía. Yo estaba dispuesto a pintar su portal, aún lo estoy… Es cosa de la Academia».
Aun así, comprendió, sería un mal trago para él y para la familia. Respiró hondo. Cuanto antes pasara por ello, mejor.
Se frotó un ojo con cansancio. Tenía programada una tarde de prácticas con el grupo de maese Saidon, pero decidió que hablaría con él para posponerla y partiría inmediatamente. Después de todo, ya era el mejor de la clase en Medición de Coordenadas, y no había ningún otro grupo de nivel superior al que pudieran promocionarlo. No se perdería nada importante, y maese Saidon lo sabía tan bien como él.
Además, en aquel momento se sentía rebelde. ¿Para qué le habían servido todas las clases, las prácticas, las horas de estudio, los cientos de bocetos y diseños que había trazado, los miles de cálculos de coordenadas que había realizado? ¿De qué le valía ser el mejor estudiante de la Academia, si su futuro aún dependía de las decisiones de otros?
Trató de calmarse. Era solo un proyecto, se dijo, apartando de su mente el recuerdo de Yunek y su familia. Le encargarían uno nuevo muy pronto, y él dibujaría el portal y sería maese por fin. Sin duda, el Consejo tenía buenas razones para anular el encargo de Yunek. Si había otros proyectos más urgentes, Tabit no tardaría en ponerse a trabajar otra vez.
De pronto, se dio cuenta de que no había comido nada en toda la mañana, y de que ya era casi la hora del almuerzo. Se encaminó, pues, al comedor de estudiantes, donde esperaba encontrarse con sus amigos. La perspectiva lo animó un poco. No le hacía mucha gracia que todos comentaran la mala suerte que estaba teniendo aquel día, pero era un poco mejor que tener que lidiar con la decepción él solo. Después, decidió, recogería sus cosas y emprendería el camino hacia la granja de Yunek.
Los encontró a los tres reunidos en torno a la mesa de siempre. Por la mirada que Zaut le dirigió, Tabit dedujo que Unven y Relia ya le habían puesto al día. Alzó una mano, pidiendo silencio, antes de que el muchacho pudiera abrir la boca.
—Sé lo que vas a decir —empezó—, y puedes ahorrártelo. En serio, no pasa nada. Terminaré mis estudios, inscribiré mi nombre en el Registro de Maeses y pintaré portales en toda Darusia y más lejos, si hiciera falta. —Le brillaron los ojos ante la sola idea de que las relaciones diplomáticas con Rutvia, Scarvia o Singalia permitieran a los maeses, en el futuro, pintar portales más allá de las fronteras del país—. Después de todo, es lo que siempre soñé, y era lo que había planeado hacer con mi vida, antes de que maese Belban anunciase que necesitaba un ayudante.
Sus compañeros cruzaron una mirada.
—Si tú lo dices… —dijo Unven, encogiéndose de hombros.
—Claro que sí —lo animó Relia—. Y ya no te queda nada para ser maese. Ya estás trabajando en tu proyecto final, ¿verdad?
Tabit hundió la mirada en el plato y revolvió su contenido con la cuchara, tratando de parecer indiferente.
—Pues no, el Consejo lo ha cancelado —respondió—, pero no importa: no tardarán en encargarme otra cosa.
Los demás guardaron un silencio sorprendido.
—Vaya, Tabit, hoy no es tu día de suerte, ¿eh? —comentó Zaut, antes de que Relia lo hiciera callar de un codazo—. Quiero decir… —trató de arreglarlo— que, naturalmente, esto no es más que un pequeño retraso sin importancia.
—Además —añadió Unven—, si te encargan un portal diferente, te ahorrarás tener que hacer otro viaje a esa granja perdida en medio de la nada…
—Anda, es verdad —recordó Zaut—; tenías que pintar un portal para un campesino en Uskia, ¿verdad? —Sacudió la cabeza—. ¿Ves como debías hacer cosas más importantes? Está claro que el Consejo piensa igual que yo: no creo que cualquiera merezca tener un portal en el salón de su casa.
—¿Y en qué te basas para decidir quién lo merece y quién no? —replicó Tabit; no había alzado la voz, ni la mirada, pero había un cierto matiz de dureza en el tono que empleaba—. ¿En su dinero? ¿En el linaje de su familia?
—No sigáis por ahí —les advirtió Relia—. El Consejo tendrá sus motivos para cancelar el proyecto de Tabit. De todas formas, él tiene que hacer su examen final, como todos, así que tarde o temprano le pasarán otro encargo, y ya está. Además, Unven tiene razón: al menos te ahorrarás ese viaje tan largo. La última vez que fuiste, tardaste nada menos que dos días en volver.
Tabit respiró hondo y dejó la cuchara. Levantó la cabeza y, cuando miró a sus amigos, había desaparecido de sus ojos todo rastro de enojo. Ahora parecía cansado, sin más.
—Tengo que ir igualmente —respondió—, a explicarles a los clientes que no vamos a pintar su portal.
Unven le restó importancia con un gesto indolente.
—Deja que vaya el viejo Rambel —respondió—. Al fin y al cabo, es su trabajo, ¿no?
—Maese Rambel —corrigió Tabit—. No, iré yo. Los clientes me conocen, y, además, se portaron muy bien conmigo cuando fui a visitarlos. —Por la forma sorprendida en que lo miraron sus compañeros, comprendió de pronto que no veían nada de particular en ello; se suponía que todo el mundo debía tratar bien a los pintores de portales—. En cualquier caso, ya he pedido el permiso. Me voy esta misma tarde.
—Vaya, no te reconozco —comentó Zaut—. ¿Cuántas clases te has perdido ya en el último mes?
—Las compensa con todas las horas que ha pasado en la biblioteca estudiando mientras los demás nos íbamos de juerga —lo defendió Unven—. ¿Verdad que sí, Relia?
Ella lo ignoró.
—Que tengas buen viaje, Tabit —le dijo—. Yo también me marcho hoy a casa; mi padre me ha pedido que vaya para ayudarlo con el pedido de Belesia.
—¿Así que consiguió por fin ese acuerdo del que estaba pendiente? ¡Qué buena noticia! —se alegró Tabit, con sinceridad.
Relia sonrió, halagada.
—Sí; es un envío muy importante y me necesita para que le eche una mano con el inventario. Estaré fuera varios días, así que no podré pasarte apuntes.
—No te preocupes, ya me los dejará Unven. ¿Verdad?
—Ah, claro, cuenta con ello —respondió el joven, abatido de pronto ante la perspectiva de la marcha de Relia.
Tabit terminó de comer, se despidió de sus amigos y regresó a su habitación. Estaba acabando de recoger sus cosas cuando llamaron a la puerta con energía. Salió a abrir.
En el pasillo lo aguardaba maese Rambel. Se trataba de un hombrecillo pequeño y malhumorado; había sido profesor de la Academia tiempo atrás, pero hacía ya muchos años que no impartía clases. Aun así, los estudiantes no lo tenían en mucha estima por su costumbre de reñirlos por todo, incluso por motivos que no eran de su competencia, y mucho menos de su incumbencia. Su trabajo consistía ahora en organizar y distribuir los encargos, asegurarse de que los portales de los pintores principiantes estaban bien hechos y gestionar el cobro de las tarifas de la Academia. Había sido él quien, un par de semanas atrás, había informado a Tabit de que su proyecto final sería el portal para Yunek. Bien mirado, había sido una gentileza por parte del rector comunicarle en persona la cancelación de su proyecto. En realidad, aquel era cometido de maese Rambel.
—Menos mal que no te has marchado todavía —gruñó al ver a Tabit—. ¿A qué vienen esas prisas? ¿Y se puede saber qué se te ha perdido a ti por allí?
—Os referís al encargo de Yunek, ¿verdad? —respondió él, algo desconcertado por sus bruscos modales—. Lo han anulado…
—Sí, sí, órdenes del Consejo, ya sabes —refunfuñó maese Rambel—. Cada vez se ponen más puntillosos a la hora de seleccionar las peticiones. Y son más lentos para evaluarlas. Hoy han cancelado varios encargos de un plumazo, y algunos estaban en marcha desde hace semanas.
Tabit se sintió un poco aliviado al saber que no era el único cuyo proyecto había sido descartado. Al menos eso excluía la teoría de que alguien en la Academia tenía algo personal contra él.
—Voy a hablar con el cliente, he de informarle de que no vamos a pintar su portal…
—No, tú no debes hacer eso, en realidad. Es mi trabajo. Pero, mira, ya que te has ofrecido y, según me ha dicho el rector, estás deseoso de volver a ese lugar en medio de ninguna parte, yo no te lo voy a impedir. Sin embargo, has de saber que el cliente se enfadará mucho si no le devuelves el depósito.
—¿El depósito? —repitió Tabit sin entender.
Maese Rambel suspiró con impaciencia.
—La fianza, el adelanto o como quieras llamarlo. ¿Qué os enseñan ahora a los estudiantes? Mucho debate, mucha teoría, pero poca cosa sobre cómo funciona todo esto en realidad.
—¿Yunek ya ha pagado por el portal? —comprendió Tabit.
—Una parte, sí. No creerías que los maeses trabajamos sin una garantía previa por parte del cliente, ¿verdad? Te sorprendería saber cuánta gente se esfuma sin pagar una sola moneda en cuanto el portal empieza a brillar.
—Pero, si no vamos a pintar el portal de Yunek…
—Ya lo vas captando. Para ser uno de los mejores estudiantes de la Academia, según dicen, eres un poco lento, ¿no? Toma, aquí está el depósito del granjero. Hasta la última moneda. Devuélveselo, y estaremos en paz.
Tabit tomó el saquillo que le tendía el maese, demasiado aturdido para replicar. Le sorprendió comprobar que pesaba bastante.
—Aquí hay mucho dinero —comentó.
—Menuda novedad —replicó maese Rambel, de mal humor—. Ve y devuélveselo al granjero. Y no lo pierdas por el camino, ¿de acuerdo?
Eso era justamente lo que Tabit temía.
—Pero… voy muy lejos, y por esa zona hay ladrones y bandidos.
—No me digas. Bueno, ese es tu problema. ¿O es que prefieres que vaya yo a Uskia? Dímelo ahora, porque tengo mucho trabajo y, si voy a perder dos días enteros, debo saberlo ya.
Tabit suspiró. Se sintió tentado de devolverle el saquillo y dejarlo todo en sus manos. Pero, de nuevo, recordó a Yunek y a su familia. Los imaginó recibiendo la noticia por boca del antipático maese Rambel, y pensó que no se merecían aquello.
—No, iré yo. Y les devolveré el depósito —añadió, algo más animado.
Después de todo, y ya que sería portador de tan malas noticias, quizá el hecho de reembolsarles su dinero suavizara un poco las cosas.