Cí no durmió en toda la noche y, sin embargo, le faltaron horas para aborrecerse a sí mismo y para odiar a Feng. Cuando los primeros rayos del alba salpicaron las cortinas, se preparó. Había empleado todas sus energías en buscar una estrategia que dejara en evidencia a Feng, pero lo que para él resultaba meridianamente claro, quizá sólo fuera palabrería para el emperador.
Cuando llegó el momento de partir, hubo de esforzarse para guardar la compostura y no dejar traslucir sus sentimientos hacia el juez. Feng aguardaba en la puerta, ataviado con su antigua toga de magistrado, el gorro alado y una sonrisa afable que Cí ahora sabía cínica. Al joven le costó balbucear un saludo amargo que justificó por la falta de sueño. Feng no desconfió. Afuera esperaba la guardia imperial para escoltarles hasta el salón donde se celebraría la audiencia. Al contemplar sus armas, Cí se cercioró de que llevaba bien ocultas las suyas: el libro de juicios, la misiva de su padre, la bolsita de pólvora y la pequeña esfera de piedra ensangrentada que había encontrado en el cajón de Feng. Después se giró con la esperanza de encontrar el apoyo de Iris Azul. No la vio.
Dejaron atrás el Pabellón de los Nenúfares sin que la nüshi saliera a despedirles. Durante el trayecto intentó evitar a Feng. Miraba al suelo para no verle, porque estaba convencido de que si el juez volvía a sonreírle, se abalanzaría sobre él y le arrancaría el corazón.
Una vez en el Salón de los Litigios, Feng ocupó su puesto junto a los magistrados del Alto Tribunal que conducirían la acusación. A su lado, Cí distinguió a un Astucia Gris en cuyo rostro resplandecía una histriónica mueca de triunfo mientras presumía ante sus colegas de haber propiciado su detención. A Cí le obligaron a arrodillarse frente al trono vacío del soberano. El joven tembló. Tras permanecer un rato con la frente en el suelo, un toque de gong anunció la presencia del emperador Ningzong, quien, ataviado con una túnica roja cuajada de dragones dorados, avanzó escoltado por un nutrido séquito encabezado por el consejero supremo de los Ritos y el nuevo consejero de los Castigos. Cí, sin variar la postura, aguardó.
Un anciano con el bonete encasquetado hasta las cejas y bigotes aceitados se adelantó de entre el grupo de oficiales para presentar a Su Majestad Celestial y dar lectura a las imputaciones. El hombre aguardó a que el emperador se sentase y le otorgase su beneplácito. Cuando ocupó el trono, y sus consejeros los asientos que le flanqueaban, le hizo una reverencia y comenzó.
—Como oficial de justicia anciano de palacio, con la aquiescencia de nuestro magnánimo y honorable monarca Ningzong, Hijo del Cielo y Dueño de la Tierra, decimotercer emperador de la Dinastía Tsong, en la octava luna del mes de la granada, del primer año de la era Jiading y decimonoveno de su digno y sabio reinado, declaro el inicio del juicio que se celebra contra Cí Song, a quien se le acusa de conjura, traición y asesinato del consejero imperial Chou Kan, lo que, de forma inapelable, conlleva aparejado el cargo de traición y atentado contra el mismísimo emperador. —Hizo una pausa antes de continuar—. De acuerdo con las leyes de nuestro código de justicia, el Songxingtong, al acusado le asiste el derecho a su propia defensa, no pudiendo ser socorrido por otra persona ni condenado hasta que no medie su confesión.
Cí, aún postrado, lo escuchó en silencio mientras intentaba ponderar sus futuras alegaciones. Cuando el anciano concluyó, cedió la palabra a Astucia Gris, quien, tras cumplimentar al emperador y obtener su beneplácito, sacó una serie de pliegos que dispuso ordenadamente sobre la mesa que compartía junto a Feng. A continuación, con voz pretenciosa, presentó a la concurrencia la filiación del acusado y pasó a enumerar las diferentes pruebas que, a su juicio, lo señalaban inequívocamente como culpable.
—Antes de enumerarlas, permitid que os esboce una semblanza que os acerque al verdadero cariz de este falsario. —Calló y miró a Cí—. Tuve la desgracia de coincidir con el acusado en la Academia Ming. Allí mostró, no una, sino reiteradas veces, su incapacidad para respetar las leyes y las normas. Por tal motivo fue juzgado por el claustro de profesores y sometido a consulta para una expulsión, que sólo resultó frenada merced a la interesada defensa de su invertido director.
Cí lo maldijo. Astucia Gris comenzaba a socavar ante el emperador no sólo su integridad, sino también la de cualquiera que, como en el caso de Ming, pretendiera defenderle. Intentó madurar una respuesta, a sabiendas de que no podría replicar hasta que no le otorgaran la palabra.
—Lo que a ojos de un profano pudiera parecer sólo un comportamiento inapropiado —continuó Astucia Gris— es en realidad un reflejo de la rebeldía y el odio que el acusado aloja en su espíritu. Los profesores que intentaron expulsarle han ratificado la ruindad de su proceder, máxime considerando que, en un ejemplo de filantropía sin precedentes, la academia recogió al imputado de la más absoluta indigencia y le procuró instrucción y sustento. El pago que dio Cí a esta generosidad ya lo habéis escuchado: el de una alimaña que espera a ser liberada de su cepo para revolverse con saña y morder la mano de su benefactor. —Endureció el gesto—. He querido ilustrar a cuantos me escucháis del auténtico carácter de un hombre en el que habitan el egoísmo y la maldad. Un hombre que, mediante diabólicos ardides y burdos trucos de ilusionista, engañó al consejero Kan y enturbió la mente del emperador, de modo que convenció al primero para que le confiase la investigación de unos misteriosos asesinatos tras haber arrancado al segundo la promesa de la concesión de un puesto como miembro de la judicatura.
Los nervios comenzaron a hacer mella en Cí. Si Astucia Gris prolongaba su soflama, contaminaría el juicio del emperador y debilitaría la efectividad de su defensa. Por fortuna, su contrincante guardó silencio el tiempo suficiente como para que el oficial judicial entendiera que cedía la palabra al acusado. Al escuchar que le concedían el turno de defensa, sin despegar la barbilla del enlosado, Cí comenzó.
—Majestad… —Apretó los dientes, a la espera de su autorización—. Majestad —repitió al recibirla—. Astucia Gris se limita a lanzar conjeturas infundadas que en modo alguno guardan relación con el delito del que se me acusa. En este juicio no se dirime ni mi rendimiento académico ni la naturaleza o procedencia de mis conocimientos forenses. Lo que aquí se juzga es si soy o no culpable de la muerte del consejero Kan. Y en contra de lo que Astucia Gris presume, yo nunca ideé un plan para beneficiarme, ni mentí o empleé trucos con los que nublar mente alguna. Quien lo desee podrá confirmar que fui conducido por los soldados de Su Majestad y trasladado a la Corte cuando me disponía a abandonar la ciudad. Su Majestad estaba presente el día que fui invitado o, mejor dicho, requerido a implicarme en la investigación de unos asesinatos cuya existencia ignoraba. Y yo me pregunto: ¿por qué un hombre sabio como el consejero Kan y hasta el mismísimo Hijo del Cielo se fijaron en un ser tan indeseable como yo? ¿Por qué, de entre todos sus jueces, obligaron a un simple estudiante a aceptar una responsabilidad para la que, a tenor de sus precedentes, no estaba preparado?
Cí, arrodillado y con la frente en el suelo, guardó silencio a propósito. Al igual que Astucia Gris, debía ir utilizando sus argumentos con mesura. Y debía hacerlo sembrando la duda en quienes le escuchaban, para que fueran ellos mismos quienes se proporcionaran las respuestas.
El emperador le contempló con rostro pétreo, inmóvil. Sus ojos mortecinos y su expresión hierática lo situaban por encima del bien y del mal. Un leve gesto de su mano indicó al oficial que devolviese la palabra a Astucia Gris.
El cachorro de juez repasó sus notas antes de proseguir.
—Majestad. —Le hizo una reverencia hasta que recibió su autorización—. Me ceñiré al asunto que nos ocupa. —Sonrió mientras cogía una hoja y la colocaba sobre las demás—. Leo en mis informes que, poco antes del asesinato de Kan, concretamente el mismo día que examinó al eunuco, el acusado blandió un cuchillo ante el propio consejero. Lo hizo sin recato. Se lo apropió y asestó una brutal puñalada al cuerpo de Suave Delfín, abriéndolo en dos.
«Un cuerpo muerto», murmuró Cí lo suficientemente alto como para que le oyeran. Un varetazo lo premió.
—Sí. Un cuerpo muerto. ¡Pero tan sagrado como uno vivo! ¿O acaso ha olvidado el acusado los preceptos confucianos que rigen nuestra sociedad? —Astucia Gris alzó la voz—. No. Claro que no los ha olvidado. ¡Al contrario! El acusado posee una memoria excepcional. Conoce los preceptos y los transgrede. Sabe perfectamente que el espíritu de un fallecido permanece en el cuerpo hasta que éste recibe sepultura y también sabe que, por esa misma razón, las leyes confucianas prohíben abrir los cuerpos muertos. Porque hacerlo significa agredir al espíritu que aún reside en ellos. Y quien es capaz de hacer algo así a un espíritu indefenso también es capaz de asesinar a un consejero del emperador.
Cí se mordió los labios. Astucia Gris le estaba acorralando contra un precipicio con dos puentes. Uno conducía a la muerte y el otro a la perdición.
—Jamás mataría a nadie —dijo entre dientes.
—¿Jamás? ¡Perfecto! —sonrió Astucia Gris al escucharlo—. Entonces, solicito de Vuestra Majestad permiso para que declare el testigo que confirmará mi declaración.
El emperador hizo una nueva seña al oficial para que autorizara el testimonio.
A un gesto del oficial, un hombre arrugado y encanecido, escoltado por dos guardias, hizo su aparición. El recién llegado caminaba descuidadamente, dejando en evidencia que las costosas ropas que lucía se las habían prestado para el evento. Bajo su aspecto desmañado, Cí reconoció al adivino Xu, el hombre para el que había trabajado en el Gran Cementerio de Lin’an.
Astucia Gris hizo que el testigo se acomodara cerca de él, leyó su nombre y obtuvo su promesa de que cuanto diría se ajustaría a la verdad. Luego alzó la vista hasta detenerla sobre Cí. El adivino intentó hacer lo propio, pero no fue capaz.
—Antes de su testimonio —siguió Astucia Gris—, para comprender fehacientemente la naturaleza criminal del acusado, me veo obligado a relatar los informes que preceden a la llegada de Cí Song a Lin’an. A tal fin, preciso destacar un hecho que de inmediato nos acerca a la familiaridad del imputado con el crimen.
»Hará cuestión de dos años, en Jianyang, su aldea natal, alguien de su misma sangre, su hermano mayor para más detalles, degolló a un campesino. El acusado Cí, contaminado del mismo instinto delictivo que su hermano, robó trescientos mil qián a un honrado terrateniente y acto seguido huyó con su hermana a Lin’an, sin saber que un alguacil llamado Kao había salido en su persecución. Ignoro los vicios que rodearon su éxodo, pero, a pesar de la cantidad robada, él y su hermana cayeron pronto en la indigencia. Fue entonces cuando un hombre pobre pero magnánimo —señaló al adivino— se apiadó de sus penurias y le confió un trabajo como peón en el cementerio de la ciudad.
»Según confirmará el adivino Xu, poco tiempo después, el alguacil Kao acudió al cementerio preguntando por un fugitivo llamado Cí. Xu, ajeno a los delitos de su pupilo y engañado por él respecto a su identidad, le protegió. Como de costumbre, Cí respondió a la generosidad con traición. Abandonó a su salvador cuando éste más le necesitaba y desapareció.
»Meses después, Xu recapacitó y decidió colaborar con la justicia. Sabedor de que Cí se ocultaba en la Academia Ming, reveló el dato al alguacil. Sin embargo, Kao nunca llegó a capturarle, porque antes encontró la muerte a manos del propio Cí.
Seguidamente, Astucia Gris otorgó la palabra al adivino. El hombre se postró frente al emperador y cuando el oficial lo autorizó, Xu empezó su alocución.
—Todo ocurrió como lo ha relatado el ilustrísimo juez —cumplimentó a Astucia Gris—. Ese alguacil, Kao, me pidió que le acompañara a la academia porque desconocía su ubicación, asegurándome que detendría a Cí aunque le costase la vida. Le dije que yo no quería líos, pero al final me convenció. La noche antes de su muerte lo dejé allí. Yo me quedé curioseando por los alrededores hasta que vi salir juntos a Cí y a Kao en dirección al canal. Me fijé en que el alguacil llevaba en su mano una jarra de la que bebía. Al principio hablaron con normalidad, pero, de repente, comenzaron a discutir acaloradamente y, entonces, en un descuido, Cí se acercó al alguacil, le hizo algo en la cabeza, y antes de que cayera desvanecido, lo empujó al canal y huyó. Yo corrí a intentar socorrerle, pero sólo tuve tiempo para ver cómo el desgraciado desaparecía bajo las aguas.
Cientos de ojos acusadores se clavaron en Cí mientras crecía un murmullo de indignación. El joven buscó el modo de aportar pruebas con las que rebatir a Xu.
—¡Ese adivino miente! Con la aquiescencia de Su Majestad, si se me permite hablar, demostraré que el adivino que me acusa no sólo me calumnia, sino que pretende engañaros a vos —dijo con la intención de involucrar al emperador.
Nada más invocarle, el oficial de justicia miró a su soberano en busca de un gesto de reprobación. Sin embargo, tal y como esperaba Cí, Ningzong se interesó.
—Permitid que hable —musitó al oficial.
Cí golpeó el suelo con la frente y, sin despegarla, miró de reojo a Astucia Gris.
—No puedo demostrarlo solo. Necesito el testimonio del profesor Ming —declaró.
* * *
La interrupción permitió a Cí saborear un triunfo efímero. Implicando al emperador había logrado introducir la duda en su mente al tiempo que había obtenido un aplazamiento que no sólo le permitiría gozar del consejo y los testimonios de Ming, sino que también le posibilitaría emprender la segunda parte de una estrategia que necesariamente pasaba por hablar con Bo. Con Feng enfrente, Ming enfermo y sin la ayuda de Iris Azul, todas sus esperanzas se reducían al canoso oficial que había tutelado su investigación.
Hacía rato que había localizado a Bo en un lateral del Salón de los Litigios, así que cuando los guardias le escoltaron para conducirle a una sala anexa, aprovechó para acercarse a él y suplicarle su ayuda. Bo se sorprendió, pero asintió con la cabeza y siguió a los guardias que le custodiaban hasta una pequeña estancia donde Cí tuvo ocasión de confiarle sus sospechas. Al principio, el oficial dudó, pero cuando Cí acabó de revelarle sus argumentos, Bo le garantizó su colaboración. Luego los guardias regresaron para trasladar a Cí al salón y Bo desapareció.
Para cuando situaron a Cí frente al emperador, el maestro Ming ya aguardaba recostado en un sillón. El anciano aún conservaba el rostro pintado de extrañeza, como si no supiera a quién juzgaban ni el motivo de su presencia ante el emperador, por lo que Cí se lo explicó tan escuetamente como pudo. Ming apenas parpadeó. Cí comprobó que las piernas del viejo profesor parecían haber mejorado y eso le reconfortó. Se postró en el suelo entre los dos centinelas que le escoltaban y se dirigió al emperador.
—Majestad. —Cí esperó su anuencia—. Como bien sabéis, desde hace años el venerable maestro Ming desempeña el cargo de director de la academia que ostenta su nombre, una institución tan reconocida que compite en prestigio con la propia universidad. De hecho, el mismo Astucia Gris se formó en ella… si bien empleó seis años para alcanzar un título que muchos han obtenido en dos —añadió.
Ningzong frunció el ceño, extrañado de que el juez encargado de la acusación no fuera tan competente como le habían hecho creer. Cí se alegró.
—Una persona como Ming merece toda nuestra confianza —continuó Cí sin levantar la cabeza—. Un hombre cabal que ha contribuido con su honestidad y su trabajo a acrecentar la sabiduría de los súbditos del emperador —argumentó para legitimarle—. Un hombre del que no se puede dudar.
—Vuestras preguntas… —le demandó el oficial judicial.
—Disculpadme —se excusó—. Maestro Ming, ¿recordáis el día en que varios alumnos inspeccionamos el cadáver de un alguacil ahogado en la prefectura de Lin’an?
—Sí. Desde luego. Fue un caso inusitado a raíz del cual Astucia Gris obtuvo su plaza en la Corte. Sucedió dos días antes de los exámenes trimestrales.
—Y durante la semana previa a los exámenes, ¿los alumnos pueden abandonar la academia?
—En modo alguno. Lo tienen taxativamente prohibido. De hecho, si por causa de fuerza mayor, algún estudiante se ve en la obligación de abandonar el edificio, su salida ha de ser anotada por el guardián de la puerta, cosa que sabemos que no sucedió.
—Ya. ¿Y de qué forma se preparan los alumnos para esos exámenes trimestrales?
—Esa semana los estudiantes pasan el día en la biblioteca y la noche en sus respectivos cuartos, estudiando hasta altas horas de la madrugada.
—¿Recordáis si a mi entrada en la academia se me adjudicó un compañero de dormitorio?
—Sí, como a cualquier otro alumno. Así es —respondió.
—De modo que, además de por el registro, ese compañero que me fue asignado podría atestiguar fehacientemente si las noches anteriores al crimen permanecí todo el tiempo en la academia…
—En efecto, podría atestiguarlo.
—¿Y podríais relatar el robo que tuvo lugar tras la inspección del cadáver del alguacil?
—¿El robo…? ¡Ah, sí! Te refieres al robo de tu informe. Fue un episodio desagradable —contestó dirigiéndose al emperador—. Cí elaboró un detallado informe sobre la muerte de Kao en el que desvelaba que había sido asesinado. Un informe que fue robado y presentado como propio por su compañero de habitación para beneficiarse de la plaza que había ofrecido la Corte.
—Maestro Ming, un último asunto… ¿Recordáis el nombre de mi compañero durante esos días?
—Por supuesto, Cí. Tu compañero era Astucia Gris.
* * *
Astucia Gris arrugó sus notas y soltó un juramento que apenas trascendió entre en el repentino clamor. Feng, inmutable a su lado, le susurró algo al oído mientras le pasaba una nota. El joven juez la leyó, asintió y solicitó interrogar al profesor. El emperador lo autorizó.
—Estimado maestro —le aduló Astucia Gris con voz amigable—. ¿Estáis seguro de haber declarado la verdad?
—¡Sí! ¡Claro! —contestó Ming extrañado por la pregunta.
—¿Acaso me visteis robar ese informe?
—No, pero…
—¿No? De acuerdo. Decidme entonces, ¿os consideráis una persona honrada?
—Sí, claro.
—¿Sincera? ¿Íntegra…?
—¿A qué viene todo esto? —Miró a Cí—. Por supuesto que sí.
—¿Viciosa…? —Su tono de voz cambió.
Ming agachó la cabeza y guardó silencio.
—¿No habéis entendido la pregunta? —insistió Astucia Gris—. ¿O necesitáis que os la repita otra vez?
—No —dijo en un hilo de voz.
—¿No, qué? ¿No sois un vicioso o no necesitáis que os repita la pregunta? —le increpó Astucia Gris.
—¡No soy ningún vicioso! —pronunció más fuerte Ming.
—¿No? ¡Vaya! —Miró la nota que le acababa de pasar Feng—. Entonces, ¿cómo calificaríais vuestra desmedida afición por los hombres? ¿No es cierto que hace tres años un joven llamado Liao-San os denunció por intentar sobrepasaros con él?
—¡Eso fue una abominable mentira! —se defendió—. El muchacho intentó chantajearme para que le aprobara y cuando me negué…
—Pero lo cierto es que os sorprendieron a ambos desnudos… —le interrumpió.
—¡Os repito que fue una calumnia! Era verano y yo dormía en mi cuarto. Él entró sin permiso y se desvistió buscando la extorsión…
—Ya… claro… También leo aquí que hace dos años se os vio en compañía de un conocido invertido, pagándole cuando entrabais en una posada de mala nota. Por lo visto, por este mismo hecho vuestro propio claustro solicitó que renunciaseis a la dirección de la academia.
—¡Maldita sea! Ése a quien calificáis de invertido era mi sobrino, y el local al que entramos era el lugar en el que se alojaba, un establecimiento respetable. Su familia me pidió que le entregara un dinero y yo fui a dárselo. El claustro lo comprobó…
—Calumnias… chantajes… injurias… —denegó con la cabeza Astucia Gris—. Pese a los años, diría que aún conserváis cierta apostura. ¿Estáis casado, Ming?
—No… Ya sabéis que no.
—¿No habéis pretendido nunca a ninguna mujer?
Ming hundió la cabeza. Sus labios temblaban en silencio.
—Yo… yo no soy ningún vicioso… yo sólo… —enmudeció.
—Pero os atraen los hombres…
—Yo nunca…
—Intento comprenderos, Ming. —Se acercó a él y colocó una mano sobre su hombro—. Entonces, si no es vicio, ¿cómo lo definiríais…? ¿Quizá como amor?
—Sí. Eso es —dijo abatido—. ¿Acaso es un delito amar?
—No. No lo creo. El amor es entrega incondicional, sin pedir nada a cambio, ¿no?
—Sí. Sí. Así es. —Sus ojos se abrieron, enfermos, con la mirada perdida en el infinito, implorando comprensión.
—Y haríais cualquier cosa por amor…
Ming miró a Cí.
—Cualquier cosa —afirmó.
—Gracias, profesor Ming. Eso es todo —concluyó Astucia Gris.
Ming, aún aturdido, asintió con la cabeza.
Cí contempló al maestro vencido por la pena y se arrepintió de haber solicitado su testimonio. Sin embargo, el rostro de Astucia Gris era de pura satisfacción. Dos guardias iban a devolver a Ming a la enfermería cuando Astucia Gris los detuvo como si acabara de recordar algo.
—Una última pregunta, profesor. —Le miró a los ojos e hizo una larga pausa—. ¿Estáis enamorado de Cí?
Ming titubeó como si no comprendiera. Luego dirigió la vista hacia Cí con una mirada llena de tristeza.
—Sí —respondió.
* * *
Cí se lamentó por la ruin estrategia de Astucia Gris. Sin mejores argumentos que utilizar, había debilitado la credibilidad de su maestro valiéndose de la animadversión y el rechazo que sabía que produciría su homosexualidad, agravada por la confesión de que estaba enamorado de él.
Cuando recobró el ánimo, Cí requirió interrogar al adivino Xu, pero Astucia Gris se opuso a la demanda como si le fuera la vida en ello.
—Majestad —bramó—, el acusado pretende insultar vuestra inteligencia. La declaración de Xu ha resultado tan concluyente como inútil y sesgada la defensa del profesor Ming. El adivino ha asegurado que vio cómo Cí asesinaba al alguacil y con vuestra aquiescencia ya ha abandonado el salón.
Cí comprobó en sus carnes el talento de Astucia Gris. En lugar de apelar a la razón, el juez trasladaba al emperador la idea de que el acusado se burlaba de él. Aunque ya lo imaginaba, se maldijo cuando Ningzong denegó su petición.
—Entonces —se atrevió a dirigirse de nuevo al oficial judicial—, solicitaría de Su Majestad que permitiese el testimonio de los hombres que encontraron el cadáver del alguacil —dijo Cí.
Ningzong lo consultó con sus dos consejeros antes de acceder. No fue necesaria una nueva interrupción, porque los guardias que sacaron a Kao del canal habían sido convocados por Astucia Gris. Después de que los dos operarios confirmaran sus correspondientes filiaciones, Cí los interrogó.
—Según creo, vuestro trabajo consiste en hacer rondas por los canales. ¿Es esto cierto? —les preguntó.
—Así es, señor —respondieron al unísono.
—¿Y qué es lo que hacéis exactamente? Quiero decir… ¿paseáis cerca del agua…? ¿Vais por allí de vez en cuando…?
—Cada día patrullamos los canales para comprobar su limpieza, los atraques y las compuertas. Trabajamos en la zona sur de la ciudad, en la franja delimitada por el mercado del pescado, el muelle del arroz y la muralla —contestó el guardia más maduro.
—¿Y cuánto tiempo lleváis desempeñando ese mismo trabajo?
—Yo unos treinta años. Mi compañero, sólo diez.
—Eso os otorga una gran experiencia. Seguro que efectuáis vuestro trabajo a la perfección —aseveró—. Y decidme: ¿podríais concretar dónde y en qué circunstancias encontrasteis el cadáver de Kao?
—Lo vi yo —intervino el más joven—. Flotaba como un pez muerto en un canal secundario, a pocos pasos del mercado.
—¿Al sur de la ciudad?
—Sí, claro. Ya se lo ha dicho mi compañero. Ahí es donde trabajamos.
—Y la corriente que fluye por los canales, ¿qué dirección lleva?
—De sur a norte. La misma que el río Zhe.
—Entonces, en vuestra opinión y teniendo en cuenta esa experiencia de más de treinta años, ¿podría un cuerpo arrojado al norte de la ciudad navegar contracorriente hasta acabar flotando en el sur?
—Eso sería imposible, señor. Incluso aunque en algún tramo el agua se arremansara, las compuertas de las esclusas impedirían su tránsito.
—¿Imposible? —intervino el emperador.
Los guardias se miraron entre sí.
—Absolutamente —respondieron los dos.
Acto seguido, Cí se dirigió al emperador.
—Majestad, todo el mundo sabe que la Academia Ming está situada en el extremo norte de la ciudad. Xu ha afirmado que yo empujé al alguacil en el canal más cercano a la academia. ¿No creéis que merecería la pena saber por qué ha mentido Xu?
* * *
Astucia Gris palideció por la ira cuando los guardias del emperador prendieron al adivino y lo condujeron frente a Ningzong. Mientras lo arrastraban por la sala, Xu maldijo a cuantos le miraban, hasta que un bastonazo le obligó a arrodillarse ante el emperador. El adivino rezongó y escupió mientras intentaba asesinar a Cí con la mirada. El joven no se amedrentó.
—Cuando queráis —dijo el oficial de justicia.
Para sorpresa de éste, Cí se dirigió a Astucia Gris.
—Aunque hayáis olvidado que compartimos las noches previas al asesinato, tal vez aún recordéis las causas que condujeron a la muerte al alguacil. Deberías hacerlo, pues constaban en el informe que os otorgó el ingreso en la judicatura…
Astucia Gris frunció los labios mientras simulaba que consultaba sus notas.
—Lo recuerdo perfectamente —presumió con hipocresía.
—¿Y cómo fue? Por lo visto consta en vuestro informe. —Cí se hizo el ignorante.
—Una varilla introducida por el oído le atravesó el cerebro —murmuró.
—¿Una varilla metálica?
—Así es. —Astucia Gris se encrespó.
—¿Idéntica a ésta? —De repente, Cí se abalanzó sobre el adivino y extrajo una larga aguja oculta entre sus cabellos. Todo el tribunal enmudeció.
El rostro de Astucia Gris perdió su color para convertirse en una mueca de cólera. Frunció el ceño cuando Cí blandió la varilla metálica ante los presentes y abandonó el Salón de los Litigios arrebatado por la ira. Cí no se arredró. En presencia de Feng, acusó al adivino de asesinar al alguacil.
—Xu ambicionaba la recompensa que Kao ofrecía por mí. El alguacil parecía un hombre cauto, así que probablemente se negó a entregar la recompensa hasta que Xu no le condujera hasta mi paradero. Desconozco si Xu pensó que Kao trataría de engañarle o discutieron por alguna razón, pero el caso es que asesinó al alguacil para robarle, empleando su método habitual: la aguja de metal. —Y volvió a mostrarla para que la vieran.
—¡Mentiras! —gritó Xu antes de recibir un nuevo bastonazo.
—¿Mentiras dices? Los testigos han afirmado que el cadáver apareció flotando junto al mercado de pescado… curiosamente, a pocos pasos del lugar en el que vives tú —le espetó—. Respecto al dinero de la recompensa, estoy convencido de que si los alguaciles de Su Majestad preguntan a los taberneros y las prostitutas de la zona, éstos les confirmarán las ingentes cantidades que el pordiosero Xu dilapidó a manos llenas en los días posteriores al asesinato.
Superado por las circunstancias, el adivino tartamudeó. Luego miró al emperador igual que un perro en busca de clemencia. Ningzong no se inmutó. Simplemente decretó la detención del adivino e interrumpió el juicio hasta después del cénit del sol.
* * *
La reanudación del proceso trajo consigo a un Astucia Gris ansioso por demostrar que un tigre herido, si atacaba por la espalda, aún era capaz de despedazar a sus adversarios. A su lado, Feng mantenía un semblante distante que Cí interpretó como el espejo de la hipocresía. Cuando el emperador hizo su entrada, todos se inclinaron a excepción de la mujer que acababa de acceder al salón. Cí descubrió que se trataba de Iris Azul.
Una vez obtenido el permiso, Astucia Gris se adelantó.
—Divino soberano: el hecho de que el despreciable adivino Xu haya intentado abusar de nuestra buena fe no exime al acusado Cí de los crímenes que se le imputan. Más bien al contrario, la existencia de un único cargo de asesinato no hará sino allanar el camino que conducirá a su condena. —Avanzó unos pasos para colocarse ante Cí—. Es obvio que el acusado urdió un diabólico plan con la intención de acabar con la vida del consejero Kan, que lo ejecutó meticulosamente y que intentó ocultar su execrable crimen simulando un burdo suicidio. Ése, y no otro, es el verdadero rostro de Cí. El amigo de los invertidos. El prófugo de la justicia. Y el socio de los asesinos.
Ningzong asintió con un imperceptible movimiento de párpados y la emotividad de una efigie. Acto seguido, conforme a lo establecido por el protocolo, otorgó la palabra a Cí para que continuara su defensa.
—Majestad —le cumplimentó—. Pese a haberlo expresado en mi primer alegato, me permito recalcar que jamás pretendí entrar al servicio de Kan y que fue su alteza quien me ordenó participar en la investigación de los crímenes que precedieron a su asesinato. Dicho esto, señalaré un hecho reiterado hasta la saciedad en los diferentes manuales judiciales: para que exista un crimen, es necesaria la concurrencia de un motivo incitador que guíe al homicida. No importa si éste es la venganza, el arrebato, el odio o la ambición. Pero en su ausencia, nos encontraríamos tan desvalidos como yo ante esta falsa acusación.
»En tal sentido, me pregunto por qué querría yo matar a Kan. ¿Para que me enjuiciaran y me ejecutaran? Recordad que, en caso de éxito, Su Majestad me prometió un puesto en la judicatura. Decidme entonces —y se dirigió a Astucia Gris—, ¿talaría un hambriento el único manzano de su huerto?
Astucia Gris no pareció preocuparse. Al contrario, su rostro rezumaba una confianza que intranquilizó a Cí. Con un gesto, solicitó la palabra y esperó a que se la concedieran.
—Guarda tus toscos juegos de palabras para estudiantes y amanerados, porque a nosotros no podrás confundirnos. ¿Hablas de motivos? ¿De venganza, arrebato, odio o ambición? Pues bien, hablemos —le retó Astucia Gris—. De cuanto has relatado, tan sólo una cosa es cierta: que el emperador te prometió un puesto en la judicatura si descubrías al autor de los asesinatos. —Hizo una pausa—. Y bien, ¿lo has descubierto? Porque no recuerdo habértelo escuchado. —Sonrió—. Has mencionado el odio y la venganza, sin referir que ésos fueron los sentimientos que Kan despertó en ti cuando, bajo la amenaza de matar a tu querido profesor, doblegó tu voluntad. Has hablado del arrebato, olvidando el que tú mismo demostraste días atrás cuando acuchillaste el cuerpo del eunuco. Y, por último, has mencionado la ambición, eludiendo relatar que con el suicidio de Kan y su oportuna nota de inculpación, te asegurabas la recompensa prometida por el emperador. No sé qué pensarán los presentes, pero yo encuentro que tu dramática comparación con un hortelano que tala un árbol resultaría más convincente si lo sustituyéramos por el hambriento que, ansioso de carne, mata su única vaca en lugar de conformarse con aprovechar su leche.
»Pero ya que aludes a tratados judiciales, no estará de más recordar otro elemento imprescindible en todo asesinato: la oportunidad. Así pues, Cí, dinos: ¿dónde te encontrabas la noche en que falleció el consejero Kan?
Cí sintió cómo su pulso galopaba al ritmo de su respiración. Miró con urgencia hacia el lugar donde permanecía la mujer de Feng. Lo hizo, porque la noche en la que asesinaron a Kan fue la misma en la que él yació con Iris Azul.
Después de pensarlo, afirmó haber dormido solo, una respuesta que no satisfizo a Astucia Gris ni al emperador. Supo que Astucia Gris intentaría aprovecharlo, así que, tras solicitar permiso para hablar, intentó contrarrestarlo con una maniobra de distracción.
—Vuestros argumentos poseen la cordura de una estampida de elefantes. Son tan vagos y desproporcionados que con ellos podríais acusar a la mitad de los que están en este salón. ¿Pero eso qué importa si lo sustancial es conseguir vuestro propósito? Sabéis igual que yo que Kan era un hombre tan odiado como temido, y que seguramente en esta Corte hay decenas de candidatos con mayores motivos que los que esgrimís como míos. Pero respondedme a esta sencilla pregunta. —Hizo una larga pausa—. ¿Qué estúpida razón guiaría a un asesino a revelar su propio crimen? O más fácil aún: de haber sido yo el ejecutor, ¿por qué motivo habría sido el primero en revelar al emperador que el suicidio de Kan fue en realidad un asesinato?
Cí sonrió ufano, consciente de haber proporcionado el argumento definitivo. Sin embargo, el emperador alzó una ceja y lo miró con desdén.
—Tú no me revelaste nada —le recriminó Ningzong—. Quien desveló el asesinato del consejero fue Astucia Gris.
Cí balbuceó mientras intentaba comprender por qué razón el emperador le negaba la autoría de sus descubrimientos. Aquélla era su baza más importante. Si la perdía, nada ni nadie podría defenderle. Entonces, la sonrisa hipócrita de Feng respondió a su pregunta: Feng no había trasladado sus descubrimientos al emperador. Se los había confesado a Astucia Gris.
* * *
La interrupción del juicio proporcionó a Cí el respiro necesario para superar la animadversión que le producían Feng y Astucia Gris. Los ritos vespertinos reclamaban la presencia del emperador, así que éste decretó el aplazamiento hasta la mañana del día siguiente.
De camino a las mazmorras, Cí distinguió la figura de Feng. El juez aguardaba encorvado, sentado sobre el único taburete que presidía el centro de la celda. Feng hizo un gesto al centinela para que aguardara tras el enrejado de hierro mientras él conversaba con el reo. Junto a sus pies descansaba un plato de sopa. Cí no había probado bocado en todo el día ni tenía intención de hacerlo. El centinela encadenó a Cí al muro y esperó en el exterior.
—Ten. Estarás hambriento —dijo Feng sin levantar la vista. Le acercó el plato hasta sus pies.
Cí pateó el plato, que voló hasta desparramarse sobre la toga del juez. Feng dio un respingo y se levantó. Mientras se limpiaba los restos de comida, miró a Cí como un padre resignado ante el vómito de su recién nacido.
—Deberías tranquilizarte —le dijo condescendiente—. Entiendo que estés indignado, pero aún podemos arreglar todo esto. —Volvió a sentarse junto a Cí—. Las cosas han ido demasiado lejos.
Cí ni siquiera le miró. ¿Cómo había podido considerar alguna vez a aquel traidor como a un padre? De no haber estado encadenado, le habría estrangulado con sus propias manos.
—Comprendo que no quieras hablar —continuó Feng—. Yo, en tu lugar, haría lo mismo, pero ahora no es momento para estúpidos orgullos. Puedes continuar mudo esperando a que Astucia Gris te despedace o escuchar mi propuesta y salvar la piel. —Pidió otro plato de sopa al centinela, pero Cí se lo impidió.
—Bebéosla vos, maldito bastardo —le espetó.
—¡Oh! ¡Parece que aún conservas la lengua! —Se hizo el sorprendido—. ¡Por el viejo Confucio, Cí, escúchame! Hay cosas que aún no comprendes, cuestiones que no llegarás a vislumbrar jamás. Todo este juicio no es asunto tuyo. Olvídalo. Confía en mí y te protegeré. Kan ya está muerto. ¿Qué importa si fue asesinado o se suicidó? Sólo tienes que mantener la boca cerrada. Desacreditaré a Astucia Gris y te salvaré el pellejo.
—¿Que no es asunto mío? ¿Acaso han detenido a otro o le han reventado las costillas a alguien distinto a mí? ¿Es ése el tipo de confianza al que os referís?
—¡Maldita sea! Yo sólo quería apartarte de este asunto para que Astucia Gris se hiciese cargo de la investigación. Con él al mando, todo habría resultado más fácil, pero le pudo la envidia y te acusó.
—¿De veras? ¿Por qué será que no os creo? Si realmente hubierais pretendido ayudarme, lo habríais hecho en el Salón de los Litigios, cuando tuvisteis la oportunidad de confirmar que quien descubrió el asesinato de Kan no fue Astucia Gris, sino que fui yo.
—Y lo habría atestiguado de haber servido para algo, te lo aseguro, pero confesar en ese momento sólo me habría hecho quedar en evidencia ante el emperador. Ningzong confía en mí. Y necesito que siga confiando si pretendes que te salve.
Cí clavó los ojos en el rostro de Feng.
—¿Igual que salvasteis a mi padre? —le escupió.
—No entiendo. ¿Qué quieres decir? —El rostro de Feng cambió.
Por toda respuesta, Cí sacó la misiva que había hallado oculta en la librería de Feng. La desdobló y la arrojó a sus pies.
—¿Reconocéis la letra?
Feng recogió el pliego, extrañado. Al leerla, sus manos temblaron.
—¿De… de dónde has sacado esto…? Yo… —balbuceó.
—¿Por eso no permitisteis que regresara mi padre? ¿Para seguir robando partidas de sal? ¿Por eso acabasteis con el eunuco? ¿Porque también lo descubrió? —bramó Cí.
Feng retrocedió con los ojos desencajados, como si de repente contemplase un espectro.
—¿Cómo te atreves, desagradecido? ¡Después de todo lo que he hecho por ti!
—¡Engañasteis a mi padre! ¡Nos engañasteis a todos! ¿Y aún osáis pedirme agradecimiento? —Cí tiró de las cadenas intentando librarse de ellas.
—¿Tu padre? ¡Tu padre debería haberme besado los pies! —El rostro de Feng permanecía demudado—. ¡Lo saqué de la indigencia! ¡Te traté como a un hijo! —aseguró.
—No ensuciéis el nombre de mi padre o… —Estiró de nuevo las cadenas, que vibraron al sacudirse contra la pared.
—¿Pero es que no te das cuenta? ¡Te enseñé y te eduqué como al vástago que nunca tuve! —Sus ojos parecían iluminados por la locura—. Siempre te he protegido. ¡Incluso te permití continuar con vida después de la explosión! ¿Por qué crees que sólo murieron ellos? Podría haber esperado a que regresaras… —Alargó la mano trémula para acariciar el rostro de Cí.
Al escucharlo, Cí sintió como si lo partieran en dos.
—¿Qué explosión…? ¿Qué queréis decir? —balbució y retrocedió como si el mundo se derrumbara a su alrededor—. ¿Cómo que sólo murieron ellos? ¿Cómo que sólo murieron ellos? —bramó mientras se estiraba hasta descoyuntarse intentando alcanzar a Feng.
Feng permaneció cerca de Cí, con los brazos estirados, como si pretendiera abrazarle. Su mirada era la de un perturbado.
—Hijo —sollozó.
Justo en ese instante, Cí logró aferrarle una manga y lo atrajo hacia sí. Pasó las cadenas por su cuello y comenzó a estrangularle mientras Feng se debatía atolondradamente, incapaz de comprender lo que sucedía. Cí oprimió su cuello con toda su alma mientras el rostro de Feng se azulaba. El joven continuó apretando cada vez más. Una espuma blanquecina comenzaba a brotar de la boca de Feng cuando el centinela se abalanzó sobre Cí.
Lo último que Cí vio antes de perder el conocimiento fue a Feng tosiendo y amenazándole con el peor de los tormentos.