Feng había asegurado que sólo estaría fuera unos días, lo suficiente como para organizar una nueva remesa desde los almacenes cercanos a la ciudad, pero, aun así, la sola idea de saberse a solas con Iris Azul hizo temblar a Cí. Quizá por ello, al escuchar el sonido de la puerta al cerrarse, no pudo evitar que se le escapara de entre los dedos el certificado de aptitud. Y cuando al agacharse para recogerlo, rozó sin pretenderlo las manos de Iris Azul, una sacudida le agitó el corazón.
Al intentar disculparse, las palabras se le atropellaron en la garganta, así que arguyó que estaba cansado y que necesitaba ir a sus aposentos para descansar. Iris Azul asintió y le ofreció continuar con la conversación sobre los Jin cuando recuperara los ánimos. Cí aceptó con un balbuceo, cogió un plato de arroz gelatinoso con la excusa de comerlo más tarde y se retiró.
Una vez en su dormitorio, sacó de nuevo los fragmentos de terracota y comenzó a trabajar. Empezó por los trozos más grandes, los cuales numeró con un carboncillo, a fin de recordar su posición. Cuando terminó, comenzó a montarlos para intentar recomponerlos. Para mantenerlos unidos, empleó el arroz gelatinoso. Sin embargo, a cada poco, los nervios le traicionaban y los escasos fragmentos que lograba relacionar acababan desmoronados sobre el tapete de la mesa. Lo intentó una y otra vez hasta que maldijo el molde y lo apartó. Al fin y al cabo, sabía que, por mucho que quisiera engañarse, el temblor de sus manos no procedía ni de la falta de pulso ni del miedo al fracaso. El origen de su intranquilidad residía en su fuero interno, en la irrefrenable seducción que ejercía sobre él Iris Azul.
Se dejó caer en la cama e intentó descansar, pero no lo consiguió. Las sábanas de seda acariciaban su piel haciéndole soñar con ella. Trató de contenerse pensando en Feng, pero sólo logró imaginar los senos turgentes de su esposa.
Decidió darse un baño para intentar relajarse. Pidió unos paños a una sirvienta. La tina, situada en una sala contigua, aguardaba llena de agua. Una vez solo, se desnudó despacio y se metió lentamente. La frescura le tranquilizó. Cerró los ojos y sumergió la cabeza, dejándose abrazar por la reconfortante masa líquida. Cuando emergió, se miró las manos, cubiertas de cicatrices. Contempló las que cruzaban su torso; el torso quemado de un mutilado. Hasta aquel instante, las marcas que recorrían su cuerpo no le habían preocupado demasiado, quizá porque, al igual que un cojo lo haría con su torcedura o un sordo con su silencio, se había acostumbrado a vivir con ellas. Sin embargo, ahora que las miraba, se avergonzaba de su aspecto. O lo que era peor aún: se despreciaba. Las quemaduras que surcaban su piel como enroscadas raíces de carne le parecían ahora tan retorcidas como sus pensamientos.
Volvió a entornar los párpados, en busca de una paz que sabía que no habitaba en su interior, y permaneció en silencio, con el tiempo arrastrándose lentamente mientras sentía de vez en cuando el ponzoñoso aguijón del deseo.
¿Cómo era posible que le estuviese sucediendo algo así? ¿Cómo podía ni siquiera pensar en la esposa del hombre que le había acogido? Cuanto más intentaba razonar, cuanto más trataba de apartarse de aquella dulce tentación, más se aferraba ésta a él, atrapándole, venciendo su voluntad como aquel que, agotado, se rinde ante la placidez de un sueño profundo.
Poco a poco, su nuca se fue relajando, sus hombros perdieron tensión y sus brazos se dejaron llevar por el leve chapoteo con el que el agua serena le acariciaba. Un dulce sopor comenzó a adueñarse de él y le condujo hasta un lugar brumoso en el que la paz que añoraba le acogía entre sus brazos. De pronto, percibió un perfume intenso, embriagador. Tan penetrante como si fuera real. Y entonces la oyó.
Al abrir los ojos, la encontró frente a él, con sus ojos ciegos clavados en su cuerpo. Se intentó cubrir, sin advertir que ella no podía verle.
—¿Te encuentras bien? —dijo Iris Azul suavemente—. La sirvienta me ha dicho que ibas a bañarte, pero ha transcurrido toda la tarde y…
—Lo siento —respondió, azorado—. He debido de quedarme dormido.
Por toda respuesta, la mujer tanteó las paredes hasta topar con una arqueta sobre la que se sentó delicadamente. A Cí le incomodó. No entendía por qué Iris Azul permanecía junto a él. Observó que su mirada no se fijaba en él, sino que se desviaba ligeramente, y su desacierto, de algún modo, le tranquilizó.
—De forma que eres wu-tso. Extraña profesión.
—Tan sólo me interesan las causas de la muerte —se excusó—. Como a vuestro marido…
—No desde que le ascendieron. Desde entonces sólo se ha dedicado a asuntos burocráticos. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas realmente? —Se levantó y se acercó a la tina.
Cí carraspeó.
—Ya os lo dije. Trabajo como asesor de Kan. ¿Y una nüshi? ¿A qué se dedica una nüshi?
—¡Oh! ¿Ya te has enterado? —La mujer giró alrededor de la tina con pasos sigilosos mientras rozaba con sus dedos el borde de la bañera—. Entre otras cosas, enjabonaba al emperador. —Y sumergió sus manos en la tina.
Cí permaneció inmóvil, incapaz de respirar, pensando que Iris Azul escucharía los latidos de su corazón. Percibió la presión de sus dedos cerca de sus pies. Tembló. Pensó que iba a acariciarle, pero en ese instante la mujer destapó el desagüe de la tina y se levantó.
—La cena está preparada. Te espero en el comedor. —Y se marchó de la estancia mientras la bañera se vaciaba.
Cí pensó que había sido como estar ante una diosa capaz de susurrarle un beso mientras planeaba su perdición.
De no ser por la descortesía que hubiese significado su ausencia, Cí habría renunciado a la cena. Limpio y perfumado, se presentó en el pequeño salón al que le guio la sirvienta, una estancia recoleta en la que aguardaba Iris Azul sentada en una banqueta. Tomó asiento frente a ella, sin osar mirarla. Nada más alzar la vista, se quedó admirado. La mujer vestía una blusa vaporosa que dejaba entrever su piel. Tragó saliva y retiró la vista, como si temiese que Iris Azul pudiera advertirlo, pero después, mientras ella le ofrecía un plato de brotes de soja, se atrevió a contemplarla. Conforme se movía, la silueta de sus pechos se recortaba contra la seda marcando la protuberancia de sus pezones. Como ella permanecía ajena, su mirada se volvió más fija, más intensa. Observó sus brazos torneados. Sus manos cuidadas exploraban los frutos con delicadeza, palpándolos y acariciándolos para percibir su madurez y su textura. La respiración de Cí se tornó pesada. No podía dejar de contemplarla.
—¿Qué miras? —le preguntó ella.
Cí dio un respingo.
—Nada —respondió.
—¿Nada? ¿No te gusta lo que nos han servido? Hay incluso uvas pasas…
—¡Oh, sí! ¡Por supuesto! —Y cogió uno de aquellos extraños frutos.
—Antes me preguntaste por mi antiguo trabajo… ¿De veras te interesa? —preguntó Iris mientras le servía.
—Mucho. —Admiró la belleza de unos ojos que le hacían olvidar todo lo demás—. ¡Perdón! —se excusó, y cogió la escudilla. Al hacerlo, volvió a rozarle las manos. Le sacudió un escalofrío.
Iris bebió y sus labios se humedecieron. Dejó lentamente la tacilla sobre el tapete de bambú y apoyó las manos sobre su regazo. Cí supuso que ella sabía que la estaba mirando.
—De modo que deseas saber a qué se dedica una nüshi… Deberías terminar de comer, o quizá beber un poco más, porque escucharás una historia repleta de amargura. —Inspiró mientras miraba al vacío. Luego sonrió con un rastro de angustia—. Entré al servicio del emperador siendo una niña, condición que perdí pronto porque en cuestión de días ese hombre acabó con mi infancia. Debió de ver algo en mí. Lo vio, y simplemente lo cogió. —Su mirada se entristeció—. Crecí entre concubinas. Ellas fueron las hermanas que me enseñaron a vivir. A vivir para él, para satisfacer al Hijo del Cielo con un arte refinado, sutil… y descorazonador. —Sus ojos se humedecieron—. En vez de jugar, aprendí a besar y a lamer. En lugar de reír, aprendí a complacer…
»¿Textos de Confucio…? ¿Los Cinco Clásicos…? Jamás los escuché. Los libros que me leían eran los clásicos del placer: el Xuannüjing, el libidinoso Manual de la muchacha oscura; el Xufangneimishu, el Prefacio del arte secreto de la alcoba; el Ufangmijue, Las fórmulas secretas del tálamo; el Unüfang, Las recetas de la dama sencilla… Mientras mi cuerpo crecía y mis pechos se formaban, se aferró a mí un odio tan profundo e intenso como mi propia ceguera. Y cuanto más le odiaba, más me deseaba él. —Entornó los párpados, como si pudiera verlo.
»Aprendí a ser mejor que las demás. A chupar mejor, a emplear cada orificio, a arquear con fuerza mis caderas, a sabiendas de que, cuanto más me desease, más efectiva sería mi venganza.
»Ése era mi anhelo. —Dirigió sus ojos hacia Cí—. Con el tiempo, me convertí en su favorita. Gozaba de mí día y noche. Codiciaba tenerme, lamerme, penetrarme. Y cuando lo obtuvo todo de mí; cuando ya no pudo sacar más de mi cuerpo, entonces deseó también mi alma.
Cí contempló el rostro de Iris Azul, abatido como una flor marchita. El estómago le oprimía. Las lágrimas resbalaban sin cesar por sus suaves mejillas.
—No es necesario que sigas. Yo…
—Querías oírlo, ¿no? —le interrumpió ella—. ¿Sabes lo que es que te estrujen como un limón? Sentirte usada, y lo que es peor: gastada, vacía. Cuando llegas a una situación en la que ni siquiera te queda tu propio respeto; cuando te han arrebatado tu honor, tu honra, tu estima… —Se enjugó las lágrimas.
»Sólo era una cáscara, una peladura reseca sin color ni aroma. Una juventud hueca y herida que yo misma odiaba. Y lo gracioso es que era la envidia de mis compañeras. Cualquiera de ellas se habría cambiado por mí, incluso con mi ceguera, con tal de ser la favorita. Pero yo no podía tener hijos como ellas. —Volvió a reír con un rictus de amargura.
»Conseguí lo que pretendía a costa de mi dignidad. Te aseguro que habría hecho cualquier cosa que me hubiera pedido. O lo hice… ya no recuerdo. Pero, al final, conseguí mi propósito. La cáscara se endureció, y cuando el emperador necesitó mi piel tanto como a su vida; cuando logré que me llamara en sueños, que despertara enfebrecido buscándome para que saciara su sed de carne, entonces me negué. De repente, mi alegría se convirtió en tristeza; mi pasión en languidez; mi deseo en postración… Para lograrlo, lloré, grité y me arrastré. Alegué una enfermedad a la que sus médicos no encontraron curación. Ni tampoco a la suya, como yo sabía que sucedería. Desde aquel día, su orgulloso tallo de jade se convirtió en un suave pañuelo de seda, porque ninguna concubina, ninguna cortesana, ninguna prostituta en el reino fue capaz de darle lo que yo le daba.
Cí la escuchó mudo. Su mano se acercó a la de ella en un deseo de reconfortarla, pero en el último momento se detuvo. Se alegró de que sus ojos no pudieran advertirlo.
—No es preciso que sigas —le insistió.
—Aun así, me mantuvo a su lado. Me nombró nüshi para que enseñara mis habilidades a sus nuevas adquisiciones, para que adiestrara a sus concubinas en las artes del placer. Y yo lo hice para estar cerca de él y disfrutar de su deterioro. Para verle envejecer y, al mismo tiempo, enloquecer.
»Luego, cuando su hijo Ningzong ascendió al trono, pasé a un segundo plano. El nuevo emperador me regaló su indiferencia, que fue la misma con la que le traté yo. Seguí en la Corte hasta la muerte de mi padre. No podía heredarle mientras siguiera en palacio, pero entonces conocí a Feng.
Cí la miró. Sus lágrimas se habían secado. Imaginó que durante su vida en la Corte habría gastado todas las demás. Le sirvió un poco de licor.
—¿Y qué sucedió? —preguntó Cí.
—No quiero hablar de ello. —Su respuesta resonó seca como un martillazo.
Permanecieron un tiempo en silencio. Luego, ella se levantó, se disculpó por su comportamiento y se retiró a sus aposentos.
Cí continuó sentado frente al licor, con su cabeza latiendo en un torbellino de ideas y deseos. Cogió la botella y bebió de ella. Pensó en Feng. Pensó en Iris Azul. Todo le daba vueltas. Se aferró a la botella y se marchó a su habitación.
A medianoche, un extraño ruido le despertó. Cí se frotó las sienes. La cabeza le palpitaba como si le hubieran sacudido con una maza. Abrió los párpados y vio la botella de licor vacía a un palmo de su cara. El olor a alcohol dulzón y pegajoso le abofeteó. La habitación estaba a oscuras. Creyó escuchar el rumor de unos pasos y una puerta girar. El pulso se le aceleró. Sin moverse, dirigió la vista hacia la entrada de la habitación. Guiñó los ojos con extrañeza. En el umbral, una ligera luminosidad alumbraba la figura desnuda de Iris Azul.
La contempló en silencio imaginando su cuerpo de diosa en medio de la penumbra. La mujer entró y cerró la puerta. Un temblor le estremeció. La vio entrar despacio, caminando serena, dirigiéndose hacia él. Lentamente, Iris avanzó hasta detenerse al borde de la cama. Cí permaneció inmóvil, pero su respiración pesada delataba su rubor.
Iris separó la sábana que le cubría y se deslizó debajo con la delicadeza de quien acaricia una flor. Algo dentro de Cí quería impedirlo. Algo aún más fuerte anhelaba rozar su piel. Podía imaginar el calor que desprendía su cuerpo, a un cabello del suyo. Suspiró.
Apenas si podía pensar. Su perfume intenso penetraba en sus pulmones hasta embriagarle haciéndole enloquecer. De repente, apreció la mano de Iris deslizándose lenta sobre su pierna. Su tacto era una caricia que ascendía perezosa hacia su cintura. Aspiró con fuerza y su abdomen se contrajo. Aguantó exánime, suplicando que se marchara de su lado y a la vez rezando para que continuara. Al sentir el contacto de sus pechos contra los suyos se estremeció. Escuchó su respiración profunda junto a su cuello.
Nunca se había apoderado de él una sensación similar.
Un terrible miedo le paralizaba. Sus cicatrices le cohibían, pero se dejó arrastrar por el calor que emanaba del cuerpo de la mujer. Hundió sus labios en su cuello suave y dulce como la mermelada, notando en ellos los latidos de una garganta que exhalaba suaves gemidos, como si muriera. Sus manos buscaron las de ella, las aferraron y las apretó contra él en un desesperado intento de conservarlas para siempre. Se encorvó sobre ella buscando sus espacios, sus rincones, saboreando sus hombros y sus clavículas mientras Iris dejaba exangüe su cabeza y alzaba sus pechos para que él los tomara.
Cí los recorrió con su lengua. Sabían a deseo, temblaban en sus labios. Notó su piel erizada, la dureza de sus pezones, el rumor de sus gemidos que escapaban de su boca mientras él la besaba. Bebió de su lengua con desesperación, como si necesitara apagar una sed tan antigua como su propia vida. Y ella respondió igual. Apretándole, atrayéndole. Abrazándole como si le necesitara, como si se aferrara a una roca en medio de la tempestad.
Siguieron besándose y acariciándose. Los jadeos de ella le incitaban, aguijoneando su deseo. La mujer separó su boca y buscó su pecho. Lo lamió y lo chupó mientras Cí la contemplaba en la penumbra. La deseaba. Deseaba penetrar en ella y se lo susurró. Ella no pareció oírle. Sus labios descendieron por el vientre de Cí, sin importarle sus cicatrices, hasta alcanzar su tallo de jade, duro y vibrante. Cuando Iris lo envolvió con su boca, Cí creyó morir. La mujer deslizaba sus labios con deseo, enganchada a él, prendida con una ansiedad desconocida para el joven. Su lengua le trastornaba haciéndole enloquecer. Él cerró los ojos para grabar aquel instante. De repente, sintió que Iris le abrazaba con sus piernas, como si justo en aquel momento le precisara dentro de él. Cí intentó entrar en ella, pero Iris se lo impidió, girándose hasta sentarse a horcajadas sobre él. La mujer se elevó hasta que su cueva del placer rozó el tallo de Cí, que tembló tenso. Con una mano, Iris le tapó los ojos. Con la otra, condujo despacio el miembro hacia su interior. Cí suspiró. Intentó apartar la mano que le cegaba, pero ella se apretó contra él y le lamió los labios.
—Iguales —le susurró.
—Iguales —respondió él, y permitió que su palma le cerrara los párpados.
La mujer bajó sus caderas hasta que su cueva le albergó ceñida, cálida, húmeda. Cí sintió un calor intenso que le dominaba y le vencía. Su bamboleo le mecía en un placer desconocido. Su boca le emborrachaba, le apasionaba, le enloquecía. Jamás había sentido nada igual. Iris siguió moviéndose, arqueándose, besándole con ansiedad como si cogiera bocanadas de aire antes de morir asfixiada, como si lo necesitara para vivir.
Luego su cuerpo se sacudió. Su cintura avanzó y retrocedió sobre Cí en una prolongada tortura de placer, cada vez más rápida, más violenta. Su boca no dejaba la de Cí ni siquiera para respirar. El joven sintió cómo ella se agitaba y se sacudía, cómo sus movimientos perdían el control y se convertían en frenesí. Luego, Cí se revolvió en impetuosos latigazos hasta derramarse dentro de ella, sintiéndose desfallecer.
Ella permaneció pegada a él, como si les hubieran cosido la piel. Sus respiraciones eran sólo un jadeo sincopado, aún atormentado por el placer. Antes de separarse, Cí notó el sabor salado de unas lágrimas que brotaban de los ojos ciegos de Iris. Deseó que fueran de felicidad.
Se equivocó.
Cuando al día siguiente se despertó, ella ya no estaba. Preguntó a la sirvienta por el paradero de su ama, pero ésta no supo darle razón.
Desayunó en la misma salita en la que habían cenado la noche anterior. El té no le supo a nada. Aspiró con fuerza, intentando recuperar el aroma de Iris Azul que aún conservaba impregnado en su piel. Sin embargo, su dulce sabor le dejaba ahora un regusto de amargura.
Pensó en Feng mientras se preguntaba si sería capaz de enfrentarse a él sin bajar la mirada. Sabía que no podría. Ni siquiera era capaz de mirarse a sí mismo frente al magnífico espejo de bronce que presidía la estancia. Apuró el té, buscando borrar los efectos del licor que aún le perseguían. Luego se levantó para asearse, como si con el agua pudiera arrastrar de su cuerpo la indignidad con la que se había cubierto. Anheló el placer de Iris Azul, pero se odió por haber perdido el alma.
De camino hacia su estancia se detuvo en el salón principal, cautivado por la belleza de las antigüedades que engalanaban sus paredes. Los jarrones, los lienzos, los espejos y los cuadros eran de tal magnificencia que ridiculizaban la colección que días atrás le había fascinado en las dependencias del eunuco Suave Delfín. Especialmente sublime era el muestrario de poesías antiguas, primorosamente caligrafiadas sobre lienzos montados en bastidores curvados que contrastaban sobre el rojo sangre de la pared tapizada en seda. Los textos pertenecían al célebre taoísta Li Bai, el poeta inmortal de la Dinastía Tang. Leyó despacio la estrofa.
Pienso en la noche.
Delante de la cama, la luna brilla.
Encima de la escarcha está la duda.
Miro arriba y hay luna llena.
Miro abajo y añoro mi vida.
Por un instante se vio reflejado en aquel verso.
Siguió leyendo hasta llegar a un pequeño epígrafe en el que se anunciaba que la composición pertenecía a una serie de once telas, cada una caligrafiada sobre un único paño. Sin embargo, en aquella pared sólo colgaban diez lienzos. Sobre el lugar que debería haber ocupado el undécimo aparecía un burdo retrato del poeta que no lograba ocultar la marca dejada por un bastidor anterior. Una impronta similar a la que los otros diez habían transferido a la seda.
Tragó saliva. No podía ser.
Iba a cerciorarse cuando un ruido a sus espaldas lo alarmó. Al girarse se dio de bruces con Iris Azul. Dio un respingo. La mujer se había puesto un llamativo vestido rojo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella.
—Na-da —tartamudeó Cí.
—Me ha dicho la sirvienta que has preguntado por mí.
—Así es. Pero me dijo que no sabía dónde estabas. —Intentó acariciar su mano, pero ella la retiró.
—Salí a dar un paseo —dijo circunspecta—. Siempre lo hago.
Cí la contempló. Había algo en su gesto que le parecía extraño. Volvió a mirar el lugar en el que suponía que habría estado el undécimo lienzo.
—Impresionantes poemas. ¿Siempre hubo diez? —preguntó.
—No lo sé. No puedo verlos.
Cí frunció los labios. No comprendía su actitud.
—¿Sucede algo? Anoche estabas más…
—Las noches son siempre oscuras. Los días nos traen la claridad. Dime, ¿qué has pensado hacer hoy? Aún no hemos hablado de los Jin.
Cí carraspeó. En realidad, no sabía muy bien cómo plantear la cuestión de los norteños. Quizá podría consultárselo a su maestro Ming. Así, de camino, comprobaría si Kan había cumplido con la promesa de cuidarle. Se excusó con Iris Azul diciéndole que debía visitar a un amigo enfermo y luego acudir a un almacén.
—¿A mediodía, entonces? —sugirió ella.
—Sí.
—De acuerdo. Te esperaré aquí. Cí abandonó el edificio agobiado por la inquietud. Aunque se resistía a admitirlo, cada vez creía menos en la inocencia de Iris Azul. Pero ansiaba confiar en ella. Dudó si contárselo a Ming.
Encontró al viejo maestro en una habitación modesta pero limpia, cercana a las estancias donde se alojaba el oficial Bo. Su aspecto había mejorado, aunque sus piernas aún mostraban un tono violáceo que le preocupó. Le preguntó si le había visitado el médico. Ming negó con la cabeza.
—No necesito a esos matasanos —refunfuñó. Se incorporó entre quejidos ahogados—. Pero he podido lavarme y no me dan mal de comer.
Cí miró la escudilla con restos de arroz seco que yacía junto a él. De haberlo sabido, le habría traído fruta y vino. Se lamentó por ello. Cuando se aseguró de que nadie les escuchaba, le confesó sus inquietudes sobre Iris Azul. Unas sospechas en las que no quería creer, pero que no paraban de aumentar. Le enumeró las circunstancias que le llevaban a recelar de la nüshi, si bien inmediatamente después la defendió.
Ming le escuchó con atención. Su rostro denotaba preocupación.
—Según cuentas, esa mujer parece tener motivos —argumentó Ming.
—Os repito que son sólo circunstanciales. No hay ninguna prueba contra ella. Además, ¿cómo no va a aborrecer al emperador? Si hubierais sufrido lo que ella, vos también le odiaríais, pero de ahí a que pretenda matarlo, media un abismo… Deberíais conocerla. —Bajó la mirada—. Esa mujer es pura dulzura.
—¿Y quién te dice que no la conozco? Lo extraño es que tú no supieras de ella. Me has hablado mucho de su encanto, pero ¿acaso no estarás confundiendo tus pensamientos con tus deseos?
El rubor se apoderó de Cí.
—¿A qué os referís? —saltó Cí—. Iris Azul sería incapaz de matar una mosca.
—¿Eso crees? Entonces supongo que sabrás el motivo por el que el emperador Ningzong la retiró de su cargo como nüshi.
—¡Claro que lo sé! Cuando Ningzong subió al trono, se deshizo de ella porque fue la causante de la enfermedad de su padre. El viejo emperador se volvió loco cuando ella le rechazó.
—¿Eso es lo que te ha contado? —Le miró con gesto severo—. Me extraña que no estés al corriente de una historia que todo el mundo conoce.
—¿Y cuál es esa historia? —le desafió Cí.
Ming compuso un gesto recriminador.
—Pues que el viejo emperador no se volvió loco por su rechazo. Los médicos que lo atendieron encontraron veneno en el té que ella le preparaba.
Cí sintió como si le estrujaran el estómago mientras las palabras de Ming restallaban en su interior. Se resistía a creerle, pero el rostro del maestro no dejaba lugar a dudas. Maldijo su debilidad por querer creer en la inocencia de Iris Azul, lo mismo que la hora en la que había sucumbido a sus encantos. Se sintió infinitamente estúpido, como si hubiera vendido su alma por un par de miserables monedas. Iba a preguntarle a Ming por los detalles cuando la presencia de un centinela le obligó a interrumpirse. Aguardó a que se fuera, pero el guardia se recostó sobre una de las paredes y prestó atención a la conversación. Tras esperar un rato, Cí renunció a su propósito, insistió a Ming en que se dejara visitar por el médico y abandonó la estancia acompañado de una terrible confusión.
Aún anonadado, intentó contemplar desde otra perspectiva los acontecimientos en los que se había visto involucrada Iris Azul. Al fin y al cabo, ella tenía un motivo: un rencor exacerbado hacia el emperador que no sólo no ocultaba, sino del que parecía envanecerse sin recato ante el primer desconocido que se le cruzara. Y si había sido capaz de envenenar al emperador, sin duda podía planear otros crímenes. Además, a ello podía sumar su falta de escrúpulos al traicionar a Feng, por mucho que él mismo hubiera sido cómplice en su infidelidad, o el asunto del perfume, que la vinculaba directamente con los cadáveres encontrados. Sin embargo, aún le quedaba encontrar la razón por la que Iris Azul mataría a unos desconocidos ajenos al emperador. O al menos, a uno de ellos. Porque en cuanto la relacionara con uno, estaba convencido de que los demás caerían detrás.
Decidió visitar de nuevo las estancias del eunuco. Había algo que necesitaba cotejar.
Las dependencias de Suave Delfín continuaban vigiladas por un centinela que le franqueó el paso tras comprobar el sello y registrar su nombre en el libro de entradas. Una vez dentro, Cí se dirigió directamente hacia la sala que el eunuco había convertido en su museo de antigüedades particular. En ella seguía colgado el majestuoso cuadro que en su primera visita le había llamado la atención. No había errado. Era la poesía del inmortal Li Bai. La número once. La que faltaba en la colección de Iris Azul.
Advirtió que la moldura blanca que lo enmarcaba era curvada, como la serie que había admirado en el pabellón de la nüshi. Desplazó el bastidor ligeramente para comprobar su huella en la pared. Después repitió la operación con el resto de los lienzos de la estancia. Cuando concluyó, en su rostro se mezclaban la rabia y la satisfacción. Al salir, recordó el libro de registro en el que quedaban reflejadas las personas que penetraban en las dependencias. Quizá no encontrara nada, pero tampoco tenía mucho que perder. Unas monedas cambiaron de mano y el guardia accedió a que lo consultara. Cí repasó los datos con avidez. Aunque la mayoría de los nombres le resultaban desconocidos, sus ojos brillaban sobre los renglones verticales. Por fortuna, también figuraba el cargo que desempeñaban en palacio, así que le fue fácil descartar a la servidumbre que había trabajado en los aposentos. Entre otros, en el listado figuraban Kan y Bo, pero finalmente encontró el nombre que realmente buscaba. La caligrafía era clara, determinante. Dos días después de la desaparición del eunuco, había visitado aquellas estancias alguien llamado Iris Azul.
Su corazón palpitó al sentir que rozaba la verdad. Aún faltaba una hora para su encuentro con la nüshi, así que aprovechó para ir al almacén donde se amontonaban los restos calcinados del taller del broncista y echar un vistazo.
Sonrió. Las piezas comenzaban a encajar.
Todo parecía ir encauzándose hasta que llegó al almacén y descubrió que la puerta permanecía abierta y sin vigilancia. Miró a un lado y a otro, pero no vio a nadie. De inmediato, su alegría se tornó en preocupación. Dentro, la negrura aguardaba amenazadora. Se adentró lentamente, con cautela, pero a los pocos pasos tropezó con un bulto y cayó, advirtiendo al tantear para levantarse que la mayoría de los objetos que él y Bo habían clasificado yacían desperdigados por el suelo. Maldijo a los culpables. Rápidamente, abrió las puertas, que dejaron pasar la suficiente luz como para descubrir que habían saqueado el almacén. De inmediato se dirigió hacia el lugar donde habían dispuesto los moldes, para advertir con desesperación que la mayoría habían sido destrozados hasta convertirlos en arena. Parecían haber empleado una maza sobre el enorme yunque que se hallaba a su lado. De repente, escuchó un ruido sobre su cabeza, e instintivamente empuñó la maza para dirigir la mirada hacia el altillo en el que habían amontonado las piezas de hierro.
No distinguió a nadie, así que continuó inspeccionando los restos hasta encontrar una talega que contenía yeso del utilizado para extraer positivos de los moldes. La cogió y se la guardó. Luego sonó un nuevo crujido, esta vez más intenso. Cí elevó otra vez la mirada lo suficiente como para distinguir sobre el altillo una figura agazapada. No le dio tiempo a más, porque súbitamente una avalancha de barras, rejas y maderas le cayó encima hasta sepultarle.
Cí sólo se atrevió a abrir los ojos cuando el polvo dejó de adherirse a sus pulmones. Apenas distinguía nada, pero, al menos, seguía vivo, de modo que agradeció a la fortuna haber resbalado bajo el yunque, que había hecho las veces de parapeto. Sin embargo, uno de los hierros le mantenía atrapada la pierna derecha impidiéndole cualquier movimiento. Intentó liberarse, pero no lo consiguió. Poco a poco, los rayos del sol se fueron filtrando en medio de la polvareda, recortando contra la luz la tenebrosa figura de un desconocido. Cí se quedó paralizado. Permaneció en silencio, por si se trataba de la misma persona que había provocado el derrumbe, pero eso no evitó que la figura se aproximase hacia él. Cí tragó una saliva pastosa. Aferró una barra de metal cercana y se dispuso a vender cara su vida. La figura estaba a un paso de él. Tensó sus músculos mientras escuchaba el borboteo de su sangre golpeándole en las sienes. De repente, la figura lo vio. Cí permaneció inmóvil, atento al movimiento de la víbora. Su respiración se aceleró. Estaba dispuesto a descargar el hierro sobre su cabeza cuando el desconocido habló.
—¡Cí! ¿Eres tú?
Cí dio un respingo. Era la voz de Bo. Por un momento se tranquilizó, pero aun así mantuvo la barra en la mano.
—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? —preguntó Bo mientras se afanaba en retirar los hierros que atrapaban a Cí.
Cí le ayudó hasta conseguir liberarse. Luego se apoyó en Bo para salir del almacén. En el exterior, aspiró una bocanada de aire limpio. Aún desconfiaba de Bo, así que le preguntó qué había ido a hacer allí.
—El centinela que descubrió los destrozos me informó de que alguien había aprovechado la ausencia de la guardia nocturna para reventar la puerta, así que vine para comprobarlo.
Cí dudó de Bo. De hecho, dudaba de todos. Intentó caminar, pero sólo logro hacerlo con dificultad, así que le pidió al oficial que le acompañara hasta el Pabellón de los Nenúfares, pues temía que, en su estado, pudieran volver a atacarle. Durante el trayecto, Cí se interesó por los avances en el asunto del retrato del cadáver que se había difundido por la ciudad.
—Aún no hay nada —se excusó Bo—. Sin embargo, tengo novedades sobre la mano cercenada. El extraño tatuaje con forma de llama que encontraste bajo el pulgar no era tal.
—¿Qué queréis decir?
—Hice que lo examinara Chen Yu, un reputado tatuador del mercado de la seda. Uno de los mejores de Lin’an. El hombre le dedicó un buen tiempo antes de afirmar que, en su opinión, parte del círculo externo se había borrado por culpa de la sal. —Se agachó sobre el suelo arenado y dibujó una achaparrada llama ondulada. Luego la bordeó con un círculo—. En realidad, no son unas llamas. Es un yin-yang.
—¿El símbolo de los taoístas?
—Más concretamente, el de un monje alquimista. El tatuador me aseguró que el pigmento empleado era cinabrio, el elemento identificativo de los ocultistas que buscan el elixir de la vida eterna.
A Cí no le sorprendió su respuesta. En realidad, después de lo ocurrido en el almacén, ya no le sorprendía nada. Recordó que la única persona a la que le había contado su intención de acudir al almacén había sido a Iris Azul, y al punto comprendió lo necio que había sido al pretender creer en su inocencia. La nüshi tenía un motivo: la venganza contra el emperador. Había dispuesto de la oportunidad a través de su sirviente mongol y poseía la necesaria sangre fría, como demostraba el hecho de haber intentado envenenar al emperador años atrás y ahora de intentar matarle a él. Lo más conveniente sería ir a ver a Kan y revelarle sus descubrimientos. Pero antes debía proteger su bien más valioso: el molde que había ocultado en el pabellón.
Cuando los sirvientes del Pabellón de los Nenúfares advirtieron lo penoso de su estado, hicieron ademán de avisar a la señora, pero Cí les ordenó que le condujesen directamente a sus aposentos y le dejaran solo. Le agradeció la ayuda a Bo y se despidió de él.
Nada más entrar a su habitación, Cí corrió hacia el lugar donde guardaba el molde de terracota verde. Aún desconocía el motivo, pero presentía que ésa precisamente era la pieza que buscaba la persona que había pretendido asesinarle. Por suerte, los fragmentos continuaban en el mismo lugar. Estaba escondiéndolos de nuevo cuando Iris Azul entró sin llamar. A Cí le tembló el corazón.
—Me han dicho que has sufrido un accidente —dijo Iris, sobresaltada.
Cí no se conmovió. Terminó de esconder los restos del molde, sabedor de que Iris no podía verle y se incorporó.
—Sí. Un accidente bastante extraño. De hecho, yo casi lo denominaría un intento de asesinato. —Se arrepintió al momento de su incontinencia verbal.
Al escucharlo, Iris abrió los ojos, evidenciando aún más su extraño matiz.
—¿Qué…? ¿Qué ha sucedido? —balbuceó.
Era la primera vez que Cí la veía vacilar.
—No lo sé. Esperaba que me lo contaras tú. —Se arrancó la blusa hecha jirones y la arrojó sobre la cama.
—¿Yo? No entiendo…
—Dejémonos de mentiras. —La agarró por una muñeca—. Desde el primer momento no quise creer a Kan, pero él tenía razón.
—¿Pero qué necedades dices? ¡Suéltame! ¡Suéltame o te haré azotar! —Se zafó.
Iris comenzó a temblar mientras sus pies retrocedían titubeantes. Cí se apresuró a cerrar la puerta. Al oír el portazo, ella dio un respingo. Cí la acorraló.
—Por eso me sedujiste, ¿no? Kan me advirtió sobre ti; sobre tus planes contra el emperador. No quise creerle y casi me cuesta la vida, pero todas tus argucias han fracasado. Igual que tus mentiras.
—Estás loco. ¡Déjame!
—El eunuco trabajaba en el monopolio de la sal. Ignoro si descubrió algo en las cuentas y tú le sobornaste o simplemente te chantajeó, pero sabías de su obsesión por las antigüedades y le pagaste con una a la que no pudo renunciar. Y cuando te siguió chantajeando, acabaste con él.
—¡Vete de aquí! ¡Vete de mi casa! —sollozó.
—Eras la única persona que sabía que yo iría al almacén y por eso enviaste a un sicario para que me matara. Probablemente, el mismo que acabó con la vida de Suave Delfín y de los otros.
—¡Te digo que te vayas! —gritó.
—Empleaste la Esencia de Jade para asustarles, para que supieran que una ciega podía acabar con ellos. Te sabías protegida por lo que sucedió con tu antepasado; sabías que el emperador no volvería a arriesgarse, acusando sin pruebas a la nieta del famoso héroe al que nuestro imperio traicionó. Pero tu sed de venganza no conocía límites. Me mentiste cuando mencionaste que el emperador enfermó de amor. ¡Lo envenenaste igual que a mí ayer!
Iris Azul intentó salir de la habitación, pero Cí se lo impidió.
—¡Confiésalo! —bramó Cí—. Confiesa que me mentiste. Que me hiciste creer que sentías algo por mí. —De repente, se dio cuenta de que sus propios ojos se le humedecían.
—¿Cómo te atreves a acusarme de nada? ¡Tú! Tú, que fuiste el primero en mentirme sobre tu verdadera profesión; tú, que has traicionado a tu querido Feng con su bella esposa ciega.
—¡Me embrujaste! —aulló Cí.
—Eres patético. No sé qué pude ver en ti. —Intentó salir de nuevo.
—¿Acaso crees que tus lágrimas te salvarán? Kan tenía razón en todo. ¿Me oyes? ¡En todo! —Volvió a retenerla.
Los ojos húmedos de Iris estaban inflamados por la rabia.
—¡En lo único que ese consejero puede tener razón es en que soy una estúpida! ¿Sabes? La noche que defendiste a aquella cortesana creí que serías diferente. ¡Maldita necia! —se lamentó—. No eres distinto a los demás. Te crees con derecho a acusarme y a condenarme, a usarme y a despreciarme porque sólo soy una vieja nüshi. Una experta en las artes de alcoba. Y sí. Es cierto. Te seduje. ¿Y qué? —le retó—. ¿Qué sabes tú de mí? ¿Acaso sabes cómo es mi vida? No. ¡Desde luego que no! Jamás podrías imaginar ni por un momento el infierno que me ha tocado vivir.
Cí pensó en su propio infierno. Sabía bien lo que era sufrir, del mismo modo que sabía que ella era culpable. Aquella mujer no tenía derecho a reprocharle nada. Y mucho menos después de lo que había descubierto.
—Kan me lo advirtió —acertó a repetir.
—¿Kan? Esa bola de sebo vendería a sus hijos con tal de conseguir su propósito. ¿Qué es lo que te ha contado? —Le golpeó en el pecho—. ¿Que intenté envenenar al emperador? ¡Pues no! ¡No lo hice, por mucho que ahora me arrepienta! ¿Acaso crees que de ser cierto el emperador me habría dejado con vida? ¿Acaso te ha revelado Kan el motivo de su rencor? ¿Te ha dicho que mil veces intentó poseerme y que siempre le rechacé? ¿Te ha contado que me pidió en matrimonio y me negué? ¿Te ha revelado la afrenta que supuso para el gran consejero de los Castigos que una nüshi le despreciara? —Se dejó caer al suelo, abatida entre lágrimas.
Cí la contempló sin saber qué decir. Por una parte quería creerla, pero las pruebas…
—Tu nombre aparecía en el registro de las dependencias de Suave Delfín —le confesó—. No sé cómo lograste entrar, pero lo hiciste. Y dentro cuelga un lienzo con la undécima poesía de Li Bai. Una antigüedad que te pertenece. Una reliquia que debería estar en tus paredes y que sustituiste por un burdo retrato del autor. Un texto que el eunuco jamás habría podido adquirir. —Esperó a que ella lo desmintiera, pero Iris enmudeció—. Leí los sellos de propiedad. Esas poesías pertenecieron a tu abuelo. Si es verdad que tanto le apreciabas, jamás habrías permitido que abandonaran tu hogar. A menos…
—¿A menos…? —sollozó, y se giró para marcharse.
—¿A dónde vas?
—¡Déjame en paz! —Se volvió y miró hacia donde creía que se encontraban los ojos de Cí—. ¡Pregúntale a Kan! Conserva docenas de frascos de Esencia de Jade que se apropió para agasajarme. En cuanto a la poesía de Li Bai, mi marido se la regaló a Kan, así que pregúntale a él cómo llegó a manos de Suave Delfín. —Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo—. Y, por si no lo sabías, el día que entré en las dependencias del eunuco lo hice para recoger unas miniaturas de porcelana. Sí, el eunuco era mi amigo. Por eso Kan me advirtió que había desaparecido y por eso me pidió que acudiese a recoger las miniaturas que me pertenecían… Si no me crees, pregúntaselo a él.
Una vez a solas, Cí intentó sacudirse de la confusión que le atenazaba. Cuando se serenó, volvió a sacar el molde y se sentó en el suelo para terminar de reconstruirlo. Comenzó siguiendo el orden apuntado, pero los fragmentos se le desmoronaron. Se miró las manos. Le temblaban como las de un niño asustado. De un manotazo apartó los trozos y los lanzó lejos.
No podía quitarse a Iris Azul de la cabeza. Se arrepintió de haber sujetado con fuerza a la misma mujer que le había amado con tanta dulzura la noche anterior. Lamentaba haberse dejado llevar por su temperamento, pero creía estar en lo cierto al acusarla. Sin embargo, el comportamiento de la nüshi no se correspondía con el de alguien culpable. Una mujer acorralada, quizá, ¿pero culpable…? Existían pruebas que la incriminaban, pero también numerosas lagunas acompañaban la acusación.
¿Por qué razón habría querido Iris Azul matar a aquellos hombres? Era la cuestión que le atormentaba. Se la formulaba una y otra vez. Tal vez la respuesta residiera en los fragmentos de terracota o quizá en el propio Kan.
Inspiró varias veces antes de ponerse de nuevo con el molde. No podía permitirse más errores, así que se empeñó en la tarea de unir los fragmentos con los restos del arroz gelatinoso. Poco a poco, la horma fue cobrando forma hasta completar dos mitades que, una vez juntas, conformaron un bloque prismático del tamaño de un antebrazo. Apartó los fragmentos sobrantes, que parecían constituir parte de una varilla interna, y, con cuidado, enlazó los dos caparazones con un cinto. Después mezcló en una palangana el yeso que había traído del almacén y vertió su contenido en el hueco del molde. Mientras aguardaba a que fraguara, limpió con cuidado los restos blanquecinos. Finalmente, cuando se cercioró de su solidez, separó las dos mitades.
Cí contempló el resultado de su trabajo. Sobre el suelo descansaba una pieza de yeso que, por su aspecto, le recordó a una especie de cetro de mando. Su longitud rondaría los dos palmos, y su circunferencia, del grosor de la empuñadura de una espada, podía abarcarse con la mano. No imaginaba cuál podía ser su utilidad, así que escondió nuevamente los fragmentos del molde en el armario. Los que formaban parte de la varilla interior optó por ocultarlos junto al cetro de yeso en el entarimado, bajo una lama que encontró suelta. Luego abandonó el Pabellón de los Nenúfares. La ansiedad le oprimía y necesitaba respirar.
Vagó desconcertado. Estaba acostumbrado a analizar cadáveres y a examinar cicatrices, a buscar marcas y a desvelar heridas invisibles, pero ignoraba cómo enfrentarse a intrigas y rencores, a pasiones y a mentiras ante las cuales su pensamiento racional parecía no tener respuesta. Cuanto más lo meditaba, mayor era su certeza de que Kan le había manipulado desde su primer encuentro. De ser cierta la información de Iris Azul, el consejero de los Castigos habría actuado contra ella movido por un despecho aún más poderoso que el que ella profesaba hacia el emperador. Que Kan hubiese acompañado a Iris Azul a las dependencias del eunuco era una posibilidad, y si realmente el consejero tenía acceso a la Esencia de Jade, cobraba sentido que éste hubiera dejado rastros de perfume para incriminarla. Porque que lo hubiera hecho ella para autoinculparse escapaba a su comprensión. Además, Iris Azul nunca había ocultado su resentimiento hacia el emperador, lo cual la convertía en un objetivo fácil sobre el que descargar cualquier imputación. Si a ello sumaba el hecho de que Kan fue el último que vio con vida al fabricante de bronces, que fue él quien mantuvo una extraña reunión con el embajador de los Jin y su falta de claridad a la hora de proporcionar explicaciones, tal vez en el propio consejero residiese la solución.
Miró a su alrededor. Si tuviera que elegir un lugar en el que aposentarse, desconfiaría más de aquel palacio que de un nido lleno de víboras.
Meditó cómo actuar. No podía acudir a Kan, porque lo único que conseguiría sería prevenirle. Quizá el consejero fuese el asesino. O quizá el inductor. O tal vez no tuviera nada que ver y simplemente había pretendido aprovechar unos asesinatos que en nada suponían una amenaza para armar una mentira y vengarse de la mujer que le había humillado, y que, de algún modo, aún gozaba de la protección del emperador. Recordó entonces que el propio Ningzong le había advertido sobre el irascible temperamento de Kan.
El propio Ningzong…
Quizá debería hablar con el emperador. De hecho, no se le ocurría otra forma de arrojar luz sobre un asunto que no sólo se había enquistado, sino que comenzaba a tornarse demasiado peligroso.
Se armó de valor. Tomó aire y fue en busca de Bo. Necesitaba su ayuda si pretendía ser recibido por el emperador.
* * *
Encontró a Bo en su habitación, aseándose. Cuando le dijo que precisaba una audiencia inmediata con el emperador, Bo se negó.
—Existe un protocolo que todos hemos de respetar. Si lo ignoramos, seremos azotados, o algo aún peor —le aseguró.
Cí conocía bien los interminables rituales que marcaban el día a día del emperador, pero también sabía que para lograr sus objetivos no debía retroceder ante las dificultades. Le dijo a Bo que había resuelto los crímenes y que precisamente por ello ni podía hablar con Kan ni podía aguardar más tiempo.
—Además, en caso de que os reprendan, diré que ha sido idea mía.
—Ya… Pero me nombraron tu escolta precisamente para evitar ideas de ese tipo —dijo mientras se secaba la cabeza.
—¿Acaso olvidáis lo sucedido en el almacén? Si no me ayudáis, puede que mañana no tengáis a quien escoltar.
Bo se maldijo. Apretó los dientes mientras miraba fijamente a Cí. Finalmente, tras unos instantes de duda, decidió trasladar la cuestión a su inmediato superior. Éste, a su vez, lo hizo al suyo, y este último, a un grupo de ancianos ceremoniosos que enmudeció al conocer la pretensión del recién llegado. Por fortuna, el más consumido pareció comprender la importancia del asunto y, aprovechando un intervalo en sus actividades, hizo llegar la petición al emperador. Pasado un tiempo que a Cí se le antojó interminable, el anciano regresó. Su rostro era árido como una piedra.
—Su Honorable Majestad te recibirá en el trono —dijo con seriedad. Encendió una varilla de incienso del tamaño de una uña y se la entregó a Cí—. Podrás hablar hasta que se extinga. Ni un suspiro más —le advirtió.
Cí siguió al anciano hasta el salón real sin ni siquiera fijarse en la magnificencia del lugar. Su único interés consistía en mantener con vida una llama que ya amenazaba con quemarle el pulgar. Se humedeció los dedos e intentó hacer lo propio con el extremo de la varilla para prolongar su existencia. De repente, el anciano se apartó y Cí se vio frente al emperador.
El dorado de su túnica le deslumbró tanto que a punto estuvo de perder la varilla cuando el anciano le sacudió un varetazo para que se arrodillase. De inmediato, Cí recuperó la compostura y se agachó para besar el suelo. Apenas le quedaba tiempo y el anciano parecía eternizarse volviendo a explicar el motivo de su presencia. Pensó en interrumpirlo, pero aguantó hasta que finalmente recibió autorización para hablar. Cí se atropelló con el relato de lo acaecido. Refirió al emperador sus sospechas sobre Kan, informándole de sus mentiras y de sus intentos sesgados para inculpar a Iris Azul.
El emperador le escuchó en silencio con sus ojos mortecinos escrutando cada una de sus palabras. Su rostro céreo permaneció impasible, sin rastro de emoción.
—Acusas de deshonor a uno de mis hombres más leales, a un consejero imperial por el que me dejaría cortar una mano. Una afrenta que, de ser falsa, está penada con la muerte —le advirtió pausadamente Ningzong—. Y, sin embargo, sigues ahí… manteniendo entre tus dedos los rescoldos de una varilla que lucha por apagarse… —Juntó las palmas de sus manos y las colocó sobre sus labios fruncidos.
—Así es, Majestad. —Tembló mientras las yemas se le quemaban.
—Si doy orden de que Kan sea conducido hasta aquí y éste rebate tus acusaciones, me veré obligado a ejecutarte. Si, por el contrario, lo meditas y retiras tu acusación, seré magnánimo y olvidaré tu atrevimiento. Así pues, piénsalo atentamente y dime: ¿estás dispuesto a mantener tu denuncia?
Cí aspiró con fuerza. La llama palideció hasta desaparecer.
Dijo «sí» sin pensar. El oficial encargado de avisar al consejero de los Castigos irrumpió en la Sala del Trono temblando como si hubiera visto a un diablo. Su rostro estaba cubierto por el sudor y sus ojos escapaban de sus órbitas. Corrió como un exaltado y se lanzó de bruces a los pies del emperador, que, extrañado, retrocedió como si se le hubiera abrazado un apestado. Varios centinelas lo apartaron de él y le obligaron a levantarse. El hombre balbuceó algo ininteligible. Sus pupilas dilatadas eran el reflejo del terror.
—Está muerto, Majestad. ¡Kan se ha ahorcado en su habitación!