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Nada más conocer la noticia, Ningzong decretó la suspensión inmediata de todos los actos y ordenó que localizaran a los jueces imperiales. En cuanto se presentaron, el emperador partió hacia las dependencias de Kan, escoltado por un séquito de funcionarios cuyo número competía con el de los guardias armados encargados de protegerle. Con la aquiescencia de Ningzong, Cí les acompañó.

Al llegar al umbral de la habitación, Cí y el resto de la comitiva se detuvieron horrorizados. Frente a ellos, colgando como un grueso saco, se balanceaba el cuerpo desnudo de Kan. Su rostro abotargado era el de un sapo reventado, al igual que sus carnes fofas, desbordadas bajo su pálida piel venosa. Cerca de sus pies descansaba un enorme arcón que, aparentemente, había empleado como plataforma. Ningzong mandó que descolgaran el cadáver de inmediato, pero los jueces se lo desaconsejaron, coincidiendo en la necesidad de practicar una inspección previa. Cí recibió autorización para permanecer tras ellos a cierta distancia. Mientras los jueces comentaban el aspecto de la víctima, Cí observó en el embaldosado la finísima capa de polvo que la luz de la ventana revelaba al incidir sobre el suelo. Después comprobó la disposición y el número de muebles, y los reflejó con un bosquejo en la libreta que siempre llevaba. Cuando finalmente le permitieron examinar el cadáver, tembló como si fuera su primera vez.

Cí observó la cabeza de Kan, grotescamente ladeada hacia la izquierda. Su único ojo estaba cerrado y sus labios se veían negros, al igual que su boca, ligeramente abierta, con los dientes apretados contra la lengua. La cara se apreciaba teñida de un color azulado y en las comisuras de la boca y sobre el pecho destacaban restos de saliva espumosa. Sus manos agarrotadas aparecían ceñidas sobre los pulgares, mientras que los dedos de sus pies lo hacían contraídos hacia dentro de una forma espeluznante. El estómago y la parte inferior del abdomen se veían descolgados, de un color azul negruzco. Las piernas, gruesas como toneles, mostraban pequeñas pintas de sangre bajo la piel, parecidas a las producidas por tratamientos de moxibustión. En el suelo, a sus pies, yacían restos de orina y heces.

Solicitó permiso para subirse sobre el arcón. Una vez obtenido, se encaramó de un salto y comprobó que la soga era de cáñamo trenzado del grosor de un dedo meñique. Debido a su delgadez, la cuerda se enterraba en la garganta, por debajo de la nuez. Tras la nuca advirtió un nudo vivo, deslizante, que se distinguía del nudo muerto por ser este último fijo. La soga cruzaba por detrás de la cabeza dejando una cicatriz profunda de color negruzco sucio que corría de oreja a oreja, justo bajo la línea de nacimiento del cabello. Ante la extrañeza de los presentes, solicitó una silla y la colocó sobre el arcón. Luego se subió a ella para comprobar la traviesa sobre la que estaba anudada la cuerda. Examinó la lazada y la viga con igual interés. Finalmente, bajó de la silla, intentó mover el arcón sin éxito y dio por concluida la inspección.

Al punto, Ningzong ordenó que lo descolgaran y alertó al consejero de los Ritos para que iniciara los preparativos del funeral.

Entre dos centinelas izaron la enorme masa muerta mientras un tercero aflojaba la soga. Luego depositaron el cadáver en el suelo, momento que Cí aprovechó para practicar una comprobación adicional y confirmar o descartar la rotura de la tráquea. Los jueces le miraron por encima del hombro, pero no pusieron objeción. Mientras Cí palpaba la papada, Bo encontró una nota manuscrita sobre la misma mesilla en la que aparecía perfectamente doblada la ropa de Kan. Tras leerla rápidamente, se la entregó a Ningzong.

El emperador se apresuró a leerla en voz baja. Conforme avanzaba, sus manos comenzaron a palpitar hasta que un temblor manifiesto se apoderó de ellas. Luego, sus dedos se crisparon sobre el papel, arrugándolo como si se tratara de pura basura. Ningzong bajó la cabeza mientras su expresión de dolor se transformaba en una cólera que nadie se atrevió a contemplar. De repente, le devolvió la nota a Bo y revocó la orden que acababa de dictar, decretando en su lugar que se paralizara cualquier acto de condolencia. No se celebraría ningún funeral público; del cadáver tan sólo se ocuparía el servicio y sería enterrado en un cementerio cualquiera sin ningún tipo de ceremonial.

Un murmullo de estupor recorrió la estancia. A Cí la noticia le paralizó. Mientras todo el séquito se apresuraba a acompañar al emperador en su marcha, Bo le confió la nota a Cí, quien la desplegó temeroso, intentando alisar las arrugas que entorpecían su lectura. En ella, escrito de su puño y letra, y firmado con su sello, Kan confesaba ser el culpable de los asesinatos, afirmando haberlos cometido con el único fin de desacreditar a Iris Azul.

Cí dejó arrastrar su espalda por la pared de caoba hasta acabar sentado en el suelo. No podía creerlo. El consejero de los Castigos se declaraba culpable. Todo había terminado. No había nada más que investigar.

Permaneció sentado hasta que Bo le conminó a que se levantara. Entonces, lentamente, pareció recobrar el sentido. Una vez de pie, le devolvió la nota a Bo, quien le certificó que tanto la caligrafía como los sellos pertenecían a Kan. Cí asintió. Se despidió de Bo con un balbuceo y abandonó el palacio cabizbajo en dirección a los jardines.

Caminó incrédulo, meditando qué hacer. Ya nada le retenía en palacio. Con Kan culpable e inmolado, podría exigir al emperador el puesto prometido y comenzar una provechosa carrera judicial. Ming quedaría libre, Iris Azul exculpada, Feng le excusaría de cualquier cargo que Astucia Gris pudiera presentar contra él y todos sus sueños se harían realidad. Sin embargo, mientras deambulaba entre los sauces, su corazón latía temeroso, porque aunque sus sueños estuvieran al alcance de su mano sabía que todo aquello era un sueño irreal. Lo sabía porque tenía la certeza de que la muerte de Kan no obedecía a un suicidio, sino a un acto criminal.

* * *

Se encaminó hacia el Pabellón de los Nenúfares dispuesto a preparar su equipaje. Lo había decidido. En cuanto se formalizase la liberación de Ming, se marcharía de palacio y olvidaría para siempre aquel aciago asunto. No le importaba lo que más adelante pudiera sucederle al emperador. Le habían obligado a investigar, le habían amenazado, torturado y chantajeado, habían intentado asesinarle, habían apresado a Ming… ¿Qué más podían exigirle? Ya tenían al culpable que buscaban y éste había pagado su castigo. Si alguien tenía que descubrir la verdad, que fuera alguno de esos jueces ancianos que le miraban por encima del hombro. O el propio Astucia Gris, cuando regresara de su periplo. Y si éste había averiguado algo en Jianyang, tendría que buscarle en otro lugar, porque él ya estaría lejos de Lin’an.

Divisó en la lejanía la figura de Iris Azul. Ya no sabría jamás si era culpable o no. Deseó que no lo fuera y sonrió con ironía. Le daba lo mismo. Había cometido una insensatez al enamorarse de una mujer que sabía que le estaba prohibida, y lo que era peor aún, había traicionado la confianza del único hombre que se había comportado como un padre con él. Maldijo la noche en que la conoció. Lo hizo pese a conservar aún en sus labios el recuerdo de sus besos.

Se acercó despacio, evitando su mirada, a pesar de saberla vacía.

Ascendió la pequeña escalera de la entrada y entró en el pabellón sin saludar. La nüshi siguió con sus ojos ciegos el rumor de sus pasos, como si de algún modo pudiera adivinar quién era su dueño. Una vez en su habitación, Cí comenzó a recoger sus pertenencias. Había doblado ya su ropa cuando se acordó de los fragmentos de los moldes que había escondido. De inmediato resolvió que, si pretendía olvidar el asunto, lo mejor sería destruirlos. Sacó el cetro de yeso que había ocultado bajo la tarima y lo dejó sobre la cama. Luego corrió a por los trozos del molde que había escondido en el armario, pero, ante su estupor, no los encontró. Se aseguró vaciando todo el contenido del mueble, pero fue en vano. No estaban. Alguien los había robado. Le asaltó un profundo temor.

Comprendió que no le resultaría fácil cerrar aquel asunto, pero estaba determinado a seguir adelante con sus planes. De hecho, tal vez la desaparición del molde fuera lo mejor que podría haberle sucedido. Si el intento de asesinato que había sufrido en el almacén era por aquel trozo de terracota, lo mejor para que le dejaran en paz era que quienquiera que lo buscara lo tuviera ya en sus manos.

Nada más terminar de cerrar el equipaje, se quedó contemplando el extraño cetro de yeso. Lo cogió y lo examinó con detenimiento. El exterior reflejaba un cuidadoso labrado con motivos florales. Respecto al interior, supuso que debería haberlo ocupado la barra cilíndrica que no había incorporado. Se preguntó si en lugar de un cetro, no sería alguna especie de flauta.

Meneó la cabeza. No sabía ni por qué divagaba sobre su forma ni sobre su utilidad. Lo elevó para destrozarlo contra el suelo cuando, de repente, se detuvo. Bajó la mano lentamente y dejó de nuevo el cetro sobre sus ropas. Acababa de pensarlo mejor. Si tan relevante era, haría bien en conservar una pieza de la que, al fin y al cabo, nadie sabía de su existencia. Si la mantenía escondida, conservarla no sólo no le reportaría ningún riesgo, sino que, llegado el momento, podría usarla como prueba.

Una vez decidido, sólo necesitaba un lugar para esconderla. Algo sencillo en el caso de disponer de un domicilio, pero complicado en su situación.

Mientras intentaba imaginar un sitio seguro, se frotó el pecho con una de sus manos, hasta toparse con la llave que llevaba colgada al cuello. La había olvidado. Era la llave que Ming le había entregado para que, en previsión de un desenlace fatídico, se hiciera cargo de sus pertenencias más valiosas. Y si no recordaba mal, éstas permanecían ocultas en su despacho, en un compartimento secreto.

Entonces se decidió. Camufló el cetro entre sus ropas y salió con su equipaje de la habitación. En el salón vio a Iris Azul de pie, junto a la puerta. Llevaba un vestido de tul bajo el que se adivinaba una figura turbadora. Sin embargo, él sólo tuvo ojos para su rostro. Cuando advirtió la humedad de sus párpados, no pudo evitar una punzada de amargura. Al pasar a su lado estuvo a punto de explicarle por qué se iba. Lo intentó, pero no se atrevió. Sólo pudo pronunciar un «adiós» avergonzado. Después bajó la cabeza y abandonó el pabellón en dirección a la academia.

Aunque imaginaba que los centinelas le franquearían la salida, decidió asegurarse pidiéndole a Bo que le acompañara. El oficial renegó en un primer momento, pero Cí le persuadió, aduciendo que aunque su trabajo en la Corte hubiera terminado, quizá en la muralla aún no lo supieran. Además, deseaba entregarle a su maestro Ming un libro que tenía que recoger de su biblioteca y, si salía solo, quizá a su regreso volviera a tener problemas. Finalmente, Bo accedió. Cruzaron las murallas sin que le registraran y, juntos, se encaminaron hacia la academia.

Cuando llegaron, Cí preguntó por Sui, el sirviente de Ming. El jardinero que les recibió desapareció un instante y al poco regresó acompañado de un hombre de mediana edad que le miró con extrañeza a través de sus cejas pobladas. Sin embargo, en cuanto Cí le mostró la llave, su expresión cambió por otra de preocupación.

—¿El maestro ha…?

Cí negó con la cabeza. Le confesó que, aunque el maestro continuaba débil, pronto se restablecería y que le había encargado que le llevase un libro de su biblioteca para leer durante su convalecencia. El sirviente asintió y le invitó a que le siguiera. Bo esperó en el jardín.

Una vez en el despacho, Sui se acercó a unas estanterías de las que extrajo parsimoniosamente varios libros que hacían de parapeto hasta dejar a la vista una trampilla de caoba protegida por una cerradura. Cí esperó a que el sirviente se retirara, pero, para su contrariedad, Sui no se movió.

Cí apretó los dientes. Aquélla era una situación inesperada que le obligaba a alterar sus planes y debía hacerlo rápido o Sui sospecharía. Introdujo la llave en el cerrojo y abrió la portezuela que daba acceso a un diminuto receptáculo repleto hasta reventar. Cí se maldijo al comprobar que en aquel agujero no cabría el molde que intentaba esconder. Intentó ganar tiempo examinando los volúmenes almacenados en el escondrijo hasta que de repente sus ojos se posaron en uno que le llamó poderosamente la atención. Era un manuscrito moderno titulado Ingmingji, Procesos judiciales al descubierto, y la caligrafía pertenecía al propio Ming. Lo sacó para no quedar en evidencia ante Sui, argumentando que precisamente aquél era el libro que le había pedido Ming. Sin embargo, aún seguía sin encontrar la forma de ocultar el cetro.

—¿Qué os sucede? —preguntó finalmente el sirviente.

Cí lo miró. Le entregó el cetro y una bolsa con monedas.

—Necesito que me hagas un favor. Necesito que lo hagas por Ming.

* * *

Con Kan muerto, Cí regresó a palacio con el único objetivo de conseguir la liberación de su maestro. Bo le acompañó para acelerar los trámites, pero los enfermeros que atendían a Ming aún desconocían las consecuencias de la muerte de Kan, así que sus gestiones resultaron infructuosas. Una vez a solas con Ming, Cí intentó reconfortarle. Sus piernas habían mejorado y la sangre volvía a animar sus mejillas, así que dio por hecho que en pocos días podría caminar y retomar sus tareas. Mientras eso sucedía, lo mismo le daba recuperarse en la academia que en aquellas acogedoras dependencias. Ming sonrió ante la ocurrencia de Cí. Sin embargo, cuando éste le informó de las circunstancias del suicidio de Kan, la lividez retornó al rostro del enfermo. Había algo extraño en la voz de Cí, un tono que le intranquilizó.

—¿Qué me ocultas? —le preguntó.

Cí observó a los centinelas a su alrededor. Parecían atentos a su conversación. Le respondió que nada.

—¿Estás seguro? —insistió Ming.

Cí mintió mejor que nunca, algo de lo que se dio cuenta porque el semblante de Ming recuperó el sosiego en la misma medida en que el suyo se ensombrecía. Odiaba mentir, pero últimamente parecía haberse convertido en un consumado maestro. Había mentido a Iris Azul, al juez Feng y, ahora, a Ming. Se despidió de él asegurándole que se ocuparía de que le trasladaran cuanto antes a la academia. Sin embargo, le ocultó que había cogido un libro de su biblioteca para no alertarle aún más.

Una vez fuera, Cí meneó la cabeza. No estaba precisamente orgulloso de sí mismo. Al contrario, se despreciaba. Allá donde se mirase se veía reflejado en la figura de su padre, y todo cuanto repudiaba de él, lo veía ahora en sí mismo. Su padre había sido un farsante, y lo mismo que tanto había odiado entonces, lo cometía él ahora. Se descubrió como un ser sin escrúpulos que prefería mirar hacia otro lado para favorecer sus intereses sin importarle la verdad; sin distinguir entre culpables e inocentes. Atrás quedaban las sabias enseñanzas de Feng y los honestos consejos de Ming. Pensó en su hermana Tercera. No se sentiría orgullosa de él.

El fantasma de la niña le sacudió las entrañas. Se sentó abatido en el suelo mientras se preguntaba qué era lo que estaba haciendo, qué pretendía conseguir y en qué se estaba convirtiendo… Su cabeza le exigía que olvidase sus remordimientos y aprovechase una oportunidad para escapar que no se le volvería a presentar. Pero dentro de él algo le roía lentamente. Una agonía que adivinaba jamás le dejaría en paz.

Pateó una piedra con rabia. Ni siquiera sabía si sería capaz de olvidar a Iris Azul. Seguía recordando el calor de su piel, igual que la tristeza de su mirada. La añoraba. De repente, un relámpago en su interior le impulsó a despedirse de ella… No lo pensó. Se levantó y echó a andar hacia el Pabellón de los Nenúfares, sin discernir si tal impulso obedecía a un deseo carnal o a un postrer resquicio de dignidad.

Estaba aproximándose al edificio cuando a lo lejos creyó distinguir la figura de Feng. Algo más cerca comprobó que, en efecto, el juez permanecía junto a un carro dirigiendo el traslado de su equipaje junto a media docena de sirvientes que trajinaban con fardos y sacas. Al advertir su presencia, Feng dejó su ocupación y se acercó con una sonrisa.

—¿Cí? Iris me dijo que te habías marchado, pero yo le aseguré que eso era imposible. —Le abrazó con fuerza, en un gesto poco común.

Cí nunca había abrazado a nadie sabiéndose un traidor. Sintió náuseas al percibir el cuerpo desvalido del viejo Feng dándole palmas cariñosamente en la espalda.

—Habéis vuelto antes de lo previsto —acertó a contestar Cí con la cabeza gacha. Pensó que Feng descubriría la vergüenza que le ruborizaba.

—Afortunadamente, pude organizar el nuevo convoy con rapidez. ¡Vamos! Échame una mano con estos obsequios. ¿Te das cuenta, Iris? —le gritó—. ¡Cí ha regresado!

Cargado con una alforja, Cí contempló a la nüshi bajo el quicio de la entrada. La saludó con timidez, pero ella entró de nuevo en el pabellón sin decir nada.

Durante la comida, Feng se interesó por lo ocurrido en su ausencia. Notaba a Iris preocupada y se lo hizo saber, pero la mujer achacó su desgana a un malestar pasajero mientras le servía con torpeza un poco más del pollo caramelizado que acababan de traerles. Luego, Feng se interesó por el suceso que todo el mundo comentaba.

—¡Un suicidio! ¡A saber qué pasó por su cabeza…! —repuso el juez—. Siempre dije que Kan albergaba algo oscuro, pero nunca imaginé que pudiera cometer un acto semejante. ¿Qué harás ahora, Cí? Trabajabas para él…

Cí tragó el pollo sin masticar. No se atrevía a mirar a Feng a los ojos. Y menos estando presente su mujer.

—Supongo que volveré a la academia —respondió.

—¿A comer cada día arroz pasado? ¡Eso ni pensarlo! ¡Te quedarás aquí con nosotros! ¿Verdad, Iris?

La mujer no respondió. Ordenó al servicio que retirara los platos vacíos y se excusó por su inoportuno dolor de cabeza. Cuando se levantó con la intención de retirarse, Feng se ofreció a acompañarla, pero ella rechazó la ayuda y se marchó a sus aposentos sola.

—Tendrás que disculparla —sonrió Feng mientras volvía a tomar asiento—. Las mujeres en ocasiones se comportan de forma extraña. Pero bueno… ¡ya tendrás tiempo de conocerla!

A Cí le resultó imposible engullir el trozo que tenía en la boca. Lo escupió en una escudilla y se levantó de la mesa.

—Lo siento. No me encuentro bien —dijo, y se retiró también a sus dependencias.

* * *

Permaneció encerrado en su habitación preguntándose qué hacer. Intentaba pensar, pero sólo lograba odiarse a sí mismo, a sabiendas de que fuera aguardaba Feng, dispuesto a ofrecerle su hogar a un lobo disfrazado de cordero. Se maldijo una y otra vez diciéndose que Feng no lo merecía. Sopesó confesarle su delito, pero enseguida comprendió que su falta no sólo no le redimiría, sino que alcanzaría a Iris Azul y arrastraría de forma irremediable a Feng con su deshonra. Se sentía atado de pies y manos, con la horrible sensación de que, hiciera lo que hiciese, causaría un daño imposible de reparar. Y lo peor de todo es que tenía la certeza de haberlo causado ya.

El sol comenzaba a ocultarse lentamente, lo mismo que sus esperanzas.

Se levantó con los ojos enrojecidos y salió de la habitación decidido a hablar con Feng. Quizá no lograra revelarle lo sucedido con Iris Azul, pero podía contarle todo lo demás sin guardarse ni una sola cosa. Lo encontró tomando té en su biblioteca, una sala confortable de grandes ventanales. Los libros descansaban igual que Feng, cuidadosamente apilados en unos atriles plenos de sabiduría. Una ligera brisa traía el aroma de los jazmines. Cuando Feng vio a Cí, desplegó una sonrisa y le invitó a que se sentara.

—¿Estás mejor? —le preguntó.

No lo estaba, pero aceptó el té que Feng le ofreció con su habitual amabilidad. No sabía cómo empezar. Simplemente, comenzó. Le confesó que el motivo por el que Kan le había contratado había sido para espiar a Iris Azul.

—¿A mi mujer? —La taza de té tembló entre sus dedos.

Cí le aseguró que, cuando aceptó, desconocía que él fuera su marido. Luego, al averiguarlo, se negó a continuar, pero Kan le chantajeó colocando en el otro plato de la balanza la vida del profesor Ming.

Los labios de Feng temblaron. Su rostro era puro estupor, pero al escuchar que la orden de Kan obedecía a la sospecha de que Iris Azul era la responsable de unos asesinatos, su gesto se transformó en indignación.

—¡Ese maldito malnacido…! ¡Si no se hubiera suicidado, yo mismo le habría despedazado con mis manos! —bramó mientras se levantaba.

Cí se mordió los labios. Luego miró a Feng a los ojos.

—Ojalá fuera cierto. Pero Kan no se suicidó.

De nuevo la perplejidad se apoderó de Feng. Él había dado crédito al rumor palaciego que hablaba sobre la existencia de una nota póstuma en la que el consejero reconocía su culpabilidad. Cí se lo confirmó. La nota existía, él la había leído y, según Bo, la caligrafía pertenecía sin ningún género de duda a Kan.

—¿Entonces? ¿Qué quieres decir?

Cí le pidió que se sentara. Había llegado la hora de desvelar toda la verdad y de acudir con ella al emperador. Le narró los pormenores del examen que había practicado a Kan, empezando por el tipo de soga que emplearon para ahorcarle.

—Una cuerda de cáñamo trenzado. Delgada pero resistente. De las empleadas para colgar a los cerdos…

—La que más le cuadraba —murmuró con un gesto de indignación.

—Sí. Pero independientemente de eso, yo hablé con Kan la tarde anterior, y os puedo asegurar que su actitud no era la de una persona que estuviese preparando su suicidio. Tenía planes inmediatos.

—La gente cambia de opinión. Tal vez por la noche le pudo la ansiedad de la culpabilidad. Se derrumbó y actuó de forma precipitada.

—¿Y salió de madrugada a buscar una cuerda de ese tipo? Si en verdad hubiese actuado acuciado por la angustia, habría empleado lo primero que hubiera encontrado. En la habitación disponía de las lazadas que recogen las cortinas, cinturones de batines, largos pañuelos de seda, sábanas que podía anudar, cordones… Pero, por lo visto, en ese momento de desesperación sólo se le ocurrió salir a buscar una cuerda.

—O a pedir que se la trajeran. No comprendo la causa de tu suspicacia. Además, está esa nota que tú mismo leíste. La que anunciaba su suicidio.

—No exactamente. En la nota reconocía su culpabilidad, pero en ningún momento mencionaba su propósito de quitarse la vida.

—No sé. No parece concluyente… No puedes presentarte ante el emperador sólo con una suposición.

—Podría tratarse de una suposición de no concurrir otros hechos que le otorgan la categoría de certeza —afirmó—. En primer lugar, están sus ropas, perfectamente dobladas y colocadas sobre la mesilla.

—Eso no demuestra nada. Sabes tan bien como yo que desnudarse antes de un ahorcamiento es un acto común en muchos suicidas… Y el hecho de que doblara su ropa concuerda con la exasperante pulcritud y el esmero que rodeaban todas sus acciones.

—En efecto, Kan era un hombre rutinario y pulcro. Y por esa misma razón resulta extraño que la forma en la que su ropa estaba plegada sobre la mesilla fuera totalmente distinta a la que observé en el resto de su vestuario.

—Ahora comprendo. Y sugieres, por tanto, que no fue él quien la dobló.

Cí asintió.

—Una observación aguda, aunque también un error de principiante —denegó Feng—. En cualquier familia humilde tu suposición habría resultado acertada, pero te aseguro que en palacio los consejeros no se doblan sus ropajes. Esa tarea queda a cargo del servicio, de modo que el detalle que comentas lo único que demuestra es que Kan dobló la ropa de forma diferente a la empleada por sus sirvientes.

Cí enarcó una ceja. Por un momento se sintió estúpido, pero al menos se alegró de que quien le corrigiera fuese su antiguo maestro. No obstante, no se amilanó. El tema de la ropa era sólo un detalle menor y aún confiaba en dos razones poderosas.

—Disculpad mi suficiencia. No pretendía… —Se dejó de excusas y continuó—: Entonces, decidme, ¿por qué un arcón?

—¿Un arcón? No entiendo…

—Utilizó un arcón como plataforma. Aparentemente, lo colocó bajo la traviesa central y lo empleó para subirse y arrojarse desde él.

—¿Y qué tiene eso de extraño?

—No demasiado —hizo una pausa—, de no ser porque el arcón resultó estar lleno de libros. Intenté moverlo y me fue imposible. Habría necesitado la ayuda de otra persona para trasladarlo.

Feng frunció el ceño.

—¿Seguro que pesaba tanto?

—Más que Kan. ¿Por qué arrastrar algo tan pesado si disponía de numerosas sillas?

—Lo ignoro. Kan era un hombre muy grueso. Quizá temió la endeblez del asiento.

—¿Temor un hombre que va a ahorcarse?

Feng enarcó una ceja.

—En cualquier caso, eso no es todo —continuó Cí—. Volviendo a la cuerda que utilizó para colgarse, ésta era nueva. El cáñamo se veía impoluto. Como recién trenzado. Sin embargo, había un tramo rozado en la parte que excedía el nudo de la viga.

—¿Te refieres al extremo libre?

—Desde el nudo de la viga, hacia el extremo libre, sí. Un tramo rozado de unos dos codos de longitud. Curiosamente, la misma distancia que entre los talones del muerto y el suelo.

—No veo a dónde quieres llegar.

—Si se hubiera colgado él mismo, en primer lugar habría anudado la cuerda a la viga, después habría introducido la cabeza por el nudo vivo y finalmente habría saltado desde lo alto del arcón.

—Sí. Así debería haber ocurrido…

—Pero, en tal caso, la cuerda habría aparecido sin roce alguno, cosa que sabemos que no sucedió. —Se levantó para escenificarlo—. En mi opinión, Kan yacía inconsciente antes de ser ahorcado. Con toda probabilidad, fue narcotizado. Entre dos o más personas lo colocaron sobre el arcón. Luego introdujeron su cabeza por el lazo, pasaron el extremo de la cuerda por la traviesa y tiraron de ésta hasta elevarlo. El peso de Kan provocó que durante el alzamiento la viga raspara las fibras del cáñamo, un roce cuya longitud coincide con la que distaba de sus pies al suelo.

—Interesante —concedió Feng—. ¿Y por qué supones que Kan se hallaba inconsciente antes de su asesinato?

—Por un detalle prácticamente concluyente. No había fractura en la tráquea. Algo impensable en un nudo situado por debajo de la nuez que soportó un peso enorme al ser arrojado desde una considerable altura.

—Kan podría haberse dejado deslizar en vez de haber saltado.

—Tal vez. Pero si convenimos en que nos encontramos ante un crimen, es obvio suponer que, de haber estado consciente, Kan se habría resistido a sus asesinos. No obstante, su cuerpo carecía de rasguños, hematomas o cualquier otra señal de lucha. Podríamos pensar en un envenenamiento previo, pero su corazón aún latía cuando lo colgaron. La reacción vital de la piel de su garganta, la protrusión de la lengua contra los dientes o el tono negruzco de sus labios así lo atestiguan, de modo que sólo queda la opción de que fuese narcotizado.

—No necesariamente. También pudieron coaccionarlo…

—Yo lo dudo. Por terrible que resultase la amenaza, una vez que la soga atenazara su cuello y su cuerpo quedara suspendido, instintivamente se habría debatido para librarse de su atadura.

—Tal vez estuviera atado de manos…

—No encontré señales en sus muñecas. Pero sí una huella que definitivamente confirma todas mis suposiciones. —Buscó en la biblioteca un libro polvoriento y lo sujetó con el lomo hacia arriba, en posición horizontal. Luego se desató un cordón de las mangas y lo colocó por encima del lomo, dejando que ambos extremos del cordón colgaran bajo las tapas—. Fijaos. —Agarró los dos extremos a la vez y estiró bruscamente de ellos. Después los retiró y le mostró la marca a Feng—. El surco que el cordón ha dejado sobre el polvo del lomo es nítido y definido. Ahora, observad esto. —Repitió la operación en otra zona del lomo, pero en esta ocasión ejerciendo movimientos que simulaban un peso al debatirse en los extremos—. ¿Veis la diferencia? —Señaló unos bordes imprecisos, amplios y difuminados—. Y sin embargo, cuando me encaramé para comprobar la traviesa en la que se anudaba la cuerda, encontré una huella idéntica a la primera. Limpia, sin muestra alguna de agitación.

—¡Todo esto es sorprendente! ¿Y por qué no se lo has revelado al emperador? —se admiró Feng.

—No estaba seguro —mintió Cí—. Antes quería consultároslo.

—Pues, según veo, no existen dudas. Quizá lo único discordante sea la nota de inculpación…

—Al contrario, señor. Encaja perfectamente. ¡Fijaos bien! Kan franquea el paso a dos hombres a los que conoce y en quienes confía. De repente, éstos le amenazan para que se reconozca responsable de los asesinatos. Kan, temeroso por su vida, les obedece y escribe una nota inculpándose. Sin embargo, en la nota no anuncia su suicidio, porque los asesinos no desean que Kan se alarme más y pueda reaccionar con violencia. Una vez firmada la confesión, le ofrecen un vaso de agua para calmar sus nervios, un agua previamente narcotizada, para asegurarse la ausencia de ruidos y resistencia. Cuando cae inconsciente, lo desnudan, arrastran el pesado arcón hasta el centro de la habitación y atan a la traviesa un cordón de cáñamo nuevo que han procurado que sea fino para ocultarlo con facilidad. Luego trasladan el cuerpo dormido de Kan hasta el arcón, lo sientan sobre éste, e introducen su cabeza en el nudo. Lo izan entre los dos y lo ahorcan, aún vivo, para que su cuerpo reaccione como en un suicidio veraz. Después doblan con cuidado su ropa y abandonan la estancia.

Feng miró a Cí boquiabierto, comprendiendo al punto que su antaño alumno se había transformado en un investigador excepcional.

—¡Debemos hablar de inmediato con el emperador!

Cí no compartió su entusiasmo. Le hizo notar que sus descubrimientos podrían propiciar de nuevo las sospechas hacia Iris Azul.

—Recordad el asunto de la hoz ensangrentada y las moscas —le tembló la voz—. Ayudé a descubrir un culpable, pero perdí a un hermano.

—¡Por todos los dioses, Cí! ¡Olvida ese asunto! Tu hermano se condenó a sí mismo en el momento en que asesinó a aquel lugareño. Hiciste lo que debías. Además, fui yo quien descubrió la sangre en la hoz, no tú, así que deja de culparte por ello. En cuanto a mi mujer, no te preocupes. Conozco al emperador y sabré convencerlo. —Se levantó para marcharse—. Por cierto, olvidé comentártelo. Esta mañana vi en palacio a ese nuevo juez que te preocupaba, el tal Astucia Gris.

Cí dio un respingo. Con el revuelo de los últimos acontecimientos, lo había olvidado por completo.

—Pierde cuidado —le tranquilizó Feng—. Ahora ya es tarde, pero mañana a primera hora hablaremos con el emperador. Le informaremos de tus descubrimientos y aclararemos tu situación. No sé lo que habrá averiguado ese Astucia Gris, pero te aseguro que si pensaba ascender a tu costa, no tiene la menor posibilidad.

Cí se lo agradeció. Sin embargo, la idea de acompañarle no le convenció.

—No os ofendáis, pero conversaréis sobre Iris Azul. Son asuntos privados que no tengo por qué presenciar —se excusó Cí.

Feng convino en que llevaba razón. Sin embargo, no consintió que Cí rechazara su oferta de alojamiento.

—De ningún modo permitiré que vuelvas a la academia —se indignó—. Te hospedarás con nosotros en el Pabellón de los Nenúfares hasta que tu nombre quede limpio por completo.

A Cí le resultó imposible decir que no. Cenaron frugalmente, conversando sobre temas intrascendentes que no tranquilizaron a Cí. Pese a sus esfuerzos, no lograba evitar que la presencia de Iris Azul le continuara turbando casi tanto como le torturaba ver a un Feng sonriente, ajeno a cuanto sucedía. Mientras masticaba desganado, se preguntó quiénes serían los asesinos de Kan. Pensó en la nüshi y se preguntó si Feng la defendería tan ciegamente de conocer su naturaleza infiel.

Antes de acostarse ojeó el Ingmingji, el manuscrito sobre procesos judiciales que había sacado de la biblioteca de Ming. En él se recopilaban algunos de los casos más complicados registrados en los últimos cien años. A su cabeza le interesaban, pero sus ojos no daban para más. Dejó el volumen y se acostó. No logró conciliar el sueño. Pensaba en Iris Azul.

Se encontró con ella por la mañana, cuando entró en su dormitorio sin llamar. La mujer dejó un pantalón y una chaqueta a los pies de la cama y esperó en silencio mientras él se desperezaba. Cí se preguntó el motivo por el que habría dejado allí las prendas, pero ella se le adelantó.

—Necesitarás una muda limpia, ¿no?

Cí no contestó. Se sentía tan atraído por ella que ni siquiera se atrevía a rozarla con sus palabras. Sin embargo, al advertir que no se retiraba, se vio obligado a responder.

—¿Qué es lo que pretendes? —dijo al fin, indignado.

—Tu ropa sucia —respondió secamente—. La lavandera espera fuera.

Cí se la entregó y ella le dijo que le esperaba en el comedor.

Cuando Cí llegó, el servicio ya había nutrido la mesa con tortitas de arroz humeantes, ensalada de col agria y bollos al vapor rellenos de verdura. Cí se sorprendió de no encontrar a Feng, pero Iris le informó de que el juez había madrugado para acudir a palacio. Cí asintió. Sólo probó el té. La luz le molestaba en sus ojos hinchados. Miró a Iris Azul de reojo. Necesitaba marcharse de allí.

Pensó en visitar a Ming. Se despidió y se encaminó hacia la enfermería. Estaba a medio camino cuando, inesperadamente, varios soldados le salieron al paso. Cí pidió explicaciones, pero el primero en llegar le golpeó con una vara de bambú en la cara haciéndole sangrar. Acto seguido, y sin mediar palabra, los restantes se abalanzaron sobre él y le apalearon hasta rendirle. Cuando se cansaron, le ataron de pies y manos y lo levantaron en volandas. Un último bastonazo le hizo perder el sentido, de modo que no pudo escuchar al jefe de la guardia anunciar que quedaba detenido por conspirar contra el emperador.