Cí permaneció de pie frente al juez, paralizado. Feng tan sólo balbuceó. Cuando por fin se sobrepuso, el juez hizo ademán de preguntarle algo, pero el joven se le adelantó.
—Honorable Feng. —Se inclinó ante él.
—¿Qué haces tú aquí? —acertó a pronunciar el juez.
—¿Os conocéis? —intervino Kan, sorprendido.
—Sólo un poco… Hace años mi padre trabajó para él —se apresuró a contestar Cí. El joven advirtió que Feng no terminaba de comprender. Sin embargo, el anciano tampoco le desmintió.
—¡Excelente! —aplaudió Kan—. Entonces, todo resultará más fácil. Como te venía comentando —se dirigió a Feng—, Cí me está ayudando en la elaboración de unos informes sobre los Jin. Pensé que la experiencia de tu esposa podría beneficiarnos.
—¡Y pensaste bien! Pero sentémonos y celebremos este encuentro —les invitó Feng, aún azorado—. Cí, te suponía en la aldea, dime, ¿qué tal sigue tu padre? ¿Y qué te ha traído por Lin’an?
Cí bajó la cabeza. No le apetecía hablar de su padre. En realidad, no le apetecía hablar de nada. Le avergonzaba la posibilidad de haber llevado la deshonra a Feng y, más aún, de haber deseado a su mujer. Intentó evitar la conversación, pero el juez insistió.
—Mi padre murió. Se derrumbó la casa. Murieron todos —resumió Cí—. Vine a Lin’an pensando en los exámenes… —De nuevo bajó la mirada.
—¡Tu padre, muerto! ¿Pero por qué no viniste a verme? —Asombrado, pidió a Iris que sirviera más té.
—Es una larga historia —intentó zanjar Cí.
—Pues eso vamos a remediarlo —repuso Feng—. Kan me ha comentado que te estás alojando en palacio, pero ya que has de trabajar con mi esposa, te propongo que te traslades aquí. Si Kan no se opone, por supuesto…
—Al contrario —dijo Kan—. ¡Me parece una propuesta excelente!
Cí quiso rechazar la invitación. No podía traicionar a quien consideraba como su padre. En cuanto regresara Astucia Gris se descubriría que era un fugitivo y su deshonor salpicaría a Feng. Pero el juez insistió.
—Ya verás. Iris es una excelente anfitriona y recordaremos viejos tiempos. Estarás feliz aquí.
—De verdad, no quiero molestar. Además, tengo todos mis útiles y mis libros en palacio y…
—¡Menudencias! —le interrumpió—. Ni yo me lo perdonaría ni tu padre me perdonaría que te dejara marchar. Daremos orden de que trasladen tus pertenencias para que puedas alojarte de inmediato.
Hablaron de asuntos intrascendentes mientras Cí oía sin escuchar. Tan sólo miraba el rostro de Feng, curtido por las arrugas. Le hería el corazón la sola idea de permanecer bajo el mismo techo que él, así que suspiró con alivio cuando Kan se levantó para dar por terminada la reunión y solicitar que le acompañara. Feng e Iris les siguieron hasta la puerta.
—Hasta pronto —se despidió Feng.
Cí le devolvió el saludo, rezando para que en realidad fuera un «hasta nunca».
* * *
De camino a palacio, Kan se congratuló por la fortuna de aquel encuentro.
—¿No lo entiendes? —Se frotó las manos—. ¡Tendrás la oportunidad de conocer los secretos de esa mujer! ¡De indagar sin que ella se entere! ¡De seguir a su sirviente mongol!
—Con todos mis respetos, excelencia. La ley prohíbe taxativamente que un investigador se aloje en el domicilio de un sospechoso.
—La ley… —escupió—. Esa norma sólo pretende impedir que el investigador sea corrompido por los familiares, pero si éstos desconocen que están siendo investigados, difícilmente podrán corromper a nadie. Además, tú no eres juez.
—Lo siento —le atajó—. Seguiré investigando si así lo deseáis, pero no me alojaré en casa de esa mujer.
—¿Pero qué necedades dices? ¡Ésta es una ocasión única! ¡Ni a propósito la habría ideado mejor!
Cí estaba convencido de ello porque el gesto de Kan era el de un depredador. Intentó disuadirle, argumentando que no podía traicionar la confianza del hombre que había sido amigo de su padre. Deshonraría a su padre, al juez Feng y a sí mismo, y eso era algo que no se podía permitir.
—¿Y por esa confianza dejarás que su propia mujer le conduzca a la ruina? Tarde o temprano saldrá a la luz su perfidia, alcanzará a Feng y lo abatirá como a una marioneta.
—¡Muy bien! Pues si tanto os importa el porvenir de Feng, detenedla entonces —replicó.
—¡Maldito necio! —Su rostro cambió—. Ya te he explicado que necesitamos saber quiénes son sus cómplices. Si la detuviera ahora, escaparían antes de que la tortura nos proporcionase sus nombres. Además, hay mucho más en juego que el honor de un pobre anciano: está en liza el futuro del emperador.
Cí pensó bien lo que iba a decir. Sabía que podía costarle la vida, pero no lo dudó.
—Obrad como queráis, pero no lo haré. No antepondré el futuro del emperador al del juez Feng.
Kan atravesó a Cí con la mirada. El consejero no dijo nada, pero el joven paladeó en su garganta un indescriptible temor.
* * *
De regreso a su habitación, Cí comprendió que había llegado el momento de escapar. Si se apresuraba, aún podría conseguirlo. Sólo debía llamar a Bo y encontrar una excusa para que le acompañara más allá de las murallas. Luego, al primer descuido, se escabulliría y huiría de Lin’an para siempre. Llamó a un sirviente y encargó que avisaran al oficial.
Mientras recogía sus pertenencias, tuvo tiempo para lamentarse. Sabía que jamás se le volvería a presentar una ocasión así. Había rozado su sueño con los dedos y ahora debía dejarlo escapar para siempre. Se acordó de su hermana pequeña, de su inocente carita de melocotón. Recordó la pérdida de su familia, sus deseos de llegar a ser juez y de demostrar al mundo que existían otras formas de investigar y buscar la verdad. Eso también iba a perderlo. Ahora, lo único que podía hacer era conservar su dignidad.
Cuando escuchó la llamada a la puerta, se guardó la tristeza, y cogió una pequeña talega en la que metió sus libros de notas. Afuera aguardaba Bo, al que explicó que le necesitaba para que le acompañara de nuevo al taller del broncista. Bo no sospechó nada. Salieron del palacio y se dirigieron hacia las murallas. Cí temía que en cualquier momento un brazo desconocido le sujetara por la espalda. Aligeró el paso. Cuando se disponían a cruzar la primera muralla, un centinela les dio el alto. Cí apretó los dientes mientras Bo mostraba los salvoconductos, que el centinela examinó con parsimonia. Luego miró a Cí con detenimiento mientras comprobaba las credenciales. Tras unos instantes de duda, les franqueó el paso que comunicaba con la segunda muralla. Avanzaron. En el siguiente control, otro centinela volvió a detenerles. Bo repitió la operación mientras Cí aguardaba mirando hacia otro lado. El guardia le observó con el rabillo del ojo. Cí se mordió los labios. Era la primera vez que le ponían reparos. Aspiró con fuerza y aguardó. Al poco, el centinela regresó con los salvoconductos en la mano. Cí intentó cogerlos, pero el guardián los retuvo.
—Están firmados por el consejero de los Castigos —le observó Cí de mala gana.
Al centinela no pareció intimidarle.
—Sígueme a la torreta —le ordenó.
Cí obedeció. Al entrar, dio un respingo. Dentro aguardaba Kan. El consejero se levantó, cogió las credenciales que le ofrecía el centinela y las arrugó sin mirarlas.
—¿A dónde ibas? —preguntó Kan. Su rostro destilaba desdén.
—Al taller del broncista. —Cí sintió el galopar de su corazón—. Hay una pista que necesito investigar. Me acompaña Bo —añadió.
Kan enarcó una ceja. Aguardó antes de preguntar.
—¿Qué clase de pista?
—Una —balbuceó Cí.
—Puede que sea cierto… O puede, como sospecho, que hayas considerado la necia posibilidad de escapar. —Hizo una pausa y sonrió—. Por si fuera ése el caso, quiero advertirte de que sería muy descortés que lo hicieras sin despedirte de tu maestro Ming. Está en las mazmorras. Detenido. Y ahí seguirá hasta que accedas a alojarte en el pabellón de Feng.
* * *
Cuando Cí vio el estado en el que se hallaba Ming, la rabia le devoró. El hombre yacía en un camastro roto, con el rostro impávido y la vista perdida. Al advertir la presencia de Cí, intentó levantarse para saludarle, pero sus piernas se lo impidieron. Las tenía amoratadas, maceradas a bastonazos. El profesor balbuceó, dejando a la vista en su boca un hueco sanguinolento.
—Esos bárbaros… me golpearon —alcanzó a decir.
Cí no tenía elección. Abogó para que fuera atendido y trasladado a otro lugar. Luego le aseguró a Kan su colaboración.
* * *
Varios sirvientes le ayudaron a transportar sus pertenencias hasta el Pabellón de los Nenúfares. Cuando se retiraron, Cí admiró con tristeza su nueva habitación. Era una estancia amplia desde la que se divisaba el jardín cuajado de limoneros. El aroma de los árboles inundaba cada rincón, convirtiéndolo en un paraíso de frescor. Dejó sus cosas y salió al encuentro del juez Feng, que aguardaba afuera rebosante de satisfacción. Cuando llegó a su altura, Cí se inclinó para cumplimentarle, pero Feng lo acogió entre sus brazos antes de que terminara su reverencia.
—¡Muchacho! —Le alborotó el pelo con entusiasmo—. ¡Cuánto me alegro de tenerte entre nosotros!
Al calor de un delicioso té negro, Feng se interesó por las circunstancias que habían rodeado la muerte de su padre. Cí le narró la pérdida de su familia, sus vicisitudes en la ciudad, su encuentro con el adivino, la trágica desaparición de su hermana, su ingreso en la Academia Ming y su posterior llegada a palacio, pero evitó los detalles referentes a su fuga y al motivo de su presencia en aquella habitación. Feng le escuchaba boquiabierto, como si no diera crédito a sus palabras.
—Pero todas esas penalidades… ¿por qué no trataste de buscarme? —le preguntó.
—Lo intenté. —Pensó en confesarle su condición de fugitivo. Finalmente, bajó la mirada—. Señor, no debería estar aquí. Yo no soy digno de compartir…
Feng lo detuvo poniendo un dedo sobre sus labios. Le aseguró que ya había sufrido lo suficiente como para discutir qué era o no lo conveniente. Celebraba haberle encontrado y compartiría sus cuitas con la misma voluntad que sus alegrías. Cí enmudeció. El remordimiento le atenazaba la garganta. Permaneció en silencio hasta que Feng le preguntó por los exámenes.
—Querías presentarte, ¿no es así?
Cí asintió. Le contó que había intentado conseguir el certificado de aptitud, pero que le había sido denegado a causa del comportamiento deshonroso de su padre. Sus ojos se humedecieron.
Feng bajó la cabeza con tristeza.
—De modo que te has enterado —se lamentó—. Nunca quise contártelo. Fue algo muy desagradable. Ni siquiera cuando en la aldea te preguntabas por el cambio de actitud de tu padre, cuando me preguntaste por qué se negaba a regresar a Lin’an, me atreví a decírtelo. —Se mordió los labios—. En aquel momento ya tenías bastantes complicaciones con la detención de tu hermano. Pero tal vez ahora pueda ayudarte. Tengo influencias y quizá ese certificado…
—Señor, no quiero que hagáis nada por mí que pueda perjudicaros.
—Sabes cuánto te he apreciado siempre, Cí. Y ahora que has aparecido, quiero que formes parte de esta familia para siempre.
Le habló sobre su esposa, Iris Azul.
—Nos conocimos al poco de vuestra marcha. Lo cierto es que las cosas no fueron fáciles. Las habladurías nos acompañaban allá donde íbamos, pero puedo asegurarte que junto a ella he encontrado la felicidad.
Cí observó a la nüshi de reojo. La mujer descansaba en el jardín, mirando plácidamente al infinito. La luz bañaba su sedoso cabello negro, recogido en un moño que dejaba al descubierto un cuello firme y terso. Entonces apartó la vista como si estuviera a punto de robar un bocado prohibido y sorbió té para esconder su rubor. Cuando terminó, solicitó a Feng permiso para retirarse a sus habitaciones. Le dijo que debía estudiar y Feng se lo concedió. Ya se marchaba cuando el juez le detuvo para obsequiarle con un dulce de arroz. Cí lo aceptó avergonzado. Al girarse escuchó de nuevo la voz templada de Feng.
—Cí.
—¿Sí, mi señor?
—Gracias por quedarte. Me haces muy feliz.
Cí se dejó caer sobre la cama de plumas y contempló la riqueza que se exhibía a su alrededor. En cualquier otra circunstancia habría disfrutado de la situación, pero en aquel instante se sentía igual que un perro salvaje acogido por un amo al que devoraría en cuanto tuviera oportunidad.
Sus ojos se nublaron al mismo tiempo que su entendimiento. Pero ¿qué podía hacer? Si desobedecía a Kan, el consejero de los Castigos ejecutaría a Ming con la frialdad de quien aplasta a una babosa. En cambio, si accedía a sus deseos, traicionaría a Feng. Se metió un pastelillo de arroz en la boca y le supo a hiel. Fue incapaz de tragarlo. Lo escupió con asco, como si lo que le amargara fuera su propia alma. Quizá no mereciera la pena vivir así.
No supo durante cuánto tiempo se martirizó, culpándose por el daño que iba a infligir a la única persona que le había ayudado de verdad. Afuera, la luz de los ventanales comenzaba a apagarse, igual que sus esperanzas.
Pensó en todos los asesinados: el eunuco Suave Delfín, un invertido elegante y sensible amante de las antigüedades; el hombre de las manos corroídas, relacionado de algún modo con el comercio de la sal; el joven del retrato, con el rostro picado de heridas y aún sin identificar; el fabricante de bronce, cuyo taller ardió casualmente la misma noche en la que fue decapitado… Nada tenía sentido, al menos en lo que afectaba a Iris Azul. Porque aunque la mujer realmente quisiera perjudicar al emperador, ¿por qué razón mataría a cuatro individuos sin relación aparente entre ellos? O, planteado de otra forma, ¿de qué manera afectaban aquellas terribles muertes al emperador? Al fin y al cabo, y pese a la similitud entre todos los asesinatos, ni siquiera tenía la certeza de que hubieran sido cometidos por la misma persona.
Meditó hasta bien avanzado el crepúsculo y siguió haciéndolo tras simular unas molestias en el estómago que le permitieron eludir la cena. Luego, cuando el cansancio le venció, cerró los ojos y a su mente acudió Iris Azul. Lo hizo sin pretenderlo, pero eso no evitó que se sintiera como un indeseable. Por más que lo intentó, no pudo apartarla de su pensamiento.
A la mañana siguiente se levantó antes que sus anfitriones. Necesitaba comprobar que Ming se hallaba bien. Agradeció a los sirvientes el desayuno y, tras notificarles que regresaría para comer, partió hacia las mazmorras.
Encontró a Ming en una celda convertida en un estercolero, en la que la humedad, los restos podridos de comida y los excrementos convivían con las ratas que emergían de las cloacas. La ira le abrasó las entrañas. El maestro yacía tumbado, quejándose de las llagas que laceraban sus piernas. Cí exigió a gritos una explicación al centinela, pero éste mostró la misma piedad que un matarife en su trabajo. El joven lo maldijo al tiempo que le arrebataba una jarra de agua y se agachaba junto a Ming para confortarle. De inmediato, se despojó de su camisola y con ella le enjuagó la sangre reseca de sus labios. Las heridas de sus piernas tenían mal aspecto. Cí tembló. Quizá en un hombre joven los bastonazos podrían curar rápido, pero en Ming… No sabía bien qué hacer. Intentó tranquilizarle, pero en realidad él estaba más nervioso que su maestro. Finalmente, le aseguró que le sacaría de allí. Ming sonrió sin convicción, dejando entrever sus encías ensangrentadas.
—No te esfuerces. Los afeminados nunca hemos sido del agrado de Kan —ironizó.
Cí maldijo al consejero. Lamentó que Ming se encontrara en aquella situación por su culpa. Le confesó lo delicado de la situación debido al chantaje al que Kan le estaba sometiendo y le prometió que haría cuanto estuviera en su mano para salvarlo.
Ming asintió.
—Es como dar palos de ciego. ¿De qué me sirve seguir pistas si desconozco el móvil que guía al asesino? —se quejó amargamente.
—¿Has considerado la venganza?
—Es lo que me sugirió Kan. Pero, por todos los dioses, ¡si sospecha de una ciega! —Le detalló la situación de la nüshi.
—¿Y acaso no podría tener razón?
—Por supuesto que podría tenerla. Esa mujer dispone de tal fortuna que podría contratar a un ejército. ¿Pero por qué habría de hacerlo? Si lo que desea es vengarse, ¿por qué asesinar a unos desgraciados?
—¿Y no hay otros sospechosos? ¿Algún enemigo de los muertos?
—Ya no sé qué pensar. El eunuco no tenía enemigos. Su única obsesión era el trabajo.
—¿Y el fabricante de bronce del que me has hablado?
—Quemaron su taller. Lo estoy investigando.
Ming intentó incorporarse, pero un latigazo de dolor lo devolvió al suelo.
—Siento no poder ayudarte, Cí. En mi estado… Pero quizá puedas hacer algo por mí. —Sacó una llave que pendía de su cuello—. Cógela. Es de mi biblioteca. Hay una falsa portezuela sobre la última estantería. —Un temblor le sacudió—. Allí guardo los secretos de mi vida, pequeñas cosas que me han acompañado: algunos libros, dibujos, poesías, recuerdos… Objetos sin valor que para mí significan mucho. Si me sucediera algo, no quiero que nadie los encuentre. Pregunta por Sui. Él te dejará entrar.
—Pero, señor…
—Prométeme que los rescatarás y los enterrarás a mi lado.
—Nada de eso será necesario.
—Prométemelo —le urgió.
Cí se mordió los labios. Se lo prometió en voz alta, pero para sus adentros añadió algo de su cosecha: si su maestro Ming moría, Kan no tardaría en acompañarlo.
Su siguiente destino fue el despacho de Kan, al que accedió gracias a su sello. No esperó a que el centinela le anunciara. Simplemente, empujó la puerta e irrumpió. Sorprendió a Kan volcado sobre unos papeles que recogió a toda prisa. Sus ojos se cubrieron de ira, pero los de Cí lo hicieron aún más. No permitió que el consejero hablara.
—O sacáis ahora mismo a Ming de esa cloaca o revelo a Iris Azul todos vuestros manejos —le desafió.
Al escucharle, Kan pareció respirar tranquilo.
—¡Ah! ¿Es eso? Pensé que ya le habrían trasladado —disimuló.
Cí percibió en Kan el hedor de la mentira.
—Si no lo sacáis, se lo contaré. Si no mejora, se lo contaré. Y si muere…
—¡Y si él muere, será porque tú no has cumplido tu trabajo y entonces moriréis los dos! —le atajó—. Déjame decirte algo, muchacho: hasta ahora tus pesquisas han satisfecho al emperador, pero, desde luego, a mí no. Tus oportunidades se van agotando al mismo ritmo que mi paciencia y te aseguro que no bromeo si te digo que ésta es muy, muy escasa. De modo que olvídate de lo que le pueda pasar a ese degenerado y vuelve de una vez a tu trabajo si no quieres acabar como él. —Kan se dio la vuelta, confiado.
Cí no se movió.
—¡¿Es que no me has oído?! —gritó Kan al darse cuenta de que seguía allí.
—Cuando trasladéis a Ming —le desafió.
El consejero desenfundó un puñal del cinto y en un vertiginoso movimiento lo situó en la yugular de Cí. El joven percibió la presión del metal. A cada latido, el acero acariciaba el contorno azul de su vena, pero él ya había tomado una decisión. Contaba con que si Kan hubiera querido matarlo, hacía tiempo que lo habría ordenado.
—Cuando trasladéis a Ming —repitió.
Sintió que el filo del cuchillo vibraba por la rabia. Finalmente, Kan lo retiró.
—¡Guardia! —bramó. De inmediato, entró el centinela—. Disponed lo necesario para que el prisionero Ming sea atendido de sus heridas y trasladado a este edificio. En cuanto a ti —acercó su grueso rostro hasta rozar el de Cí—, dispones de tres días. Si en tres días no has encontrado al asesino, un asesino te encontrará a ti.
* * *
Nada más abandonar el despacho de Kan, Cí halló el aire que le faltaba. Aún se preguntaba cómo se había atrevido a desafiar de aquella forma al consejero, pero no tenía tiempo para responderse. El plazo dado por Kan coincidía aproximadamente con la fecha de regreso de Astucia Gris. Apretó los puños hasta enterrarse las uñas. Si quería salvar a Ming, su única salida pasaba por encontrar al asesino, aunque ello supusiera traicionar al juez Feng.
En compañía de Bo, regresó a las mazmorras para comprobar que se cumplían las órdenes de Kan. Allí, cuatro sirvientes acompañados de un médico atendieron a Ming y lo trasladaron en unas parihuelas. Una vez satisfecho, acordó con Bo acercarse a la sala en la que habían depositado los objetos encontrados en el taller del broncista.
Al entrar en el almacén, pudo comprobar que el lugar no era mejor que el estercolero donde habían encerrado a Ming. Tan sólo era más grande y acumulaba más suciedad. Pateó un trozo de madera chamuscada y apartó unos atizadores de hierro. Quienes hubieran efectuado el traslado de los enseres no sólo habían olvidado etiquetar su procedencia, sino que los habían dejado acumulados en un altillo y desperdigados por el suelo. Bo se disculpó ante Cí y le ayudó a organizar el material. Primero separaron todos los objetos de metal. Luego el oficial se encargó de clasificar las maderas y Cí de numerar los moldes. Sin embargo, lo que en principio se le había antojado una tarea sencilla acabó convirtiéndose en un quebradero de cabeza. En la mayoría de los moldes, los fragmentos de terracota y cerámica eran tan numerosos y pequeños que la sola idea de reconstruirlos le parecía inalcanzable, pero los diferentes tonos de las arcillas, modificados por el calor de la fundición, le permitieron individualizar cada una de las piezas.
Estaba a la mitad del trabajo cuando de repente encontró un trozo que le sorprendió.
—Olvidad los hierros. ¿Habéis visto esto? —le enseñó el fragmento a Bo—. Es distinto a los demás.
Bo contempló el trozo de terracota verduzca con el mismo entusiasmo que si le hubiera enseñado cualquier otra piedra.
—¿Qué es? —acertó a decir.
—¡Busquemos más!
Entre ambos localizaron un total de dieciocho fragmentos que, por su aspecto, parecían formar parte de la misma horma. Cuando Cí se cercioró de que no había más, los guardó en un paño que introdujo en un saco aparte. Bo le preguntó el motivo, pero cuando iba a contestarle, Cí receló de él. Para evitar sospechas, le dijo que hiciera lo mismo con el resto de los moldes mientras él terminaba de examinar los artículos de metal. Al llegar la hora del almuerzo, dejó de disimular y se despidió de Bo para regresar al Pabellón de los Nenúfares con el saco a la espalda.
Nada más llegar a su habitación, sacó los fragmentos para proceder a su recomposición. Por comparación con el resto de los moldes, le había llamado la atención no sólo su tono olivino, sino también su uniformidad, lo que a su juicio denotaba un uso muy escaso. Sin embargo, tal razonamiento contradecía el sentido de un molde, ya que éstos se construían con el fin de reproducir numerosas piezas seriadas. La conclusión a la que llegó fue que aquella matriz sería relativamente nueva. Había comenzado a combinar los trozos cuando advirtió que desde el quicio de la puerta una figura le contemplaba.
—La mesa está dispuesta —anunció Iris Azul.
Cí carraspeó y de inmediato recogió las piezas como si le hubieran sorprendido robándolas. Cuando las escondía bajo la cama comprobó que la mujer miraba al vacío mientras su silueta se recortaba al contraluz como un laúd bellamente tallado. Le agradeció el aviso y la siguió hacia el salón, donde Feng ya aguardaba.
Durante la comida, Feng reveló a Iris Azul el vínculo que le unía a Cí.
—Tendrías que haberlo conocido: de mozuelo era un manojo de nervios, ¡y listo como el hambre! —aseguró—. Su padre trabajaba para mí, así que lo tomé a él como ayudante. Recuerdo que, según acababa la escuela, ya estaba en la puerta aguardando a que iniciara la ronda para acompañarme en mis investigaciones. —Su rostro se iluminó—. Me volvía loco con sus preguntas y sus discusiones… ¡Y por el viejo Confucio! ¡Había que explicárselo todo! Nunca se conformaba con un simple «porque sí».
Cí sonrió. Rememoró aquella época como la mejor de su vida.
—Te he echado de menos, muchacho —se sinceró Feng—. ¿Sabes, Iris? Además de resultar un ayudante imprescindible, con el tiempo Cí se convirtió casi en el hijo que nunca pude tener. —Su mirada se tiñó de tristeza—. Pero olvidemos las penas. ¡Ahora está con nosotros! —Sonrió—. Y eso es lo que importa.
—Nunca fui tan bueno —se sonrojó Cí.
—¿Tan bueno? —se enervó Feng—. ¡Eras el mejor! Nada que ver con los ayudantes que te precedieron. Todavía recuerdo el caso de tu aldea.
—¿Qué sucedió? —se interesó Iris Azul.
—Nada en particular. —Cí carraspeó, incómodo al recordar el delito de Lu y su trágico final—. El mérito correspondió a Feng.
—¿Cómo que nada en particular? ¡Deberías haberlo presenciado! Ocurrió en su aldea natal. Cí descubrió el cadáver de un tal Shang. Estábamos atascados. Ningún sospechoso y ni una sola pista ante un crimen pavoroso. Pero Cí no se dio por vencido y me ayudó hasta que encontré la prueba que necesitaba.
Cí rememoró el instante en que Feng espantó las moscas que volaron hasta posarse sobre la hoz de su hermano y cómo, a raíz de aquella circunstancia, el juez dedujo su implicación en el asesinato.
—No me extraña que Kan le haya contratado —repuso Iris Azul—, aunque es curioso que el motivo sean los Jin. Según me dijo, lo que le interesaba de ellos eran sus costumbres alimenticias.
—¿De veras? —Feng miró a Cí extrañado—. No sabía que te dedicaras ahora a esos menesteres. Pensé que tu trabajo tendría más que ver con tu habilidad como wu-tso.
Cí se atragantó al oírle, aunque se apresuró a culpar al vino de arroz. Mencionó de pasada que había estudiado a los bárbaros del norte en la Academia Ming. Por fortuna, Iris Azul no pareció reparar en ello.
—¿Y qué os separó? —preguntó la mujer—. Quiero decir: ¿por qué dejó de ser tu ayudante?
—Un hecho luctuoso —contestó Cí—. Mi abuelo falleció, y mi padre se vio obligado a solicitar la excedencia que exige el luto. Dejamos Lin’an y emigramos a la aldea, a la casa de mi hermano. —Miró a Feng, temiendo que éste ampliase las explicaciones que hacían referencia al comportamiento deshonroso de su padre. Sin embargo, el juez permaneció callado—. El pollo está delicioso —añadió, intentando desviar la atención.
Durante el resto de la comida, Feng le habló a Cí de su ascenso y su mudanza al Pabellón de los Nenúfares. El juez le confesó que todo se lo debía a Iris Azul.
—Desde que la conocí, mi vida es otra. —Acarició la mano a su esposa. Por toda respuesta, ella la retiró.
—Voy a pedir más té.
Cí observó cómo Iris Azul se levantaba y se encaminaba hacia las cocinas sin ayudarse del curioso bastón rojo que siempre la acompañaba. No podía dejar de pensar en su piel. Feng también la miró.
—Nadie diría que es ciega. —Sonrió orgulloso—. Podría recorrer hasta el último rincón de la casa sin tropezar y estaría de vuelta antes que tú.
Cí asintió mientras contemplaba alejarse su figura. Se sentía como un auténtico traidor. Los remordimientos le devoraban. Sopesó confesarle la verdad a Feng o, al menos, parte de ella. Necesitaba hacerlo para no reventar.
Aprovechó el ínterin para hablarle de Kan, pero antes hizo jurar a Feng que mantendría el secreto de cuanto le confiase.
—Incluida Iris Azul —añadió.
Feng lo juró por el alma de sus difuntos.
Entonces Cí le contó su huida de la aldea y su condición de fugitivo y le habló de Astucia Gris. Luego se extendió en el asunto de los extraños asesinatos que estaba investigando, aprovechando para detallarle cada una de las muertes y cuanto había averiguado. Cuando acabó con los aspectos truculentos, le aseguró que Kan estaba persuadido de que todo era un complot contra el emperador. Obviamente, omitió sus sospechas sobre Iris Azul.
Al escucharlo, Feng se asombró.
—Pero todo esto es increíble… Veré en qué puedo ayudarte. Y respecto ese joven a quien temes… Astucia Gris, no te preocupes. Cuando regrese de Fujian, hablaré con él y todo se aclarará.
Cí le miró a los ojos. El rostro de Feng rebosaba confianza y él estaba a punto de traicionarle. El estómago se le encogió. Iba a confesarle que el verdadero motivo de su presencia en el Pabellón de los Nenúfares obedecía a la presunta implicación de su esposa cuando Iris Azul volvió.
—El té.
Feng le sonrió. Hizo sitio en la mesa y se apresuró a sostenerle la bandeja para que se acomodara. Luego ella les sirvió con suavidad, acariciando la tetera. Cí la contempló absorto. Sus movimientos tranquilos le cautivaban. Sorbió el líquido al tiempo que Feng, y después ella les imitó. En ese instante, Feng se levantó como si le hubiera sacudido un rayo.
—¡Lo había olvidado! —exclamó y salió apresurado hacia su cuarto. Al poco regresó con unos papeles—. Toma, Cí. —Se los dio—. Son tuyos.
Cí se chupó los dedos antes de limpiárselos con un paño, cogió los impresos, extrañado, y los leyó con detenimiento.
—Pero esto… —balbuceó mientras miraba incrédulo a Feng.
Feng asintió.
Cí volvió a revisar el certificado de aptitud que necesitaba para optar a los exámenes. En él no constaba mención alguna al comportamiento ignominioso de su padre. Estaba limpio. Era apto. Miró a Feng con los ojos empañados, se inclinó ante él y sonrió.
Estaban apurando el té cuando les interrumpió el sirviente mongol para informar a Feng de que unos comerciantes le esperaban en la puerta. Dijo que era urgente. Feng se disculpó ante Cí y salió a atenderlos. Al poco, regresó indignado. Según parecía, uno de los convoyes que transportaban mercancías hacia la frontera había sufrido un asalto.
—Por lo visto, los atacantes fueron rechazados, pero hemos sufrido bajas y se ha perdido parte de los suministros. Tendré que partir de inmediato —se lamentó.
Cí lo lamentó aún más. Habría dado lo que fuera por confesarle los verdaderos motivos de su presencia, pero Feng no le dio oportunidad. El juez aprovechó el instante de la despedida para susurrar algo al oído de Cí.
—Cuídate de Kan… y cuida a Iris Azul. —Y partió a toda velocidad.