Año 60 a. C. Al norte del río Támesis. Noche de Imbok.
Era noche abierta, un espléndido plenilunio. Las estrellas centelleaban al son de una melodía inaudible para el ser mortal. Pero llena de excelencia para el universo. Hacía poco tiempo que el hijo de Beli Mawr, Caswallwn, se había hecho con la zona de la tribu Britania trinovante. Los trinovante habían aceptado la soberanía, viviendo con sus invasores en relativa paz y armonía.
Aquella noche estaba señalada por los astros.
Para el clan de los McKenna y los McCloud era momento de celebración.
Los padres de Menw y Cahal, únicos druidas casivelanos, habían vaticinado el nacimiento de una nueva estrella entre los humanos. Las runas habían hablado sobre una niña a la que cuidar, una mujer futura a la que venerar, alguien que iba a marcar el sino de la humanidad. Su cuerpo sería un templo de luz, y de ella saldría una nueva esperanza. Y aquella noche de Imbold era la señalada.
Los celtas habían llenado el poblado de pequeñas antorchas, la luz alejaría a los malos espíritus. Los miembros de los clanes se encontraban reunidos alrededor de la pequeña casa circular de los McKenna, su chakra. Estas pequeñas chozas, hogares llenos de calidez para ellos, las colocaban estratégicamente sobre puntos energéticos de la tierra, y en ellas se concentraba la energía telúrica y la luz de los elementales más puros. Los celtas, que adoraban el círculo, creían que su forma repelía la energía negativa, ya que, al no tener esquinas, nada podía quedar atrapado: todo fluía en círculo, todo se renovaba.
Una estrella fugaz cruzó el cielo. El pequeño Menw McCloud miró al cielo y sonrió a aquel trozo de luz que, con rebeldía y sin ningún tipo de permiso de sus mayores, atravesaba el techo estelar de punta a punta.
La niña que iba a nacer sería una estrella decían. ¿Brillaría? ¿Si él se atrevía a tocarla, le quemaría la piel?
—¿En qué piensas, Brathair? —preguntó Cahal, su hermano mayor que estaba a su lado intentado escuchar los ruidos que salían del interior del chakra de los McKenna.
Los dos niños eran muy parecidos físicamente, ambos rubios de pelo largo y revuelto, con ojos muy grandes y azules, los de Menw ligeramente más oscuros que los de Cahal. Con sus hoyuelos en sus barbillas y la belleza salvaje de los niños que crecen en libertad y sin restricciones. Eran dos caballos locos.
—¿Crees que la Elegida… brilla? —le preguntó Menw lleno de curiosidad.
Cahal frunció el ceño y miro a su hermano, extrañado.
—¿Por qué iba a brillar?
—Mamaidh dice que será una estrella entre los humanos. ¿Te has fijado en las estrellas, Cahal? Son faros llenos de luz. Sería bonito que ella brillara. —Suspiro soñador.
—Menw. —Miró a su hermano con pesar—. Estás obsesionado con las stíchean y con las diosas. Sólo ellas brillan.
Menw bajó la vista avergonzado y golpeó una piedra con el pie.
—Sólo pensé que sería bonito que ella brillara. —Murmuró—. Como la luna.
—Ella es sólo una niña.
—¿Y por qué no iba a brillar? —Con la voz de Thor MacAllister, un apuesto jovencito moreno y de grandes ojos verdes, seis años mayor que ellos, renovó las esperanzas del pequeño.
Sonrió a Menw y le revolvió el pelo.
Thor tenía la cara manchada de barro, pues había estado peleando de nuevo para hacerse un gran guerrero. Los druidas ya habían anunciado que la Britania sería asediada en los años venideros por un grupo de hombres con metales en el cuerpo y en la cabeza, y con extraños pelajes rojos sobre el cráneo. Unos hombres con diferentes credos, que no creían en lo que ellos creían y por eso querrían matarlos. Él quería estar preparado para ello.
—Menw, si tú quieres que brille, brillará.
Menw sonrió, y Cahal rio divertido al ver a su hermano feliz por aquella confirmación. Thor era como un hermano mayor para ellos. De repente, los gritos y los sollozos de un bebe se oyeron en todo el campamento. La gente se removió inquieta y expectante. ¿La niña estaría bien?
Cahal, Menw y Thor se hicieron sitio hasta llegar delante de la puerta del chakra. Tenían los ojos abiertos y esperaban ver a aquel diminuto milagro. Del chakra salió un hombre muy moreno, con barba espesa y ojos azules, era Duncan McKenna, el vigía del clan. Llevaba algo en los brazos, cubierto con un manto de piel de ciervo.
—¡Mi niña! —exclamó un Duncan orgulloso alzándola por encima de la cabeza—. ¡Mi Daanna!
Todos vitoreaban a la pequeña y al padre. Era un día de alegría y júbilo. La Elegida había nacido en Imbold, y eso acrecentaba su leyenda personal. Daanna estaba marcada por la magia y las runas, pero nacer este día era como ponerle la guinda al pastel. El Imbold se celebraba en un mes frío como era febrero. Pero ese día estaba marcado por hechos mucho más trascendentales. En aquellas fechas aparecían signos de la vida que renace en la tierra: la tierra reverdece con las nimias lluvias, los corderos nacían de nuevo, la naturaleza empezaba a retomar su curso, se volvía a oír el canto esperanzador de las alondras…
En resumen, era el retorno de la vida con la llegada de la primavera, de ahí que el Imbold estuviera relacionado con Brigit, la diosa celta, portadora de la luz, la joven doncella de la primavera; frágil, necesitada de protección, pero que se hace más fuerte cada día que el sol revive su fuego interior. Daanna representaba todo eso en su pequeño cuerpo. Daanna acarreaba con todo ese peso sobre su minúscula espalda. Demasiado para una niña.
Después de que todos los allí presentes saludaran a la niña y dieran la enhorabuena al padre, sólo los niños quedaron en el chakra. Caleb, el hijo pequeño de Duncan, los invitó a entrar y se sentó en la butaca que había al lado del fuego. Su padre le había prometido que cuando estuvieran más tranquilos dejaría que cogiese a Daanna. Cahal, Menw y Thor se sentaron al lado de Caleb y Duncan, con la cara llena de orgullo y amor, puso a la pequeña Daanna en brazos de su hijo de seis años.
—Es tu piuthar, Cal. Vas a tener que cuidar de ella.
Caleb, con sus ojos tan grandes como dos soles, asintió y beso en la cabecita a su hermanita. Menw no perdía detalle de aquella niña pequeña y sonrosada, que solo hacía pucheros y no dejaba de moverse. Era tan pequeña. Tan diminuta. Se levantó y fue hacia la cama en la que se hallaba Maron, la madre de Caleb y Daanna. Estaba muy cansada y abatida, el pequeño sintió admiración y compasión por ella. Que de un cuerpo pudiera salir una vida tan grande como aquélla, era… Magia.
—Señora McKenna. —Dijo acercándose a ella con convicción.
Maron abrió sus ojos azules y revolvió el pelo del pequeño ángel.
—¿Qué pasa jovencito?
—Mamaidh me dio esto para ti. —Le enseñó una tela llena de hiervas—. Son plantas para hacer caldo caliente. Para que te repongas y te hagan sentir bien.
—Tu madre es una diosa. —Sonrió Maron tomando la bolsa de sus manos.
—Duncan. —El hombre se acercó a su mujer y se llevó la bolsa con él, añadiendo—. Ahora te haré un cuenco de caldo, mo gbraidh. Descansa. —Maron sonrió a su marido y miró a Menw con ojos tiernos.
—¿Qué te parece mi niña? —Se acomodó, sin poder disimular los dolores que le suponía moverse para hablar con él.
Menw se puso rojo como un tomate y miró al suelo.
—Es muy pequeña.
—Claro que sí, es un bebé.
—Sí —sonrió—. Cuando sea mayor, le vea a los ojos y le crezca el pelo, te diré lo que me parece Daanna, señora McKenna. Ahora se parece al viejo MacAllister, el abuelo de Thor. Está un poco calva, sin dientes y arrugada, es como él.
Mason desencajó la mandíbula y pese a los dolores arranco a reír como loca. Cuando se calmó, se limpió las lágrimas de los ojos y añadió:
—¿Cuidaras de ella Menw? ¿Cuidareis de ella entre todos? Daanna será especial. Será muy importante. ¿La cuidarás, pequeño? —El pequeño cuadro los hombros y asintió solemnemente.
—Siempre, señora. —Dicho esto, el niño se fue con Daanna y Caleb, y se tomó su tiempo para estudiarla con atención.
Tenía una pequeña mata de pelo negro en la cabeza, las manos cerradas como puños y buscaba el calor del cuerpo de su hermano. Menw alargó su mano y, con un dedo tembloroso, acarició el puño cerrado de la niña. Ésta, al instante y en un movimiento reflejo, se lo cogió con fuerza. Los cuatro niños se echaron a reír.
—¿Ves como no brilla? —Le dijo Cahal pasando un brazo por encima de los hombros de Menw.
—Si que brilla —murmuró Menw maravillado. Daanna abrió sus ojitos y lo miró fijamente. El pequeño tragó saliva y sintió que algo poderoso y lleno de magia recorría su cuerpo—. Sí que brilla, Cahal, sólo que tú no puedes ver su luz.
Pasaron las primaveras y Daanna se convirtió en una hermosa niña de pelo negro azabache y ojos verdes tan claros como el cielo. Era rebelde. Impetuosa, pero muy dulce y cariñosa. Los niños la protegían allá donde iba. Todo el poblado la adoraba, todos la querían. Pero Daanna tenía la energía de los niños de su edad, cinco años llenos de vitalidad y curiosidad que volvían loco al poblado, y también una fijación: un niño de once años de pelo rubio y cara de ángel. Su amigo, Menw.
Caleb ya había aceptado que Daanna no iba a ser fácil de controlar y que, visto la gran influencia que tenía su amigo en ella, iba a necesitar de su ayuda para que la pequeña obedeciera, ya que tenía dificultad para acatar órdenes. Un día, los críos estaban pescando truchas en el río. Menw y Cahal intentaban arrinconar a una especialmente grande que se había ocultado bajo una roca.
Thor y su hermano Samuel, que contaban con quince y dieciséis años, peleaban en el agua, riéndose el uno del otro, haciendo caso omiso de los peces que pasaban por su lado y se escapaban de sus manos. Otros niños más como Seth, Lain y Shenna se reían de las bromas de los hermanos y vitoreaban a Menw que alzaba victorioso con sus largas extremidades una trucha de más de dos kilos de peso. Daanna estaba sentada a la orilla del río, con la barbilla apoyada en las rodillas, aplaudió la caza de su amigo y miró orgullosa y soñadora cómo Menw se dirigía hacia ella para enseñare lo que había cazado. Menw y los demás se estaban convirtiendo en niños grandes. El chico ya tenía once años, su hermano Cahal trece, Caleb catorce, Samael dieciséis y Thor tenía quince… Y ella sólo tenía cinco. Quería tener la misma edad de Menw para poder hacer lo que él hacía. Había crecido mucho su amigo; era delgado y desgarbado, como los demás, pero era como un príncipe sitich un príncipe de las hadas. Con su pelo brillante y largo lleno de rayos de sol, esos labios gruesos y su dulce mirada azulina. Y ella ya sabía que Menw, por alguna razón que no sabía explicar su pequeño e inocente corazón, era de ella.
—¿Has visto pequeña? —Le preguntó Menw jactándose de su pesca.
Daanna se levantó, se espolvoreó la túnica y sonrió para observar al pez que movía su boquita intentando respirar. Le daba mucha pena comer animales; todos en su tribu cazaban y comían animales, pero ella siempre pensaba en la familia que esos seres dejaban atrás.
—Es muy grande, Menw —susurró Daanna.
Menw se hinchó como un gallo ante las palabras de la niña. Su dulce Daanna. Su estrella.
—¿No tendrá pececitos que le esperen? —Susurró con tristeza—. ¿Y sus hijitos?
Menw sonrió con ternura y miró a la cabecita morena que estaba inclinada mirando lo que tenía en sus manos. Daanna era misericordiosa, y tenía un espíritu muy especial. No quería hacer daño a nada ni a nadie, nunca.
—Este pez es mayor, es viejo —le explicó Menw para tranquilizarla—. Ya ha cumplido su ciclo de vida.
Daanna frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el color de sus escamas, por el tacto rasposo de su cola y porque está cansado de nadar.
—¿Está cansado de nadar? —Repitió Daanna prestando atención—. Los peces no se cansan de nadar, Menw. Han nacido para eso.
—Éste sí —tocó las aletas del pez y éste se movió instintivamente—. Mira, ¿ves? No las mueve bien, es lento y apenas lucha por su vida. Creo que este pez está preparado para decir adiós.
Daanna tragó saliva y sus enormes ojos color esmeralda se humedecieron.
—Nadie está preparado para decir adiós —murmuró la pequeña con gran sabiduría—. La vida es muy bonita para despedirse de ella porque sí. —Menw miró a la criatura con atención y sintió que Daanna siempre, de alguna manera, podía hacer que cambiara de opinión.
—Pero este pez no se despide porque sí. Se despide porque ya es mayor.
—Deja que diga adiós rodeado de su familia. Suéltalo, Menw —de repente la pequeña, que no estaba nada convencida, puso una mano sobre la de Menw y lo obligó a abrir los dedos y a dejar de apresar a la pobre trucha—. Suéltalo —susurró con una dulce sonrisa.
Daanna era convincente y cautivadora. Menw miró a su alrededor, sonrió con dulzura a Daanna y comprendió que no podía romper su brillante corazón. La trucha saltó al agua y nadó con lentitud. Menw negó con la cabeza y Daanna le sonrió y se encaramó de un brinco sobre él abrazándole con fuerza. Aquellas muestras espontáneas que Daanna sólo mostraba con él siempre lo dejaban aturdido y eufórico por partes iguales.
—Gracias, príncipe. ¡Gracias, gracias! —Menw la abrazó con cariño y la dejó en el suelo de nuevo. Aquello no podía ser. No era la primera vez que se lo hacía, y sólo se lo hacía a él.
—No puedes hacerme esto cada vez que esté de caza. No me acompañes más o regresaré al chakra con las manos vacías.
Daanna inclinó la cabeza con culpabilidad y asintió avergonzada.
—Es que, Menw, yo creo que la vida se debe… Se debe… —No le salía la palabra y se desesperaba cuando no podía explicarse.
—Respetar.
—Eso, respetar. ¿Eso está mal? —Preguntó confundida.
Menw se recogió el pelo con una cinta y pensó en todo lo que tenían que hacer para alimentarse, en todo lo que debían hacer para sobrevivir… Daanna era pequeña, pero su alma era muy sabia. ¿Estaba mal respetar la vida? ¿Estaba mal comer animales?
—Pues no lo sé —contestó retirándole un mechón de pelo negro y colocándoselo detrás de la orejita—. Es lo que siempre hemos hecho, es lo que nos han enseñado a hacer. Pero creo que… Es bonito pensar como tú, pequeña.
Daanna se sonrojo y asintió emocionada por las palabras de su príncipe sitich. De repente oyeron un «chof» enorme. Seth había dejado caer una roca inmensa sobre el agua y había cazado a la pobre trucha que Menw había liberado. El niño corrió hacia Daanna con orgullo y le enseñó el pez como si fuera un trofeo.
—Es para ti, Daanna —dijo el niño de ojos y pelo negro rizado—. Es para que coma nuestra estrella. Tu padre estará orgulloso de mí.
Daanna apretó la mandíbula y sonrió a regañadientes a Seth. Asintió con la cabeza como una princesa, que era así como la consideraban en el clan, y le dijo:
—Eres muy amable, Seth. Muchas gracias.
Seth miró a Menw de reojo, orgulloso de su proeza, y se alejó con la trucha muerta en las manos. Daanna suspiró y miró al suelo con los ojos llenos de pesar.
Menw miraba a Seth mientras se alejaba feliz con su caza en las manos, y apretó los puños. Ese bribón de Seth siempre lo fastidiaba todo.
—Gracias por escucharme, Menw —dijo Daanna suavemente—. Tú siempre me escuchas.
Menw se centró de nuevo en la dulce niña que tenía delante y sintió que su luz lo bañaba por completo.
—Yo siempre te escucharé, pequeña.
Meses más tarde, los mensajes de las runas se cumplieron.
Los romanos llegaron a las costas de Britania. Los casivelanos y los trinovante se unieron para enfrentarlos, pero no contaban con la traición de uno de los miembros de su clan.
El día que las tropas romanas les saquearon, Gall, el que había sido el ojito derecho del rey y mejor amigo de Duncan, y algunos traidores más, lideraron la emboscada romana, aprovechando que el vigía del pueblo celta aquel día era un chico de sólo catorce años, Caleb McKenna, y que no vería nada extraño en que los miembros de su clan se acercaran a él y lo saludaran.
Caleb era hábil y muy rápido, pero le agarraron antes de que le diera tiempo a encender las hogueras de aviso, colocadas estratégicamente en las peñas montañosas más altas. Le arrastraron con los caballos y llegó muy mal herido ante los suyos.
Los romanos quemaron los chakras, asesinaron a los guerreros celtas y se llevaron a las mujeres para usarlas en otro tipo de menesteres…
Un grupo de niños y adolecentes presenciaron, impotentes, la matanza. Varios romanos les rodearon y les apuntaron con lanzas para que no escaparan ni intentaran oponer resistencia alguna. A Caleb y a Daanna, aunque pelearon, les obligaron a ver cómo cortaban la cabeza de su padre Duncan. Menw y Cahal vieron cómo su padre, el druida mayor de los trinovante, también perdía la vida a manos de espadas romanas. Thor, Samael, Seth, Lain… Todos vieron la carnicería.
Los romanos se llevaron a las mujeres para que les sirvieran de todas las maneras posibles. Gall se llevó a la madre de Daanna. Caleb intentó detenerle, pero recibió una buena paliza a manos de ese hombre mayor que él.
—La próxima será tu hermana. Me la llevaré. —Se limpió la sangre del labio, un ligero corte que Caleb le había producido con el codo, y miró de reojo a la niña—. Veremos lo especial que eres, Elegida. Vendremos a recogeros mañana y nos serviréis, y juraréis pleitesía a Roma.
Menw gruñó y tiró de Daanna hasta colocarla tras él.
—No —dijo el joven rubio, igual de sucio y magullado que los demás—. No te la llevarás.
Daanna se agarró a su cinturón y ocultó la cara en su espalda. Cahal también la cubrió, al igual que el resto de los chicos secuestrados. Debían protegerla, siempre. Gall alzó el labio con una sonrisa de suficiencia y agarró una de las lanzas que el romano más delgado de todos sostenía.
—Trae, no tienes fuerza —le dijo Gall—. ¿La vas a proteger tú? —Se rio mirando a Menw.
—Gall, miserable carroñ… ¡Arg!
Gall le había cortado en el pecho con la punta afilada de metal, una herida profunda y aparatosa que le cruzaba el pecho a la altura del corazón. Menw frunció el ceño debido al dolor y se llevó las manos al pectoral. Manos que se llenaban de su joven sangre.
—¡Menw! —Gritó Daanna, ayudándole inmediatamente a que se mantuviera en pie.
Todos los niños hicieron el intento de pelear, pero las lanzas dolían cuando se clavaban en la piel, y al final, a regañadientes, se estrecharon más en el cerco, sólo dispuestos a defenderse.
—Atadlos —ordenó Gall a los romanos—. Son muy escurridizos.
Aquella misma noche, liderados por Thor MacAllister, todos los jóvenes del poblado, más de veinte, lograron escapar de las garras romanas y se internaron en el bosque.
En los libros de historia hablan de grandes leyendas celtas. Narran que un año después, los romanos vencieron al rey Casivelanos, y sin embargo, nunca lograron dominar a los britanos. Culpa de eso la tuvieron los jóvenes celtas que se internaron en los bosques. Algunos los llamaban pictos, ya que se pintaban la piel cuando iban a la guerra. Otros los llamaban hijos de los bosques, y para los romanos eran simplemente «La semilla de Satán».
Los primeros pictos fueron los hijos de los casivelanos, Thor y su clan.
Vivían al interior de los bosques britanos; lograron combatir a los romanos durante años, con muchísimo éxito ya que, en todo ese tiempo, sólo dos de ellos murieron a manos de los miembros del ejército del César, y sin embargo, ellos acabaron con la vida de muchos. En los bosques coincidieron con trece jóvenes más, ya adolecentes como ellos que habían logrado escapar de los centuriones.
Las tribus de los casivelanos de Thor y la de los caledonios recién encontrados se unieron y combatieron juntos contra Roma. Ninguna muerte fue tan celebrada cómo la de Gall. Los caledonios habían sido ejecutados a través de sus manos, y Lucius, uno de los caledonios más agresivos, el líder le había contado a Thor con pelos y señales, cómo entrar en su campamento, y le había descrito con odio y rabia todo lo que había hecho el traidor. Fueron a su campamento de noche, una emboscada llena de sigilo. Sus piernas más jóvenes y más atléticas eran silenciosas, el bosque les había enseñado a no despertar a los animales y ahora parecía que volaban.
Fue Caleb quien le asestó la puñalada final a Gall. Todos esperaban encontrar a las madres que habían perdido tiempo atrás, pero ya no estaban. Descubrieron en la voz moribunda de Gall que algunas habían muerto, o que las habían intercambiado con jefes de otros clanes a cambio de colaboración para asentar el asedio y la conquista de Britania a manos de Roma. Muchos britanos se comprometieron a pagar tributo y a jurar fidelidad, pero los pictos no se doblegaron jamás.
Se creó un vínculo muy fuerte entre ellos, eran los sobrevivientes de una manera de vivir, de un modo de pensar. Los romanos les temían, incluso los britanos lo hacían. Eran grandes estrategas, y auténticos animales de caza en las batallas. Incluso las mujeres sabían luchar, eran increíbles arqueras. Daanna era la única chica que no podía ir a la guerra debido a su condición. Todos esperaban algo de ella, creían que ella podría detener la guerra, pero ella no sabía nada de eso.
—Dejadme, al menos, luchar con vosotros —dijo Daanna una noche a su hermano mayor—. Practico todos los días con el arco, Brathair, soy muy buena.
Caleb sonrió a la joven que tenía delante. Daanna, con los años, se había convertido en una preciosa joven de diecisiete años.
—No puedes, princesa.
—¿No puedo? —Gruñó harta de tanta protección—. ¿Dónde está Menw?
—Preparando infusiones en su chakra.
Daanna no necesitó más. Giró sobre sus talones y se dirigió a las ollas, un lugar retirado en un pequeño chakra del interior del bosque donde Menw creaba sus pócimas y sus infusiones medicinales. Cuando entró y lo vio de espaldas, dando vueltas al agua hirviendo, con esos hombros tan anchos y ese pelo tan rubio, notó que le pasaba lo de siempre: se sonrojaba y su cuerpo temblaba reaccionando a su cercanía. Su príncipe de las hadas la afectaba muchísimo.
—¿Menw?
Menw la miró por encima del hombro y le sonrió invitándola a que se acercara.
—Princesa, ven y ayúdame con esto. Necesito otro par de manos para ayudar a mezclar el agua y la miel.
Daanna se acercó a él y Menw, con gran naturalidad, la tomó de la cintura y la colocó delante, entre la olla y su cuerpo. Menw se inclinó y olio su pelo con placer.
—Hueles bien —dijo encantado.
Menw tenía asumidas muchísimas cosas acerca de Daanna. La primera es que estaba enamorado de ella desde hacía años, y la segunda, que la Elegida nunca podría ser reclamada hasta que cumpliera su profecía. Todos habían jurado protegerla, desde el primero hasta el último de los pictos, pero eso también incluía protegerla de sí mismos y de sus instintos.
La joven era una diosa encarnada en mujer. Sus ojos, su cuerpo y su sola presencia hacía sentir bien a los guerreros e incomodaba a las mujeres. Pero ella no parecía darse cuenta de lo magnético que era su aspecto. Y eso era algo que Menw adoraba de ella. No era más vanidosa, y nunca utilizaba esa arma para sonsacar nada de nadie.
—¿Qué? —Susurró la joven dando vueltas a la enorme cuchara de palo. Que Menw se le acercara tanto era malísimo para ella, la desorientaba.
—Tu pelo. Huele muy bien —repitió él encerrándola con los brazos y ayudándola con la enorme cuchara de palo—. Así. Dale vueltas así —rodeó sus manos con las suyas y le indicó cómo hacerlo.
—Menw —dijo con voz ahogada.
—¿Mmm?
—Menw… —Carraspeó—. Mi hermano no me deja luchar con vosotros. Todas las mujeres han aprendido a hacerlo y os acompañan en vuestras reyertas. ¿Por qué no me dejáis a mí?
—Tú eres especial.
—No lo soy. No me siento especial, Menw —se quejó—. Pero me sentiría mejor si me dejaras luchar… A tu lado. Al lado de todos —se aclaró la garganta.
Menw detuvo la cuchara y miró la cabeza negra que tenía a la altura de la barbilla.
—No puedo permitir eso, Daanna —sentenció Menw.
Daanna apretó la mandíbula y se giró rabiosa a encararlo.
—Tú no eres mi amigo. No lo eres, Menw. Nunca me dejas hacer nada —sus mejillas estaban del color de las ollas y de la rabia que tenía.
—Puedes hacer lo que quieras mientras yo o Caleb podemos cuidar de ti.
—Pero si que dejas a Shenna o a Beatha. A ellas sí que las dejas que te acompañen. Son mujeres, como yo.
Beatha había llegado con el clan de los Lucius.
—Ellas ya tienen quienes las protejan —explicó él, paciente—. Y ellas, aunque son mis amigas, no son especiales como tú.
—¿Qué tengo de especial? No sé nada de lo que tengo que hacer. Dices que los dioses tienen algo preparado, pero no sé qué es. Me siento inútil. Un estorbo.
Menw le levantó la barbilla con el índice y el pulgar y la miró fijamente a los ojos verdes.
—Mo leanabh… ¿Tú quieres que me maten?
—¿Cómo? ¡No! ¡Claro que no, Menw! No digas esas cosas o los dioses… Simplemente no lo digas —puso sus dedos sobre los labios de Menw y ambos se miraron fijamente a los ojos. Un contacto tan íntimo, tan cercano y personal.
La boca de Menw atraía a la joven como la luz de las antorchas a las polillas. Menw besó sus dedos ligeramente y ella los deslizó hasta su barbilla, rasposa por el nacimiento de la barba. Qué diferentes eran el uno del otro.
—Me matarían si vinieras conmigo, Daanna.
La joven tragó saliva y miró hacia el suelo.
—¿Por qué?
—Porque estaría pendiente de ti. Así no podría protegerte —volvió a alzarle la barbilla.
—¿Por qué me cuidas tanto? —preguntó Daanna asombrada por la luz de los ojos de Menw. Agrandó los suyos verdes, llenos de expectación—. Todos lo hacen, pero tú… Eres diferente. Eres diferente conmigo.
¿Qué podía decirle? ¿La verdad? ¿Qué desde siempre la había querido para él? No podía. No podía proteger a Daanna siendo su caráid. Sería un auténtico desastre. Y ella estaba marcada, era la Elegida.
—Se lo prometí a tu madre, a Maron.
A Daanna los ojos se le oscurecieron de decepción, y una chispita de algo más, ira, refulgió en ellos. Menw, su príncipe, nunca le decía lo que quería oír. Siempre la llenaba de palabras hermosas, pero luego, en el momento de la verdad, nunca decía lo que ella anhelaba escuchar.
—Entiendo —murmuró alejándose de las ollas y sobre todo de él. En la puerta del chakra y con los hombros caídos en claro gesto derrotado, se giró y le dijo:
—La miel ya se ha deshecho, Menw.
Pasó el tiempo. Daanna se convirtió en una mujer espectacular, llena de habilidades que nadie le dejaba poner en práctica por miedo a que saliera herida. Beatha y Shenna eran sus mejores confidentes. Con Menw no podía hablar mucho porque había una tensión muy enrarecida entre ellos. Menw siempre estaba con ella, la acompañaba a todos lados, pero no podían mirarse con inocencia como antes. El celta ahora la traspasaba con los ojos, siempre de arriba abajo, con descaro, y nunca disimulaba cuánto le gustaba lo que veía. Y ella no podía hacer otra cosa que sonrojarse. Seguían siendo muy buenos amigos. Daanna siempre quería estar cerca de él, y siempre le necesitaba, aunque él no se decidiera nunca a reclamarla. Pero hay cosas que las mujeres saben sin necesidad de palabras, y Daanna sabía lo que no le decía Menw. Beatha siempre intentaba averiguar lo que había entre ellos y siempre quería echarles una mano, acercándoles. Pero Menw no quería saber nada de ella y eso a Daanna le sentaba fatal. Hasta que un día Daanna se comportó de otra manera y voló la resistencia de Menw por los aires. Entonces, todo cambió.
Fue en el enlace de Lain y Shenna. Daanna estuvo bailando toda la noche con Seth bajo la atenta mirada de Menw, que no le quitaba los ojos de encima. Le controlaba a él, pero, por encima de todo, estudiaba las expresiones de Daanna, y ella se cuidó en todo momento de fingir que la pasaba a las mil maravillas con Seth. Seth era un hombre muy atractivo y viril, agresivo físicamente. A Daanna no le gustaba especialmente, pero funcionaría para su ardid.
Menw estaba que ardía de los celos. Esos dos hacían buena pareja, pero ¿con quién no haría buena pareja Daanna? Su belleza valía por dos. Una posesión enfermiza recorrió su cuerpo y decidió que aquello no podía pasar. ¿Seth y Daanna juntos? Ni hablar. Aquella noche, Menw acompañó a Caleb y a Daanna hasta su chakra, como hacía siempre, pero, esta vez, el sanador, que era como conocían a Menw en el clan, agarró de la muñeca a la hermana de Caleb y la obligó a detenerse. Quería su atención.
—Necesito hablar contigo.
Daanna sintió cómo ardían las manos de Menw al contacto con su piel. Los ojos azules de su amigo eran suplicantes.
—Claro —se aclaró la garganta y miró a su hermano de reojo.
Caleb entrecerró los ojos mirando a Menw.
—No tardéis mucho —hubo una comunicación no verbal entre hombres muy explícita. Como si Caleb supiera lo que iba a pasar.
Menw asintió e invitó e invitó a Daanna a que caminara delante de él, dentro del hueco de un tronco. En los robles, los druidas como Cahal hacían muchas iniciaciones.
Daanna se frotó las palmas de las manos. La temperatura por la noche bajaba de una manera muy brusca, las islas eran húmedas y frías. La niebla se deslizaba por la hierba y la luna iba a ser el único testigo de lo que iba a suceder allí.
—¿Qué quieres? —Se giró hacia él y se encontró con la boca de Menw sobre la suya. Un beso lleno de contención, de deseo y de paciencia.
Menw se comió a Daanna. Llevaba tanto tiempo deseándola, tanto, que creía que se estaba volviendo loco. Pero ahora ya sabía que de nada servía amar a alguien si nunca podía decirlo en voz alta. Él la protegería, no bajaría la guardia. Ya lo había decidido. Sólo le hizo falta ver cómo Seth le ponía las manos encima y bromeaba con ella esa noche para darse cuenta de que Daanna podría elegir perfectamente a quién quisiera, y de que aunque él tenía reparos en emparejarse con ella por miedo a fallar en su protección, muchos otros como Seth no los tendrían, y tampoco ella. No había un hombre, a excepción de Cahal y Caleb, que no deseara y respetara a Daanna, pero si el respeto hacía que Daanna acabara eligiendo a otro, entonces Menw tenía muy claro que debía desterrarlo.
La tomó de la cara y la absorbió. Estaba respirando a través de ella. Siempre lo había hecho.
—Por Morgana… ¡Menw! —No la dejaba hablar. La besaba de tal manera que parecía que se le iba la vida en ello. Daanna sintió que estallaba de alegría por dentro, y se agarró a sus hombros. ¡Por fin!
—Daanna. Quiero estar contigo, para siempre —la besó en el cuello y la abrazó con fuerza—. ¿Seth y tú no…?
—¿Seth? ¿Esto es por Seth? —Murmuró sobre su pecho—. ¿Me estás besando porque has visto a Seth cortejándome?
—Seth siempre te ha perseguido. Pensaba que no te dabas cuenta. Pero hoy, al veros bailar…
—No soy tan inocente, Menw.
—No puedes estar con él —dijo apasionado—. Ni con él ni con nadie. Sólo conmigo.
Daanna alzó la cabeza y lo miró a los ojos.
—Yo siempre he querido estar contigo, Menw. Pero sabía que no querías involucrarte por lo de la profecía y porque no estabas seguro de que me pudieras dar la protección que yo necesitaba. Pero yo… Sólo… Siempre has sido tú. Siempre.
Menw tragó saliva y juntó su frente a la de ella mientras le acariciaba las mejillas con los pulgares.
—No quiero esperar más, Daanna. Ya lo he hecho suficiente. Pasa la noche conmigo, emparéjate conmigo. Llevo años deseándote, queriéndote…
—Yo también te quiero —se alzó de puntillas y le cubrió la cara de besos—. ¿Y la profecía?
—La compartiremos. La viviremos juntos.
Daanna sintió que le ardían los ojos y Menw que el corazón le iba a explotar.
—Ven —entrelazó los dedos con los de ella y la guio hasta su chakra.
Caminaban por el bosque, se paraban y se besaban. Avanzaban de nuevo, Menw la apoyaba en un árbol y la volvía a besar, hambriento. Él estaba muy nervioso, por fin podía tocar lo que era suyo.
Una vez dentro de su hogar circular, cerró la puerta de madera y la aseguró con un palo para que nadie pudiera entrar. En su interior había ollas, utensilios de piedra y madera donde guardaba todo tipo de plantas. El interior de su casa olía a romero y a esencias picantes. La guio hasta la cama, compuesta por pieles de oso rellenas de plumas.
—Menw, ¡vamos a…!
Menw asintió. Nada ni nadie podría reclamar a Daanna, sólo él. Y quería reclamarla en ese preciso momento.
—¿Estás nerviosa? —Le acarició la mejilla, entrelazó la otra mano con la de ella y la besó suavemente en la sien—. Quiero hacerlo ahora Daanna. Hace tanto tiempo que te anhelo, tanto… Pero si tú no quieres, podemos dejarlo hasta que hagamos una ceremonia de emparejamiento como la de Shenna, si eso te…
—No —se apresuró ella. Si Menw se echaba atrás no se lo perdonaría nunca—. Menw… Creo que he necesitado estar contigo desde que nací. He necesitado de ti siempre.
Menw la miró con adoración y la besó de nuevo.
—Tú para mí Daanna. Tú eres para mí.
Ella asintió hipnotizada y dejó que Menw hiciera lo que quisiera con ella.
—Gwynn y Beatha también están… —Suspiró cuando sintió la mano grande de Menw deslizarse por su espalda y desabrocharle el nudo de la especie de tartán de pieles que se ataba a la altura del sacro—. Creo que también… Se quieren… Creo que… ¿Me estás desnudando, Menw? —Hundió su cara en el pecho de él y se refugió en sus brazos. ¿Qué sabía sobre el amor? ¿Cómo se unían un hombre y una mujer? Shenna le había explicado muchas cosas, Beatha también, pero… No estaba segura de que ella supiera hacer eso—. Yo no debería preguntar tanto, ¿verdad?
Menw sonrió y bajó la cabeza buscando sus labios.
—Te estoy amando, Mo leanabb (mi amada). No me tengas miedo. Nunca te haría daño, eso sería como hacérmelo a mí mismo.
Daanna aceptó el beso de Menw y rodeó su cuello con los brazos.
—Bien, pero tú no dejes de besarme.
Menw negó con la cabeza, y mientras la desnudaba, volvió por su boca. Los labios de Daanna eran exuberantes, puro sexo y sensualidad, pero sus ojos llenos de dulzura lo descolocaban y Menw no sabía si ir rápido o lento con ella. Pero era su primera vez y se había prometido controlarse. Todos en el clan creían que era un hombre pacífico, que era sensato y cabal, pero nadie, excepto Cahal, sabía lo que provocaba Daanna en su sistema nervioso, en su alma y en su corazón. Era como uno de esos polvos que estaban inventando Thor y Cahal para luchar contra los centuriones romanos, lo llamaban fuego mágico. Eso era Daanna para él. Puro fuego que le hacía explotar por los aires cuando entraban en contacto. Daba igual lo que le hiciera; una mirada, una sonrisa, un gesto nimio de agradecimiento o de ira. Todo, todo lo bueno y lo malo que le podía pasar, tenía su principio y su final en ella. En esa mujer preciosa, que temblaba bajo sus caricias y que se entregaba a él con confianza plena.
—Daanna… —La desnudó y dejó que la luz de la luna y el calor del fuego moldearan su figura y la mostraran a él como una ofrenda. Era una diosa. Menw tenía la boca seca y levantó una mano para acariciarle un pecho. Le pasó el pulgar por el pezón y dibujó un circulo sobre él hasta que se erizó—. Mujer, tú eres… Eres lo más bonito que he visto en mi vida, Daanna.
La chica lo miraba impresionada y también divertida.
—Y tú tienes cara de lobo… Parece que tengas hambre —sonrió y se retiró el pelo negro y largo de los hombros para que él pudiera verla bien—. Lo raro es que no te hayan salido colmillos.
Los ojos azules de Menw se oscurecieron y la miraron peligrosamente. Descendió la cabeza y tomó un pecho de Daanna en la boca. Ella sólo pudo ahogar un gritito, pero al momento, muerta de placer, le agarró la cabeza y la sostuvo contra ella. Se dejaron caer en la cama. Daanna lo desnudó como pudo, y no fue fácil, porque Menw se estaba dando un festín con sus pechos. Ella se sentía febril, tenía un segundo corazón entre las piernas, uno que palpitaba dulcemente y la dejaba con ganas de algo más.
—La diosa —exclamó Daanna mirando cómo succionaba y lamía su busto—. Mo Menw…
Consiguió quitarse las pieles de encima y quedarse desnudo, de rodillas ante ella. Daanna se detuvo para contemplarlo. Menw era un príncipe dorado, rubio y hermoso.
—Quiero verte —susurró Daanna incorporándose y colocándose también de rodillas ante él.
Acarició su pecho, grande y musculoso, salpicado de ligero pelo rubio. ¿Cómo se sentiría ese pelo sobre sus pechos? Le acarició los laterales del torso y percibió cómo cambió la respiración de su sanador; sonrió insegura, Menw era bello. Por fuera y por dentro. Nunca le haría daño, jamás la trataría mal, siempre la respetaría y la amaría como ella lo amaba a él. Con esa seguridad, agradecida con la vida por permitirle ese momento de entrega de él, se dio a él, porque sin estar convencida de ello nunca lo hubiera hecho. Deslizó los ojos hasta su ombligo y luego entre las piernas. Se mordió el labio inferior y se quedó con la mirada fija en el pene de Menw e inmediatamente sus manos fueron hasta esa parte de su anatomía que se levantaba con soberbia y reclamaba atención exclusiva. Puso la mano sobre la erección y la acarició. Menw ronroneo y colocó su mano más grande sobre la de ella, guiándola, enseñándole cómo darle placer.
—Así, princesa… —Tenía la voz ronca y los ojos eran dos líneas azules que la miraban fijamente.
Daanna lo acarició como él quería mientras Menw le pellizcaba los pezones. Cuando no lo pudo aguantar más, cayó con ella sobre la cama, de lado, mirándose cara a cara, y le acarició todo el cuerpo, encendiéndola, a fuego lento. Menw era mucho más grande y corpulento que ella, pero nunca se había sentido tan segura con nadie.
—Menw…
—¿Qué? —murmuró él besándole el cuello, sabiendo perfectamente el estado de excitación en el que ella se encontraba—. Tranquila, amor. Déjame a mí.
Deslizó una mano por su nalga izquierda y la moldeó con intensidad y luego la tomó del muslo y se lo levantó hasta colocárselo sobre su cadera, abriéndola para él. Con suaves y susurrantes palabras, llevó sus dedos a la entrepierna húmeda de Daanna y allí jugó con ellos, y jugó también con ella. Le acariciaba suavemente en su entrada, pero luego era más intenso y más duro cuando le rozaba el clítoris.
Daanna estaba roja como un tomate y sus ojos verdes brillaban húmedos y sorprendidos por lo que Menw le hacía. Menw la besó y metió su lengua en la boca de Daanna en un gesto dominante y sensual. Daanna aceptó el beso y acarició su lengua varias veces. Le gustaban esos besos. La boca podía acariciar de muchas maneras, y notar el calor y la suavidad de la lengua de Menw era algo increíble, y además, sabía tan bien… Estaba perdida en ese intercambio cuando Menw introdujo un dedo invasor en su cuerpo y ella se tensó y lo mordió en el labio. El sanador, excitado por esa reacción, le introdujo el dedo más profundamente y Daanna echó chispas por los ojos.
—Tranquila, pantera —murmuró divertido pasándose la lengua por el labio herido—. Tienes los colmillos afilados.
—Lo siento… —Se disculpó ella escondiendo la cara en el ancho hombro de él—. Es que… De’n gonadh u th’ann… (Eso duele un montón) —susurró con un quejido de aprehensión y vergüenza.
Él sonrió comprensivo, y tomó un pezón en la boca.
—Estoy haciendo esto para que te duela menos —movió el dedo de un lado al otro y cuando vio que había menos resistencia introdujo un segundo dedo—. Quiero que tu primera vez sea especial y quiero que disfrutes de verdad —Menw entró en ella hasta los nudillos y la abrió de tal manera que tocó el himen de la joven. Hizo un movimiento de tijeras con los dedos, mientras con el dedo pulgar le acarició el clítoris, que lucía hinchado y palpitante. La penetraba con los dedos, dentro y fuera, repetidas veces.
Daanna gimió y le levantó la cabeza para besarlo de nuevo en la boca y curarle con la lengua los labios el mordisco que le había dado. Sentía el cuerpo y la piel en llamas y no tenía suficiente con lo que le hacía su príncipe, ella iba en busca de algo que se le escapaba, algo que necesitaba rebelarse en su interior. Escapar.
—Estoy bien… —Empezó a mover las caderas hacia adelante y hacia atrás, en un movimiento pélvico de vaivén. Daanna se humedecía y eso facilitaba la penetración de Menw. Lo besaba con fuerza y su cuerpo se cubría de una fina capa de sudor—. Menw… —Gimió—. Menw… haz algo…
Él supo que ella ya estaba a punto, así que se colocó encima, le abrió las piernas y retiró los dedos rápidamente para sustituirlos por su miembro. Entró poco a poco, estudiando los gestos de su mujer que se tensó de inmediato ante la invasión mayor.
—Sin a tha’gam gonadh (eso es lo que me hace daño en realidad) —sollozó ella echando el cuello hacía atrás.
El sanador aprovechó y pasó la lengua por su cuello, para luego marcarla ahí con los labios. Apretó con la cadera y empujó fuerte hasta traspasar la barrera de la virginidad de Daanna.
Daanna gritó y le mordió con fuerza en el hombro. ¡Por los dioses! Dolía como el demonio.
Menw gimió y se quedó muy dentro de ella, quieto, dejándole a Daanna el tiempo suficiente para que se acostumbrara. Ella temblaba y sorbía por la nariz, estaba llorando y eso a él le destrozaba el corazón. Se acomodó sobre ella, colocó los antebrazos a cada lado de la cabeza de la Elegida y la miró a los ojos con ternura y arrepentimiento.
—Princesa… —Le limpió las lágrimas con sus dedos y la besó en la boca. El dolor cesaría, pero antes debía entretenerla. A ambos les encantaba besarse por lo que había podido comprobar—. Bésame, Daanna —le pidió Menw juntando la frente con la de ella—. Me duele. Haz que me olvide del dolor.
—¿Qué te duele? —Dijo ella asombrada—. A mí también —contestó compasiva con él, más tranquila al saber que eso era normal y que a su pobre príncipe también le dolía.
—Entonces cálmame —le rogó él, fingiendo, sólo para que ella pudiera centrarse de nuevo y olvidara el dolor que suponía perder la virginidad. Daanna era inocente, no sabía nada sobre relaciones sexuales.
—No quería hacerte daño —murmuró ella levantando la cabeza, disculpándose ingenuamente. Lo tomó de la cara y lo besó tomándose su tiempo.
Menw sonrió y entonces arrasó con su boca hasta tenerla febril y moviendo las caderas de nuevo.
—Quiero más, Menw. ¿Tú quieres más? —le preguntó mientras movía las caderas.
—Más. Eso es, Daanna —se quedó quieto, clavado de codos, mirando hacia abajo cómo ella lo engullía y hacía casi todo el trabajo. Siempre a su ritmo, siempre ella antes que él. Daanna era delicada y tan especial…
Menw estaba a punto de correrse, y ella también. Se empalaba cada vez con más fuerza y profundidad.
—Mi pantera —gimió eufórico.
Cambió la posición de su cuerpo y se encorvó sobre ella, para que su pubis rozara el clítoris de su chica. Daanna llevó las manos a sus nalgas y se agarró de él mientras ella misma llegaba a su liberación. Se tensó, soltó un quejido y de repente estaba cabalgando en un orgasmo doloroso y estremecedor.
Menw se corrió a su vez, moviendo las caderas, dejando que ella lo drenara, que ella también le quitara su virginidad. Había sido la primera vez de ambos.
Menw siempre la había esperado, tanto como ella a él. Y ahora estaban juntos, abrazados, sin dejar de besarse, de acariciarse y de enardecerse con sus mimos.
—Te voy a amar toda mi vida, Menw —susurró ella acariciándole el pelo y besándole ligeramente los labios.
Él asintió con las mejillas rojas y los ojos húmedos de emoción. Tomaría su palabra y la grabaría a fuego en su piel.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
—¿Mae? (Para siempre).
—Mae, mo ghraidh (Para siempre, mi amor).