Epílogo

Sus heridas estaban sanando gracias a la sangre de aquella mujer que había tenido entre sus brazos. Nada era más importante que ella, nada le importaba más que depender de ella. Él, que había sido un hombre al que los dioses le habían arrebatado la capacidad de sentir; él, al que habían anulado sus poderes, había tenido la mala suerte de haber sido raptado por su caráid, la única que podía devolverle la sensibilidad, las sensaciones y las emociones. Su caráid, una mujer que se había dedicado a abrirlo en canal y hacer con él todo lo que le diera la gana, provocándole un dolor insufrible, un dolor que jamás había experimentado ni como mortal ni como inmortal. Y ahora, aquella mujer estaba en su cama, llena de mordiscos por todos lados, y lo más asqueroso era que la mayoría no eran de él.

La chica estaba muy débil, ya le había hecho un intercambio y había sido a la fuerza, con ella consciente en todo momento. Si no le hubiera dado su sangre, la humana habría muerto. Esperaba que su sangre vaniria la ayudara a soportar las heridas y el dolor. Y si sentía dolor, que se jodiera, estaría bien que probara de su propia medicina.

Cahal MacCloud estaba lleno de odio y había acumulado mucha rabia hacia ella, hacia el trabajo que aquella joven desempeñaba en Newscientists. Estando un mes ahí encerrado había captado el dolor de los otros y compartido con ellos sus miedos y sus sufrimiento. Niños, hombres y mujeres… Joder, tendría pesadillas durante todos los días de su vida escuchando sus gritos y sus llantos descontrolados. Y aquella canción, aquella nana gaélica, era lo único que lo mantuvo con fuerzas.

Cahal se sentía uno de ellos, una víctima más de Newscientists y de Lucius y Hummus, y estaba en sintonía con los cabezas afeitadas. Había jurado acabar con ese sádico de los cojones. En cuanto pudiera, después de vincular a Mizar con él, irían los dos en su busca. Juntos. Y Lucius se moriría de los celos al ver que él si había encontrado a su caráid y encima era Mizar, la mujer que él quería para sí. Mataría a Lucius y al otro lobezno, Hummus.

Cahal se sentó frente al espejo y miró a su reflejo fijamente. ¿Era él de verdad? ¿La tortura le había pasado factura? ¿O lo peor había sido saber que la mujer que se la había infringido era su pareja eterna? ¿Cómo podía ser ella suya? ¡La detestaba, maldita!

Él era un druida. Un druida al que le habían arrebatado sus poderes por un error del pasado. Un hombre al que le habían robado la sensibilidad y que nunca había disfrutado como inmortal de lo que era siquiera un beso. Cuando besaba o cuando abrazaba, lo hacía porque creía que debía hacerlo, pero no sentía nada con ello. Todos creían que era un ligón, que cada noche se acostaba con una mujer distinta… Y lo había hecho, porque necesitaba encontrar urgentemente a aquélla que le devolvería a la vida. ¡Pero qué equivocados estaban si creían que había disfrutado estando con las mujeres con las que había yacido! No sentía nada. Cero.

Sin embargo, Mizar, la bruja rubia, lo tenía descolocado y le había devuelto todo eso al tocarlo por primera vez. Un toque maldito.

Hacía unas horas, mientras bebía de ella, tirado en aquella maldita camilla metálica de los túneles de Capel-le-Ferne, le había gritado y suplicado que no lo hiciera. Y, por supuesto, no le había hecho ningún caso. La había mordido sin ningún tipo de remordimiento. La mujer se merecía estar encadenada a él. Y él, seguramente se merecía estar con ella. Ella no era una santa y él tampoco.

Cahal tomó la máquina de afeitar y la encendió.

Mizar le devolvería el don arzaid. Y con el don, el mismo que Lucius quería que le cediera, él podría ayudar a los vanirios y a los berserkers en el Ragnarök. Su magia debería servir. Apretó la mandíbula y se miró al espejo, y luego miró disgustado a Mizar, que temblaba y volvía a tener pesadillas. ¿Qué debía hacer?

Lo primero era lo primero. Se rapó el pelo largo, rubio y sucio que tenía manchado de sangre. Se lo rapó al uno y se pasó las manos por la cabeza. Él era uno más de los que habían sido torturados en esos túneles. Él adoraba su pelo, su seña de identidad, pero Mizar le había arrancado mechones unas cuantas veces mientras la forzaba a beber su sangre, y si aquella mujer le hacía sentir dolor de nuevo, sencillamente, la mataría, ya había tenido suficiente de sus juegos sádicos.

Recogió el pelo del suelo y lo tiró a la basura. Se dio media vuelta y observó cómo la melena dorada y lisa de Mizar cubría toda la almohada como un manto.

Se acercó a la cama y se sentó desnudo delante de ella. Seguro que ella ni siquiera recordaba que se habían bañado desnudos, que él le había limpiado la sangre seca del cuerpo y había desinfectado sus heridas. La había acariciado hasta la saciedad y ella había luchado por no reaccionar todas y cada una de las veces, y había fracasado todas y cada una de las veces. Pobre chica perdida.

Apartó la sábana y dejó su cuerpo desnudo al descubierto. Mizar era despampanante. Tenía las piernas largas y estilizadas, y unas curvas muy definidas y esbeltas. El vanirio se estiró a su lado y los cubrió a los dos para mantenerse calientes.

—¿Por qué, Mizar? ¿Te he esperado todo este tiempo sólo para que me castigues? —susurró inhalando su olor a fresón—. ¿Qué hacías con las mujeres, eh? Si en realidad no te gustan —murmuró sobre su pelo.

Había visto los recuerdos y las experiencias de la joven. Sin embargo, tenía claro algo: Su caráid no era lesbiana. Ni hablar. Sólo se protegía de aquello que le daba miedo. Los hombres. Menudo chiste, él no era el más indicado para que ella dejara de temer al sexo opuesto.

Quería estar con ella, no se iba a engañar, pero no con toda la rabia y la impotencia que sentía hacia aquella mujer. No con la ira por delante. Era un cóctel lleno de sentimientos contradictorios. Suficiente tenía con saber que todavía faltaban dos intercambios de sangre más para transformarla en vaniria. Y lo haría. Pensaba convertirla en aquello que ella había maltratado y odiado.

Y si ella cedía y valoraba el don que él le regalaba como inmortal, a lo mejor podría enseñarle la magia de la noche y amarlo como él la amaba.

Estaba amaneciendo.

—Luces. Persianas —dijo con voz ronca. Después de tanto gritar aún tenía las cuerdas vocales doloridas. Todas las luces, excepto la de la mesita de noche, se apagaron, y las persianas se bajaron de manera automática, protegiéndolos del sol.

Se apoyó en una mano y se quedó mirando cómo dormía su maldita caráid.

—Jodido destino —murmuró abatido, pasando el índice por la nariz de la joven—. ¿Estás lista para la noche nena? —sonrió malicioso…