CAPÍTULO 03

El viaje hasta Inglaterra fue menos problemático de lo que en un principio parecía que iba a ser.

Cuando llegaron al avión privado, Eileen tuvo que hacer un esfuerzo para caminar hasta las escaleras de abordaje. Lo consiguió gracias a los empujones que recibía de Caleb. Miró a su alrededor. No sabía ni dónde estaba ni si todavía seguía en España. ¿Era aquel el primer avión que tomaban?

Ya en el confortable avión, Caleb le hizo sentar a su lado alejada de los otros tres, que le echaban miradas lascivas y furtivas. Ella se cubría el torso como podía, pero el brazo lisiado le dolía tanto que apenas podía levantarlo. Se hizo un ovillo y volvió a darle la espalda a Caleb, mientras tiritaba. El aire acondicionado del avión estaba demasiado fuerte. Pero antes de cerrar los ojos, tuvo que aguantar cómo Cahal le sacaba la lengua varias veces y la movía haciendo círculos. No podía dormirse. Lo intentaba, pero no podía. ¿Y si lo hacía y se encontraba con que la habían desnudado y…?

No, eso no. Fingiría que dormía, por si acaso. Era mejor cerrar los ojos que verles las caras. Todavía esperaba que esos seres demostraran algo de compasión. Si luchaban por los suyos, y vengaban a los que habían matado, eso significaba que tenían corazón, ¿verdad?

Y si tenían corazón, todavía había esperanza para ella. O tal vez no. Cuando llegaron a Inglaterra, dos Cayenne como los que había visto en Barcelona les esperaban en el aeropuerto. Entraron en los coches y se dirigieron a algún lugar en particular.

Intentando averiguar dónde se encontraban, Eileen pudo leer un cartel que ponía West Midlands, luego otro que indicaba Birmingham y el último que pudo leer, Dudley.

Si fueron más lejos de allí ya no lo supo, porque dio una cabezada. Los ojos empezaban a cerrársele, ignorando sus esfuerzos por mantenerlos abiertos.

El coche paró en seco. Ella miró hacia atrás y vio las luces del otro Cayenne que se apagaban, al igual que ambos motores.

Dios mío. Ya había llegado.

Quiso parecer serena y digna, pero no pudo. Cuando Caleb la sacó del coche, sus rodillas parecían gelatina y no podía andar. Tiritaba sin control y seguramente tendría muy mal aspecto.

Él la miró de arriba abajo, despreciando cada centímetro de su cuerpo.

—Vamos.

La tomó del codo y empezaron a andar.

Los alrededores eran tan oscuros… Sin embargo, sabía que donde estaba había mucha vegetación. Lo sabía porque olía igual que su jardín cuando estaba húmedo después de regarlo. Se acongojó al recordar su casa. ¿Y Brave? ¿Estaría bien? Alguien tenía que cuidarlo. No tenía más de tres meses, todavía era un cachorro, su cachorro.

La llevaron por unas escaleras que descendían a unos túneles subterráneos. Eileen no podía ver nada, pero ellos parecían tener visión nocturna o a lo mejor se dejaban guiar por el sonido como los murciélagos. No se imaginaba a ninguno de ellos convirtiéndose en un murciélago.

Abrieron una puerta y se hizo la luz. Ante ellos aparecieron un montón de pasadizos con las paredes de piedra y con símbolos grabados en ellas con una belleza inusual y mística. Los techos tenían cornisas de oro macizo, con cenefas e incrustaciones de piedras preciosas. El suelo era de mármol, un mármol claro y pulido, que hacía sonar los tacones de las botas militares, que sólo ellos llevaban, con gran elegancia.

Eileen miró hacia abajo. Sus pies seguían descalzos y con rasguños. Puede que se cortara con el asfalto o que alguna piedra se le clavara en la planta del pie.

Se adentraron por un pasillo más ancho y largo que los anteriores. Al final del pasillo había una puerta de madera de roble con las empuñaduras de oro en forma de garras.

Caleb puso la mano sobre la empuñadura, no sin antes darle una última mirada a Eileen. Ella agachó la cabeza, no quería mirarlo. Caleb abrió la puerta y apareció el lujo.

Era un salón circular tan grande que de pie podrían caber hasta dos mil personas. Algo impensable de encontrar en un subterráneo. Sin embargo, aquel lugar era bonito y fastuoso, aunque Eileen pensaba que lo que sobraban eran los seres góticos que había en ella. En el centro del salón, se encontraban seis butacas elegantes y grandes con motivos celtas. En ellas estaban sentados cuatro hombres y dos mujeres, vestidos con capuchas y sotanas púrpuras, y alrededor una gran multitud de gente con copas de cristal de bohemia en las manos. Eileen advirtió que eran copas vacías.

Los hombres que allí se encontraban eran grandes y robustos. Peligrosos y amenazadores. Fríos e… irresistiblemente hermosos, pensó Eileen. Y todos, sin excepción, la miraban a ella con ojos hambrientos.

Las mujeres eran elegantes y de belleza etérea. Parecían diosas. Eran tan guapas… De igual modo la miraban a ella. Con curiosidad, sí, pero con hambre y odio también.

En el salón sólo había silencio. Toda la atención recaía sobre ella, y ella hacía lo posible por no echarse a llorar.

Samael la empujó y cayó de rodillas sobre el círculo con un pentágono dentro que había dibujado en oro grabado sobre el suelo. ¿Acaso no era eso el símbolo de la brujería y de la magia? Delante de ella las seis butacas que dibujaban un semicírculo a su alrededor. Eileen miró hacia atrás con el gesto furioso e irritado. Estaba harta de que aquellos cerdos la maltrataran así.

Caleb la miró desde lo alto con gesto impasible.

—¿Dónde está su padre? —preguntó uno de los encapuchados. A tenor de la voz varonil que había mostrado, era un hombre.

—Baja en la operación, Rix[1] Gwyn —contestó Caleb.

—¿Baja?

—Samael perdió los estribos —contestó mirándolo de reojo. Cahal y Menw asintieron para apoyar a Caleb.

—¿Samael? —el hombre sacó una mano robusta para invitarle a que se explicara—. Explícate.

Eileen miró a los seis en una ojeada relámpago. No se les veía el rostro a ninguno de ellos, sólo los labios, sensuales tanto los de las mujeres como los de los hombres.

—Thor era mi hermano, Rix —explicó Samael—. Sabes tan bien como yo qué tipo de procedimientos utilizan los humanos cazadores contra nosotros —lo explicaba con gesto indiferente como si realmente no le importara lo que dijeran los demás—. No me merecía compasión ninguna. Y cuando lo tuve en mis manos… lo maté.

—Hum… pero no podías matarlo —contestó la mujer que había al lado del que había hablado—. ¿Debemos entender que desobedeciste las órdenes de Caleb por voluntad propia?

Samael pareció incómodo ante la acusación.

—No fue por voluntad propia, Maru[2] Beatha.

—¿Ah, no? —insistió ella—. Entonces lo que quieres decir es que no estuviste a la altura de las circunstancias. ¿Es eso? Tropezaste y sin querer le clavaste los colmillos.

Ante el tono recriminatorio que Beatha estaba utilizando con Samael, era evidente que no esperaba contestación, sino asentimiento y silencio por parte de él.

Samael apretó los dientes y asintió con la cabeza dejando que su pelo le cubriera cara. Eileen estaba convencida de que no se sentía avergonzado, pero necesitaba una excusa para mirar a esa mujer con todo el odio que parecía sentir en ese momento y su pelo lo cubriría bien. Por lo visto Samael era un hombre que no soportaba las órdenes.

—¿Estás arrepentido, Samael? —volvió a preguntar ella.

—No, no lo estoy, y creo que de tener la oportunidad de nuevo, lo volvería a hacer, Maru.

—Es una falta de respeto hacia nosotros, hacia Caleb. Llevaba tiempo estudiando cómo proceder en esta operación. Nos encargaremos de ti más tarde, Samael. Serás encerrado en la habitación del hambre —sentenció Beatha—. Sabes cómo se pagan los actos de indisciplina. No lo vamos a pasar por alto.

Samael asintió solemnemente.

—Caleb —prosiguió Gwyn—. ¿Esta es la asesina?

Eileen no podía verle la cara, pero sentía el poder de la mirada de ese hombre sobre su persona.

—Así es, Rix —contestó él con frialdad.

—¿Has entrado en su mente? ¿Es realmente un ser sin escrúpulos?

Caleb alzó la barbilla y asintió con la cabeza.

—Lo es, no tengo ninguna duda, pero todavía no me lo ha mostrado, Rix Gwyn. Mikhail la ha educado muy bien. Está mentalmente adiestrada y no permite que se metan en su cabeza.

—Pediste ante el Consejo Wicca[3] que tú y Samael —añadió Beatha—, por haber estado íntimamente ligados a Thor, fuerais los únicos responsables de la captura de estos dos individuos. ¿Debo de entender que a ti también se te fue de las manos? ¿Acaso no controlaste la operación? Sólo has vuelto con uno de ellos.

Eileen sonrió ante el tono autoritario e inflexible de aquella misteriosa mujer. ¿La matarían si dijese que el despiste de Caleb con Samael se debía a que él se entretuvo demasiado con ella toqueteándola y asustándola en su habitación? ¿O si lo decía arrancarían todos en aplausos sonoros y humillantes tratándolo a él como un héroe?

Caleb miró el cuerpo magullado de Eileen y se reprochó a sí mismo el tiempo que había perdido con ella en la planta de arriba. Pero, es que sencillamente no lo había podido evitar. Su cuerpo lo llamaba como el imán al metal.

—Bien —prosiguió la mujer ante su silencio—. ¿Crees que todavía puedes hacerte cargo de ella? ¿Crees que realmente nos puede ser útil para nuestras investigaciones y para desarmar a la sociedad de cazadores?

—Creo que hasta que no la doblegue, no podré sacar nada más de ella. Pero sí que nos es útil, y mucho. Ella tiene toda la agenda de contactos de su padre, sabe todos los procedimientos que siguen. Una vez tengamos localizados a todos los implicados, sólo nos hará falta desplegarnos para dar con ellos y detenerlos.

—Pero todos podemos beber de ella y descubrir qué es lo que nos oculta y qué sabe. ¿No es así? —preguntó Samael mirándolo a él de reojo.

Caleb lo desafió con la mirada. Samael no podía tocar un sólo pelo de Eileen, la mataría. Ese vanir estaba fuera de control por su afán de venganza. ¿Estaría él igual respecto a Eileen? ¿Perdería el control cuando estuviera con ella? Nada más de pensar lo que iba a disfrutar de su cuerpo se ponía tieso de nuevo.

—Samael —dijo Gwyn—. Tú has desobedecido el código de conducta vanir. Tu opinión ahora no cuenta.

Caleb sonrió para sus adentros. Jódete, cabrón.

—Jódete, cabrón —dijo Eileen entre dientes.

Los seis se irguieron a la vez en sus sillas al oír la contestación de Eileen. A Samael la sangre se le fue a los ojos y enrojecieron por completo.

—Tranquilo, Samael —dijo Caleb deteniéndolo con una mano. ¿Le habría leído el pensamiento? Curvó los labios en una media sonrisa—. La humana tiene la lengua muy larga… —explicó al Consejo con gesto nervioso. No tenía porqué justificarla, pero lo estaba haciendo.

—Ya lo vemos —observó Rix Gwyn—. Y cuéntanos, Caleb, ¿cómo la castigarás?

—Para una humana como ella —explicó Caleb con tono afilado y despótico—, el convertirse en lo que ha odiado y ha ayudado a exterminar hasta ahora será el primer golpe. Puesto que sus barreras están bien ancladas, necesito que parte de esa energía en mantenerlas se disperse.

Los miembros de la sala seguían con expectación la explicación de Caleb.

—La tomaré como mi concubina.

La multitud allí reunida se echó a reír y a aplaudir.

—Vaya, Eileen —dijo la mujer llamada Beatha—. Eso sí que tiene que dolerte, ¿no? Acostarte con tu peor enemigo, convertirte en su igual y para colmo traicionar a los tuyos. Yo no lo podría soportar —dijo con sinceridad—. Pero creo que a ninguna de las mujeres aquí reunidas nos das pena.

Eileen alzó la mirada hacia ella con sus ojos azules y grises desafiantes.

—Concubina… —dijo Gwyn meditativo.

—Es una mujer orgullosa, Rix. Eso la humillará lo suficiente y me servirá para reducir sus defensas mentales —aclaró Caleb—. Quiero saber qué piensan de nosotros, no sólo lo que ha hecho. Con la sangre, sólo puedo descubrir sus acciones. Con su mente: sus patrones, sus ideales, sus futuras acciones como organización.

—¿Y luego? —preguntó Beatha todavía mirando a Eileen—. ¿Qué harás con ella cuando ya no te sirva?

—Bueno —contestó él con franqueza encogiéndose de hombros—. Es una puta, las putas siempre nos sirven, ¿no? No veo por qué tendríamos que matarla.

Los hombres se echaron a reír a carcajadas.

Eileen lo miró de reojo y supo que, aunque Caleb la había protegido de los otros tres, él iba a ser el que le infligiría el peor de los castigos. Todavía no entendía por qué, pero había visto algo distinto en Caleb. Distinto al menos de los otros tres. Se había equivocado.

—Sí, déjamela a mí —gritó una voz entre la multitud.

—O a mí —exclamó otra.

—¿Por qué no a todos? —sugirió Caleb viendo cómo ella tensaba los músculos de su espalda—. Ella ha hecho mucho daño a los vanirios. Que todos los vanirios se desahoguen con ella, entonces. Más, yo seré el primero.

La sala rompió en aplausos y vítores de todo tipo. Caleb parecía un héroe de verdad. Tal y como ella sospechaba.

—Silencio —Beatha alzó la mano y todos obedecieron—. Eileen, ¿qué te parece lo que ha deparado para ti Caleb?

Eileen agachó la cabeza y se echó a llorar en silencio. ¿Todavía le quedaban lágrimas? Toda la gente la miraba disfrutando de verla derrotada. Ni uno compasivo.

Ella alzó el mentón y dejó que todos vieran cómo las lágrimas caían por sus mejillas.

—¿Qué te parecería a ti, Beatha? —le preguntó con tanto valor que más de uno se quedó asombrado—. Te llamas así, ¿no? —le dijo con el mismo desdén—. Lo que nos diferencia a las mujeres de los hombres es que podemos ser compasivas hasta con nuestros enemigos. Está en nuestra naturaleza. ¿No te compadeces de mí? ¿Ninguna de aquí lo hace?

Beatha tomó aire, se levantó de la silla y caminó hacia ella. Hubo un murmullo entre los asistentes.

La vaniria se agachó para quedar a su misma altura y le tomó de la barbilla para mirarla a los ojos. Dejó caer su capucha y mostró su innegable belleza ante ella. Era una mujer de pelo rubio casi platino, los ojos marrones rojizos y la boca carnosa y bien perfilada. La piel pálida le daba aspecto de fragilidad, pero sus facciones eran sexys y frías.

—¿Os compadecisteis de mis dos hijos cuando los secuestrasteis y los matasteis? ¿Dos niños inocentes? —le preguntó sin inflexiones en la voz. Eileen sintió que se le desgarraba el corazón.

—Yo soy inocente —susurró ella—, pero aunque me queráis hacer daño, todavía tengo suficiente corazón como para compadecerme de lo que dices que le hicieron a tus hijos. Nadie debería vivir algo así.

Beatha apretó la mandíbula y toda la frialdad se reflejó en su mirada.

—¿Ves las copas vacías? —le preguntó en un tono neutro.

Eileen las miró y asintió.

—Iban a llenarse todas de tu sangre. Te íbamos a abrir y a dejar que te desangraras. Sí, íbamos a beber de ti e ibas a morir después de que nos lo hubieras revelado todo. Era el plan inicial.

—Pues entonces, matadme —replicó ella contundentemente.

—Pero no podemos decidirlo nosotros. Caleb es tu propietario —lo miró entornando los ojos— y, por lo visto, te quiere sólo para él. Una pena —chasqueó la lengua—. ¿No le agradeces que te perdone la vida?

—¿La vida? —preguntó ella con sorna—. Si a vuestro modo de sobrevivir le llamáis vida, entonces pido que si hay algún dios allí arriba, me mate ahora mismo. No os conozco pero por lo poco que sé los vanirios sois crueles y abusivos. Me dais asco. No seré la puta de nadie y ninguno de vosotros me pondrá nunca una mano encima. Nunca… —se apoyó en una mano y se levantó para mirarla desde lo alto—. Decís que hay personas que os persiguen y que os matan sin escrúpulos. Yo he visto cómo ese vampiro de ahí —señaló enfurecida a Samael—, ha matado a mi padre y a mi guardaespaldas sin ningún escrúpulo tampoco. Dos personas humanas —recalcó con los dos dedos de la mano en alto—. Sus vidas por las de tus hijos. Vamos dos a dos. ¿No es lo justo? Ahora sois iguales que esa gente a las que llamáis cazadores. Ya estáis en paz.

¿Lo creía de verdad? Por supuesto que sí. Su padre y su guardaespaldas eran inocentes. Igual que los dos niños de Beatha. Por cierto… ¿Los vampiros podían tener hijos? Puede que Beatha los tuviera antes de que la convirtieran…

El ambiente en el salón se espesó. Los vanirios endurecieron sus rasgos y Eileen pensó que estaban haciendo un sobreesfuerzo para no abalanzarse sobre ella y descuartizarla. Pero se aguantaban por respeto a Caleb. Él tenía cierto rango entre ellos.

Beatha se levantó con la gracilidad de una serpiente y sonrió.

—Tienes muchas agallas, pequeña zorra —susurró a un centímetro de su garganta. La rubia más alta que ella—. Y, además, eres muy buena actriz. Aquí no hay ningún vampiro, tú lo sabes muy bien. Somos vanirios y fuimos creados por los dioses para defender a la humanidad de los nosferátums y de los humanos como tú. Es una pena que decidieras decantarte por ser una asesina, Eileen —la miró con sincero respeto—. Con la energía de guerrera amazona que desprendes, creo que cualquier vanirio estaría dispuesto a que lo montaras por la eternidad. Más de uno te reclamaría para que te unieras a nosotros. Sin embargo, eres víctima de tus decisiones. Además —arqueó las cejas y sonrió con desdén mirándola a los ojos—, ya no importa porque… te van a montar de todos modos. De una forma u otra, hoy morirás.

Todos arrancaron en aplausos y Eileen se apretó más el pecho con el antebrazo para entrar en calor. Esa gente estaba obsesionada con el sexo. Debería sentirse intimidada, pero sólo sentía rabia por la impotencia de no poder demostrar su verdad. ¿Qué diferencia había entre los vampiros y ellos?

Beatha dio media vuelta, caminó hacia su butaca y se sentó cubriéndose la cabeza de nuevo.

El Consejo miró a Caleb y movieron sus cabezas de arriba abajo. Le estaban dando el beneplácito para que se la llevara de allí, para que por fin hiciera con ella lo que le viniera en gana.

Caleb tomó a Eileen del codo y la obligó a darse la vuelta. Ella apenas tenía fuerzas para caminar. Por primera vez, Caleb se dio cuenta de lo duro que la habían tratado. Tenía el pómulo hinchado y amoratado, y el labio inferior, ese labio inferior delicioso, también tenía una ligera inflamación. Su muñeca estaba rota. Había lidiado con el dolor sin quejarse, sin mostrar debilidad. Una guerrera amazona.

Una mala guerrera amazona.

Una cruel, mala y asesina guerrera amazona.

No podía permitirse sentir arrepentimiento por nada de lo que le había hecho.

No, no lo iba a sentir.

—Vamos —le dio un tirón para que caminara junto a él.

—¿Adónde me llevas?

—Según muchas, te llevo al mismísimo cielo. Pero para ti puede que sea el purgatorio.

Cuando Caleb le sonrió, juraría que había visto cómo le enseñaba los colmillos. Ella agachó la cabeza y arrastró los pies hasta su purgatorio particular. Le dolía todo el cuerpo. Iba a necesitar mucha fuerza para soportar a Caleb.

Caminaron por un pasillo tan y tan largo que parecía interminable. Cuando creía que ya habían llegado, unas escaleras de por lo menos doscientos peldaños ascendentes cortaron su camino.

Ella ya no podía dar un paso más. Las heridas de los pies le dolían demasiado, así que se apoyó en la pared justo debajo de una antorcha y cerró los ojos.

—¿Y ahora qué te pasa? —le preguntó disgustado.

—Ya no puedo caminar.

Caleb deslizó la vista por sus increíbles piernas hasta detenerlas en sus pequeños y femeninos pies. Tenía rojeces y heridas entre los dedos y algunas heriditas, hinchadas por la infección, a la altura de los talones.

—Continúa —le dijo él.

Ella abrió los ojos y lo miró como si estuviera vacío.

—Te he dicho que no puedo, hijo de…

En un abrir y cerrar de ojos, Caleb le puso un brazo por debajo de sus rodillas y con el otro le rodeó la cintura y parte de la espalda. La había cogido en brazos y levantado como si no pesara más que un saco de plumas.

—Como nuestra primera noche de bodas —dijo él de modo cínico.

—Sólo que yo nunca seré tu mujer —se tensó ella.

—No quiero que seas mi mujer. No querría a alguien como tú jamás —la miró de reojo—. Sólo quiero follarte.

Eileen estaba sorprendida por muchas razones. Sus palabras crudas no cuadraban con el modo en que la había alzado. La había tomado con suavidad, no del modo bruto e insensible que estaban utilizando con ella. Su cuerpo era caliente. Caliente era poco. Era una hoguera, por Dios bendito… Inconscientemente se acurrucó contra él y contra todos sus principios.

Así que la iba a tomar, quisiera o no. De repente sintió mucho frío. Estaba tan destemplada que necesitaba una manta para empezar a calentarse, y a falta de ella, estaba el cuerpo musculoso, duro y ardiente de Caleb.

Pero no estaba sorprendida por aquellas superficialidades, sino porque cada vez que él la tocaba, sentía una extraña sensación de cobijo. ¿Cómo era posible? Él iba a aprovecharse de ella. Él creía que ella era su enemiga, que era una asesina. Le había hecho daño físicamente. ¿La trataría así de estar en otro contexto? ¿De darse otro tipo de situación completamente distinta a la que estaban viviendo? ¿Cómo podía pensar en esto estando en su situación?

Ella no quería olerle. No quería rozar su garganta con la nariz… Oh, qué bien olía. Olía a bosque y a algo parecido a Allure de Channel. Y a hombre. A hombre de verdad.

Ella no quería cerrar los ojos ni apoyar su cabeza en su hombro, pero lo hizo. Y lo hizo además sintiéndose plenamente relajada contra él. ¿Eran sus poderes? ¿Él no podía leerle la mente pero sí que podía incitarla a hacer lo que quisiera? ¿Era eso?

—¿Me estás induciendo a que me comporte así? —le preguntó ella sin poder despegarse de él. Le había puesto los brazos alrededor del cuello y hablaba con los labios pegados al lado derecho de su garganta.

Caleb la tenía tan dura que en cualquier momento podía matar a alguien con el botón del pantalón. La joven era dulce y provocativa a la vez. Lo hacía a propósito.

—¿Te golpeó Samael en la cabeza y yo no me di cuenta? —le contestó él con una sonrisa.

¿Había sido eso una broma? ¿Estaba bromeando con ella? Qué surrealista parecía todo.

—De hecho, me habéis hecho muchas cosas, pero de momento todavía no me habéis bateado el cráneo —replicó ella—. Viendo lo brutos que sois, tarde o temprano lo haréis.

—Si sigues contestando a todo el mundo así, pronto alguien lo hará, no lo dudes. Tienes la lengua muy larga.

—Me estáis tratando muy mal y estáis siendo injustos conmigo —se le quebró la voz—. Tengo que defenderme…

Caleb tensó la espalda y se apresuró a subir los escalones. Cuanto antes llegara y antes la soltara en la cama, mucho mejor. Si seguía así con ella, la apretaría contra él y acabaría pidiéndole perdón por todo y lo peor era que no tenía ninguna razón para hacerlo. Ella no era inocente.

—¿Por qué no lo dejas ya?

Eileen apartó la cabeza de su hombro y lo miró a los ojos frunciendo el ceño.

—¿Qué quieres que deje?

—Deja de fingir. Deja de mentir. Asume lo que has hecho y paga por ello con toda la dignidad que te sea posible, la misma que hace que levantes la barbilla ante todos los demás. Si sigues aparentando que no has hecho nada, te muestras entonces como una zorra cobarde. Los vanirios detestan la cobardía. Prefiero verte como una zorra descarada y valiente —la miró a los ojos y alzó los hombros—. Merecerás más respeto y, además, me la pone más dura.

Eileen lo observó sin pestañear y replicó con voz fría y dura.

—¿Qué va a pasar cuando descubráis que no tengo nada que ver con lo que me explicáis? ¿Cómo vais a proceder cuando se demuestre que es la primera vez que os veo, que sé de vosotros y que ni mi padre ni yo estamos involucrados en cazas de nada ni de nadie? Nunca he matado a nada en mi vida. Jamás. No me gusta la violencia ni la extorsión ni las injusticias…

—No te cansas nunca ¿a qué no? —su pregunta no esperaba contestación.

Eileen apretó los labios y volvió a esconder su cara en su hombro, antes de ver cómo le volvía a temblar la barbilla por enésima vez. Era imposible. Abrazada a él, tal y como estaba, sentía asco de sí misma. Parecía que se estaba vendiendo. Pero su cuerpo actuaba por instinto. Necesitaba acoplarse al de Caleb. Y lo odiaba.

—Y no. No te estoy induciendo a que te comportes así —susurró él—. No me interesa que te sientas cómoda conmigo. De hecho, creo que estás intentando seducirme. Te estás vendiendo a mí, para que sea más gentil contigo, ¿verdad?

Ella volvió a tensarse, pero no se movió. La bilis se le removió en la boca del estómago. ¿Qué le importaba a ella si era gentil o no? Su vida ya no valía nada. Lo había perdido todo en unas horas. Su padre, su casa, su perro… el control sobre su vida.

Llegaban al final de la escalera, por fin. El olor embriagador de Eileen, le estaba nublando la razón. Abrió la puerta y palpó la pared hasta darle a un interruptor. Era el interior de la casa más sofisticada y de diseño que ella jamás había visto. Pero no era de habitaciones cuadradas, sino circulares. ¿Por qué? El techo tenía grandes ojos de buey y estaba pintado de color rojo. El suelo era de parqué oscuro y contrastaba con las paredes blancas de aquel salón. A mano izquierda, una cocina americana de última generación, de las inteligentes. Toda de marca, negra y metalizada. La nevera era inmensa.

A mano derecha, se extendía un salón tan amplio que sobraba espacio por todos lados. O tal vez porque sobraba espacio, parecía amplio. Una televisión plana Sony de 56 pulgadas, con Home Cinema, delimitaba la sala de estar. Alrededor, sofás de piel blanca con sus respectivos reposapiés. Y sobre los sofás, cojines negros y otros con rayas horizontales rojas y blancas. A mano derecha de la sala de estar, casi a un metro de distancia, había una chimenea de estilo moderno. A Caleb parecía gustarle bastante la tecnología y los coches caros como los Cayenne que había visto.

Los amplios ventanales que había en la casa eran negros completamente y a través ellos no se veía el exterior.

Él tuvo ganas de explicarle cosas de la casa como, por ejemplo, por qué todas las salas que iba a ver eran circulares. Pero ella no era una invitada ni tampoco era bienvenida, sino una rehén a punto de ser esclavizada para la eternidad.

Entre la cocina y la sala de estar, unas amplias escaleras subían a la planta de arriba. Y al final de la escalera había una mujer. Las escaleras eran de madera de… Un momento. ¿Una mujer?

—Daanna, ¿qué haces aquí? —preguntó Caleb sonrojado.

Eileen lo miró. ¿Él podía sonrojarse? ¿Quién era ella? Repasó a la mujer de arriba abajo. Era preciosa y se parecía a él. Morena, de pelo largo y ondulado, y con los ojos verdes inusualmente claros, como los de Caleb.

—¿Es ella? —dijo la chica con una voz dulce y seductora.

—Ajá —asintió él.

Daanna bajó las escaleras con la elegancia de alguien que se sabe hermosa y se paró enfrente de Eileen.

—Ahórrate los comentarios —le dijo Eileen—. Sé que me vas a decir que soy escoria, que te doy asco, que merezco que me torturen, me arranquen las uñas y me tiren de los pelos… Pero no soy quién creéis y, además, el sentimiento es recíproco.

Daanna dirigió la mirada a Caleb, con sorpresa.

—Ponle un bozal —sugirió Daanna levantando una ceja.

—Créeme. Lo haré —contestó él—. ¿Va todo bien, hermanita?

Sí, Eileen estaba en lo cierto. Se parecían porque eran hermanos. Daanna inspiró profundamente y exhaló con brusquedad.

—Vengo a decirte que no apruebo lo que vas a hacer —le mantuvo la mirada sin ningún tipo de respeto.

—¿No lo apruebas? —dijo él sonriendo—. ¿Y qué?

—¿Recuerdas a mamaidh[4]?

Caleb palideció al oír las palabras de su hermana.

—Si la recordaras —continuó Daanna—, no harías lo que tienes pensado hacer y lo que es peor: si la mantienes a tu lado contra su voluntad, será un peligro para todos nosotros.

—No hay ningún peligro que temer. No saldrá nunca de nuestros condominios, Daanna.

—Es una mujer —cruzó los brazos y la revisó de pies a cabeza—. Nunca subestimes a una mujer humillada.

—Oh, por favor…

—El caso no es ese —resopló—. ¿Quieres revivir lo que vivió mamá? ¿Vas a hacer el papel de Gall?

Un pesaroso recuerdo cayó sobre Caleb. Sin quererlo, su mente se desplazó en el tiempo, cuando él todavía era humano y sólo tenía siete años.

—¿Mamá, adónde te llevan estos hombres? —preguntó él mientras observaba a los hombres ataviados con faldas rojas, sandalias, escudos y chalecos de metal.

Daanna estaba cogida a su mano con los ojos llorosos y la cara manchada. Ella sólo tenía cuatro años.

—No te preocupes por mí, cariño —le contestó ella—. Esté donde esté, siempre cuidaré de vosotros. Siempre os querré con todo mi corazón.

Se agachó y los abrazó a los dos a la vez. Tras ella, muchas otras mujeres hacían lo mismo con sus pequeños.

Un hombre alto, de largas barbas y cabello rojizo se acercó por la espalda de su madre.

—Vamos —le dijo mientras la agarraba posesivamente del brazo.

—Déjame despedirme de ellos —rogó ella.

—Dejas de ser madre, dejas de ser esposa, ahora mismo sólo eres mi esclava —le espetó él mientras la miraba con lujuria.

—Gall, eres un cerdo traidor —dijo Caleb con su dulce voz de niño y los ojos llenos de lágrimas de odio.

—Tu madre es mi recompensa, por haber sido listo y ponerme del lado de los más poderosos, Cal —lo miró de pies a cabeza—. Pronto servirás a sus tropas, y tu hermanita de aquí a unos años…

—Déjalos en paz —gritó su madre.

Gall le dio una bofetada y la tiró al suelo.

Caleb se le echó al cuello y lo golpeó varias veces en el cráneo. Pero Gall era un hombre muy grande, y las pequeñas manos de Caleb, aunque le pegaban con furia, no le hacían nada. Gall lo agarró del pelo y lo tiró delante de él haciendo que su cuerpo de niño diera una voltereta por los aires.

—Mañana vendrán a por vosotros —dijo Gall mientras se llevaba a rastras a su madre.

—Mamá… No… Mamá…

Con estas palabras, ese hombre apartó a su madre de él y de su hermana, la subió a un carro mugriento y sucio y se la llevó al campamento romano.

La niebla del pasado se disipó y Caleb recuperó la noción del presente. Sacudió la cabeza queriendo hacer desaparecer el doloroso pasado detrás de él. Pero había cosas que siempre le perseguirían.

Caleb miró a Eileen y pareció meditar las palabras de su hermana.

Eileen le aguantó la mirada. Sentía curiosidad por saber dónde había ido Caleb en los últimos tres minutos que había permanecido con la mirada perdida.

—Vete, Daanna —le pidió él.

—No está bien. Ese comportamiento ensucia los valores de los vanirios —le recriminó dándole con el dedo índice en el hombro—. Castígala si quieres, pero no la ates a nosotros. Dale su merecido, mátala o déjala libre, pero no…

—¿Por qué no? —le preguntó él apretando los dientes.

—Porque si te acuestas con ella y la transformas, no podrás vivir sabiendo que dependerá de ti eternamente. ¿Y qué pasará cuando encuentres a tu cáraid[5]? Sabes muy bien cuál es el tipo de relación que hay entre las parejas Vanirias. Ella no lo soportaría, y al final se convertiría en…

—Basta, Daanna —la mirada que le dirigió podía partir un muro de hormigón—. Eso es decisión mía.

—No tienes por qué sacrificarte así —le susurró ella mirándolo con tristeza—. Tú sabes que lo que vas a hacer no está bien. Tu corazón keltoi[6], ya no sólo el vanirio, así te lo dice. ¿Acaso quieres hacer penitencia por ello? ¿Quieres autoflagelarte para sentirte mejor?

—No. Sólo quiero vengar a Thor.

—Yo lo quería tanto como tú. Era como un hermano para mí y lo sabes. Pero puedes vengarte sin necesidad de cargar con la culpa y sin necesidad de cargar con ella. Tarde o temprano nos traicionaría. Entrégala al Consejo y ellos decidirán. Sólo hay que beber de ella y todo se revelará.

—La matarán —dijo él mirando a Eileen de reojo—. En el momento en que la prueben, la matarán.

—Y se supone que con eso pagaría, ¿no? —preguntó Daanna confundida—. ¿No quieres que muera? Es lo mejor. Es una asesina.

—Convéncelo —le rogó Eileen a Daanna—. Matadme. Por favor, matadme.

Daanna alzó las cejas sonriendo a Caleb.

—¿Acaso eres el único que no ve lo que todos ven con claridad? Y tú, zorra —le dijo a ella con desprecio—. ¿No vas a pelear por tu vida?

—No puedo pelear por algo que no controlo —contestó ella con severidad—. Y no puedo luchar cuando nadie me cree ni cuando estoy en inferioridad de condiciones. Por lo visto, vosotros ya habéis dictado sentencia, incluso antes de conocerme.

—Cállate ya —le dijo él—. Daanna, vete.

—Caleb, no lo hagas —le pidió ella.

—He dicho que te vayas.

Daanna se dirigió a la puerta malhumorada. La abrió y Eileen notó un fuerte olor a tierra mojada. A noche. ¿Estaban a pie de calle? ¿Qué hora debía de ser? ¿Las cinco o las seis de la madrugada?

Daanna giró la cabeza hacia ellos y le dijo:

—No tienes por qué hacerlo. Adiós.

Caleb no se giró para verla. Oyó un portazo y empezó a subir las escaleras que llevaban a la parte de arriba.

A Eileen se le aceleró el pulso. Dios mío, iba a pasar. Ella, ella… era virgen todavía y, como había dicho Caleb, él iba a acostarse con ella. Sin miramientos. Sin cuidados. Sin preliminares.

Las manos se le enfriaron y le empezaron a sudar. ¿Era un bajón de azúcar? Por favor, esa era su única salvación. Y además no tenía insulina. Si se desmayaba a lo mejor él no haría nada con ella.

Caleb caminaba con ella en brazos, impasible. Frío como el granito. Se paró enfrente de una puerta metálica. Puso la mano sobre una pantalla de TFT pequeña que había al lado derecho y la puerta metálica se abrió. Entraron en una habitación completamente oscura. La puerta se cerró tras ellos, dejando la habitación absolutamente sellada y en penumbra.

Caleb susurró algo en algún idioma antiguo y pequeñas antorchas que estaban colgadas en la pared hicieron combustión e iluminaron toda la habitación. Era otra habitación circular e increíblemente grande. Con una gran cama colocada en el centro, de sábanas y cubrecamas negros, con cojines blancos y, bajo la cama, una alfombra gruesa de color rojo. Sólo había esa cama, esa grandiosa cama. Si había algo más en la habitación, Eileen no lo advirtió.