Capítulo 13

¿Qué día era? ¿Qué hora era? Hacía tanto frío… Sentía tanto dolor… ¿Sentir dolor significaba que estaba muerto? Porque la verdad era que en vida no sentía nada de nada.

Cuando estaba libre, durante tantísimos años, dos mil para ser exactos, su cuerpo era como de goma. Respiraba, vivía, pero no podía notar nada. Era como si estuviera helado. Los vanirios keltoi creían que estaba hecho de hierro, que soportaba todo; la peor herida, para él, no era tan grave. Él seguía luchando, seguía gritando y matando con sus manos. Seguía rebanando gargantas y arrancando corazones, aunque tuviera un agujero enorme en el pecho o aunque le hubieran partido los huesos, o aunque se estuviera desangrando. Un don. Una cruz. Un maleficio que lo hacía poderoso ante los ojos de su clan. Un maleficio que sólo su hermano Menw conocía. Y sin embargo, ese maleficio flaqueaba con esa mujer. ¿Y eso qué quería decir? ¡Que estaba jodido!

Cahal cerró los ojos y tragó saliva. Oh sí, el dolor estaba en todos lados. En el interior de su garganta reseca e irritada de tanto gritar, y en el parpadeo de sus ojos amoratados e hinchados. Las lágrimas de guerra le hervían y le escocían cuando regaban las heridas de los pómulos, como si los cortes necesitaran crecer. Ahí estaba el dolor, la señal inequívoca de que seguía encerrado en el infierno. El dolor palpitaba en sus extremidades cruelmente azotadas y en su vientre abierto con un bisturí. Ella no le había golpeado, no era la que lo había torturado así, sí que lo habían hecho las dos mujeres tan masculinas que controlaban su cuerpo con las máquinas, sin embargo, gracias a los monitores de control cardíaco podían ver que su corazón se aceleraba cuando ella estaba cerca y también comprobaban que su cuerpo sangraba más. Por eso la habían llamado. Sabían que ella le afectaba. Las heridas le escocían con ella, la piel le quemaba, incluso el pelo le hacía daño, la superficie en la que estaba estirado era dura y estaba helada. También pegajosa por la sangre derramada.

Cuando dos mil años atrás, cometió el error de acompañar a Seth y Lucius a matar romanos, Frey le castigó. Le quitó cualquier tipo de sensibilidad, no sentiría ni caricias ni heridas, ni besos ni mordiscos, ni pena ni alegría, ni siquiera hambre, nada… Sería como una cáscara vacía con patas. Hasta que conociera a su caráid. Frey le dijo: «Tu caráid será la que devolverá las emociones, pero también la que más daño te hará».

Esa mujer de pelo rubio y bata blanca, intentaba no acercarse mucho a él. Estaba algo pálida, pero su determinación la obligaba a estar ahí y a meter los dedos dentro de sus heridas. Si lo hacía otro, como las dos mujeres que la había acompañado en el Ministry, las mismas que lo habían herido de aquel modo, no sentía nada. Ya podían cortarle en pedazos si querían que él fuera completamente indiferente a sus atenciones. Pero cuando la rubia lo hacía, cuando ello lo tocaba entonces ¡joder! ¡Ardía el puto infierno! Y él tenía sueños y fantasías en las que le hacía de todo, sin censura, como venganza, y en la que ambos ardían y se los llevaban los demonios.

Mizar hundió los dedos en las heridas de los muslos atrozmente maltratados de Cahal. Sintió cómo los cuádriceps se quejaban ante la intrusión y cómo todo el cuerpo de ese vampiro temblaba del esfuerzo por no echarse a gritar. Pero, esta vez, como todas las anteriores, no lo pudo evitar. Su alarido resonó en la sala insonorizada, una sala impoluta de color blanco que ahora estaba salpicada de rojo, de la sangre de ese monstruo. Le miró de reojo. Él no le quitaba la mirada de encima. Aunque ella estuviera retorciéndole los órganos o cortando sus huesos, esos ojos azules insondables estaban estudiando cada uno de sus movimientos, cada uno de sus gestos, incluso él llevaba el control de su respiración. Llevaba tres días estudiándola, intentando entrar en su cabeza, y como buen sociópata —los vampiros eran todos sociópatas— creía saber quién era ella, cómo actuaba y por qué lo hacía.

Mizar notaba cómo el vampiro se concentraba en respirar como ella. La verdad era que estaba un poco desconcertada. Los vampiros eran seres manipuladores, demasiados fríos y además, cobardes y abusadores. El que estaba atado de pies y manos en aquella plancha metálica, sublevado por ella, no era cobarde. La encaraba, y juraría que le recriminaba personalmente que le hiciera eso.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Cahal—. No te gusta hacerme daño.

Mizar apretó la mandíbula y le echó una mirada indiferente. Sabía que él no le podía leer su mente, ¿no? No, ya no estaba segura. De pequeña, Patrick y Lucius le habían enseñado a hacerlo. Gracias a ellos dos pudo encontrar las fuerzas para superar lo que les ocurrió a su madre y a su hermana, y pudo hacerse fuerte y encontrar una salida a su don. Exhaló, cansada.

—No lo has hecho a menudo. Tú no torturas, ¿verdad? —moriría antes de reconocerle que lo estaba matando de dolor—. No. Tu porte distante, frío, es más el de una ratita de laboratorio que el de una sádica. Aunque estoy convencido de que un traje de látex y cuero, unas botas rojas de tacón hasta las rodillas y unas cuantas cadenas te quedarían de vicio.

Mizar se tensó. Demasiados días con él. Demasiadas horas… Tenía que pedirle a Patrick que ella ya no podía hacer eso. Ese maldito vampiro era una tumba, pero no iba a jugar con ella. Mizar hundió los dedos más adentro y los rotó de un lado al otro. Cahal tiró de las cadenas de sus muñecas, echó el cuello hacia atrás y gritó como un poseso, pero no pudo hacer nada para liberarse. Las cadenas de tobillos y muñecas tenían una banda de luz diurna en el interior, y le quemaba la piel hasta los codos y las rodillas, de manera que, también debilitaban sus fuerzas.

—¿Cómo puedes hacer esto? —le preguntó Cahal de nuevo, con los dientes apretados, una vez se había calmado—. ¡Tenéis críos en estas instalaciones! ¡Niños! ¿Me oyes? —agitó las cadenas de nuevo.

Él los oía. Les escuchaba gritar y llorar y ni siquiera sabía si eran como él. ¿Eran vanirios? ¿Cuántos niños tenían encerrados ahí? ¿Y cuántos hombres y mujeres? También había escuchado sus súplicas, y había compartido sus lágrimas. No podía entrar en contacto mental con ellos por culpa de la maldita bruma que lo hacía todo confuso. La droga creaba un patrón mental, una especie de niebla que impedía que entre ellos contactaran telepáticamente. Cahal adivinaba que allí encerrado había muchos vanirios y muchos berserkers, y quién sabe qué otros «fenómenos de la naturaleza». Utilizaban desodorante para difuminar sus olores, pero había un olor que no se podía diluir: el olor a dolor.

—Eso es mentira —replicó ella, horrorizada.

Cahal negó con la cabeza y levantó un poco el cuello para verla mejor. Estaba sorprendido y a la vez aliviado.

—No lo sabes, ¿verdad? Estáis experimentando con niños, no importa si son o no son humanos, son niños. Los oigo. Oigo su pena y su frustración. ¿Acaso no les has visto nunca?

Mizar lo agarró del pelo y lo miro a los ojos.

—No uses tus tetras conmigo, gilipollas. Aquí sólo matamos vampiros, no hacemos nada más. No hay niños en este sitio.

—No tienes ni puta idea de lo que es un vampiro, nena. No lo reconocerías ni aunque estuvieras a un centímetro de distancia.

—No me llames «nena». Y sé muy bien lo que es un vampiro —le tiró el pelo—. Cállate de una vez.

—Ya veo. ¿No tienes sentimientos, mujer? ¿Por qué no me matas de una vez? —Cahal quería desquiciarla, pensar que esa mujer era su pareja le ponía enfermo y eufórico al mismo tiempo.

Mizar murmuró algo para sí misma, y se apartó del cuerpo de Cahal. Se quitó los guantes untados de sangre y miró hacia arriba, hacia la amplia cristalera opaca que había en la planta superior.

—Necesito un descanso —pidió con voz inflexible.

Cahal observó cómo el moño se le deshacía y los largos mechones de pelo rubio caían por su cara y su espalda. ¡Dioses! Estaba moribundo, necesitaba sangre, y después de milenios sentía… Deseo y hambre. Las normas del destino eran muy putas. Le traían a su caráid, le devolvían las sensaciones y el tacto, y resultaba que esa mujer destinada para él era una psicópata de Newscientists.

—No —dijo una voz de mujer—. Lucius y Patrick dejaron los patrones claros, Mizar. Tiene que decir lo que sabe.

Cahal levantó la cabeza bruscamente y se quedó mirando la oscuridad que reflejaban los cristales. Esa voz la conocía muy bien. Muy bien.

—¿Brenda? ¡¿Lucius?! —gritó. Tiró de las cadenas tan fuertes como pudo, pero al hacerlo, las heridas se le desgarraron—. ¿Está él ahí contigo? ¡Déjame verte, cobarde!

Mizar agrandó los ojos y miró a Cahal con sorpresa. ¿Conocía a Lucius? ¿Y a Brenda? Por supuesto que los conocía. Lucius había luchado contra los vampiros durante muchísimo tiempo, al igual que Brenda. Seguro que se había enfrentado a alguno de ellos.

—Sigue con el vampiro, Mizar —dijo la voz de Brenda—. No dejes que te engañe. Tienes que sacarle la información que te pedimos.

—No me ha dicho nada en tres días que llevo con él. Mírale el cuerpo. No puede más —murmuró con asco—. Las drogas no le hacen efecto. Es como si su cuerpo las repeliese. Y yo tampoco puedo más. Además, necesito seguir con los quarks. Estamos a un paso de conseguirlo.

—Lo sé, Mizar. Y estamos muy orgullosos de ti —dijo Brenda dulcemente—. Pero ahora Lucius te necesita aquí. ¿Lo harás por él?

Cahal observó cómo a Mizar el rostro se le suavizaba y medio sonreía negando con la cabeza. Mierda. ¿Qué había entre Lucius y ella en realidad?

—Está bien.

—¡No! —gritó Cahal enseñándole los colmillos. Sus ojos azules se aclararon peligrosamente y la amenazó con la mirada—. Brenda y Lucius son vampiros. Te están engañando, maldita sea. ¿Te estás acostando con él? —achicó los ojos y la taladró con la mirada. Mizar levantó las cejas rubias.

—¿Perdón?

—¿Tienes algo con él?

—Vampiro, ¿me estás preguntando sobre si me acuesto o no con mi apoderado?

Se escuchó una risita y Mizar alzó la mirada para sonreír a su compañera con complicidad. Ahora sólo había una de ellas. Se llamaba Laila. La morena de pelo a lo chico la miró de arriba abajo, repasándola con sus ojos negros llenos de deseo y las mejillas enrojecidas. La rubia, a su vez, le sonrió con cariño.

—No —dijo él cortante, ignorando a su compañera—. Te pregunto cuánto tiempo estás de rodillas y te apoderas de otras cosas. Él no te ha mordido, no hueles a muerto por ningún lado.

Mizar dejó de mirar a Laila y esta vez la risa desapareció de su cara. ¿Ese nosferatum estaba loco o qué? ¿Le acababa de preguntar si se la chupaba a Lucius?

—Deja a Lucius en paz, ¿entendido? —lo amenazó.

—Te han manipulado —susurró mirando hacia otro lado—. Te están manipulando.

—No. Nadie me manipula. Lucius me ha dado las herramientas necesarias para que nunca caiga en las manos de seres como tú —le dijo Mizar. Debía recordar a su madre y a su hermana. Lo que hacía, en lo que se había convertido, lo había hecho por ellas y ahora ese vampiro no iba a molestarla—. Y vas a beber lo que yo te dé.

—Por supuesto que beberé lo que me des —sonrió a Mizar, enigmático, y luego claro la mirada de nuevo en la sala acristalada—. Y me aseguraré de hasta la última gota. Él te está engañando. No soy un vampiro. —Si Lucius sabía que esa mujer lo afectaba así, lo usaría en su contra. Aunque puede que ya lo supiera y por eso jugaba con ella. Claro que lo sabía y, si eso era cierto, seguramente los dos morirían allí. Pero eso no iba a pasar. Él la protegería.

—No, por supuesto. —Ésta vez fue ella quien sonrió cínicamente—. Eres basura monstruo. No eres un hombre, eres un vampiro y te mereces todo mi desprecio.

—Si salgo vivo de aquí, me aseguraré de pasar días demostrándote que no soy un vampiro y que sí soy un hombre.

Mizar se inclinó hacia su oreja y le murmuró, harta de tanto juego y fuera de sus casillas.

—Tú y yo sabemos perfectamente que eso no va a pasar nunca. Estás en mis manos… —susurró rozándole la oreja con los labios—. Vampiro —se recogió el pelo rubio en un moño alto, y se colocó los guantes.

—No vas a conseguir ni una sola palabra de mis labios, muñequita. Ni una. Ya me puede hacer lo que quieras —añadió soberbio y cerrando los ojos—. Tú no me vas a doblegar. —Abrió los ojos una última vez y le dijo—: Pero llegará un momento en el que descubras la verdad, y ese día, me voy a cobrar cada una de las «caricias» que me estás prodigando… nena. Sin cuartel, Mizar. Así te voy a tratar.

No soportaba que le hablaran de ese modo o que le perdieran el respeto, y menos oírlo de un ser tan indeseable como ese vampiro engreído y déspota que tenía atado a la mesa. Por lo visto, el vampiro estaba desafiándola.

—Te he dicho que no me llames «nena».

—Entonces, trátame bien —gruñó cuando sintió de nuevo los dedos de Mizar en su estómago—… nena.

Después de dos horas de incesantes torturas, en las que Mizar se esforzó en provocarle el máximo dolor. Cahal se desmayó sin contestar a ninguna de las preguntas que le hicieron sobre los clanes, sobre sus líderes, sus debilidades, sus lugares de encuentro.

Cahal no era ningún vampiro, pero durante el interrogatorio se mantuvo en silencio como un muerto.

Cuando Menw llegó a su ático de Piccadilly, tuvo que sujetarse al pomo de la puerta para no desmayarse de gusto al sentir el nuevo olor que desprendía su casa. Tarta de limón. Joder, qué bien. Nada más entrar, ya venía una erección en los pantalones, una bien dispuesta que gritaba: «¡Daanna, vamos a acabar lo de la ducha!».

Sonrió. Seguro que se subiría por las paredes cuando lo viera llegar. De hecho, estaba convencido de que estaba ya despierta, oculta en algún lugar, esperando a lanzarle algo contra la cabeza. Se preparó para ello.

Dejó las bolsas en la entrada. Le había comprado ropa y también había rescatado sus cosas de su parking secreto. El hecho de que estuviera alejado de la base de su casa, había salvado casi todas sus pertenencias, aunque para conseguirlas él mismo había tenido que apartar los escombros. Esperaba que eso calmase su enojo. Era su regalo en forma de disculpas por encerrarla.

La noche había sido fructífera en todos los sentidos. Había encontrado por fin a una mujer que conocía a una de las chicas que se había llevado a Cahal. Tres semanas de una interrumpida búsqueda le habían llevado a dar con el primer eslabón que lo acercaría, si todo salía bien, al encuentro de su querido hermano mayor. Pensar que él pudiera estar sufriendo, lo destruía poco a poco, y seguía su intuición de hermano, no iba muy desencaminado. Cahal no estaba bien.

Con su caja del Dunkin’ Donuts y sus cafés humeantes, entró en la habitación. El café olía de maravilla, estaba recién hecho y los donuts seguían calientes. Probarían juntos la primera comida saciante como inmortales, ya que, al haber bebido sangre el uno del otro, ahora podían disfrutar de nuevo de tener los estómagos llenos.

En la habitación no había nadie. Qué raro. Estaba todo en calma y sólo se oía el sonido repetitivo de algo golpeando contra la pared.

Toc, toc, toc…

No, contra la pared no… Miró hacia arriba, al techo acristalado de la habitación:

—¡Joder!

Un remolino de color. Un inmenso, llamativo, deslumbrante y casi cegador remolino de vívida tonalidades e impresionante formas, eso era. Daanna iba lanzada al centro de ese remolino. No tenía ningún miedo, sólo la sensación de que levitaba e iba en busca de algo o de alguien. ¿De quién?

—Recibe tu don, Daanna. Puedes bilocarte y tienes la capacidad de estar en dos sitios a la vez.

«¿Ésa era la voz de Freyja?».

—Puedes transportar objetos y personas de tus bilocaciones; las puedes desplazar de un espacio a otro, pero para ello, no debes permitir que, allí donde te desplaces, te hieran de ningún modo. Si eso sucediera, tu cuerpo de amarre, que es el que está durmiendo y permite que biloques inconscientemente, desaparecerá y te verás encerrada en el lugar donde te hayas desplazado hasta que sanes y vuelvas a dormirte. Buena suerte, Elegida.

De repente, la espiral desapareció.

Se encontró sentada cara a cara con un hombre que escribía algo en un pequeño portátil. Por los dioses, ese hombre estaba hablando en el foro de mitología nórdica y escandinava que llevaban las humanas. Tenía el pelo castaño recogido en una especie de moño a la altura de la nuca, como si acabara de venir de la playa la tez muy morena, y vestía de sport. Tejanos gastados, camiseta de punto muy ajustada, y una chupa de piel marrón con el cuello levantado. Sus manos tenían tatuajes japoneses. Estaba sentado en un sofá orejero, tomando un café Starbucks, y la estampa parecería ridícula porque él era casi más grande que ese sofá. Daanna miró a su alrededor.

Sí, sin duda estaban en una de esas populares cafeterías norteamericanas. Él alzó la mirada de su Mac plateado. Sus ojos grises y extrañamente achinados se clavaron en los verdes de ella. El hombre tenía facciones occidentales, pero esos ojos insinuaban también matices orientales. Lucía una cicatriz en su barbilla. Muy seguro de sí mismo, inclinó la cabeza y la estudió.

—Tú no estás aquí —le dijo—. No exactamente. ¿Quién eres?

—Me llamo Daanna —ella tragó saliva y se acomodó en el sofá—. ¿Qué quieres decir con que yo no estoy aquí… exactamente?

—¿No recuerdas dónde estabas antes de venir aquí?

—Sí. En Londres, en Piccadilly. En casa de mi… —se aclaró la garganta—. De un amigo.

—Ahora estás en Chicago. En el Starbucks de la Avenida Michigan, Daanna —deslizó su nombre por su lengua como si fuera un manjar—. Un nombre gaélico precioso —murmuró él—. La elegida y la venerada. Eso significa, ¿no?

Daanna lo miró atentamente. ¿Cómo lo sabía? ¿Quién era ese hombre? ¿Qué hacía en Chicago? Movió las manos y se las tocó para sentir que realmente estaba allí. Su piel, sus huesos, todo estaba en su sitio.

—¿Quién eres tú? ¿Qué hago aquí? —miró a través de la ventana.

Era de noche; la actividad en esa ciudad estaba llena de frenesí y estrés. Los taxis iban y venían, y la gente caminaba de un lado al otro, con prisas, como si nunca llegaran a tiempo. Los rascacielos eran testigos de lo rápido que transcurría el tiempo allí. No era muy diferente de Londres.

De repente, Daanna notó que el guerrero se tensaba y era plenamente consciente de la entrada de una belleza pelirroja y de ojos azules. La joven parecía insegura y no le quitaba la vista de encima. Daanna podía sentir que bajo esa ropa había fuerza, más de la que aparentaba. La chica centró la mirada en ella, y la vaniria percibió una onda expansiva de furia. Juraría que los ojos azules se le habían vuelto completamente rojos.

—Si tú no lo sabes… —el hombre dejó el portátil a un lado y lo cerró, centrándose en Daanna y obviando a la otra mujer que se había quedado como estatua en medio de la cafetería. Se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y dejó las manos colgando entre ellas—. Tienes unos colmillos preciosos —coqueteó—. Toda tú eres una aparición. ¿Vienes por mí?

De repente, como si algo en su interior despertara, reconoció a ese hombre. Evocó un recuerdo que no era suyo, pero lo rememoraba como si lo fuera. Freyja lo había convertido en vanirio junto con otros guerreros vestidos de negro con espadas samuráis. ¿Quiénes eran? Entonces recordó lo que habían hablado hacía unas noches en el Dogstar. Ruth y Gabriel habían informado de que en la web y en el foro de mitología escandinava y celta había visitas constantes de un IP de Chicago, de un Starbucks. ¿Podría ser que fuera él? Entonces, supo perfectamente lo que tenía que hacer. Había que reunir a los clanes y ella era el instrumento del que se servían los dioses para hacerlo. Miya, le dijo una voz mentalmente. Se llamaba Miya.

—Miya. ¿Así te llamas?

El hombre la miró con recelo al principio, pero luego se tranquilizó.

—Eres un vanirio, como yo.

—Sí.

Daanna apretó los puños llena de alegría y optimismo.

—Soy Daanna McKenna —dijo vehemente—. Pertenezco al clan keltoi. Freyja convirtió a mi clan hace dos mil años. Estamos ubicados en Londres, en la Black Country. Mi hermano Caleb es nuestro líder —Miya escuchaba, se apretó los nudillos y reposó todo su cuerpo sobre el respaldo del sofá, como si se hubiera sacado un gran peso de encima—. Estoy aquí para convocar a los miembros de los clanes al Ragnarök. Está cerca, y necesitamos que todos estemos alerta. Debemos luchar juntos.

Después de esa presentación, Daanna también se quitó otro peso de encima; el de por fin asumir su responsabilidad y descubrir para qué se la necesitaba. Sabía que era ése el motivo de su bilocación, y estaba tan segura como que estaba respirando en ese momento.

—Llegué a pensar que estábamos solos —confesó Miya cruzándose de brazos—. Que no tendríamos posibilidad contra Loki y sus secuaces. Son muchos. Aquí en Chicago hay altercados cada noche.

—Sí, en Londres estamos igual —asintió Daanna—. Pero juntos tendremos más oportunidades de vencer.

—¿Hay más en el mundo como nosotros?

—Seguro que sí, pero todavía no nos hemos puesto en contacto. Creo que yo soy el desencadenante para ello.

—Entiendo —miró hacia atrás para ver si la pelirroja de pelo rizado seguía ahí. Por supuesto que seguía ahí. Un aura roja y negra la rodeaba—. No puedo dejar esta ciudad, está infestada de vampiros y chuchos rabiosos. No somos muchos aquí tampoco, y los humanos necesitan nuestra protección.

—No tenéis por qué movilizaros todavía. Sólo tenéis que estar alerta en el Día del Ocaso. El portal se abrirá en algún sitio y deberemos estar preparados para luchar contra lo que sea que pueda salir de ahí, en caso de que lo consigan. Nosotros os avisaremos.

—¿Y se supone que vendrás tú a visitarme todas las noches para explicarme cómo están las cosas? —Su mirada gris era tan intensa que podía deshacer glaciares con ella. La pelirroja miró hacia otro lado. Le temblaba la barbilla.

—No —sonrió, entretenida. ¿Estaba coqueteando?—. Pero seguiremos en contacto a través del foro que estabas visitando. ¿Cuál es tu nick?

—Miyaman.

—Le diré a Caleb y a As que se pongan en contacto contigo y que informéis sobre vuestra situación.

—¿Quién es As?

—El líder del clan berserker.

—¿Sois amigos de los berserkers? Aquí no son bienvenidos.

—Nosotros ya hemos dejado atrás nuestras diferencias —explicó Daanna echando un vistazo a la bolsa roja que había a sus pies. No lo había podido evitar porque sobresalía el mango de una espada japonesa. Una chokuto. Ella era una enamorada de las espadas y ésa era preciosa.

—¿Te gusta? —preguntó Miya.

—¿Es una chokuto?

Miya sonrió complacido y abrió la bolsa para sacar la obra de arte más hermosa que los ojos verdes de Daanna habían visto.

—Sí. Corta sólo por un lado y es completamente recta. Es del siglo quinto después de Cristo —desenfundó la espada hasta la mitad y la luz se reflejó en el acero, enfocando la cara de Daanna, sus ojos, su nariz y su boca. Era Miya quien jugaba con su resplandor—. Aunque tu cara es mucho más peligrosa.

—Bueno, gracias —Daanna se levantó del sofá. No sabía cómo irse de allí o cómo regresar a casa de Menw.

—No te levantes, preciosidad. —La tomó de la muñeca e hizo que se sentara de nuevo—. No querrás volver loca a la gente, ¿no?

Daanna frunció el ceño y miró hacia abajo. Mierda. Sólo llevaba la ropa que Menw le había prestado. La camiseta negra y los shorts.

—Te has desdoblado. Regresarás cuanto menos te lo esperes.

—No tengo ni idea de cómo hacerlo.

—Sucederá, ya verás. En la antigüedad tenía maestros que controlaban el arte de los viajes astrales y la bilocación. Sólo deja que pase —le aconsejó—. La espada es para ti. Quédatela. Como presente —aclaró Miya—. Seguro que eres una gran guerrera, tienes la presencia de una pantera. Sigilosa y letal, como ellas.

Daanna se quedó de piedra al oír ese cumplido. «Seguro que eres una gran guerrera». Si ese hombre supiera que tenía que luchar precisamente para que la dejaran pelear seguro que iba a reírse de ella.

—Toma —agachó la cabeza y se la ofreció con ambas manos—. Por favor, quédatela, creo que esta espada ha sido para ti desde que la compré.

Daanna levantó la vista y se fijo en la chica que ahora daba media vuelta y ocultaba la cara en su melena roja, para que nadie la viera llorar. «Ay, amiga. Tú y yo estamos igual, ¿no?».

—Creo que no la tomaré —dijo sin dejar de mirar a la joven.

—Hazme el favor, te lo ruego. Tómala —le estaba rogando con los ojos que aceptara la espada y que le quitara un peso de encima—. Necesito que ella lo vea, que vea cómo la aceptas. Tengo que salvarla, ¿me comprendes? —sus ojos achinados estaban atormentados—. Por favor…

Daanna tragó saliva, dubitativa, y al final extendió las manos para aceptar el presente.

—Grac… Gracias —Daanna tomó el arma y la acarició maravillada.

Miya miró hacia atrás y pudo ver que el cuerpecito de la pelirroja envuelto en un vestido negro, botas negras de tacones de vértigo, y su nube de rizos salvajes salían por la puerta del Starbucks sin mirar atrás. De repente, la vaniria sintió el cuerpo pesado y el estómago revuelto.

—Oh, oh… —murmuró cerrando los ojos con fuerza—. Creo que me voy… Nos mantendremos… en contacto.

—Cuenta con ella, zan mey. —Le sonrió y se inclinó para despedirse de ella al estilo japonés.

Daanna se desmaterializó.

Primero vino la oscuridad, luego sintió cómo levitaba y entonces regresó al remolino de color y luz. Y lo hizo con un regalo de un vanirio de otro continente, con la sensación de haber presenciado la ruptura de una pareja y con la emoción de haber sido bendecida por primera vez por lo que ella había sentido siempre que era: una auténtica guerrera.

—¿Daanna? ¿Daanna, cariño? Despierta, por favor.

Menw estaba aterrorizado. No era normal que la vaniria no se despertara, y tampoco era común sentir lo fría que estaba y lo rápido que le iba el corazón. ¿Qué le pasaba? ¿Habría sido el somnífero?

—Daanna, mo leanabh, abre los ojitos —la zarandeó.

Entonces ella parpadeó confusa y focalizó la mirada. Las pupilas al principio estaban dilatadas, luego adoptaron su tamaño normal. Frente a ella, Menw la tenía abrazada y la acariciaba por todos lados, dándole calor.

—¿Qué hacemos en el techo de la habitación? —estaban volando los dos, y no salían disparados hacia el cielo porque el cristal se lo impedía.

Menw la apartó ligeramente para mirarle a la cara. Tenía un color maravilloso, los ojos le brillaban y las mejillas estaban coloreadas. Su boca entreabierta medio sonreía, y sus pequeños colmillos le saludaban de entre el labio superior.

—Cuando he entrado, te he encontrado levitando, y sólo el techo de cristal ha impedido que te fueras directa al amanecer. Me has matado del susto —gruñó abrazándola con más fuerza.

Daanna se dejó tocar. Dioses, qué gusto sentir que un hombre como él la acariciaba de esa manera.

—Menw, ha sido increíble… —le explicó excitada. ¿Pero cuántos brazos tenía Menw? La estaba tocando por todos lados—. Escúchame…

—No, no… —La tomó de la cara—. Pensé que se me había ido la mano con el somnífer… Daanna… Joder, estás preciosa cuando despiertas.

Se inclinó para besarla con todas las ganas que sentía desde la noche anterior, pero entonces ella se apartó. Daanna abrió los ojos y todo el calor y el color de su rostro desapareció. Tomó a Menw de la pechera de su camisa negra, se acercó a él y justo cuando él creía que iba a meterle la lengua en la boca, ella metió una pierna entre las suyas y alzó la rodilla con fuerza en un golpe certero y seco.

—¡Arg! —Menw se quedó sin respiración y abrió los ojos que habían enrojecido.

Ambos cayeron como pesos pesados contra el parqué. Daanna se quedó sentada encima de él, a horcajadas, mientras Menw se retorcía de dolor. Le costaba hasta respirar.

—¿No te lo esperabas? —preguntó ella con falsa dulzura—. Uy, pobrecito… —le pellizcó la mejilla—. Ayer tampoco me esperaba que me dejaras aquí en tu casa, inconsciente. Me traicionaste, Menw. ¡Me engañaste! —Le golpeó el pecho con las palmas de las manos—. ¡Nunca más vuelvas a hacerlo! ¡Nunca más me encierres o te aseguro que te mataré!

—Mierda, me cago en la… —gruñó él contra el suelo, llevándose la mano a los testículos—. Los tengo en la garganta, Daanna.

—Bien, entonces espero que te extirpen las amígdalas. No quiero hablar contigo, cretino. Fuiste mezquino.

Se levantó de encima de él. Miró al techo y esperó a que la espada regresara de la espiral. Cualquier cosa que se llevara en sus bilocaciones, volvería con ella. Y así fue. Algo centelleó en el techo de cristal, y entonces apareció la chokuto. Con su mango negro y rojo y su funda de piel negra. Daanna alzó la mano y la cogió al vuelo. Sí, señor. Estaba muy orgullosa de su regalo.

—¿Qué es eso?

Menw se había levantado todo dolorido, con la cara roja, y estaba detrás de ella observando la espada. La tomó de la muñeca y la obligó a enseñarla. Pero ella lo empujó y colocó la punta de la espada desenfundada sobre su pecho.

—Es un regalo y no quiero que lo toques —le advirtió.

Menw se quedó mirando a Daanna entre el asombro y la fascinación. Su pelo azabache y brillante caía en graciosos mechones sobre su cara, tapándole parte de esos ojos enormes que sólo ella tenía. Parecía una mujer salvaje.

—¿Dónde has estado? ¿Qué te ha pasado? Estaba muy preocupado por ti.

Daanna jugó con la punta de la espada sobre su camisa y le hizo un agujero a la altura del corazón.

—He recibido mi don.

Menw agrandó los ojos y no supo cómo reaccionar. Si Daanna ya había recibido su don, ¿quería decir que no necesitaba su sangre más? Dio un paso al frente, pero ella negó con la cabeza, inmovilizándolo con la espada.

—¿Cuál es? ¿Darte cabezazos contra los cristales?

—Muy gracioso. Ni un paso. ¿Quieres que nos llevemos bien, Menw?

—Lo que dure el trato.

Ah, ya había llegado el Menw defensivo.

—Por supuesto —murmuró dolida. Cogió aire y levantó la barbilla, era de sus poses altivas—. No me quedo en casa, ¿entiendes? Me ha costado mucho salir a luchar con vosotros; me ha costado que mi hermano y sobre todo tú, me dejarais la libertad suficiente como para respirar sin tener que pedir permiso. Soy una excelente guerrera. Estamos obligados a intercambiar nuestra sangre y a convivir como pareja, pero…

—Daanna…

—… Pero si vuelves a hacerme lo de esta noche —presionó la punta de la espada en su pecho—, yo misma te obligaré a entregarte al amanecer. Voy donde tú vas. O voy donde a mí me dé la gana. Pero no hago lo que tú me digas porque seas el macho alfa. No te confundas conmigo. Soy vaniria, y soy guerrera.

Menw apretó la mandíbula. Los ojos verdes de Daanna reflejaban lo dolida que estaba y lo segura que le hacía sentir lo que fuera que había vivido hacía un momento. ¿De dónde había salido la espada?

—Me va a costar.

—A mí también me va a costar, estar aquí contigo sabiendo que te irás y que me dejarás, pero lo acepto porque es tu decisión. —¿Las mentiras podían cortar por dentro? Porque a ella le dolía el estómago después lo que acababa de admitir—. Acepta tú mis condiciones.

El sanador asintió a regañadientes. Ambos se miraban con cautela, sin fiarse ni un pelo el uno del otro.

—¿Llevas una katana? ¿De dónde ha salido?

—De Chicago. Y no es una katana. Se llama chokuto.

—¿Qué? —replicó, perdido.

—Tengo el don de la bilocación. Estar en dos lugares a la vez. Por lo visto me sucede al dormir, después de beber tu sangre —dijo confundida—. Mi otra parte viaja y localiza a miembros de los clanes que están repartidos por todo el mundo. Tengo que avisarlos y reunificarlos a todos para poder luchar juntos en el Ragnarök. He estado en Chicago, con Miya.

—¿Con quién? —preguntó secamente y a la defensiva.

—Miya. —Daanna alzó la barbilla de nuevo y lo desafió a que soltara uno de sus comentarios despectivos, pero Menw estaba demasiado sorprendido para hacerlo—. Es un vanirio… Es como un samurái. Él me ha regalado la espada…

—¿Has ido al encuentro de otro hombre? —preguntó con voz fría—. ¿Llevo dos horas intentando despertarte y tú has estado con otro? ¿Dos horas?

Daanna se mordió el labio para no echarse a reír. Aquello sonaba muy neardenthal.

—No he ido al encuentro de nadie, machoman.

Menw se movió tan rápido que ella no pude reaccionar. Se colocó a su espalda y la encerró entre sus brazos, inmovilizándola.

—No te equivoques, Daanna. No me gustan las bromas.

—No es un broma —ella se revolvió, se sentía débil después del viajecito espacio-temporal que había hecho, pero Menw era muy fuerte y estaba cabreado—. Fui directamente a él, me presenté y él me dijo quien era. Le pedí que… Me estás haciendo daño, bruto, para de apretarme así…

—¡Y una mierda! —le retiró el pelo del cuelo y miró a ver si tenía marcas. La olió y luego la tomó de las muñecas con una sola mano.

—Ya me estás soltando, Menw.

—¡Vete a la mierda, Omhailp!

—¿Y te has presentado así? ¿Con esta ropa? ¿Con mi ropa? —especificó, lamiendo la carótida de la garganta—. Eres una provocadora.

—Y tú no sabes lo que quieres —lo miró por encima del hombre y lo encaró. Sus miradas colisionaron—. No sé por qué te comportas así. Tú quieres abandonarme, dices que te vas a ir.

—Ah, pero te equivocas. Si sé lo quiero —le inclinó el cuello a un lado, abrió la boca sobre su piel y le clavó los colmillos profundamente. Empezó a beber no por sed, si no para marcarla como suya. Y luego le dio sólo un lametazo, para que al menos le quedara la marca rojiza de los dos incisivos, como un tatuaje. Ella estaba temblando, y muy excitada. Los mordiscos entre parejas eran seductores y sobre todo afrodisíacos. Menw la sostuvo contra él, abrazándola con posesividad. Ambos con la respiración acelerada—. Mía mientras dure el pacto, recuérdalo —le murmuró sobre la sien—. No voy a permitir otro comportamiento u otra actitud como la que tuviste con Gabriel. Ni hablar, Daanna. —Deslizó sus manos calientes por debajo de su camiseta y le cubrió los pechos desnudos con ellas—. ¡Maldita sea! —gritó contra su garganta—. Sin sostén, con mi ropa interior, frente a otro hombre que te hace regalos y que es vanirio como nosotros… ¿Qué crees que soy? ¿Un calzonazos?

—Tú… Tú estás celoso.

—¿De veras?

—Quieres volverme loca —lloriqueó dejando caer la espada al suelo—. ¿Qué es lo que quieres? —se removió contra él hasta que pudo encararlo cara a cara—. ¿Qué, Menw?

El sanador le miró la boca y luego los ojos. Esos ojos que siempre lo habían embrujado. En los atardeceres, su poblado, cuando todavía era humanos, Menw y Daanna observaban juntos cómo el sol se ponía en las montañas. Entonces él no miraba al sol, él sólo podía mirarla a ella, a las tonalidades verdes y claras que sus ojos adquirían con el reflejo del astro. Ella era su verdadero sol. «Lo quiero todo».

—Sólo que me respetes el tiempo que estemos juntos —dijo finalmente.

La luz de los ojos de Daanna se apagó. ¿Qué iba a pasar entre ellos? ¿Sobrevivirían a esa convivencia?

—Lo hago, Menw. Créeme. —Alzó una mano y le apartó un mechón rubio de la cara. Adoraba su pelo, su color, tan brillante y limpio—. Lo has leído en mi sangre, en mi mente, has visto mi encuentro con Miya, ¿verdad?

—Sí. —Asintió más tranquilo y se recreó en la caricia de la mano de Daanna. Esa mujer lo convertía en un histérico. A ese tal Miya le había gustado Daanna. ¿Y a quién no? Su mujer era un pecado andante—. Te creo. Pero no me gusta nada lo que he visto. Aún y así, hay algo que sé que no me dices, algo que no dejas que vea.

—Te lo he enseñado todo.

—No. No es sobre tu encuentro con Miya. Es sobre algo tuyo… ¿Qué es?

—No hay nada que no te haya dicho o enseñado, Menw. Lo has visto todo de mí —aseguró con la boca pequeña.

—No lo he visto todo, y antes de que lo nuestro acabe, lo descubriré —sus ojos azules reflejaban la más firme de las promesas.

—Lo que tú digas —se encogió de hombros con indiferencia—. Hemos quedado en el Ragnarök a las siete, ¿verdad? Me muero de ganas de contarle todo a Caleb y a As. Saldré a comprar algo de ropa.

Daanna se apartó de él, protegiéndose de su mirada inquisitiva y se dio media vuelta para ir al baño y asearse.

—No irás así vestida. Ya te he comprado ropa y chucherías de las que te gustan, y además, he rescatado unas cuantas cosas de tu «parking secreto». —Por lo visto le encantan las espadas… sí, y ese tal Miya daba la casualidad de que le había regalado una, el gracioso.

Daanna se giró en redondo, impactada, ante el anuncio de Menw.

—También te he traído tu coche —continuó el vanirio. Alzó el mando automático de su Mini Cooper rojo y blanco y sonrió, una sonrisa pedante y pagada de sí mismo—. Está en mi parking, luego te lo enseñaré. También tu iPhone, te lo habías dejado sobre la guantera. Cómo ves, no todo está perdido.

Estaba emocionada. Sus cosas… Bueno no todas, algunas de ellas… ¿Menw se las había traído? ¿Le había comprado ropa? ¿Sería verdad que no todo estaba perdido? ¿Ni siquiera lo de ellos?

—¿Mis armas?

—Sí, señorita Croft. Y también algunos libros y algunos instrumentos musicales, y… ¡Ah, sí! Muchos trajes de lucha y muchos pares de calzados… ¿Por qué tienes tantos?

—Se llama moda —contestó levantando una ceja atrevida—. Yo… no sé qué decir —admitió tímidamente.

—No hace falta que digas nada. Ha valido la pena sólo para ver la cara de sorpresa que has puesto. Me ha encantado —admitió lanzando la llave sobre la almohada—. Y ahora come conmigo —le señaló los donuts y los cafés, avergonzado—, están fríos, pero al menos se puede…

—¿Es una invitación? Porque me ha sonado a orden, ¿sabes? —se rascó la barbilla, con diversión.

—¿Te gustaría comer conmigo estos maravillosos donuts fríos y duros como una piedra, y ese café helado? —le hizo una reverencia—. ¿No tienes hambre? Es lo primero que voy a comer después de intercambiar la sangre con mi vaniria, y pensé que te gustaría compartirlo.

Y a ella por poco no se le caen los bóxers al suelo. Ese hombre tenía el don de convertirla en una mema. Se echó a reír y negó con la cabeza.

—Me muero de hambre y tienen una pinta estupenda, gracias —pasó por su lado, se alzó de puntilla y lo besó en la comisura de los labios. Un gesto lleno de agradecimiento. Se apoyó con una mano en su hombro y le dijo al oído—: Cuidado, que el príncipe de las hadas amenaza con volver. Y si vuelve, puede que no te deje marchar. Si vuelve, puede que al final no quiera que te vayas, sanador.

—Basta, Daanna —murmuró él haciéndose el fuerte.

—¿Qué he dicho? —se apartó de él y lo miró sin entender nada, fingiendo enajenación—. ¿He dicho algo? Debe de ser la bilocación que todavía me tiene confundida.

Menw recordó entonces cómo Daanna le provocaba cuando era humano, cómo le miraba con los ojos alicaídos, y le sonreía parpadeando. O cómo le soltaba comentarios con doble sentido que él siempre captaba y cogía al vuelo. Era una descarada, y lo seguía siendo. Daanna también estaba de vuelta.

La vaniria tomó un donut glaseado y se lo llevó a la boca, hambrienta, mientras él recogía del suelo la espada samurái y la dejaba encima de la cama. Comieron los donuts en un ambiente cordial y amistoso, sabiendo que tras esa fachada de desenfado, el pasado, la pasión y los celos harían un cóctel molotov que los haría volar por los aires, tarde o temprano. Y ningún de los dos era tan tonto como para no darse cuenta de ello.