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Se despertó en una celda en penumbra rodeado de decenas de reclusos comidos por la inmundicia. No comprendía bien qué sucedía, pero uno de ellos le hurgaba entre las ropas como si acabara de encontrar un nuevo tesoro. Cí se lo quitó de encima como si se tratara de una cucaracha e intentó incorporarse. Algo húmedo le emborronaba la visión. Al palparse la cabeza, su mano se tiñó de rojo. De repente, el harapiento que intentaba robarle volvió a echarse sobre él, pero un guardia salido de la nada lo sujetó por la espalda y lo apartó a un lado. Acto seguido, izó a Cí por la pechera y le propinó un puñetazo que lo mandó de nuevo al suelo.

—¡Levántate! —le ordenó. A su lado aguardaba un gigante armado con un bastón e idéntico gesto de odio.

—¡Ha dicho que te levantes! —bramó, y descargó un bastonazo sobre Cí.

Cí obedeció, no por un dolor que no percibía, sino porque no entendía qué ocurría a su alrededor. Se apoyó contra la pared para no caerse, sin comprender por qué le habían encerrado ni por qué se empeñaban en golpearle. Intentó preguntarlo, pero a la primera palabra el guardia le clavó el extremo del bastón en el estómago. Cí se dobló sin aire.

—¡Y habla cuando se te pregunte! —añadió la bestia.

Cí le miró a través del velo sanguinolento que manaba de su frente. Apenas podía respirar. Aguardó a que alguien le explicara por qué le trataban como a un perro.

—Dinos quién te ha ayudado.

—¿Quién me ha ayudado a qué? —Paladeó el sabor de su sangre.

Un nuevo bastonazo le golpeó en la cara, abriéndole una brecha en la mejilla. Cí tembló con el impacto y dobló una rodilla. El segundo golpe lo hizo caer.

—Tú eliges: puedes contárnoslo ahora y conservar los dientes, o esperar a que te los rompamos y comer gachas hasta que te ejecuten.

—¡No sé de qué me habláis! ¡Preguntad en palacio! ¡Trabajo para Kan! —respondió enajenado.

—¿Trabajas para un muerto? —Una patada le hizo escupir a Cí un borbotón de sangre—. Pregúntaselo tú cuando llegues al infierno.

* * *

Cuando despertó de nuevo, una figura le limpiaba con esmero la herida de la cabeza. Al aclararse la vista, Cí reconoció a Bo.

—¿Qué…? ¿Qué está pasando? —logró balbucear.

Por toda respuesta, Bo lo arrastró por el suelo hasta un muro distante, lejos de los fisgones. Una vez a salvo, lo miró con gesto serio.

—¿Que qué ha ocurrido? ¡Por el Gran Buda, Cí! En la Corte no se habla de otra cosa. ¡Te acusan de la muerte de Kan!

Cí parpadeó incrédulo, sin entender lo que le confiaba Bo. El oficial le enjugó la sangre de la frente con un paño húmedo y le dio de beber. Cí tragó con avidez.

—Me… me han golpeado —murmuró Cí.

—No hace falta que me lo digas. Lo extraño es que no te hayan matado. —Lo examinó—. Por lo visto, esta mañana un juez llamado Astucia Gris ha examinado el cadáver de Kan y ha determinado que su muerte no obedeció a un suicidio. Con él iba un adivino que afirma que mataste a un alguacil. —Sacudió la cabeza—. Astucia Gris te ha acusado, pero la orden de tu detención la ha dado el mismísimo emperador.

—¡Pero esto es ridículo! Tenéis que sacarme de aquí. Feng sabe que…

—¡Silencio! Pueden oírnos.

—Preguntadle a Feng —le susurró al oído—. Él te confirmará que yo no fui.

—¿Has hablado con el juez Feng? —Su rostro cambió—. ¿Qué le has contado?

—¿Que qué le he contado? ¡Pues la verdad! Que narcotizaron a Kan. Luego lo colgaron y dejaron la nota de suicidio. —Cí se echó las manos a la cabeza, vencido por la desesperación.

—¿Y nada más? ¿No le contaste lo del almacén?

—¿Lo del almacén? No entiendo. ¿Qué tiene que ver el almacén?

—¡Responde! ¿Se lo contaste, sí o no?

—Sí. ¡No! ¡No lo recuerdo, diablos…!

—¡Maldición, Cí! Si te empeñas en no colaborar, no podré ayudarte. ¡Tienes que revelarme cuanto hayas averiguado!

—Pero si ya os he dicho cuanto sé.

—¡Por todos los dioses! ¡Déjate de estupideces! —Arrojó el vaso al suelo, estallándolo en mil pedazos. Se mordió los labios y calló un instante. Miró a Cí—. Lo siento —dijo. Intentó limpiarle de nuevo, pero Cí se apartó—. Escucha, Cí. Necesito saber si realmente tuviste algo que ver. Dime lo que…

—¡¿Pero qué queréis que os diga?! —bramó—. ¿Que confiese que lo maté yo? ¡Por los espíritus de mis ancestros! Estos esbirros me machacarán lo haya hecho o no.

—Como quieras. ¡Guardias! —gritó.

Al instante, dos centinelas abrieron la cancela y dejaron salir a Bo.

Cí se quedó acurrucado en una esquina mohosa como un perro apaleado. No entendía qué sucedía. Le costaba pensar. Poco a poco, se apoderó de él un sopor que lentamente le devolvió a las tinieblas.

No supo bien en qué momento recuperó la consciencia, pero cuando lo hizo, advirtió al instante que le habían robado la chaqueta. Echó un vistazo a su alrededor, pero no la distinguió sobre ninguno de los harapientos. No se molestó en buscarla. Seguramente la necesitarían más que él, pero, aun así, se refugió en la oscuridad avergonzado por las cicatrices que cruzaban su torso. Al rato, uno de los presos se le acercó y le ofreció una manta que Cí aceptó. Iba a cubrirse con ella cuando alzó la cabeza y vio que el hombre que le había ayudado era un viejo comido por la sarna, así que se la devolvió de inmediato. Cuando el viejo se acercó para recogerla, Cí advirtió sobre su rostro unas cicatrices que le resultaron familiares. Palideció. Se acercó para comprobarlo, pero el viejo retrocedió, asustado. Cí le tranquilizó. Le dijo que sólo quería comprobar sus extrañas cicatrices y le mostró las suyas para convencerle de que no pretendía dañarle. Cuando el viejo accedió, Cí no pudo creerlo: la misma forma, el mismo tamaño… Eran idénticas a las que había descubierto en el cadáver del retrato. De inmediato, preguntó al viejo cómo se las había producido, pero éste miró a su alrededor y retrocedió. Cí se desprendió de sus zapatos y se los ofreció. En un primer momento, el viejo pareció no comprender, pero luego extendió sus manos temblorosas y le arrebató el calzado de un tirón, como si creyera que Cí pretendía engañarlo. Mientras el preso se probaba los zapatos, Cí insistió.

—Sucedió en la noche de Año Nuevo —respondió finalmente el hombre—. Entré a robar comida en una casa de ricos. Alumbré entre las cajas y de repente explotó.

—¿Explotó? No entiendo.

El viejo lo miró de arriba abajo.

—Tus pantalones…

—¿Cómo?

—¡Tus pantalones! ¡Vamos! —Se los señaló para que se los quitara.

Cí le obedeció. El hombre los aferró mientras aún los tenía en los tobillos y se los arrebató, dejando a Cí desnudo.

—Habían almacenado petardos para las fiestas —dijo mientras se los ponía—. Los muy necios los guardaban junto a la vajilla. Acerqué el candil y saltó todo por los aires. ¡Casi pierdo los ojos!

Cí lo miró anonadado. ¡De modo que se trataba de eso…! Iba a preguntarle si conocía a algún tipo con esa clase de cicatrices cuando vio aparecer a los dos guardias que le habían apaleado. El viejo se separó de él como si éste fuera un apestado. Cí se acurrucó.

—¡Levántate! —le ordenaron.

El joven obedeció. Al advertir que estaba desnudo, uno de los guardias recogió la manta del suelo con el bastón y se la acercó.

—Cúbrete y síguenos.

Cí apenas podía mantenerse en pie, pero cojeó tras ellos a través de un pasillo tan tenebroso como la galería de una mina. Avanzaron hasta una herrumbrosa puerta de madera. Cuando el primero de los guardias la golpeó con sus nudillos, Cí pensó que su hora se acercaba. Pensó en atacar a sus captores y emprender una huida desesperada, pero carecía de las fuerzas necesarias. Suspiró. Ya nada le importaba. Al escuchar el chirrido de los goznes, el corazón se le encogió. Poco a poco, el portalón se fue abriendo, dejando entrar un deslumbrante torrente de luz que le cegó. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron al fulgor, reconoció la figura recortada de Feng. Cí balbució antes de que las piernas le flaquearan. Feng impidió que se derrumbara. Le arrancó la manta y lo cubrió con su chaqueta. Luego gritó a sus captores para que le ayudaran.

—¡Infames malnacidos! —Sostuvo a Cí—. ¿Pero qué te han hecho, muchacho?

Feng firmó y selló el documento de custodia por el que se responsabilizaba del reo. Luego, con la ayuda de su sirviente mongol, trasladó a Cí hasta su carruaje y emprendieron el regreso al Pabellón de los Nenúfares.

Una vez en su residencia, Feng ordenó que condujeran a Cí a su dormitorio. Cí suplicó que lo dejaran en el mismo que ya había ocupado, pero Feng adujo que en el suyo estaría más holgado y no lo consintió. Acomodaron al joven en el lecho de Feng y lo taparon con una sábana. Al poco, llegó un médico acupuntor. Entre Feng y él le despojaron de la chaqueta y con la ayuda de un sirviente le limpiaron las heridas. Cí no se quejó. El médico le palpó las costillas, escuchó su respiración e inspeccionó la brecha de la cabeza. Nada más terminar, decretó que guardara cama un par de días.

—Ha tenido suerte —oyó Cí que decía—. No tiene nada roto. O al menos, nada que el descanso y unos buenos cuidados no sean capaces de reparar.

Cuando el médico se marchó, Feng corrió las cortinas para suavizar la luz y se sentó junto a Cí. Meneó la cabeza. Su rostro rezumaba preocupación.

—¡Malditos bastardos! Siento haber tardado tanto, Cí. Esta mañana salí temprano para resolver unos asuntos y para cuando quise entrevistarme con el emperador, ese Astucia Gris del que me hablaste ya se había adelantado. Su Majestad me informó de que, tras un segundo examen del cadáver, Astucia Gris había determinado que Kan había sido asesinado. Debe de odiarte mucho, porque te acusó con tal vehemencia que convenció al emperador. Según me comentaron, le acompañaba un adivino piojoso, el cual te responsabilizó de la muerte de un alguacil.

—¡Pero…! ¡Pero si fui yo quien averiguó…!

—¡Y gracias a eso he conseguido que te liberen! Le aseguré al emperador que ayer me informaste de esos mismos descubrimientos: le detallé lo del arcón, las huellas de la cuerda, el contenido de la carta de confesión… Se lo conté todo y, aun así, me costó convencerle. Hube de empeñar mi palabra y mi honor para arrancarle la orden provisional que te pone bajo mi custodia. Una garantía personal a cambio de un ultimátum. Mañana se celebrará el juicio.

—¿Juicio? ¿Entonces no os cree?

—No quiero mentirte, Cí. —Agachó la cabeza—. Astucia Gris está moviendo cielo y tierra en busca de motivos para inculparte. Al saber que el emperador te prometió un puesto en la administración si lograbas resolver el caso, ha argumentado que la muerte de Kan se convertía en la forma más sencilla para obtener tu propósito. Te acusa de ser el gran beneficiado. Y está ese adivino que te atribuye otro asesinato.

—¡Eso es una falacia! Sabéis perfectamente que…

—¡El problema no es lo que yo sepa! —le interrumpió—. El problema es lo que crean ellos, y lo único cierto es que no disponemos de pruebas que acrediten tu inocencia. Ese sello que te entregaron te permitía acceder a cualquier dependencia de palacio, incluida el ala donde se ubican las habitaciones privadas de Kan. Y varios testigos te vieron discutir con él, entre ellos el mismísimo emperador.

—Ya. Y también yo decapité a unos hombres a los que ni siquiera conocía, y les produje una herida en los pulmones, y…

—¡Te repito que ése no es el problema! Mañana nadie juzgará los crímenes de unos pobres muertos de hambre. Juzgarán el asesinato del consejero de los Castigos, o lo que es lo mismo: te acusarán de conspirar contra el emperador. Y mientras no demostremos lo contrario, el asesino, te guste o no, eres tú.

Cí comprendió que debía contarle a Feng cuanto sabía, pero la cabeza le iba a reventar y las pistas que había ido acumulando se arremolinaban en su pensamiento. Además, su libreta de notas se había quedado con el resto de su equipaje en la academia al cuidado del sirviente de Ming. Le pidió a Feng que le permitiera descansar un momento. Cuando se quedó solo, cerró los ojos, sintiendo el zumbido de sus oídos casi tanto como el galope de su corazón. Estaba asustado. Tiempo atrás había presenciado la horrible muerte de su hermano y no quería acabar como él. Por suerte, antes de que su recuerdo le atormentara más, el cansancio le derrotó, sumiéndole en un sueño profundo.

Despertó al escuchar unas voces procedentes del exterior. No sabía qué hora era. Al incorporarse, la habitación se balanceaba a su alrededor, pero se sujetó al dosel de la cama y caminó titubeando hacia la claridad procedente de la ventana abierta. Justo cuando iba a llegar, tropezó y cayó al suelo, quedando sus ojos a la altura del alféizar. Iba a levantarse cuando de repente vio algo que le extrañó: ocultas entre el follaje, dos figuras medio agazapadas discutían en voz baja, cuidando de mirar a un lado y a otro como si temiesen ser descubiertas. Con cautela, se irguió un poco para intentar distinguirlas. Cuando lo logró, el corazón se le paralizó. Las dos personas que parecían conspirar eran Iris Azul y Bo.

Cuando concluyeron la conversación, Cí regresó hasta la cama. No había conseguido escuchar la disputa, pero sí el tono acusador de ambos. Respiró con fuerza mientras intentaba encontrar una salida a la ratonera en la que se había metido. No se le ocurría nada. Ya sólo confiaba en Feng. Pasados unos instantes, escuchó llamar a la puerta. Cuando autorizó la entrada, entró en el dormitorio Iris Azul.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó la mujer, distante.

Cí la miró de arriba abajo mientras ella permanecía impasible, como si se encontrara frente a un desconocido al que jamás hubiera amado. Iris Azul se acercó despacio hasta el borde de la cama y depositó la tetera que llevaba en una bandeja. Cí contempló sus manos. Temblaban como las de una enferma.

—Estoy bien.

Acto seguido le preguntó de qué conocía a Bo. Al escucharlo, la mujer derramó sin querer el té. Cí trató de limpiar el líquido que goteaba de la bandeja.

—Perdona —balbució mientras le ayudaba—. Son cosas que pasan cuando una es ciega.

Le respondió que no conocía a Bo. Cí sabía que le mentía. No quiso insistir para no dejarla en evidencia. Iba a necesitar cualquier ventaja, y tal vez aquélla la pudiera emplear.

—No hemos tenido ocasión de hablar de lo que sucedió la otra noche —dijo él.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a la noche en la que yacimos juntos. ¿Tan mala memoria tienes o con tantos has estado que no eres capaz de recordar?

Ella intentó abofetearle, pero él la sujetó.

—¡Suéltame! —gritó—. ¡Suéltame antes de que llame a mi marido!

Cí aflojó su mano justo en el instante en que Feng entraba por la puerta. Ambos carraspearon. Ella se separó.

—Derramé el té —se excusó ella.

Feng no le concedió importancia. Al contrario, corrió a recoger la taza y acompañó a Iris a la puerta. Luego cerró y se acercó a Cí. Se alegró de encontrarle despierto y con mejor cara que por la mañana. Sin embargo, le mostró su preocupación por el paso de las horas y la ausencia de pruebas con las que sustentar su defensa.

—Sabes que nuestro sistema judicial prohíbe la presencia de abogados. Tendrás que defenderte a ti mismo, igual que cualquier otro reo, y apenas disponemos de esta tarde para planificar tu estrategia.

Cí lo sabía. El gesto de resignación que abatía su rostro daba cumplida respuesta a Feng. Sopesó contarle el encuentro que acababa de presenciar entre Iris Azul y Bo, pero dudó que realmente sirviera para algo más que para ponerse en evidencia y acabar destapando la infidelidad con su mujer. Además, si pretendía convencer al emperador, debería acudir con algo más concluyente. ¿Pero con qué? Feng pareció adivinarlo.

—Intenta serenarte. Ahora debes ser como el lago durante la tormenta: aunque la tempestad sacude su superficie, en sus profundidades sigue morando la calma.

Cí miró los ojos templados de Feng, velados por el paso de los años. Sus lacrimales húmedos rezumaban paz y comprensión. Cerró él los suyos para buscar la tranquilidad que necesitaba. Buceó en las profundidades de su mente hasta llegar a la conclusión de que era un error centrar todos sus esfuerzos en el asesinato de Kan. Entonces se concentró en lo que consideraba el gran enigma. Según sus pesquisas, todas las muertes eran obra de la misma mano criminal, de modo que la clave debía residir en el nexo que las unía: la muerte del eunuco, la del viejo de las manos corroídas, la del hombre del retrato y la del broncista. Un nexo que tenía que ir más allá de la presencia de un perfume o las extrañas heridas de sus torsos. Un nexo que desconocía, pero que debía averiguar.

De repente, todo desapareció hasta teñirse de negro. Luego a su mente acudieron como lúgubres invitados los rostros de los cadáveres.

Primero vio a Suave Delfín, encorvado sobre sus libros de cuentas en los que registraba el tráfico de la sal, el mismo tipo de trabajo que había ejercido su padre para Feng. El eunuco apuntaba las partidas, los excedentes, la distribución y sus costes. En algún momento encontraba algo que no cuadraba. Después, las cuentas cambiaban y los beneficios disminuían.

Seguidamente, apareció el hombre de las manos corroídas. Corroídas también por la sal. Lo imaginó con ellas enterradas en el mineral pulverizado. Sin embargo, bajo sus uñas se distinguían pequeños fragmentos de carbón negruzcos. Entonces lo imaginó trabajando con ambos productos. Mezclándolos hábilmente con el cuidado de un alquimista taoísta.

Después se presentó el hombre del retrato. Aquel cuyo patrón de heridas coincidía con el ladrón lacerado por una explosión.

Finalmente, la última imagen se fue desvaneciendo para ceder su lugar al presuntuoso fabricante de bronces. Aquel cuyo taller había ardido el mismo día de su asesinato, dejando como herencia un cetro misterioso. Un cetro de bronce… hueco…

Un fogonazo sacudió la mente de Cí.

¡Por fin lo veía! ¡Por fin encontraba una relación entre los distintos asesinatos! La sal, el carbón, las exportaciones, la explosión… Los ingredientes de un único compuesto tan escaso como devastador.

Su corazón se atropelló cuando se lo contó a Feng.

—¿No os dais cuenta? —gritó excitado—. ¡La clave de los crímenes no reside en la pauta empleada por el asesino ni en el perfume empleado para disimular el olor de sus heridas! Las desfiguraciones no pretendían ocultar sus identidades, sino sus oficios. ¡Son sus oficios los que conducen al homicida!

Feng miró con sorpresa a Cí, quien ya abandonaba la cama y comenzaba a vestirse, pero el juez le aconsejó que volviera al lecho y le explicara su descubrimiento.

—¡La pólvora! ¡La clave está en la pólvora! —exclamó Cí.

Feng enmudeció.

—¿La pólvora? —se extrañó—. ¿Qué interés podría suscitar un producto que sólo sirve para festejar el fin de año?

—¡Cómo he podido ser tan necio! ¡Cómo he podido estar tan ciego! —se maldijo Cí. Luego miró a Feng, feliz de compartir con él su descubrimiento. Le pidió que se sentara antes de continuar—. Durante mi estancia en la academia, tuve ocasión de consultar cierto tratado titulado Ujingzongyao, el único compendio que existe sobre técnicas militares —le explicó—. Ming me lo recomendó para que conociese las terribles heridas a las que se exponen los combatientes durante un conflicto armado. ¿Lo conocéis?

—No. No he oído hablar de él. De hecho, no creo que sea muy popular. Ya sabes que nuestro pueblo odia las armas casi tanto como al ejército.

—En efecto, el propio Ming me advirtió de su rareza. Según comentó, el tratado original fue el resultado de un encargo que el emperador Renzong, de la antigua Dinastía Tsong del Norte, hizo a los universitarios Zeng Gongliang y Ding Du. La copia que posee la academia es una de las pocas que traspasaron el ámbito castrense al que habían sido destinadas. Es más, me aseguró que, debido a lo comprometido de su contenido, su distribución había sido vetada por el actual emperador.

—Realmente curioso. ¿Y qué relación tiene ese tratado con los asesinatos?

—Quizá ninguna… Pero uno de los capítulos se ocupaba de las aplicaciones de la pólvora para uso militar.

—¿Te refieres a los cohetes incendiarios? —sugirió Feng.

—No exactamente. Al fin y al cabo, esos cohetes no dejan de ser meras flechas con propulsión en su cola, que, si bien aumenta su capacidad de alcance, disminuye su precisión. No. Me refiero a un arma mucho más mortífera. A un arma letal. —Sus ojos se abrieron como si la tuviera frente a él—. Los artilleros del emperador Renzong encontraron la forma de aplicar el poder explosivo de la pólvora reemplazando los antiguos cañones de bambú por otros de bronce y sustituyendo los proyectiles de cuero con metralla y excrementos por otros de piedra sólida, capaces de derrumbar las más poderosas murallas. Mientras, sus alquimistas taoístas descubrieron que si aumentaban la cantidad de nitrato, podían crear una explosión mucho más violenta y eficaz.

—Ya. Pero no comprendo…

—Ojalá tuviese el libro para ser más preciso —se lamentó—. Recuerdo que hablaban de tres tipos de pólvora en función del artefacto que se podía emplear: la incendiaria, la explosiva y la de propulsión, cada una con variaciones en el contenido de sulfuro, carbón y salitre. Pero bueno, todo esto no es importante.

—En buena hora, porque ando confundido. Para ti estará claro, pero yo no acabo de vincular la relación entre la pólvora y los asesinatos.

—¿No lo veis? —El rostro de Cí era el de un exaltado—. ¡El cetro no es un cetro! ¡Es un arma aterradora! ¡Un cañón manejable con la mano!

—¿El cetro? ¿Un cañón? —Feng se extrañó.

—En el taller del broncista encontré el molde de una extraña terracota. Logré reconstruirlo y extraje de él un positivo, una figura de yeso que supuse que se correspondería con el bastón de mando de algún mandatario caprichoso. —Miró al infinito, como si en él se hallara la respuesta—. Sin embargo, ahora todo encaja. Las inusuales heridas que encontramos en los cadáveres; esas extrañas cicatrices circulares fueron provocadas por algún tipo de proyectil disparado desde ese cañón de mano. Un artefacto mortal. Un arma hasta ahora inexistente del tamaño de una flauta que se puede llevar bajo los ropajes para matar a distancia con absoluta impunidad.

—¿Pero estás seguro de lo que dices? —Feng no podía contener su estupefacción—. Algo así explicaría muchas cosas. Es más: si presentamos ese molde en el juicio, demostraríamos que tu imputación carece de fundamento.

—No tengo el molde —se lamentó Cí—. Lo guardaba en la habitación, pero alguien lo robó.

—¿Aquí? ¿En mi casa? —se sorprendió.

Cí asintió. Feng frunció los labios.

—Por fortuna, saqué un positivo que aún conservo. El cañón de yeso que os acabo de mencionar. Supongo que servirá.

Feng coincidió con Cí. De hecho, era su última oportunidad. El joven pidió papel y pincel para redactar una autorización.

—¿Y dónde está ese cañón?

—En la academia. Lo custodia un sirviente de Ming llamado Sui. —Se descolgó la llave del cuello y se la dio a Feng—. Os escribiré una nota para que os lo entregue.

Feng asintió. El juez advirtió a Cí que mientras la preparaba, se acercaría a palacio para informarse de los últimos acontecimientos, luego regresaría a por la autorización y acudiría a la academia para recoger la prueba. Antes de despedirse, le aconsejó que descansara.

Cuando Feng desapareció, Cí exhaló una interminable bocanada de aire, como si por fin se librase de la pesadilla que le atenazaba hasta asfixiarle.

* * *

Tras redactar la nota, Cí intentó descansar un rato, pero no lo consiguió. No dejaba de pensar en Iris Azul. Su encuentro a escondidas con Bo le había desconcertado hasta sumirle en una duda que le consumía: si Bo e Iris estaban de acuerdo, era muy posible que ella fuera la autora del robo del molde y el oficial, el cómplice necesario en cada uno de los asesinatos.

Su pulso se aceleró. Pese a contar con la baza del pequeño cañón de yeso, el peligro se cernía a su alrededor.

Mientras aguardaba el regreso de Feng, pidió a la sirvienta que le velaba que le trajera el Ingmingji, el libro sobre procesos judiciales que había sacado de la biblioteca de Ming. Dado que la ley le obligaba a ejercer su propia defensa, pensó que su lectura le familiarizaría con las estrategias de los jueces de la Corte, además de contribuir a profundizar en cualquier jurisprudencia que pudiera servirle de ayuda. Cuando lo tuvo en sus manos, lo ojeó con avidez. Pasó por alto los capítulos que hacían referencia a los castigos aplicables a los oficiales corruptos y se centró en los litigios. Ming había recopilado las querellas más representativas de cada uno de los ámbitos del derecho: las disputas sobre herencias, divorcios, exámenes, transacciones comerciales y lindes abarcaban los primeros dos tercios del volumen, pero el tercio restante se centraba exclusivamente en aquellos procedimientos penales destacados, bien por la trascendencia del crimen, o bien por la sagacidad del juez instructor. Se acomodó sobre el lecho de bambú y centró su atención en estos últimos. Ming había reflejado con la precisión de un cirujano cada fase del procedimiento, desde la descripción del crimen, pasando por la denuncia, la instrucción del juez, la segunda investigación, la tortura, la celebración del juicio, la condena, los recursos y la ejecución. Al igual que los que atentaban contra el emperador o el séquito imperial, todos los casos relativos al tráfico de armas estaban penados con la muerte. Eso no le sosegó.

Estaba comprobando el listado de sumarios cuando, de repente, el enunciado de uno de ellos le paralizó. Con una perfecta caligrafía, rezaba así:

Relato de la pesquisa instruida por el honorable juez Feng en relación con el degüello de un campesino en un campo de arroz y su asombrosa resolución merced a la observación de las moscas sobre una hoz. Hecho acaecido durante la tercera luna del séptimo mes, del decimotercer año de reinado del emperador Xiaozong.

Hubo de leer la fecha por segunda vez para comprobar que no se trataba de un error. Un escalofrío le sacudió el corazón.

Siguió leyendo sin dar crédito a la descripción. En ella se detallaba cómo el juez Feng, por aquel entonces un recién llegado a la judicatura, había obtenido el reconocimiento inmediato por la increíble astucia urdida para desentrañar un crimen entre decenas de sospechosos. Para ello, ordenó colocar todas las hoces sospechosas en una fila al sol. Dispuso una loncha de carne podrida para atraer a las moscas y cuando se formó un enjambre sobre ésta, la retiró, provocando que la nube de insectos volara hacia la única hoz que conservaba restos imperceptibles de sangre.

Cí cerró el libro y lo apartó como si en su interior habitase un demonio. Sus manos temblaban, dominadas por el terror. Xiaozong era el abuelo del actual emperador. En su decimotercer año de reinado, Feng tendría unos treinta años. Y, sin embargo, el suceso reflejado en aquel libro refería pormenorizadamente la misma actuación que había presenciado en su aldea natal durante el juicio de Lu. Un calco del caso que había conducido a la muerte a su propio hermano, siendo Feng su acusador.

La vista se le nubló.

Cogió de nuevo el libro y lo releyó. Su pulso palpitaba desbocado. No cabía confusión. No cabía error. ¿Cómo podía haber sido tan necio? ¿Cómo había podido sucumbir a tan terrible engaño? La incriminación de su hermano no había respondido ni a un descubrimiento casual ni a la afortunada perspicacia de Feng. Al contrario, había ocurrido porque alguien lo había preparado todo para incriminarle. Alguien que ya había utilizado ese mismo método con anterioridad. Y ese alguien era el propio Feng.

Pero ¿por qué?

Imaginando que Feng aún seguiría en palacio, abandonó la habitación decidido a enfrentarse a él. Sin embargo, al alcanzar la salida, un sirviente desconocido se interpuso en su camino. Cí se quedó mirando las líneas que formaban sus ojos, de rasgos diferentes a los de su raza. De repente, lo reconoció. Era el mismo mongol que había acompañado a Feng el día en que éste se presentó en la aldea. Cí no le dijo nada. Intentó esquivarlo, pero el sirviente se lo impidió.

—El amo ha ordenado que permanezca en la casa —le advirtió, amenazador.

Cí contempló el rostro huraño del mongol. Pensó desafiarle, pero la montaña de músculos que reventaba su camisola le disuadió, de modo que retrocedió unos pasos hasta que un sirviente se hizo cargo de él y lo acompañó de regreso a la habitación de Feng.

Nada más quedarse a solas, Cí se dirigió hacia la ventana decidido a saltar, pero ésta daba a un estanque tras el que hacían guardia dos centinelas. Torció el gesto. En su estado, no lograría escapar ni aunque le nacieran escamas. Exasperado, miró a su alrededor. Aparte del lecho en el que había reposado y del escritorio sobre el que descansaba la autorización que había redactado para Sui, la habitación de Feng era un damero de librerías y estantes repletos de tratados relativos a asuntos judiciales, pero, en un rincón apartado, descubrió una sección inédita dedicada por completo a la sal. A Cí le extrañó. Sabía que Feng había abandonado la actividad judicial para centrarse en tareas burocráticas relacionadas con el monopolio de la sal, pero una colección monográfica tan extensa parecía exceder un interés puramente profesional. Guiado por un impulso, echó un vistazo a algunos de los tomos. La mayoría hacían referencia a la extracción, la manipulación y el comercio del mineral, mientras que un lote más reducido se centraba en las propiedades de la sal como condimento, conservante alimentario o medicamento. Sin embargo, un tomo de color verde parecía desentonar con los demás. Al leer el título se extrañó. Era una copia del Ujingzongyao, el volumen sobre técnicas militares del que había hablado a Feng y que éste había asegurado desconocer. Luego deslizó los dedos sobre el resto de lomos perfectamente alineados, hasta que de repente tropezaron con un volumen cuyo dorso sobresalía ligeramente del resto. Supuso que Feng lo habría consultado recientemente y por alguna razón ajena a sus hábitos había olvidado volver a colocarlo a la altura de los demás, así que lo sacó de la estantería para comprobar su contenido. Curiosamente, sus tapas carecían de título. Abrió el volumen y comenzó a leer.

El primer párrafo le heló la sangre. El texto no era más que una sucesión de asientos comerciales sobre compras y ventas de partidas de sal, pero lo que en verdad le había estremecido era que conocía aquellos signos como si los hubiera escrito él: el mismo trazo, la misma cadencia. Y su nombre y su firma al final de cada balance. Aquélla era la caligrafía de su padre. Sin saber el motivo, siguió estudiándolo con avidez.

Comprobó que los balances se remontaban hasta un lustro atrás. Conforme avanzaba, advirtió que aquel volumen era una réplica exacta del que había consultado en los archivos del Consejo de Finanzas. Una especie de contabilidad paralela, pero idéntica a la original. Cerró el volumen y miró los bordes guillotinados. Tal y como imaginaba, las hojas se apreciaban bien prensadas unas contra otras, a excepción de dos zonas algo entreabiertas que debían de coincidir con las páginas que se habían consultado más. Introdujo la uña y separó el libro por la marca más alejada, encontrando que su contenido concordaba con las extrañas fluctuaciones encontradas en el archivo original de Suave Delfín. Luego retrocedió hasta la primera marca y leyó con atención. El patrón de movimientos se repetía hasta alcanzar un descenso máximo. A partir de ese día, la firma de su padre se evaporaba para dar paso a la de Suave Delfín.

Cerró los párpados con tanta fuerza que pensó que le reventarían. ¿Qué podía significar aquello? Volvió a repasar los datos, incapaz de comprender. La cabeza le oprimía como si le fuera a estallar.

De repente, un ruido en el exterior le alertó. Cerró el libro de inmediato y se apresuró a devolverlo a la biblioteca, pero los nervios le traicionaron y se le cayó al suelo. Estaba recogiéndolo cuando escuchó que la puerta se abría. La respiración se le cortó. En un parpadeo se levantó e introdujo el manual en su sitio justo en el instante en que alguien entraba en la habitación. Era Feng, portando una bandeja con fruta. Cí advirtió que, en lugar de dejar el libro como estaba, lo había alineado con los demás. En un suspiro consiguió sacarlo un dedo antes de que Feng, ocupado con la bandeja, alzara la vista. Entonces, mientras el juez se giraba para cerrar la puerta, descubrió con horror que, con la caída, una hoja se había desprendido del libro y yacía en el suelo junto a sus pies. De inmediato, empujó la hoja debajo de la librería con el pie. Feng le saludó y dejó la bandeja sobre la cama.

—En palacio no hay novedad. ¿Has terminado la nota?

—Aún no —mintió.

Cí corrió hacia el escritorio y ocultó en sus mangas la autorización que había preparado. Luego comenzó a escribir una nueva. Feng advirtió su temblor.

—¿Sucede algo?

—Los nervios del juicio —fingió. Terminó de escribir la nueva autorización y se la entregó.

—Come algo de fruta. —Le señaló la bandeja—. Mientras, iré a recoger el cañón de mano.

Cí asintió. Feng ya se retiraba cuando a la altura de la puerta se detuvo.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí, sí —le aseguró.

Feng ya iba a salir, pero algo en la biblioteca le detuvo. Frunció el ceño y se dirigió hacia el lugar donde había encontrado a Cí curioseando. El joven observó que, pese a su intento por ocultarla, una esquina de la hoja que había empujado asomaba a la vista. Pensó que Feng la habría descubierto. Sin embargo, el juez alzó su mano y extrajo el libro de cuentas que momentos antes había examinado. Cí contuvo la respiración. Feng abrió el libro y comprobó que estaba boca abajo. Frunció el ceño. Le dio la vuelta y lo colocó en su sitio en la posición correcta, dejándolo un dedo más afuera que los demás. Luego se despidió y se fue.

Tras asegurarse de que no regresaba, Cí se abalanzó sobre la hoja caída. Al examinarla advirtió que no era una página desprendida, sino una carta que Feng había debido de guardar en el interior del volumen. Estaba fechada en su aldea natal. Era de su padre. La desplegó y comenzó a leer.

Respetado Feng:

Aunque aún faltan dos años para que concluya el luto por el que hube de cesar en mi puesto, deseaba comunicaros mi anhelo por reincorporarme inmediatamente a vuestro servicio. Como ya os he manifestado en anteriores misivas, mi hijo Cí ambiciona retomar sus estudios en la Universidad de Lin’an, y yo comparto esa ilusión.

Por vuestro honor y por el mío, no puedo aceptar que se me acuse de una infamia que no he cometido ni permanecer en esta aldea un día más mientras soportáis y tapáis los rumores sobre mi malversación. Las ignominiosas insidias que me acusan de corrupción no me desaniman. Soy inocente y quiero demostrarlo. Por fortuna, dispongo de copias de los asientos que reflejan las irregularidades que encontré en vuestras cuentas, por lo que no nos será difícil rebatir cualquier imputación.

No es necesario que vengáis a la aldea. Si, como decís, el motivo por el que os oponéis a mi regreso es protegerme, os ruego me permitáis acudir a Lin’an y demostrar con pruebas mi inocencia.

Vuestro humilde servidor.

A Cí le paralizó el estupor.

¿Qué era lo que estaba sucediendo? Según aquel documento, su padre parecía ser inocente de los cargos que se le imputaban. Y obviamente, Feng lo sabía. Sin embargo, cuando le confesó al juez que en la universidad le habían denegado el certificado de aptitud por el comportamiento indigno de su padre, Feng había dado por probada la culpabilidad de su progenitor.

Aspiró con fuerza e intentó recordar los hechos que habían acaecido en la aldea durante la visita de Feng. Si su padre tenía la firme intención de regresar a Lin’an, ¿por qué cambió de opinión? ¿A qué presión tan terrible se hubo de ver sometido para, de la noche a la mañana, renunciar a su honra y aceptar cargar con un delito que afirmaba no haber cometido? ¿Y por qué Feng viajó a la aldea, pese al expreso deseo de su padre en sentido contrario? ¿Y por qué inculpó a su hermano?

Se maldijo por haber renegado de su padre. El hombre que le había engendrado había luchado por él hasta su último suspiro, y a cambio él le había pagado desconfiando y repudiándole. Era él, y no su padre, el auténtico estigma de su familia. Cí dejó escapar un alarido de dolor.

Un sufrimiento desconocido le oprimió los pulmones mientras el aire se viciaba en su garganta y la sangre se le atropellaba en el corazón. Su pensamiento se turbó por la ira.

Tardó en serenarse. Cuando lo hizo, se preguntó qué papel jugaba Feng en aquel laberinto, pero no encontró una respuesta que satisficiera sus dudas. Feng, el hombre al que había imaginado como un padre, era un traidor en el que no podía confiar.

Se levantó y guardó la carta bajo la chaqueta, cerca del corazón. Luego apretó los dientes y trazó un plan.

Lo primero que hizo fue registrar hasta el último rincón de la habitación. Con cuidado de dejar todo como estaba, sacó libros buscando nuevos documentos, miró en los huecos de las estanterías, levantó los cuadros y escudriñó bajo las alfombras, pero no encontró nada de utilidad. Finalmente, se dirigió al escritorio. Los cajones superiores sólo contenían algunos instrumentos de escritura, un par de sellos y papel en blanco, nada que le llamara la atención, a excepción de una bolsita con un polvillo negro que, por su olor, identificó como pólvora. El cajón inferior estaba cerrado con llave. Intentó forzarlo, pero no lo logró. Por un instante pensó en reventarlo, pero no quería despertar sospechas, así que extrajo el cajón superior e introdujo el brazo por el hueco para ver si comunicaba con el de abajo. Desafortunadamente, un tablero de madera sellaba el vano entre cajón y cajón. Se volvió hacia la cama y aferró el cuchillo de la fruta. Luego, con cuidado, metió la mano por el hueco y comenzó a astillar el fondo del tablero para extraer una lama y acceder al cajón por el agujero. Poco a poco, la hendidura fue avanzando hasta completar la anchura del cajón. Metió el cuchillo por la grieta y apalancó la lama hasta hacerla saltar. Sacó fuera el listón y hundió la mano hasta que su propio hombro se lo impidió. Por desgracia, el hueco apenas si le permitía rozar con los dedos lo que parecían ser fragmentos de algún material. Desesperado, empujó el escritorio con el hombro haciéndolo pivotar sobre sus patas traseras para que, con la inclinación, el contenido del cajón se desplazase hacia el fondo. Al hacerlo, sintió el crujido de sus huesos bajo el peso de la madera. Rápidamente sus dedos se aferraron a los fragmentos como las garras de un ave de presa, cogió cuanto pudo y dejó caer el escritorio con violencia. Colocó los dos cajones superiores y corrió hacia la cama para examinar su botín mientras aspiraba con ansia el aire que le faltaba. No se atrevía a mirar. Lentamente, abrió la mano y prorrumpió en una exclamación. Los fragmentos se correspondían con los restos del molde de terracota verde que había desaparecido de su habitación. Pero descubrir entre ellos una diminuta esfera de piedra cubierta de sangre reseca fue lo que verdaderamente le asombró.

* * *

Intentó dejar todos los objetos en su sitio, como si ni siquiera los hubiera rozado la brisa. Luego, con el sigilo de un bandido, se deslizó hasta su habitación, llevándose las pruebas y el libro de los juicios ocultos entre sus ropajes. Una vez en el dormitorio, se dejó caer sobre el lecho de bambú para examinar el valor de sus hallazgos.

Los restos del molde no le aportaron novedad alguna, pero, al observar la esferita de piedra, advirtió que tenía incrustadas unas minúsculas astillas de madera. Un examen más profundo reveló que su superficie estaba fracturada, como si se hubiera golpeado contra algo duro y se hubiera desprendido una esquirla. De inmediato, sintió el palpitar de su corazón. Corrió hacia sus enseres y buscó la esquirla que había encontrado en la herida del alquimista. La cogió tembloroso y la acercó hacia la esferita. Cuando hizo coincidir las dos piezas, un escalofrío le sacudió. Al juntarlas, conformaban una esfera perfecta. Durante un instante, creyó estar en disposición de desvelar ante el emperador el verdadero rostro de Feng, pero pronto cayó en la cuenta de lo desesperado de su situación: no se enfrentaba a un vulgar delincuente. Feng se había revelado como un manipulador capaz de mentir, simular y, posiblemente, incluso asesinar con absoluta frialdad. Y por si fuera poco, él había sido tan necio como para revelar a Feng todos sus descubrimientos. Si pretendía desenmascararle, necesitaría ayuda. Pero ¿a quién pedir auxilio en una madriguera de lobos?

La desesperación le consumió. Desconocía el papel que desempeñaba Iris Azul en aquella trama, pero en aquel momento ella era su único asidero.

La abordó en el salón. Iris, sentada en una butaca, acogía en su regazo a un gato de color crema que agradecía con ronroneos las caricias que ella le prodigaba. Reposaba tranquila, con la vista perdida en algún lugar que sólo ella conocía. Al escuchar sus pasos adivinó a quién pertenecían. Dejó que el felino se deslizara hasta el suelo y miró hacia el lugar donde creía que aguardaba Cí. Sus ojos grisáceos lucían más bellos que nunca.

—¿Te importa que me siente? —le preguntó él.

Iris tendió su mano, indicándole el diván situado frente a ella.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó sin rastro de emoción—. Feng me dijo que sufriste un accidente.

Cí enarcó la ceja. Él habría encontrado mil calificativos más adecuados para definir la paliza que le habían propinado en la prisión. Le contestó que se restablecería pronto.

—Sin embargo, hay un asunto que me preocupa más que mis huesos y que quizá también te preocupe a ti —espetó.

—Tú dirás —esperó ella. Su gesto continuó impasible, ajeno a cualquier sentimiento.

—Esta mañana te vi en el jardín mientras discutías con Bo, pero más tarde me aseguraste que no le conocías. Supongo que hablaríais de algo muy grave si te viste obligada a mentir.

—¡Vaya! Ahora no sólo te dedicas a espiar, sino que además te atreves a acusar —se revolvió—. Deberías avergonzarte por pedir explicaciones, tú, que desde que llegaste a esta casa no has parado de engañar.

Cí enmudeció. Sin duda, para ser Iris la única persona en la que podía confiar, había comenzado con mal pie. Se disculpó por su atrevimiento, atribuyéndolo a su desesperación.

—Por mucho que te extrañe, mi vida está en tus manos. Necesito que me digas de qué hablabas con Bo.

—Dime una cosa, Cí. ¿Por qué habría de ayudarte? Mentiste sobre tu profesión. Mentiste sobre tu trabajo. Bo te acusa y…

—¿Bo?

—Bueno. No exactamente. —Calló.

—¿Qué sucede? —Se levantó—. ¡Por el Gran Buda, Iris! ¡Está en juego mi vida!

Al escucharlo, Iris palideció.

—Bo… Bo me dijo… —Temblaba como una niña asustada.

—¿Qué te dijo? —La sacudió por los hombros. Sintió en ellos su temor.

—Me dijo que sospechaba de Feng. —Se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

Cí la soltó. Aquella respuesta era la mejor que podría haber esperado y, sin embargo, tras escucharla, no sabía cómo actuar. Se sentó junto a ella e hizo ademán de abrazarla, pero algo se lo impidió.

—Iris… Yo… Feng no es una buena persona. Deberías…

—¿Qué sabes tú de buenas personas? —Se revolvió con los ojos enrojecidos por el llanto—. ¿Acaso tú me recogiste cuando todos me dieron la espalda? ¿Acaso tú me has mimado y atendido durante estos años? No. Tú tan sólo me has disfrutado una noche y ya te crees con el derecho de decirme lo que debo o no debo hacer. ¡Como todos a cuantos he conocido! Te desnudan, te besan o te ultrajan, lo mismo da, y luego o se olvidan de ti o pretenden que les obedezcas y babees tras ellos como si fueras un perro. ¡No! ¡Tú no conoces a Feng! Él me ha cuidado. Él no puede haber hecho esas cosas tan horribles que dice Bo… —Rompió a llorar de nuevo.

Cí la contempló entristecido. Imaginaba lo que estaba padeciendo, porque un dolor semejante era el que seguía sufriendo él.

—Feng no es la persona que tú crees ni la que él dice ser —le aseguró—. No sólo estoy yo en peligro. A menos que me ayudes, pronto lo estarás tú también.

—¿Ayudarte yo…? ¿Pero has visto con quién estás hablando? ¡Despierta, Cí! ¡Soy una ciega! ¡Una maldita y solitaria prostituta ciega! —Miraba de un lado a otro sin ver, con los ojos rebosantes de desesperación.

—¡Escúchame! Sólo te pido que mañana acudas al juicio a declarar. Que seas valiente y respondas con la verdad.

—¡Ja! ¿Sólo eso? —Sonrió con amargura—. ¡Qué fácil es hablar de valentía cuando se dispone de juventud para luchar y de dos ojos con los que ver! ¿Sabes lo que soy? La respuesta es nada. ¡Sin Feng no soy nada!

—Por mucho que mires hacia otro lado, no podrás cambiar la verdad.

—¿Y cuál es la verdad? ¿Tu verdad? Porque la mía es que le necesito. Que me ha cuidado. ¿Qué esposo no comete errores? ¿Quién no comete errores? ¿Acaso tú, Cí?

—¡Maldita sea, Iris! ¡No estamos hablando de pequeñas equivocaciones! ¡Hablamos de un asesino!

Iris negó con la cabeza mientras balbuceaba palabras ininteligibles. Cí masculló. No lograría nada presionándola. Se mordió los labios y asintió. Luego, se levantó dispuesto a marcharse. Estaba haciéndolo cuando se giró.

—No puedo obligarte —le recriminó—. Eres libre de acudir al juicio o delatarme esta noche a Feng, pero nada de lo que hagas o digas cambiará la verdad. Feng es un criminal. Ésa es la única realidad. Y sus acciones te perseguirán mientras vivas, si es que a permanecer a su lado se le puede llamar vivir.

Cí no quiso ver a Feng, argumentando que la cabeza le reventaba y precisaba descansar. Para evitar sus sospechas, dejó dicho que confiaba en él y en cuantas pruebas hubiese reunido para su defensa. Iba a encerrarse en su habitación cuando Iris Azul le sujetó.

—¿Sabes, Cí? Tienes razón. Feng conoce infinitas formas de morir. Y no dudes que escogerá la más dolorosa cuando le toque matarte a ti.