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Todo estaba en silencio en el gran despacho revestido de madera de Frederick Watson Collopy, el director del Museo de Historia Natural de Nueva York. Ya habían llegado todos: Beryl Darling, la abogada del museo; Carla Rocco, la directora de relaciones públicas, y Hugo Menzies. Eran los únicos que le merecían plena confianza. Todos estaban sentados, mirándolo en espera de que comenzase.

Collopy apoyó una mano en el cuero de la mesa y miró a su alrededor.

—En toda su larga historia —dijo—, el museo nunca había tenido que enfrentarse a una crisis de esta magnitud. Nunca.

Les dejó tiempo para asimilarlo. Su público mantuvo el silencio y la inmovilidad.

—Hemos recibido varios golpes muy seguidos, cada uno de los cuales podría dejar malparada a una institución como la nuestra. El robo y destrucción de la colección de diamantes; el asesinato de Theodore DeMeo; la inexplicable agresión a la doctora Kelly, con la posterior muerte del agresor, el distinguidísimo doctor Adrian Wicherly, del British Museum, a cargo de un vigilante de gatillo fácil…

Una pausa.

—Todo ello cuando faltan cuatro días para una de las inauguraciones más sonadas de la historia del museo, justamente la inauguración con la que se proponía hacer olvidar el robo de los diamantes. La pregunta que les hago es la siguiente: ¿cómo debemos reaccionar? ¿Posponiendo la inauguración? ¿Ofreciendo una rueda de prensa? Esta mañana ya me han llamado veinte miembros del consejo de administración, todos con una opinión distinta, y dentro de diez minutos recibiré la visita de una capitana de Homicidios, una tal Hayward, que estoy convencido de que exigirá que se retrase la inauguración. Lo que debemos hacer nosotros cuatro, aquí y ahora, es definir una estrategia y no desviarnos de ella.

Juntó las manos encima de la mesa.

—¿Tú qué opinas, Beryl?

Collopy sabía que Beryl Darling, la abogada del museo, se expresaría con su habitual claridad.

Darling se inclinó con el lápiz en la mano.

—Yo, Frederick, lo primero que haría es desarmar a todos los vigilantes del museo.

—Ya está hecho.

Darling hizo un gesto de satisfacción con la cabeza.

—Luego, en vez de una rueda de prensa, que se nos podría ir de las manos, haría pública inmediatamente una declaración.

—¿Diciendo qué?

—Haría una exposición pura y dura de los hechos seguida por un mea culpa y unas palabras de profunda compasión hacia las familias de las víctimas: DeMeo, Lipper y Wicherly.

—Perdona… ¿Víctimas, Lipper y Wicherly?

—La expresión de nuestro dolor será estrictamente neutral. El museo no quiere entrar en quién tiene la culpa y quién no. Los hechos debe interpretarlos la policía.

Un silencio gélido.

—¿Y la inauguración? —preguntó Collopy.

—Cancélala. Cierra dos días el museo. Y asegúrate de que ningún trabajador, y digo ninguno, hable con la prensa.

Collopy esperó un momento antes de dirigirse a Carla Rocco, la directora de relaciones públicas.

—Tus comentarios.

—Estoy de acuerdo con la señora Darling. Hay que hacer que la gente se dé cuenta de que es una situación excepcional.

—Gracias. —Collopy se giró hacia Menzies—. ¿Tiene algo que añadir, doctor Menzies?

La serenidad y compostura de Menzies lo impresionaron vivamente. ¡Cuánto le habría gustado tener su sangre fría!

Menzies señaló a Darling y a Rocco con la cabeza.

—Deseó felicitar a las señoras Darling y Rocco por ser tan ponderadas en sus comentarios, los cuales, en cualquier otra circunstancia, serían excelentes consejos.

—Pero usted no está de acuerdo.

—No, en absoluto.

Los ojos azules de Menzies, tan llenos de calma y de seguridad, causaron un gran efecto en Collopy.

—Adelante, pues.

—Me resisto a contradecir a mis colegas, cuyos conocimientos y experiencia son en este aspecto superiores a los míos.

Menzies miró humildemente a su alrededor.

—Le he pedido que se exprese con franqueza.

—De acuerdo. Hace seis semanas robaron y destruyeron la colección de diamantes del museo. Ahora un miembro de una empresa subcontratada, que no un empleado del museo, ha matado a un colaborador, y un asesor de nuestra institución, cuyo contrato solo era temporal, ha atacado a una de nuestras mejores conservadoras y ha sido abatido por un vigilante durante la refriega. Y yo les hago una pregunta: ¿qué tienen estos hechos en común?

Menzies miró inquisitivamente a los demás.

Nadie respondió.

—¿Señora Darling? —insistió él.

—Pues… nada.

—Exacto. En Nueva York, durante el mismo período de seis semanas, se han producido sesenta y un homicidios, quinientas agresiones e infinidad de delitos y faltas. ¿El alcalde ha cerrado la ciudad? No. ¿Qué ha hecho? Dar una buena noticia: ¡que el índice de criminalidad ha bajado un cuatro por ciento respecto al año pasado!

—¿Y usted qué «buena noticia» daría, doctor Menzies? —dijo Darling, arrastrando las palabras.

—Que a pesar de los últimos acontecimientos la gran inauguración de la tumba de Senef sigue en el programa y no habrá cambio de planes.

—¿Así, como si no hubiera pasado nada?

—No, claro que no. Hagan una declaración pública, pero no olviden señalar que estamos en Nueva York y que el museo es tan grande que ocupa más de once hectáreas de Manhattan, con dos mil empleados y cinco millones de visitantes anuales, circunstancias en las que lo sorprendente es que no se produzcan más crímenes. No dejen de subrayar bajo ningún concepto este último punto: que no son crímenes relacionados entre sí, sino aleatorios, y que todos están resueltos. Los culpables están detenidos. Ha sido una simple mala racha.

Menzies hizo una pausa.

—Todavía queda un punto por analizar.

—¿Cuál? —preguntó Collopy.

—Que vendrá el alcalde, y que tiene pensado hacer un discurso importante. Es posible que aproveche esta ocasión para anunciar que volverá a presentarse a las elecciones.

Menzies sonrió y se quedó callado, observando la sala con sus ojos intensamente azules, que desafiaban a todos a dar una respuesta.

La primera en reaccionar fue Beryl Darling, que descruzó las piernas y dio unos golpecitos en la mesa con el lápiz.

—Hay que reconocer que es un punto de vista interesante, doctor Menzies.

—A mí no me gusta —dijo Rocco—. No podemos esconderlo debajo de la alfombra como si no pasara nada. Nos crucificarán.

—¿Quién ha hablado de esconderlo debajo de la alfombra? —dijo Menzies—. Al contrario. Facilitaremos todos los datos, sin esconder nada. Nos daremos golpes en el pecho y asumiremos toda la responsabilidad. Tenemos los hechos a nuestro favor, porque demuestran claramente el componente azaroso de los crímenes. Además, los culpables están muertos o en la cárcel. Caso cerrado.

—¿Y los rumores? —preguntó Rocco.

Menzies fijó en ella una mirada de sorpresa.

—¿Rumores?

—Los que dicen que la tumba está maldita.

Se rió.

—¿La maldición de la momia? ¡Genial! Ahora querrá venir todo el mundo.

Los labios rojos de Rocco se tensaron, agrietando su gruesa capa de carmín.

—Y no olvidemos el objetivo inicial de la exposición de la tumba de Senef: recordar a la ciudad que seguimos siendo el museo de historia natural más grande del mundo. Llamar la atención nos hace más falta que nunca.

Un largo silencio se apoderó del grupo, hasta que Collopy lo rompió.

—Has estado muy convincente, Hugo.

—Me veo en la curiosa situación de tener que cambiar de postura —dijo Darling—. Creo que estoy de acuerdo con el doctor Menzies.

Collopy miró a la jefa de relaciones públicas.

—¿Carla?

—Sigo teniendo mis dudas —contestó ella despacio—, pero vale la pena intentarlo.

—Pues nada, decidido —dijo Collopy.

Justo entonces abrieron la puerta sin llamar, como si fuera una señal, y apareció una policía con un elegante traje gris y una insignia dorada en el cuello. Collopy echó un vistazo a su reloj. Ni un segundo demasiado pronto ni un segundo demasiado tarde.

Se levantó.

—Les presento a la capitana de Homicidios Laura Hayward. Capitana, le presento a…

—Ya nos conocemos todos —dijo ella escuetamente, mirándolo con sus ojos de color violeta.

Desconcertado por su juventud, y su atractivo, Collopy se preguntó si estaba ante un ejemplo de discriminación positiva: alguien que había ascendido por encima de sus méritos, aunque al mirarla a los ojos lo dudó.

—Me gustaría hablar con usted en privado, doctor Collopy —dijo ella.

—Faltaría más.

La puerta se cerró después de que se despidiera Menzies, el último en salir. Collopy centró en Hayward su atención.

—¿Quiere sentarse, capitana?

Ella titubeó un poco y asintió con la cabeza.

—Creo que sí.

Se sentó en un sillón de orejas. Collopy constató que estaba pálida, y que parecía agotada, pero lo último que les faltaba a sus ojos era vivacidad.

—¿En qué puedo ayudarla, capitana? —preguntó.

Ella sacó del bolsillo un fajo de papeles doblados.

—Traigo el resultado de la autopsia de Wicherly.

Collopy arqueó las cejas.

—¿Autopsia? ¿Las circunstancias de su muerte tuvieron algo de misterioso?

A modo de respuesta, Hayward sacó otro papel.

—Y esto es un diagnóstico de Lipper. La conclusión es que ambos tenían lesiones en la misma zona del cerebro, el córtex ventromedial.

—¿En serio?

—Sí. En definitiva, que los dos enloquecieron exactamente de la misma forma, por usar otras palabras. En ambos casos la lesión provocó una psicosis repentina y violenta.

Collopy sintió frío en la base de la columna vertebral. Era exactamente lo que habían descartado, que existiese alguna relación entre los dos incidentes. Con aquel dato podía irse todo al garete.

—Las pruebas indican que la causa podría estar en el entorno, probablemente en el interior de la tumba de Senef o en los alrededores.

—¿La tumba? ¿Por qué lo dice?

—Porque es donde estuvieron los dos justo antes de que se les manifestaran los síntomas.

Collopy tragó saliva con dificultad y se estiró el cuello de la camisa.

—Me deja de piedra.

—Según el forense podría haber mil causas: una descarga eléctrica en la cabeza, veneno, gases o un fallo en el sistema de ventilación, un virus o bacteria desconocidos… No lo sabemos. A propósito, esta información es confidencial.

—Me alegro.

Collopy notó que la sensación de frío empezaba a expandirse. Si se divulgaba aquella noticia, podía contradecir su declaración y destruir lo que les había costado tanto trabajo elaborar.

—Desde que he recibido esta información, hace dos horas, he enviado a la tumba a un equipo forense especializado en toxicología. Llevan una hora trabajando, pero de momento no han encontrado nada; claro que aún es pronto…

—Todo esto es muy inquietante, capitana —contestó Collopy—. ¿Hay alguna manera de que pueda ayudarlos el museo?

—A eso venía. Quiero que retrasen la inauguración hasta que hayamos encontrado la causa.

Ni más ni menos que lo que temía Collopy. Dejó pasar unos segundos.

—Perdone que se lo diga, capitana, pero me parece que se precipita en dos conclusiones de importancia capital: la primera, que la lesión cerebral se debe a una toxina, y la segunda, que esa toxina está presente en la tumba. Podría deberse a mil razones, y haber ocurrido en cualquier lugar.

—Es posible.

—Y se le olvida otra cosa: que hay gente, mucha gente, que ha pasado bastante más tiempo en la tumba de Senef que Lipper y Wicherly sin manifestar ningún síntoma.

—No se me olvida, doctor Collopy.

—En todo caso aún faltan cuatro días para la inauguración. Tendrán tiempo de sobra para analizar la tumba, digo yo…

—No quiero arriesgarme.

Collopy respiró hondo.

—Yo la entiendo, capitana, pero la cuestión es que no podríamos retrasarlo aunque quisiéramos. Hemos invertido millones. Dentro de menos de una hora llegará un nuevo egiptólogo que viene especialmente desde Italia. Ya están enviadas las invitaciones, ya hemos recibido las confirmaciones, ya está pagado el cátering, ya están contratados los músicos… Está todo hecho. Ahora mismo costaría una fortuna dar marcha atrás, y además daría una impresión errónea en la ciudad: la de que estamos asustados y paralizados y que es peligroso visitar el museo. Eso no puedo permitirlo.

—Aún no se lo he contado todo. Creo que Diógenes Pendergast, la persona que atacó a Margo Green y que robó la colección de diamantes, tiene una segunda identidad como empleado del museo. Lo más probable es que sea un conservador.

Collopy la miró, atónito.

—¿Qué?

—También creo que esa persona guarda alguna relación con lo ocurrido a Lipper y Wicherly.

—Son acusaciones muy graves. ¿De quién sospecha?

Hayward vaciló.

—De nadie en concreto. Le he pedido al señor Manetti que busque en los archivos de personal, sin decirle para qué, lógicamente, pero no han aparecido antecedentes penales ni nada sospechoso.

—Naturalmente que no. Todos nuestros empleados tienen una trayectoria intachable, sobre todo el equipo de conservación. Todas estas hipótesis me ofenden personalmente. En cuanto a mi postura respecto a la inauguración, le aseguro que esto no la cambia para nada. Retrasarla sería fatal para el museo. Absolutamente fatal.

Hayward lo observó un buen rato; sus ojos delataban cansancio pero también atención. También expresaban cierta tristeza, como si la capitana ya supiera el desenlace.

—No retrasarla es arriesgarse a que haya muchas vidas en peligro —dijo con calma—. Debo insistir.

—Entonces estamos en un punto muerto —se limitó a decir Collopy.

Hayward se levantó.

—Esto no quedará así.

—Efectivamente, capitana. La decisión tendrá que tomarla alguien que está por encima de nosotros.

Asintió y salió del despacho sin añadir ningún otro comentario. Collopy vio cómo se cerraba la puerta. Sabía tan bien como Hayward que al final todo dependería del alcalde, en cuyo caso Collopy tenía muy claro de qué lado caería la moneda.

El alcalde no era de los que se perdían una buena fiesta, ni la oportunidad de dar un buen discurso.