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A finales de mayo, en la isla de Capraia, había dos personas, un hombre y una mujer, sentadas en la terraza de una casita blanca muy cuidada con vistas al Mediterráneo. La terraza estaba casi al borde de un acantilado. Abajo, las olas rompían en rocas volcánicas negras rodeadas de gaviotas. La vista se perdía en una inmensidad azul.

En la terraza había una mesa de madera gastada, y sobre la mesa una comida de lo más frugal: una hogaza de pan rústico, un plato de pequeños salamis, una botella de aceite de oliva y un cuenco de aceitunas, además de unas copas de vino blanco. El omnipresente aroma de los limoneros en flor se mezclaba con el perfume del romero y el aire salado del mar. En la ladera, sobre la terraza, las hileras de vides tendían sus verdes y enroscados retoños. Solo se oían los chillidos lejanos de las gaviotas y el susurro de la brisa en un emparrado de buganvillas de color violeta.

Los dos bebían vino y hablaban en voz baja. La forma de vestir de la mujer —pantalones de lona gastados y una camisa vieja de trabajo— contrastaba con la delicadeza de sus facciones y con la reluciente cabellera de color caoba que se derramaba por su espalda. Todo lo que no tenía de formal la ropa de ella lo tenía la de él, un traje negro de corte italiano, una camisa blanca recién planchada y una discreta corbata.

Ambos miraban a una tercera persona, una hermosa joven vestida de amarillo claro, que paseaba sin rumbo por un olivar, al lado de la viña. De vez en cuando se paraba a coger una flor y reanudaba su camino desmenuzándola con gesto ausente.

—Creo que ya lo entiendo todo —dijo la mujer de la terraza—, menos lo único que no me has explicado: ¿se puede saber cómo te quitaste el GPS del tobillo sin hacer saltar la alarma?

Él hizo un gesto despectivo.

—Un juego de niños. Dentro del aro de plástico había un cable que cerraba un circuito. Supuestamente la única manera de quitarse el aro era cortar el cable, lo que interrumpía el circuito y disparaba la alarma.

—¿Y tú qué hiciste?

—Rasqué el plástico en dos puntos del circuito para dejar el cable al descubierto. Luego até un alambre en cada punto, corté el aro entre los dos… y me lo quité. Elemental, querida Viola.

—¡Ah, je vois! Pero ¿de dónde sacaste el alambre?

—Lo fabriqué con envoltorios de chicle enrollados. Por desgracia me vi en la obligación de mascar el chicle, ya que me hacía falta para enganchar el alambre.

—¿Y el chicle? ¿De dónde lo sacaste?

—De mi conocido de la celda de al lado, un joven de gran talento que me abrió todo un mundo, el del ritmo y la percusión. Me dio uno de sus preciosos paquetes de chicle a cambio de un favor que le hice.

—¿Cuál?

—Escuchar.

La mujer sonrió.

—Lo que se siembra se cosecha.

—Es posible.

—Hablando de la cárcel, no imaginas cuánto me emocionó tu telegrama. Tenía miedo de que no te dejaran salir del país durante mucho tiempo.

—Diógenes dejó bastantes pruebas en su maletín para que ya no me acusaran de ninguno de los asesinatos. A partir de ahí solo quedaban tres delitos importantes: robar el Corazón de Lucifer; secuestrar al gemólogo, Kaplan, y evadirme de la cárcel. Ni el museo ni Kaplan han querido presentar denuncia. En cuanto a la cárcel, lo que más les gustaría es olvidar que su seguridad es falible. Así que aquí me tienes.

Hizo una pausa para beber un poco de vino.

—Lo cual me lleva a una pregunta: ¿cómo es posible que no te dieras cuenta de que Menzies era mi hermano? No era la primera vez que lo veías disfrazado.

—Sí, a mí también me extraña —repuso Viola—. Lo había visto en el papel de dos personas diferentes, pero ninguna era Menzies.

Se quedaron callados. Viola se giró hacia la joven del olivar.

—Es una chica muy especial.

—Sí —contestó él—, más de lo que podrías imaginar.

Siguieron observando cómo vagaba entre los árboles nudosos, como un fantasma inquieto.

—¿Cómo llegó a ser tu pupila?

—Es una historia larga y bastante complicada, Viola. Ya te la contaré. Te lo prometo.

La mujer sonrió y bebió un poco de vino. Entre ellos hubo un momento de silencio.

—¿Qué te parece la nueva cosecha? —preguntó ella—. La he abierto especialmente para la ocasión.

—Una delicia, como la anterior. Supongo que es de tus viñedos.

—Sí. Recogí personalmente la uva, y hasta la pisé con estos pies.

—No sé si horrorizarme o tomármelo como un honor. —Él cogió un salami pequeño, lo examinó y lo cuarteó con un cuchillo de cocina—. ¿Para hacer esto también cazaste jabalíes?

Viola sonrió.

—No. En algún sitio había que establecer el límite. —Lo miró con cara de preocupación—. Estás haciendo un enorme esfuerzo por ser divertido, Aloysius.

—¿Da esa impresión, la de que me estoy esforzando? Pues lo siento.

—Estás preocupado. Y no haces muy buena cara. ¿Qué ocurre? ¿Tienes muchos problemas?

Él titubeó y sacudió muy lentamente la cabeza.

—Me gustaría poder ayudarte.

—Tu compañía ya me tonifica, Viola.

Ella volvió a sonreír y a mirar a la joven.

—Qué raro que un asesinato, porque no se puede llamar de otra forma, ¿verdad?, haya sido una experiencia tan catártica para ella…

—Sí. De todos modos, mucho me temo que no deja de ser un ser humano lastimado. —Vaciló—. Me he dado cuenta de que fue un error tenerla encerrada en la casa de Nueva York. Necesitaba salir y ver el mundo. Diógenes se aprovechó de esa necesidad. En ese sentido también me equivoqué, dejando que Constance fuera vulnerable a su influencia. Es una vergüenza y una culpa que siempre me acompañan.

—¿Ya se lo has comentado? Me refiero a lo que sientes. Podría ser beneficioso para los dos.

—Lo he intentado. La verdad es que varias veces, pero ella rechaza vehementemente cualquier posibilidad de hablar del tema.

—Quizá el tiempo lo remedie. —Viola sacudió su melena—. ¿Y ahora? ¿Adonde piensas ir?

—Ya hemos viajado por Francia, España e Italia. Parece que le interesan las ruinas romanas. He estado haciendo todo lo posible para que no pensara en lo ocurrido, pero está inquieta y distante. Ya lo ves.

—Yo creo que a Constance lo que le hace más falta es que la orienten.

—¿En qué sentido?

—Sí, ya me entiendes, como orientaría un padre a su hija.

Pendergast cambió nerviosamente de postura.

—Yo nunca he tenido ninguna hija.

—Pues ahora tienes una. Y ¿sabes qué? Creo que el Grand Tour que estáis dando no está sirviendo de nada.

—Yo había pensado lo mismo.

—Necesitáis curaros. Ambos. Tenéis que superarlo juntos.

Pendergast guardó un momento de silencio.

—He estado dando vueltas a la posibilidad de retirarme del mundo por un tiempo.

—Ah, ¿sí?

—Una vez pasé una temporada en un monasterio, un monasterio muy aislado e inaccesible del oeste del Tíbet. He pensado que podríamos ir.

—¿Cuánto tiempo os quedaríais?

—Lo que hiciera falta. —Bebió un poco de vino—. Supongo que unos meses.

—Quizá sea lo más beneficioso. Cambiando de tema, ¿qué perspectivas tenemos… nosotros?

Él dejó lentamente la copa.

—Todas.

Pasó un breve silencio.

—¿Qué quieres decir?

Ella lo preguntó en voz baja.

—Que todo está abierto —dijo lentamente Pendergast—. Cuando haya solucionado lo de Constance será el turno de nosotros dos.

Ella tendió un brazo y le tocó la mano.

—Con Constance puedo ayudarte. Llévala a Egipto este invierno. Seguiré trabajando en el Valle de los Reyes y podría ser mi ayudante. La vida de arqueóloga es dura, pero llena de aventuras.

—¿Lo dices en serio?

—Pues claro.

Pendergast sonrió.

—Magnífico. Creo que le gustaría.

—¿Y a ti?

—Supongo… que también me gustaría.

Constance se había ido aproximando. Los dos se quedaron callados.

—¿Qué, qué te parece Capraia? —preguntó Viola en voz alta cuando la joven subió a la terraza.

—Muy bonito.

Constance se acercó a la baranda, tiró los restos de una flor y miró el mar con los brazos apoyados en la piedra caliente.

Viola sonrió, dando un codazo a Pendergast.

—Cuéntale el plan —susurró—. Me voy dentro.

Pendergast se levantó y se reunió con Constance, que se quedó en la baranda contemplando el mar, mientras la brisa agitaba su larga melena.

—Viola me ha ofrecido llevarte a Egipto este invierno para que la ayudes a excavar en el Valle de los Reyes. Aparte de aprender historia, podrías tocarla con tus propias manos.

Constance sacudió la cabeza sin apartar la vista del mar. Se hizo un largo silencio, puntuado por los gritos lejanos de las gaviotas y el ruido sordo de las olas.

Pendergast se acercó un poco más.

—Tienes que relajarte, Constance —dijo—. Ya no corres peligro. Diógenes está muerto.

—Ya lo sé —contestó ella.

—Entonces sabes que no hay nada que temer. Ya ha pasado todo. Se acabó.

Constance siguió sin decir nada, reflejando el gran vacío azul del mar en sus ojos celestes. Al final se giró hacia él.

—No —dijo.

Pendergast la miró frunciendo el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

Ella al principio no contestó.

—¿Qué quieres decir? —repitió él.

Finalmente Constance habló. Lo hizo con una voz tan cansada y tan fría que ni siquiera el cálido sol de mayo evitó que helara a Pendergast.

—Estoy embarazada.

* * *