Jay Lipper, asesor de efectos visuales informatizados, escudriñaba la penumbra de la vacía cámara sepulcral. Habían pasado cuatro semanas desde que el museo anunció a bombo y platillo que la tumba de Senef volvería a abrirse al público, y él llevaba tres de ellas trabajando. Era el día de la gran reunión. Había llegado diez minutos antes para dar un paseo por la tumba y visualizar el montaje que tenía preparado: dónde irían los cables de fibra óptica, dónde los LED, dónde montaría los altavoces, dónde colgaría los focos, dónde pondría las pantallas holográficas… Parecía mentira que aún quedaran tantas cosas por hacer a dos semanas de la gran inauguración.
Oyó un eco de voces por las salas de la tumba. Llegaba de cerca de la entrada, aunque distorsionado por el ruido de los martillos y el silbido de las sierras mecánicas. Las brigadas seguían un ritmo frenético. No se estaba reparando en gastos, y menos en el caso de Lipper, que cobraba la hora a ciento veinte dólares. A razón de ochenta horas semanales, estaba ganando una fortuna. Merecidísima, por otro lado, sobre todo teniendo en cuenta al inútil que le había asignado el museo para poner los cables y las cintas y hacer de chico para todo con la parafernalia electrónica. ¡Qué palurdo! Si todo el personal técnico del museo era así, iban apañados. Era tan musculoso —debía de torturarse en el gimnasio—, que parecía un ladrillo de carne con un bolo por cabeza, cuyo contenido en materia gris era el mismo que el de un spaniel. Seguro que se pasaba los fines de semana en el gimnasio en vez de ponerse al día sobre la tecnología que supuestamente tenía que entender.
Como si le hubiera leído el pensamiento, la voz del inútil sonó en la otra punta del pasillo.
—Qué oscuro, ¿eh, Jayce? Como una tumba.
Teddy DeMeo apareció por la esquina con los brazos cargados de tubos y esquemas electrónicos amontonados de cualquier manera.
Lipper, con los labios apretados, intentó pensar otra vez en los ciento veinte dólares por hora. Lo peor era que antes de clasificar a DeMeo de inútil había cometido la imprudencia de decirle el nombre del juego online multiplayer en el que estaba participando, Land of Darkmord, y DeMeo se había suscrito enseguida por internet. El personaje de Lipper, un brujo tramposo medio elfo, en poder de un libro de sortilegios malignos, se había pasado varias semanas organizando una expedición militar a una lejana fortaleza y reclutando guerreros solo para que de repente apareciera DeMeo en el personaje de un orco chato que iba por ahí con un garrote y se presentara voluntario en el ejército. Ahora se creía su mejor amigo y se pasaba el día haciendo preguntas estúpidas, contando chistes verdes sin ninguna gracia y avergonzándolo ante el resto de los jugadores.
DeMeo llegó a su lado jadeando, con la frente empapada de sudor y oliendo a calcetín mojado.
—A ver, a ver…
Desenrolló uno de los planos. Como era de esperar, estaba al revés y tardó varios segundos en darse cuenta.
—Dámelo —dijo Lipper, quitándoselo para aplanarlo.
Miró su reloj. Aún faltaban cinco minutos para la hora en que tenía que llegar el comité de conservadores. Daba igual. A dos dólares por minuto, Lipper podía incluso esperar a Godot.
Miró a su alrededor con la nariz arrugada.
—Tendrán que solucionar el problema de la humedad. No puedo dejar mis aparatos en una especie de sauna.
—Sí, tío —dijo DeMeo mirando a su alrededor—. ¿Y eso de ahí, eso tan raro? ¿Qué coño debe de ser? Me da un repelús…
Lipper echó un vistazo al fresco, que representaba a un ser humano con cabeza negra de insecto y traje de faraón. Ciertamente, la cámara sepulcral daba miedo. Paredes ennegrecidas por los jeroglíficos, un techo que representaba el cielo nocturno con extrañas estrellas amarillas y la luna sobre un campo de un profundo color añil… De todos modos, a Lipper le gustaba pasar miedo. Era como estar dentro del mundo de Darkmord pero de verdad.
—Es el dios Khepri —dijo—, un hombre con cabeza de escarabajo que ayuda a que el sol ruede por el cielo.
Le fascinaba tanto trabajar en el proyecto que durante las últimas semanas se había zambullido en la mitología egipcia para documentarse y buscar ideas visuales.
—Una mezcla de La momia y La mosca —dijo DeMeo, riéndose.
Un coro de voces cortó en seco la conversación. Al mismo tiempo un grupo de personas entró en la cámara sepulcral. Era el responsable, Menzies, con los conservadores.
—¡Cuánto me alegro de que ya estén aquí! No tenemos mucho tiempo. —Mezies se acercó y les dio la mano—. Doy por supuesto que se conocen.
Todos asintieron. ¿Cómo no, si hacía unas semanas que prácticamente vivían juntos? La doctora Nora Kelly, con quien Lipper al menos podía trabajar; Wicherly, el británico pagado de sí mismo, y por último el figura, el conservador de antropología, George Ashton. El comité.
Mientras los recién llegados conversaban entre sí, Lipper notó algo puntiagudo en las costillas. Al levantar la cabeza vio que DeMeo, con la boca abierta, le guiñaba un ojo con cara de salido.
—¡Jo, macho! —susurró, señalando a la doctora Kelly con la cabeza—. ¡Quién la pillara!
Lipper apartó la vista con los ojos en blanco.
—¡Bien! —Menzies se giró para volver a dirigirles la palabra—. ¿Empezamos el ensayo?
—¡Pues claro, doctor Menzies! —dijo DeMeo.
Lipper le clavó una mirada cuya intención era silenciar al pobre imbécil. Era su plan, su creación, su obra de arte. El trabajo de DeMeo consistía en montar el equipo, echar cables y asegurarse de que la electricidad llegara a todo el sistema.
—Habría que empezar por el principio —dijo Lipper, llevándolos hacia la entrada, no sin antes echar otra mirada admonitoria a DeMeo.
Recorrieron en sentido inverso el laberinto de salas en proceso de montaje; se cruzaron con las brigadas. Al acercarse a la entrada de la tumba, Lipper sintió que la hostilidad hacia DeMeo dejaba paso al entusiasmo. El «guión» del espectáculo de luz y sonido lo había escrito Wicherly, con algunas aportaciones de Kelly y Menzies. El resultado final era bueno, muy bueno, y él lo había mejorado aún más convirtiéndolo en realidad. Sería una exposición espectacular.
Se giró al llegar al Primer Tránsito del Dios.
—El espectáculo de luz y sonido se disparará automáticamente. Es importante que las visitas sean en grupo y que la gente no se separe en todo el recorrido. El movimiento del grupo activará sensores que a su vez pondrán en marcha cada secuencia del espectáculo. Al final de la secuencia, el grupo accederá a otra zona de la tumba para asistir a la siguiente. Cuando se acabe el espectáculo, los grupos dispondrán de un cuarto de hora para pasear por la tumba. Después los acompañarán a la salida y entrará el siguiente grupo.
Señaló el techo.
—El primer sensor estará en aquel rincón de arriba. Cuando los visitantes pasen por aquí, el sensor lo detectará, esperará treinta segundos por si alguien se ha quedado rezagado e iniciará la primera secuencia, lo que yo llamo el primer acto.
—¿Cómo esconderán el cable? —preguntó Menzies.
—Muy fácil —intervino DeMeo—. Haciéndolo pasar por un tubo negro de dos centímetros y medio. No lo verá nadie.
—No se puede pegar nada en la superficie pintada —dijo Wicherly.
—¡No, es un tubo de acero que se aguanta solo! Únicamente hay que fijarlo en las esquinas. Se queda a dos milímetros de la superficie de la pintura, sin tocarla.
Wicherly asintió con la cabeza.
Lipper volvió a respirar, feliz de que DeMeo no hubiera quedado como un idiota, al menos de momento.
Llevó al grupo a la siguiente sala.
—Cuando los visitantes llegan al centro del Segundo Tránsito del Dios, que es donde estamos ahora, de repente las luces se atenúan y se oyen golpes de picos y palas sobre piedra, entre susurros furtivos. Una voz en off cuenta que esto es la tumba de Senef, a punto de ser saqueada por los propios sacerdotes que lo enterraron dos meses atrás. El ruido de las palas aumenta a medida que los saqueadores se acercan a la primera puerta cerrada. Al llegar empiezan a darle golpes con los picos, hasta que la cruza uno de los ladrones y empieza la parte visual.
—El momento en que derriban la puerta es fundamental —dijo Menzies—. Se necesita un golpe de pico muy fuerte, ruido de piedras y una luz muy concentrada, como un relámpago. Es un momento clave. Tiene que ser espectacular.
—Lo será, lo será.
Lipper sintió una vaga irritación. Menzies, aun siendo muy simpático, se había entrometido en diversos detalles técnicos, y Lipper temía que también quisiera controlar la instalación de cerca.
Siguió con sus explicaciones.
—Luego suben las luces y la voz en off dirige al público hacia el pozo.
Los llevó por el largo pasillo, y por una escalera muy ancha. Delante estaba el pozo, dotado de un nuevo puente con capacidad para un gran grupo.
—Cuando se acerquen al pozo —explicó Lipper— lo detectará un sensor que habrá en aquel rincón y empezará el segundo acto.
—Exacto —lo interrumpió DeMeo—. Cada acto lo gestionan independientemente un par de PowerMac G5 con procesador dual, más un tercer G5 que hace de backup y que los controla.
Lipper puso los ojos en blanco. DeMeo se había limitado a recitar con puntos y comas el informe técnico del propio Lipper.
—¿Dónde instalarán los ordenadores? —preguntó Menzies.
—Pasaremos el cable por la pared y…
—¡Cuidado —dijo Wicherly—, las paredes de esta tumba no se pueden agujerear!
DeMeo se giró hacia él.
—Lo sé, pero los agujeros ya están hechos desde hace mucho tiempo. ¡Hay cinco! Luego los rellenaron, pero yo los he encontrado y he vuelto a abrirlos.
Cruzó los brazos en un gesto triunfal, como si acabara de echarle arena a la cara a un tío enclenque en la playa.
—¿Qué hay al otro lado? —preguntó Menzies.
—Un almacén vacío —dijo DeMeo—. Lo estamos convirtiendo en sala de control.
Lipper carraspeó con el fin de evitar nuevas interrupciones de DeMeo.
—En el segundo acto, los visitantes verán imágenes digitalizadas de cómo los saqueadores cruzan el puente para echar abajo la segunda puerta sellada. Al fondo del pozo bajará una pantalla, sin que lo vean los visitantes, se entiende, y el proyector holográfico que montaremos en la esquina del fondo proyectará imágenes de cómo los ladrones van por el pasillo con antorchas, rompen los sellos de la puerta interior y la derriban para llegar a la cámara sepulcral. La intención es que el público llegue a sentirse parte integrante de la banda de ladrones. Seguirán a los saqueadores hasta la tumba interior, que es donde empieza el tercer acto.
—¡Ni Lara Croft, tío! —dijo DeMeo, riéndose del chiste y mirando a los demás.
El grupo penetró en la cámara sepulcral, donde Lipper hizo otra pausa.
—Lo primero que oirán los visitantes será: destrozos, gritos… Cuando entren en la cámara por este lado, se encontrarán con una reja. Es cuando empieza de verdad el espectáculo. Primero está todo oscuro; se escuchan voces nerviosas y asustadas. Luego se oyen más destrozos. Después de un par de fogonazos se encienden las antorchas y vemos las caras sudorosas, asustadas y codiciosas de los sacerdotes. ¡Y oro! Brillo de oro por todas partes. —Se giró hacia Wicherly—. Tal como escribió usted en el guión.
—¡Magnífico!
—Cuando se enciendan las antorchas se pondrá en marcha la iluminación controlada por ordenador, que proyectará una luz tenue en algunas partes de la cámara sepulcral. Los ladrones retirarán la tapa de piedra del sarcófago y la romperán. Luego sacarán la parte superior del sarcófago interior, el de oro macizo, y uno de ellos entrará y empezará a arrancar las vendas. De repente se oirá un grito de victoria. Enseñarán el escarabajo y lo romperán para anular todo su poder.
—Es el clímax —dijo Menzies, arrastrado por el entusiasmo—. Es cuando quiero que se oiga el trueno y que las luces estroboscópicas imiten relámpagos.
—Eso está hecho —dijo DeMeo—. Tenemos un sistema completo Dolby Surround y Pro Logic II, cuatro luces estroboscópicas Chauvet Mega II de setecientos cincuenta vatios y un montón de focos. Todo controlado por una consola de luces DMX de veinticuatro canales totalmente automática.
Miró orgullosamente a los demás como si supiera de qué hablaba, cuando lo cierto era que había vuelto a citar textualmente el informe cuidadosamente elaborado por Lipper. ¡Por Dios, ese tío era insoportable! Lipper esperó un poco antes de seguir.
—Después de los truenos y relámpagos volverán a encenderse los proyectores holográficos y veremos al mismísimo Senef saliendo del sarcófago. Los sacerdotes retrocederán aterrados. Se supone que es fruto de su imaginación, como decía el guión.
—Pero ¿será realista? —preguntó Nora frunciendo el entrecejo—. ¿No parecerá una feria?
—Será todo tridimensional. Las imágenes holográficas son como fantasmas: se ve lo que hay detrás, pero solo cuando está muy iluminado. Manipularemos con mucho cuidado los efectos de luz para sacarle partido a esa ilusión. Habrá una parte en vídeo y otra de infografía. Bueno, pues como iba diciendo Senef se levanta, profanado, señala con el dedo y entre rayos y truenos habla de su vida, de lo que hizo y de lo buen regente y visir que fue para Tutmosis. Lógicamente es cuando hay que introducir la parte educativa.
—Aparte de eso —dijo DeMeo— habrá un Jem Glaciator de quinientos vatios escondido dentro del sarcófago que echará una cantidad de humo impresionante. Más de cincuenta metros cúbicos por segundo.
—Mi guión no dice nada de humo artificial —dijo Wicherly—. Podría deteriorar las pinturas.
—El sistema Jem usa exclusivamente fluidos ecológicos —dijo Lipper—. Está comprobado que no provoca alteraciones químicas.
Nora Kelly volvía a estar muy seria.
—Perdone la pregunta, pero ¿es necesario que sea todo tan teatral?
Menzies se giró hacia ella.
—Pero, Nora, ¡si la idea salió de ti!
—Sí, pero imaginaba algo más discreto, sin luces estroboscópicas ni aparatos de humo.
Menzies se rió.
—Nora, ya puestos más vale hacer las cosas bien. Tranquila, crearemos una experiencia educativa inolvidable. Es la manera perfecta de inculcar un poco de cultura al vulgus mobile sin que se entere.
Nora no parecía muy convencida, pero se calló.
Lipper prosiguió con sus explicaciones.
—Durante el discurso de Senef los saqueadores caen al suelo de miedo. Luego Senef desaparece en el sarcófago, los saqueadores se desvanecen, se levantan las pantallas holográficas, aumenta la luz y de repente la tumba vuelve a estar como antes del saqueo. Vuelve a ser una pieza de museo. Se aparta la reja y los visitantes pueden pasear libremente por la cámara sepulcral como si no hubiera pasado nada.
Menzies levantó un dedo.
—Pero tras haberse hecho una idea de quién era Senef, y haber pasado un buen rato. Bueno, ahora viene la pregunta del millón de dólares: ¿podrán acabarlo a tiempo?
—La programación ya la hemos externalizado al máximo —dijo Lipper—. Los electricistas están trabajando a tope. Creo que en cuatro días puede estar todo montado y a punto para la prueba preliminar.
—Estupendo.
—Luego hay que depurar.
Menzies ladeó la cabeza en señal de interrogación.
—¿Depurar?
—Sí, es lo más laborioso. Por regla general se tarda el doble en depurar que en la programación original.
—¿Ocho días?
Lipper asintió con la cabeza, inquieto por la mala cara que de repente había puesto Menzies.
—Cuatro más ocho, doce. Dos días antes de la gala de inauguración. ¿No podría depurarlo en cinco?
Por el tono de Menzies, Lipper tuvo la impresión de que más que una pregunta era una orden. Tragó saliva. De todas formas el calendario ya era casi de locos.
—Haremos lo posible.
—Perfecto. Bien, hablemos un poco de la inauguración. La doctora Kelly propuso inspirarse en la de 1872, idea que cuenta con todo mi apoyo. Hemos pensado empezar con un cóctel de recepción, seguir con un poco de ópera y acabar acompañando a los invitados a la tumba para que vean el espectáculo de luz y sonido. Después, empezaría la cena.
—¿De cuánta gente hablamos? —preguntó Lipper.
—Seiscientos.
—Obviamente es imposible meter a seiscientas personas a la vez en la tumba —dijo Lipper—. Yo había calculado grupos de doscientos para el espectáculo de luz y sonido, que dura unos veinte minutos, pero el día de la inauguración podríamos llegar hasta trescientos.
—Muy bien —dijo Menzies—, los dividiremos en dos grupos. Primero la lista de autoridades, por supuesto: el alcalde, el gobernador, los senadores y congresistas, los directivos del museo, los principales donantes, las estrellas de cine… Con dos pases, bastará una hora para enseñar la exposición a todos los invitados. Una cosa menos. —Miró a Lipper y después a DeMeo—. Ustedes dos son decisivos. No puede haber ni un solo error. Todo depende de que terminen a tiempo el espectáculo de luz y sonido. Cuatro días más cinco. Total, nueve.
—Por mí perfecto —dijo DeMeo, todo sonrisas y seguridad; el as de los cablistas y chicos para todo. Los ojos azules, desasosegadores, volvieron a enfocarse en Lipper.
—¿Y usted, señor Lipper?
—Se hará.
—Me alegro mucho de oírlo. ¿Puedo contar con que me informen puntualmente del estado del montaje?
Ambos asintieron con la cabeza.
Menzies miró su reloj.
—Perdona, Nora, pero tengo que coger el tren. Ya hablaremos luego.
Menzies se fue con los conservadores. Lipper volvió a quedarse solo con DeMeo. Miró su reloj.
—Bien, DeMeo, tendría que irme, por una noche me gustaría acostarme antes de las cuatro.
—¿Y Darkmord? —preguntó DeMeo—. Me habías prometido que esta medianoche la banda de guerreros estaría lista para el ataque.
Lipper gimió. Mierda. Qué se le iba a hacer, tendrían que empezar a atacar el castillo sin él.