La llegada del perfumista sorprendió a Cí mientras meditaba sobre el origen de las minúsculas cicatrices en el rostro de uno de los cadáveres. Pese a barajar algunas hipótesis, aún no había llegado a ninguna conclusión, de modo que cuando el hombrecillo le aseguró que estaba de suerte, Cí se alegró. Sin embargo, lo que menos esperaba era que, por toda respuesta, el perfumista le regalara una sonrisilla mientras le tendía un frasquito sellado con cera.
—Podéis olerlo —le ofreció orgulloso.
Cí rompió el sello y aproximó la nariz al intenso aroma que brotaba del frasco y se adentraba en su pituitaria. Era un perfume profundo, denso, dulce y empalagoso como la mermelada, con notas que le recordaron al sándalo y al pachuli. Su vigor le emborrachó. Sin embargo, pese a parecerle familiar, fue incapaz de identificarlo. El perfumista agrió el gesto.
—¿No lo reconocéis?
—¿Acaso debería? —se sorprendió Cí.
—Supongo que sí. Es Esencia de Jade, la fragancia que desde hace años elaboro para el emperador.
Cí frunció el ceño. Desconocía el alcance de la revelación, así que le confesó al perfumista que su estancia en el palacio se reducía a un par de días entre legajos y cadáveres.
—Y aunque he gozado del privilegio de conocer al emperador, puedo aseguraros que las circunstancias del encuentro no ayudaron a que me fijara en su perfume.
—¡Oh, no! Esta esencia no es para él —le advirtió el perfumista.
Cí se frotó el rostro, desvelando su interés. El perfumista le contó que desde hacía años elaboraba con ingredientes secretos y en rigurosa proporción aquella fragancia, cuyo uso estaba absolutamente prohibido a cualquier otra persona que no fuese esposa o concubina del emperador.
—Y que, por supuesto, fabrico para ellas en exclusiva.
Cí permaneció en silencio meditando la revelación del perfumista, que parecía esperar impaciente su aprobación. Finalmente, le preguntó si existía la posibilidad de que alguien en su taller hubiese sustraído una partida. El hombrecillo se ofendió.
—¡Eso es imposible! Cada vez que se me ordena un nuevo suministro, yo me encargo de procesar la fragancia, envasarla, numerarla y trasladarla personalmente a la Corte —aseguró categórico.
—¿Y si alguien hubiese imitado su fragancia?
—¿Imitar? Eso no sólo resultaría improbable, sino que también sería inútil. Lo primero, porque sólo yo conozco los ingredientes y le aseguro que no son fáciles de descubrir. Y lo segundo, porque de ser desenmascarado, el falsificador sería ejecutado sin remisión.
—Ya, entiendo. ¿Y existe la posibilidad de que os equivoquéis?
—¿Qué queréis insinuar? —El perfumista le miró como si le hubiera insultado.
—Me refiero a que si estáis completamente seguro de vuestro descubrimiento… Al fin y al cabo, los restos de fragancia eran mínimos y estaban contaminados con la podredumbre.
—Mirad, joven —afirmó sin atisbo de duda—. Si llevarais trabajando en esto desde el día en que nacisteis, sabríais bien de lo que hablo. Sería capaz de reconocer mi perfume aunque al lado acampara un ejército de elefantes.
Lo dijo tan convencido que Cí no lo dudó. Iba a continuar el interrogatorio cuando el perfumista añadió algo.
—Por cierto, resulta curioso, pero había algo más… Un olor extraño. Acre. Tan sólo unos retazos, pero estaba allí.
—¿Otro perfume?
—No. No era un perfume. Y tampoco procedía de la putrefacción. No sé. Intenté distinguirlo, pero me resultó imposible.
Cí lo anotó entre sus apuntes. Con aquellos datos tenía suficiente, pero se le ocurrió una última cuestión.
—Respecto a ese perfume que elaboráis, Esencia de Jade… en palacio, ¿quién es el encargado de recibirlo?
—No es él, sino ella. —Los ojos del hombrecillo se abrieron como si la contemplara desnuda en ese momento—. Una nüshi. La encargada de organizar los encuentros del emperador con sus concubinas. Generalmente, la surto de perfume cada primera luna. Unos treinta botes como éste, según la demanda. Tened en cuenta que, además de la nüshi, en el harén conviven unas mil concubinas. Ella es la que recibe y administra todos los lotes, y os aseguro que los custodia como si fueran los hijos que no puede tener.
Tras acompañar hasta la salida al perfumista, Cí se adentró en los jardines. Conocer la existencia de una nüshi le había intrigado, y aunque sabía que no podía franquear sus límites, sentía la necesidad de acercarse al Palacio de las Concubinas. Mientras caminaba, repasó mentalmente los datos de los que disponía.
De una parte, estaban los cadáveres. En primer lugar, el del eunuco: un hombre laborioso y minucioso, amante de su familia y aparentemente honesto, cuyo trabajo como ayudante del administrador difícilmente justificaba una colección de antigüedades tan valiosa. Le seguía el de un hombre que rondaría la cincuentena, con el rostro desfigurado y las manos extrañamente corroídas por algún ácido o enfermedad; quizá el único indicio por el que podría identificarle pero del que sabía poco más. Finalmente, quedaba el cuerpo del más joven, con la cara salpicada de unas minúsculas cicatrices de apariencia antigua, a excepción de dos extraños cercos situados sobre los ojos.
En cuanto a asuntos pendientes de indagar, sin duda destacaría los aspectos comunes a los tres asesinatos: el interés del asesino en impedir la identificación de los cadáveres, las terribles heridas en forma de cráteres horadados en sus torsos y el insólito olor a una fragancia elaborada por un único perfumista cuya custodia estaba a cargo de la nüshi del emperador.
Para cuando quiso darse cuenta, deambulaba por las inmediaciones del Palacio de las Concubinas, algo que podía resultar peligroso en caso de ser descubierto por algún eunuco. Se agazapó tras un árbol y miró el edificio cuyas celosías velaban hasta el último rincón. Era una construcción delicada, como las mujeres que se alojaban en su interior. Tras los estores de papel le pareció adivinar las siluetas de unas jóvenes gráciles correteando desnudas y, sin pretenderlo, se fijó en ellas. Sintió el aguijón del deseo recorriendo su cuerpo. Hacía tiempo que no yacía con ninguna flor.
Intentó desterrar la lujuria de su pensamiento centrándose en las palabras pronunciadas por el perfumista. La nüshi era la única persona que administraba aquella fragancia. Nadie más tenía acceso a ella. Ni siquiera los eunucos. Y si, tal y como afirmaba el químico, sólo él fabricaba aquella esencia, no le quedaba otro camino que interrogar a la responsable de su distribución.
De regreso a la Corte exterior, acudió al encuentro del retratista para comprobar el progreso de su trabajo. Una vez en su taller, Cí lanzó una exclamación de admiración. Frente a él, en un lienzo sobre un caballete, se erguía un rostro tan nítido y vívido que parecía que pudiese hablar. El artista había reflejado con absoluta perfección cada rasgo del cadáver hasta devolverlo a la vida. Perfecto en todo, con la excepción de un tremendo error.
—Debí haberlo mencionado, pero tendríais que haberlo dibujado con los ojos abiertos.
La noticia sorprendió al retratista, que se inclinó una y otra vez en señal de arrepentimiento, pero Cí le disculpó asumiendo su parte de responsabilidad. Por fortuna, el artista le aseguró que podía remediarlo.
—Al revés habría sido más complicado.
—¿Podríais añadirle también unas cicatrices?
Sobre el propio retrato, Cí le explicó el tipo, tamaño, forma, número y distribución, especificándole que se abstuviera de pintarlas alrededor de los ojos. Esperó a que terminara el trabajo en previsión de nuevos errores, pero cuando concluyó y pudo contemplar el resultado, Cí le mostró su satisfacción.
—Es realmente magnífico.
El retratista respiró con orgullo, se inclinó ante Cí y le entregó el lienzo de seda, que éste enrolló como si fuera de oro, para a continuación guardarlo en una talega de tela. Se despidieron y Cí se encaminó hacia su cuarto. Una vez allí, desenrolló el lienzo y lo contempló con detenimiento. En efecto, la imagen parecía tener vida. El único problema residía en la imposibilidad de su duplicación, lo cual impedía su distribución y publicidad de forma masiva. Pero, aun así, seguía pensando que le sería útil en cuanto descubriese el origen de aquellas minúsculas cicatrices.
Después de un rato sin saber cómo proseguir, pensó en su maestro Ming, del que añoraba sus consejos y su templanza. Recordó que Ming siempre sabía qué decir o cómo actuar. Se sentía en deuda con él en la misma medida en que se avergonzaba por haberle defraudado. Debería ir a visitarle y compartir las cuestiones que le mantenían intrigado. Enrolló de nuevo el retrato, se pertrechó con sus notas y salió dispuesto a reconciliarse con la única persona que le había ayudado desde su llegada a Lin’an.
Atravesó el jardín sin problemas. Sin embargo, cuando intentó franquear la muralla de palacio, el centinela se lo impidió de malos modos.
—Ahórrate el esfuerzo —le espetó el guardia mientras miraba despectivamente el sello que Cí se empeñaba en mostrarle. Cuando éste le informó de que era un salvoconducto expedido por el mismísimo consejero de los Castigos, el centinela no se inmutó.
—Entonces habla con él. Es Kan quien lo ha ordenado.
Cí no dio crédito a sus palabras, pero el centinela no retrocedió.
Apretó los dientes y pateó un guijarro con la misma rabia con la que habría pateado a Kan de haberlo tenido enfrente. Finalmente, se giró. Si el emperador deseaba que él avanzara en la investigación, tendría que decidir qué hacer con un ministro que parecía más pendiente de ponerle impedimentos que de facilitarle el trabajo. Por fortuna, el salvoconducto parecía conservar su validez en el interior del complejo, lo que le permitió acceder hasta el despacho del secretario personal del emperador. Cí se identificó y solicitó una entrevista, pero el secretario, un anciano de aspecto relamido, le miró como si acabara de posársele una mosca. Resultaba no sólo insólito, sino también insultante que un simple trabajador pretendiese una audiencia con el emperador.
—Hay quienes han muerto por menos —señaló casi sin mirarlo.
Cí se dijo que, si lo quisieran muerto, ya le habrían matado.
Insistió, pero lo único que consiguió fue que la indignación del secretario aumentara. El hombre le ordenó que se retirara bajo amenaza de llamar a la guardia, pero Cí no se arredró. Estaba dispuesto a aclarar aquella situación a costa de lo que fuese, así que permaneció de pie, desafiante, sin ni siquiera pestañear cuando el secretario le amenazó con enviarle a juicio y asistir a su decapitación. Mientras el hombre alzaba cada vez más la voz, Cí advirtió que se aproximaba el séquito imperial, en el que marchaban Kan y el emperador. No dio opción a que le detuvieran. Dejó con la palabra en la boca al secretario y, antes de que la guardia pudiera impedírselo, se arrojó de bruces al suelo frente a ellos. Al reconocerle, Kan ordenó que lo prendieran, pero Ningzong se opuso.
—Extraño modo de presentarte ante tu emperador.
Consciente de su insolencia, Cí no se atrevió a mirar. Golpeó el suelo con la frente y suplicó indulgencia. Al no obtener respuesta, balbuceó que se trataba de un asunto relacionado con los crímenes que no admitía dilación.
—Majestad, ¡esto es intolerable! —bramó Kan.
—Tiempo habrá para los castigos. ¿Has descubierto algo? —se limitó a preguntar el emperador.
Cí pensó si no sería más conveniente hablar a solas con el soberano. Estuvo a punto de solicitarlo, pero no quiso tentar más su suerte. Pese a continuar postrado, miró a Kan de soslayo.
—Majestad, con todos mis respetos, creo que alguien intenta sabotear mi trabajo —se atrevió a decir finalmente.
—¿Sabotear? ¿A qué te refieres? —Hizo un gesto a la guardia para que se apartara unos pasos. Cí no se movió.
—Hace unos instantes, cuando me dirigía a realizar unas gestiones en el exterior, los centinelas me han impedido salir de palacio —dijo con un hilo de voz—. De nada me ha servido el sello que me facilitó su excelencia el consejero, y…
—Comprendo. —Miró a Kan, quien apenas prestó atención a la denuncia de Cí—. ¿Alguna cosa más?
Cí abrió la boca perplejo. Sin embargo, mantuvo la frente pegada al suelo.
—Sí, Majes-tad —tartamudeó—. En los informes que se me han entregado no constan las pesquisas practicadas por los jueces de palacio. No hay ni un solo dato sobre el lugar y la forma donde se encontraron los cuerpos. No constan testigos ni denuncias sobre desapariciones, ni ningún apunte sobre sospechas, ni ninguna referencia a un móvil. —Miró de reojo a Kan, quien evitó el enfrentamiento—. Ayer interrogué a un amigo íntimo de Suave Delfín, un joven eunuco que se mostró colaborador hasta que dejó de serlo. Y la explicación a su repentino silencio fue que el consejero de los Castigos le había prohibido hablar de ello.
El emperador guardó silencio un instante.
—¿Y por esa razón crees que puedes importunarme presentándote ante mí como un animal salvaje?
—Alteza, yo… —Se sorprendió al tiempo que comprendía lo necio de su comportamiento—. El consejero Kan manifestó que nadie había entrado en las dependencias privadas de Suave Delfín, pero eso es falso. No sólo entró él, sino que prohibió al centinela hablar de ello. ¡Vuestro consejero no quiere que descubra nada! Desprecia cualquier método que provenga del examen y de la razón y se empecina en ocultar aquello que podría dejarle en evidencia. No puedo interrogar a las concubinas, no puedo acceder a los informes, no puedo salir de palacio…
—¡Ya he escuchado suficientes impertinencias! ¡Guardias! ¡Conducidlo a sus aposentos!
Cí no se resistió, pero mientras los guardias lo incorporaban, pudo advertir cómo la sonrisa envenenada de Kan acompañaba el brillo de su único ojo.
* * *
Oyó cómo los guardias cerraban la puerta y se apostaban en el exterior. Luego se mordió las uñas hasta que al cabo de un rato se abrió la puerta de nuevo. Bo entró sin saludar, con el rostro enrojecido por la ira.
—¡Vosotros los jóvenes os creéis los dueños del mundo! —murmuró mientras deambulaba por la estancia—. Llegáis con vuestros aires de conocimiento, con vuestras técnicas novedosas y vuestros expertos análisis, os presentáis ante vuestros mayores, soberbios y orgullosos, confiados en vuestra capacidad de averiguar lo imposible y olvidáis las más elementales normas de protocolo. —Hizo una pausa para clavar los ojos en Cí—. ¿Se puede saber qué pretendes? ¿Cómo se te ha ocurrido acusar a un consejero?
—A un consejero que me impide investigar, encerrándome como a un reo…
—¡Por el Gran Buda, Cí! Lo de la muralla no fue idea suya. Sólo siguió las órdenes del emperador.
Cí palideció.
—Pero… —balbuceó sin comprender.
—¡Estúpido iluso! Si salieses sin escolta de palacio, tu vida duraría menos que un huevo entre las fauces de un zorro. —Hizo una pausa, buscando la comprensión de Cí—. No es que no puedas salir. Es que si lo haces, debes hacerlo protegido.
—Pero entonces…
—Y claro que Kan entró en las dependencias de Suave Delfín. ¿Qué querías? ¿Que lo dejasen todo en tus manos?
—¿Y vos no comprendéis que jamás podré ayudaros si no me explicáis cuál es el peligro al que me enfrento? —alzó la voz Cí.
Bo pareció reflexionar. Se acercó a la ventana y miró al exterior. Luego se giró hacia Cí con el gesto cambiado.
—Entiendo tu impotencia, pero eres tú quien ha de comprender sus motivos. De acuerdo, el emperador solicitó tu ayuda, pero no pretendas que confíe sus secretos al primer recién llegado que le deslumbre con sus trucos.
—Muy bien. Pues si no me permitís progresar, pedid al emperador que me releve. Os contaré cuanto he averiguado y…
—¡Ah! ¿Pero has averiguado algo? —se sorprendió Bo.
—Menos de lo que podría y más de lo que me han permitido.
—¡Escúchame bien! Soy sólo un oficial, pero puedo ordenar que te azoten ahora mismo, así que olvida los sarcasmos.
Cí comprendió que su irreverencia le estaba conduciendo a un callejón sin salida. Bajó la cabeza y se disculpó. Luego sacó sus notas y las repasó mientras Bo tomaba asiento en un taburete cercano. Cí inspiró con fuerza hasta que se calmó. Una vez tranquilo, comenzó a detallarle punto por punto sus avances: el descubrimiento de las pequeñas cicatrices en el rostro del cadáver más joven, la existencia del perfume Esencia de Jade, cuya custodia recaía en la nüshi de palacio, y el engaño de Suave Delfín.
—¿A qué te refieres? —Los ojos de Bo centellearon.
—A que mintió a Kan. El eunuco nunca llegó a visitar a su padre, porque su padre nunca enfermó. En realidad, Suave Delfín se vio obligado a emplear esa excusa para que nadie desconfiara de su ausencia.
—Pero ¿cómo puedes afirmarlo? —se interesó Bo—. Su padre enfermaba a menudo.
—En efecto. Y cada vez que sucedía, Suave Delfín lo apuntaba en su diario. Detallaba hasta la extenuación sus cuitas y temores, los preparativos para visitarle, los presentes que le llevaría y las fechas en las que viajaría. No olvidaba nada. Y, sin embargo, en el último mes no hay ninguna referencia, ni siquiera a un resfriado.
—Pudo ser algo urgente y repentino. Tanto que no tuviera tiempo de apuntarlo —sugirió el oficial, visiblemente incómodo.
—Desde luego que podría haber sucedido así. Pero no lo fue. En los informes consta que Suave Delfín cursó su petición de licencia un día después de la primera luna del mes, si bien no partió de viaje hasta el día siguiente por la noche, intervalo más que suficiente para reflejar en su diario cuanto hubiera precisado.
—¿Y eso a qué nos conduce? —preguntó extrañado el oficial.
—A algo que supongo que debería inquietaros. Suave Delfín fue asesinado por una persona conocida, quizá alguien en quien confiaba. Recordad que en su cuerpo no había indicios de que opusiera resistencia, luego, o no se defendió, o quizá no esperaba que su asesino le matara. La razón por la que inventó una mentira para abandonar el palacio hubo de ser muy poderosa, pues sin duda sabía del castigo al que se exponía si era descubierto.
—Lo que dices es inquietante. Tendré que consultarlo con el emperador.