CAPÍTULO 04

Cuando las chicas llegaron a la mansión de As en Wolverhampton, Ruth, que estaba demasiado inquieta, miró nerviosa a los alrededores, no fuera que un berserker loco y que ella no se podía sacar de la cabeza la atacara por verla allí. Tenía muy en cuenta lo que le dijo Adam. Él no quería verla por sus tierras y había hecho lo posible por no tener que visitar nunca a As y a María, pero las circunstancias lo requerían y seguramente el berserker no estaría por allí. ¿Por qué iba a estar a esas horas en casa de As? No eran ni las cuatro de la madrugada.

Hacía tanto tiempo que no veía a Adam… y sin embargo, ni un solo día había dejado de pensar en él. Obsesión enfermiza, eso era.

Aileen, que tenía llaves de la casa de su abuelo, abrió la puerta con sigilo. Su abuelo y María les estarían esperando en el salón. Ella ya les había llamado para decirles que iban hacia allí.

Las tres entraron sin hacer mucho ruido. La casa de As era una mansión de estilo victoriana, toda de madera por dentro, inmensa, señorial y acogedora.

En el salón, sentados sobre el gran sofá de piel que contrastaba con el parqué oscuro del suelo, estaban María y As sonriéndoles. Ambos de pelo negro, y piel aceitunada, parecían dos gitanos. Dos patriarcas de una gran familia.

Ruth sonrió abiertamente. As la quería mucho, era como otra nieta para él. Abrazó a Aileen y a Ruth, y a Daanna le hizo una reverencia. La vaniria era como una princesa en su clan, y aquello era una señal de respeto. Daanna asintió a su vez y besó a María en la mejilla. María las besó a ellas también y les recriminó que no iban a verla tan a menudo como ella quería.

—Nos tenéis olvidados —murmuró con el ceño fruncido—. Y yo tengo toda la atención de tu abuelo, y es un pesado.

As se echo a reír y entrelazó los dedos en su nuca, estirándose cuan largo era en el sofá, orgulloso y complacido por escuchar a María.

—A ti te encanta, cariño. No lo niegues —le dijo él.

«¿Había rejuvenecido As desde que estaba con María?», se preguntó Ruth.

As físicamente aparentaba ser mayor que el resto de berserkers, unos cuarenta y tantos. De hecho, él era el mayor del clan, y sin embargo desde que estaba con aquella humana tan especial, su rostro se había suavizado y tenía una nueva luz.

Después de bromear un ratito, María miró a Ruth de arriba abajo, y ésta, al sentir la inspección, se tensó.

—Cariño, estás un poco más delgada. ¿Te preparo un brownie?

—Me encantan tus brownies, María, pero no me apetece —lo rechazó educadamente.

—¿Te encuentras bien? No. No te encuentras bien. —La mujer se sentó a su lado y le pasó el brazo por encima.

Ruth gruñó. ¿Por qué todos eran tan cariñosos? No quería mimos. Eso la ablandaba y la hacía caer como uno de los castillos humanos que hacían en las fiestas de su ciudad.

—Sí, estoy bien.

—No es verdad —replicaron a la vez Daanna y Aileen—. Venimos porque queremos hablaros de ella.

—¿De ella? —repitió As incorporándose para prestar atención a Ruth—. ¿Te pasa algo, Ruth? Dínoslo, te ayudaremos en lo que sea necesario.

Ruth tragó saliva. Dios, todo aquello era tan difícil para ella. Su maldito defecto se había acentuado desde su llegada a Inglaterra y no hablaba de su «particular anomalía» desde que era muy pequeña. Sus padres se encargaron de que nunca mencionara a nadie su problema, su enfermedad, porque para ellos, contrariamente a la opinión de sus amigas, aquello era una enfermedad maligna, en el mayor sentido de la palabra.

Había intentado por todos los medios ocultarle a los demás la angustia y la agonía que sentía con todo aquello, pero no le sirvió de nada. Todos allí la observaban sabiendo que ella no estaba bien. Mierda.

Recordando aquellos angustiosos días en que la habían tratado de enferma y demente, se enderezó y miró a As directamente a los ojos. Si había un modo de sacarse toda la tensión del cuerpo, era aquélla, y nadie iba a pararle.

Rápido e indoloro.

—Os ruego que no me interrumpáis —suplicó Ruth con dignidad—. Esto no es fácil para mí, pero cogeré más valor si no me detenéis. Sólo quiero vomitarlo ¿vale?

—Me estás asustando, Ruth. —María entrelazó las manos—. Escupe.

—Pues espera y verás —le aseguró Ruth—. Allá voy.

Los cuatro asintieron y se prepararon para escuchar.

—Cuando tenía cuatro años, conocí a una niña en la casa de vacaciones donde iba a veranear con mis padres. Se llamaba Esther y tenía mi misma edad. Cada noche, Esther acudía a mi habitación y se acostaba conmigo, en mi cama. Siempre venía mojada, como si hubiera sudado mucho de haber estado corriendo por el bosque. Tumbándose a mi lado arrancaba a llorar, y me decía que sus padres no la querían. Yo siempre le ofrecía mi osito de peluche para que se calmara pero ella no lo tomaba nunca. Le preguntaba dónde vivía, y ella se acercaba a la ventana y con su manita me señalaba el lago que se divisaba al horizonte, a unos dos o tres kilómetros aproximadamente de dónde estaba nuestra torre. Yo le decía que como venía desde tan lejos, podía quedarse a dormir conmigo siempre que quisiera, y Esther venía cada noche religiosamente, se estiraba sobre mi cama, lloraba, y me susurraba que era la única amiga que ahora tenía —Ruth no los miraba. Sus ojos estaban abiertos de par en par, recordando aquellos años como si los viviera en la actualidad—. Un día, comiendo con mis padres, estábamos viendo las noticias, y dijeron que la búsqueda de la niña desaparecida de Tarragona seguía sin dar sus frutos. Apareció la fotografía en pantalla y yo toda feliz grité: «¡Es Esther! ¡Es Esther! Es mi amiga. Yo la he encontrado, papá. Ella viene cada noche a verme» —explicó con la misma voz de niña de entonces—. Mis padres me miraron horrorizados. —Sonrió con tristeza—. A mi madre empezó a temblarle el tenedor en la mano y se puso pálida. «¿De qué hablas?», me dijo: «Esa niña lleva más de un mes desaparecida, cielo. No la puedes tener en tu habitación, es imposible». Pero yo repliqué, diciéndole que ella venía a verme porque sus padres no la querían. Que siempre venía chorreando aunque afuera no lloviese y que me decía que vivía en el lago —Ruth cerró los ojos y tomó aire—. Me dijeron que fantaseaba y que lo que me pasaba era que como en nuestra torre no tenía amigas tenía la necesidad de crearme una imaginaria. Que dejara de inventarme cosas.

»A los pocos días, descubrieron el cadáver de Esther. Lo sacaron de las profundidades del lago, y la autopsia reveló que había sido violada y asesinada por su padre. La madre había dado su consentimiento mientras él le hacía lo que quería. Yo no sabía nada de lo que era una violación, ni las barbaridades que le hicieron a la pobre criatura… Cuando mis padres ataron cabos después de lo que yo les dije, mi padre se encerraba conmigo cada día en una habitación. Él era… —cerró los ojos y se corrigió—. Es. Él es un cristiano evangelista, ¿sabéis? Estricto y muy beato. Hizo de todo para que su hija no estuviera poseída por el diablo, porque estaban seguros de que me hablaban desde el infierno, de que si hablaba con los muertos era porque era una hija de Satán. Me castigó muchas veces —susurró con la voz acongojada—. Castigos… dolorosos. Mi madre me envió al pediatra y éste al psicólogo. Del psicólogo pasé al psiquiatra. Me hacían tomar de todo, hasta cinco pastillas diarias. El estómago me dolía y yo estaba drogada permanentemente. Y en ese trance, vinieron las voces. Me… me pedían ayuda, pero a mí cada vez me costaba más escucharlas. —Se abrazó a sí misma—. La medicación me atontaba.

»A los quince años, dejé de oírlas. La medicación era mucho más fuerte y mis amigos sufrían mis cambios de humor. A veces deprimida, a veces eufórica… —miró a Aileen que a su vez había puesto todos sus sentidos en ella. Seguramente estaba sorprendida por algunas cosas que ni siquiera a ella le había explicado—. Más tarde, siendo ya adolescente, descubrí que colocándome una vez por semana, no necesitaba las pastillas. El alcohol quemaba más neuronas en una buena borrachera que veinte pastillas juntas. Dejé de tomar la medicación. Parecía estar bien —sonrió débilmente—, hasta que vine a Inglaterra a visitar a Aileen. Y me atacó en Birmingham aquel deforme peludo y apestoso con cuchillos en los dedos, esos bichos que llamáis lobeznos. Desde entonces, las voces han vuelto. Y no sólo eso, sino que como ya pudisteis comprobar, Aileen se comunicó conmigo mentalmente. Y ahora… y ahora, tengo visitas inesperadas en la casa de Notting Hill. Oigo las voces mejor que nunca, pero… hoy ha sido diferente. Hace unas horas, una voz de mujer me ha pedido ayuda y me ha tocado. Me asusté tanto que… simplemente me desmayé.

Nadie osó decir una palabra.

Ruth temblaba por la emoción. Se sentía liberada y temerosa a la vez, pues realmente quería saber qué le sucedía. María se levantó y le puso las manos dulcemente sobre los hombros. La calidez de sus palmas la tranquilizó.

—¿Qué, María? ¿Crees que estoy loca? —le preguntó abatida sin atreverse a mirarla.

—¿Loca? No, cielo. —La tomó de la barbilla mirándola directamente a los ojos—. Creo que eres una persona sensible y con un gran don. Creo que por fin la Diosa nos ha traído lo que esperábamos —sonrió abiertamente—. Te esperábamos, Ruth.

—¿Diosa? ¿Eh? —Ruth sacudió la cabeza haciendo que sus rizos se descontrolasen.

—Lo sabía —exclamó Daanna orgullosa de sí misma.

—¿El qué? —le preguntó Aileen ansiosa.

—¿Te acuerdas del juramento que os hicisteis Ruth y tú en mi casa? —le dijo Daanna.

Aileen recordó el beso en los labios que se dieron ambas, sellando un pacto de hermandad eterna.

—Sí, me acuerdo —sonrió.

—Te dije que ese juramento se llamaba piuthar[3]. El juramento de las hermanas —agrandó sus ojos verdes jade—. Era un juramento que hacían las sacerdotisas entre ellas.

María abrazó a Ruth para calmarla.

—Las sacerdotisas habían recibido a través de las runas que la Diosa nos enviaba a una nueva hermana —susurró María maravillada con Ruth.

—¿Qué sacerdotisas? ¿Quiénes? —preguntó Aileen desconcertada.

—¿Has vuelto a ver a alguien más? ¿A alguien como Esther? —María ignoró a Aileen.

—No —negó con la cabeza, impregnándose del olor a flores de María.

—Y dime, cielo: ¿tienes alguna marca en forma de luna en alguna parte de tu cuerpo? Digamos, ¿en una zona muy especial? ¿Una luna con los cuernos hacia arriba?

Ruth se sonrojó y arrugó el entrecejo.

—¿Cómo demonios sabes tú eso? —preguntó horrorizada.

—Es cierto, ¿verdad? —María achicó los ojos y la señaló agitando el dedo—. Niña, tú y yo vamos a hablar largo y tendido. —Empezó a caminar a su alrededor—. Tienes los chakras cerrados debido a la vida que te han hecho llevar. La medicación ha afectado tu cuerpo y tu espíritu, y esas fiestas que te has corrido no han ayudado mucho a la evolución de tu don. Pero te repondrás.

—María —As alzó la voz y la mujer no le hizo ni caso—. ¿Nos explicas qué está pasando, por favor?

—Ruth es como yo —contestó María tan llanamente. El orgullo se reflejaba en sus ojos.

—¿Como tú?

—Sí, como yo. Una sacerdotisa de la Diosa.

—¿Perdón? —gritó Ruth—. ¿Que soy qué?

—¡¿Que tú eres qué?! —le preguntó Aileen mirando a María con la boca abierta. Luego miró a su abuelo de igual modo, y As se encogió de hombros disculpándose por haberle ocultado eso.

—Aileen, os lo contaré —miró a la híbrida con dulzura. Sus ojos negros delataban diversión—. Pero lo primero es Ruth. Tranquila cariño, no pasa nada —la tranquilizó María dándole palmaditas en la mano—. Es un gran honor ser una elegida. No temas.

Ruth se echo a reír en un ataque de histeria.

—Estoy hiperventilando. Por favor —dijo entre risas—. No lo puedes decir en serio…

—Sí —cortó María con tono de reproche—. Y te lo vas a tomar muy en serio. ¿Me has oído?

La dulzura había desaparecido del rostro de esa mujer cándida. En su lugar la determinación y la seriedad tomaron partido.

—Puedes estar confundida, Ruth. Pero esto no te lo vas a negar. Ni a ti, ni a aquéllos que te necesitan. Y son muchos, Ruth.

—María, no…

—No. —Alzó la mano y la hizo callar—. Nada es por azar. Nada. Si tu verdadera naturaleza surge ahora, es por alguna razón. A veces los dones sobrenaturales de las personas despiertan después de haber sufrido un estado de shock agudo. Dijiste que la noche en la que te atacó el lobezno, volviste a oír las voces, y que desde entonces las oyes mejor que nunca. Ése ha sido tu detonante, Ruth. Cuéntame: la entidad que te tocó… ¿qué fue lo que te dijo?

—Me… me dijo que iba a pasar algo horrible y que yo podía ayudarla.

—¿Algo horrible? —As se levantó y fue hacia ellas con las facciones endurecidas—. ¿El qué? ¿Qué va a pasar? ¿Más problemas de los que ya tenemos?

—¡No lo sé! —Levantó los brazos hastiada y puso los ojos en blanco—. Yo no he hablado con ella. No he podido. Me aterra.

—Pues debes hacerlo, Ruth. —María la tomó de la mano y la empujó para que la siguiera—. Vamos arriba. Te quedarás aquí esta noche. No, no, As —le dijo al berserker deteniéndole con la mano—. Tú te quedas aquí abajo. Aileen y Daanna pueden venir conmigo.

As se quedó murmurando en el sofá, y las cuatro mujeres ascendieron las escaleras que daban a las suites superiores.

Entraron en una habitación con las paredes estucadas en veneciano de un color naranja bastante llamativo. Todo el inmueble estaba decorado con madera oscura. Los techos tenían vigas gruesas de madera más clara, y la claridad del exterior entraba por dos balcones extensos y amplios llenos de rosas y flores.

—Vamos a prepararte. —María abrió la puerta del baño de diseño de colores pasteles, y abrió el grifo del jaccuzi. El agua salía muy caliente—. Vamos a bañarte, a encender velas de purificación, a mimar tu cuerpo y a hacer que se abran los poros con el agüita caliente. Te vas a relajar y vas a descansar.

—María, no puedo quedarme aquí —anunció ella oliendo con placer las velas que estaba encendiendo—. Tengo que trabajar, la web no debe dejarse desatendida. Los foros necesitan atención porque si no empiezan a quitarse los ojos los unos a los otros y…

—No te preocupes por eso, Ruth —le dijo Aileen—. Caleb estará de acuerdo. Además, Gabriel se hará cargo. Y tienes que disfrutar de los baños de María. —Sonrió a la mujer—. Son milagrosos.

—¿Y las clases a los niños? —le preguntó negando con la cabeza—. No quiero alterar mi vida de nuevo. Me he acostumbrado a ello, a esta rutina y no quiero que nadie interrumpa mi estilo de vida.

Aileen daba clases a los hijos de los vanirios y de los berserkers, y le había pedido a Ruth que la ayudara en representación de la civilización, para que ellos se familiarizaran con la figura humana. Además, les enseñaba informática, puesto que ella era diseñadora de páginas web e ingeniera técnica de sistemas. Si se quedaba en casa de As, no iba a poder asistir al colegio, y le daba pena porque quería mucho a esos niños y disfrutaba con ellos.

—No pasa nada. Esos niños te adoran, pero les explicaré lo que te sucede y ellos lo entenderán. Ya verás.

—No va a ser eterno —le explicó María echando bolas aromatizadas en el agua—. Sólo por una semana.

—Pero… necesito mi ropa. Necesito mis cosas —se quejó ella.

—Yo te las traeré —Daanna sonrió. Sus ojos verdes parecían divertidos—. Iré en un momento. Te veo asustada. ¿Tienes miedo?

—No tengo miedo —y decía la verdad—. Es que esto es una locura —meneó la cabeza.

—Ya está, el baño está listo —canturreó María—. Quítate la ropa, Ruth. Y Aileen, id a buscarle una maleta con sus cosas. Por cierto —corrió a coger el teléfono inalámbrico de la habitación—. Por cierto, hay que avisar a las demás.

—¿Quiénes son las demás? —preguntó Aileen ésta vez muy seria y deteniendo a María—. Cuéntanos.

—Cariño, no sabes de la misa la mitad —negó preocupada—. Pero no te enfades cuando te enteres, ¿de acuerdo?

Aileen se cruzó de brazos y levantó una de sus cejas negras.

—Ya veremos —contestó estudiando a María.

—Vamos, desnúdate, Ruth —la mujer acompañó la orden con una palmada.

Ruth no entendía nada. María era un torbellino que quería hacerle creer que ella era una sacerdotisa de la Diosa. Se apretó el puente de la nariz con los dedos.

—Escuchad. No puedo quedarme aquí. En Wolverhampton.

—Tonterías. Te vas a quedar —replicó Aileen.

—No debo quedarme aquí —remarcó.

—¿Por qué no? —le preguntó Daanna que veía divertida todo lo que pasaba a su alrededor.

—Si Adam descubre que estoy aquí…

—Ya la tenemos aquí. Sí, avisa a las demás, hermana —decía María por teléfono—. Que te acompañe la Diosa. —Dejó el aparato en su sitio y se acercó a la joven de pelo caoba—. ¿He oído Adam? ¿Nuestro Adam? ¿El moreno guapísimo atormentado como el demonio? ¿Qué pasa con él?

—Me odia, así de claro —resopló fatigada—. Esas velas huelen de maravilla… —Bien. Ya empezaba a relajarse. Y con eso su verborrea se disparaba—. Tuve que hablar con él cuando me diste el mensaje acerca de que iban a atacarnos —miró a Aileen—. Se portó fatal. Me habló muy mal y volvió a decirme que iba a traer problemas y que no quería que me acercara a Wolverhampton.

María hizo negaciones con la cabeza.

—No le caigo bien —continuó Ruth—, y ahora me siento muy vulnerable para enfrentarme a él. Si me insulta de nuevo puede que lo mate —mientras María le quitaba la camiseta por la cabeza, Ruth se desabrochaba los tejanos—. Ese hombre no me gusta nada.

—Adam es muy serio. No sonríe nunca. Pero…

—No sabe reír —dijo Ruth que ya estaba en ropa interior—. Es como si tuviera un palo metido por el culo. Todo recto, todo frío… No lo soporto. —Se quitó las braguitas y los sostenes blancos dejando al descubierto un cuerpo bonito y gracioso, perfectamente moldeado.

—Ruth —murmuró Aileen divertida—, aparte del piercing del ombligo tienes un tatuaje en el pubis —encima de la raja de su sexo tenía una media luna de un color marrón oscuro con los cuernos hacia arriba sobre un círculo oscuro. Parecía una sonrisa—. Y además, te lo has depilado todo.

—Es la marca de la Diosa —comentó María con orgullo guiándola a la bañera—. Lo sabía, Ruth. Todo va a ir bien. Confía en mí.

—Sí. —Se tocó la marca recordando que estaba ahí—. Sí. La marca… siempre la tuve. Ayer fui a que me depilaran —ignoró el comentario de María—. Desde los dieciocho que me lo hago así. ¿Qué te parece?

—Pareces un bebé con tetas. —Aileen sonreía.

—Oye, que Barbie ya venía con la depilación brasileña de fábrica —contestó Ruth.

Daanna se apoyó en el marco de la puerta y levantó una ceja:

—Pues yo lo tengo así y no necesito depilarme. Las vanirias no tenemos pelo púbico. Freyja tampoco tiene, odia el vello en las mujeres, así que…

—¿Se os cayó el pelo? —preguntó Ruth horrorizada.

—Ajá —asintió Daanna.

—Menudo susto, ¿no?

—A Freyja le gustan las pelis porno —susurró Aileen en tono jocoso.

—Me alegro por vosotras —dijo María irritada. ¿Pero cómo hablaban de esas cosas en un momento tan importante? Juventud, divino tesoro. Ayudó a Ruth a meterse en el jacuzzi—. Ahora, por favor, traed las cosas de Ruth aquí.

—Ya voy yo. Volando es mucho más rápido. —Daanna les guiñó un ojo y salió por el balcón directamente hacia la noche abierta.

—Daanna, discreción —le advirtió Aileen—. No vueles muy bajo.

Hacía meses que en la Black Country se oían rumores de inmensos murciélagos que surcaban los cielos nocturnos. Nunca habían sido murciélagos, pero ésas eran las imágenes que inculcaban los vanirios en las mentes de los seres humanos para que no se levantaran más sospechas sobre ellos.

—Me encanta cuando hace eso —susurró Ruth—. Como Superman… ¡un saltito y a volar!… María, qué calentita está… —murmuró con satisfacción—. Mmm… qué bien.

—Apoya la cabeza. Así, muy bien. Recuéstate. —Le puso un cojín blando bajo la nuca.

Ruth suspiró y todo quedó en silencio. Ser mimada de ese modo era maravilloso. Se relajó tanto que entró en un estado de paz y de meditación profunda. Ya no sentía ni miedo ni tensión. Ni agonía.

¿Debía de creer a esa mujer que decía que ella era una sacerdotisa? Sabía lo de su marca íntima. Nadie sabía de ella. Ni siquiera los dos únicos hombres con los que se había acostado —lamentables episodios ambos en su vida, por cierto—. Los recuerdos vinieron amargos a su mente.

Entonces, a los diecisiete, no se depilaba de ese modo. Con Óscar se había acostado una única vez en los asientos traseros de un cine, con la sala vacía y ella a horcajadas sobre él. Había perdido la virginidad así. Él tenía veinte y era muy guapo. A ella le gustaba su porte, que tuviera coche y esas cosas en las que se fijaban las niñatas inseguras de su edad. Era universitario y ella iba a ir a su misma universidad. Se hizo ilusiones creyendo que podrían llegar a algo más, pero ni en sueños.

No fue dulce. Fue un bruto que la dejó magullada y dolorida y que sólo miró por él. Ella ni siquiera se corrió, él ni siquiera la tocó para excitarla. La había clavado en él como una estaca y a partir de ahí, se olvidó de ella. Y luego, si te he visto no me acuerdo.

«Cabrón egoísta».

Aquella lección fue humillante. Ella todavía era una niña y quiso creer que él iba a ser su príncipe azul. Y una mierda.

Con Tom, su única experiencia fue distinta. Habían salido esa noche, y ella estaba ligeramente borracha, lo suficiente para ver dos dedos donde sólo había uno. A los dieciocho, su primera fiesta universitaria. Menudo descontrol. Lo peor de todo es que se fue con él por despecho a Óscar, que también había ido a la fiesta con unos amigos para evaluar a los nuevos pececillos de la facultad. Cuando lo vio repasando a las chicas con tanta lujuria, le entraron ganas de vomitar, y no solamente por el litro de calimocho que ya se había bebido.

Tom sí que fue dulce. Borracho, pero dulce. Lo hicieron en su habitación. En la postura del misionero. Pero su dulzura tampoco la excitó, y descubrió que seguía siendo igual de doloroso que la primera vez. Cuando él se corrió —«bendito afortunado»—, se quedó muerto encima de ella. Se había dormido. Ella tampoco había llegado con él. Sentía esa cosa sin fuerza enterrada entre las piernas, a él que la estaba aplastando, y se sintió desgraciada. Le entraron ganas de llorar. Lo empujó y él rodó hacia un lado mientras le murmuraba que cerrara la puerta al salir.

Dos únicas relaciones sexuales y ambas un fracaso estrepitoso. Desde entonces no se había acostado con nadie más, nadie le gustaba, y el simple hecho de imaginarse compartiendo algo tan incómodo con otro la echaba para atrás como un golpe en la cara.

Le gustaban los hombres, sin duda. Sí. Le gustaban grandes, con ojos negros y tormentosos, de labios gruesos y rasgos salvajes y… y con un piercing en la ceja… y…

«OH-DIOS-MÍO. No vayas por ahí, chica. No otra vez».

Se tensó al instante al darse cuenta de que había conjurado la imagen de Adam. Él era su vergüenza particular. Estaba obsesionada con él. Se iba a dormir y se levantaba con la imagen de Adam grabada en su cabeza. Y era triste y doloroso para ella darse cuenta de que alguien a quien inspiraba asco, la tuviera tan enfermizamente abducida. Soñaba con él. Sueños húmedos e inquietantes.

Adam no había sido amable en sus encuentros, todo lo contrario. Pero era superior a su orgullo y a su amor propio. Ya hacía tiempo que había dejado de luchar contra la sensación que nacía en la boca de su estómago cada vez que pensaba en él.

Y es que el berserker gruñón la ponía nerviosa y caliente a la vez… y era tan rebajante saber que él tenía ese poder sobre ella, saber que si se encontraban no estaría segura de mantener el temple ni la compostura. ¿Por qué ese hombre en especial la ponía así y alteraba todas sus hormonas? Él, entre todos, que la había insultado y la había humillado tratándola como a una puta.

«¡Ruth, eres una demente! ¡A ese hombre le asqueas! ¡No le gustas! Y cuando sepa que estás en Wolverhampton te lo hará pagar», pensó. Sí, eso se decía muchas veces. Era su mantra para dejar de pensar en él, pero inmediatamente acudía otra vez a su cabeza. Los colores oscuros le recordaban a él, la música gótica le recordaba a él y el olor a menta, le recordaba a él. Adam olía así. A fresco. A algo que, de lo frío que era, podía llegar a quemar. Como un caramelo de Halls. Adam era descongestionante.

Ruth sonrió con expectación. Por un lado no tenía ganas de encontrarse con él y oír la retahíla de insultos que seguramente guardaba sólo para ella, pero por otro lado… ¿Se lo haría pagar? ¿Cómo? Ruth necesitaba reaccionar a todo lo que le pasaba, y una buena pelea con él seguramente le serviría. Pelea verbal o… incluso física. Un buen cuerpo a cuerpo. ¡Sí! Un cuerpo a cuerpo con él, de ésos que salen en las películas de amor y que luego te dejan sin fuerzas para siquiera caminar. Pensar en Adam se convertía a diario en conjurar un montón de fantasías eróticas en las que ella controlaba su enorme cuerpo y hacía con él lo que quería, como castigo por todo lo que le había dicho. Como en sus sueños.

Ello lo tocaba. Lo adoraba. Y le hacía volverse loco por sus caricias.

Ruth era dominante. Las veces que había cedido su cuerpo a los demás con plena confianza, le habían defraudado. Le habían hecho daño y dejado insatisfecha. Si tenía que acostarse con un hombre otra vez, iba a ser ella quien controlara el acto. No tenía experiencia, pero se había documentado muy bien. No podía permitirse entregarse otra vez. Lo había probado y no le había gustado. Si estuviera con Adam, se divertiría con él… lo pondría cardíaco perdido si…

«¡Basta! ¿Estás enferma o qué te pasa? Eres frígida, no puedes tener un orgasmo con un hombre entre tus piernas. Ni siquiera pienses en ese animal. Lo odias. Recuérdalo». Sí. Debía relajarse. Esos pensamientos hacia alguien que tenía un vocabulario tan destructivo para con ella no le hacían ningún bien.

Aunque ese hombre fuera el hombre más atormentado y fascinante que habían visto sus ojos. Lo mejor sería que Adam no la encontrara, ni allí ni en ningún otro lado, porque si volvían a reñir no sabía de lo que era capaz de hacerle a su hombría, en todos los sentidos.

«Bien. No pienses en él».

Debía de ser que el día tan ajetreado que llevaba, con tantas emociones a flor de piel le estaba pasando factura. Eso y, para qué negar lo evidente, Adam la afectaba física y emocionalmente.

—Ruth. —Aileen, con sus ojos lilas inquisitivos, la observaba queriendo averiguar a qué se debía su enigmática sonrisa—. ¿Te encuentras mejor? —se acercó a ella colocándose a sus espaldas.

—No sé ni quién soy, Aileen —contestó derrotada cerrando los ojos con cansancio. El olor a flores del incienso la había calmado y con la calma había llegado el reconocimiento—. Lo que me pasa… esa gente que me pide ayuda… es que me asustan un poco, ¿sabes? Me encantan Médium y Entre Fantasmas. Puedo aceptar lo que a ellas les sucede porque son series, y porque acabo de entrar en un mundo paralelo de vampiros y hombres lobos así que creo en lo que ellas hacen. Ya creo prácticamente en todo lo que echan por la tele. Creo en extraterrestres, creo en elfos, en duendes ¿cómo no iba a hacerlo sabiendo lo que sé ahora? Pero no puedo creer que esto me suceda a mí, que yo sea capaz… es demasiado para mí. Y por otra parte, estoy esperanzada y feliz porque…

—Porque no estás loca ni enferma —concluyó Aileen.

María, que estaba apoyada en el marco de la puerta, la miró entendiéndola a la perfección. Una niña tan joven, que nunca había oído hablar de seres humanos con dones, de repente salva la vida de otros seres sobrenaturales gracias a su magnífica habilidad. ¿A cuántos les había pasado lo que a Ruth? ¿Cuántos se medicaban por ver y oír cosas que sólo veían ellos? ¿Cuántos se medicaban por la incredulidad y la ignorancia de psiquiatras y psicólogos? No todos los que eran más sensibles y tenían dones extrasensoriales eran esquizofrénicos o tenían un desorden mental.

—¿Te acuerdas de las noches que te quedabas en mi casa a dormir? —preguntó Aileen tomando la botella de champú y destapándola. Empezó a enjabonarle el pelo—. Yo pensaba que eras fuerte y valiente. Sigo pensándolo. Llegabas a mi habitación, con tu mochilita en forma de oso y los ojos rojos de haber llorado. Pero siempre me sonreías nada más verme, como diciéndome que estabas bien. Entonces yo necesitaba consuelo, y tú siempre estabas ahí y me lo dabas. Venías para no dejarme sola. Me protegías y me cuidabas.

—Tú también me consolabas a mí —contestó ella en un susurro. Claro que la consolaba, cuando tenía el cuerpo tan dolorido y marcado por las palizas de sus padres que apenas se podía mover. Sólo una vez, Aileen había visto sus heridas y aquella noche la abrazó y lloró con ella, por cada latigazo, por cada corte del puñal ritual, por cada descarga eléctrica. Ruth había sufrido esa cruz hasta los diecisiete años y lo soportó hasta los dieciocho. Hasta que decidió cortar por lo sano con aquella relación paterno-filial.

—No. Tú me sostenías, Ruth. Siempre lo has hecho. Has cuidado de nosotros, de Gab y de mí. Recuerdo que me cantabas con esa voz tan bonita que tienes. Yo cerraba los ojos y pensaba que los ángeles debían de tener esa voz. Eres mi única familia. —Le acarició el pelo—. La que yo elegí. Mi hermana.

—No me hagas llorar, Aileen… —la acusó con voz débil.

—Sé que no te gusta llorar. Que crees que eso te hace perder la fortaleza que necesitas. Pero quiero que estés convencida de esto. Me has salvado muchas veces, en todos los sentidos. Ahora no te voy a dejar sola. Tú eres especial, cariño. Y lo vamos a afrontar. Me sentía más fuerte cuando estaba contigo, ¿lo sabías? —Ruth meneó la cabeza—. Hemos tenido mala suerte con nuestras familias. Pero yo te elegí y tú me elegiste a mí. No dejaré que te eches atrás. Después de mi conversión, temí perderos a ti y a Gab, pero tú reaccionaste con valor, demostrándome que lo que define a alguien no es de dónde viene, ni su aspecto exterior, sino la naturaleza de su corazón. —Frotó con dulzura su cuero cabelludo—. Y tú tienes un corazón enorme. Me ayudaste a superar mi cambio y ahora mi dicha es mayor de lo que nunca me hubiera atrevido a imaginar.

—Yo también estaría pletórica con un monumento como ese Caleb a mi lado —murmuró sonriendo, intentando alejar los recuerdos que abrasaban su mente.

—Vaya, ¿ahora Caleb es un monumento? Pensaba que te caía mal.

—Es inaguantable. —Sonrió conciliadora—. Estos hombres de los clanes se han quedado en la época Neandertal y no me gustan. Pero por ti, lo soportaré. —Alzó la mano y la entrelazó con la de Aileen llena de jabón y rebosante de calor.

—Tienes una oportunidad para encontrarte a ti misma, nena. No vamos a dejarla escapar. Yo también estoy dispuesta a soportarlo todo por ti, hermana mía.

Ruth le besó la mano a Aileen y se hundió más en el agua hasta que la barbilla tocó la superficie líquida y llena de burbujas. Sus ojos estaban anegados de lágrimas de emoción y gratitud hacia su amiga. Necesitaba anclas fuertes a su alrededor, porque sola no podría con todo lo que se le venía encima.

Una sacerdotisa. Ella, una sacerdotisa.

Menuda locura.