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El enfermero Ralph Kidder se arrodilló ante el cuerpo boca arriba del celador, que lloriqueaba como un bebé mientras intentaba contarle que lo habían atacado y que tenía miedo de morir. Kidder intentó concentrarse en el problema. Le auscultó el corazón con el estetoscopio. Rápido y fuerte. Examinó su cuello y sus extremidades por si tenía huesos rotos. Le tomó la presión. Perfecta. Examinó el corte de la cara. Feo pero superficial.

—¿Dónde le duele? —volvió a preguntar, exasperado—. ¿Dónde tiene las heridas? ¡Dígame algo!

—¡La cara! ¡Me ha hecho un corte en la cara! —gritó el hombre, recuperando un poco de coherencia.

—Ya lo veo. ¿Dónde más?

—¡Me ha dado un navajazo! ¡Ay, el pecho! ¡Me duele mucho!

Al palpar suavemente la caja torácica, el enfermero apreció hinchazón y un tacto algo rugoso, señal de que había un par de costillas rotas pero en su sitio. También había una herida de arma blanca, efectivamente, pero aunque sangraba copiosamente bastó una rápida inspección para constatar que la hoja había sido desviada por una costilla, lo que había evitado que perforase la pleura. —Esto se arregla con un poco de reposo —dijo Kidder con brusquedad, girándose hacia los dos ayudantes de urgencias—. Ponedlo en la camilla y lleváoslo a la enfermería B. Le haremos un análisis de sangre y unas placas y le coseremos las heridas. Que le pongan la antitetánica y un tratamiento de amoxicilina. De momento no veo motivo para trasladarlo a un hospital.

Uno de los ayudantes bufó.

—De aquí no entra ni sale nadie hasta que hayan cogido a todos los fugitivos y hayan hecho el recuento de presos. Además, hace media hora que hay una unidad del depósito de cadáveres esperando en la verja.

—Bueno, esos nunca tienen prisa —dijo Kidder, mordaz.

Anotó el nombre y el número de insignia del celador en su portapapeles. No lo reconocía, pero al ser del pabellón C y tener tantos cortes en la cara…

En un momento dado, mientras subían al paciente a la camilla, oyó gritos al fondo del pasillo. Era el intento de fuga más importante en casi veinte años, los que Kidder llevaba trabajando en Herkmoor. Sus posibilidades eran nulas, por supuesto. Esperó que los celadores no zurraran demasiado a aquellos aspirantes a fugados.

El equipo de urgencias levantó la camilla y se llevó a la enfermería al celador quejica. Kidder, que iba detrás, pensó que cuando todo estaba controlado se hacían los duros, pero cuando les atizaban un poco se desmoronaban.

Como todas las enfermerías de Herkmoor, la del pabellón B estaba dividida en dos zonas totalmente aisladas entre sí; una para empleados y celadores y la otra para presos. Llevaron al celador a la primera y lo taparon con una manta. Kidder rellenó la ficha y pidió algunas placas. Justo cuando empezaba a prepararlo para coserle los puntos, sonó su radio. Se la llevó a la oreja y escuchó. Después de unas palabras se giró hacia el paciente.

—Tengo que irme un momento.

—¿Me deja solo? —exclamó el celador, presa del pánico.

—Volveré dentro de media hora o tres cuartos con el radiólogo. Hay algunos presos heridos y…

—¿Se ocupa antes de los presos que de mí? —gimió el enfermo.

—Es que es bastante urgente, ¿sabe?

Kidder no le contó nada de lo que acababan de comunicarle por radio. Se confirmaban sus temores: los celadores se habían cebado en varios fugitivos.

—¿Cuánto tendré que esperar?

Kidder suspiró de impaciencia.

—Ya se lo he dicho, unos tres cuartos de hora.

Preparó una jeringuilla con un sedante flojo y un analgésico.

—¡No me pinche! —exclamó el celador—. ¡Me dan pánico las agujas!

Kidder intentó disimular su mal humor.

—Es para que no le duela tanto.

—¡Bueno, tampoco me duele tanto! Ponga la tele, así me distraeré.

Kidder se encogió de hombros.

—Como quiera.

Dejó la jeringuilla y le dio el mando a distancia. El paciente sintonizó un concurso para idiotas y puso el volumen a tope. Kidder se alejó, sacudiendo la cabeza. Su opinión sobre los celadores acababa de empeorar aún más.

Cincuenta minutos más tarde, Kidder volvió a la enfermería de un humor de perros. Algunos celadores habían aprovechado la oportunidad para ajustar cuentas con un grupo de presos particularmente ingratos, y el resultado era media docena de huesos rotos.

Miró su reloj, pensando en el celador que había dejado esperando. De todos modos, en las urgencias de los grandes hospitales de Nueva York la espera habría sido como mínimo el doble. Apartó la cortina y lo vio acurrucado contra la pared, profundamente dormido a pesar del volumen del concurso, que seguía a tope.

«¿Estás segura de que te quedas con la puerta número 2, Joy? ¡Bien, pues vamos a abrirla! Lo que hay detrás de la puerta número 2 es… (grito contenido de todo el público)»…

—Tiene que hacerse las placas, señor… —Kidder echó un vistazo al portapapeles—. Señor Sidesky.

No hubo respuesta.

«¡… una vaca! ¿A que nunca habían visto una vaca Holstein tan bonita, señoras y señores? ¡Leche fresca todas las mañanas! ¡Imagínate, Joy!»

—¿Señor Sidesky? —dijo Kidder con más fuerza.

Cogió el mando a distancia para apagar la tele. El silencio fue un alivio.

—¡Las placas!

Nada.

Se acercó a darle un empujoncito en el hombro… y retrocedió con un grito ahogado. Estaba frío, incluso a través de las mantas.

No podía ser. Lo habían traído hacía apenas una hora, y estaba vivo y sano.

—¡Eh, Sidesky! ¡Despierte!

Tendió una mano temblorosa, le apretó el hombro… y volvió a notar el mismo frío vago y repelente.

Cogió aprensivamente un extremo de la manta, y al estirarla destapó un cadáver desnudo, morado, grotescamente hinchado. Un hedor repentino a muerte y a desinfectantes lo envolvió como una miasma.

Con la mano en la boca, sin poder respirar, estuvo a punto de caer, mientras sus pensamientos entraban en una vorágine de confusión e incredulidad. No solo estaba muerto, sino que había empezado a descomponerse. ¿Cómo era posible? Sus ojos desorbitados lo miraron todo. No, no había más pacientes. Tenía que ser un grave error, alguna absurda confusión.

Respiró hondo unas cuantas veces. Cuando estuvo más tranquilo cogió el cuerpo por un hombro y lo puso de espaldas. La cabeza se desplomó con los ojos muy abiertos; la lengua colgaba como la de un perro; la cara estaba horriblemente azul y abotargada y una especie de sustancia amarilla salía por su boca.

—¡Dios mío! —gimió Kidder, dando un paso hacia atrás.

No era el celador herido. Era el preso muerto del que se había ocupado el día anterior, ayudando al radiólogo a hacerle diversas placas forenses.

Llamó al médico jefe de Herkmoor, intentando que no le temblara la voz. Poco después el intercomunicador emitió una respuesta irritada.

—Estoy ocupado. ¿Qué ocurre?

Al principio Kidder no supo qué decir.

—¿Sabe el preso muerto del depósito…?

—¿Lacarra? Se lo han llevado hace un cuarto de hora.

—No. No se lo han llevado.

—¡Pues claro que sí! Yo mismo he firmado el traslado, y he visto cómo subían la bolsa al furgón. Estaba esperando al otro lado de la verja a que le dieran la autorización para entrar a buscar el cadáver.

Kidder tragó saliva.

—Me parece que no.

—¿Que no qué? ¿Se puede saber qué está diciendo, Kidder?

—Pocho Lacarra… —Tragó saliva y se humedeció los labios resecos—. Aún está aquí.

Treinta kilómetros al sur, el furgón del depósito de cadáveres se dirigía hacia Nueva York por la Taconic State Parkway. El tráfico era fluido. Minutos después entró en un área de servicio y se paró.

Vincent d’Agosta se quitó el uniforme blanco del depósito de cadáveres, subió a la parte trasera y abrió la cremallera de la bolsa. Contenía el cuerpo largo, blanco y desnudo del agente especial Pendergast, que se incorporó parpadeando.

—¡Pendergast! ¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido!

El agente levantó una mano.

—Por favor, querido Vincent, deje las demostraciones de afecto para cuando esté duchado y vestido.