El centinela pensó que no merecería la pena reanimarle para la ejecución. Sin embargo, obedeció a su superior y derramó varios cubos de agua sobre el rostro ensangrentado de Cí.
Al poco, una figura difusa se agachó junto al cuerpo apaleado. Cí gimió mientras intentaba abrir los párpados inflamados, pero apenas lo consiguió.
—Deberías cuidarte más —escuchó decir a Feng—. Ten. Límpiate. —El juez le ofreció un paño de algodón que Cí rechazó.
Poco a poco, la figura fue perdiendo su vaguedad hasta grabarse con nitidez en su retina. Feng permanecía acuclillado junto a él, como quien observa un insecto reventado después de haberlo pisoteado. Intentó moverse, pero las cadenas le retuvieron contra la pared.
—Siento la brutalidad de estos centinelas. A veces no distinguen a las personas de las bestias. Pero es su trabajo y nadie puede reprochárselo. ¿Quieres un poco de agua?
Aunque le supo a veneno, Cí la aceptó porque le quemaban las entrañas.
—¿Sabes? He de reconocer que siempre admiré tu agudeza, pero hoy has superado todas mis expectativas —continuó Feng—. Y es una lástima, porque, a menos que recapacites, esa misma astucia va a conducirte al cadalso.
Cí logró abrir los párpados. A su lado, Feng sonreía con el cinismo de una hiena.
—¿La misma agudeza que empleasteis para culpar a mi hermano, maldito bastardo?
—¡Oh! ¿También eso has averiguado? En fin. De experto a experto, acordarás conmigo que fue una jugada realmente brillante. —Enarcó una ceja como si hablara de una partida de dados—. Una vez eliminado Shang, debía incriminar a alguien, y tu hermano era el sujeto idóneo: los tres mil qián que uno de mis hombres perdió con él en una fingida apuesta… El cambio de la sarta de cuero por la que pertenecía a Shang una vez capturado Lu… El narcótico que le suministramos para impedir que se defendiera durante el juicio… Y el detalle más importante: la hoz que le sustrajimos y que luego bañamos con sangre para que unas inocentes moscas acabaran de inculparlo…
Cí no comprendió. Los golpes aún le percutían en el cráneo.
—En cualquier caso, parece que lo de curiosear libros ajenos es un problema hereditario —continuó Feng—. Tu padre no tuvo suficiente con mirar mis cuentas, sino que además se empeñó en compartir sus averiguaciones con el pobre Shang. De ahí que hubiera que eliminarlo… Fue sólo un aviso que tu padre no comprendió. La noche de la explosión acudí para convencerle, pero tu padre enloqueció. Amenazó con denunciarme y al final hice lo que debí haber hecho desde un primer momento. Necesitaba la copia del documento que me incriminaba, pero se negó a entregármela, así que no me dejó opción. Lo de la voladura con pólvora para encubrir sus heridas se me ocurrió después, al escuchar el ruido de los truenos.
Cí enmudeció. Por eso su hermano había cogido otra hoz al no encontrar la suya. Y en aquel momento no sospechó de su comportamiento porque parecía lógico que el asesino se hubiese deshecho del arma homicida.
—¡Vamos, Cí! —rugió—. ¿Acaso pensabas que fue un rayo perdido el que acabó con tus padres? ¡Por el Gran Buda! ¡Despierta del país de las fábulas!
Cí le miró incrédulo, como queriendo imaginar que cuanto escuchaba sólo era una absurda pesadilla que se desvanecería al despertar. Sin embargo, Feng permanecía frente a él, extasiado, sin dejar de vociferar.
—¡Tu familia…! —escupió—. ¿Qué hicieron ellos por ti? Tu hermano era un cerril que te molía a palos y tu padre, un pusilánime incapaz de salvar a sus hijas y educar a sus hijos. ¿Y aún lamentas haberlos perdido? Deberías darme las gracias por apartar a esa escoria de tu lado. —Se incorporó y comenzó a pasear—. ¿Olvidas que fui yo quien te arrancó de los canales, quien te educó, quien te convirtió en lo que eres…? ¡Maldito desagradecido…! —se lamentó—. Tú eras lo único bueno de esa familia. Y ahora que habías regresado, pensaba que seríamos felices. Tú, yo y mi mujer, Iris Azul. —Al pronunciar el nombre de su esposa, su rostro se dulcificó como por ensalmo—. A los dos os hice mi familia… ¿Qué más puede nadie pretender? Te acogí. Eras casi un hijo para mí…
Cí contempló atónito su demencia. Nada de lo que pudiera decirle le devolvería la cordura.
—Pero aún podemos volver a ser como antes —prosiguió Feng con su monólogo—. ¡Olvida lo pasado! Aquí te aguarda un porvenir. ¿Qué deseas? ¿Riqueza…? Con nosotros la tendrás. ¿Estudios…? ¿Es eso? ¡Claro que lo es! Es lo que siempre ambicionaste. ¡Y los conseguirás! Lograré que apruebes y que te adjudiquen el mejor puesto en la administración. ¡El que quieras! ¿No te das cuenta? ¿No te das cuenta de todo cuanto puedo hacer por ti? ¿Por qué crees que te cuento todo esto? Aún podemos volver a ser como antes. Una familia. Tú, yo e Iris Azul.
Cí miró a Feng con desprecio. En efecto, hasta hacía poco su mayor anhelo había sido acceder a una plaza de juez. Pero, ahora, su único objetivo era devolver la honra a su padre y desenmascarar a su asesino impostor.
—¡Apartaos! —bramó Cí.
—¿Pero qué dices? —se sorprendió Feng—. ¿Acaso crees que puedes despreciarme? ¿O es que piensas que podrás delatarme? ¿Es eso? ¿Es eso? —Rio—. ¡Pobre iluso! ¿De veras me crees tan necio como para abrirte mi corazón y permitir después que me arruines?
—No necesito vuestra confesión —balbució.
—¡Ah! ¿No? ¿Y qué piensas contar? ¿Que asesiné a Kan? ¿Que desfalqué? ¿Que maté a tus padres? Por todos los dioses, hijo. Has de ser muy torpe para pensar que alguien te creería. ¿Te has parado a mirarte? No eres más que un condenado a muerte, un desesperado que haría cualquier cosa por evitarla. Los carceleros testificarán tu intento de matarme.
—Tengo… pruebas… —apenas podía hablar.
—¿Seguro? —Se dirigió hacia el extremo de la celda y sacó de una talega una figura de yeso—. No te referirás a esto… —Le enseñó el modelo del cañón de mano que había recogido de la Academia Ming—. ¿Es esto lo que iba a salvarte? —Lo alzó sobre su cabeza y lo arrojó contra el suelo, rompiéndolo en mil pedazos.
Cí cerró los ojos al sentir el impacto de las esquirlas. Tardó en abrirlos. No quería ver a Feng. Sólo deseaba matarlo.
—¿Qué harás ahora? ¿Implorar misericordia como hicieron tus padres para que les mantuviera con vida?
Cí tensó las cadenas hasta casi estrangularse mientras Feng disfrutaba de su desesperación.
—Resultas patético —rio Feng—. ¿De veras me consideras tan necio como para permitir que me destruyas? Puedo torturarte hasta la muerte y nadie vendrá en tu ayuda.
—¿Y a qué esperáis? ¡Hacedlo! ¡Vamos! Lo estoy deseando —logró articular.
—¿Para que luego me juzguen? —Volvió a reír—. Olvidaba lo listo que eres… —Sacudió la cabeza—. ¡Centinela! —aulló.
El guardia que entró lo hizo enarbolando una barra de bambú en una mano y unas tenazas en la otra.
—Te repito que no soy estúpido. ¿Sabes? En ocasiones, los reos pierden la lengua y luego no pueden defenderse —añadió Feng mientras abandonaba la mazmorra.
* * *
El primer bastonazo hizo que Cí se doblara lo suficiente como para que el segundo crujiera a sus espaldas. El verdugo sonrió y se arremangó mientras Cí intentaba protegerse, a sabiendas de que el esbirro haría lo necesario para ganarse el jornal. Lo había presenciado en otras ocasiones. En primer lugar, le apalearía hasta cansarse. Luego le obligaría a firmar el documento de confesión y, tras conseguirlo, le arrancaría las uñas, le rompería los dedos y le cortaría la lengua para garantizarse así su silencio. Pensó en su familia y en la horrible muerte que le esperaba. Imaginar que no lograría vengarles le desesperó.
Los siguientes golpes aumentaron su impotencia en la misma medida en que el trapo que le había introducido en la boca le impedía la respiración. La vista se le comenzó a nublar lentamente, provocando que la imagen de sus padres se tornara más palpable. Cuando los espectros que flotaban ante él le susurraron que luchara, pensó que agonizaba y el sabor ferroso de su propia sangre se lo confirmó. Sintió cómo las fuerzas le abandonaban. Pensó en dejarse morir y acabar con un tormento inútil, pero el espíritu de su padre le impulsó a resistir. Un nuevo golpe le hizo encogerse entre el caparazón de cadenas que le aplastaban. Sus músculos se tensaron. Debía detener la tortura antes de que el verdugo le propinase el golpe fatal. Aspiró por la nariz una mezcla licuada de aire y sangre que escupió con violencia cuando alcanzó sus pulmones. El trapo de su boca salió expelido, permitiéndole al fin hablar.
—Confesaré —musitó.
Sus palabras no evitaron que el verdugo descargara con saña un último golpe, como si la repentina decisión le acabara de privar de una diversión legítima. Una vez satisfecho, el guardián retiró las cadenas que le retenían las muñecas y le acercó el documento de confesión. Cí cogió el pincel entre sus manos temblorosas para estampar algo parecido a su rúbrica. Luego el pincel se le escurrió, dejando un reguero de sangre y tinta sobre el documento. El verdugo lo examinó con cara de asco.
—Servirá —afirmó. Se lo entregó a un guardia para que se lo hiciera llegar a Feng y cogió las tenazas—. Ahora veamos esos dedos.
Cí no pudo resistirse. Sus manos inermes parecían pertenecer ya a un cadáver. El verdugo sujetó su muñeca derecha y aprisionó la uña del pulgar con las tenazas. Después apretó con fuerza y estiró de ella hasta arrancarla, pero Cí apenas se inmutó, lo que propició una mueca de desagrado en el verdugo. El hombre preparó de nuevo las tenazas y se dispuso a repetir la operación en la siguiente uña, pero en lugar de jalar, tiró hacia arriba hasta que la desprendió. Cí sólo protestó.
Contrariado por la pasividad del reo, el verdugo meneó la cabeza.
—Ya que no usas la lengua para quejarte, será mejor que te libremos de ella —gruñó.
Cí se agitó. Las cadenas le retenían, pero el espíritu de su padre le espoleó.
—¿Has… has arrancado alguna vez una lengua? —logró articular Cí.
El verdugo le miró con sus ojillos de cochino.
—¿Ahora hablas?
Cí intentó esbozar una sonrisa, pero sólo logró escupir una flema sanguinolenta.
—Cuando lo hagas, me arrancarás también las venas. Entonces me desangraré como un cerdo y no podrás impedir que muera. —Guardó silencio—. ¿Sabes lo que les ocurre a los que matan a un prisionero antes de ser condenado?
—Ahórrate tu palabrería —rezongó, pero soltó las tenazas. El verdugo sabía que, en tales casos, los causantes de la muerte eran ejecutados sin dilación.
—Eres tan necio que no te das cuenta —murmuró Cí—. ¿Por qué crees que se ha marchado Feng? Él sabe lo que me ocurrirá y no quiere cargar con las culpas.
—¡He dicho que te calles! —Y descargó un puñetazo sobre su estómago. Cí se dobló.
—¿Dónde están los médicos que deben restañar el corte? —continuó con un hilo de voz—. Si obedeces a Feng, moriré desangrado. Luego, él negará… él negará haberte dado la orden. Dirá que fue decisión tuya y habrás firmado tu propia sentencia…
El verdugo vaciló, como si por fin recapacitara. Cuanto decía Cí era cierto. Y no tenía testigos que avalaran su inocencia.
—Si no obedezco, yo… —Apretó de nuevo las tenazas.
—¡Será mejor que te detengas! —bramó una voz desde fuera.
Cí y el verdugo se giraron al unísono. Desde el otro lado de la puerta, el oficial Bo, acompañado de dos guardias, ordenó al verdugo que se apartara.
Cí no entendió lo que sucedía. Tan sólo advirtió que tiraban de él y lo levantaban lo suficiente como para intentar que sus piernas le sostuvieran. Bo se hizo con un frasquito de sales de los utilizados para reanimar a los torturados y se lo dio a oler.
—¡Vamos! Apresúrate. El juicio va a comenzar —le apremió.
De camino, Bo informó a Cí del resultado de sus pesquisas, pero éste apenas le escuchó. La mente de Cí era la de un depredador cuya única presa fuera la yugular de Feng. Sin embargo, conforme se acercaban al Salón de los Litigios, comenzó a prestar atención a los descubrimientos del oficial. Antes de entrar, Bo enjugó el rostro de Cí y le proporcionó una vestimenta limpia.
—Sé cauto e intenta aparentar entereza. Recuerda que acusar a un oficial de la Corte es como acusar al mismísimo Ningzong —le advirtió.
Cuando los dos soldados postraron a Cí frente al trono, hasta el propio emperador dejó escapar un murmullo de estupor. El rostro de Cí era un trozo de carne apaleado en el que los ojos luchaban por encontrar un hueco entre la inflamación. Sin embargo, Feng dibujó un rictus de temor. Bo se ubicó a escasos pasos de Cí, sin desprenderse de la bolsa de cuero que llevaba de bandolera. Acto seguido, el emperador indicó a un acólito que golpeara el gong para anunciar la reanudación de la sesión.
Feng fue el primero en tomar la palabra. Vestía su antigua toga de juez y lucía el birrete que le autorizaba como parte de la acusación. La bestia había decidido sacar sus garras. Se acercó a Cí y comenzó.
—Tal vez en cierta ocasión, alguno de vosotros os hayáis sentido golpeados por la decepción de un socio sin escrúpulos que os conduce a la ruina, la traición de una mujer que os abandona por un pretendiente más adinerado o el desengaño por un cargo adjudicado injustamente a otro. —Feng se dirigió a la audiencia con grandes aspavientos—. Pero puedo aseguraros que ninguna de esas situaciones alcanza a compararse con el sufrimiento y la amargura que ahora invade mi corazón.
»Postrado ante el emperador, con aspecto trémulo y simulada aflicción, comparece el peor de los impostores, el más ingrato e insidioso de los humanos. Un acusado al que hasta ayer mismo acogía en mi hogar y consideraba mi propio hijo. Un muchacho al que eduqué, alimenté y ayudé como a un cachorro. Un joven en el que deposité la ilusión de un pobre padre sin descendencia. Pero hoy, para mi inconsolable desdicha, he podido comprobar que bajo esa engañosa piel de cordero se esconde la alimaña más perversa, traidora y asesina que nadie puede siquiera imaginar.
»Una vez conocidas las pruebas, me veo obligado a asumir mi desgracia, a repudiarle, a dirigir mi cólera contra él y a apoyar la acusación de Astucia Gris. Con todo el dolor de mi corazón, he tenido que derramar su sangre para conseguir la confesión de sus crímenes. De aquel que pensé que heredaría todo mi honor y mis bienes… he oído las palabras más dolorosas que un padre esperaría escuchar. —Cogió el documento de confesión y lo exhibió ante el emperador—. Por desgracia, el dios de la fortuna ha querido privarnos del espectáculo de sus mentiras, pues ha permitido que el acusado, en un alarde de cobardía, se mordiera la lengua hasta arrancársela. Un suceso que, sin embargo, no me impedirá implorar la justicia que este despreciable me ha arrancado con su deshonra.
El emperador leyó con atención el contenido de la atestación en la que Cí reconocía la autoría de su crimen y el motivo que le llevó a cometerlo. Enarcó ambas cejas y se la trasladó al oficial de justicia que registraba todas las declaraciones. Luego se levantó y se dirigió al acusado con el gesto de quien se hubiera manchado con un excremento.
—Visto el documento de confesión y dado que el reo carece de capacidad para un postrer alegato, me veo en la obligación de dictaminar…
—Ésa no es mi firma… —le interrumpió Cí, tras escupir un esputo sanguinolento.
Un murmullo de asombro se extendió por el salón. Feng se incorporó, tembloroso.
—¡Ésa no es mi firma! —repitió, casi sin sostenerse de rodillas.
Feng retrocedió como si escuchara a un fantasma.
—¡Majestad! ¡El acusado ya ha confesado! —bramó.
—¡Callad! —rugió Ningzong. Guardó silencio, como si meditase su decisión—. Puede que sea cierto que haya ratificado el documento… O puede que no. Además, todo reo tiene derecho a una última defensa. —Tomó asiento de nuevo y, con el rostro severo, concedió la palabra a Cí.
Cí reverenció al emperador.
—Honorable soberano. —Tosió con violencia. Bo hizo ademán de ayudarle, pero un guardia se lo impidió. Cí tomó aliento y continuó—: Ante todos los presentes, debo confesar mi culpa. Una culpa que me corroe las entrañas. —Otro murmullo reverberó en la habitación—. La ambición… Sí. La ambición me ha cegado hasta convertirme en un necio ignorante, incapaz de distinguir la verdad de la mentira. Y esa necedad me hizo entregar mi corazón y mis sueños a un hombre que encarna como nadie la hipocresía y la maldad; un reptil que ha hecho de la traición el arte de su vida, llevando con ella la muerte a los demás; un hombre al que un día consideré un padre y que hoy sé que es un criminal. —Miró a Feng.
—¡Contén tu lengua! —le advirtió el oficial judicial—. ¡Cuanto digas contra un servidor imperial lo dices contra su emperador!
—Lo sé. —Volvió a toser—. Y conozco las consecuencias —le desafió.
—¡Pero Majestad! ¿Es que vais a escucharle? —bramó Feng—. Mentirá y calumniará para salvar el pellejo…
El emperador frunció los labios.
—Feng está en lo cierto. O demuestras tus acusaciones u ordenaré de inmediato tu ejecución.
—Aseguro a Su Majestad que no hay otra cosa en el mundo que desee con más fervor. —El rostro de Cí rezumaba determinación—. Por eso os demostraré que fui yo, y no Astucia Gris, quien descubrió que la muerte de Kan obedeció a un asesinato, que fui yo quien se lo reveló a Feng, y que éste, en lugar de trasladarlo a Su Majestad, rompió su promesa y se lo confesó a Astucia Gris.
—Estoy esperando —le apremió Ningzong.
—Entonces, consentid que formule una pregunta a Su Majestad. —Esperó su permiso—. Supongo que Astucia Gris os habrá revelado los singulares detalles que le llevaron a su portentosa conclusión…
—En efecto. Me los reveló —afirmó el emperador.
—Detalles tan curiosos, tan agudos y tan escondidos que ningún otro juez había observado con antelación…
—Así es.
—Sucesos que aquí no se han revelado…
—¡Estás colmando mi paciencia!
—Entonces, Majestad, aclaradme, ¿cómo es posible que también los conozca yo? ¿Cómo es posible que yo sepa que Kan fue obligado a redactar una falsa confesión, que fue narcotizado, desnudado y, aún con vida, colgado por dos personas que movieron un pesado arcón?
—¿Pero qué clase de necedad es ésta? —intervino Feng—. Lo sabe porque fue él mismo quien lo preparó.
—¡Yo os demostraré que no! —Cí clavó la mirada en Feng, quien no pudo evitar una mueca de temor—. Honorable soberano… —se volvió hacia Ningzong—. ¿Os contó Astucia Gris el curioso detalle de la vibración de la cuerda? ¿Os explicó que Kan, drogado como estaba, no se agitó al ser colgado? ¿Os detalló que la marca dejada por la soga sobre el polvo de la viga era nítida, sin muestras de agitación?
—Sí. Así es. Pero no veo la relación…
—Permitidme una última pregunta. ¿Aún permanece la cuerda atada a la viga?
El emperador lo consultó con Astucia Gris, quien se lo confirmó.
—Entonces podréis comprobar que Astucia Gris miente. La huella que él os señaló no existe. La borré yo accidentalmente al comprobar el movimiento de la cuerda, de modo que jamás pudo ser descubierta por Astucia Gris. Sólo sabía de ella porque se lo contó Feng, el hombre a quien se lo confié yo.
Ningzong dirigió una mirada inquisidora a la acusación. Astucia Gris bajó la cabeza, pero Feng reaccionó.
—Buen intento, aunque previsible —sonrió Feng—. Incluso la más simple de las mentes puede comprender que, al descolgar el cadáver, las sacudidas provocarían el borrado al que aludes. ¡Por las barbas de Confucio, Majestad! ¿Hasta cuándo habremos de soportar las majaderías de este farsante?
El emperador se atusó sus escuálidos bigotes mientras volvía a ojear la declaración de culpabilidad. El proceso se estaba enquistando. Ordenó al copista que se preparara y se levantó para dictar sentencia, pero Cí se le adelantó.
—¡Os suplico una última oportunidad! Si no os satisface, os aseguro que yo mismo me atravesaré el corazón.
Ningzong dudó. Hacía rato que en su rostro anidaba la incertidumbre. Frunció el entrecejo antes de buscar con la mirada el consejo de Bo. Éste afirmó.
—La última —autorizó finalmente antes de volver a sentarse.
Cí se enjugó un rastro de sangre con la manga. Era su última oportunidad. Hizo un gesto a Bo, quien al instante le acercó la bolsa que había custodiado desde las mazmorras.
—Majestad. —Cí alzó la bolsa ante el emperador—. En el interior de esta talega se encuentra la prueba que no sólo confirma mi inocencia, sino que además desvela la cara oculta de una terrible maquinación. Una trama propiciada por una ambición insana y despiadada, la de un hombre dispuesto a matar gracias a un descubrimiento atroz: el arma más mortífera jamás concebida por el hombre. Un cañón tan manejable que puede ser empuñado sin apoyo. Tan liviano que se puede ocultar y transportar bajo las ropas. Y tan letal que puede matar una y otra vez a distancia sin posibilidad de errar.
—¿Qué estupidez es ésta? ¿Hablaremos ahora de hechicería? —bramó Feng.
Por toda respuesta, Cí metió el brazo en la talega y sacó un cetro de bronce. Al verlo, Ningzong se extrañó y Feng palideció.
—Entre las ruinas del taller del broncista encontré los restos de un singular molde de terracota, el cual, una vez reparado, fue robado de mi habitación. Afortunadamente, había tenido la precaución de sacar antes una copia en yeso, que oculté en la Academia Ming —explicó Cí—. En cuanto Feng supo de su existencia, me sugirió que le confiara su custodia, petición a la que ingenuamente accedí. Por suerte, descubrí su engaño justo antes de entregarle la autorización y cambié la nota por otra en la que especifiqué al depositario que le proporcionara la copia de yeso… pero no la réplica que le había ordenado fabricar. —Dirigió su mirada hacia el juez, para a continuación volverse hacia Ningzong—. Feng destruyó la figura que le inculpaba, sin saber que cuando entregué en la academia el modelo de yeso, no sólo encomendé su custodia, sino que también aproveché, previa entrega de la suma necesaria, para ordenar al sirviente de Ming que a partir de aquel modelo de yeso encargara la fabricación en bronce de una réplica igual al arma original. —Enarboló el instrumento con determinación—. La misma arma que ahora podéis contemplar.
El emperador observó absorto el cañón de mano.
—¿Y qué relación guarda este extraño artilugio con los asesinatos? —preguntó Ningzong.
—En este artilugio, como Su Majestad lo denomina, reside la causa de todas las muertes. —Solicitó permiso al oficial de justicia para entregárselo al emperador, quien, tras cogerlo, lo examinó desconfiado—. Con el único fin de enriquecerse, Feng diseñó y construyó este perverso instrumento, un arma temible cuyos secretos estaba dispuesto a vender a los Jin. Para financiar su fabricación, malversó fondos procedentes de las partidas de sal —continuó Cí—. El eunuco Suave Delfín era un trabajador honesto, dedicado a auditar las partidas de sal. Cuando descubrió los desvíos practicados por Feng, éste intentó corromperle y, al no lograrlo, lo eliminó.
—¡Eso es una calumnia! —gritó Feng.
—¡Silencio! —le acalló el oficial de justicia—. Continúa —ordenó a Cí.
—Suave Delfín no sólo descubrió los mismos desfalcos que ya había observado mi padre, sino que además comprobó que las cantidades desviadas se destinaban a adquirir partidas de sal nívea, un tipo de producto costoso y de difícil elaboración destinado principalmente a la fabricación de pólvora militar. Además, averiguó la existencia de cuantiosos pagos efectuados a tres personas que finalmente fueron asesinadas: un oscuro alquimista, un fabricante de bronces y el artificiero de un taller. Al hacerlo, paralizó las cuentas, cortando el suministro de Feng. —Mostró el informe que acababa de entregarle Bo.
»Sin embargo, Suave Delfín no fue su primera víctima. Ese terrible honor le correspondió al alquimista que acabo de mencionar, un monje taoísta llamado Yu, cuyos dedos carcomidos por la sal, sus uñas impregnadas en carbón y un diminuto yin-yang tatuado en su pulgar establecieron el vínculo que lo relacionaba con el manejo de los componentes de la pólvora. Cuando Feng no pudo afrontar los pagos comprometidos, el anciano alquimista se rebeló. Discutieron, el monje amenazó a Feng y éste le disparó con el arma en la que había trabajado. —Se volvió hacia Feng, retándole con la mirada.
»La bala penetró por el pecho, rompió una costilla y salió por la espalda, quedando alojada en algún objeto de madera. Para evitar cualquier indicio que pudiera incriminarle, Feng no sólo recuperó la bala, sino que además camufló el cerco característico dejado por el proyectil en el fallecido excavando en la herida del pecho hasta hacerla parecer producto de algún macabro ritual.
»Un día más tarde le tocó el turno al artificiero, un joven al que logré identificar merced al extraño patrón de cicatrices provocado por un antiguo estallido y a quien Feng asesinó, por motivos similares, de una puñalada en el corazón. Bo me ha confirmado que estos operarios trabajan con un protector ocular hecho de cristal. De ahí que las cicatrices que plagaban su cara no aparecieran en los ojos. Tras matarlo, Feng excavó en la herida de su pecho hasta igualarla a la que había practicado en el alquimista el día anterior para simular el mismo tipo de crimen ritual.
»Respecto a Suave Delfín, Feng actuó de forma diferente. Al ser alguien cuya desaparición despertaría sospechas, procuró en primera instancia corromperle. Conocedor de la pasión que las antigüedades despertaban en el eunuco, intentó comprar su silencio con una antigua poesía caligrafiada de incalculable valor. Al principio, Suave Delfín aceptó, pero, más tarde, al conocer el alcance de sus verdaderas pretensiones, se negó a encubrirle. Entonces, Feng, pese al riesgo que conllevaba su asesinato, pero a sabiendas de que la denuncia del eunuco acarrearía una investigación inculpatoria, le acuchilló y mutiló, excavando la herida que asemejaría su caso al de los otros asesinados.
»Por último, acabó con la vida del fabricante de bronces, el hombre que había construido el cañón de mano. Lo hizo tras la recepción de los Jin, en vuestros propios jardines, como demuestra el tipo de tierra que apareció en las uñas del cadáver. Lo apuñaló y, con la ayuda de alguien, lo arrastró hasta su palanquín, lo decapitó y abandonó el cuerpo al otro lado de la muralla.
»Así pues, Feng planeó y ejecutó a cada una de sus víctimas, las decapitó y desfiguró para imposibilitar su identificación, practicándoles unas extrañas heridas en el pecho para simular la intervención de una secta criminal.
El emperador se acarició varias veces la barbilla.
—De modo que, según tú, este pequeño artilugio encierra un inmenso poder destructor…
—Imaginad a cada soldado con uno. El mayor poder que mente humana haya concebido jamás.
* * *
Cuando el emperador otorgó el turno de réplica a Feng, éste se adelantó sumido en un perceptible temblor. Su faz, lívida por la ira, resultaba más temible que la propia arma que le acusaba. Buscó el rostro de Cí y le señaló.
—¡Majestad! ¡Exijo que el reo sea castigado de inmediato por unas acusaciones que directamente os salpican a vos! ¡Nunca se ha oído en este tribunal una falta de respeto semejante! Una provocación que ninguno de vuestros antecesores en el trono habría permitido jamás.
—¡Dejad descansar a los muertos y cuidad vuestra impertinencia! —le atajó Ningzong.
La lividez de Feng se tornó en rubor.
—Alteza Imperial, el insolente que se hace llamar lector de cadáveres sólo es en realidad un maestro de la mentira. Pretende acusar a quien os ha servido con denuedo, disfrazando y enturbiando la verdad con el único fin de evitar su condena. ¿En qué basa sus acusaciones? ¿Dónde están las pruebas? Sus palabras son fuegos de artificio, tan volátiles como la imaginaria pólvora de la que habla. ¿En qué lugar se ha visto semejante falacia? ¿Cañones portátiles? Yo no veo más que una flauta de bronce. ¿Y qué disparan? ¿Granos de arroz o huesos de ciruela? —Se revolvió hacia Cí.
El emperador entornó los párpados.
—Calmaos, Feng. Sin que ello presuponga considerar vuestra culpabilidad, las palabras del acusado no parecen insensatas —indicó Ningzong—. Me pregunto por qué razón distinta de la verdad querría acusaros.
—¿Os lo preguntáis? ¡Por despecho! —alzó la voz hasta que se le desgarró—. Aunque no era mi intención desvelarlo en público, tiempo atrás, el padre de Cí trabajó para mí. ¡Ralea de la misma calaña! Descubrí que falsificaba los datos de mis transacciones en su provecho y me vi obligado a despedirle. Por cariño a su hijo, a quien apreciaba como propio, oculté la falta de su progenitor, pero cuando el acusado la descubrió, enloqueció y me culpó a mí de su desgracia.
»Respecto a los crímenes, a mi juicio no ofrecen duda: Kan asesinó a esos desgraciados, Cí se vio incapaz de resolver el caso y, movido por la ambición, simuló el suicidio del consejero para conseguir los favores prometidos. Así de sencillo. El resto de cuanto ha manifestado tan sólo es fruto de su perturbada invención.
—¿También es un invento mío el cañón de mano? —aulló Cí.
—¡Callad! —ordenó Ningzong.
El emperador se levantó empuñando el arma con rabia, luego consultó algo al oído de sus consejeros e hizo un gesto a Bo, quien se apresuró a postrarse a sus pies. Tras hacer que se incorporara, Ningzong ordenó a Bo que le acompañara a un despacho contiguo. Al cabo de un rato, ambos regresaron. Cí advirtió la preocupación que asolaba el rostro de Bo cuando éste se le acercó.
—Me ha pedido que hable contigo —le susurró al oído.
Cí se extrañó al sentir que el oficial lo agarraba del brazo y, con la aquiescencia de Ningzong, le conducía hacia el mismo despacho donde instantes antes habían deliberado ellos. Nada más cerrar la puerta, Bo escondió la mirada y se mordió los labios.
—¿Qué sucede?
—El emperador te cree —dijo el oficial.
—¿Sí? —Cí gritó de júbilo—. ¡Eso es magnífico! ¡Por fin ese bastardo recibirá lo que se merece y yo…! —Se interrumpió al comprobar el gesto circunspecto del oficial—. ¿Por qué esa cara? ¿Ocurre algo? Acabáis de decirme que el emperador me cree…
—Así es. —Bo fue incapaz de sostenerle la mirada.
—¿Entonces…? ¿No cree que yo sea inocente?
—¡Maldición! ¡Ya te he dicho que sí!
—¿Pues queréis explicarme entonces qué demonios sucede? —Le agarró por la pechera mientras Bo se dejaba agitar sin fuerzas como un muñeco de trapo. Cí advirtió su propio desvarío y lo soltó—. Disculpad. Yo… —Le arregló la camisa con torpeza.
Bo consiguió alzar la vista.
—El emperador desea que te declares culpable —consiguió articular en un hilo de voz.
—¿Cómo?
—Es lo que él desea. No hay nada que podamos hacer…
—¿Pero…? ¿Pero por qué…? ¿Cómo que es lo que desea? ¿Por qué yo y no Feng…? —balbuceó mientras avanzaba y retrocedía, sin acabar de comprender.
—Si accedes y firmas tu culpabilidad, el emperador te garantiza un destierro a una provincia segura —dijo sin convicción—. Será generoso contigo. No serás marcado ni golpeado. Te proporcionará una suma suficiente para que te establezcas y escriturará una hacienda a tu nombre que podrás legar a tus herederos. También está dispuesto a asignarte una renta anual que te libere de cualquier necesidad material. Es una oferta muy generosa —concluyó.
—¿Y Feng? —repitió Cí.
—Me ha asegurado que se encargará personalmente de él.
—¿Pero qué significa todo esto? ¿Estáis vos de acuerdo con él? ¿Es eso? ¿Vos también estáis confabulado? —Cí retrocedió como un perturbado.
—¡Por favor, Cí! ¡Cálmate! Yo sólo te transmito…
—¿Que me calme? ¿Pero sabéis lo que me estáis pidiendo? He perdido cuanto tenía: mi familia, mis sueños, mi honor… ¿Y pretendéis ahora que pierda también mi dignidad? —Se acercó a él hasta rozar su rostro—. ¡No, Bo! No voy a renunciar a lo único que me queda. Me da igual lo que me suceda, pero no permitiré que el nombre del bastardo que mató a mi padre quede impune mientras el de mi familia se hunde en el oprobio.
—¡Por el honorable Confucio, Cí! ¿Es que no te das cuenta? Esto no es ninguna petición. El emperador no puede consentir un escándalo semejante. Si lo hiciera, su fortaleza quedaría en entredicho. Entre sus detractores ya hay quien lo juzga débil de carácter. Si deja entrever que en la Corte reinan el desorden y la traición, que no es capaz de gobernar ni a sus propios oficiales, ¿qué esgrimirá ante sus contrarios? Ningzong precisa demostrar que está preparado para regir la nación con la firmeza que requiere la amenaza de los Jin. No puede admitir que sus consejeros sean asesinados por sus propios jueces.
—¡Pues que demuestre firmeza haciendo justicia! —bramó.
—¡Maldición! Cí, si te niegas, el emperador te juzgará sin piedad, te declarará igualmente culpable y entonces te enfrentarás a su ira. Te ejecutará o te enviará a una mina de sal y acabarás tus días enterrado en vida. Piensa en tu padre. Él querría lo mejor para ti. Si accedes, tendrás una hacienda, una renta, una vida tranquila y segura lejos de aquí. Con el tiempo, te rehabilitará y te permitirá acceder a la judicatura. ¿Qué más puedes pedir? ¿Y qué otra alternativa tienes? Si sales y te opones a ellos, te machacarán. Firmaste tu confesión, aunque sólo fuera un garabato. ¿Has escuchado bien tus alegatos? Tus pruebas son sólo circunstanciales. No tienes nada contra Feng. Sólo sospechas…
Cí buscó en los ojos de Bo el reflejo de sus propios sentimientos, pero no lo encontró.
—Recapacita —le suplicó Bo—. No sólo es lo mejor. Es lo único que puedes hacer.
Cí sintió la mano de Bo sobre su hombro. Su peso era el peso de la sinceridad. Pensó en sus sueños, en sus estudios, en el anhelo de convertirse en el mejor juez forense. Recordó que ése también había sido el sueño de su padre… Bajó la cabeza, resignado. Bo le animó.
* * *
Nada más salir del despacho, Cí se encaminó lentamente hacia el trono.
Lo hizo cabizbajo, arrastrando los pies como si tirara del cepo de un condenado. Una vez al lado del emperador, se dejó caer de rodillas y golpeó la frente con el suelo. A sus espaldas, Bo asintió con la cabeza, confirmándole el acuerdo al emperador. Nada más contemplarlo, Ningzong esbozó una mueca de satisfacción que acompañó con una indicación a su escribano para que preparase el acta definitiva. En cuanto Cí la firmara, el juicio habría concluido.
Una vez ultimada, un acólito procedió a su lectura. En ella se daba por acreditada la autoría de Cí, desestimándose todas las acusaciones vertidas sobre Feng. El funcionario leyó el documento despacio, bajo la atenta mirada del emperador. Cuando terminó, se lo entregó a Cí para que lo firmara. Cí recogió el acta de confesión con las manos temblorosas. La tinta aún se veía fresca sobre el papel, como si todavía ofreciera un resquicio de mutabilidad. Cogió el pincel entre sus dedos trémulos, pero no fue capaz de sujetarlo y cayó al suelo dejando un rastro negro sobre la impecable alfombra roja. Cí se disculpó por su torpeza, recogió el pincel y meditó un instante sobre un acta de confesión que no dejaba lugar a dudas: en efecto, el documento le señalaba como único responsable, sin hacer mención alguna a la implicación de Feng.
Recordó los argumentos de Bo mientras se preguntaba si realmente aquello habría sido lo que su padre habría querido para él. Apenas podía reflexionar. Empuñó el pincel y lo mojó en la piedra de tinta. Luego, lentamente, comenzó a caligrafiar los trazos de su nombre. El pincel se deslizó titubeante, como si lo empujara la mano de un anciano sin vida. Sin embargo, cuando llegó el turno para el apellido de su padre, algo en su interior lo detuvo. Fue sólo un instante. El tiempo necesario para alzar la vista y contemplar la sonrisa triunfal de Feng. Acudieron a su mente los cadáveres de sus padres sepultados bajo los escombros, sus cuerpos deshechos, el martirio de su hermano y la agonía de Tercera. No podía traicionarlos. No podía dejarlos así. Miró a Feng el tiempo suficiente para lograr que su cara dibujara un mohín de inquietud. Luego aferró el documento y lo rompió en mil pedazos mientras arrojaba toda la tinta sobre la alfombra.
* * *
La ira de Ningzong no se hizo esperar. De inmediato, estableció que maniataran al recluso y le asestaran diez bastonazos por su impertinencia, anunciando que a su conclusión dictaría el veredicto. Sin embargo, esto no impidió a Cí demandar su último alegato. Sabía que le asistía tal prerrogativa y también que el emperador, ante toda la Corte, no osaría quebrantar un procedimiento ritual establecido durante siglos. Al escucharlo, Ningzong se mordió la lengua, pero, aun así, aceptó.
—¡Hasta que se agote la clepsidra! —masculló y ordenó que pusieran en marcha el mecanismo hidráulico que regularía el tiempo de la intervención.
Cí aspiró aire con fuerza. Feng aguardaba desafiante, pero el rictus de temor permanecía atenazado a su rostro. El agua comenzó a correr.
—Majestad, hace más de un siglo, vuestro venerable bisabuelo se dejó conducir por consejos tendenciosos que acabaron con la condena del general Yue Fei, un hombre inocente cuyo valor y lealtad a nuestra nación son hoy ejemplo y patrón en todas nuestras aulas. Ahora, tan abominable veredicto se recuerda como uno de los hechos más ignominiosos de nuestra gozosa historia. Yue Fei fue ejecutado, y aunque con posterioridad vuestro padre lo rehabilitó, el daño que causó a su familia jamás fue suficientemente reparado. —Hizo una pausa y buscó el rostro de Iris Azul—. No pretendo compararme con una figura como la de nuestro amado general… Pero sí me atrevo a pediros justicia. Yo también tengo un padre que ha sido deshonrado. Me exigís que asuma la autoría de unos crímenes de los que no sólo no soy responsable, sino que he volcado cuanto sé para intentar esclarecerlos. Y puedo demostrar que cuanto afirmo es cierto.
—Es lo que llevas anunciando desde el comienzo del juicio. —Ningzong señaló impaciente la clepsidra que marcaba el tiempo.
—Permitid entonces que os enseñe el terrible poder de esa arma. —Alzó sus manos pidiendo que lo liberaran—. Pensad en lo que ocurriría si un invento tan letal cayera en manos enemigas. Pensad en ello y pensad en nuestra nación.
Cí aguardó a que su invocación obrase efecto en la conciencia de Ningzong.
El emperador masculló algo mientras sopesaba el cañón de mano. Miró a sus consejeros. Luego volvió el rostro hacia Cí.
—¡Soltadle! —rezongó.
El mismo guardia que había liberado a Cí se interpuso ante él al advertir su propósito de acercarse al emperador, pero Ningzong lo autorizó con un gesto. Cí avanzó tambaleándose, cubierto de sangre reseca y con el estómago encogido por el miedo. A la altura del trono, se arrodilló. Luego se incorporó como pudo y tendió su mano. El emperador depositó en ella el pequeño cañón.
Frente al soberano, Cí sacó de su camisola la piedrecita esférica y la bolsa con el polvo negro que había sustraído del escritorio de Feng.
—El proyectil que tengo en mis manos es el mismo que acabó con la vida del alquimista. Podéis comprobar que no es completamente esférico, ya que en un punto de su superficie se aprecia que ha saltado una esquirla. Una fractura que se produjo cuando el proyectil impactó contra una vértebra del alquimista y que coincide con la esquirla que descubrí al introducir una pica para comprobar la trayectoria de la herida.
Sin mediar palabra, y emulando lo leído en los tratados sobre cañones convencionales, vertió el contenido de la bolsa por la boca de fuego, con la ayuda del mango de un pincel prensó la pólvora e introdujo la bala. Acto seguido, se arrancó un retal de la camisa y lo retorció hasta formar una especie de mecha, que ensartó en un pequeño orificio practicado en el lateral del ingenio. Una vez conforme, se lo entregó a Ningzong.
—Aquí lo tenéis. Sólo resta encender la mecha y apuntar…
El emperador contempló el arma como si se enfrentara a un milagro. Sus ojos diminutos brillaban perplejos.
—¡Majestad! —le interrumpió Feng—. ¿Hasta cuándo habré de soportar esta infamia? Todo cuanto arroja la boca de este farsante es pura mentira…
—¿Mentira? —se revolvió Cí—. Explicad entonces cómo es posible que los restos del molde que me robasteis, la pólvora militar y la bala que acabó con la vida del alquimista descansaran ocultos en el cajón de vuestro despacho —gritó Cí mientras se volvía hacia el emperador—. Porque es allí donde los encontré y donde vuestros hombres, si los enviáis, hallarán más proyectiles.
Feng permaneció en silencio ante la mirada victoriosa de Cí. Apretó los dientes y se acercó lentamente hacia el trono del emperador.
—Si las has sacado de mi despacho, también las has podido dejar tú allí.
Cí enmudeció. Había dado por sentado que Feng se desmoronaría, pero parecía más firme que nunca. Sintió cómo las piernas le flaqueaban. Tragó saliva mientras intentaba encontrar una salida.
—Muy bien. Entonces respondedme a esto —dijo finalmente Cí—: El consejero Kan fue asesinado en la quinta luna del mes, una noche en la que, según habéis declarado, os encontrabais fuera de la ciudad. Sin embargo, Bo ha constatado que un centinela os reconoció cuando accedíais a palacio, al atardecer del día anterior. —Señaló a Bo, quien lo corroboró—. Así pues, tuvisteis el motivo, tuvisteis los medios… y por lo que ahora también sabemos, pese a vuestras mentiras, también tuvisteis la oportunidad.
—¿Es eso cierto? —le preguntó Ningzong.
—¡No! ¡No lo es! —bramó Feng como un volcán a punto de entrar en erupción.
—¿Podéis acreditarlo? —le apremió el emperador.
—Por supuesto —resopló, y lanzó a Cí una mirada cargada de tensión—. Esa noche la pasé en mi casa junto a mi esposa. Estuve toda la noche disfrutando de su compañía. ¿Es eso lo que queríais oír?
Al escucharlo, Cí retrocedió boquiabierto, dominado por el estupor. Feng mentía. Sabía que mentía porque precisamente aquella noche fue la que él yació con Iris Azul.
Aún no se había recuperado cuando Feng le acorraló.
—¿Y tú? ¿Dónde te encontrabas tú la noche en que asesinaron a Kan? —le increpó.
Cí enrojeció. Buscó en la mirada de Iris Azul algún indicio de complicidad, un cabo al que aferrarse para escapar del remolino que le amenazaba. Lo hizo sin recordar que era ciega, pretendiendo que de algún modo ella pudiera leer en sus ojos que la necesitaba. Pero Iris Azul permaneció impasible, callada, con el rostro resignado en su papel de esposa sumisa. Cí comprendió que jamás delataría a Feng y que no podía condenarla por ello. Si ella lo traicionase, si revelase su infidelidad, no sólo condenaría a su marido, sino que se condenaría a sí misma. Y él no tenía derecho a destrozarla.
—Estamos esperando —le urgió Ningzong—. ¿Hay algo que quieras añadir antes de que emita mi veredicto?
Cí guardó silencio. Volvió a mirar a Iris Azul.
—No —bajó la cabeza.
Ningzong sacudió la cabeza con desgana.
—En tal caso, yo, el emperador Ningzong, Hijo del Cielo y soberano del Reino del Centro, declaro probada la culpabilidad del acusado Cí Song y le condeno a…
—¡Estuvo conmigo! —resonó con firmeza una voz al fondo de la sala.
Un clamor se extendió entre todos los presentes al tiempo que las miradas se dirigían hacia el lugar de donde había surgido la voz. De pie, segura, permanecía Iris Azul.
—No dormí con mi marido —declaró con gesto firme—. La noche en que mataron a Kan yací en la cama con Cí.
Feng tartamudeó incrédulo mientras cientos de rostros se giraban para contemplarle y su tez adquiría la lividez de la muerte. El juez retrocedió unos pasos balbuceando un gorgoteo ininteligible, con sus ojos fijos en los ausentes de Iris Azul.
—¡Tú no puedes…! ¡Tú…! —se trastabilló. Estaba fuera de sí. Hizo ademán de escapar, pero el emperador ordenó que lo detuvieran—. ¡Soltadme! ¡Maldita perra! —aulló—. Después de lo que he hecho por ti…
Se escabulló de sus captores de un tirón y se abalanzó sobre el arma que sostenía el emperador.
—¡Atrás! —amenazó. Antes de que pudieran detenerle, aferró una vela y prendió la mecha—. ¡He dicho que atrás! —bramó de nuevo y encañonó al emperador. Los soldados retrocedieron—. Tú, bastarda… —Alzó el brazo y la apuntó—. Te lo di todo… Lo hice todo por ti… —La mecha avanzaba inexorablemente—. ¿Cómo has podido…?
Cuantos rodeaban a Iris Azul se agazaparon. Feng sostuvo el ingenio con las dos manos. El cañón temblaba al igual que sus párpados. Su respiración se entrecortaba. La mecha estaba a punto de alcanzar el bronce. Feng gritó. De repente, giró el arma y se apuntó a la sien. Luego, un estampido seco tronó en la estancia y el cuerpo del juez se derrumbó como un saco desmadejado en medio de un charco de sangre. De inmediato, varios guardias se abalanzaron sobre él para encontrarlo ya cadáver. Ningzong se levantó asombrado con el rostro salpicado por la sangre de Feng. Luego se limpió torpemente, ordenó que liberaran a Cí y dio por concluido el proceso.