Diógenes Pendergast estaba en la terraza de su villa. Abajo, las casas encaladas del minúsculo pueblo de Piscità se apiñaban hasta las playas de la isla, anchas y de arena negra. El viento del mar olía a sal y a retama en flor. Un kilómetro y medio mar adentro, el faro automático de la enorme peña de Strombolicchio había empezado a parpadear en el crepúsculo.
Bebió un poco de jerez mientras escuchaba los ruidos lejanos del pueblo: una madre que llamaba a cenar a sus hijos, un perro ladrando, el zumbido de un Ape de tres ruedas (el único vehículo de pasajeros que se usaba en la isla)… El viento arreciaba. También el oleaje. Sería otra noche revuelta. A sus espaldas, Diógenes oía los rugidos del volcán.
Ahí, en ese rincón del mundo, se sentía seguro. Ella no podía seguirlo tan lejos. Era su casa. En los últimos veinte años, desde que conocía la isla, la visitaba prácticamente cada año, siempre sigiloso en sus llegadas y partidas. Sus habitantes, unos trescientos, creían que era un profesor británico de cultura clásica, un personaje excéntrico e irascible que de vez en cuando se instalaba en la isla para trabajar en su gran obra, y a quien no le agradaba que lo molestasen. Evitaba el verano y los turistas, aunque tratándose de una isla situada a cien kilómetros de tierra firme y de difícil acceso a causa de la habitual mala mar y de la falta de puerto, recibía mucho menos turismo que las demás.
Otro rugido. El volcán estaba activo aquella noche.
Se giró a mirar sus laderas oscuras y empinadas. En el cráter, que dominaba la villa desde una altura próxima a los mil metros, se retorcían y arremolinaban nubes amenazadoras. Vio leves parpadeos de color naranja, como si el cono dentado fuera una lámpara estropeada.
En Strombolicchio se apagó el último rayo de sol. El mar se oscureció. Una tras otra rompían en la playa grandes olas que se deshacían en largas líneas de espuma, con un ruido monótono y grave.
Durante las últimas veinticuatro horas, Diógenes había hecho un esfuerzo extraordinario por borrar el penoso recuerdo de los últimos hechos. Algún día, cuando hubiera adquirido un poco de distancia, se sentaría a analizar desapasionadamente sus errores, pero de momento necesitaba descansar. A fin de cuentas estaba en la flor de la vida y tenía todo el tiempo del mundo para planear y poner en práctica su siguiente ataque.
Mas oigo eternamente a mis espaldas,
del Tiempo el carro, y sus veloces alas.[20]
Apretó tanto la copa que se partió. Tiró el pie al suelo y fue a la cocina a servirse otra. Era una partida de amontillado que ya llevaba varios años en su bodega y de la que no quería derrochar ni una gota.
Bebió un poco, y cuando estuvo más tranquilo volvió a la terraza. El pueblo se preparaba para la noche. Se oían algunas voces lejanas, el llanto de un bebé, una puerta cerrándose… El zumbido del Ape se acercaba desde una de las calles que ascendían sinuosamente hacia la villa.
Dejó la copa en la baranda, encendió un cigarrillo, aspiró el humo y lo exhaló en el aire del anochecer. Después miró las calles de abajo. Decididamente el Ape subía por la cuesta, probablemente por vicolo San Bartolo. Era un zumbido agudo y metálico, que cada vez se oía más cerca. Tuvo la primera punzada de aprensión. Un Ape por la calle a la hora de la cena era una anomalía, sobre todo en la parte alta del pueblo. A menos que fuera el taxi de la isla con algún pasajero… Pero acababa de empezar la primavera, y en esa época no había turistas. En el ferry de Milazzo, el que lo había llevado a él, no había visitantes, solo alimentos y mercancías. Además, ya hacía horas que se había ido.
Se rió entre dientes. De tan cauto se estaba volviendo casi paranoico. Aquella maldita persecución, justo después de su estrepitoso fracaso, le había alterado los nervios. Lo que necesitaba era un largo período de lectura, estudio y rejuvenecimiento intelectual. De hecho era el momento perfecto para hacer realidad su viejo proyecto de traducir el Aureus Asinus de Apuleyo.
Aspiró otra bocanada de humo y la expulsó tranquilamente con la vista en el mar. Justo en ese momento rodeaban Punta Lena las luces de un barco. Entró a buscar los prismáticos. Cuando volvió a mirar el mar, reconoció el perfil borroso de una vieja barca de pesca, una gabarra que se alejaba de la isla rumbo a Lipari. Le extrañó. No había salido a pescar. Con ese tiempo, y a esas horas, era imposible. Probablemente era un viaje de reparto.
El ruido del Ape se acercaba. Diógenes se dio cuenta de que subía por la callejuela que accedía a la villa, aunque los muros de la finca obstruyeran la vista. Cuando oyó que se apagaba el motor al pie del muro, dejó los prismáticos y fue a la terraza lateral, desde donde se veía el callejón, pero al asomarse vio que el Ape ya daba media vuelta y que no se veía a ningún pasajero.
Se quedó inmóvil. De pronto su corazón latía tan fuerte que oía zumbar la sangre en sus oídos. Su residencia era la única que había al final del callejón. La vieja barca no había traído ninguna mercancía, sino a un pasajero, que a su vez había cogido el Ape hasta la verja de la villa.
En una silenciosa explosión de actividad, entró corriendo y recorrió todas las habitaciones cerrando los postigos, apagando las luces y cerrando las puertas con llave. La villa, como la mayoría de las de la isla, parecía una fortaleza, con postigos de madera maciza, refuerzos de hierro forjado en las puertas y cerraduras muy resistentes. Las paredes eran de piedra, con casi un metro de grosor. Por si fuera poco, él había introducido algunas mejoras. Dentro de su casa estaría a salvo. Como mínimo tendría tiempo de pensar y de evaluar su posición.
Después de unos minutos —los que tardó en encerrarse a cal y canto—, se quedó jadeando en la oscuridad de la biblioteca. Volvía a tener la sensación de haber reaccionado paranoicamente. Solo por haber visto una barca y haber oído el taxi… ¡Qué ridículo! Ella no podía haberlo encontrado. Y menos tan deprisa. ¡Si solo llevaba en la isla desde la tarde anterior!
Absurdo. Imposible.
Se secó la frente con un pañuelo de bolsillo. Ya respiraba más tranquilo. Estaba comportándose absurdamente. Sus nervios estaban más alterados de lo que imaginaba.
Justo cuando buscaba a tientas el interruptor, llamaron a la puerta. Golpes lentos, como si se burlaran; aldabonazos en la puerta grande de madera que reverberaron por toda la villa.
Se quedó de piedra. Volvía a latirle muy deprisa el corazón.
—Chi c’é? —preguntó.
No hubo respuesta.
Sus dedos temblorosos palparon los cajones de la biblioteca hasta encontrar el que buscaba; lo abrió con llave y sacó la Beretta Px4 Storm. Después de extraer el cargador y comprobar que estuviera lleno, lo deslizó en su sitio. En el cajón de al lado encontró una linterna grande.
¿Cómo era posible? ¿Cómo? Ahogó la rabia que amenazaba con ser más fuerte que él. ¿Podía ser ella? ¿Realmente? Pero si no lo era ¿por qué no contestaba nadie?
Encendió la linterna y la movió a su alrededor. ¿Por dónde había más posibilidades de que entraran? Probablemente por la puerta de la terraza lateral, la más cercana al callejón y de más fácil acceso. Se acercó disimuladamente, abrió la cerradura sin hacer ruido y equilibró la llave metálica sobre el pomo de hierro forjado. Después retrocedió hasta el centro de la sala oscura y se arrodilló en posición de disparo, apuntando hacia la puerta mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.
En el interior de la casa todo era silencio. El único ruido que se filtraba eran los roncos truenos del volcán. Esperó con los oídos muy abiertos.
Pasaron cinco minutos. Diez.
De repente lo oyó: la llave había caído al suelo. Disparó inmediatamente cuatro veces a la puerta, dibujando un rombo. Las balas de nueve milímetros perforarían cualquier parte de la puerta, incluso la más gruesa, y conservarían velocidad suficiente para matar. Oyó un grito ahogado de dolor, un golpe y un ruido como si alguien se arrastrara por el suelo. Otro gemido… y silencio. La puerta, que se había entreabierto, crujió al separarse unos centímetros más a causa de una ráfaga de viento.
Por el ruido, debía de haberla matado, pero lo dudó. Era demasiado lista. Lo tendría previsto.
¿O no? Por otro lado, ¿cómo podía saber que era ella? Quizá acabara de matar a un simple y pobre ladrón, o a un recadero.
Se acercó a la puerta, casi pegado al suelo. Los últimos metros los recorrió arrastrándose hasta llegar al marco y mirar por la rendija del suelo. Si quería ver si había un cadáver en la terraza o si era una trampa tendría que abrir la puerta unos centímetros más.
Esperó. A la siguiente ráfaga de viento, aprovechó la ocasión para abrir un poco más la puerta y mirar en la terraza.
Enseguida se oyeron dos detonaciones, dos disparos que atravesaron la puerta a pocos centímetros de su cabeza y lo cubrieron de astillas. Diógenes rodó rápidamente por el suelo con el pulso fuera de control. Ahora la separación entre la puerta y el marco era de más de un palmo, y cada golpe de viento la abría un poco más. Los disparos habían sido muy bajos, en previsión de que Diógenes estuviera agachado. Si no hubiera estado boca abajo los habría recibido de lleno.
Se fijó en los orificios dejados por las balas en la madera. Constance había conseguido una semiautomática de medio calibre —por el ruido debía de ser una Glock— y había aprendido a disparar, o como mínimo había adquirido algunos rudimentos de la técnica.
Otro golpe de viento, más fuerte que los anteriores, abrió la puerta de par en par, haciéndola chocar con la pared y rebotar con un crujido seco. Diógenes se deslizó hasta la otra punta, cerró rápidamente la puerta con el pie, rodó por el suelo, se quedó sentado y echó el cerrojo. Justo cuando se apartaba, otra bala perforó la madera a pocos centímetros de su oreja, clavándole algunas astillas.
Pegado al suelo, respirando con dificultad, comprendió la desventaja de encerrarse en la casa. No podía ver el exterior. No podía saber por qué dirección vendría ella. La villa había sido sometida a algunas reformas que la hacían más difícil de asaltar, pero Diógenes no había juzgado conveniente despertar las sospechas de los lugareños volviéndola tan inexpugnable como el edificio de Long Island. El resultado era que con un balazo se podían reventar las cerraduras o cerrojos de cualquier puerta o ventana. Habría sido preferible enfrentarse a ella fuera, donde gozaría de una clara ventaja por ser el más fuerte de los dos, el mejor tirador y quien mejor conocía el terreno.
¿Y si alguien había oído los disparos? En el pueblo alguien podía estar llamando a la policía, lo cual sería embarazoso.
Aunque con el viento que soplaba desde el mar, un verdadero vendaval que azotaba en tromba las higueras y olivos, y con los truenos periódicos del incansable volcán, quizá pasaran inadvertidas las detonaciones… En cuanto a la policía, en invierno la presencia de las fuerzas de seguridad en la isla se reducía a un núcleo investigativo encabezado por un solo maresciallo de los carabinieri, que se pasaba las tardes jugando a la briscola en el bar de Ficogrande.
Tuvo un ataque de rabia que hizo temblar sus brazos y sus piernas. Constance había invadido su casa, su guarida, su último refugio. Era el final. Ya no le quedaban lugares adonde ir ni identidades que adoptar. Si lo sacaban de su casa huiría como un perro, perseguido sin piedad. Incluso si lograba escapar, tardaría años en encontrar un nuevo santuario y en crearse una identidad segura.
No. Tenía que solucionarlo ahí, en ese momento.
Sonaron tres disparos muy seguidos. Diógenes oyó que uno de los postigos del rincón donde desayunaba chocaba estrepitosamente contra la pared. Levantándose de un salto, corrió encorvado a resguardarse detrás de una media pared de ladrillo que separaba la cocina y el comedor. El viento aullaba por la ventana abierta y sacudía el postigo.
¿Había entrado?
Rodeó el tabique a gran velocidad y corrió por la cocina, iluminándola con la linterna. Nada. Entró en el comedor sin dejar de correr y se arrimó a una pared. La clave era moverse constantemente.
Tres disparos más, esta vez desde la biblioteca. Oyó que el viento sacudía otro postigo.
Así que ese era el juego: ir agujereando sus defensas hasta que la casa dejara de protegerlo… Pues Diógenes no estaba dispuesto a seguirle el juego. Tenía que tomar la iniciativa. Sería él, no ella, quien eligiera el escenario del enfrentamiento final.
Lo principal era salir. Huir de la casa hacia la montaña. Conocía al dedillo las vueltas y revueltas del camino, empinado y peligroso. Comparativamente, ella era débil, y lo sería aún más después de una persecución larga y agotadora. En la montaña todo estaría a su favor, incluido disparar a oscuras. Aun así, se recordó que ya la había subestimado muchas veces. No podía cometer de nuevo el mismo error. Estaba a punto de enfrentarse al adversario más decidido, y quizá más peligroso, de toda su carrera.
Volvió a pensar en la montaña. El camino era una antigua senda trazada hacía casi tres mil años por sacerdotes griegos para ofrecer sacrificios al dios Hefesto. Más o menos a mitad de recorrido se bifurcaba en un camino más reciente que llegaba a la cumbre por el Bastimento y el antiguo camino griego propiamente dicho, que seguía hacia el oeste y llevaba muchos siglos cortado por la Sciafa del Fuoco, el legendario Río de fuego. Se trataba de una avalancha continua de bloques de lava al rojo vivo que tras ser expulsados del cráter bajaban rodando por un gran barranco de casi dos kilómetros de anchura y uno de profundidad hasta hundirse en el mar entre explosiones de vapor. El precipicio de la Sciafa era un auténtico infierno, un lugar que daba más vértigo que cualquier otro del planeta, barrido por vientos desatados de aire caliente que se desprendían de las coladas.
La Sciafa del Fuoco. La solución a su problema.
Si un cuerpo caía por ella, se le podía dar por desaparecido.
El momento de máxima vulnerabilidad sería salir de casa, pero ella no podía estar en todas partes a la vez. Además, si Diógenes seguía yendo a oscuras las posibilidades de dar en el blanco eran muy pocas, aunque ella acechase su salida. Aprender a disparar con esa precisión llevaba muchos años.
Se acercó con sigilo a la puerta lateral, esperó un poco, le dio una patada y salió a la oscuridad, todo en un solo y rápido movimiento. Hubo disparos, aunque ya los esperaba, que fallaron por centímetros. Diógenes se puso a cubierto y los devolvió, cortando el fuego. Después corrió hacia la verja y dio un giro brusco a la derecha que lo llevó al final del callejón, a unos antiguos escalones de lava que enlazaban con el sendero que ascendía sinuosamente por la falda del volcán de Stromboli, en dirección al Río de fuego.