«Si no tienes cuidado, también te embrujará a ti».
Cí pensó que tal vez Kan acertara con su vaticinio sobre Iris Azul, porque algo en aquella mujer le atraía como una pulsión. Quizá fuera la suficiencia que mostraba pese al quebranto de su ceguera, quizá la imposibilidad de que apreciara sus cicatrices o quizá el temple mostrado ante los envites de Kan, pero, fuera lo que fuese, en su mente parecían haber anidado sus grisáceos ojos ciegos, su rostro delicadamente ovalado y la profundidad de su voz serena. Y por más que intentara arrinconarlos, sólo conseguía arraigarlos más.
Cuando quiso advertirlo, había desperdiciado casi toda la mañana. Sacudió la cabeza. Necesitaba centrarse en la investigación. Sobre todo, porque se aproximaba el regreso de Astucia Gris, y la información que éste trajese de Fujian podría conducir a su propia ejecución.
Determinó trabajar por partes.
En primer lugar, se centró en el hombre del retrato. Tenía su imagen, pero nada más. En un principio había supuesto que el dibujo le ayudaría a identificarlo, pero ante la ausencia de nuevas pruebas, preguntar uno por uno a los dos millones de habitantes que poblaban Lin’an resultaría una tarea imposible, y éste era un problema que debía resolver. Se mesó los cabellos mientras clavaba la vista en el boceto, como si su sola contemplación fuera capaz de proporcionarle una solución. Después de un rato se preguntó cuál sería el origen de la miríada de cicatrices que salpicaban su cara. No parecían las secuelas de una enfermedad, así que sólo restaba la posibilidad de un accidente. Pero en ese caso, ¿cuál? No encontró respuesta. Sin embargo, parecía claro que, fuera lo que fuese lo que hubiera ocasionado las heridas, éstas le habrían provocado un grave dolor. Y, en tal supuesto, ese mismo dolor le habría conducido a buscar ayuda en algún dispensario u hospital.
Se sorprendió a sí mismo por lo acertado de su reflexión. ¡Eso era! ¡Lo tenía! El número de hospitales y dispensarios a los que podría haber acudido era limitado y el médico que lo hubiera atendido seguramente recordaría haber tratado a un paciente con la cara marcada por un patrón de laceraciones tan inusual.
De inmediato, solicitó a Bo que iniciara el dispositivo de búsqueda, instándole a que durante el tiempo que se prolongara le reportara las novedades que se fueran produciendo y emplazándole a que, en cuanto tramitara los preparativos, regresara a sus aposentos para salir de palacio.
Una vez ultimado el asunto del retrato, pasó a ocuparse del cadáver del desfigurado, del que conservaba la mano que le había cercenado. Sacó el miembro de la cámara de conservación y lo volvió a inspeccionar. Por fortuna, el hielo había hecho su trabajo y se conservaba en un estado similar al momento en el que lo había seccionado. El carcomido blanquecino parecía un colador cuyo fondo hubieran perforado cientos de agujas. La corrosión de la piel afectaba a todos los dedos y se extendía por la palma y el dorso, como si su presencia obedeciera al efecto de algún ácido con el que hubiera trabajado. En días anteriores había confeccionado una lista con oficios tan dispares como los de tintorero de sedas, cantero, blanqueador de papel, cocinero, lavandero, pintor de fachadas, calafateador o químico, lo que constituía un panorama desalentador. Debía acotar la búsqueda. Además de todo eso, le quedaba inspeccionar el lugar donde habían encontrado el cuerpo del fabricante de bronces y visitar su taller, pero lo inmediato era trasladar el miembro cercenado para preguntar en la Gran Farmacia de Lin’an.
Los ayudantes de Bo hubieron de emplearse a fondo para dispersar la interminable turba de enfermos, lisiados y heridos que les impedían el acceso al establecimiento. Dentro, Cí se vio desbordado por una avalancha de curiosos que se abalanzaron sobre el mostrador en cuanto sacó la mano amputada de la cámara de conservación. Una vez apartados los mirones, Cí colocó el miembro mutilado frente a unos dependientes, que temblaban como si temiesen que en cualquier momento las manos cercenadas pudieran llegar a ser las suyas. Las palabras de Cí no consiguieron tranquilizarlos.
—Sólo pretendo que examinéis el miembro con atención y me digáis si habéis prescrito algún tratamiento para un padecimiento así.
Tras examinar la extremidad muerta, los dependientes se miraron extrañados, pues lo que para Cí aparentaba ser una enfermedad que requería tratamiento, para ellos no pasaba de ser una simple erosión. Cí no se conformó. Colocó la mano amputada sobre el mostrador y demandó la presencia del encargado, asegurándoles que no se irían hasta que aquél apareciera. Pasados unos instantes, acudió un hombre rechoncho de aspecto despistado, ataviado con un mandilón y un gorro rojos. Al examinar el miembro amputado se mostró bastante sorprendido, pero, aun así, ofreció a Cí la misma respuesta que le habían dado sus subordinados.
—Nadie pediría un tratamiento para algo tan vulgar.
Cí apretó los puños. Aquellos hombres no se estaban esforzando.
—¿Y puede saberse por qué estáis tan seguro? —reclamó.
Por toda respuesta, el hombre puso sus manos junto a la extremidad cercenada.
—Porque yo padezco esa misma corrosión.
* * *
Cuando Cí se recuperó de su desconcierto, comprobó que, en efecto, la erosión de las manos del encargado era prácticamente un calco de la que presentaba la mano amputada. Hubo de esforzarse para poder continuar.
—¿Pero cómo…? —balbuceó.
—Es la sal. —Le mostró bien sus manos—. Los marineros, los mineros, los que salan pescados y carnes para conservarlos… Todos los que trabajamos diariamente con la sal, tarde o temprano, acabamos con las manos picadas. Yo mismo la empleo a diario para preservar mis compuestos, pero no es una afección grave. No creo que a ese desgraciado fuera preciso amputarle la mano —ironizó.
A Cí la apostilla no le hizo ninguna gracia. Introdujo de nuevo el miembro en la cámara de conservación, les agradeció su ayuda y abandonó la Gran Farmacia de Lin’an.
* * *
Se le abría una puerta y se le cerraba otra. El hecho de descartar la presencia de un ácido como el causante de la corrosión eliminaba varios oficios, pero la irrupción de la sal añadía otros tantos o más. La cuarta parte de Lin’an vivía de la pesca, y aunque de esa cuarta parte, sólo una fracción abandonaba el río Zhe para faenar en alta mar, si se le añadían los trabajadores de los almacenes de conservas y los tratantes de sal, la cifra de sospechosos superaría con creces los cincuenta mil. Así pues, sus esperanzas residían en un último detalle: la diminuta llama ondulada tatuada bajo el pulgar. Bo le aseguró que se ocuparía de su identificación.
Aún tenía pendiente la visita al taller del broncista, un trámite en el que había depositado grandes esperanzas y del que esperaba obtener pruebas concluyentes. Encargó a los ayudantes que llevaran la cámara de conservación a palacio, instruyéndoles para que reemplazaran el hielo nada más llegar, y en compañía del oficial se encaminó hacia los barrios portuarios del sur de la ciudad.
Cuando llegaron a la dirección que le había suministrado Kan, Cí palideció. Frente a él, donde hasta el día anterior se levantaba el taller de bronces más importante de la ciudad, ahora sólo quedaba un desolador paisaje de horror y destrucción. Los rescoldos aún crepitaban entre el cementerio de vigas abrasadas, madera quemada, metal derretido y ladrillos amontonados. Parecía que un ejército de fuego hubiera arrasado el taller hasta sus cimientos, dejando un rastro de humeante desolación.
Cí recordó el incendio que había asolado su casa de la aldea. Creyó respirar incluso el mismo olor.
De inmediato se dirigió hacia la multitud de fisgones en busca de testigos que pudieran informarle sobre lo sucedido. Unos vecinos le hablaron de un fuego voraz que había empezado de madrugada, otros mencionaron grandes ruidos al derrumbarse la construcción y varios más lamentaron que la tardanza del cuerpo de bomberos hubiera permitido que las llamas se propagasen a los talleres contiguos, pero nadie aportó ningún dato que, más allá de la confusión, resultara relevante. Afortunadamente, un muchacho de aspecto avispado que deambulaba por los alrededores se ofreció a suministrarle información de primera mano por tan sólo diez qián. El chico parecía un esqueleto con piel, por lo que Cí añadió a su demanda un puñado de arroz hervido que adquirió en un puesto cercano. Entre bocado y bocado, el muchacho le contó que un ruido había precedido al incendio, pero fue incapaz de aclarar nada más. Cí ya iba a marcharse, decepcionado, cuando el joven le sujetó por el brazo.
—Pero sé de alguien que lo vio.
Le confesó que un compañero del sindicato de pedigüeños pernoctaba desde hacía años en uno de los cobertizos del taller.
—Es cojo. Por eso nunca se aleja del lugar que tiene asignado para mendigar. Cuando llegué esta madrugada, lo encontré ahí atrás —señaló—, escondido como una rata en una madriguera. Parecía que hubiera visto al dios de la muerte. Me dijo que debía escapar. Que si lo encontraban, le matarían.
—¿Que le matarían? —Cí abrió los ojos como platos—. ¿Quiénes?
—No lo sé. Os digo que estaba aterrado. En cuanto amaneció, aprovechó la confusión para perderse entre la multitud. Hasta dejó sus cosas aquí. —Señaló una esquina en la que descansaba un platillo para pedir y una jarra de cerámica—. Cogió su muleta y desapareció.
Cí aún se lamentaba por aquella contrariedad cuando el jovenzuelo le sorprendió.
—Pero, señor, si os interesa, puedo encontrarle.
—¿A quién? —Cí estaba confuso.
—¡A mi amigo el cojo!
Cí intentó encontrar en la mirada del jovenzuelo algún destello de sinceridad que compitiera con el de su codicia. No lo halló.
—Muy bien. Tráemelo y te recompensaré.
—Señor, estoy enfermo. Y tengo mis necesidades. Si he de buscarle, no podré mendigar…
—¿Cuánto? —Frunció los labios.
—Le costará… diez mil qián. ¡Cinco mil! —se corrigió.
Cí meneó la cabeza en señal de desaprobación. Sin embargo, no tenía muchas más opciones. Fijó de nuevo su mirada en la del pedigüeño. No sabía qué pensar. Se maldijo mientras le pedía las monedas a Bo, pero el oficial se las negó.
—Desaparecerá y no volverás a verlo —le advirtió.
—¡El dinero! —insistió Cí, a sabiendas de que Kan le había instruido para que satisficiese los gastos que precisara. El hombre meneó la cabeza en señal de desaprobación y se lo entregó.
Cí comenzó a desgranar monedas mientras los ojos del jovenzuelo refulgían como si contemplase una montaña de oro. Sin embargo, éstos se apagaron al comprobar que Cí se detenía al alcanzar la cifra de quinientos qián.
—El resto lo tendrás cuando me traigas a tu amigo. Para él también habrá otros tantos. —Y le devolvió la sarta a Bo. El jovenzuelo ya se daba la vuelta cuando, esta vez, fue Cí quien le aferró—. ¡Y te lo advierto! Si no tengo noticias tuyas, haré que te expulsen del sindicato y pagaré para que te muelan a palos.
Le dijo su nombre y la forma de localizarle. Luego el joven desapareció entre la muchedumbre.
Antes de emprender el regreso, Cí husmeó entre las ruinas del taller con la esperanza de encontrar algún indicio, pero sólo halló moldes de terracota destrozados, instrumentos de forja derretidos y hornos derrumbados que a sus ojos significaban lo mismo que un texto para un analfabeto. Curiosamente, no aparecieron objetos de bronce ni depósitos de cobre y estaño, cosa que atribuyó al efecto de la rapiña. Pidió a Bo que consiguiera una relación de los obreros que hubieran trabajado en el taller en los últimos meses y le encargó que se ocupara de que todos los restos, a excepción de los ladrillos y las vigas, fueran trasladados al palacio.
—No importa lo destrozados que estén. Que identifiquen cada pieza antes de cargarlas en cajas y que se haga constar en ellas el lugar en el que fueron encontradas.
—A Kan no le agradará que conviertas el palacio en un basurero —objetó.
Cí no le contestó. Simplemente, esperó a que Bo tramitara su petición. De camino a su siguiente gestión, Cí se preguntó si los miembros del cuerpo de bomberos en los que Bo había delegado serían de confianza. Aunque albergaba serias dudas, le tranquilizó saber que la ausencia de objetos de valor no tentaría a los encargados del traslado.
De regreso a palacio se detuvieron en el lugar donde habían descubierto el cadáver del metalúrgico. Cí se felicitó por el hecho de que siguiera de guardia el mismo centinela que había encontrado el cuerpo. El hombre, una montaña de granito, le ratificó que, en efecto, el cadáver apareció decapitado y desnudo justo en aquel mismo sitio, al pie de la muralla. Cí examinó los rastros de sangre que aún permanecían sobre la calzada de piedra, sacó su cuaderno de notas y trazó un esbozo con un carboncillo, procurando representar lo mejor posible la forma del reguero. Le preguntó al centinela si durante su turno permanecía siempre en el mismo lugar o, por el contrario, efectuaba rondas periódicas.
—Cuando suena el gong, nos desplazamos trescientos pasos al oeste, regresamos y andamos otros trescientos en sentido opuesto. Luego volvemos y esperamos hasta el siguiente aviso.
Cí asintió. Echó un último vistazo por los alrededores antes de insistir al centinela en si recordaba algo que le hubiese llamado la atención. Tal y como imaginaba, el hombre contestó que no.
No le importó demasiado. Había descubierto lo suficiente como para avanzar en la investigación.
* * *
Durante la inspección a los jardines imperiales, Cí tomó diversas muestras de tierra. Una vez en sus aposentos, sacó los pañuelos del frasco en el que había guardado los restos de tierra que halló bajo las uñas y en la piel del fabricante de bronces y lo dejó sobre la mesa. Las cuatro muestras recogidas momentos antes resultaban bastante diferentes entre sí: la procedente de las inmediaciones del estanque se veía húmeda, prensada y negruzca, al contrario que la extraída del bosque, más suelta, de un tono pardo y con restos de pinochas. La tercera, recogida junto a los pies de la balconada, estaba compuesta por diminutos fragmentos de piedrecitas machacadas. Por último, la encontrada en la zona lindante con la muralla mostraba un aspecto amarillento y untuoso, probablemente debido a la alta concentración de la arcilla empleada como argamasa para la construcción del recinto. Lentamente, cogió el frasco en el que conservaba los restos extraídos del cadáver y los colocó junto al montoncito procedente de la muralla.
Coincidían.
Devolvió la muestra del cadáver a su frasco y etiquetó las otras cuatro.
El resto de la tarde lo empleó en repasar sus anotaciones. Apenas descansó. Astucia Gris regresaría pronto y el tiempo se le escapaba igual que un chorro de agua entre las manos. Al anochecer, lanzó todas las notas al suelo. Aunque aún aguardaba los resultados del retrato, que había enviado a dispensarios y hospitales, y quedaba pendiente el interrogatorio de los trabajadores del taller de bronce, no albergaba demasiadas esperanzas. Su idea respecto a la pica había fracasado y la única alternativa que había barajado, la existencia de una ballesta modificada capaz de disparar con la suficiente potencia un punzón de semejante calibre, carecía de fundamento. ¿Por qué querría alguien crear una flecha pesada y maciza, incapaz de volar grandes distancias? ¿Qué propósito tendría transformar un arma casi perfecta en otra más grande y pesada, más difícil de transportar, de cargar y de manejar? Y lo más inexplicable: ¿qué sentido tendría que el asesino empleara siempre un arma tan aparatosa para acabar con sus víctimas?
Era obvio que su hipótesis resultaba tan necia como dar por sentado que una ciega fuera incapaz de matar a un hombre.
A pesar de sus dudas, no había descartado la implicación de Iris Azul en los asesinatos. El vínculo de la nüshi con Esencia de Jade, pese a resultar circunstancial, no dejaba de situarla junto a cada una de las evidencias y, en palabras de Kan, a Iris Azul le sobraban motivos para odiar al emperador. Un odio arraigado en lo más profundo de su ser que el propio padre de Iris Azul se había encargado de alimentar con la leyenda de los agravios sobre su abuelo Yue Fei.
Pensó en la nüshi. De hecho, no había dejado de hacerlo desde la noche que la conoció. Porque aunque le disgustara admitirlo, había algo más; algo que trascendía los asesinatos; algo que no alcanzaba a comprender y, mucho menos, controlar. No entendía por qué no dejaba de recordarla; por qué rememoraba su voz cálida, grave y sinuosa; por qué se recreaba en sus ojos pálidos pero sin vida; por qué cada vez que acudía a su pensamiento se le encogía el corazón. Además, pese al riesgo que suponía el regreso de Astucia Gris, pese al peligro que le acarrearía el fracaso en las investigaciones y pese a que la razón le urgía a preparar una alternativa, se negaba en redondo a considerar la huida. Había apostado demasiado como para planteárselo siquiera. Rozaba con los dedos su anhelo de alcanzar la judicatura. El emperador se lo había prometido y, por grandes que resultaran las dificultades, era lo que siempre había ambicionado; el sueño que el juez Feng le había inculcado.
A Feng se lo debía todo. Si cerraba los ojos, podía rememorar al hombre que le había acogido desde su adolescencia y que le había enseñado cuanto sabía. Y si permanecía con ellos cerrados, podía contemplarse a sí mismo frente a la figura de su padre, mostrándole el título de juez que él había sido incapaz de conseguir.
Se preguntó qué habría sido del juez Feng. Desde que lo buscara meses atrás, cuando pensó en él como último recurso para salvar a su hermana, no había vuelto a intentar localizarle.
¿Qué podía hacer? Descartado Ming, tal vez fuera Feng la única persona en la que poder confiar. Pero, por mucho que pretendiera ignorarlo, seguía siendo un fugitivo. No tenía derecho a arrastrarle con él al precipicio de la deshonra. Por eso decidió renunciar a su búsqueda y continuar las pesquisas solo.
Unos golpes al otro lado de la puerta le despertaron de su ensoñación. Abrió y se encontró con Bo. El oficial acudía para informarle de que el traslado de los restos recuperados en el taller de bronce había comenzado y de que la dama Iris Azul había hecho llegar a palacio su deseo de reunirse con él al día siguiente en el Pabellón de los Nenúfares.
—¿Conmigo? —se asombró.
Cí mostró a Bo su preocupación por el hecho de que una mujer casada recibiera a un extraño en ausencia de su marido, pero el oficial le tranquilizó argumentándole que su esposo ya había regresado y también estaría en el pabellón. En cualquier caso, Cí no pudo evitar un escalofrío. Las reglas de comportamiento obligaban a las mujeres a permanecer escondidas mientras sus esposos actuaban como anfitriones, pudiendo aparecer en silencio sólo para servir el té o los licores. Pero resultaba obvio que aquellas normas no afectaban a la nüshi.
Cí no pudo dormir en toda la noche, pero soñó que le arrullaba la voz de Iris Azul.
* * *
Amaneció tan agotado como si hubiera arado una montaña. No era la primera vez que los nervios le traicionaban, pero lamentó que le hubieran atacado aquella noche porque deseaba causar una buena impresión a Iris Azul. Aunque por su ceguera ella no pudiera apreciarlo, Cí decidió engalanarse con el atavío que le habían confeccionado para la recepción del embajador. Sin embargo, unos libros olvidados sobre el traje de gala habían transformado la seda en lo más parecido a un papel arrugado, de modo que cuando se contempló ante el espejo se sintió escandalosamente ridículo. Después de estirarse la pechera sin éxito, se perfumó con unas gotas de esencia de sándalo. Luego repasó las anotaciones que había apuntado durante la noche sobre la historia de los Jin y se marchó en persecución de un corazón que caminaba varios pasos por delante.
El Pabellón de los Nenúfares estaba ubicado junto a otros similares en el interior del Bosque del Frescor, el perímetro amurallado anexo al conjunto palaciego en el que se alojaban los altos cargos imperiales. Cí no encontró problemas para franquear la zona de la muralla que comunicaba ambos recintos. Luego sólo hubo de seguir el camino empedrado cercado por cipreses que le había indicado Bo.
Poco antes de la hora convenida se detuvo frente al reluciente pabellón, un edificio de dos alturas escoltado por un jardín de limoneros que le intimidó. Sus aleros curvados hacia el cielo aparentaban el vuelo de las grullas, orgullosos de pertenecer a una vivienda que gozaba de la protección del emperador. Se colocó bien el gorro y comprobó con desagrado que las arrugas de su pechera continuaban presentes. Hizo un último intento por alisarlas que las dejó aún peor.
Iba a llamar a la puerta cuando ésta se abrió inesperadamente. Detrás, un sirviente mongol se inclinó ante él y le invitó a pasar. Cí lo siguió hasta un luminoso salón cuyas deslumbrantes paredes rojas brillaban tanto que parecían recién barnizadas. Continuó bajo la luz que se filtraba a través de los ventanales hasta distinguir, sentada de espaldas en un extremo de la estancia, la figura de una mujer ataviada con un hanfu holgado de color turquesa y el cabello recogido con una ancha cinta de seda. Cuando el sirviente anunció la presencia del invitado, la mujer se levantó y se volvió hacia él. Cí se sonrojó al saludarla. A la luz del día, Iris Azul resultaba aún más cautivadora. Intentó controlar sus emociones. Miró a su alrededor buscando la figura de su marido, pero no la encontró. Tan sólo apreció las maravillosas antigüedades que adornaban cada rincón de aquel salón.
—Volvemos a vernos —dijo él, y de inmediato carraspeó al advertir lo desafortunado de su comentario.
Iris Azul sonrió. Sus dientes eran una invitación a la lujuria. Observó que el hanfu se le entreabría, dejando a la vista la turgencia de uno de sus pechos. Sin reparar en su ceguera, Cí apartó la mirada, temeroso de que ella le descubriera. La mujer le invitó a que se sentara. Sin esperar a que él aceptara, comenzó a servirle una taza de té. Sus manos acariciaron la tetera con una suavidad que Cí ambicionó.
—Os agradezco vuestra invitación —acertó a decir.
Ella inclinó la cabeza en señal de cortesía. Luego se sirvió a sí misma con igual delicadeza mientras le preguntaba por la recepción del embajador. Cí conversó con amabilidad, si bien evitó mencionar el asesinato del fabricante de bronces. Luego se hizo un silencio que a Cí no le incomodó. Sus ojos la contemplaban absorto, como si cada movimiento de Iris Azul, cada pestañeo o cada respiración le sacudiera los sentidos. Apartó la vista. Al sorber el té, Cí percibió en sus labios el burbujeo del agua hirviente y, para simular normalidad, se quejó.
—¿Qué sucede? —preguntó Iris.
—Nada. Me quemé un poco —mintió.
—Lo siento —se disculpó ella, azorada. De inmediato, humedeció a tientas un pañuelo con el que calmarle la quemadura. Al hacerlo, sus dedos rozaron los labios de Cí, que temblaron de vergüenza.
—No es nada. Sólo me asusté. —Se separó de ella—. ¿Y vuestro marido? —se interesó.
—Vendrá pronto —dijo con el rostro tranquilo, sin asomo de rubor—. ¿De modo que te alojas en palacio? Para ser un simple consejero, parece un privilegio fuera de lo común…
—Tampoco es común que una dama de vuestra categoría no tenga los pies vendados —contestó sin pensar en un intento de desviar la conversación. La mujer escondió los pies bajo el largo hanfu.
—Quizá te parezca detestable, pero gracias a ello no soy una inválida total. —Su semblante se endureció—. Una costumbre moderna que, por fortuna, mi padre rechazó.
Cí lamentó su falta de tacto. De nuevo enmudeció.
—Llevo poco en palacio —dijo por fin Cí—. Kan me ha invitado unos días, pero lo cierto es que espero irme pronto. Éste no es mi lugar.
—¿No? ¿Y cuál es?
Pensó qué responder.
—Me gusta el estudio.
—¿Sí? ¿Qué tipo de estudio? ¿Los clásicos? ¿La literatura? ¿La poesía?
—La cirugía —respondió sin meditarlo.
Un gesto de aversión borró la belleza del rostro de Iris Azul.
—Tendrás que disculparme, pero no entiendo qué interés puede albergar abrir un cuerpo —se asombró—. Y menos aún, qué tiene que ver eso con tu trabajo como consejero de Kan.
Cí empezó a lamentar su propia indiscreción. Temió que la invitación de Iris Azul, en lugar de suponerle una ayuda, obedeciera a su propio interés, así que se prometió mostrarse más cauto, recordando que se enfrentaba a la sospechosa de un comportamiento criminal.
—Los Jin poseen unos hábitos alimenticios distintos a los nuestros, unos hábitos que provocan la presencia de algunas enfermedades y la ausencia de otras. Ése es el objeto de mi investigación y la causa de que ahora me encuentre aquí. Pero, decidme, ¿a qué debo el honor de vuestra invitación? La otra noche no parecíais muy dispuesta a hablar de los Jin.
—Las personas cambian —ironizó mientras le servía un poco más de té—. Pero, desde luego, no es ésa la razón. —Le sonrió como si pudiera verle—. Si quieres que te sea sincera, me interesó tu comportamiento de la otra noche, cuando defendiste a la cortesana frente a la violencia de aquel energúmeno. Es algo inusual entre los hombres de palacio. Y me sorprendió.
—¿Y por eso me invitasteis?
—Digamos que simplemente… me apeteció.
Cí sorbió el té para disimular su embarazo. Nunca antes una mujer le había hablado de tú a tú. Su sonrojó aumentó cuando la nüshi se inclinó y se le abrió de nuevo el hanfu. Desconocía si Iris Azul era consciente de sus movimientos, pero, aun así, miró hacia otro lugar.
—Bonitas antigüedades —dijo por fin.
—Quizá para quien pueda apreciarlas. No las colecciono por mí, sino para complacer a cuantos me rodean. Es el espejo de mi vida —sentenció.
Cí percibió la amargura de sus palabras, pero no supo qué decir. Iba a preguntarle sobre su ceguera cuando escuchó cierta algarabía en el exterior.
—Debe de ser mi marido —le informó.
Iris Azul se levantó sosegadamente y esperó que la puerta se abriera. Cí la imitó. Observó que a la mujer se le ceñía el vestido.
Al fondo del pasillo, Cí divisó la figura de un hombre entrado en años. Le acompañaba Kan y ambos charlaban animadamente. El anciano llevaba en sus brazos unas flores que Cí supuso que regalaría a Iris Azul. El desconocido saludó a su mujer desde la entrada y celebró que ya hubiera llegado el invitado. Sin embargo, cuando avanzó lo suficiente como para contemplar a Cí, sus brazos flojearon y las flores se cayeron al suelo.
El anciano no consiguió articular palabra. Tan sólo se quedó de pie, mirándole incrédulo, igual que Cí a él mientras la sirvienta se apresuraba a recoger las flores que les separaban. Al ver que ninguno reaccionaba, Iris Azul se adelantó.
—Amado esposo, tengo el gusto de presentarte a nuestro invitado, el joven Cí. Cí, os presento a mi marido, el honorable juez Feng.