La puerta sonó tres veces de forma contundente. Alguien la aporreaba sin piedad. As se levantó del sofá para ver qué sucedía cuando vio entrar a Adam con su aura roja amenazante. Era la viva imagen de su padre Nimho, y siempre que lo veía recordaba al que había sido su mejor amigo.
Adam lo miró con el entrecejo completamente fruncido. Llevaba el libro de chamán de su padre, cuyas profecías habían salvado a su clan en numerosas ocasiones.
Adam se paró ante él y le ofreció el antebrazo. As lo enlazó con el suyo y sonrió al joven berserker que tenía delante.
—¿Qué sucede, Adam? ¿La puerta se ha metido contigo?
Adam ignoró el comentario del líder de la manada. Su nariz estaba impregnada del olor de Ruth y suficiente hacía con controlar su entrepierna, como para replicarle. Ella estaba allí, seguramente en la planta de arriba.
—¿Dónde está?
—¿Dónde está quién? —le dijo As.
—La humana. Ruth.
—¿Cómo sabes que ella está aquí? —As se cruzó de brazos, intrigado por el comportamiento de Adam.
Adam se dirigió a las escaleras.
—No puedes subir, kompis[4]. ¿Qué te pasa? Estás nervioso.
Adam apretó los puños a ambos lados de su cuerpo, sin dejar de mirar el final de la escalera. Ella estaba allí. Su asesina.
—Va a pasar algo, As. Algo horrible. No te lo había mencionado porque esperaba tenerlo todo bajo control. Pero ella está hoy aquí… y no es por casualidad.
—No es la primera vez que oigo que va a pasar algo horrible. No sé de qué me hablas, así que empieza a contármelo ahora —le ordenó acercándose a él—. ¿Qué va a pasar? ¿Y por qué parece que tiene que ver todo con Ruth? Siéntate y cuéntamelo todo.
As guio a Adam hacia el sofá, tirando de él con fuerza para que se apartara de la escalera. Tomaron asiento y Adam abrió el libro de profecías de su padre y le enseñó las dos últimas que él había escrito sobre sus dos hijos. Mientras As se frotaba la barbilla con preocupación, Adam le explicó los sueños recurrentes que tenía sobre Ruth. Menos lo del sexo, se lo explicó todo con pelos y señales.
—Llevaba dos meses sin venir por aquí porque yo la advertí. La he estado vigilando —le dijo el joven berserker—, quería saber dónde se encontraba a cada segundo. Pensaba que si no se acercaba a Wolverhampton, el sueño, y por consiguiente, la profecía, no se cumplirían, porque ella me mata en el Tótem y eso era imposible si no estaba en Wolverhampton. Pero ahora, a apenas dos días de que se cumplan siete años de la muerte de mi hermana, Ruth viene a tu casa. ¿Por qué ha venido? ¿A qué demonios ha venido esa condenada mujer?
As se levantó y caminó nervioso por el salón.
—Adam, no dudo de tu palabra. Pero tampoco dudo de la naturaleza de Ruth. Ella nos salvó la vida una vez. ¿Por qué iba ahora a ponernos en peligro? No es una asesina.
Un músculo palpitaba en la fuerte mejilla de Adam.
—Llevo seis semanas, todas las noches, sintiendo como sus flechas me traspasan la piel —siseó Adam—. No es agradable, créeme. Ruth no es lo que parece.
—Y puede que tengas razón —le aseguró As. Y más ahora que, según María, Ruth pertenecía a las sacerdotisas de la Diosa. La chica estaba tan asustada… era imposible pensar que ella… no. No podía ser. Se pasó la mano por la barba morena perfectamente cortada—. ¿Qué es según tú?
—Alguien que nos va a traicionar. Ruth es mi muerte, leder[5] As. Y si eso sucede, la muerte también vendrá a nosotros. Los lobos nacerán muertos —repitió las palabras de la profecía—. Y que conste que no temo por mí, sino por lo que implicaría mi muerte para los demás.
—Me cuesta creer que ella…
—As, creo que no me entiendes —remarcó las palabras—. No he venido aquí ni a negociar ni a discutir nada.
As lo miró por encima del hombro, sorprendido por la actitud desafiante de Adam.
—Entonces, háblame claro, chamán —le ordenó—. ¿Qué quieres hacer?
—Es sencillo. Me la llevo y yo mismo la vigilo hasta pasado mañana, la fecha señalada. No le haré daño a no ser que sea necesario.
—No me gusta, Adam. No quiero que la chica sufra.
—As, lo hago por el bien de todos. Es mi responsabilidad advertir sobre las profecías, ¿entiendes? A mí se me da el aviso, y yo debo saber lo que hacer con él. Es fácil: si cojo a Ruth a tiempo, ella no podrá cumplir su cometido.
—Yo también soy responsable de lo que hagas con ella. El clan está a mi cargo —As se quedó pensativo. ¿Cómo iba a solucionar eso? Las casualidades no existían, pero eran demasiados sincronismos los que habían entre Ruth, la profecía y el sueño de Adam. El chico era el noaiti. Tenía el don de ver el futuro, y si no fuera por él, el mensaje que había transmitido Ruth hacía mes y medio nunca habría llegado a buen puerto. Deseaba con todas sus fuerzas que Adam estuviera equivocado, pero él no fallaba desde los ciento cincuenta años que llevaba suplantando a su padre. ¿Cómo iba a dudar de él ahora?—. Está bien. Lo haremos a mi manera.
Adam no sabía lo que quería decir eso, pero al menos era un avance.
—Te llevarás a Ruth cuando yo lo diga —dejó claro As.
—No hay tiempo, As. Subo y me la llevo.
—Ni hablar, y menos ahora, delante de Aileen, Daanna y María. No te dejarán. Tenemos que hacerlo con sutileza. Y que te quede claro que ni siquiera yo estoy de acuerdo con esto. No la vas a sacar de la ciudad. La llevarás a un lugar seguro y…
—Va a estar en el sótano de mi casa. No saldrá de ahí.
—Si la tocas o le haces daño…
—Si intenta matarme, se lo haré. O ella, o todos los demás. Además, no me contestaste aún: ¿por qué ha venido hoy a tu casa?
As dudó en contarle la nueva revelación. Si lo hacía, Adam creería en todas sus, —por el momento—, suposiciones sobre ella, y eso sería como poner a Ruth en la guillotina. Una Ruth humana e inofensiva para Adam supondría menos amenaza que una Ruth con dones y poderes. Mejor no decírselo.
—Ha venido a vernos. Yo se lo he pedido. María preguntaba por ella, y Aileen la ha traído —mentía.
Adam entornó los ojos. No lo creía.
—¿Cuántos saben lo que tú piensas de ella? —preguntó As visiblemente afectado.
—No le he enseñado a nadie la profecía de mi padre. Tampoco le he hablado a nadie de mi sueño, excepto a Noah. Él es el único que sabe lo que me sucede con ella.
—Nadie debe saberlo. Nadie. Si supieran que hay una profecía en la que dices que te matan y que eso provoca el caos, irán definitivamente a por tu supuesta asesina. Eres muy apreciado en el clan. Ruth no tendría ninguna posibilidad.
—No debería tenerla. Pero sólo porque tú crees en ella, le daré esa oportunidad.
—Se la vas a dar. Es una orden. Y mientras esté en tu casa quiero a Noah contigo.
—¿Por qué, leder? ¿No te fías de mí? —gruñó.
—Ruth es la mejor amiga de mi nieta, Adam —se cruzó de brazos—. Y me cae bien. Se supone que tenemos un sexto sentido para eso, percibimos las intenciones de los humanos y yo no siento que ella sea un peligro. No se la puede acusar así como así. Me tomo muy en serio lo que ves y lo que profetizas, pero estamos hablando de esa chica, y ella no me parece el Apocalipsis.
—Torres más altas han caído —musitó desafiándolo—. Es como una loba disfrazada de corderito, As. Pensé que eras más listo.
—Cuidado, Adam. Tú tienes más de lobo que ella. —Exhaló el aire como si estuviera cansado—. Pero sé que tus profecías siempre tienen algo de verdad, por eso voy a dejarla a tu cargo, sólo hasta comprobar que ella es inocente.
Adam ladeó la cabeza.
—No me voy a equivocar. ¿Cuándo la puedo arrestar?
—No se trata de arrestarla —gruñó apretando los dientes. Aquella palabra era horrible—. No la vas a arrestar. Simplemente la confinarás un tiempo, ya está. Hasta ahora, Ruth no ha hecho nada que haga que dudes de ella.
—Está aquí, ¿no?
—Sí —refunfuñó As cada vez más irritado. Odiaba que Adam tuviera razón—. Mira, déjame averiguar qué tienen planeado hacer las mujeres, y yo te informaré para que la puedas…
—Raptar.
—Joder… —era un rapto en toda regla, no lo podía maquillar—. Pero debes ser discreto, Adam. Yo hablaré con María, y si puedo la haré mi cómplice. Esto —lo señaló con el índice—, puede hacer que ella se disguste conmigo. Deseo que estés en un error, Adam.
—No tengas esperanzas. Os habéis encariñado con esa chica y no entiendo por qué.
—Ni yo entiendo por qué tú pareces odiarla.
—Bueno, ella acaba conmigo. ¿No es suficiente?
As miró a Adam con atención. Era frío. Duro. Impenetrable y sarcástico. Pero era un hombre joven al que le quedaba mucho por dar y ofrecer, sin embargo no tenía luz alrededor, y la poca que le quedaba, se la habían arrebatado hacía casi siete años. Sintió pena por ese joven que acarreaba demasiado peso sobre sus hombros. Creería que era un hombre sin corazón, si no fuera porque estaba convencido de que Adam luchaba más por seguir protegiendo a sus pequeños sobrinos, que por su vida. Ellos eran el corazón de Adam. Y sin embargo, su experiencia también le decía que había algo más…
—Adam —susurró—. ¿Estás realmente seguro de lo que dices?
—Completamente.
—Esto hará daño a mi nieta y a mi pareja, sin mencionar que Ruth es la protegida de Caleb. No quiero volver a enemistarme con él. Hace poco que vanirios y berserkers hemos reiniciado relaciones y si descubre que…
—Sólo será hasta que pase la fecha señalada. Después, desgraciadamente, todo se aclarará. Todos nos alegraremos de habernos librado de ella, As.
—No hables así. No todos —replicó contrariado—. Llamaré a Noah y me aseguraré de que te vigile.
Adam tuvo ganas de echarse a reír.
—Joder, As, es a ella a quien se debe vigilar.
—Adam, por tu actitud no te dejaría a solas con Ruth ni siquiera un minuto. Ahora vete, y en cuanto sepa cuáles son los planes, te llamaré.
Adam asintió y se dirigió hacia la puerta, mirando de reojo la escalera.
—Y, Adam —lo llamó con la cara abatida—, si tan convencido estabas de que tenías razón, no entiendo por qué has estado tanto tiempo sin mencionarme nada sobre el peligro que Ruth se supone que va a traernos.
—Ya te he dicho que la tenía controlada. No lo creí necesario.
—Me importa una mierda lo que tú creías. Ojalá que no, pero si lo que dices es cierto, has cometido un acto de irresponsabilidad hacia el clan.
—La profecía era personal, iba dirigida a mí —quería darle una explicación convincente que ni él mismo se creía.
—Si tu destino salpica al destino del resto, entonces también nos concierne. ¡¿Por qué cojones no me lo has dicho antes?! —As tenía todo el cuerpo en tensión intentando no alzar la voz para que las chicas no lo oyeran—. ¿No será porque tú tampoco quieres creerlo?
Adam echó los hombros hacia atrás y le sonrió desdeñosamente.
—¿Y por qué no iba a querer creerlo? Ruth es una golfa que no significa nada para mí. Vosotros sí que la queréis, por razones que no logro entender. Ella os ha estado engañando, a mí no. Yo he sido lo suficientemente listo como para mantenerme alejado.
—No te creo, Adam. Y no la conoces para juzgarla de ese modo. Creo que deberías dejar ese recelo que tienes hacia las mu…
—No hay nada que tengas que creer. Las cosas son así —gruñó desde la puerta.
—Huelo tus hormonas, Adam. No estás alterado por María, pues es mi mujer, ni por Daanna, que es una vaniria, ni por Aileen, que ya está emparejada…, estás así por la humana. Por Ruth. No has dicho nada a nadie porque así nadie podría hacerle daño. Tampoco lo quieres creer. Tú también la proteges, amigo.
—Vete a la mierda, As. Y si hay alguien con quien Ruth no está para nada segura, es conmigo. No soy su protector. Soy su pesadilla —cerró la puerta de un portazo.
As estaba un tanto confundido, pero sabía lo que le pasaba al berserker. Mirando la puerta cerrada, su intranquilidad aumentó. Adam era peligroso en estado normal, pero si las hormonas se le disparaban como había notado, y la responsable era Ruth, entonces la joven no iba a estar segura con él bajo ninguna circunstancia.
¿Pero en qué lío se había metido?
Daanna aterrizó en el jardín de la casa que compartían Gabriel y Ruth en Notting Hill. Para ella era tan extraño visitar y tener relaciones con humanos como ellos… Siempre la habían apartado del trato con los demás, y estaba cansada de tantas restricciones.
Se apartó la melena negra de la cara, y saludó con la cabeza a los vanirios que permanecían en los coches vigilando a su nuevos amigos. Porque ellos eran amigos suyos, ¿verdad? Sí, lo eran. Sonreía cuando pensaba en ellos, y eso era buena señal.
Ruth y Gabriel tenían a un buen grupo de vigías pendiente de todos sus movimientos. Tanto berserkers como vanirios. Los dos humanos se habían convertido en piezas importantes dentro de los clanes, y debían protegerlos.
Gabriel tenía la música muy alta. No podía trabajar sin ella, y allí, en Notting Hill, no era nada extraño oír melodías hasta altas horas de la madrugada. Notting Hill era uno de sus barrios favoritos. Era pintoresco y estaba lleno de ritmo y alegría. Aunque a ella esas palabras ya no le recordaban a nada.
De fondo sonaba la canción de Madonna The power of goodbye. Sonrió con tristeza. Qué melancólico. Ésa era una de sus canciones favoritas, una que daba sentido a su alma destrozada. Desde el día en que nació, su clan keltoi la había señalado como la elegida para cumplir una extraña profecía, una relacionada con puertas que se abren y se cierran. Nadie sabía cuando llegaba la profecía, pero la cuidaban y la veneraban como si ella tuviera algo importante que decir o hacer de cara a la humanidad. Ella no tenía nada especial. Nada en absoluto. Sí, era muy hermosa y tenía poder, pero no entendía por qué la valoraban tanto, a sabidas cuentas de que, hasta ahora, ni la profecía se había cumplido ni ella tampoco había desarrollado nada especial que hiciera pensar que era más poderosa que los demás. No. Ella no había tenido ningún poder nunca. Era elegante en la lucha, ágil y fuerte, y tenía los mismos dones mágicos que el resto, pero nada más. Lo único que la había hecho especial desapareció miles de años atrás, cuando la transformaron.
Miró hacia la puerta, sintió una presencia absorbente, y se encontró con alguien que hubiera deseado no ver.
Ahí estaba Menw McCloud.
Apoyado en el arco de la entrada, con los brazos cruzados y repasándola de arriba abajo con la mirada más clara y azul que había visto en su vida inmortal. Vestido todo de negro, con camiseta y tejanos oscuros, y una cazadora de motorista negra de piel. Siempre tan guapo. Siempre tan sexy. Y a ella siempre la trastornaba eso.
Daanna gruñó, quería gritarle y decirle que la dejara vivir tranquila. Pero eso era imposible. Menw disfrutaba acechándola y persiguiéndola. Un juego al que llevaban jugando demasiado tiempo.
El vanirio se incorporó, y relajó los brazos dejándolos reposados al lado de las caderas.
Los ojos verdes de Daanna destelleaban relámpagos de furia, y Menw sabía perfectamente que siempre que lo miraba, sus ojos verdes se aclaraban y se volvían casi amarillos. Rabia, ira, dolor, y… deseo. Todo eso lo provocaba él, y aunque la mayoría no eran sensaciones agradables se alegraba de no ser indiferente para ella.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Daanna en tono desdeñoso.
—Buenas noches a ti también.
—¿Qué-haces-aquí? —repitió malhumorada.
—Hacerme cargo de ti. Ya que tú no le das importancia a tu bienestar, alguien tendrá que hacerse responsable de tus actos —señaló como quien no le da importancia a nada.
—Oigo llover. ¿Vienes a molestarme, entonces?
Menw apretó la mandíbula. Esa mujer le estaba arrancando la vida poco a poco. Siempre a la defensiva.
—Ya sabes que hay miembros de la secta que tienen especial interés en ti. No estás segura. Hay una guerra declarada, Daanna.
—Ya, ¿y tú vas a cuidar de mí? —Pasó por su lado y alzó la mano para tocar al timbre de la casa, pero Menw la tomó de la muñeca a medio camino. Daanna levantó una ceja y miró como los dedos enormes del vanirio se cerraban como una esposa sobre su piel. Para tener el pelo rubio, la piel de Menw era bronceada. No blanquita como la de ella. Vaya contraste hacían los dos—. No tienes derecho a tocarme —siseó como una serpiente. Con una orden mental hizo sonar el timbre de la casa, sabiéndose ganadora en ese pequeño interludio.
—Maldita sea, Daanna —dijo él exasperado—. ¿Cuándo vas a…?
—¿A qué? Cuidado con lo que preguntas, no creo que quieras saber la respuesta.
—Daanna, no es bueno seguir así. —Estaba triste, y a la vez su mirada era furiosa y helada—. ¿Vamos a detener esto alguna vez?
—Nunca —sentenció como un latigazo, perdiendo la altivez y el savoir faire que siempre le precedían—. Nunca. Te lo he dicho tantas veces… y tú no me quieres hacer caso.
Menw frotó la muñeca de Daanna con suavidad. Sus ojos azules estaban atormentados y mostraban una desvalidez que jamás lucía en su mirada. No desde que era un vanirio.
Daanna se obligó a parecer impertérrita e indiferente ante la súplica en los enormes ojos de Menw.
—¡Ya voy! —gritó la voz de Gabriel a lo lejos.
Ella tiró de la muñeca.
—Suéltame —le ordenó.
Menw alzó la mirada al cielo y tragó saliva. Un gesto de inseguridad extraño en él.
—Estoy cansado, Daanna —susurró Menw mirándola finalmente a los ojos—. Es mucho tiempo el que llevo así, esperando. Años, décadas, siglos.
Daanna de repente le prestó atención. Había una nota derrotista en su voz, una melodía fatídica y resolutiva, y aquello no le gustó. Pero no dijo nada. Ya se le pasaría la rabieta.
Llevaban tanto tiempo con ese rol que ya le parecía que su relación había seguido ese camino siempre. Sin embargo, en el fondo de su corazón, sabía que no era verdad. Hubo un tiempo, hace mucho, en el que ella y Menw eran inseparables. Eran uno. Pero ese tiempo pasó cuando Menw cometió aquella atrocidad, alejándola de su lado para siempre, rompiéndole en mil pedazos el corazón.
Los trocitos que quedaban eran tan pequeños que ya apenas sentía un latido uniforme. Estaba muerta. Muerta en vida, y aquello no podía continuar así. La llegada de Aileen lo había cambiado todo. Ella quería tener la libertad que su amiga y cuñada había encontrado, quería lo que Aileen había conseguido con su hermano Caleb.
Nunca podría confiar en Menw, no después de aquello, pero su tiempo de lamerse las heridas debía finalizar.
A lo mejor, Menw no era el único para ella. Iba a desafiar a Freyja. Lo tenía decidido, llevaba pensándolo mucho tiempo.
—Daanna, ¿quieres de verdad que me vaya? —Menw miró a la puerta, esperando visualizar a aquel joven humano que estaba enamorado de su vaniria. Enamorado hasta las cejas. Y ella lo sabía, no era tan tonta como para no verlo. Pero Daanna era su vaniria. Suya. Mi Daanna.
—Quiero que me sueltes la mano y que me dejes tranquila, en paz. ¿Entiendes eso? Llevo pidiéndotelo una eternidad y tú insistes en hacerte el sordo. Vete, por favor. Desaparece de una vez y déjame respirar —lo dijo con una voz carente de emoción. Estaba echándolo de su vida, despachándolo, y lo hacía como si le estuviera dando la hora. Se había acostumbrado a hacerlo.
Menw la miró a los ojos. Aquello dolía más que nunca. Sabía que ya era tarde para él, el tiempo se le acababa y nadie lo percibía, sólo su hermano Cahal.
Cahal no entendía por qué Menw no la hacía suya. Todos lo sabían. Ellos dos se pertenecían. Para Cahal sería fácil colgársela al hombro y poseerla en cuerpo y mente, como haría un vanirio. Como hacían ellos en su clan. Los celtas eran muy posesivos con sus mujeres.
Pero para Menw, no era tan sencillo ¿Qué eran el cuerpo y la mente cuando ya no tenía un corazón que dar? ¿Cuando ni siquiera Daanna abrigaba una emoción cariñosa hacia él? ¿Cuando el solo acto de sentir que la tocaba, hacía que a ella se le erizara la piel por la repulsión?
Hizo un gesto de dolor con la cara. Los incisivos se le alargaron porque tenía ganas de luchar con ella, de decirle que ya era suficiente. Suficiente de desaires, de dolor y de no calmar la necesidad de tocarse el uno al otro. Pero por ella detuvo al animal interior. Ella, su alma, no se lo merecía.
Le estudió el rostro. Un rostro de líneas elegantes, tan bien cincelado, tan bien conocido que incluso podría decir el número de pestañas que ensombrecían los ojos esmeralda de aquella espléndida belleza. El ángulo exacto de su barbilla, la forma de sus pómulos, la voluptuosidad de sus labios, el arco de sus cejas… un rostro que era el hogar para él y que cerraba sus puertas. Definitivamente. Una cara que él ya no hacía sonreír. Y era tan desesperante… y tan cruel. Paz le pedía. Una paz que él ya no tenía.
Daanna tragó saliva, y observó el tormento que se cernía sobre Menw. ¿A qué venía tanto melodrama?
—Bien —asintió soltándole la muñeca con lentitud. Agachó la cabeza y su pelo cubrió unas lágrimas que ella nunca vería. Llegaba su momento y su decisión, y la tomaría por ella—. Adiós, mo leanabh[6]. —Intentó sonreír pero la pena no le dejó. Dio un salto y desapareció entre las nubes más claras que cubrían el cielo nocturno. Alejándose de ella.
Daanna miró al techo estelar buscando el cuerpo de Menw. ¿Qué había pasado ahí? Se sintió extraña y con un nudo en la garganta que no la dejaba tragar. Tenía ganas de llorar. Siempre que lo veía partir, el dolor se atrincheraba en su corazón y se acurrucaba partiéndole el alma.
—¿Daanna? —Gabriel la miraba desde la puerta. Siguió los ojos de la vaniria y no vio nada—. ¿Va a nevar hoy? —preguntó con una sonrisa.
—¿Qué? —Daanna se aclaró la garganta que sentía cerrada, y miró a Gabriel.
—¿Hay algo ahí arriba que sea interesante? —volvió a preguntar.
«Menw», pensó ella abatida.
—No, nada. —Sonrió sin que el gesto le llegara a los ojos, como hacía siempre—. Me envían a hacer una maleta para Ruth.
—¿Ella está bien? —La invitó a entrar y cerró la puerta.
—Sí, estupendamente —murmuró. ¿Por qué Menw se había comportado así?—. Se quedará en casa de As un tiempo.
—¿Por qué?
—Porque Ruth tiene algo especial y hay que enseñarle a controlarlo.
—¿Es que todos son especiales menos yo? Déjame adivinar. Es la mujer biónica y lo acaba de descubrir ahora.
—¿Quién es la mujer biónica?
—Nadie, da igual. Mis dos mejores amigas son unas frikies —contestó cansado—. ¿Y yo voy a estar aquí solo?
Daanna lo miró y levantó una ceja. Uno de esos pocos gestos naturales y espontáneos que aún conservaba.
—Por tu tono seguro que estás muy desilusionado. —Subió las escaleras, dirigiéndose a la habitación de su amiga.
—Profundamente —disimuló Gabriel.
—Mentiroso. —Abrió la puerta de su habitación y se fue directa al armario.
—Por fin podré traerme a mis ligues aquí. Viviendo con Ruth parecía que éramos una pareja y no se me acercaban mucho.
—¿Tú… tienes ligues? —lo miró por encima del hombro.
—Claro. —Le guiñó uno de sus ojos azules oscuros.
—Mujeres.
—¿Me lo estás preguntando? —dijo ofendido—. Acabas de matar mi hombría.
—Sólo preguntaba.
—Daanna… —dudó y se pasó la mano por el pelo rubio y rizado. Los rizos salieron disparados hacia todos lados—. Yo… ¿te parezco guapo?
Daanna metía la ropa de Ruth en la maleta con una presteza y una velocidad sobrenatural. Se detuvo para mirarlo y darle un repaso.
—¿Me lo estás preguntando? —repitió.
—Sí.
Cerró la maleta. Lo observó detenidamente, como si fuera un cuadro de Picasso. Gabriel era un chico alto, con un pelo hermoso que recordaba a los príncipes de dibujos Disney, las cejas bien delineadas, la nariz patricia, los labios gruesos y unos ojos enormes claros y muy vivos. No era para nada un hombre feo. Tenía unos hombros anchos y parecía que iba a menudo al gimnasio a tenor de los bíceps que lucía.
—Creo que eres guapo —asintió—. ¿Por qué?
—Porque si se lo pregunto a Ruth y a Aileen, ellas siempre me acaban tomando el pelo. Tú eres sincera, ¿verdad? —se veía esperanzado e inseguro.
—Sí.
—Bien. Quería saber lo que tú pensabas.
—Ah —no le dio importancia.
—Antes me dijiste que me dejara el pelo largo.
—Tienes un pelo muy bonito. —Lo volvió a estudiar—. ¿Ya te lo puedes recoger casi con una coleta?
—Sí, casi —sonrió—. ¿Sería un atrevido si te invitara a salir? —se lo soltó de sopetón. Era mejor así, menos nervios se pasaban.
—¿Estás ligando conmigo, Gab?
—¿Funciona?
—No. Conmigo, no —le dijo sinceramente.
—Claro, tú ya estás pedida.
Daanna sintió uno de los apretujones en el corazón que le recordaban que estaba herida y rota por dentro.
—No lo estoy —contestó ella. Tenía que sobrevivir a eso. Debía intentarlo.
—Creo que Menw me mataría por habértelo preguntado. Sé que eres de él y…
Aquello fue el detonante.
—Escúchame bien. Menw no es mi dueño y aquí no tiene nada que hacer. Me pareces un chico guapo y atractivo, lo que pasa es que no estoy acostumbrada a que me inviten a salir —reconoció echando los hombros hacia atrás—. No me han dado mucho espacio hasta ahora.
Gabriel la miró de arriba abajo, y sonrió. Él nunca reía abiertamente, sólo alzaba una de las comisuras de sus gruesos labios. Que a una belleza tan espectacular como la vaniria le negaran el derecho de pasarlo bien y volver loco a medio mundo era un delito.
—¿Eso qué quiere decir?
—Que sí, acepto. Claro, salgamos —respondió más animada. Se quedó pálido y luego, enrojeció como un tomate. Daanna pensó que era adorable, como un niñito.
—Oye, llámame. Tienes mi teléfono, ¿verdad? —se apresuró ella cogiendo la maleta.
Gabriel asintió como un robot.
—Entonces espero tu llamada. —Se encaramó al balcón y le sonrió—. Adiós, Gab. —Saltó y su cuerpo desapareció entre las nubes.
Gabriel miró la habitación que ahora estaba vacía sin la presencia de aquella hermosa vaniria. Por fin se había atrevido a pedirle una cita a Daanna. Bien, ahora sólo hacía falta que no hiciera el ridículo con ella. Alzó los puños y gritó de alegría.
María se acercó a Ruth con una túnica de color blanca en las manos. Larga y suave como la seda, relucía si la luz de la luna que entraba por el balcón la alumbraba. Ruth frotó la tela entre los dedos.
—¿Qué es esto? —preguntó admirando la facturación de la prenda.
—Debes ponértela —contestó María sentándose a su lado—. Esta noche vamos a ir a un lugar muy especial, y con esta prenda das a entender tu pureza y muestras tu respeto.
—¿A qué lugar vas a llevarme? ¿A quién debo mostrar respeto?
—Ya lo verás. Hoy nacerás de nuevo, cariño.
Ruth frunció el ceño. Aileen ya no estaba. Había llegado Caleb, y ahora hacía rato que estaban hablando con As sobre la revelación de María. Ruth era la única que no sabía qué estaba sucediendo a su alrededor.
—Necesito que me lo cuentes todo —le rogó a María—. No estoy asustada, no está en mi naturaleza. Pero soy muy curiosa y necesito controlar lo que pasa a mi alrededor.
—Está bien —dijo palmeando su mano con cariño—. Quería que te relajaras para poder contarte todo esto.
—María, estoy bien, de verdad. Sólo quiero sinceridad.
—¿Tengo toda tu atención, entonces? ¿Con la mente absolutamente abierta?
—No hay un humano en la tierra que pueda tener una mente más abierta que yo en estos momentos —sonrió resignada. Se colocó la túnica blanca, y la seda rozó toda su piel poniéndole el vello de punta. Maravillada al notar su suavidad, se echó la melena caoba sobre un hombro y se centró en María—. Adelante.
María asintió.
—Mi linaje proviene de siglos ancestrales, Ruth. Provengo de un grupo de altas sacerdotisas. Por mi sangre corre sabiduría de miles de años atrás.
—¿Qué sacerdotisas? ¿Quiénes son las sacerdotisas?
—Ah, las sacerdotisas —sonrió soñadora—. Hubo un tiempo en el que existía un grupo de mujeres que concebían al poder creador del universo, al cual vosotros llamáis Dios, como si fuera una fuerza femenina capaz de generar cambios. Esa fuerza llena de amor, de armonía, de fertilidad e inteligencia, es eterna, y aporta equilibrio y orden en el cosmos. Esa fuerza es llamada la Gran Diosa. Una fuerza que está por encima de otros dioses. Una fuerza que lo es todo.
Ruth permanecía atenta a las palabras de María. ¿La Gran Diosa?
—Este grupo de mujeres —prosiguió María— aprendió a canalizar esa energía y a utilizarla por el bien de la humanidad. Eran mujeres sabias, con dones excepcionales. Hablaban con la naturaleza, con los animales, con los elementos… Predecían el destino y cambiaban su curso en beneficio de los demás. Ellas salvaron a los humanos durante mucho, mucho tiempo —María tenía los ojos llorosos, perdida en sus recuerdos—. Pero el hombre, celoso y temeroso del poder de la mujer, manchó la imagen de las sacerdotisas, y fueron terriblemente asediadas. El mundo se volvió masculino y cruel. Al llegar y triunfar las religiones patriarcales, todas ellas en favor del poder del hombre, la Diosa y todo aquello que pudiera representarla fueron perseguidos y caracterizados en todos sitios como si fueran malignos.
—¿Como… una caza de brujas?
—¡Fue una caza de brujas! —confirmó María con solemnidad—. Decían de nosotras que éramos adoradoras del Demonio. Que éramos viejas y horribles. ¿Nosotras? ¿Viejas y horribles? ¿Adoradoras del Demonio? No creemos en él, así que no podemos adorarlo. Es absurdo —refunfuñó—. Asustadas por nuestro destino, algunas decidieron ocultarse y trabajar en silencio. Muchas de ellas están trabajando codo con codo para echar una mano a las que se quedaron en representación de la Diosa en la tierra. Yo, y las mujeres que vendrán de aquí un rato, somos descendientes de esas mujeres. Ahora estás en el punto de mira, pequeña.
Ruth se apretó las sienes con los dedos y cerró los ojos intentando concentrarse en las palabras de María.
—¿Me vigilan? —siseó la joven irritada.
—Ruth, eres especial ¿entiendes? —se levantó y sacó un libro enorme de un cajón. Pasó la mano por encima, acariciando el lomo con ternura. Cuando volvió a sentarse al lado de Ruth, María le ofreció el libro—. Ábrelo.
Ruth obedeció, y ante ella aparecieron mujeres retratadas en todo tipo de ambientes. Espacios naturales abiertos, lugares bucólicos, crípticos… Cada mujer parecía hacer una cosa diferente. En la primera página había dos mujeres, a cuál más hermosa. Una de ellas de largo pelo rojo, estaba subida en un carro de oro que era arrastrado por un par de vacas. Llevaba un vestido blanco que ondeaba a su alrededor. La otra, de una impresionante melena rubia y lisa, parecía un ángel sensual, y acariciaba a dos inmensos gatos —si es que eran gatos y no tigres— mientras sonreía y miraba con orgullo a la del pelo rojo. Al pasar página, apareció una nueva mujer; ésta tenía una copa dorada en las manos y la ofrecía a aquél que viera el libro. Luego aparecían muchas otras; una acariciaba a una lechuza, la otra tenía una serpiente enroscada en la cintura. Pasó página; otra más estaba semidesnuda y levantaba los brazos hacia el cielo como si invocara a algo o a alguien que no podía ver. Aquellas hembras eran todas diferentes, de rasgos, de ojos, de color de pelo y de tez. Sin embargo, vestían con la misma túnica roja. Otra miraba desafiante hacia Ruth, con un libro en mano y una sonrisa en los labios.
—¿Qué es esto? —susurró Ruth. Los retratos eran tan reales que Ruth pensaba que tarde o temprano iban a saltar de las páginas y a correr por la habitación—. ¿Quiénes son esas mujeres?
—Éste es El libro de la Sacerdotisa. Lo cedió Myrian, la primera sacerdotisa elegida, a la primera generación de iniciadas. Fue un regalo de la Diosa. En él están dibujadas todas las mujeres que han sido bendecidas con su don. Todas ellas son sacerdotisas. Como tú. Como yo.
—María… quiero creer en lo que dices, de verdad, pero…
—La Diosa, ese poder que conecta toda nuestra realidad —la cortó levantando la mano para que no la interrumpiera—, se sirve de estas mujeres especiales para mantener un equilibrio y representar el bien en la tierra. Desde tiempos ancestrales ha habido sacerdotisas en todas las culturas. Mujeres sabias a las que se les obedecía; mujeres que eran oráculos, que meditaban en templos; que eran magas y maestras; mujeres sanadoras, mujeres médiums… María Magdalena, Morgana, Lillith. Helena de Troya, Hipólita… —A cada tipo de mujer, María señalaba un dibujo del libro que retrataba lo que quería decir—. Todas esas mujeres se dedicaron a trabajar para la luz, ofreciendo su don a la causa. La Diosa las elige. Como a ti. —Sonrió y se encogió de hombros—. Como a mi. Cuanto antes entiendas esto, Ruth, más fácil será que reconozcas tu naturaleza.
—¿Quién las dibuja? —arqueó las cejas. No era que no creyera en María, sencillamente no creía que ella misma fuera tan especial. Sus padres nunca creyeron que su don fuera bueno, de hecho, nunca creyeron en ella. Ahora, aquella mujer la miraba con reconocimiento esperando a que Ruth dijera… ¿Qué quería que dijera?
—Los retratos salen solos. Las nornas[7] los dibujan. Este libro es…
—¡Ah, claro! Mis amigas las nornas —contestó sarcástica como si las conociera—. ¿Cómo no?
—Oye te lo estoy explicando. La Diosa dota a todas las mujeres con los dones. Las nornas, que son para tu información las señoras del destino, las dibujan aquí.
—Fantástico. ¿Y tú donde estás? No te veo en las páginas.
—Hay dos tipos de sacerdotisas; las humanas, más conocidas como matronae, y aquéllas que la Diosa elige como constantes, aquéllas a quienes le da el don de la inmortalidad.
—¿Tú eres inmortal?
—Lo soy, pero no porque la Diosa me haya dado el don. En mi caso ha sido As quien me lo está regalando. Pero eso te lo explicaré en otro momento. Las constantes necesitan a las matronae como apoyo, necesitan a personas como las sacerdotisas que vendrán ahora y que son como yo.
—Tú eres una matronae.
—Sí.
—¿Y yo qué soy? —preguntó incrédula.
—No me gusta nada tu tono. —Los ojos oscuros de la mujer la censuraron—. Las páginas de este libro están hechas con los hilos que las nornas utilizan para tejer el destino. Lo que hay en El libro de la Sacerdotisa es verdad. Deberías respetar que…
—¿Y qué quieres que diga? —Se levantó de la cama, gesticulando con los brazos—. Creo que no puedo con esto. Mi problema es que oigo voces. ¿Acaso eso no se llama esquizofrenia y paranoia? Tú quieres hacerme creer que… —resopló poniendo los ojos en blanco—. Mi marca no tiene que decir nada. Hay gente que tiene marcas de frambuesas, o corazones o… Yo misma tengo uno de esos caprichos en forma de corazón en el trasero —notaba que se estaba desquiciando—. Definitivamente necesito mis pastillas.
—¡Maldita sea, Ruth! —el genio de María estalló—. Basta. Ya es suficiente, chica. Te estoy dando la oportunidad de que creas en ti.
—¡Por eso, María! No puedo creerlo. Llevo toda mi vida pensando que soy un despojo, que me falta un tornillo, que estoy maldita. ¿Y tú quieres que crea que no es así? —la voz le tembló. Intentó tranquilizarse—. ¿Que lo que me sucede es bueno? ¿Un don divino? ¿De… la Diosa? Es demasiado bueno para ser verdad, ¿no lo entiendes? Querría decir que no estoy loca y llevo asumiendo eso durante muchísimos años. —Se iba a echar a llorar.
—Sí. Créelo. No estás loca —la animó.
—Demuéstramelo —la instó Ruth cruzándose de brazos—. Dices que en ese libro aparecen todas las mujeres que fueron tocadas por la Diosa. ¿Dónde estoy yo?
—Todavía no eres una sacerdotisa. No has recibido el bautismo. Hasta que no lo pases no sabemos si eres una constante o una matronae. Si eres una constante, aparecerás en el libro, si eres como yo, no lo harás, pero creo que lo tuyo es fuerte, Ruth. Las sacerdotisas lo leyeron en las runas.
—¡Mierda! ¡Mierda y más mierda, María! —Se dio media vuelta para salir de la habitación.
—No se te ocurra salir de aquí, muchacha —sugirió María en tono amenazador.
—Déjame tranquila. —Seguía dirigiéndose hacia la puerta—. Me vuelvo a Barcelona.
—Claro. Vete. ¡Vete a emborracharte, a beber, a olvidar! ¡Ve a la farmacia y compra todas esas pastillas que te nublan la razón! Acalla a todos aquéllos que te piden ayuda. Hazte la sorda y la indiferente.
—No te atrevas, María. —Ruth tenía ganas de gritarle que ella no era cobarde ni indiferente. Que por no ser indiferente pasaba ese calvario. No estaba dispuesta a que jugaran con ella y le dieran la esperanza de creer que estaba sana.
—Si le das la espalda a esto, Ruth, te estarás negando a ti misma. Cobarde niña asustada. —Cuando vio que la chica se detenía, prosiguió. Ruth tenía orgullo y no le gustaba que nadie la rebajara. Así llamaría su atención—. Le estarás dando la razón a tus padres, a los médicos que no te conocían, a todos aquéllos que temían que tú pudieras ver y oír cosas que ellos no podían. A todos los que te hundieron y te dieron la espalda. Ellos ganarán, Ruth. Tu alma, tus principios, tu conciencia… no te quedará nada. ¿Quieres eso?
Ruth apretó los puños con tanta fuerza que sus brazos temblaron de la tensión.
—No sabes por lo que he pasado. No puedes hablar de ello con tanta ligereza —gruñó más que habló.
—Ya lo sé, Ruth. —María la rodeó y la tomó de la barbilla—. Pero si le das la espalda a esto, es justamente lo que harás. Me negarás a mí, negarás a Daanna y a Aileen, negarás a todo este mundo nuevo y mágico que te rodea. Los humanos tienen miedo de estos mundos. Cuando alguien se levanta y dice que puede hacer algo especial, la misma envidia y el temor de que puedas ser mejor que ellos les hacen crueles y desean que tú sucumbas a la misma miseria que ellos. Es la naturaleza humana, el mundo de los egos. Tú eras el clavo que sobresalía y te dieron un martillazo, Ruth. Te hacen creer que algo va mal contigo y así se sienten mejor. Nos ha sucedido a todas. El camino de la Diosa no es fácil, cariño. Pero en ti hay una fuerza llena de luz, Ruth. No la apagues. Hay muchos que esperan que los ilumines.
—María, no es justo lo que me haces. Lo que dices es muy bonito y me ilusiona… —Sus ojos se humedecieron—. Pero seguro que me caeré otra vez cuando vuelva a la realidad. Si resulta que no soy quién creéis que soy, no sé si podré levantarme de nuevo.
—Te levantarás porque es lo que has hecho toda tu vida. Eres una guerrera. Ésta es tu realidad —María le limpió las lágrimas con los pulgares—. Viniste a nosotros, Ruth. Vamos, cálmate. La Diosa te trajo hasta aquí. Abrázala. Acéptala. Hoy te iniciaremos.
—¿Por qué sabías lo de mi luna? Nadie había visto mi marca. —Se mordió los labios asustada.
—Todas las sacerdotisas tenemos esa señal, ya te lo dije.
—¿Tú la tienes? —sorbió por la nariz.
—Yo la tengo.
—¿Por qué la tenemos ahí, en un lugar tan íntimo?
—Porque la Diosa tiene que ver con la energía creadora. Es la matriz de todo, la que incuba el origen de todo aquello que está destinado a existir, a ser. Por eso está sobre nuestro sexo. Porque somos la cuna, sus mujeres. De nosotras sale la vida. Cuidamos de la vida.
—¿Tienes respuestas para todo?
—Para casi todo. Sí. —Sonrió y unas arruguitas aparecieron en la comisura de sus ojos oscuros.
Ruth miró hacia abajo y divisó las uñas rojas de sus pies. Debía de verse tan infantil, tan inmadura. María, sin embargo, parecía todopoderosa con ese porte tan seguro.
—¿Qué puedo hacer para que creas en mí? —preguntó María dulcemente—. ¿Qué hago para que creas en ti?
—Quiero creer —susurró Ruth acongojada—. De verdad. Pero no sé…
María asintió, le puso las manos a ambos lados de su cara y la acercó a sus labios. Se dieron un beso fraternal, limpio y seco. Luego ambas juntaron sus frentes y María declaró:
—Pase lo que pase, estés donde estés, para siempre, tú serás mi hermana del alma.
Ruth agrandó los ojos, incrédula ante lo que oían sus oídos. Era la misma frase que le dijo a Aileen en casa de Daanna. Exactamente la misma. Daanna la había llamado «el juramento Piuthar». El juramento de las hermanas que se declaraban las sacerdotisas.
—Pase lo que pase, estés donde estés, para siempre, tú serás mi hermana del alma —susurró Ruth tragándose las lágrimas tal y como hizo aquella vez con Aileen.
María sonrió orgullosa.
—Esas palabras… yo se las dije a Aileen —confesó Ruth un poco contrariada.
—Es el juramento. Necesitas que otra sacerdotisa te lo ofrezca para que se selle correctamente. Supiste pronunciar esas palabras de un modo innato. Tienes la luna sobre tu pubis. Eres una elegida de la Diosa. ¿Me crees ahora?
Ruth dudaba, aunque ya no sabía de qué.
—Por la Diosa, niña. ¿Acaso tengo que bajarme las bragas y enseñarte mi marca para que me creas?
—No hace falta, gracias. —Sonrió con pesar—. ¿Todo esto es cierto, verdad? No tengo más remedio que creer.
—Lo es, cariño. No te engañaría nunca en algo así. Tienes una función, Ruth. Una misión. —Le retiró un mechón de pelo de la cara y se lo colocó detrás de la oreja.
—¿Y cuál es?
—Después de esta noche lo sabrás. Confía en mí.
—Yo creo… creo que sí.
—¿Sí, qué?
—Que te creo. Confío en ti.
—Bien —María por fin recuperó la sonrisa en su rostro—. Prepárate. Vamos a hacer un pequeño viajecito.