CAPÍTULO 23

El berserker tembló de la risa encima de ella y la incorporó, todavía en su interior, como un niño feliz. Ruth se tensó ante el movimiento, aquello la clavaba todavía más y estaba muy sensible. Adam le acarició las nalgas. Ella recostó la cabeza en su hombro y se dejó mecer por él.

—Mira —dijo él suavemente. Pasó dos de sus dedos por su pecho y luego se los ofreció para que los degustara—. Pruébate en mí.

Ruth abrió la boca y se introdujo los dedos. No podía ser, sabía a melocotón.

—Sabes a melocotón —dijo ella asombrada.

—Es la esencia de tu chi. Eres tú, katt. Así sabes. Ahora estás imprimada en mí porque nos lo hemos intercambiado.

Ruth sonrió fascinada. Se llevó dos dedos a sus pechos y los frotó en su piel. Luego se los ofreció con gusto. Adam abrió los labios, la tomó de la muñeca y absorbió sus dedos en su lengua y en su boca.

—Menta, Adam —dijo ella apoyando su cabeza en su hombro mientras Adam todavía tenía sus dedos en la boca—. Eres menta y chocolate.

El berserker la besó en la sien y la levantó de la barra, procurando que Ruth rodeara su cintura con las piernas.

—¿Dónde está tu habitación, preciosa?

—Arriba. La puerta de la derecha al final de las escaleras.

Adam subió las escaleras con ella en brazos. Abrió la puerta de su habitación y se sintió demasiado grande y torpe al entrar en ella. Territorio Ruth. Su kone era una mujer femenina y se notaba en los tonos pastel de las paredes, en el olor de su ropa, en la disposición de su habitación, en las flores en los balcones y en el inmenso vestidor personal del que disponía. La colcha fucsia estampada con corazones negros lo hizo sentirse incómodo. Él rompería esa cama durante la noche cuando volviera a saquearla de nuevo. Estaba en su habitación y todo olía a ella. A ese melocotón jugoso que tenía en brazos. Sobre el escritorio reposaba un bote de colonia de Nina Ricci, Les Belles. Y en una estantería tenía un iPod conectado a un gran altavoz blanco. Era un lugar cálido y acogedor. Como ella.

—¿Ya has repasado toda mi habitación? —preguntó ella divertida. Se apoyó en sus hombros para mirarlo—. Seguro que quieres ordenar los libros por colores y no te aguantas por entrar a mi vestidor y dejar libre a tu trastorno obsesivo del orden —bostezó y se volvió a apoyar en él mimosa—. Me juego lo que quieras a que quieres comprobar si tengo etiquetas en mis cajones y si mi zapatero sigue una regla de tres.

Adam la miraba embobado mientras ella hablaba. Ruth lo conocía muy bien. Se echó hacia adelante y cubrió la distancia que los separaba con un beso, mientras la mecía muy lentamente. Ruth lo recibió y él gritó interiormente al sentirse aceptado. ¿Dónde iba a estar mejor? ¿Cuándo se había sentido tan bien?

—¿Y el baño, gatita? —rozó su nariz con la de ella.

Ella tardó en reaccionar y le señaló la puerta blanca colocada a la entrada del vestidor. Un baño de mujer, con toallas, jabones y demás, en tonos lilas, fucsias y negros. La pared revestida de piedra y el suelo de parqué wengé. La bañera de Ruth era muy grande, cabían por lo menos cinco personas estiradas completamente. Adam se sentó en un extremo, con Ruth encima de él, y empezó a llenarla de agua caliente. Cuando estuvo lo suficientemente llena, entró con su chica en brazos y poco a poco se salió de su interior, de su cuerpo.

—Con cuidado —susurró él.

Ruth se sintió vacía cuando la verga de Adam salió de su cueva. Soltó un tímido quejido. Él se estiró en la bañera y la tomó de la mano para que se colocara entre sus piernas. Ruth lo obedeció y apoyó la espalda en su pecho. El agua les cubría por completo.

—¿Has tenido esta bañera para ti sola y no me has invitado ni una vez? —le preguntó él besando y lamiéndole la marca.

—No querías nada de mí —lo acusó ella—. No iba a decirte que vinieras a que me frotaras la espalda.

Adam gruñó y la rodeó con los brazos.

Ruth se sentía en el cielo, pero no quería hacerse ilusiones.

—Los berserkers os hacéis más grandes cuando os corréis —dijo ella apoyando la cabeza en su hombro.

—Sip —contestó distraído. Agarró el jabón y se untó las manos con él. Luego las posó sobre los pechos de la joven—. Lo hacemos cuando entregamos nuestra energía conscientemente. Cuando Odín nos otorgó el od, también nos ofreció parte de la genética de su animal favorito. Así que nos hinchamos como los lobos cuando se anudan a sus parejas. Y no nos podemos salir de ellas hasta que no baja la marea. —Le capturó los pezones con el pulgar y el índice—. Si me hubiera salido entonces te podría haber hecho daño.

—Los lobos tienen una lengüeta en el pene, como una segunda erección —se mordió el labio para no gritar—. ¿Tú también?

—No. Nosotros sólo nos hinchamos.

—Mucho —aseguró ella.

Adam dejó de atormentar uno de sus pechos para deslizar la mano de nuevo a su entrepierna. Allí la mantuvo presionada hasta que la abrió con los dedos.

—El agua te calmará, kone. —Se sintió culpable por haberla lastimado de alguna manera. ¿Qué pasaría cuando la reclamara definitivamente en luna llena?—. Siento haberte hecho daño.

—¿Daño? No me has hecho daño. —Agarró su mano y la mantuvo ahí, en su sexo—. Ha sido increíble.

—Tú eres increíble. —Y lo decía con sinceridad, acariciándola entre las piernas.

Se quedaron en silencio un rato, embelesados por la intimidad que había nacido entre ellos, por el vacío cómodo de palabras que se instalaba entre ellos. Adam le tomó una mano y la comparó con la suya.

—Eres tan pequeña. Tan frágil —susurró apoyando la barbilla sobre su cabeza—. ¿Quién diría que eres auténtica dinamita? Pura pólvora, Ruth.

—Yo soy normal. Tú eres el que tiene problemas de acromegalia. Lo increíble es que estés tan bien compensado.

Los dos se echaron a reír. Sus manos eran tan diferentes. La de él más morena, de largos y gruesos dedos. La suya más pequeña, era verdad, con la manicura francesa en sus uñas, y más pálida.

—Estuve hablando con Gabriel. —Se lo soltó de sopetón porque quería que ella supiera lo que él sabía. Sintió que se quedaba tensa y muy quieta—. Hablé de muchas cosas con él. Quería que me contara todo sobre ti. En el bosque me abriste los ojos y me dijiste muchas verdades, entre ellas, que no te conocía. Aileen me hubiera cortado las pelotas, y pensé que Gabriel podría ser más comprensivo y que podría echarme un cable contigo para explicarme todas esas cosas que no sé de ti.

—Hum.

—Sé que te cambiaste los apellidos porque no querías tener nada que ver con tus padres. Sé que ellos forman parte de una secta evangelista y que su núcleo principal está aquí, en Londres. Sé que no has tenido contacto con ellos desde que cumpliste los dieciocho. Pero no sé las cosas horribles que te hicieron como para que rechazaras sus apellidos, su sangre. Gabriel no me lo ha querido contar porque me ha dicho que era algo demasiado personal y que ni siquiera a ellos les contabas lo que te hacían. Me lo vas a contar a mí.

Ruth intentó moverse, correr, huir. Era un sistema de defensa que adoptaba cuando se sentía acorralada. Estaba expuesta con él. Adam le rodeó la cintura y la pegó a él.

—No te vas a ir. Cuéntamelo.

—No, Adam… —dijo asustada. Avergonzada.

El berserker se sintió indignado por su reacción y la tomó de la barbilla.

—Escúchame, katt. Vas a tener que hablar de esto con alguien, y no va a ser con nadie más que conmigo, ¿me entiendes? No tengas vergüenza conmigo, por favor.

—¿Y si no quiero hablar?

Adam gruñó.

—Lo harás.

—¿Por qué iba a querer explicártelo? —le temblaba la barbilla y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Porque quiero saber por lo que pasaste. Tú sabes cómo fue mi infancia, sabes lo que hicieron mis padres con nosotros. Sabes cuáles son mis responsabilidades, y sabes que perdí a un padre enloquecido por el desamor, que mi madre es una zorra asesina y que por su culpa perdí a una hermana gemela que quería mucho. Tú me has preguntado y yo te he contestado, siempre. Mejor o peor, pero lo he hecho. Ahora que yo soy el que te pregunta, ¿me vas a negar tu respuesta? Eso no es justo, Ruth. —Hizo una amago de levantarse de la bañera e irse.

—Por favor, no te vayas. —Le agarró de la muñeca. No debía olvidar que Adam no era manipulable. Le gustaban las cosas claras y tenía un carácter igual o más volcánico que el suyo. Ruth sentía pánico ante la idea de que él la dejara allí con sus recuerdos. Ahora que los había evocado, ahora que había abierto la herida de nuevo, volvían a aterrarla como cuando era más pequeña.

Adam se sentó inmediatamente y la sentó a ella sobre sus muslos, abrazándola y transmitiéndole calor. La chica lo agradeció y apoyó la cabeza en el hueco entre el cuello y el hombro del chamán.

—Habla, kone. —Era una orden, pero también una demanda emocional. Acarició su pelo húmedo y le masajeó la nuca. Adam necesitaba saber qué la asustaba y era su obligación, su necesidad, liberar parte del dolor de su compañera. Él lo absorbería.

—Para mucha gente, el hecho de que otras personas oigan voces que ellos no pueden escuchar puede ser señal de dos cosas: o bien que son esquizofrénicos, o bien que están poseídos por el demonio. Mis padres son más de la segunda opinión —dijo sin más dilación—. Ellos sólo creen en Dios, y cualquier manifestación extraña y sobrenatural que se precie es obra del Demonio. Pero llevaron su fe más lejos todavía, la llevaron al extremo y se convirtieron en sectarios.

—¿Tú crees en Dios?

—Creo en que hay un dios dentro de cada persona y que se manifiesta en la compasión y en el perdón. Para mí, ésa es la máxima representación de ese Dios todopoderoso y creador misericordioso que nos vende la Iglesia. Creo en la bondad, Adam. —Tomó la pastilla de jabón y, para relajarse, empezó a frotar el pecho del berserker, a lavarlo y a masajearlo—. Mis padres traían a los seguidores de su iglesia particular a casa. Yo era una rareza, el demonio se quería comunicar conmigo, según ellos, y ellos se autoproclamaron como mis salvadores. Hacían rituales y exorcismos conmigo —tragó saliva.

Adam detuvo la mano de Ruth.

—¿Qué te hacían?

Ella apartó la vista.

—Ruth. —La tomó de la barbilla—. Mírame, cariño. ¿Qué te hacían?

Ruth hundió los hombros al darse cuenta de que Adam no iba a parar hasta que ella lo soltara todo.

—Venían todos a por mí, tapados con túnicas negras y capuchas demasiado holgadas. No les podía ver la cara, pero sabía, yo sabía quiénes eran. Eran los mismos que iban cada domingo a misa y a la iglesia, que se sentaban en la misma fila que mis padres y que decían adorar a Dios. Cuando venían a casa yo siempre me escondía, pero ellos siempre me encontraban. Me ponían sobre un altar, en nuestra capilla particular del jardín de nuestra casa. Me ataban de pies y de manos, y me obligaban a beber litros de agua bendita. Mi padre me agarraba la cabeza y mi madre me metía un embudo por la boca, hasta la garganta, y dejaba que el agua entrara en mi cuerpo. Yo luchaba —dos inmensos lagrimones cayeron entre sus pestañas—. Luchaba contra eso. El embudo me hacía daño en la garganta, me dañaba y me ahogaba, mis padres lo veían, pero ellos decían que era por mi bien. —Adam la abrazó con más fuerza—. Y mientras una niña de siete años gritaba y lloraba indefensa, los demás, alrededor, repetían sistemáticamente una serie de palabras en arameo. Un cántico. —Cerró los ojos intentando olvidar—. Cuando vieron que el agua no funcionaba, utilizaron otro tipo de métodos conmigo. Me… me azotaban con pequeñas cadenas de oro y plata, y las mojaban con agua bendita y sal. Si mi piel sangraba, el demonio saldría a través de la herida y me liberaría. No podía acallar las voces, Adam. Te juro que no podía, y no nos enseñan a creer en espíritus y contactos telepáticos o del más allá. Somos simples en nuestra educación, ¿sabes? La realidad es sólo lo que ves, y si no lo ves es porque no existe. Yo no sabía lo que me pasaba y al final, entre latigazos y otro tipo de tratamientos que utilizaban conmigo, asumí que estaba enferma, que tenía un problema. Me medicaban para tranquilizarme y dejar de oír al demonio. Drogada como estaba, a él no le servía de nada, según mis padres. Pero en realidad, nadie me pudo curar. Luego cuando me hice mayor, me descontrolé un poco, y me emborrachaba casi siempre que salía, porque el alcohol me relajaba y hacía callar a las voces. No era alcohólica ni nada de eso, simplemente me gustaba pasarlo bien y olvidar, sobre todo olvidar.

—¿Cuánto… —no le salía la voz— durante cuánto tiempo sufriste a manos de esos hijos de perra?

Ruth exhaló el aire trémulamente.

—La última vez fue cuando cumplí dieciocho años. Ese mismo día no volví a casa y aceleré los papeles para el cambio de apellidos. Los denuncié. Denuncié a mis padres y renegué de mis apellidos y de mi sangre. Nunca más pudieron tocarme.

—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo te mantuviste? Eras muy joven.

—Mi abuela dejó una herencia para mí. Yo podría utilizar sólo el tres por ciento de ella hasta que cumpliera los veinticinco años, edad en la que heredaría la totalidad de lo que ella me legó. No la llegué a conocer, o como mínimo no la recuerdo. Yo tenía dos años cuando murió. Por lo visto, se llevaba muy mal con mis padres —sonrió orgullosa—. Lo que les dejó a ellos era irrisorio comparado con lo que me dio a mí.

—Entonces, ¿eres una rica heredera?

—Lo seré a los veinticinco, ahora sólo sé que no me preocupo por el dinero —se encogió de hombros—. Además, Caleb se pasa con el sueldo que nos da a Gab y a mí. Regresando a lo de mis padres: pagué a un abogado que me representara, al mejor. Y gané. Dictaminaron que mis padres no podían acercarse a menos de mil metros de mí, ni vivir en la misma ciudad que yo. Traje pruebas que verificaban el maltrato al que fui sometida, fotos que yo misma me hacía. Mis padres jamás me llevaron a un hospital, no querían informes médicos ni pruebas de ningún tipo, pero no contaban con mi rebelión. Los sorprendí y encima tuvieron la cara de hacerse los dolidos por mi reacción, hipócritas asquerosos.

—¿Tu abuela era una Mawson? —le retiró el pelo del cuello y le acarició la marca con cariño. Sus gestos pretendían ser suaves, pero por dentro estaba indignado, furioso, a punto de explotar.

—Sí.

—Ese apellido proviene de familias antiguas de Inglaterra. Familias de mucho poder.

—Supongo.

—Hum. Entonces has ido tirando de ese tres por ciento hasta ahora.

Ruth asintió y lo miró a los ojos.

—¿Cómo descubriste que mi apellido era una tapadera?

—Simplemente investigué. Hice unas llamadas a España y me lo solucionaron. ¿Crees que Caleb es el único hacker?

Ruth lo miró preocupada.

—¿Quién más lo sabe? No descarto que mis padres hayan vuelto a Inglaterra, Adam. No sé nada de ellos desde entonces.

—Tranquila. Sólo yo lo sé —dijo él—. Nadie más. No quería revelar nada. Yo… creo que no quería creerme ni las profecías, ni mis sueños… As tenía razón. Te protegí todo el tiempo.

La chica alzó una mano húmeda y le acarició la barbilla, pegándose más a él.

—En el fondo, muy en el fondo, eres bueno, chamán.

—No. No soy bueno —dijo rotundo—. ¿Cuando mate a tus padres pensarás lo mismo? Cuando los reviente, ¿pensarás que soy bueno?

Ruth no pudo articular palabra, ni supo qué contestar.

—No me importa que te hayan dado la vida, Ruth, porque es lo único bueno que han hecho, pero nadie, nadie maltrata lo que es mío y se va de rositas. —La tomó de la cara y la acercó a él para darle un beso tierno y protector—. No soporto que te hayan hecho eso, me arde dentro, Ruth. Los buscaré y los mataré.

Aunque era horrible lo que decía Adam, Ruth se sintió bien por su comportamiento apasionado y demente, porque era así por ella.

—¿Crees que me importa? —ella le rodeó el cuello con los brazos y se sentó a horcajadas sobre él—. No siento absolutamente nada por ellos. Y no sé si eso me convierte en alguien vacía y sin emociones.

—Tú eres la última persona en el mundo que podría decir eso, Ruth. No hay nadie más cálida y emotiva que tú.

—Me refiero a que son mis padres. Me educaron, me dieron de comer y me tuvieron bajo su techo… pero no me aceptaron tal y como yo era. No tengo amor para ellos. Sólo indiferencia.

—No te equivoques, te dieron un techo pero no te cobijaron bajo su ala. No te protegieron, al contrario, te maltrataban, Ruth, te hacían cosas horribles. Creo que tener la capacidad de hacer hijos no lo convierte a uno en padre ni en madre. Los odio, kone, y te juro que me los cargaré.

—Tranquilízate, Adam. —Lo abrazó con fuerza—. Deja las cosas como están.

Esa joven estaba loca si creía que él iba a olvidar eso.

—Los encontraré —le prometió— y hablaremos largo y tendido. ¿Se han vuelto a poner en contacto contigo de alguna manera?

Ella negó con la cabeza.

—Bien.

—Creo que hay cosas más importantes que hacer antes de buscar a mis padres, ¿no te parece? —dijo suavemente—. Quiero encontrar a Strike y a Lillian, y quiero esa vara que llevan con ellos. Creo que si nos hacemos con ella y la rompemos, las almas se liberarán.

—¿Estás segura de eso?

—Sí, lo sentí así en el Ministry. Esa vara era la misma que describió Sonja, la misma que llevaba tu madre cuando ella murió y la atrajo hacia sí. Tiene que ser eso.

—Una vara de seidr. La vara del Seidmadr —murmuró pensativo—. Creo que puedes tener razón, Ruth.

—Sí —coincidió Ruth—. Me gustaría hacerlo, me gustaría reventar esa bola de cristal negra con destellos rojizos sólo para liberar al marido de tu hermana y permitir que sean felices juntos donde quiera que vayan después. Somos los buenos, tenemos que ganar.

—Mañana me reúno con Noah, iremos a ver a Limbo. Creo que ha descubierto algo sobre el paradero de Strike y la zorra de mi madre.

—¿Hablas así de la perra de mi suegra? —sonrió ella—. Eso no está bien. Oye, ¿cómo llegaron a parar Liam y Nora con las sacerdotisas?

—De camino a tu casa, me llamaron y hablé con los niños por teléfono. Dyra tira las runas, las echó ayer al mediodía y por lo visto leyó en ellas que Liam y Nora estarían en peligro. Los gemelos tienen un teléfono móvil que yo les regalé, y se ve que antes de ayer por la noche se intercambiaron los números con ellas. Por la tarde, las tres se pusieron de acuerdo para ir a buscarlos a la casa escuela, pero como Margött les había dejado los niños a Rise, no los encontraron allí. Llamaron a los pequeños y ellos les dijeron dónde estaban. Veinte minutos después de que las sacerdotisas recogieran a los niños, entraron a robar a casa de Rise y la atacaron. Rise está en coma, no sabemos si se recuperará, tiene un balazo en la cabeza. No se merecía eso, era de los nuestros, joder —gruñó—. La próxima vez, kone, aceptaré tus sugerencias sin rechistar. Esta mañana me dijiste que dejara a los gemelos a cargo de las sacerdotisas, y no hice caso de tu intuición.

—Claro que no me hiciste caso. Para ti, la única mujer que se puede hacer cargo de ellos y que tiene voz y voto respecto a tus sobrinos es Margött —no pretendía sonar resentida cuando lo dijo, pero no fue así.

—Ruth, yo…

Le tapó la boca con los dedos.

—Chist, Adam. Está bien, no quiero discutir. Sé que tienes mucha confianza con ella, aunque no me gusta —reconoció—. Pero ella se ha hecho cargo de los gemelos todo este tiempo y yo sí que no puedo competir con eso. Así que si quieres contar con Margött para que te eche una mano, tú mismo. Sé que no confías en mí para eso. Sólo espero que algún día lo hagas.

El berserker gruñó disgustado, porque ella había dado en el clavo y, por supuesto, le estaba demostrando de nuevo que podía estar equivocado. Esa noche su orgullo se había revolcado por el lodo una y otra vez. Sí que confiaba en ella, en eso Ruth erraba. Pero Margött era fuerte porque era berserker, podría protegerlos si se daba el caso. Aunque Ruth también estaba demostrando que era una auténtica guerrera, la verdadera preocupación de Adam era que la hirieran. No quería hacerle daño, porque aunque estaba seguro de lo que había entre ellos, cualquier cosa que tuviera relación con sus sobrinos era más delicado, por mucho que Sonja le hubiera dicho que no, que no tenía que involucrarlos entre él y Ruth. Los pequeños eran suyos y él se encargaba de darles el apoyo y el cobijo que necesitaban para crecer en paz. Ruth ahora también era suya. Sabía que la hería con sus recelos sobre que se hiciera cargo de los gemelos, pero era algo que no tenía claro. Y también sabía que Margött se había portado muy bien con ellos, que adoraba a los pequeños y que estaba enamorada de él. Con él ya no tenía posibilidades, pero eso no quería decir que no pudiera tratar con Liam y Nora, ¿o sí? Estaba hecho un lío, las emociones nuevas que sentía respecto a la joven humana que tenía sobre él eran perturbadoras y complicadas. Se iba a volver loco de tanto pensar.

Adam se levantó de la bañera con ella en brazos y los cubrió a ambos con una toalla. Entró en la habitación y se sentó en su cama, secándola con dedicación y con suavidad, como si fuera algo delicado. Primero los pies, a continuación las piernas, luego entre ellas, las caderas, el estómago, los pechos y los hombros… La peinó. Y aquello era tan íntimo y personal que a Ruth le entraron ganas de llorar. En silencio, y ambos maravillados por aquella comodidad y cercanía, Ruth lo dejó hacer.

—Tienes un pelo precioso, katt. Es un rojo parecido al vino.

—Es caoba. —Gimió cuando sintió los dedos de Adam masajeando sus hombros.

—Ggrrr… —rugió Adam quitándole la toalla de encima—. Mi color favorito, katt. El caoba y el ámbar. ¿Sabes qué haremos ahora?

Ruth se apoyó en él mientras él la colocaba sobre la cama y se estiraba sobre ella.

—Voy a hacerte el amor. Lentamente. Vamos a explotar juntos varias veces. Y luego te dejaré dormir un rato.

—¿Un rato? —preguntó ella mientras se quedaba sin respiración cuando él cubrió un pecho con su mano.

—Sí, un rato. Porque luego te despertaré otra vez y me meteré dentro de ti hasta que me supliques, Ruth.

—Yo no suplico, Adam —le recordó ella.

Adam sonrió, sí que había suplicado antes. Por Odín, cómo le gustaba esa mujer.

Hizo exactamente lo que le prometió. Por la mañana, de madrugada, se levantó de la cama dejando a Ruth dormida y saciada, con una sonrisa en los labios, y ella, esa vez, no suplicó. De nuevo le volvía a pasar. Sentía el cuerpo rebosante de energía, y necesitaba canalizarla de alguna manera. Se dirigió al jardín interior de la casa y se sentó en posición de loto. No tenía sus hierbas, no tenía su tambor, pero no le importó. La energía estaba en él. Y sabía de dónde nacía. Nacía del intercambio de chi entre Ruth y él. Él era su señor, así lo había sentido mientras le hacía el amor con brío y sin ápice de control. Lo sabía, porque era lo que transmitía Ruth y era lo que sentía en su interior.

Madre mía, era pensar en ella y ya se le aceleraba el corazón. Necesitaba meditar. Necesitaba invocar al espíritu por sí solo, sin necesidad de estimulantes ni tambores. Después de estar con aquella mujer siempre se sentía pletórico y alineado con su energía, con la energía de alrededor. Necesitaba hacerlo porque sabía que había un mensaje para él. Una visión. Su intuición estaba superdesarrollada. Se sentó en el banco de piedra del jardín, se cruzó de piernas y apoyó las manos sobre las rodillas. Estiró la espalda y tensó la columna hasta estar completamente recto. Cerró los ojos y se dejó llevar. Esperando, esperando… la paciencia era una de sus virtudes y la iba a explotar. Pasaron los minutos, horas hasta que el espíritu entró en él para susurrarle algo que sólo él oiría. El espíritu no habló, pero sí que le ofreció una imagen. Una visión que lo atormentaría siempre.

Mientras tanto, Ruth se despertaba plácidamente. Echó la mano a la almohada de Adam y no lo encontró. Era sábado, no iría a correr, tocaba descansar. Sonrió y recordó con alegría la noche que había pasado en sus brazos. Se había quedado con ella. La había abrazado como si fuera su caparazón. Había colocado una de sus piernas inmensas por encima de las suyas y la había apretado contra su torso y envuelto con sus brazos mientras no dejaba de olerle el pelo y, de vez en cuando, besarle la marca del cuello. Dos horas atrás la había despertado para volver a hacer el amor. Adam quiso revisar su cuerpo por entero y detectó, para su consternación, algunas de las marcas blancas y finas que tenía debido a los azotes de sus padres. La había puesto bocabajo de cara al colchón y había besado cada una de las señales, había calmado su espalda de arriba abajo. Lamiéndola con dedicación y pasando los labios dulcemente por encima, susurrándole todo tipo de palabras cariñosas. Luego había mordido con delicadeza la marca de la nalga y la había besado, recreándose en ella largo rato. Luego le había masajeado los glúteos y se había estirado encima de ella con su erección que se movía entre sus nalgas. Le había abierto las piernas con suavidad y con un ruego lleno de permiso la había empalado desde atrás. Se habían mecido con una lentitud excitante y desesperante a la vez, y hasta que Ruth no alcanzó el climax él no se dejó ir, demostrándole que primero iría siempre ella antes que él. Primero las necesidades de ella y luego las suyas. Se miró el anillo que él le había entregado esa mañana. Era diferente al resto. La gema brillaba de color rojo, y en su interior refulgía el Eohl como si estuviera lleno de los rayos del sol. Los demás sellos que él había dado a todo el mundo no tenían piedras. Sólo eran círculos metálicos de plata y de oro. El suyo no. El suyo era diferente y lo había hecho para ella. Ojalá se lo hubiera dado delante de Margött.

Se duchó y se miró en el espejo. Esa noche sería luna llena. Esa noche Adam la reclamaría por completo. Un nudo de nervios se le asentó en el estómago. Se echó el pelo hacia atrás y se lo recogió con una diadema fina y llena de piedrecitas brillantes. Se puso un vestido negro con estampados de colores y unas zapatillas negras y planas. Se sentía femenina y a gusto con su cuerpo. Le gustaba su aspecto. Faltaban tres días para que se convirtiera en inmortal. Ella sería inmortal. Se llevó las manos a la cara. Seguiría siendo la misma, pero la misma para siempre. La misma para Adam.

Agradecida con la vida por haberle traído a alguien como el berserker, aprovechó para repasar las redacciones de los pequeños. Sacó el pendrive y lo conectó a su portátil Mac.

Los niños vanirios y berserkers tenían sus propios miedos y no diferían de los miedos de cualquier niño humano, excepto que se ajustaban a su propia naturaleza.

Jared tenía miedo a que se le cayeran los colmillos.

Reno, el hermano de Jared —ambos hijos de Inis e Ione—, se preocupaba por los sobrecitos llenos de polvo rojo que le daban cada día. Ruth sonrió con ternura. Los niños vanirios sufrían muchísimo porque no tenían modo de controlar el hambre. Menw había descubierto que los complementos de hierro calmaban su hambre. Todos bebían tres tomas diarias, con las comidas. Aunque en realidad comían a todas horas, pobrecitos.

Nayoba y Lisbet, las pequeñas rubias de pelo rizado tenían seis y siete años respectivamente, y tenían miedo de desaparecer, como habían hecho sus hermanos, los hijos de Beatha y Gwyn. Los niños habían sido secuestrados por hombres de Newscientists y nadie sabía si seguían vivos o no. Habían oído llorar a sus padres a hurtadillas, y las niñas decían que eso les rompía el corazón y las entristecía. Ruth se acongojó. ¿Cómo podía haber gente que utilizara a los niños de aquella manera? En el mundo de los humanos, también se abusaba de los niños de otros modos igualmente terroríficos y depravados.

Allí faltaba la redacción del pequeño Enok, de tres años, un niño encantador y que ya hablaba por los codos, aunque la mayoría de veces no lo entendiera. Menos mal que Aileen se comunicaba con él mentalmente para expresar sus necesidades. Con tres añitos, el pequeño Enok no podía escribir todavía, pero con lo precoces que eran, seguramente en un año lo conseguiría.

Y los pequeños berserkers no eran diferentes a ellos. Liam temía a que los pies no le dejaran de crecer nunca, y se preocupaba por no encontrar las cosas. Ruth frunció el ceño.

—¿Qué cosas no encuentras, pequeño? —murmuró la Cazadora.

Nora tenía miedo de perder sus pinturas. Ruth soltó una carcajada. La necesidad de poseer cosas para sentirse más seguros no era algo exclusivo de los niños humanos, por lo visto. Siguió leyendo. Y además, la pequeña y rubia niña, también tenía miedo a soñar. Ruth se estremeció. Algo de lo que no decía Nora en su sincera y sencilla redacción la asustó. Ruth estaba desarrollando su intuición, y sabía que ahí había un mensaje entre líneas, uno cifrado y complicado. No se trataba de que la pequeña tuviera sólo pesadillas.

Hablaría con Adam sobre ello. Liam y Nora tenían algunos miedos comunes y otros no tanto.

Adam entró en su habitación como si hubiera escuchado el pensamiento sobre él. Parecía ansioso, angustiado. Su pecho desnudo brillaba por el sudor, el dragón también sudaba. Su berserker sólo llevaba los pantalones de la noche anterior. Ruth se levantó y fue hacia él alarmada.

—¿Estás bien? —lo tomó de la cara y lo estudió—. ¿Qué te pasa?

Adam tragó saliva y la miró a los ojos. Sí que estaba atormentado. El espíritu le había traído noticias, y no tenía ganas de hablar de ello. Sólo quería refugiarse en los brazos de su katt. Cuando la vio allí sentada sobre su cama, leyendo con interés lo que ponía en la pantalla de su ordenador, tan bonita y femenina, se olvidó de todo lo que le habían dicho.

—Quítate el vestido —le ordenó.

Ruth levantó las cejas.

—Ahora, katt. —La besó mientras la abrazaba y la alzaba del suelo—. Fuera la ropa, Ruth. Sólo tú y yo. Tu piel y la mía.

Se dejaron caer sobre la cama, él encima de ella.

Ruth lo besó a su vez con hambre. Cuando Adam la tocaba ella se deshacía en sus manos.

—¿Iremos a por los gemelos? —le preguntó sin resuello por lo que estaba haciéndole la boca de Adam en el cuello—. Creo que deberíamos hablar con ellos.

—Sí. Mmm… luego. —Le arrancó las bragas.

—Con éstas ya van dos, Adam —se quejó ella divertida—. No puedes hacerme polvo la ropa interior.

—En cambio sólo puedo echarte un polvo sin ellas, preciosa. —Se colocó entre sus muslos abiertos y la tanteó—. Joder, nena… Sólo… sólo necesito esto.

—¿Qué te pasa? —dijo preocupada.

—Nada. No me pasa nada. Te deseo. Ya hablaremos luego, ¿vale? —la empaló con lentitud.

Ruth cerró los ojos y se dejó llevar. Ya hablarían más tarde.