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Dos semanas después, seguía sin tener noticias de Frieda Spelling. Había imaginado llamadas en plena noche, cartas enviadas por correo urgente, telegramas, faxes, ruegos desesperados para que corriese a la cabecera de Hector, pero al cabo de catorce días de silencio dejé de concederle el beneficio de la duda. Volvió mi escepticismo, y poco a poco fui retrocediendo a la situación anterior. La caja volvió al armario, y, después de andar alicaído durante ocho o diez días, cogí el libro de Chateaubriand y me puse de nuevo a la faena. Me habían apartado de mi propósito durante casi un mes, pero, aparte de algunos vestigios de hastío y decepción, logré dejar de pensar en Tierra del Sueño. Hector estaba muerto otra vez. Había muerto en 1929, y si no, había muerto anteayer. No importaba cuál de las dos muertes era real. Hector ya no era de este mundo, y jamás tendría ocasión de conocerlo.

Volví a encerrarme en mí mismo. El tiempo se mostraba muy variable, con alternancia de periodos buenos y malos. Uno o dos días de resplandeciente luminosidad, seguidos de tormentas furiosas; chaparrones torrenciales, y luego cielos de un azul cristalino; viento y calma, calor y frío, niebla que se disolvía en claridad. En mi montaña siempre hacía cinco grados menos que abajo, en el pueblo, pero algunas tardes podía pasearme en camiseta y pantalones cortos. En otras ocasiones, tenía que encender la chimenea y abrigarme con tres jerséis. Acabó junio y empezó julio. Para entonces llevaba unos diez días trabajando sin parar, recobrando poco a poco el ritmo de antes, empezando a dar lo que consideraba el empujón definitivo al trabajo. Poco después del fin de semana del Cuatro de Julio, lo dejé pronto y fui a Brattleboro a hacer la compra. Pasé unos cuarenta minutos en el Grand Union, y luego, tras cargar las bolsas en la cabina de la camioneta, decidí quedarme un poco por allí y meterme en el cine. No fue más que un impulso, un capricho repentino que tuve en el aparcamiento, mientras el último sol de la tarde me hacía entrecerrar los ojos. Ya había hecho el trabajo del día, y no se me ocurría nada que me hiciese cambiar de plan, no tenía motivos para volver corriendo a casa si no me apetecía. Llegué al cine Latches de la calle Main justo cuando el pase de las seis estaba a punto de empezar. Compré una Coca y una bolsa de palomitas, encontré un sitio en medio de la ultima fila y me quedé en la butaca durante toda la proyección de una de las películas de la serie Regreso al futuro. Resultó ser ridícula y divertida a la vez. Cuando terminó, decidí prolongar la salida yendo a cenar al restaurante coreano de la acera de enfrente. Ya había estado allí una vez y, para los criterios de Vermont, se comía bastante bien.

Me había pasado dos horas sentado en la oscuridad, y cuando salí del cine el tiempo había cambiado otra vez.

Era una de esas mutaciones bruscas: se formaban gruesas nubes, caía la temperatura por debajo de los diez grados, empezaba a soplar el viento. Tras una jornada límpida y reluciente, aún debería haber luz a aquella hora, pero el sol había desaparecido poco antes del crepúsculo, y el largo día de verano se había convertido en una noche húmeda y fría. Ya estaba lloviendo cuando crucé la calle y entré en el restaurante, y en cuanto me senté a una mesa de la parte de delante y pedí la cena, observé cómo iba cobrando fuerza la tormenta. Una bolsa de papel se alzó del suelo y fue volando hasta el escaparate de la tienda Sam’s Army-Navy; una lata de gaseosa vacía rodó estrepitosamente por la calle hacia el río; proyectiles de lluvia acribillaron la acera. Empecé con una fuente de kimchi, regándolo con un trago de cerveza a cada par de bocados. Era un sabor fuerte que quemaba la lengua, y cuando acometí el plato principal seguí mojando la carne en la salsa picante, lo que supuso un continuo trasiego de cerveza. Debí de beberme unas tres cervezas en total, quizá cuatro, y cuando pagué la cuenta estaba un poco más achispado de lo conveniente. Con sobrado equilibrio para caminar en línea recta, supongo, lo bastante lúcido para que se me ocurrieran ideas interesantes sobre la traducción, pero quizá no lo suficientemente despejado para conducir.

Aunque no voy a echar la culpa a la cerveza de lo que ocurrió. Podía estar un poco lento de reflejos, pero también intervinieron otros factores y, si se hubiera eliminado la cerveza de la ecuación, dudo de que el resultado hubiese sido diferente. La lluvia seguía cayendo con fuerza cuando salí del restaurante, y como tuve que correr varios centenares de metros hasta el aparcamiento municipal, terminé calado hasta los huesos. El hecho de que no pudiera sacar las llaves de los pantalones mojados no facilitó mucho las cosas, y menos aún el que se me cayeran en un charco cuando ya había conseguido tenerlas en la mano, lo que supuso perder más tiempo para agacharme y buscarlas a oscuras. Cuando finalmente me puse en pie y subí a la camioneta, estaba tan empapado como si me hubiera metido en la ducha con la ropa puesta. Hay que culpar a la cerveza, pero también a aquella ropa mojada y a las gotas de agua que se me metían en los ojos. Una y otra vez tuve que quitar una mano del volante para limpiarme la frente, y si se añade esa distracción a la incomodidad de un mal sistema para desempañar el parabrisas (lo que suponía que cuando no me estaba enjugando la frente, utilizaba esa misma mano para limpiar la luna empañada) y luego se agrava el problema rematándolo con unos limpiaparabrisas averiados (¿y cuándo no lo están?), se llega a la conclusión de que las condiciones de aquella noche no eran las más propicias para garantizar que nadie volviera a casa sano y salvo.

La ironía consistía en que yo era consciente de todo eso. Tiritando con la ropa húmeda, deseoso de llegar y ponerme encima algo de abrigo, hice a pesar de todo un esfuerzo para conducir lo más despacio posible. Eso es lo que me salvó, supongo, aunque al mismo tiempo pudo ser lo que causó el accidente. Si hubiera ido más deprisa, probablemente habría estado más alerta, más atento a los caprichos de la carretera; pero al cabo de un rato dejé vagar la imaginación y acabé sumiéndome en una de esas largas e inútiles meditaciones que únicamente parecen producirse cuando uno va solo en un coche. En esta ocasión, si no recuerdo mal, se trataba de cuantificar los actos efímeros de la vida cotidiana. ¿Cuánto tiempo había dedicado a atarme los zapatos en mis cuarenta años? ¿Cuántas puertas había abierto y cerrado? ¿Cuántas veces había estornudado? ¿Cuántas horas había perdido buscando objetos que no encontraba? ¿Cuántas veces me había dado con la cabeza o con la punta del pie contra algo o había parpadeado para quitarme una mota que se me había metido en el ojo? Descubrí que era un ejercicio más bien agradable, y seguí engrosando la lista mientras avanzaba chapoteando en la oscuridad. A unos treinta kilómetros de Brattleboro, en un tramo despejado de carretera entre los pueblos de T- y West T-, a unos cuatro kilómetros y medio de la desviación hacia el camino de tierra que me llevaría a casa, los ojos de un animal destellaron a la luz de los faros. Un momento después, vi que era un perro.

Lo tenía a unos veinte o treinta metros delante de mí, una pobre bestia escuálida y empapada que andaba dando tumbos en plena noche, y al contrario de lo que suelen hacer los perros perdidos, no circulaba por la cuneta, sino que iba trotando por el centro de la carretera, o un poco a la izquierda de la línea central, es decir, justo en medio de mi carril. Para no atropellarlo, di un volantazo y pisé el freno al mismo tiempo. Quizá no tenía que haber hecho eso, pero ya lo había hecho antes de que se me ocurriera otra cosa, y como la superficie de la carretera estaba húmeda y resbaladiza por la lluvia, las ruedas no agarraron.

Derrapé, pasándome la línea amarilla, y antes de que pudiera girar de nuevo al otro lado, la camioneta se estrelló contra un poste de la luz.

Llevaba puesto el cinturón de seguridad, pero con la fuerza del impacto me di un golpe en el brazo izquierdo contra el volante, los comestibles salieron disparados de las bolsas, y una lata de zumo de tomate rebotó y me dio en la barbilla. El dolor que sentí en la cara me hizo ver las estrellas, y pensé que el brazo me iba a estallar, pero como aún era capaz de flexionar los dedos y podía abrir y cerrar la boca, deduje que no tenía ningún hueso roto. Debí haber sentido alivio al pensar en la suerte que había tenido de escapar sin lesiones graves, pero no estaba de humor para dar gracias ni consolarme con la idea de que podría haber sido mucho peor. Aquello ya era bastante grave, y estaba furioso conmigo mismo por haber dejado la camioneta hecha polvo. Tenía un faro aplastado; el parachoques, abollado; la parte delantera, destrozada. El motor seguía funcionando, sin embargo, pero cuando traté de dar marcha atrás para seguir viaje, me di cuenta de que las ruedas delanteras estaban medio hundidas en el fango.

Me pasé veinte minutos metido en el barro y bajo la lluvia empujando la camioneta para sacarla de allí, y ya estaba demasiado mojado y exhausto para molestarme en limpiar los comestibles que se habían desperdigado por toda la cabina. Me senté frente al volante, di marcha atrás y salí otra vez a la carretera. Tal como descubrí más tarde, hice el resto del viaje con un paquete de guisantes congelados clavado entre el asiento y los riñones.

Ya eran más de las once cuando paré delante de la puerta de casa. Tiritaba, me dolía horrorosamente la mandíbula y el brazo, y estaba de un humor de perros.

Lo imprevisto sucede donde menos lo esperas, como se suele decir, pero una vez que ocurre, lo último que esperas es que vuelva a suceder. Tenía la guardia bajada, y como al salir de la camioneta aún estaba pensando en el perro y el poste de la luz, repasando una vez más los detalles del accidente, no vi el coche aparcado a la izquierda de la casa. El faro de la camioneta no había alumbrado en aquella dirección y cuando apagué la luz y quité el contacto, todo quedó a oscuras a mi alrededor. El aguacero había amainado para entonces, pero seguía lloviznando y en la casa no había una sola luz encendida. Pensando que estaría de vuelta antes de que se pusiera el sol, no me había molestado en encender el farol que había sobre la puerta de entrada. El cielo estaba negro. El suelo estaba negro. Me dirigí a tientas hacia la casa, guiándome por la memoria y el tacto, pero no veía absolutamente nada.

En el sur de Vermont era costumbre dejar la casa abierta, pero yo no lo hacía. Cada vez que salía, cerraba bien con llave. Era un perseverante ritual que me negaba a romper, aunque sólo fuese a estar cinco minutos ausente. Y ahora, mientras manipulaba las llaves por segunda vez aquella noche, me di cuenta de lo estúpidas que eran tales precauciones. Me había quedado efectivamente fuera de casa, sin poder entrar. Tenía las llaves en la mano, pero entre las seis que colgaban del llavero no sabía cuál era la buena. Pasé la mano por la puerta, intentando localizar a tientas la cerradura. Una vez que la encontré, me decidí por una de las llaves al azar y me las arreglé para introducirla en el ojo de la cerradura. Entró hasta la mitad, pero se quedó atascada. Tendría que probar con otra, pero antes debía sacar la primera. Eso supuso más maniobras de lo previsto. En el último momento, justo cuando estaba saliendo la última muesca del agujero, la llave dio una pequeña sacudida y el llavero se me escapó de la mano. Resonó al caer en los escalones de madera, rebotó luego Dios sabe dónde y se perdió en la oscuridad. De esa manera, terminé el viaje igual que lo había empezado: arrastrándome a cuatro patas y blasfemando, buscando unas llaves invisibles.

No podían haber pasado más de unos segundos cuando se encendió una luz en el jardín. Alcé la vista, girando instintivamente la cabeza hacia la luz y, antes de que tuviera tiempo de asustarme, antes incluso de darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, vi que había un coche allí —un coche que no tenía por qué estar en mi casa— y que una mujer se estaba bajando de él. Abrió un enorme paraguas rojo, cerró de un portazo y se apagó la luz. ¿Quiere que le ayude?, preguntó. Me puse precipitadamente en pie, y en aquel momento se encendió otra luz. La mujer me apuntaba con una linterna a la cara.

¿Quién coño es usted?, inquirí.

Usted no me conoce, contestó ella, pero conoce a la persona que me ha enviado.

Eso no me dice nada. Dígame quién es usted, o llamo a la policía.

Me llamo Alma Grund. Llevo esperándolo aquí más de cinco horas, señor Zimmer, y necesito hablar con usted.

¿Y quién es esa persona que la envía?

Frieda Spelling. Hector no se encuentra muy bien.

Ella quiere que usted lo sepa, y me ha encargado que le dijera que no queda mucho tiempo.

Encontramos las llaves con ayuda de su linterna y, cuando abrí la puerta y entré en casa, encendí las luces del cuarto de estar. Detrás de mí entró Alma Grund, una mujer menuda, de unos treinta y cinco o treinta y ocho años, vestida con una blusa de seda azul y sobrio pantalón gris.

Pelo castaño ni corto ni largo, tacones altos, carmín en los labios y un amplio bolso de cuero colgado al hombro.

Cuando di la luz, vi que tenía una marca de nacimiento en el lado izquierdo de la cara. Era una mancha púrpura del tamaño del puño de un hombre, lo bastante larga y ancha como para tener cierta semejanza con un país imaginario: un denso borrón que, empezando en el rabillo del ojo y siguiendo hasta la mandíbula, le cubría más de la mitad de la mejilla. Llevaba el pelo de tal modo que le tapaba la mitad del antojo, y mantenía la cabeza incómodamente inclinada para que no se le moviera el peinado.

Era un gesto arraigado, supongo, un hábito adquirido a lo largo de toda una vida de inhibición, y le daba un aire ridículo y vulnerable, el aspecto de una chica tímida que prefería tener la vista fija en la alfombra en vez de mirarte a los ojos.

En cualquier otro momento, probablemente habría estado dispuesto a hablar con ella; pero aquella noche no.

Estaba fastidiado, muy molesto por todo lo que había pasado ya, y lo único que quería era quitarme la ropa húmeda, darme un baño caliente y meterme en la cama. Había cerrado la puerta justo después de dar la luz del cuarto de estar Ahora la volví a abrir y le pedí cortésmente que se marchara.

Deme sólo cinco minutos, pidió ella. Se lo explicaré todo.

No me gusta que la gente se presente en mi casa sin que la inviten, repuse yo, y no me gusta que nadie se me eche encima en plena noche. No querrá que la haga salir por la fuerza, ¿verdad?

Alzó entonces la cabeza para mirarme, sorprendida por mi vehemencia, asustada por el trasfondo de rabia que había en mi voz. Creí que quería ver a Hector, alegó ella, y al pronunciar esas palabras dio unos pasos hacia delante, apartándose de las inmediaciones de la puerta por si se me ocurría llevar a cabo mi amenaza. Cuando se volvió para mirarme de nuevo, sólo le vi el perfil derecho. Desde ese ángulo tenía un aspecto completamente diferente, y vi que tenía un rostro ovalado, de rasgos finos y piel muy suave. En una palabra, no carecía de atractivo; quizá fuese hasta bonita. Tenía los ojos azul oscuro, y había en ellos una inteligencia rápida y nerviosa que me recordaba un poco a Helen.

Ya no me interesa lo que Frieda Spelling tenga que decirme, repliqué. Me ha tenido esperando demasiado tiempo, y me ha costado mucho trabajo superarlo. Y ahora no voy a caer en lo mismo. Demasiadas esperanzas. Demasiada decepción. No tengo aguante para tanto. Por lo que a mí respecta, esta historia se ha acabado.

Antes de que pudiera contestarme, concluí mi pequeña arenga con unas agresivas palabras de despedida. Voy a darme un baño, anuncié. Cuando termine, espero que se haya marchado de aquí. Y cierre la puerta al salir, por favor.

Le di la espalda y eché a andar hacia la escalera, resuelto a no hacerle caso y a lavarme las manos en todo aquel asunto. Cuando iba por la mitad de la escalera, oí que decía: Ha escrito usted un libro espléndido, señor Zimmer. Tiene derecho a conocer toda la historia. Y yo necesito su ayuda. Si no me escucha hasta el final, van a suceder cosas horribles. Sólo escúcheme cinco minutos.

Eso es todo lo que le pido.

Estaba exponiendo sus argumentos de la manera más melodramática posible, pero yo no estaba dispuesto a dejarme ablandar. Cuando llegué al final de la escalera, me volví para dirigirme a ella desde la galería. No voy a concederle ni cinco segundos, le anuncié. Si quiere hablar conmigo, llámeme mañana. Mejor aún, escríbame una carta. Soy un poco torpe por teléfono. Y entonces, sin esperar su reacción, me metí en el baño y cerré la puerta con cerrojo.

Me quedé en la bañera quince o veinte minutos. Más los tres o cuatro que tardé en secarme, otros dos que empleé en examinarme la barbilla en el espejo, y luego otros seis o siete para ponerme ropa limpia, debí de estar en el piso de arriba una media hora. No tenía prisa alguna. Sabía que cuando volviera a bajar ella seguiría allí, y yo todavía estaba de un humor de perros, hirviendo de animosidad y violencia contenida. Alma Grund no me daba miedo, pero mi propia cólera me asustaba, y ya no tenía idea de lo que había en mi interior. Había tenido aquella explosión de ira en la fiesta de los Tellefson la primavera anterior, pero me había mantenido oculto desde entonces, perdiendo la costumbre de hablar con extraños. La única persona con la que sabía cómo comportarme era conmigo mismo; pero verdaderamente yo ya no era nadie, no estaba realmente vivo. Sólo era alguien que fingía estar vivo, un muerto que pasaba el tiempo traduciendo el libro de un muerto.

Empezó con un torrente de excusas, la cabeza alzada hacia mí desde el piso de abajo cuando volví a aparecer en la galería, pidiéndome que la disculpara por sus malos modales y explicando lo mucho que sentía el haberse presentado en mi casa sin avisar. Ella no era de esas a las que les gusta merodear de noche por casa ajena, afirmó, y no había tenido intención de asustarme. Cuando llamó a mi puerta a las seis de la tarde, brillaba el sol. Supuso erróneamente que yo estaría en casa, y si acabó esperando todo ese tiempo en el jardín, fue sólo porque pensaba que volvería en cualquier momento.

Al bajar la escalera y dirigirme al cuarto de estar, vi que se había peinado y vuelto a pintar los labios. Ahora parecía más tranquila —menos desaliñada, más dueña de sí misma—, y mientras me acercaba a ella y la invitaba a sentarse, sentí que no era en absoluto tan frágil ni estaba tan intimidada como yo creía.

No voy a escucharla hasta que me conteste a unas preguntas, la previne. Si me doy por satisfecho con lo que usted me diga, le daré una posibilidad de hablar conmigo.

En caso contrario, le diré que se marche y que no la quiero ver nunca más. ¿Está claro?

¿Quiere respuestas largas o breves?

Breves. Lo más posible.

Dígame por dónde empiezo, haré lo que pueda.

Lo primero que quiero saber es por qué Frieda Spelling no me ha vuelto a escribir.

Recibió su segunda carta, pero justo cuando se disponía a contestarle, sucedió algo y ya no pudo seguir adelante.

¿Durante todo un mes?

Hector se cayó por las escaleras. En una parte de la casa, Frieda acababa de sentarse frente a su escritorio con una pluma en la mano, y en la otra Hector se dirigía a la escalera. Es alucinante la proximidad de esos dos acontecimientos. Frieda escribió tres palabras —Querido profesor Zimmer—, y en ese mismo momento Hector tropezó y se cayó. Se rompió la pierna por dos sitios. Tuvo varias costillas fracturadas. Y un chichón tremendo cerca de la sien.

Vino un helicóptero al rancho y se lo llevó a un hospital de Albuquerque. Mientras le operaban la pierna, tuvo un ataque al corazón. Lo trasladaron al servicio de cardiología y entonces, justo cuando parecía que se estaba recuperando, cogió una neumonía. Estuvo entre la vida y la muerte durante dos semanas. Hubo tres o cuatro momentos en que creímos que íbamos a perderlo. Sencillamente era imposible escribir, señor Zimmer. Ocurrían demasiadas cosas, y Frieda no podía pensar en nada más.

¿Sigue en el hospital?

Ayer lo llevaron a casa. Esta mañana cogí el primer avión, aterricé en Boston hacia las dos y media y alquilé un coche para venir hasta aquí. Es más rápido que escribir una carta, ¿no le parece? Un día en vez de tres o cuatro, y hasta cinco quizá. En cinco días, puede que Hector haya muerto.

¿Y por qué no me ha llamado por teléfono, simplemente?

No quise arriesgarme. Le habría sido muy fácil colgarme.

¿Y a usted qué más le da? Esa es mi siguiente pregunta. ¿Quién es usted, y por qué está metida en todo esto?

Los conozco de toda la vida. Son personas muy cercanas a mí.

No irá a decirme que es su hija, ¿verdad?

Soy hija de Charlie Grund. Quizá no recuerde ese nombre, pero estoy segura de que lo ha oído alguna vez.

Probablemente lo haya oído docenas de veces.

El cámara.

Exacto. Él filmó todas las películas de Hector en Kaleidoscope. Cuando Hector y Frieda decidieron volver a hacer cine, se marchó de California y se fue a vivir al rancho. Eso fue en 1940. Se casó con mi madre en 1946. Yo nací allí, y allí me crié. Es un sitio importante para mí, señor Zimmer. Todo lo que soy se lo debo a ese lugar.

¿Y nunca ha salido de allí?

A los quince años fui a un internado. Luego, a la universidad. Después he vivido en diversas ciudades. Nueva York, Londres, Los Ángeles. He estado casada. Me divorcié, tuve varios trabajos. He hecho muchas cosas.

Pero ahora vive en el rancho.

Volví hace siete años. Mi madre murió y fui a casa al entierro. Después, decidí quedarme. Charlie murió dos años después, pero allí sigo.

¿Y a qué se dedica?

A escribir la biografía de Hector. Me ha costado seis años y medio, pero ya la tengo casi terminada.

Poco a poco, esto empieza a tener sentido.

Pues claro que tiene sentido. No habría recorrido tres mil quinientos kilómetros para ocultarle cosas, ¿no cree?

Esta es la siguiente pregunta. ¿Por qué yo? Entre todas las personas que hay en el mundo, ¿por qué me ha escogido a mí?

Porque necesito un testigo. En ese libro hablo de cosas que nadie más ha visto, y mis afirmaciones no tendrán credibilidad a menos que otra persona las avale.

Pero yo no tengo que ser necesariamente esa persona.

Podría ser cualquiera. A su manera indirecta y cautelosa, acaba usted de decirme que esas últimas películas existen.

Si están por descubrir otras obras de Hector, debería usted ponerse en contacto con un estudioso del cine y proponerle que las viera. Le hace falta una autoridad que responda por usted, alguien que tenga una reputación en ese ámbito. Yo sólo soy un aficionado.

Puede que no sea un crítico profesional, pero es usted un experto en las comedias de Hector Mann. Ha escrito un libro extraordinario, señor Zimmer. Nadie va a escribir nunca nada mejor sobre esas películas. Es la obra definitiva.

Hasta aquel momento, me había prestado toda su atención. Paseando de un lado a otro frente a ella, sentada en el sofá, me había sentido como un fiscal que interroga a un testigo de la defensa. Yo jugaba con ventaja, y ella me miraba directamente a los ojos mientras contestaba mis preguntas. Ahora, de pronto, bajó la vista para consultar su reloj y empezó a removerse en el asiento. Noté que la atmósfera había cambiado.

Es tarde, declaró.

Interpreté mal su observación, en el sentido de que empezaba a cansarse. Y me pareció absurdo, un comentario completamente ridículo dadas las circunstancias. Esto lo ha empezado usted, le dije. No irá a dejarme ahora con un palmo de narices, ¿verdad? Sólo estamos entrando en materia.

Es la una y media. El avión sale de Boston a las siete y cuarto. Si nos marchamos dentro de una hora, probablemente lo alcanzaremos.

¿De qué está usted hablando?

No pensará que he venido a Vermont sólo para charlar un rato con usted, ¿verdad? Me lo llevo conmigo a Nuevo México. Creía que lo había entendido.

Tiene que estar de broma.

Es un viaje largo. Si tiene que hacerme más preguntas, se las contestaré con mucho gusto por el camino. Cuando lleguemos, sabrá usted tanto como yo. Se lo prometo.

Es usted demasiado inteligente para pensar que voy a hacer una cosa así. Ahora, no. En plena noche, no.

No tiene otro remedio. Veinticuatro horas después de la muerte de Hector, esas películas serán destruidas. Y puede que haya muerto ya. Podría haber fallecido hoy mismo, mientras yo venía hacia aquí. ¿Es que no lo entiende, señor Zimmer? Si no nos marchamos ya, a lo mejor llegamos tarde.

Se olvida de lo que le dije a Frieda en mi última carta.

No viajo en avión. Va en contra de mi religión.

Sin decir palabra, Alma Grund abrió el bolso y sacó un sobrecito blanco. Llevaba un logotipo azul y verde, y debajo de la figura había unas líneas escritas. Desde donde yo estaba sólo podía leer una palabra, pero era la única que necesitaba para adivinar lo que había dentro del sobre. Farmacia.

No se me ha olvidado, repuso ella. He traído Xanax para facilitarle las cosas. Es eso lo que suele utilizar, ¿no?

¿Cómo lo sabe?

Ha escrito un libro magnífico, pero eso no significa que pudiéramos confiar en usted. He tenido que hurgar un poco por ahí e informarme acerca de usted. Hice ciertas llamadas, escribí algunas cartas, leí sus otros libros. Sé por lo que ha pasado usted, y lo siento mucho; lamento enormemente lo ocurrido a su mujer y sus hijos. Debe de haber sido terrible para usted.

No tiene ningún derecho. Es repugnante entrometerse así en la vida de una persona. ¿Tiene usted la cara de colarse en mi casa para pedirme ayuda y luego me sale con ésas?

¿Por qué iba a ayudarla? Me da usted ganas de vomitar.

Frieda y Hector no me habrían dejado invitarlo sin saber quién era usted. Tuve que hacerlo por ellos.

Eso no lo admito. No acepto ni una puta palabra de lo que acaba de decir.

Estamos en el mismo bando, señor Zimmer. No deberíamos gritarnos el uno al otro. Debemos trabajar juntos, como amigos.

Yo no soy su amigo. No soy nada suyo. Usted es un fantasma que ha surgido de la noche, y allí es donde quiero que vuelva ahora y me deje en paz.

No puedo hacer eso. Tengo que llevarlo conmigo, y debernos marcharnos ya. Por favor, no me obligue a amenazarlo. Es una forma muy absurda de resolver la cuestión.

No tenía la menor idea de lo que quería decir. Yo era veinte centímetros más alto que ella y por lo menos pesaba veinticinco kilos más —un hombre de respetable corpulencia a punto de perder los estribos, un desconocido que podía tener un estallido de violencia en cualquier momento—, y allí estaba ella hablándome de amenazas. Me quedé donde estaba, de pie tras la estufa de leña, observándola. Estábamos a tres o cuatro metros de distancia, y justo cuando se levantaba del sofá, un nuevo chaparrón se precipitó sobre el tejado, restallando en las tejas como una pedrea. Se sobresaltó ante el ruido, lanzando a su alrededor una mirada asustadiza y perpleja, y en aquel preciso momento supe lo que iba a pasar. No puedo explicar de dónde vino aquella certidumbre, pero cualquiera que fuese la premonición o percepción extrasensorial que me invadió al ver aquella expresión en sus ojos, supe que llevaba una pistola y que dentro de tres o cuatro segundos iba a meter la mano derecha en el bolso para sacarla.

Fue uno de los momentos más sublimes y excitantes de mi vida. Me encontraba medio paso por delante de la realidad, unos centímetros más allá de los confines de mi propio cuerpo, y cuando sucedió aquello, exactamente de la misma manera en que lo había previsto, sentí como si la piel se me hubiera vuelto transparente. Ya no ocupaba espacio, me fundía en él. Lo que me rodeaba también estaba dentro de mí, y para ver el mundo sólo tenía que mirar en mi interior.

Ya empuñaba el arma. Era un pequeño revólver plateado con la culata de nácar, la mitad de grande que las pistolas de fulminantes con las que jugaba de niño. Cuando se volvió hacia mí levantó el brazo y, al final de aquel brazo, vi que le temblaba la mano.

No soy yo, dijo ella. Yo no hago cosas así. Pídame que la guarde y lo haré. Pero tenemos que irnos ya.

Era la primera vez que me apuntaban con una pistola, y me maravillé de lo cómodo que me sentía y con qué naturalidad aceptaba las posibilidades del momento. Un movimiento en falso, una palabra equívoca, y podía morir sin motivo alguno. Esa idea tendría que haberme aterrorizado. Debería haberme impulsado a salir corriendo, pero no sentí deseos de hacerlo, ninguna inclinación de interrumpir el flujo de los acontecimientos. Una inmensa y horripilante belleza se había abierto ante mí, y lo único que quería era contemplarla, seguir mirando a los ojos de aquella mujer con aquella extraña doble cara, en aquella habitación, escuchando la lluvia que batía sobre nuestras cabezas como diez mil tambores encargados de ahuyentar los demonios de la noche.

Vamos, dispare, le dije. Me haría un gran favor.

Las palabras salieron de mis labios antes de que supiera que iba a pronunciarlas. Me sonaron duras y terribles, de esas que sólo pronunciaría una persona desquiciada, pero una vez que las oí, me di cuenta de que no tenía intención de retirarlas. Me gustaban. Me agradaba su brusquedad y su franqueza, con su enfoque decisivo y pragmático del dilema al que me enfrentaba. Pese a todo el valor que me infundieron sigo ignorando, sin embargo, su verdadero significado. ¿Estaba pidiéndole realmente que me matara, o buscando la manera de disuadirla y evitar que lo hiciera? ¿Quería realmente que apretase el gatillo, o intentaba forzarle la mano y confundirla para que soltara el revólver? En los últimos once años me he planteado muchas veces esas preguntas, pero nunca he sido capaz de dar con una respuesta concluyente. Lo único que sé es que no tenía miedo. Cuando Alma Grund sacó el revólver y me apuntó al pecho, llegué a sentir menos miedo que fascinación. Comprendí que las balas de aquella arma contenían una idea que nunca se me había ocurrido. El mundo estaba lleno de pequeñas cavidades, aberturas sin sentido, vacíos microscópicos que la mente podía cruzar, y una vez que se estaba al otro lado de esos huecos, uno se liberaba de sí mismo, se liberaba de la vida, se liberaba de la muerte, se liberaba de todo lo que le pertenecía. Por casualidad, yo me había encontrado con uno de ellos aquella noche en mi cuarto de estar. Apareció en forma de revólver, y ahora que yo estaba dentro de aquel revólver, me daba igual salir de él o no. Me sentía enteramente tranquilo y absolutamente enloquecido, totalmente preparado para aceptar lo que ofrecía el momento. Es rara una indiferencia de tal magnitud, y como sólo puede lograrla alguien que esté dispuesto a dejar de ser lo que es, exige respeto. Inspira un temor reverente en quienes la contemplan.

Me acuerdo de todo hasta ese momento, de todo hasta el instante en que pronuncié aquellas palabras y de algo más, pero después la secuencia se vuelve borrosa. Sé que grité, golpeándome el pecho y conminándola a apretar el gatillo, pero no puedo asegurar si lo hice antes o después de que se echara a llorar. Tampoco recuerdo nada de lo que me dijo. Eso quiere decir que no paré de hablar, aunque las palabras fluyeran de mis labios con tal rapidez que apenas sabía lo que estaba diciendo. Lo más importante es que ella tenía miedo. No contaba con que se cambiaran así las tomas, y cuando aparté la vista del revólver y volví a mirarla a los ojos, vi que no tenía valor para matarme. No era más que fingimiento y desesperación infantil, y en cuanto di un paso hacia ella, dejó caer el brazo. Un sonido enigmático se le escapó de la garganta —un aliento largo, contenido y ahogado, un ruido no identificable, a medias entre el quejido y el sollozo—, y mientras seguía atacándola con mis sarcasmos e insultos provocadores, gritando que se diera prisa y acabara de una vez, supe —con absoluta certeza, más allá de cualquier sombra de duda— que el revólver no estaba cargado. Una vez más, no pretendo saber de dónde venía aquella seguridad, pero en el instante en que vi que bajaba el brazo, comprendí que no iba a pasarme nada, y quise castigarla por eso, hacer que pagara por hacerse pasar por algo que no era.

Estoy hablando de unos segundos, toda una vida reducida a una cuestión de segundos. Di un paso, luego otro y, de pronto, me lancé sobre ella, retorciéndole el brazo y arrancándole el revólver de la mano. Ella ya no era el ángel de la muerte, pero yo conocía entonces el sabor de la muerte, y en la locura de los siguientes momentos hice lo que sin duda es la cosa más disparatada y absurda que haya hecho nunca. Sólo para demostrar algo.

Únicamente para hacerle saber que era más fuerte que ella. Tras arrebatarle el revólver, retrocedí unos pasos y me apunté a la cabeza. Estaba descargado, desde luego, pero ella no sabía que yo lo sabía, y quería servirme de ese conocimiento para humillarla, para ofrecerle la imagen de un hombre que no tenía miedo a morir. Ella era quien había empezado todo, pero ahora iba a terminarlo yo.

Para entonces ella estaba gritando, lo recuerdo, aún puedo oír sus gritos y súplicas para que no lo hiciera, pero ya nada iba a detenerme.

Esperaba oír un chasquido, seguido quizá de un breve eco de percusión en la recámara vacía. Puse el dedo en torno al gatillo, dirigí a Alma Grund lo que debió de ser una grotesca y nauseabunda sonrisa, y empecé a apretar. Ay, Dios mío, gritó. Ay, Dios mío, no lo haga. Apreté, pero el gatillo no se movió. Volví a intentarlo, y una vez más no pasó nada. Supuse que el gatillo se había atascado, pero cuando bajé el revólver para mirarlo bien, vi al fin cuál era el problema. Estaba puesto el seguro. El revólver estaba cargado y tenía el seguro puesto. Se había olvidado de quitarlo. De no haber sido por ese error, una de aquellas balas se habría alojado en mi cabeza.

Se sentó en el sofá y siguió llorando con la cara entre las manos. Yo no sabía cuánto tiempo iba a durar aquello, pero suponía que en cuanto se tranquilizase se pondría en pie y se marcharía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Yo casi me había saltado la tapa de los sesos por su culpa, y ahora que había perdido nuestra desagradable pugna de voluntades, no me cabía en la cabeza que tuviera la cara dura de dirigirme siquiera la palabra.

Me guardé el revólver en el bolsillo. En cuanto dejé de tocarlo, sentí que la locura empezaba a abandonar mi cuerpo. Sólo quedaba el horror: una especie de secuela táctil, ardiente, el recuerdo de mi mano derecha apretando el gatillo, apoyando el rígido metal contra mi cráneo.

Si ahora no había un agujero en ese cráneo, sólo se debía a que era un imbécil y a la vez un tipo afortunado, porque por primera vez en mi vida la suerte había triunfado sobre mi propia estupidez. Me había faltado un pelo para matarme. Una serie de accidentes me había robado la vida para luego devolvérmela, y en ese intervalo, en el minúsculo vacío entre esos dos momentos, mi vida se había convertido en otra vida diferente.

Cuando Alma volvió a levantar al fin la cabeza, seguía teniendo las mejillas bañadas en lágrimas. Se le había corrido el maquillaje, dejándole un zigzag de líneas negras por el centro del antojo, y tenía un aspecto tan desastrado, estaba tan deshecha por la catástrofe que había desencadenado sobre sí misma, que casi sentí compasión de ella.

Ve a lavarte, le dije. Tienes un aspecto horroroso.

Me conmovió que no dijera nada. Era una mujer que creía en las palabras, que confiaba en su capacidad para salir de apuros mediante la palabra, pero cuando le di aquella orden, se levantó en silencio del sofá para hacer lo que acababa de decirle. Sólo el más tenue esbozo de sonrisa, un leve encogimiento de hombros. Cuando me dio la espalda para encaminarse al cuarto de baño, comprendí el alcance de su derrota, lo avergonzada que se sentía por lo que había hecho. Inexplicablemente, cuando la vi salir de la habitación algo se enterneció en mi interior. En cierto modo eso me hizo cambiar de actitud, y en aquel primer destello de simpatía y camaradería tomé de pronto una decisión, enteramente inesperada. En la medida en que tales cosas puedan determinarse, creo que aquella decisión constituyó el arranque de la historia que ahora estoy tratando de contar.

Mientras estaba en el baño, me dirigí a la cocina a buscar un sitio para ocultar el revólver. Tras abrir y cerrar los armarios de encima de la pila, y hurgar luego en diversos cajones y cajas de aluminio, me decidí a ponerlo en la nevera, dentro del congelador. Era mi primera experiencia con un arma, y no sabía si sería capaz de descargarla sin causar más problemas, por lo que la dejé en el congelador tal como estaba, con balas y todo, bien metida bajo una bolsa de trozos de pollo y un paquete de raviolis. Sólo quería quitarla de la vista. Después de cerrar la puerta, sin embargo, me di cuenta de que no me corría prisa librarme de ella. No es que tuviera planes para utilizar de nuevo el revólver, pero me gustaba la idea de tenerlo cerca, y hasta que encontrara un sitio mejor para guardarlo, se quedaría en el congelador. Cada vez que abriera la puerta, recordaría lo que me había pasado aquella noche. Sería mi panteón particular, un monumento a mi roce con la muerte.

Ya llevaba mucho tiempo en el baño. Había dejado de llover y, en vez de quedarme esperando a que saliera, decidí arreglar el desorden de la camioneta y sacar la compra.

Tardé algo menos de diez minutos. Cuando terminé de colocar las provisiones, Alma seguía en el cuarto de baño.

Me acerqué a escuchar a la puerta, empezando a sentir ciertas punzadas de inquietud, preguntándome si no se habría metido allí para cometer alguna estúpida imprudencia. Cuando salí de casa, el agua del lavabo estaba corriendo. Al pasar frente al baño, los grifos estaban abiertos a tope, y entre el ruido del agua alcancé a oír sus sollozos.

Ahora los grifos estaban cerrados y no se oía nada, lo que podía significar que su acceso de llanto había concluido y que se estaba cepillando el pelo y maquillándose tranquilamente. Y también que estuviera tendida en el suelo, fría y encogida, con veinte pastillas de Xanax en el estómago.

Llamé. Como no contestó, volví a llamar y pregunté si estaba bien. Ya salía, dijo, acabaría dentro de un momento, y entonces, tras una larga pausa, con una voz que parecía esforzarse por tomar aliento, me dijo que lo sentía, que lamentaba toda aquella espantosa escena. Preferiría morir antes que marcharse de mi casa sin que la hubiera perdonado, afirmó, me suplicaba que la perdonase, pero aun en el caso de que no pudiera hacerlo, se iba ya, se marchaba de todas formas y no volvería a molestarme más.

Me quedé esperando frente a la puerta. Cuando salió, tenía esos ojos borrosos e hinchados que siguen a un prolongado ataque de llanto, pero sus cabellos estaban de nuevo peinados, y los polvos y el carmín lograban disimular el enrojecimiento del rostro. Tenía intención de pasar por mi lado sin detenerse, pero extendí el brazo y la detuve.

Son más de las dos de la mañana, le dije. Los dos estamos agotados y necesitamos dormir un poco. Puedes acostarte en mi cama. Yo dormiré abajo, en el sofá.

Se sentía tan avergonzada, que no tuvo valor para alzar la cabeza y mirarme de frente. No lo entiendo, declaró, dirigiendo sus palabras al suelo, y como yo no dije nada inmediatamente, lo repitió: No lo entiendo.

Nadie va a ningún sitio esta noche, repuse. Yo, no; y tú, tampoco. Mañana ya hablaremos, pero ahora nos quedamos aquí.

¿Qué significa eso?

Significa que Nuevo México está lejos. Mejor será que salgamos mañana, cuando hayamos descansado. Sé que tienes prisa; pero unas horas más o menos nos va a dar lo mismo.

Creí que querías que me marchase.

Así es. Pero he cambiado de idea.

Entonces levantó un poco la cabeza, y pude advertir lo absolutamente confusa que se sentía. No tienes que ser amable conmigo, advirtió. No es eso lo que te pido.

No te apures. Estoy pensando en mí mismo, no en ti.

Mañana nos espera una dura jornada, y si no me meto en la cama ahora mismo, no podré tener los ojos abiertos. Y tengo que estar despierto para escuchar lo que vas a decirme, ¿no es verdad?

No estás diciendo que quieres venirte conmigo. No puedes decir eso. No es posible que me digas eso.

Me parece que mañana no tengo otra cosa que hacer.

¿Por qué no habría de ir?

No mientas. Si me mientes ahora creo que no podré resistirlo. Sería como arrancarme de cuajo el corazón.

Me llevó unos minutos convencerla de que realmente quería ir con ella. Mi cambio de actitud era demasiado radical para que lo comprendiera, y tuve que repetírselo varias veces antes de que consintiera en creerme. No le dije todo, desde luego. No me molesté en hablarle de vacíos microscópicos en el universo ni de los poderes redentores de la locura pasajera. Habría sido demasiado difícil, de manera que me limité a afirmarle que se trataba de una decisión personal y que no tenía nada que ver con ella.

Los dos nos habíamos comportado mal, añadí, y yo era tan responsable por lo que había sucedido como ella. Ni reproche, ni perdón, nada de llevar un recuento de quién hizo esto o lo otro. O palabras parecidas, argumentos que acabaran demostrándole que yo tenía mis propias razones para conocer a Hector y que no iba para complacer a nadie sino en mi propio interés.

Siguieron unas arduas negociaciones. Alma no podía aceptar el ofrecimiento de mi cama. Ya me había causado bastantes molestias, y además yo aún estaba bajo los efectos del accidente de carretera que había tenido antes. Necesitaba descansar, cosa que no conseguiría si me pasaba la noche dando vueltas y más vueltas en el sofá. Insistí en que estaría bien, pero ella no quería ni oír hablar de eso, y así estuvimos un rato, cada uno tratando de complacer al otro en una estúpida comedia de buenos modales menos de una hora después de arrancarle de la mano un revólver con el que estuve a punto de dispararme un balazo en la sien. Pero estaba demasiado agotado para oponer mucha resistencia, y al final dejé que se saliera con la suya. Fui a buscar sábanas y una almohada, las puse en el sofá, y luego le enseñé dónde podía apagar la luz. Eso fue todo.

Dijo que no le importaba hacerse la cama, y después de darme las gracias por séptima vez en los últimos tres minutos, subí a mi habitación.

No cabía duda de que estaba cansado, pero una vez que me metí bajo las sábanas, me resultó difícil conciliar el sueño. Tumbado de espaldas, me quedé mirando las sombras del techo, y cuando eso dejó de parecer interesante, me puse de lado y escuché los tenues ruidos que hacía Alma al moverse en el piso de abajo. Alma, la forma femenina de almus, que significa nutricio, feraz. Finalmente, la luz desapareció por debajo de mi puerta, y oí chirriar los muelles del sofá cuando ella se acomodó para pasar la noche. Después debí de quedarme dormido un rato, pues no recuerdo que pasara nada hasta que abrí los ojos a las tres y media. Vi la hora en el reloj eléctrico de la mesilla, y como estaba grogui, flotando en un estado de duermevela, sólo vagamente comprendí que había abierto los ojos porque Alma estaba metiéndose en la cama a mi lado y estaba apoyando la cabeza en mi hombro. Me siento sola ahí abajo, explicó, no puedo dormir. Eso me pareció muy natural. Yo sabía perfectamente lo que era no poder dormir, y antes de que estuviera lo bastante despierto para preguntarle lo que estaba haciendo en mi cama, la rodeé con los brazos y la besé en la boca.

Salimos al día siguiente poco antes de mediodía. Alma quería conducir, así que yo fui en el asiento del pasajero y me ocupé de las tareas de navegación, diciéndole por dónde torcer y qué autopistas coger mientras ella conducía su Dodge azul alquilado en dirección a Boston. Aún se veían vestigios de la tormenta —ramas caídas, hojas húmedas pegadas al techo de los coches, el mástil de una bandera tirado en el jardín de una casa—, pero el cielo volvía a estar claro y tuvimos sol durante todo el camino al aeropuerto.

Ninguno de nosotros dijo nada de lo que había pasado la noche anterior en mi habitación. Eso iba en el coche con nosotros como un secreto, como algo que pertenecía a un ámbito de cuartos estrechos y pensamientos nocturnos y no debía sacarse a la luz del día. Mencionándolo se corría el riesgo de destruirlo, y por tanto apenas fuimos más allá de una mirada furtiva de cuando en cuando, una sonrisa fugaz, una mano cautelosamente puesta en la rodilla del otro. ¿Cómo podía saber lo que pensaba Alma? Me alegraba de que se hubiera metido en mi cama, y me alegraba de aquellas horas que pasarnos juntos en la oscuridad. Pero se trataba de una sola noche, y no tenía la menor idea de lo que nos iba a pasar después.

La última vez que había ido al Aeropuerto Logan fue con Helen, Todd y Marco. La última mañana de su vida la pasaron en las mismas carreteras que Alma y yo recorríamos ahora. Curva a curva, habían hecho el mismo viaje; kilómetro a kilómetro, habían cubierto el mismo trayecto. La carretera hasta la interestatal 91, de la 91 a la autopista de Massachusetts, de allí a la 93, de la 93 al túnel. En cierto modo agradecía aquella grotesca reconstrucción. Daba la impresión de que era una especie de castigo astutamente ideado, como si los dioses hubieran decidido que no se me permitiría tener futuro hasta que hubiera vuelto al pasado. La justicia dictaba, por tanto, que pasara mi primera mañana con Alma del mismo modo que había pasado mi última mañana con Helen.

Debía subir a un coche para ir al aeropuerto, y tenía que superar en quince y treinta kilómetros por hora el límite de velocidad para no perder el avión.

Los niños se habían ido peleando en el asiento de atrás, me acuerdo bien, y en un momento dado Todd se había armado de valor para asestar a su hermano pequeño un puñetazo en el brazo. Helen se volvió en el asiento para recordarle que no estaba bien tomarla con un niño de cuatro años, y nuestro primogénito, enfurruñado, se quejó de que era Marco quien había empezado y que, por tanto, sólo había recibido lo que se merecía. Si te dan un puñetazo, arguyó, tienes derecho a devolver el golpe. A lo cual respondí, haciendo lo que sería la última declaración paterna de mi vida, que nadie tenía derecho de pegar a alguien que fuese más pequeño que él. Pero Marco siempre será más pequeño que yo, protestó Todd. Lo que significa que nunca podré pegarle. Bueno, repuse yo, impresionado por la lógica de su argumentación, a veces la vida no es justa. Era una verdadera imbecilidad y recuerdo que Helen soltó una carcajada cuando me oyó decir aquel espantoso tópico. Era su forma de decirme que de las cuatro personas que iban en el coche aquella mañana, Todd era el que tenía más cerebro. Yo estaba de acuerdo, por supuesto. Ellos eran más inteligentes que yo, y no me cabía la menor duda de que no les llegaba a la suela del zapato.

Alma conducía bien. Mientras observaba como zigzagueaba entre el carril de la izquierda y el del centro, adelantando a todo vehículo que se le ponía por delante, le dije que estaba muy guapa.

Es porque me ves el perfil bueno, repuso ella. Si estuvieras sentado aquí, probablemente no dirías eso.

¿Por eso es por lo que querías conducir?

El coche está alquilado a mi nombre. Soy la única que puede conducirlo.

Y la vanidad no tiene nada que ver con eso.

Esto llevará tiempo, David. No tiene sentido pasarse cuando no hay necesidad.

No me molesta, ¿sabes? Ya me estoy acostumbrando.

No puede ser. En todo caso, todavía no. No me has mirado lo suficiente para saber lo que sientes.

Dijiste que has estado casada. Según parece, eso no ha impedido que los hombres te encontraran atractiva.

Me gustan los hombres. Al cabo de un tiempo, llego a gustarles. Puede que no haya tenido tantas aventuras como algunas chicas, pero no me han faltado experiencias. Pasa el tiempo suficiente conmigo, y ni lo verás siquiera.

Pero me gusta verlo. Te hace diferente, no te pareces a nadie. Eres la única persona que he conocido en la vida que sólo se parece a sí misma.

Eso es lo que decía mi padre. Aseguraba que era un don especial de Dios, y que me hacía más bonita que todas las demás chicas.

¿Le creías?

A veces. Otras veces me sentía maldita. Al fin y al cabo, es algo feo, y convierte a una niña en víctima fácil.

No dejaba de pensar que algún día podría quitármelo, que algún médico me operaría y me dejaría con un aspecto normal. Siempre que soñaba conmigo por la noche, los dos lados de mi cara eran iguales. Lisos y suaves, perfectamente simétricos. Y fue así hasta los catorce años, más o menos.

Aprendías a vivir con ello.

Puede, no sé. Pero por entonces me ocurrió algo, y empecé a pensar de otra manera. Para mí fue una gran experiencia, un momento crucial en mi vida.

Un chico se enamoró de ti.

No, me regalaron un libro. Para las navidades de aquel año, mi madre me compró una antología de relatos de escritores norteamericanos. Cuentos clásicos americanos, un enorme volumen encuadernado en tela verde, y en la página cuarenta y seis había un relato de Nathaniel Hawthorne, El antojo. ¿Lo conoces?

Vagamente. Creo que no lo he leído desde el instituto.

Yo lo leí todos los días durante seis meses. Hawthorne lo escribió para mí. Era mi historia.

Un científico y su joven esposa. Ésa es la situación, ¿verdad? Intenta quitarle un antojo de la cara.

Un antojo escarlata. Del lado izquierdo de la cara.

No es extraño que te gustara.

Eso es decir poco. Me obsesionó. Ese relato me devoraba viva.

El antojo tiene la forma de una mano, ¿no es así?

Ahora empiezo a acordarme. Hawthorne dice que parece la huella de una mano apretada contra su mejilla.

Pero pequeña. Es del tamaño de la mano de un pigmeo, la mano de una criatura.

La mujer sólo tiene ese pequeño defecto y, aparte de eso, su cara es perfecta. Es famosa por su extraordinaria belleza.

Georgiana. Hasta que se casa con Aylmer ni siquiera piensa que sea un defecto. Es él quien le enseña a odiarlo, quien la vuelve contra sí misma y le suscita el deseo de quitárselo. Para él, no es sólo un defecto, no es únicamente algo que destruye su belleza física. Es la señal de una corrupción oculta, una mancha en el alma de Georgiana, la marca del pecado, de la muerte y de la putrefacción.

El sello de nuestra condición mortal.

O simplemente de lo que consideramos humano. Eso es lo que hace tan trágico el relato. Aylmer va a su laboratorio y se pone a hacer experimentos con elixires y pócimas, intentando descubrir una fórmula para borrar la pavorosa mancha, y a la ingenua Georgiana todo le parece bien. Por eso es tan tremendo. Ella desea que su marido la quiera. Eso es lo único que le importa, y si la supresión del antojo es el precio que tiene que pagar por su amor, está dispuesta a arriesgar la vida por ello.

Y él acaba asesinándola.

Pero no antes de que desaparezca el antojo. Eso es muy importante. En el último segundo, justo cuando está a punto de morir, la marca de la mejilla empieza a desvanecerse. Se está borrando, desaparece del todo, y sólo entonces, en ese preciso momento, es cuando muere la pobre Georgiana, La marca de nacimiento es ella misma. Si desaparece, ella también desaparece.

No tienes idea del efecto que me produjo ese relato.

Seguí leyéndolo, continué pensando en ello, y poco a poco empecé a verme tal como era. Los otros llevaban su humanidad dentro de ellos mismos, pero yo llevaba la mía en la cara. Ésa era la diferencia entre todos los demás y yo misma. A mí no se me permitía ocultar quién era.

Cada vez que la gente se fijaba en mí, su mirada llegaba al fondo de mi alma. No era fea —eso lo sabía—, pero también era consciente de que siempre me definirían por la mancha púrpura que tenía en la cara. No servía de nada tratar de quitármela. Era el núcleo central de mi vida, y desear que desapareciera habría sido como pedir que me mataran. Nunca tendría una vida feliz, normal y corriente, pero después de leer aquel cuento me di cuenta de que tenía algo casi igual de bueno. Sabía lo que pensaban los demás. Lo único que debía hacer era mirarlos, observar su reacción cuando se fijaban en el lado izquierdo de mi cara, y sabía si podía tener confianza en ellos. La marca de nacimiento era la prueba de su humanidad. Medía el valor de su alma, y si me concentraba en ello, podía ver en su interior y saber quiénes eran. Desde los dieciséis o diecisiete años, era tan precisa en mis apreciaciones como un diapasón dando el tono. Lo que no quiere decir que no me haya equivocado con la gente, pero la mayor parte de las veces daba en el clavo. Sencillamente, no podía dejar de hacerlo.

Como anoche.

No; como anoche, no. Eso no fue un error.

Casi nos matamos el uno al otro.

Así tenía que ser. Cuando no hay tiempo, todo se acelera. No podíamos permitirnos el lujo de presentaciones formales, apretones de mano, conversaciones discretas con una copa en la mano. Debía haber violencia, como cuando chocan dos planetas en los confines del espacio.

No irás a decirme que no estabas asustada.

Estaba muerta de miedo. Pero no me he metido a ciegas en esto, ¿sabes? Tenía que estar preparada para cualquier cosa.

Te dijeron que estaba loco, ¿verdad?

Nadie empleó nunca esa palabra. La expresión más fuerte que utilizaron fue depresión nerviosa.

¿Y tu diapasón qué te dijo cuando llegaste aquí?

Ya conoces la respuesta a eso.

Tenías un miedo cerval, ¿eh? Te di un susto de muerte.

No sólo eso. Tenía miedo, pero al mismo tiempo estaba entusiasmada, casi temblando de felicidad. Mientras te miraba, hubo unos momentos en que era casi como si me mirase a mí misma. Eso nunca me había pasado antes.

Te gustó.

Me encantó. Estaba tan en las nubes, que creí que iba a derrumbarme en cualquier momento.

Y ahora confías en mí.

Tú no vas a fallarme. Y yo no voy a fallarte a ti. Eso lo sabemos los dos.

¿Qué más sabemos?

Nada. Por eso vamos juntos ahora en este coche. Porque somos iguales, y porque aparte de eso no sabemos nada más.

Nos sobraron veinte minutos para coger el vuelo de las cuatro a Albuquerque. Idealmente, tenía que haberme tomado el Xanax cuando pasamos por Holyoke o Springfield, por Worcester como muy tarde, pero estaba demasiado absorto hablando con Alma para interrumpir la conversación, y nunca veía el momento de hacerlo. Cuando pasamos frente a las señales que indicaban la salida, me di cuenta de que no tenía sentido molestarme en tomármelo. Alma llevaba las pastillas en el bolso, pero no había leído las indicaciones del prospecto. No sabía que para que hicieran efecto había que tomarlas con una o dos horas de antelación.

Al principio me alegré de no haber cedido. Todo lisiado tiembla ante la idea de dejar la muleta, pero si aguantaba el vuelo sin deshacerme en lágrimas ni en desvaríos frenéticos, al final quizá sería mejor así. Esa idea me animó durante otros veinte o treinta minutos. Luego, cuando nos acercábamos al extrarradio de Boston, comprendí que ya no se podía hacer nada. Llevábamos más de tres horas de viaje, y aún no habíamos hablado de Hector.

Había supuesto que lo haríamos en el coche, pero acabamos charlando de otras cosas; cosas de las que sin duda había que hablar primero, que no eran menos importantes de las que nos esperaban en Nuevo México, y antes de que me diera cuenta, casi habíamos concluido la primera etapa del viaje. Ahora no podía hacerle una jugada y quedarme dormido. Tenía que permanecer despierto y escuchar la historia que había prometido contarme.

Nos sentamos en la zona de la puerta de embarque.

Alma me preguntó si quería tomarme una pastilla, y entonces fue cuando le dije que no iba a tomar Xanax. Sólo tienes que cogerme de la mano, le dije, y no pasará nada.

Me siento bien.

Me cogió la mano, y estuvimos un tiempo besuqueándonos delante de los demás pasajeros. Era un puro abandono adolescente —no de mi propia adolescencia, quizá, sino de la que siempre había deseado—, y besar a una mujer en público era una experiencia tan nueva que no tuve tiempo de pensar demasiado en el tormento que me aguardaba. Cuando embarcamos, Alma me iba frotando la mejilla para quitarme las manchas de carmín, y apenas me di cuenta de que cruzábamos el umbral y entrábamos en el avión. Recorrer el pasillo central no me supuso problema alguno, ni tampoco sentarme en mi asiento. Ni siquiera me inquieté a la hora de abrocharme el cinturón de seguridad, y menos aún cuando los motores rugieron a toda marcha y sentí en la piel la vibración del aparato, íbamos en primera clase. La carta decía que nos servirían pollo para comer. Alma, sentada junto a la ventanilla, a mi izquierda —y por tanto otra vez con el perfil derecho hacia mí—, puso mi mano en la suya, se la llevó a los labios y la besó.

Mi único error fue cerrar los ojos. Cuando el avión salió de la terminal en marcha atrás y empezó a rodar por la pista, me negué a ver cómo despegábamos. Aquél era el momento más peligroso, pensé, y si era capaz de sobrevivir a la transición entre la tierra y el aire, olvidarme sencillamente del hecho de que habíamos perdido el contacto con el suelo, me figuraba que tendría alguna posibilidad de salir con bien de todo lo demás. Pero me equivoqué al querer cerrar el paso a los sentidos, fue un error aislarme de aquel hecho que se estaba produciendo en la realidad del instante. Experimentarlo habría sido doloroso, pero mucho peor fue distanciarme de ese dolor y ocultarme en el caparazón de mis pensamientos. El mundo del presente había desaparecido. No había nada que ver, nada que me distrajera, que me impidiera sucumbir a mis miedos, y cuanto más tiempo pasaba con los ojos cerrados, más horriblemente veía lo que mis miedos deseaban que viese.

Siempre había lamentado no haber muerto con Helen y los chicos, pero nunca había llegado a imaginar plenamente lo que habían sido los últimos momentos de sus vidas, antes de que el avión se estrellara. Ahora, con los ojos cerrados, oí gritar a los niños, y vi cómo Helen los abrazaba, diciéndoles que los quería, murmurando entre los gritos de las otras ciento cuarenta y ocho personas que iban a morir que siempre los querría, y cuando la vi allí con los niños en los brazos, perdí el control y me eché a llorar. Exactamente como me había imaginado, me vine abajo y rompí a llorar.

Me llevé las manos a la cara, y durante un tiempo interminable seguí sollozando entre las manos saladas y pegajosas, incapaz de levantar la cabeza, de abrir los ojos y parar. Finalmente, sentí la mano de Alma en la nuca. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero en un momento dado empecé a sentirla, y al cabo de poco me di cuenta de que con la otra mano me estaba acariciando el brazo, de arriba abajo, con mucha suavidad, con el movimiento suave y rítmico de una madre que consuela a un niño abatido. Por extraño que parezca, en el momento en que tomé conciencia de esa idea, en que fui consciente de haber pensado en una madre y un niño, sentí que me había introducido en el cuerpo de Todd, mi propio hijo, y que era Helen quien me consolaba y no Alma. Aquella sensación sólo duró unos segundos, pero fue sumamente intensa, no tanto un producto de la imaginación como una realidad, una verdadera metamorfosis que me transformó en otro, y en el momento en que empezó a disiparse, lo peor de lo que me había ocurrido pasó de pronto.