Dos días después, Diógenes Pendergast estaba en la baranda de babor del traghetto que surcaba despacio el oleaje azul del sur del Mediterráneo. En ese momento el barco pasaba junto al cabo rocoso de Milazzo, coronado por un faro y un castillo en ruinas. A espaldas de Diógenes, la gran masa terrosa de Sicilia se hundía en la niebla; en lo más alto se erguía la azul silueta del Etna, con su penacho de humo. Diógenes tenía a su derecha el lomo oscuro de la costa calabresa, y delante el final de su viaje, muy lejos, mar adentro.
El gran ojo del sol poniente acababa de hundirse al otro lado del cabo, proyectando largas sombras en el agua y tiñendo de oro el antiguo castillo. La embarcación se dirigía hacia el norte, a las islas Eolias, las más remotas del Mediterráneo, ahí donde según se creía en la Antigüedad tenían su morada los Cuatro Vientos.
Pronto estaría en casa.
¡En casa! Paladeó la agridulce palabra, preguntándose por su significado. Un refugio, un retiro, un remanso de paz…
Sacó del bolsillo un paquete de tabaco y se puso a sotavento, detrás de la cabina, para encender un cigarrillo y aspirar a fondo el humo. Llevaba más de un año sin fumar, desde que no pisaba su casa. La nicotina ayudó a sosegar su agitación mental.
Pensó en los dos días de incesante viaje que acababa de dejar atrás: Florencia, Milán, Lucerna —donde le habían cosido la herida en un hospital benéfico—, Estrasburgo, Luxemburgo, Bruselas, Amsterdam, Berlín, Varsovia, Viena, Ljubljana, Venecia, Pescara, Foggia, Nápoles, Reggio di Calabria, Messina y por último Milazzo. Cuarenta y ocho duras horas en tren que lo habían dejado débil, dolorido y exhausto.
Mientras veía morir el sol al oeste, sintió que recuperaba sus fuerzas y su lucidez. Se la había quitado de encima en Florencia. No podía haberlo seguido. Era imposible. Desde entonces había cambiado varias veces de identidad y había confundido sus huellas hasta el punto de que ni ella ni nadie podían albergar la esperanza de sacar algo en claro. La libre circulación dentro de la Unión Europea, sumada a la entrada en Suiza y el regreso a la UE con otra identidad, desorientarían al más persistente y sutil de los perseguidores.
No, no lo encontraría. Su hermano tampoco. Cinco años, diez, veinte… Tenía todo el tiempo del mundo para planear su siguiente jugada, la definitiva.
Respiró el aire marino desde la baranda, sintiendo cómo se filtraba algo de paz en su interior. Por primera vez en varios meses, la voz de su cabeza, infatigable, cáustica y burlona, se redujo a un susurro casi inaudible en medio del fragor con que la proa se clavaba en las aguas.