Aquello era el fin. Había cometido un error. Le había dejado ver a Ruth que él sufría por ella: «Quiero que sufras como me haces sufrir a mí». Idiota. Dejó caer la cabeza dos veces contra la pared. Idiota. Idiota.
Más calmado ya, estirado todo lo largo que era en su cama y apoyado con la espalda en el cabezal, miraba los dibujos que había hecho de ella. Los retratos, aunque muy fidedignos, no le hacían justicia.
Ruth estaba llena de energía y de vida, y eso era algo que la pintura no podía reflejar. Estar cerca de ella, poder tocarla, poder olerla, le había vuelto loco. Ruth se hacía la estirada con él, pero a veces cuando más se estiran los hilos más se tensan, y al final se acaban rompiendo. Él se iba a encargar de romperla a ella.
Esa chica iba a absorberle el cerebro.
Durante las seis semanas, desde sus sueños, no había vivido. No se la podía quitar de la cabeza. Se despertaba pensando en ella, y más duro que una roca por su culpa. Se acostaba pensando en qué hacía, dónde estaba y con quién tonteaba esta vez. Rabioso con él mismo por no poder sacársela de dentro. Y es que la humana se había metido bajo su piel el primer día que la salvó.
Cuando la abrazó y ella hundió su rostro en su pecho, asustada, presa del pánico y del miedo, se había dejado proteger por él y Adam pudo percibir perfectamente cómo ella iba relajándose y cómo su cuerpo se dejaba mecer por el suyo. Encajados. Fue la sensación más extraña que había vivido en sus trescientos años de edad. Como si algo en su vida hiciera «clic» justo en ese momento, a la perfección.
Pero luego llegaron los sueños. Y con ellos el odio hacia ella, y también hacia su desdén. De acuerdo que él no era un hombre amable, y que la había atacado verbalmente, pero todo se volvió más ofuscado y más crudo el veinticuatro de junio.
Verla tan hermosa, tan inalcanzable, tan conocedora de su poder sobre el sexo opuesto… Fría y manipuladora, restregando su trasero sobre la entrepierna de Julius y mirándolo a él directamente, casi riéndose de él, como diciéndole «no eres suficientemente bueno para probar este caramelo».
Cólera. Se encolerizó tanto que lo único que le apetecía era encontrarse con ella y darle lo que tanto anhelaba de los demás, menos de él, al parecer. Quería metérsela hasta el fondo y oírle gritar su nombre, quería demostrarle que no iba a dejar ni el envoltorio del caramelo. Quería darle una lección y desdeñarla.
Él era un guerrero, un chamán. Una niña como ella no iba a poder vapulearlo.
Aquella noche, mientras los berserkers disfrutaban de su cuerpo y de la luna llena, él tenía que permanecer en meditación en el Tótem, pues alguien iba a darle un mensaje que podría salvar a los clanes de algo terrible. Su sueño se cumplió. Pero nunca imaginó que iba a ser ella quien le diera el mensaje.
Jamás pensó que iba a venir Ruth, acompañada de sus amantes, con el olor de la testosterona que barnizaba su piel suave y perfecta, y un chupetón en el cuello.
Todavía le ardía recordar el morado que ella lucía con tanto descaro. Y ni siquiera sabía lo que eso significaba, tan ignorante era ella de las tradiciones de su clan.
Adam dejó caer la cabeza hacia atrás y resopló. Estaba ardiendo. Estaba ardiendo de verdad. Tenía una erección de caballo, Ruth le hacía eso. Verla atada en la cama y llorando como una niña pequeña no le había hecho sentirse ni como un caballero ni como un buen hombre, pero al tocarla su cuerpo entraba en combustión. También estaba el odio que además hacía volarlo todo en pedazos. Y luego había olido el miedo de Ruth, y eso tampoco le hacía sentirse orgulloso.
Pero ¿qué quería? No se fiaba de ella, y además ella también lo odiaba a él.
Ella se lo merecía.
Adam se levantó de la cama y caminó hacia la pared. Repasó con su dedo índice una de las muchas caras de Ruth que él había dibujado. Pasó el dedo por su pómulo, por su nariz fina y respingona, y descendió hasta reseguirle el rellenito labio superior. Sus ojos de ámbar lo miraban como invitándolo a tocarla y, sin embargo, escondían una de sus típicas sonrisas de desdén y suficiencia. Desde la muerte de Sonja ya no dibujaba, pero fue conocer a Ruth y coger el pincel de nuevo.
—Mi mundo está patas arriba por tu culpa… —susurró apesadumbrado—. ¿Qué tienes, bruja?
Pero Ruth no era la única que le preocupaba.
Le había dado la palabra a As. Ya estaba enemistado con Caleb y su clan por haberse llevado a la mejor amiga de su mujer, no podía poner al leder en su contra.
No sabía cómo proceder. Cómo actuar. Su instinto le decía que se encerrara con Ruth todo el día, se quedara a gusto con su cuerpo, y luego dejara que pasase lo que tuviera que pasar. Él no iba a morir, y menos, a manos de ella. Eso lo sabía. Pero estaba embriagado por tenerla en su casa. La olía incluso aunque ella estuviera en el sótano y él en la planta superior. Era humana, maldita sea.
La olía en sus manos. Melocotón jugoso y dulce.
Incluso borracha, con el orgullo y la dignidad por los suelos y medio en coma por el alcohol, la deseaba.
Estaba enfermo. Enfermo por ella.
La ansiedad lo carcomía y tampoco tenía humor para oírla hablar de nuevo sobre Sonja. ¿Cómo se había atrevido a mencionar a su hermana? Él no iba a caer en su juego. Se creía que por ser chamán iba a poder cogerlo por esos derroteros, pero se equivocaba.
Ruth no era ninguna médium. Estaba convencidísimo. No desprendía ningún aura como para serlo.
Era una mujer extraña, una mentirosa, una embaucadora. Tenía muchas máscaras, eso es lo que tenía. Adoptaba la personalidad que necesitaban de ella en cualquier momento. No lograba entender todavía qué ganaba ella al querer matarlo a él.
A lo mejor, y gracias a su trabajo en la web, había entrado en contacto con más sociedades como la de Mikhail, y ella formaba parte de ellas. Ella podía ser una psichys que trabajaba con ellos y que se hacía pasar por amiga de Aileen. No. Demasiados años fingiendo. ¿Cómo iba a demostrar esa teoría?
A lo mejor Loki había llegado a ella y habían hecho un pacto.
Golpeó la pared con el puño, sin tocar la cara de Ruth. ¿Para qué quería su don, si no podía ver nada sobre ella? Ni sus rituales hablaban de ella. Preguntar sobre Ruth a las piedras o al aire, era como preguntar sobre alguien invisible.
Deseaba acabar con todo eso y centrarse en Margött. Ella era la mujer que debería llevarlo de cabeza, no la traidora del sótano.
Alguien llamó a la puerta y Adam se giró. Sonrió al ver a su sobrino.
Liam estaba en posición de defensa. Los puños bien cerrados sobre los laterales de sus piernas abiertas, y el pecho hacia fuera. Desde que le enseñó esa postura para marcar el terreno, el niño no había dejado de adoptarla. Parecía un gallo peleón.
—¿Qué pasa, pequeño? —fue hacia él y le pasó la mano por su pelo negro. Le encantaba acariciarlo.
Liam lo miró receloso, bajó la vista y se miró los pies. Adam siguió sus ojos y se dio cuenta de que no llevaba zapatillas.
—¿Cuántas veces te he dicho que no andes descalzo? —intentó parecer enfadado, pero los enormes ojos del pequeño lo enternecían.
—Es más cómodo. Los zapatos me hacen daño.
—Debes acostumbrarte a llevarlos.
—En la casa-escuela no nos dejan llevarlos.
Adam frunció el ceño. La escuela de Margött permitía a los niños ser más salvajes, como si fuera con su naturaleza, con su ADN. Pero vivían entre los humanos y debían, por su bien, acostumbrarse, y adoptar también su modo de vida.
A los niños berserkers les sudaban mucho los pies, por la cantidad de energía que tenían en su interior, y también por las mutaciones a las que se sometían sus cuerpos en tan temprana edad. Pero eso no les excusaba para ir descalzos como si fueran niños de la selva. Si Ruth no estuviera en la escuela, los hubiera llevado ya con Aileen. Esa misma postura habían adoptado muchas madres berserkers. Eran reticentes a llevar a sus cachorros a la escuela porque sabían que Ruth estaba allí, y todo el mundo sabía lo que Ruth había hecho con Limbo y Julius. No querían que alguien como la humana tuviera trato con los niños.
—Esto…
—¿Qué te incomoda, Liam?
—La chica de abajo… ¿quién es?
—No importa quién es —se agachó y lo cogió suavemente por los brazos—. Bajo ningún concepto debes acercarte a ella. ¿Me has entendido?
—Estaba llorando. Tú no le has pegado, ¿verdad, tío Adam?
—No. —Sólo le había dado un buen mordisco en el culo. Con fuerza y con ganas—. No le he pegado.
—¿Quién, entonces?
—No lo sé.
—Pero vas a ir a buscar a los que les han hecho daño. —Sus ojos lo miraban con esperanza y adoración—. Son malos. No se les pega a las mujeres, ni se les hace llorar.
Adam sintió una ola de orgullo que le bañaba el pecho. Su sobrino iba a ser un buen hombre, y por Odín que él iba a verlo. Ruth no se saldría con la suya.
—¿Y si fuera una persona mala? —preguntó Adam arqueando las cejas. El niño se mordió el labio y se quedó pensativo.
—Entonces la policía la pondría en su lugar.
—¿La policía? —Liam tenía que dejar de ver las series de televisión—. ¿Hay alguien a quien conozcas de la policía?
—Conozco a Horatio y a Grisom.
—¿Cómo? ¿Qué estás viendo en la tele?
—CSI, Mentes criminales…
—Un niño de tu edad no debe ver esas cosas.
—Pues las veo. En la casa-escuela nos la ponen y nosotros nos entretenemos.
—¿En la escuela? —preguntó extrañado—. ¿Margött y Rise os ponen eso? Nunca me lo has dicho.
—Bueno, es que… —bajó la cabeza avergonzado—. Las señoritas nos dicen que no digamos nada.
—Mala suerte, chaval. Ya lo has soltado. ¿Qué más os enseñan? —preguntó preocupado.
—Tío Adam… —el niño no quería soltar prenda—. Es que si te lo digo, tú irás a ver a la señorita Margött y entonces sabrá que te lo he dicho, y todos se enfadarán conmigo por chivato.
—Quieto. Nadie se va a enfadar contigo —le tranquilizó.
—La señorita nos dice que todo lo que necesitamos aprender para vivir nos lo enseñan en la tele.
Adam maldijo entre dientes. Ésa era la educación que recibían sus sobrinos. Se hacía cruces. Y tenía que descubrirlo porque Liam había visto a Ruth accidentalmente.
—Por eso Nora se cree que es una Bratz —continuó Liam.
—¿Una qué?
—Una Bratz —le explicó Liam mirando a su tío como si tuviera dos cabezas.
—Imagino por tu cara que debería saber qué es una Bratz.
—Son unas chicas superpijas y muy creídas, que van pintadas a la escuela y llevan faldas muy cortas y todos los niños les van detrás. —Puso cara de disgusto—. Es asqueroso.
—¿Pintadas a la escuela? —se levantó contrariado—. Pero si Nora tiene sólo seis años.
—Claro, como yo. Y yo soy Luke Skywalker —dijo muy convencido.
—No puedes ser Luke Skywalker, él era rubio y de ojos azules.
—Sí, pero soy fuerte y rápido como él.
—¿Y Nora quién es? ¿La princesa Leia? —preguntó echándose a reír.
—No, tío Adam. No me escuchas —se quejó Liam cruzándose de brazos—. Nora es una Bratz. La chica de abajo es la princesa Leia. Hay que cuidar de ella. Tú puedes ser Han Solo.
—No, Liam. Quítate esa idea de la cabeza, ¿vale? Esa chica es una mala…
—Pero la tienes pintada en la pared —le señaló él—. Muchas veces. La has salvado de los malos, ¿verdad? —preguntó ilusionado.
—¿Cuándo has entrado tú en mi habitación? ¿Cuándo viste estos dibujos? Os dije hace un tiempo —mes y medio exactamente— que no entrarais aquí.
—Tío Noah nos deja —se puso las manos en los bolsillos y sopló un mechón de pelo que le caía por los ojos.
—Mataré a Noah… —murmuró.
—Tío Adam, no se mata a los tíos —le señaló con un dedo como si él fuera el mayor de la familia.
—Bien dicho, enano. —Noah apareció por detrás de Liam y le revolvió los pelos.
Adam detuvo la retahíla de palabras malsonantes que iba a dirigirle a Noah, a Ruth y a Liam.
—Noah —gruñó Adam.
—Adam. —Sonrió él—. Has subido a tu habitación para tranquilizarte, supongo. ¿Ya te encuentras mejor?
Noah había visto el humor de perros con el que Adam abandonaba el sótano donde estaba Ruth.
—Estoy bien, gracias —repuso él sin ganas—. Los niños no pueden subir aquí y tú les has dejado.
—Sólo subieron una vez —se frotó la nuca apesadumbrado—. Por cierto, Nora se quedó fascinada con los dibujos.
—No son dibujos muy apropiados para niños de su edad.
—Ruth está muy sexy en todas —soltó Noah en reconocimiento.
—Pasará frío —comentó Liam inocentemente acercándose a los dibujos—. ¡Vaya! —exclamó con una gran sonrisa—. ¡Nora dibujó corazones en sus braguitas!
—¿¡Qué!? —exclamó Adam observando irritado el dibujo.
Liam estaba tan inclinado sobre el dibujo que iba a tocar la pared con la nariz.
—Son rosas —murmuró el niño para sí mismo.
—Tío Noah —susurró Adam apretando los dientes—. Explícame por qué hay corazones en sus braguitas. ¿Acaso no los vigilabas? —lo miró furioso.
—Tío Noah, ese conejo no se parece en nada a Bugs Bunny —Liam tenía la lengua suelta y estaba pletórico—. Dijiste que lo pintarías igual. Parece un cerdo.
Adam se acercó al mural. ¿Un conejo? En el bosque, detrás de una roca, habían dibujado lo que pretendía ser un conejo comiendo zanahorias. El berserker no podía creérselo. Era un asalto en toda regla a su intimidad.
—Dibujas como el culo —le acusó Adam haciendo negaciones con la cabeza.
—Oye, es un dibujo que se mezcla con el mural. No desentona para nada. Tú no te has dado ni cuenta —se defendió Noah abriendo sus ojos amarillos.
Era verdad, pensó Adam. Se ensimismaba tanto viendo la cara de Ruth, que no se había fijado que tres grafiteros habían pintado sobre su obra. Realmente, estaba intoxicado por Ruth.
—Tío Adam —Liam le tiró de la camiseta—. ¿Podemos llevarle la cena a la princesa?
Noah se mordió el interior de las mejillas para no echarse a reír, pero Adam no tenía ni pizca de humor.
—No es ninguna princesa —contestó Adam.
—Han Solo nunca diría eso. Él quiere a Leia.
—Pero yo no soy Harrison Ford.
—¿Y quién es Harrison Ford? —preguntó Liam frunciendo el ceño—. Tío Adam, escúchame cuando hablo. Te digo que se llama Han Solo, no Harrison.
Aquello era tan surrealista… Sencillamente no podía estar pasando. Tenía que acabar con la situación lo antes posible.
—Voy abajo otra vez y acabo con esta mierda —decidió Adam apartando a Noah.
—¿Qué vas a hacer ahora? Está en la cámara, de ahí no saldrá, ya lo sabes.
—No quiero ni que su cabecita piense, ¿entiendes? No me puedo arriesgar a tenerla despierta mientras mis sobrinos están bajo el mismo techo que ella. La tengo aquí, pero la quiero inconsciente.
Noah cogió a Liam de la mano y lo llevó a la planta de abajo, siguiendo a Adam. Nora estaba sentada en el sofá y buscaba colorete en su cajita rosa de maquillaje.
—Nora, cielo. Vamos a la habitación.
—¿Ahora? Estoy muy ocupada. Me estoy pintando —contestó la niña quedándose tan ancha. Llevaba una coleta en el pelo, su pelo rubio brillaba y sus ojos negros le ocupaban toda la cara. Era una monada.
—Ya, entonces coge la cajita y nos pintamos arriba —le sugirió Noah.
La niña se levantó del sofá y empezó a saltar loca de alegría. Su cola rubia subía y bajaba sin descanso.
—Arriba, Nora.
Nora se subió a sus hombros y le dio un beso enorme en la mejilla.
—¿Podré pintarte los labios, tío Noah?
—Ni hablar.
La niña empezó a hacer pucheros. Noah refunfuñó y cedió.
—Está bien.
—¡Fabu! Con un colorete rosa estarás guapísimo…