Capítulo 11

Daanna dejó de beber. Podría beber de él toda la vida, podría estar pegada a su cuello como un tatuaje y ella sería feliz para siempre, pero dejó de beber. Le lamió las heridas de los incisivos y le besó la zona con tanta dulzura que a Menw le temblaron las rodillas.

Apoyó la frente en su hombro y se quedó pensando en todo lo que había visto. ¿Qué tenía que hacer para recuperarlo? Sus ojos se habían aclarado, se sentía fuerte y bien físicamente. El que estaba mal era su estado anímico. Una mierda y ella no tendrían muchas diferencias en ese momento.

Menw estudió su expresión. Ella rehusaba mirarlo, estaba avergonzada o muy afectada por todo lo que había visto.

Ah, no. Ni hablar. Tenía una erección enorme y esa mujer lo había vuelto loco desde que nació. No iba a dejar que ahora ella se amilanara. Le levantó la barbilla, pero ella se negaba a mirarlo a los ojos y retiraba su bella cara.

—¿Te ha gustado mi sangre, Daanna? ¿Te ha…? Daanna, olvida lo que has visto —le ordenó agarrándola fuertemente de las mejillas—. ¿Te ha gustado beber de mí?

Daanna tenía un nudo en la garganta que no le permitía hablar. Menw se sentía tan inseguro y desconfiado respecto a ella que se pensaba que no iba a cumplir su parte del trato o que su sangre ni siquiera le iba a gustar.

Le dolía ver que no se sentía seguro consigo mismo cuando estaba con ella.

La joven se aclaró la garganta y se obligó a contestarle.

—Tu sangre me encanta. Menw. Me vuelve loca ―lo miró a los ojos con sinceridad.

Él se relajó, soltó su cara y llevó sus manos a su pelo. Le retiro dos cristales que habían salido expulsados seguramente de su cuero cabelludo una vez habían sanado las heridas, y los tiró al suelo. Ambos titubeaban en el aire, un aire que se estaba cargando de vapor. Ninguno de los dos quería dar un paso en falso.

—Me deseas ―comprobó ella moviendo la entrepierna contra su erección.

—¿No me digas? Y yo que pensaba que lo que tenía ahí era una zanahoria.

Daanna medio sonrió, todavía no estaba segura del humor que había entre ellos. No confiaban el uno en el otro, pero había una historia entre ellos. Una historia pasada, pero llena de experiencias y aquello los unía.

—Una zanahoria gigante. Menw, ¿me deseas?

—Te lo dije. La sangre es afrodisíaca, claro que te deseo.

—La sangre es afrodisíaca cuando se intercambia entre parejas reales o entre parejas que se gustan mucho. —Lo sabía porque Shenna, Beatha y Aileen se lo habían explicado.

—Bueno, la atracción nunca fue un problema entre tú y yo, ¿verdad? —preguntó él mirándole la boca y los colmillos—. Es lo único real entre los dos Daanna. —Preguntó con decisión—: ¿Te vas a acobardar? ¿No vas a cumplir tu parte del trato? Te he dado mi sangre, ¿qué toca ahora?

—No soy ninguna cobarde. Tú sí —lo acusó abiertamente.

—Lo que tú digas. No soy cobarde soy inteligente y precavido. Y ahora contéstame, ¿me deseas tú a mi?

Daanna lo miró a los ojos y asintió.

—Siempre, Menw. Cada día de mi vida.

—No mientas —la fulminó con la mirada.

Daanna alzó la mano y se la puso sobre los labios. Menw iba a negar cada una de las confesiones que ella le reconociera. Era reacio a confiar, reticente a creer en nada de lo que ella le contara sobre sus sentimientos.

Bueno, tenía otras maneras de demostrarle lo mucho que le gustaba.

—Chist, ¿quieres ver lo mucho que te deseo? Mira —tomó la mano que Menw tenía anclada en su glúteo, y la llevó a la parte de adelante. Entrelazó sus dedos con los de él y se la metió dentro del pantalón, por debajo de las braguitas, hasta alcanzar su parte más sensible y hallar el calor y la humedad que ahí residía. Ella se puso de puntillas y abrió un poco las piernas.

—Dioses, Daanna, éstas… —gimió.

—Sí… por ti… —murmuró ella mordiéndose el labio—. ¿Ves lo que me has hecho? —se inclinó hacia delante y lo besó en los labios, muy lentamente.

Menw movió los dedos en su humedad acarició el diminuto agujero por donde él la iba poseer.

—Menw…

—¿Qué, joder?

—Desnúdame.

Él se rindió ante aquellas palabras.

Así de simple. Así de fácil. Daanna pedía y él obedecía, ¿qué importaba si había un abismo entre ellos? Sus cuerpos estaban ahí y de ellos se iban a servir.

Con manos temblorosas, se agachó y le quitó las botas. Luego le desabrochó los pantalones cortos y se los bajó, llevándose con él las medias destrozadas. Cuando se levantó, se llevó la camisa de corte italiana manchada de sangre, y a continuación le desabrochó el sostén blanco que tenía cierre frontal. Una vez desnuda, Menw se le quedó mirando como si fuera una aparición.

Aquella mujer, vestida sólo con unas braguitas diminutas blancas, tenía el poder de hincarle de rodillas, Daanna, incluso con el pelo enmarañado, los ojos enrojecidos de haber llorado, la cara llena de churretones, y aquella boca ilegal y voluptuosa, personificaba al pecado. Su cuerpo era una oda al vicio y al placer de la carne. Tenía unos hombros preciosos, la cintura delgada y unas caderas marcadas con curvas de infarto. Sus piernas estaban perfectamente moldeadas y ligeramente musculosas. Largas, tersas, como su estómago. Él siempre lo había sabido. Era dinamita.

Ella lo miraba a su vez, temblorosa y excitada.

—Quítate las braguitas —Menw se acomodó la erección dentro del pantalón con la mano.

Ella se sonrojó un poco, pero obedeció. Deslizó los pulgares por las costuras laterales de la ropa interior y movió las caderas de un lado al otro, seduciéndole, hipnotizándole con el movimiento, hasta sacárselas por los tobillos. Se quedó tal y como vino al mundo. No tan inocente, pero sí completamente desnuda.

—Tu turno —dijo él con voz ronca—. Desnúdame.

Daanna dio un paso adelante y coló sus dedos en la cinturilla de los pantalones, tocó por todos lados. Se los bajó y se llevó los calzoncillos negros con ellos. Se levantó mientras acariciaba su cuerpo con las manos y lo estudió un poco intimidada.

Sus tatuajes, su cuerpo agresivo y más grande que el de ella, esos hombros tan anchos y… Dioses, era todo musculoso. Miró su erección y sintió que se humedecía entre las piernas como respuesta. ¿Cómo pudo caberle? Tenía un pene demasiado grueso y largo que se levantaba soberbio hacia arriba de entre una mata de pelo púbico claro. Casi del mismo color que su pelo, pero no tan claro como el de la cabeza. Menw tenía un rubio tan limpio y tan dorado que más de una campaña publicitaria de champú lo querría para sí. Ahora estaba sucio y despeinado, pero ¿qué importaba?

Era hermoso. Estaba hinchado y venoso, y tenía la piel clara. En la punta del prepucio una gota perlaba de deseo. Sus ojos azules la miraban a través de sus pestañas negras, tan tupidas, que a veces parecía que se pintara la línea del ojo con kohl.

—¿Te gusta lo que ves?

—Eres un poco amenazante —susurró ella acariciando su cuerpo con los ojos.

Menw se llevó la mano al pene que tenía tan duro como una roca y se lo acarició.

—Los dioses Njörd y Frey nos cambiaron. Nos hicieron más grandes.

—Fantástico. A nosotras nos dejan calvas y a vosotros os dan dos tallas de más. Viva la igualdad —murmuró dando otro paso hacia él hasta tocar con sus pechos el torso de él.

Menw exhaló tembloroso.

—Ya he estado dentro de ti. No temas.

Ella lo miró asustada y recordó la experiencia en el hotel. No. Ella no quería volver a tener sexo como si fuera un caballo. Ella quería que la mirara a la cara mientras le hacía el amor.

—No, Menw, así no…

—Tranquila, mo Daanna —le acarició la sien con los labios y le puso una mano en la cadera, rendido a la suavidad de aquella mujer—. No será así.

Ella asintió más tranquila y llevó sus trémulas manos a su pecho. Le pasó los pulgares por los pezones y él ronroneó.

—Menw.

—¿Sí?

—Este conejo quiere tu zanahoria.

Una risa ronca atravesó el interior de Menw. Comentarios así eran propios de la Daanna humana. De aquella mujer celta llena de vida y alegría, que bromeaba con él y le provocaba hasta volverlo loco. Loco de deseo. Loco de calor, de cariño, de amor, loco de ella. Pero el tiempo y la traición la habían convertido en una mujer fría y distante, alejada de las emociones, y muy altiva.

No era justo pensar que sólo él había sufrido con aquella relación. Pero saberlo tampoco le devolvía la calma ni la seguridad, y menos le quitaba el rencor que sentía hacia ella por lo que había sucedido al final. Daanna y él no eran reconocidos caráid, pero se sentía como si ella le hubiera infringido la más alta traición entre parejas. No obstante, ella estaba ahí, frente a él, ambos desnudos y temblorosos por el deseo no satisfecho.

Sí, era su trato.

El deseo. Eso era lo único que habían tenido en común y eso era lo que él iba a explotar al máximo, hasta que ya no pudieran más ni el uno ni el otro.

—Daanna.

—¿Sí? —dijo ella acariciándole un bíceps con la punta de los dedos, ajena a todos los pensamientos que él tenía respecto a ella.

—No digas que no te lo advertí. No digas que no te di la oportunidad de elegir.

La alzó por la cintura y la besó en la boca. Ella accedió a su invasión y dejó que la llevara a la ducha mientras lo besaba con el mismo frenesí.

Sus lenguas se enzarzaron en una batalla danzarina y resbaladiza, una que aviva las llamas. Ella rodeó su cuello con los brazos y gimió al sentir que él le mordía ligeramente la punta de la legua.

—Rodéame la cintura con las piernas.

Con ella anclada de piernas y brazos en su enorme cuerpo, Menw los internó en la cabina amplia de la ducha, y mientras la besaba permitió que el agua los lavara, los purificara. La estaba tocando por abajo, por todos lados. Sus dedos se movían diestros en su sexo, frotándola y esparciendo la crema de su deseo. La estaba preparando a conciencia. Sus colmillos se alargaron y los de ella también mientras, abrazados, se mecían el uno al otro.

—¿Ves la barra metálica que hay sobre tu cabeza?

Daanna asintió. Podría ser un toallero perfectamente, pero sabía que allí era donde Menw hacia flexiones verticales.

—Agárrate a ella.

Daanna alzó los brazos y se colgó de la barra. Eso hizo que sus pechos quedaran a la altura del vanirio como una ofrenda. Menw la miró fijamente y bajó la cabeza para darle un lento, largo y húmedo lametón al pezón rosado de Daanna. Este enseguida se endureció. Daanna cerró los ojos y echó el cuello hacia atrás.

—Mírame. Mira todo lo que te hago —le ordenó Menw pellizcando el otro pezón con los dedos.

Mientras ambos se observaban, Menw hizo círculos con su lengua sobre el pezón hasta dejarlo duro como una piedra.

Daanna meció sus caderas hacia delante y él gruñó aprobando sus movimientos. Al mismo tiempo, abrió la boca y ella se puso a temblar cuando diviso sus colmillos más grandes y largos que los de ella, pero no la mordió. Cerró los labios sobre él y empezó a sorber y a chuparlo con delicadeza.

Dioses, se iba a correr en nada. ¿Podía alguien correrse a través de los pechos?

Menw no tenía mucha paciencia cuando se trataba de Daanna. El cuerpo de la vaniria, los años de frustración y eternidades enteras, le habían hecho débil a ella, y ahora, lo único que quería era meterse entre sus piernas y hacerla explotar hasta que ninguno de los dos pudiera caminar. Puso la punta roma y gruesa de su erección en la pequeña entrada de Daanna.

—Desciende poco a poco —ella estaba gimiendo con sólo entrar en contacto con él—. No lo hagas de golpe o te haré daño.

—Eres muy mandón —replicó.

—Soy dominante y me gusta.

Bien, a ella también. Lentamente, bajó sobre su cuerpo hasta que notó cómo aquel falo enorme la distendía. Era excesivo. Él se impulsaba hacia arriba y la abría sin miramientos. Sabía que Menw intentaba ser cuidadoso, pero no podía. Con ese aparato entre las piernas no sería fácil para ninguna mujer. Pero ella era su mujer.

—Eso es, mo leanabb.

Daanna abrió la boca para coger aire a bocanadas. El corazón le iba a mil por horas. Menw la había vuelto a llamar «mi niña» en un momento intenso entre ellos, y se lo había dicho con tanta dulzura que estaba a punto de echarse a llorar. Se impulsó hacia abajo hasta que notó que la amplia cabeza entraba y que medio tronco se deslizaba de golpe en su interior. Impresionada agrandó los ojos y soltó un grito ahogado. Él la agarró de las caderas y rugió como un león hambriento. Apretó los dientes y con una mano la tomó del pelo y la estampó contra la pared mientras la mantenía ensartada en él. El movimiento los sorprendió a los dos.

—No te muevas, ahora… No te muevas, No quiero perder el control.

Estaba sufriendo, Menw estaba sufriendo por ella. Pero ella no tenía miedo de él, y sabía que él iba a cuidar de sus necesidades.

—Menw —susurró en su oído y le mordió el lóbulo de la oreja—. Menw. Solo somos dos. El control aquí sobra, no me gustan los tríos.

Él levantó la cabeza de golpe y sonrió como un salvaje, perdido en su cuerpo y ajeno a nada que no fuera ella. Entonces la ancló como un animal a la pared y empezó a embestirla con una fuerza arrolladora. Había entrado por completo a la tercera estocada y Daanna lo único que podía hacer era resistir y entregarse a él. Se le resbalaban las manos de la barra metálica, y llevó una de ellas a la nuca de Menw, para sostenerse ahí. Le tomó del pelo y se amarró bien, obligándole a mirarla a los ojos. La ducha se llenó de sexo, de vainilla y de limón.

—Mírame —gimoteó ella mordiéndose el labio inferior—. Mírame para que veas con quien estás, soy yo, Daanna.

Menw gruñó y hundió la cabeza en su pecho para mamarlo como un hombre hambriento. Él se hundía hasta el fondo, sentía como ella se humedecía y lubricaba la penetración. Ya no era tan doloroso.

Daanna dejó que él hiciera con su cuerpo lo que le viniera en gana.

Estaba bien entregarse al único hombre que amaba. Estaba bien ceder al deseo frustrado por tantos años. Lo único que tenía que hacer era no perderse totalmente en la entrega. Estaba bien. ¿No?

Y entonces él embistió con tanta fuerza y tan adentro que tocó un punto que ni ella sabía que tenía. Le estaba estimulando ahí, justo ahí, en su interior y notaba que el orgasmo venía de ese lugar secreto y ultrasensible.

—¿Te gusta ahí? ¿Bien adentro? —Le preguntó él moviendo las caderas para reforzar la pregunta. Ella asintió con la cabeza, pues no podía ni hablar—. Sí a mí también.

El golpe de la carne contra la carne acompañaba las rítmicas estocadas, ella sentía como los testículos de Menw le azotaban el trasero. Y de repente él abrió la boca sobre su pecho y, sin avisar, le clavo los colmillos.

Daanna gritó con todas sus fuerzas, y lo sujetó salvajemente por el pelo.

Pero cuando empezó a beber y a succionar, los temblores del orgasmo le recorrieron los pechos, el estomago y la entrepierna, acariciándola por todas partes. Y ella estalló. Explotó con tanta fuerza que estuvo a punto de llevarse la barra consigo. Menw no dejaba de beber, no paró de arrasar su cuerpo hasta que, clavándole los dedos los dedos en las nalgas, impulsó las caderas con fuerza en tres movimientos hábiles y se hinchó en su interior hasta correrse. Se vació en ella, para luego deslizarse hasta el suelo de madera con Daanna en sus brazos. Y ambos se entregaron a la luz del éxtasis, la única que, vanirios como ellos, podían ver y tocar sin ser dañados físicamente. La única que no les hacía vulnerables. O al menos, eso creía.

Ahí estaba su perdición. Él, Su príncipe de las hadas.

Yacían en el suelo, abrazados, ella encima de él, en la misma posición en la que habían caído sin fuerzas. Ella sentada a horcajadas con ese hombre enorme en su interior, todavía meciéndose lentamente y temblando con las sensaciones secundarias del orgasmo. Tenía la boca pegada al pecho, y respiraba sobre el pezón, como un niño completamente saciado.

Pero no era ningún bebé. Era un macho dominante, relajado después de haber tomado de su hembra lo que necesitaba. Pasó la lengua sobre las incisiones y se las cerró con su saliva cicatrizante.

«Menw, ¿puedes hacer lo mismo con mi corazón? Ciérrame las heridas». Estaba acariciando el nudo perenne que le rodeaba el amplio e hinchado hombro por el esfuerzo de sostenerla, mío.

¡Cuánto habían cambiando! ¡Cuánto tiempo había pasado hasta que la resistencia los había hecho pedazos! Ya no se conocían y se habían hecho tanto daño… Repasó con la punta de los dedos los tatuajes que le rodeaban el brazo. Eran espectaculares, Menw tenía diez esclavas dibujadas en cada brazo. Esclavas que le cubrían la piel por completo, desde los bíceps hasta las muñecas. En cada esclava había unos intrincados símbolos que ella desconocía. En el hombro izquierdo tenía un árbol celta de la vida y la muerte, que igual que el combarradh, rodeaba su hombro por completo.

¿Cuándo se lo había hecho? ¿Qué eran? Estando así acariciándose. El uno al otro, en silencio, parecía que el tiempo no hubiera pasado.

—Cuando me tocas y me besas así, siento que nada ha cambiado. Que el tiempo no pasó —susurró con la mejilla sobre su hombro, apoyada en el «Guau, chica, demasiado deprisa, más tranquilidad. No puedes asustarlo, no puedes lanzarte así», se recriminó al darse cuenta de que seguía siendo impulsiva estando con él. No, no podía obviar el hecho de que las cosas entre ellos no estaban bien. Él no confiaba en ella y ella no podía exponerse tanto—. ¿Qué son estos tatuajes?

Menw se movió algo incómodo y le besó el pezón con suavidad.

—Pero ha pasado. Han pasado dos mil años —murmuró acariciándole la teta con la barba rubia incipiente que le están creciendo. Daanna tenía la piel tan marfileña que enseguida le salían marcas—. Y he aprendido la lección, los tatuajes son una prueba de ello. Ahora sé cómo eres —levantó el rostro y la miró fijamente.

—¿Cómo soy?

—El tiempo me ha abierto los ojos. He aprendido a la fuerza, ¿no crees? Me hiciste creer que eras compasiva, que te compadecías de la gente y que eras misericordiosa. Me pasé mi vida como humano venerándote y cuidando de ti, creyendo que eras buena y pura y que nunca jamás harías daño a nadie intencionadamente. Daanna la Elegida —recitó solemne—. Me equivoqué.

Ella se tensó y sus ojos se oscurecieron. Menw se meció de nuevo en su interior y volvió a ponerla caliente y mojada.

—Cometí un error. Fui presa de un juego de los dioses y me obligaron a renunciar a ti. Y yo acepté las normas que me impusieron porque quería protegerte, porque estaba convencido de que me darías la posibilidad de explicarme, que ese castigo y tu odio no iban a ser eternos, y que, en algún momento, podríamos solucionarlo.

Él necesitaba dejar claro cuál era su postura. Dos mil años y la peor puñalada del mundo no iban a olvidarse por revolcarse con ella en la ducha. Él quería que ella reconociera algo. Que reconociera que fue ella, en su última jugarreta, la que lo envió al mismo infierno. Daanna ocultaba un gran secreto. Él lo podía ver, lo notaba. Lo ocultó cuando bebió de ella en el hotel, y lo ocultó ahora, mientras hacían el amor. Y él sabía perfectamente de que se trataba, pero quería que ella lo admitiera.

—Pero estábamos lejos de solucionarlo. ¿Has visto cuántas veces me humille por ti? —le acarició la cara admirando sus bellísimas facciones. Pómulos altos, cejas arqueadas, ojos verdes y rasgados, ahora brillaban afectados por lo que él decía. Y esa boca, esa boca hacía pucheros y él tenía que ser fuerte para llevarla contra las cuerdas—. ¿Cuántas veces rogué por…?

—No lo sabía, Menw. Te juro que no sabía.

Él apretó la mandíbula.

—No ibas a perdonarme nunca. Ibas a abandonarme. Bueno, me abandonaste —aclaró adelantando las caderas y levantándola en vilo para luego darse la vuelta y dejarla de espaldas en el suelo. Él le abrió los pálidos muslos y empujó con potencia, encima de ella—. Y te aseguraste de hacerlo bien. Creen que eres un ángel, que vas a salvar el mundo, pero los has engañado a todos. Una persona que tiene buen corazón no hace lo que hiciste tú.

Ella le puso las palmas de las manos sobre el pecho e intentó apartarlo, pero él no se lo permitió.

—No, me vas a escuchar. Intercambiaste la sangre con un muerto. Gabriel ya estaba muerto y tú lo sabías. Has hecho creer a todos que fue un acto de bondad desinteresado, pero sabías que no se podía hacer nada por él.

—¡Yo quería salvarlo!

—¡Mentirosa! —gritó a un palmo de su cara—. Bebo de tu sangre y hay un muro. Sé cuál es y sé de qué se trata —Menw supo que ella entendía al verla palidecer tan rápidamente—. No puedes ocultármelo porque lo sé aquí —le puso la mano sobre el pecho, en el corazón—. Justo aquí.

Daanna negaba frenética y luchaba con él. Menw le tomó las manos y se las levantó por encima de la cabeza, dejándola indefensa.

—No hagas esto, Menw —imploró.

—La verdad es ésta: Sabías que llegaba a casa de Adam. Lo sabías, igual que yo podía saber cuando tú estabas cerca. Te olía y no tenía más remedio que seguirte. Te diste cuenta de que me estaba acercando, ¡porque sentí tu pena y tu desconsuelo y yo iba a socorrerte como un inútil! La verdad es que lo hiciste con premeditación. Le diste sangre a Gabriel en mi puta cara —le acarició un pecho con la mano—. Y me tuve que tragar toda la ceremonia, y tú eras consciente de que estaba allí, viéndolo todo. Te vengaste de mí y lo hiciste a conciencia, Daanna. No fue un error, no una fatalidad del destino, ni una casualidad. La niña dulce, la mujer cariñosa que yo creía que eras, desapareció ante mi ojos cuando vi la vileza de lo que hacías.

—¡No! ¡No, Menw!

—¡Reconócelo! —El agua chorreaba a través de sus mechones largos de pelo rubio y se mezclaban con las lágrimas y la impotencia de la vaniria—. ¡Di la verdad! ¡Se sincera!

La mordió en el cuello y empezó a mover las caderas de nuevo, llevándola hasta el límite y retirándose para volver a empezar. Se puso de rodillas y levantó sus caderas con él sin dejar de sacudir su interior. El cuerpo de Daanna hacía un arco perfecto sobre el suelo de la ducha. Su pelo negro caía hacía atrás como una húmeda cortina azabache y ella estaba ida, perdida en las acusaciones y sometida al cuerpo de Menw, a punto de llegar al orgasmo. Iba a explotar, aunque no quería hacerlo, no de ese modo con Menw desnudando sus intenciones y sus bajezas. Iba a gritar a punto de culminar, pero entonces él se detuvo y levantó la cabeza de nuevo para mirarla.

—Dilo —estaba cansado y muy excitado.

Estaba furioso. Daanna intentó moverse para alcanzar el orgasmo ella sola, pero él la inmovilizó.

—Nada de eso —bajó las piernas y la dejó de nuevo estirada—. Dilo. No me lo dejas ver en tu mente, crees que me lo puedes ocultar, pero hay cosas que no se le pueden esconder a la pareja de vida, Daanna. No a mí.

Ella se quedo sin respiración cuando Menw reconoció que si era su caráid, cuando lo dijo sin emoción, como si diera la hora. Entonces se enfrió y reconoció que sabía una de sus dos vergüenzas, Menw decía la verdad. Ella lo había hecho a propósito, y en un acto de impotencia y odio hacia la vida, lo castigó y se vengó por todo el dolor infligido. No estaba orgullosa de ello.

—Tú me lanzaste a la oscuridad —murmuró él de su oído—. Tú. Admítelo. La verdad puede ser liberadora, ya no tendrás que ocultarme nada en esa cabecita tuya, pero por lo menos habremos sido sinceros el uno con el otro. Quería dejar las cosas claras y demostrarte que no vas a tomarme el pelo. No eres un ángel. Ni misericordiosa. Ni una santa. Y de mi pedestal te has caído hace semanas, las mismas que he pasado con Loki pisándome los talones.

Ambos se quedaron callados, cansados de la intensidad de sus emociones. Menw no se quitaba de encima de ella y no lo haría hasta que admitiera su falta.

—Sí —dijo ella por fin, con la mirada perdida y la voz monótona—, sí. Sabía lo que hacía y sabía que estabas ahí. Sí, y lo siento. Te pido perdón por ello. Te ruego que me perdones —pero no le miraba. Ya no miraba a nada, y sus ojos verdes se apagaron. Era un juguete roto lleno de vergüenza.

—¿Entiendes por qué no me puedo quedar? —susurró él lamiendo el mordisco de su cuello—. ¿Lo entiendes ahora? Me mataste. ¿Qué harás si te hago enfadar? ¿O si decides que no quieres quedarte conmigo? ¿Qué harás si aparece otro Gabriel por ahí? ¿Le morderás a él?

Ella cerró los ojos un momento, y cuando los abrió de nuevo, su mirada aterrorizada, como si estuviera viviendo una pesadilla pasada, lo impactó y le dio de lleno en el pecho.

—No. No pienso hacer nada de eso. Yo sufrí el mismo dolor que tu cuando te vi llegar con ella —lloriqueó con la voz apagada—, con Brenda…, también me hirió. Ahora sé que he estado equivocada, pero estos dos milenios he sobrevivido a tu supuesta traición, porque entonces, yo creía lo que me decías, lo creí todo. Lo habías admitido ante todos, Seth, Lucius y Cahal no lo habían negado. Tú y Brenda estabais emparejados. Sin embargo, hay una diferencia entre tú y yo. Yo no cedí a Loki, y tú, desde que me viste con Gabriel, sólo tardaste tres semanas en casi entregarte a él. Dices que te maté —murmuró hablando contra la pared—, pero yo llevo dos mil años muerta. Piensa en eso.

—Entonces puede que pases dos mil años más sufriendo la agonía de mi injusto rechazo, y si lo soportas, cuando hayan pasado, puede que tú y yo tengamos una oportunidad.

Daanna volvió la cara para mirarlo. Estaba defraudada, decepcionada. Él se quedó parado ante la expresión sin vida de la vaniria. Ya no estaba excitada. Ni acongojada. Ya no sentía nada. Su cuerpo desnudo se enfriaba a pesar del agua ardiendo que emanaba del teléfono de la ducha.

Él intento calentarla de nuevo, pero ya no había vuelta atrás. Daanna había sufrido un gatillazo con todas las de la ley. Menw decidió dejarla tranquila y se salió de ella con suavidad. Sintió su estremecimiento, pero inmediatamente, como un robot sin emociones, la joven se levantó, y al hacerlo, trastabilló. Él corrió a socorrerla y la tomó del antebrazo para que no se cayera.

—Con cuidado —dijo él en voz baja y culpable.

Daanna lo miro de reojo y se apartó dando a entender que no quería que la tocara. Salió de la ducha con serenidad. Huyó de él.

—Las toallas están en…

Ella lo ignoró. Abrió el armario blanco empotrado bajo la pica, y sacó una toalla naranja. Se cubrió con ella. Era lo que tenía leer la mente. Ahora conocía la casa de arriba abajo.

—Ve a mi dormitorio. Dormirás conmigo —era una orden, y él se sorprendió al usar ese tono autoritario. Sí que era dominante.

Daanna que encogió de hombros, indiferente, y salió del baño, agradeciendo la frescura del resto de la casa. Dejando a Menw, su, caráid, enfriándose en la ducha de agua ardiendo.

Cuando ella cerró la puerta tras de sí, el sanador se apoyó en la pared, confundido. Había revelado el secreto de Daanna. Ella lo había confesado. Cómo lo había logrado podía entrar a debate; si había estado bien o mal le daba completamente lo mismo. Él sólo quería que ella reconociera el acto cruel que había cometido hacia su persona. Pero angustiado, comprobó que ahora que lo había conseguido no se sentía mejor. Y también se dio cuenta de algo más. La venganza no le estaba resultando nada dulce.