La capitana de Homicidios Laura Hayward estaba a la izquierda de la entrada de la Sala Egipcia, mirando recelosamente al público. Se había puesto un traje negro para confundirse con los asistentes. El único indicio de su autoridad eran unos pequeños galones de capitán prendidos en la solapa. Debajo de la chaqueta llevaba enfundada su arma, una Smith and Wesson del treinta y ocho.
El panorama que se abría ante sus ojos cumplía todas las normas de seguridad del manual. Todos sus hombres estaban en sus puestos, tanto los de civil como los de uniforme. Eran los mejores que tenía a su disposición, lo más granado de la policía de Nueva York. Tampoco faltaban vigilantes del museo, que se hacían notar para dar sensación de seguridad, al menos psicológica. De momento Manetti había colaborado en todo. El resto del museo había sido sometido a minuciosas medidas de seguridad. Hayward había imaginado mentalmente decenas de catástrofes posibles, para tener a punto un plan adecuado para cada una de ellas, sin despreciar ni las más improbables: un terrorista suicida, un incendio, un fallo del sistema de seguridad, un corte de electricidad, que se estropearan los ordenadores…
El único punto débil era la propia tumba, que solo tenía una salida, pero era una salida grande, y todo estaba protegido contra incendios, el continente y el contenido, por insistencia de los bomberos. La capitana, por su parte, se había asegurado de que fuera posible abrir o cerrar las puertas de seguridad de la tumba desde dentro y desde fuera, manual o electrónicamente, incluso en caso de fallo total del suministro eléctrico. Desde la sala de control —la habitación vacía que había al lado de la tumba—, Hayward había comprobado personalmente el software que abría y cerraba las puertas.
Los equipos de toxicología no habían hecho ni una ni dos revisiones, sino tres, con resultados siempre negativos. Mirando a la gente, Hayward se hizo una pregunta: ¿qué podía salir mal?
Su intelecto dio una respuesta fuerte y clara: nada.
Visceralmente era otra cosa. La inquietud le producía un mareo casi físico. Era irracional, un sinsentido.
Volvió a escarbar en su intuición de policía para intentar descubrir el origen de esa sensación. Sus pensamientos, como siempre, adoptaron casi automáticamente la forma de una lista, que esta vez tenía un protagonista absoluto: Diógenes Pendergast.
Sin embargo, tras un examen a fondo de la tumba y de la sala no se habían detectado indicios de ningún problema ambiental o eléctrico, ni de nada remotamente capaz de provocar ataques psicóticos o lesiones cerebrales.
¿Sería Diógenes el responsable? ¿Qué demonios estaría planeando?
Una vez más, contra su voluntad, se acordó de la conversación que había mantenido unos días atrás con D’Agosta en su despacho. «Todo lo que ha hecho hasta ahora —los asesinatos, el secuestro y el robo de los diamantes— es el preludio de otra cosa. De algo más gordo. Puede que muchísimo más gordo».
Se estremeció. Sus conjeturas, sus preguntas acerca de Diógenes… Sí, todo estaba relacionado. Tenía que estarlo. Formaba parte de un plan, efectivamente.
Pero ¿cuál?
No tenía ni idea. En cambio tenía la corazonada de que sucedería esa noche. No podía ser coincidencia. Era ese «algo más» al que se había referido D’Agosta.
Hizo un recorrido visual por la sala, intercambiando miradas con todos sus hombres a la vez que se fijaba en la gran cantidad de caras conocidas: el alcalde, el presidente interino de la Cámara de Representantes, el gobernador y como mínimo uno de los dos senadores del estado. No estaban solos. También había directores de empresas del Fortune 500, productores de Hollywood y varios actores y famosos de la tele. Sin olvidar a sus conocidos dentro del museo: Collopy, Menzies, Nora Kelly.
Desplazó la mirada hacia el equipo de la PBS, que se había instalado al fondo de la sala para emitir la gala en directo. En el interior de la tumba, todavía por abrir, había un segundo equipo a punto de grabar el primer recorrido de los vips por la exposición, y el espectáculo de luz y sonido que la complementaba.
Claro. Formaba parte del plan. Lo que ocurriera pasaría en directo, ante los ojos de millones de personas. Y si el álter ego de Diógenes era un conservador, o alguien muy bien situado en el museo, tendría el poder y la libertad de circulación necesarios para urdir prácticamente cualquier cosa. Pero ¿quién podía ser? El examen a fondo realizado por Manetti de los expedientes del personal no había dado resultados. Lástima que no tuvieran una foto de Diógenes de hacía menos de veinticinco años, o una huella dactilar, o un poco de ADN…
¿Cuál era el plan?
Se fijó en la puerta cerrada de la tumba. El acero estaba tapado con falsa piedra, y había una enorme cinta roja que cruzaba la puerta en sentido horizontal.
Su malestar se acentuó. Esta vez llevaba consigo una sensación desesperante de aislamiento. Había hecho todo lo posible por cancelar la inauguración, o al menos retrasarla, pero no había convencido a nadie. Hasta Rocker, el jefe de policía, su antiguo aliado, había puesto reparos.
¿Y si todo eran imaginaciones suyas? ¿Y si al final se había dejado influir por la presión? Lástima que no tuviera cerca a nadie que viera las cosas de la misma forma, que entendiera el historial y el auténtico carácter de Diógenes… Alguien como D’Agosta.
D’Agosta… Siempre había estado un paso por delante en la investigación. Sabía qué pasaría antes de que ocurriera. Había sido el primero —con enorme diferencia— en darse cuenta del tipo de criminal con el que se enfrentaban. Había insistido en que Diógenes estaba vivo incluso después de que ella y todos los demás «demostrasen» su muerte.
Y conocía el museo al dedillo. Los primeros casos relacionados con el museo en los que había participado se remontaban a hacía doce o más años. Lo tenía todo controlado. ¡Qué lástima que no estuviera con ella! No como hombre —eso había terminado—, sino como policía.
Hayward controló su respiración. No tenía sentido desear lo imposible. Ella había hecho todo lo que estaba en su mano. Ahora solo quedaba esperar, observar y estar preparada para entrar en acción.
Miró otra vez a los invitados, calculó la velocidad de su paso y examinó las caras en busca de algún indicio anómalo de tensión, nerviosismo o ansiedad.
De repente se quedó de piedra. Junto al grupo de dignatarios más próximo al estrado había una silueta alta de mujer. La reconoció.
Todas sus alarmas se dispararon. Sacó la radio y se esforzó por controlar su voz.
—Manetti, soy Hayward. ¿Me recibe?
—Sí.
—¿Es posible que esté viendo a Viola Maskelene? Al lado del estrado.
Una pausa.
—Sí, es ella.
Hayward tragó saliva.
—¿Qué hace aquí?
—La han contratado para sustituir al egiptólogo, Wicherly.
—¿Cuándo?
—No lo sé, hace un par de días.
—¿Quién la contrató?
—Creo que el departamento de antropología.
—¿Por qué no salía su nombre en la lista de invitados?
Un titubeo.
—No estoy seguro. Probablemente porque lleva poco tiempo trabajando aquí.
Hayward tuvo ganas de decir algo más, de soltar palabrotas por la radio; tuvo ganas de exigir alguna explicación de por qué no le habían informado, pero ya era demasiado tarde. Se limitó a responder:
—Cambio y corto.
«El perfil indicaba que Diógenes aún no ha acabado».
Toda la gala presentaba el aspecto de algo planeado al milímetro. Pero ¿para qué?
Las palabras de D’Agosta resonaron en sus oídos como un claxon. «Algo más gordo. Puede que muchísimo más gordo».
¡Qué falta le hacía D’Agosta! Una falta acuciante. Él tenía las respuestas que a ella le faltaban.
Sacó su teléfono privado y lo llamó al móvil. Sin respuesta.
Miró su reloj. Las siete y cuarto. Aún quedaba mucha tarde. Si lograba encontrarlo, y que acudiera… ¿Dónde se había metido? Volvió a oír mentalmente sus palabras:
«Aún tengo que decirte otra cosa. ¿Conoces Effective Engineermg Solutions, una empresa de perfiles de asesinos que está en Little West 12th Street? El director se llama Eli Glinn. Últimamente me paso casi todo el día por ahí, de pluriempleo».
Era solo una posibilidad, pero mejor que nada; en todo caso, era mejor que estar ahí cruzada de brazos. Con algo de suerte podía ir y volver en menos de cuarenta minutos.
Cogió otra vez la radio.
—¿Teniente Gault?
—Al habla.
—Salgo un momento. Lo dejo al frente.
—¿Puedo preguntarle…?
—Tengo que hablar con alguien. Si hay alguna anomalía, la que sea, tiene mi autorización para cerrar el museo. Totalmente. ¿Me entiende?
—Sí, capitana.
Guardó la radio y salió rauda de la sala.