Para Cí, enterarse de que Iris Azul era la descendiente de Yue Fei fue como si de repente le hubieran sacudido la cabeza y luego se la hubieran vaciado a mazazos. Sin embargo, la mujer de ojos pálidos que le miraba con la delicadeza de una gacela, la anfitriona de exquisito peinado y vistoso hanfu de seda cuyos modales serenos rivalizarían con los de una soberana era para Kan la sospechosa de haber asesinado brutalmente a tres hombres.
Al instante, la turbadora belleza de Iris Azul cobró otra dimensión, y aunque la suavidad de sus palabras continuaba presente, los gestos afables que antes le habían seducido comenzaron a inquietarle.
Cí no sabía qué decir. Sólo acertó a balbucear un «encantado» y permaneció absorto contemplando sus rasgos serenos. Seguía siendo bella, pero en la hermosura de sus ojos creyó descubrir un velo de frialdad que parecía traicionarla. Recordó la engañosa calma del escorpión justo antes de lanzar su mortal ataque y se le encogió el estómago.
Mientras tanto, Iris Azul, ajena a sus cuitas, se interesó por el trabajo que desempeñaba Cí como ayudante de Kan. En esta ocasión el consejero se adelantó.
—Precisamente por eso quería presentártelo. Cí está elaborando un informe sobre los pueblos del norte y he pensado que tú podrías ayudarle. Aún sigues ocupándote de los negocios de tu padre, ¿no?
—En la medida de mis posibilidades. Desde que me casé, mi vida ha cambiado bastante. Pero, en fin, eso es algo que ya sabes… —Hizo una pausa—. De modo que trabajas sobre los Jin… —dijo dirigiéndose a Cí—. Entonces, estás de suerte. Podrás preguntarle a su embajador.
—No digas simplezas. El embajador está ocupado. Casi tanto como yo —intervino de nuevo Kan.
—¿En asuntos de faldas también?
—Iris… Iris… Siempre tan irónica. —Kan torció el gesto—. Cí no quiere las palabras vacías de un hombre entrenado en la mentira. El joven busca la verdad.
—¿El joven no tiene boca? —dijo Iris Azul. Cí advirtió en su tono un poso de provocación.
—Me gusta respetar a mis mayores —le respondió.
Cí comprobó que ella se daba por aludida y sonrió con malicia en la oscuridad. Luego miró a Kan buscando alguna respuesta. No comprendía las intenciones del consejero ni a dónde pretendía llegar. Además, comenzaba a advertir que la relación entre Kan e Iris Azul no resultaba tan idílica como había supuesto.
Esperaba una contestación cuando, de repente, una figura se recortó bajo la luz de los faroles. Cí creyó identificar al fabricante de bronces con el que habían coincidido durante la cena. Al reconocerle, Kan se levantó con dificultad.
—Si me disculpáis, he de resolver un asunto —dijo el consejero, y salió al encuentro del hombre.
Cí se mordió los labios. Seguía sin saber qué decir. Tamborileó sus dedos en la taza de té y luego se la acercó a su boca.
—¿Nervioso? —preguntó la mujer.
—¿Debería estarlo?
Por un momento, se le pasó por la cabeza que el té pudiera contener algún tipo de veneno y detuvo la taza. Lentamente, la separó de sus labios mientras echaba una ojeada disimulada a su interior. Luego contempló a la mujer. Le miraba de una forma extraña que no alcanzó a interpretar.
—De modo que respetar a los mayores… —insistió ella—. ¿Qué edad tienes?
—Veinticuatro —mintió, agregándose dos.
—¿Y qué edad supones que tengo yo?
A sabiendas de que la oscuridad le protegía, Cí la examinó sin sonrojo. Los destellos anaranjados de los faroles embellecían un rostro suavemente esculpido y atenuaban las leves marcas de expresión que los años parecían haberle regalado. Su pecho, del tamaño de las naranjas, se abultaba levemente bajo su hanfu, contrastando con una cintura escueta y unas inusuales caderas prominentes. Le sorprendió que a ella no le incomodara su escrutinio. Sus ojos grisáceos, de un color que Cí jamás había contemplado, brillaban.
—Treinta y cinco. —Aunque había calculado algún año más, pensó que halagarla le ayudaría.
La mujer enarcó una ceja.
—Para trabajar junto a Kan hay que ser muy temerario o muy necio. Dime, Cí, ¿qué clase de persona eres tú?
A Cí le sorprendió la impertinencia de la mujer. Desconocía su posición, pero debía de sentirse muy segura para criticar a Kan ante un desconocido que en teoría trabajaba para él.
—Quizá sea el tipo de persona que no insulta a los recién llegados —le contestó.
La mujer torció el gesto y bajó la mirada. Cí presumió en ella un halo de arrepentimiento.
—Discúlpame, pero ese hombre siempre me ha enervado. —Derramó un poco de té al intentar servirse—. Sabe que no conozco tanto a los Jin como pretende, así que no me imagino cómo podría ayudarte.
—No sé. Tal vez podríais hablarme de vuestro trabajo. Es obvio que no sois un ama de casa —improvisó.
—Mi trabajo es tan vulgar como yo misma. —Bebió con desgana.
—A mí no me parecéis vulgar. —Cí carraspeó—. ¿A qué os dedicáis exactamente?
La mujer permaneció un momento callada, como si valorara contestar.
—Heredé un negocio de exportación de sal —dijo finalmente—. Las relaciones con los bárbaros siempre fueron difíciles, pero mi padre supo manejarse y estableció unos almacenes cerca de la frontera. Por suerte, y pese a las trabas del gobierno, prosperaron rápido. Ahora los manejo yo.
—¿Pese a las trabas?
—Es una triste historia. Y esto es una fiesta.
—Por lo que contáis, un oficio peligroso para una mujer sola…
—Nadie ha afirmado que lo esté.
Cí volvió a sorber té. Dudó qué decir.
—Kan mencionó algo sobre vuestro marido. Supongo que os referís a él.
—Kan habla demasiado. Y sí. Mi marido se ocupa de muchas cosas. —Su voz sonó amarga.
—¿Y dónde está ahora?
—Viajando. Lo hace a menudo. —Se sirvió un poco de licor—. Pero ¿a qué tanta pregunta sobre él? Pensé que quienes te interesaban eran los Jin.
—Entre otros asuntos —contestó Cí.
Cí advirtió que la situación se le escapaba de las manos. Sus dedos volvían a tabletear. Permaneció mudo comprobando que el silencio dejaba de ser una leve incomodidad para convertirse en una pesada losa. Iris Azul pronto pensaría lo mismo. El tiempo jugaba en su contra, pero no sabía cómo avivar la conversación.
En ese momento la mujer se movió. Cí se fijó en la blancura de su antebrazo cuando lentamente sacó un abanico de su manga. Lo desplegó con la misma lentitud y lo empezó a aletear. Al poco de usarlo, a Cí le alcanzaron los efluvios de una fragancia intensa. Sus notas penetrantes se le antojaron extrañamente familiares.
—¿Esencia de Jade? —dijo Cí.
—¿Cómo?
—El perfume. Es Esencia de Jade —afirmó—. ¿Cómo lo habéis conseguido?
—Ese tipo de preguntas sólo se formulan a cierta clase de mujeres —sonrió con pena—, y provocan respuestas que sólo se devuelven a cierto tipo de hombres —añadió.
—Aun así —insistió.
Por toda respuesta, Iris Azul apuró su vaso de licor.
—He de irme —le dijo.
Cí iba a retenerla cuando una explosión les sorprendió. Alzó la cabeza. Sobre ellos, unas guirnaldas de luces destellaban en el cielo apagándose y encendiéndose. Brillos verdes y rojos iluminaban sus rostros en continuos estallidos de luz, como miles de soles naciendo en el firmamento.
—¡Los fuegos de artificio! —Cí se quedó admirado por las formas floridas que relampagueaban en el cielo—. Son preciosos. —Buscó la complicidad de Iris Azul, pero encontró su mirada ausente, perdida en la espesura—. Deberíais mirarlos —le aconsejó.
En lugar de dirigir la mirada al cielo, la mujer giró la cabeza hacia Cí. Sin embargo, su rostro no se alineó exactamente con el suyo. Tenía los ojos humedecidos por el resplandor de los fuegos. El joven advirtió que sus pupilas permanecían inmóviles ante los estallidos de luz.
—Ojalá pudiera —dijo.
Cí contempló cómo la mujer, ayudada por un bastón, se daba la vuelta y se alejaba.
Meneó la cabeza. Iris Azul, la nieta de Yue Fei, la asesina de la que sospechaba Kan, era absolutamente ciega.
* * *
De regreso a palacio, Cí escrutó a la multitud, entregada al espectáculo pirotécnico que continuaba sembrando el cielo de fulgor. Buscaba a Kan, pero no lo encontró. Miró en la balconada, en el Salón de los Saludos y en las salitas anexas con idéntico resultado. Bajó de nuevo a los jardines, pero tampoco estaba allí. Sin saber qué hacer, se dedicó a contemplar los fuegos hasta su completa extinción, hasta que en el aire quedó tan sólo una densa niebla con un profundo olor acre. Una niebla que le recordó el día en que su casa se derrumbó, acabando con su familia.
Volvió a pensar en su padre. No pasaba un día sin que lo hiciera.
Perdió la noción del tiempo sumido en sus pensamientos.
Sería más de medianoche cuando creyó descubrir la figura de Kan moviéndose tras los matorrales. Parecía que alguien le acompañaba. Se levantó y fue a su encuentro. Sin embargo, al distinguir a la persona con la que conversaba, se detuvo en seco. Era el embajador de los Jin. Cí se preguntó de qué hablarían tan efusivamente, ocultos en la espesura. No encontró respuesta. Estaba confuso. Quizá el licor ingerido no le dejaba pensar con claridad. Se dijo que haría bien en darse la vuelta y dirigirse a sus dependencias.
La cama parecía de piedra. Durmió a ratos, entre retortijones, hasta que un oficial le despertó agitándole como a una estera. El hombre le dijo que se levantara. Tenía orden de conducirle a la habitación de los cadáveres.
—¡Ahora! —dijo sin miramientos mientras deslizaba el estor que cubría la ventana.
Cí se frotó los ojos. Creyó que la cabeza le iba a reventar.
—¿Pero aún no han enterrado los cuerpos? —Se tapó los ojos. La luz le molestaba.
—Ha aparecido otro. Esta mañana.
De camino al depósito, el oficial le informó de que habían encontrado el cuerpo cerca del palacio, al otro lado de las murallas. Cí preguntó si alguien lo había examinado. El hombre contestó que en aquel mismo instante lo estaba reconociendo Kan junto a uno de sus inspectores.
Cuando Cí entró en la habitación de los cadáveres, Kan estaba inclinado sobre el cuerpo. El infortunado yacía sobre la mesa boca arriba, desnudo, y al igual que el eunuco, carecía de cabeza. Al advertir su presencia, el consejero de los Castigos le urgió a que se acercara.
—También decapitado —le indicó.
No hacía falta que se lo dijera. Se cubrió con un delantal y echó un vistazo rápido. Como de costumbre, el inspector que acompañaba a Kan se había limitado a reflejar en su informe aspectos superficiales como la enumeración de las heridas y el color de la piel. Al carecer de rostro, el inspector no se había atrevido a aventurar una edad.
Tras leer el informe, Cí solicitó permiso para practicar el examen.
Lo primero que le llamó la atención fue la herida del cuello producida por la decapitación. Al contrario que en el caso del eunuco, el corte se veía sucio, con desgarros, por lo que dedujo que el asesino no había dispuesto del tiempo necesario para realizarlo con tranquilidad. La abierta en el pecho era menos profunda que las halladas en los otros cadáveres. Apuntó sus observaciones y continuó la exploración. En el cuello, a la altura de la nuca, se apreciaban unos rasguños longitudinales que descendían hasta los hombros. Enseguida se dirigió al dorso de las manos, hallando el mismo tipo de escoriaciones. Por último, examinó los tobillos, en los que encontró las marcas que esperaba. Se lo hizo saber a Kan.
—Los arañazos se originaron durante el traslado del cadáver, al ser sostenido por los pies y arrastrado sobre la espalda —los señaló—. Obviamente, estaba aún vestido, o de lo contrario los arañazos se habrían extendido hasta las nalgas.
Cogió unas pinzas, extrajo restos de la tierra que permanecía adherida a las uñas y a la piel y los depositó en un pequeño frasco que taponó con un trozo de tela. Luego intentó flexionar los brazos y las piernas por sus coyunturas, encontrando que la rigidez cadavérica aún se hallaba en su fase inicial. Estimó que su muerte habría tenido lugar hacía menos de seis horas.
De repente, se detuvo. Aún le dolía la cabeza, pero creyó distinguir un aroma con claridad.
—¿No lo oléis? —olfateó.
—¿El qué? —se extrañó Kan.
—El perfume.
De inmediato, Cí acercó la nariz al cráter excavado entre los pezones. Luego se incorporó mientras fruncía los labios. No le cabía duda. Era Esencia de Jade. El mismo aroma que perfumaba a Iris Azul la noche anterior. Ocultó a Kan su descubrimiento.
—¿Dónde están sus ropas? —preguntó.
—Apareció desnudo —respondió el consejero.
—¿Y no se encontró nada junto a él? ¿Ningún objeto? ¿Nada que lo identificara?
—No. Nada.
—Están los anillos… —intervino el inspector.
—¿Los anillos? —Cí miró extrañado a Kan.
—¡Ah, sí! Los había olvidado. —Carraspeó. Se acercó a una mesita y se los mostró. Cí se quedó pasmado.
—¿No los reconocéis? —preguntó Cí.
—No. ¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque son los anillos que llevaba el fabricante de bronce con el que cenamos anoche en la recepción.
* * *
Cuando se quedaron solos, Cí expresó a Kan sus reparos sobre la implicación de Iris Azul.
—Por el Gran Buda, consejero, ¡esa mujer es ciega! —espetó.
—¡Esa mujer es un diablo! —le aseguró Kan—. O si no, dime, ¿cuánto tiempo tardaste en advertir que no veía? ¿Cuánto tiempo te mantuvo engañado?
—¿Pero de veras os imagináis a una invidente serrando cabezas y arrastrando cuerpos?
—¡No seas necio! ¡Nadie ha hablado de que sea ella quien los descuartice! —Su semblante se endureció.
—¡Ah! ¿No? ¿Entonces, quién?
—¡Si lo supiera no estaría aquí soportándote! —bramó, y desperdigó todo el instrumental de Cí de un manotazo.
Cí sintió cómo la sangre invadía su rostro. Tomó aire y suspiró profundamente. Luego recogió los utensilios que habían rodado por el suelo.
—Mirad, excelencia, todos sabemos que hay muchas clases de asesinos. Pero descartemos por un momento a aquellos que no piensan en matar: gente normal que un día pierde la razón durante una disputa o sorprende a su mujer en los brazos de otro. Esas personas cometen una locura que en su sano juicio jamás habrían ni imaginado y acarrean con las consecuencias durante toda su vida. —Terminó de colocar su instrumental—. Y ahora pensemos en los otros: en los asesinos de verdad, en los monstruos.
»En este grupo encontramos distintos tipos. Por un lado, están los que actúan impulsados por la lujuria, seres insaciables como tiburones. Por lo general, sus víctimas son mujeres o niños. No se conforman con matarlos: primero los profanan y destrozan, y después los masacran. Por otro lado, están los violentos, los viscerales: hombres irascibles capaces de destruir una vida a la mínima por el motivo más absurdo, como tigres apaciblemente dormidos que te devorarían por rozarles un bigote. También están los iluminados: los que fanatizados por ideales o por sectas cometerían la más execrable de las barbaries, igual que un perro de presa entrenado para pelear. Por último, encontraríamos a los más extraños: los que disfrutan con el placer de matar. Este tipo de asesino no puede compararse a ningún animal, porque el mal que anida en él le hace infinitamente peor. Y ahora, decidme, ¿en qué grupo clasificaríais a esa mujer? ¿En los lujuriosos? ¿En los coléricos? ¿En los dementes?
Kan miró a Cí de soslayo.
—Muchacho, muchacho… Te aseguro que no pongo en duda tu habilidad con los huesos, con las armas o con los gusanos. ¡Adelante! ¡Por mí puedes hasta escribir un libro y dar luego charlas en el mercado! —bramó—. Pero, con toda tu sabiduría, has olvidado a una especie fundamental, sanguinaria como pocas, inteligente, pausada. Has desdeñado a la serpiente: es capaz de aguardar agazapada el momento propicio, hipnotizar a su víctima y descargar de un latigazo su mordedura ponzoñosa. Hablo de aquellos que actúan movidos por el veneno de la venganza. O lo que es lo mismo: por un odio tan atroz que les corrompe las entrañas. Y te aseguro que uno de ellos es Iris Azul.
—¿Y con qué los hipnotiza? ¿Con sus ojos muertos? —espetó.
—¡No hay mayor ciego que el que no quiere ver! —Descargó un puñetazo sobre la mesa—. Te obcecas en tus absurdos conocimientos prácticos y desdeñas el sentido común. Ya te he dicho que utiliza a cómplices.
Cí prefirió silenciar que le había visto conversar a escondidas con el embajador de los Jin, a sabiendas de que un enfrentamiento con Kan no le conduciría a nada. Así pues, optó por cambiar la estrategia.
—De acuerdo. Entonces, ¿quién la ayuda en sus asesinatos? ¿Su marido, tal vez?
Kan miró hacia la puerta tras la que aguardaba el inspector.
—Salgamos fuera —sugirió.
Cí guardó su instrumental y siguió a Kan mientras se maldecía por su fortuna. A cada instante que pasaba confiaba menos en él. No entendía por qué Kan le había ocultado el detalle de los anillos y, menos aún, que tras revelarle que el asesinado era el fabricante de bronces no hubiera hecho un solo comentario. Máxime considerando que, probablemente, el consejero habría sido la última persona que había hablado con la víctima. Una vez en el exterior, Kan le condujo hasta las proximidades del estanque donde habían celebrado la fiesta la noche anterior. Frunció el ceño y miró a Cí.
—Olvida a su marido. Le conozco desde hace tiempo y sólo es un anciano cabal cuya única estupidez fue casarse con esa arpía. —Hizo una pausa—. Más bien pienso en su sirviente. Un mongol de cara de perro que se trajo del norte.
Cí se frotó la barbilla. Aparecía un nuevo personaje.
—Y si es así, ¿por qué no le detenéis?
—¿Cuántas veces habré de repetírtelo? —gesticuló—. Porque estoy convencido de que tiene más cómplices. Una única persona sería incapaz de acometer estos atroces crímenes y cuanto ellos esconden.
Cí se mordió la lengua. Estaba harto de ese gran misterio del que, al parecer, todos sabían y nadie le podía explicar. En el supuesto de que las sospechas de Kan fuesen ciertas, ¿por qué no hacía que siguieran al mongol? Y en el caso de que ya lo hubiera ordenado, ¿qué absurdo papel jugaba él en la investigación? La única explicación era que todo consistiese en una gran mentira planeada por el propio Kan. Sin embargo, había algo que no le cuadraba: el perfume encontrado en los cadáveres. No le cabía duda de que Kan, con su indudable poder, podía haberse apropiado de una partida para acusar a Iris Azul, pero lo que no entendía era que, si ese perfume pertenecía en exclusiva a las concubinas del emperador, pudiera usarlo Iris Azul.
Cuando le preguntó a Kan cómo era posible que una mujer de su posición actuara de anfitriona de cortesanas, éste no lo dudó.
—¿No te lo dijo ella? —se extrañó—. Iris Azul fue una nüshi. La favorita del emperador.
* * *
Una nüshi… Por esa razón, Iris Azul ejercía de intermediaria entre los nobles y las flores: porque conocía el arte del cortejo como si de una sacerdotisa del placer se tratara.
—Al emperador le complace tratar bien a sus invitados y, siempre que puede, invita a Iris Azul —masculló Kan—. Esa mujer es puro fuego, y aún hoy, pese a sus años, te aseguro que te consumiría.
Kan le contó que, pese a su ceguera, las noticias sobre su belleza habían traspasado las murallas de palacio cuando reinaba el antiguo emperador. El entonces soberano no lo dudó. Ordenó que compensaran a su familia y la condujeran a su harén.
—Entonces, era una niña, pero yo mismo vi cómo hechizó al emperador. El padre de Ningzong olvidó al resto de sus concubinas y se obsesionó con ella, disfrutándola hasta la extenuación. Cuando la enfermedad se apoderó de los miembros del soberano, la nombró nüshi imperial. Aunque ya sólo era un anciano achacoso, ella siguió ocupándose de que copulara con mayor frecuencia con las mujeres de menor rango y, una vez al mes, con la reina. Conducía a las concubinas a la alcoba real, les entregaba el anillo de plata que debían ponerse en la mano derecha antes de entrar, las desnudaba, las perfumaba con Esencia de Jade y presenciaba la consumación del acto. —Kan pareció imaginarlo—. Aunque no puede ver, decían que disfrutaba mirando.
Le contó que, a la muerte de su padre, Iris Azul abandonó su puesto de nüshi con la anuencia del nuevo emperador. A pesar de su ceguera, manejó con mano de hierro los negocios que había heredado antes de contraer matrimonio con su actual marido, al que también hechizó.
—Tiene algo que enloquece a los hombres. Embrujó al emperador, ha embrujado a su marido, y si no tienes cuidado, también te embrujará a ti —añadió.
Cí meditó las palabras de Kan. Él no era una persona que creyese en hechicerías, pero lo cierto era que no podía quitarse a Iris Azul del pensamiento. Aquella mujer tenía algo que la diferenciaba del resto y que no sabía explicar. Sacudió la cabeza intentando razonar. Aún quedaba pendiente el asunto del fabricante de bronces, así que se lo hizo saber a Kan.
—Anoche, cuando lo dejé, parecía nervioso —contestó el consejero—. Le pregunté sobre la nueva aleación en la que estaba trabajando y de la que no paraba de presumir. Ya te darías cuenta de que era un fanfarrón, pero no me imagino quién querría matarle.
—¿Ni siquiera Iris Azul? —preguntó Cí.
—Eso tendrás que averiguarlo tú.