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Durante la comida, Cí fue incapaz de ingerir un solo grano de arroz. Saber que Astucia Gris sería su compañero de investigación había logrado soliviantarle, pero averiguar que andaba indagando en el asesinato del alguacil Kao le había hecho palidecer. Disponía de dos semanas antes de que llegara cualquier información que pudiera relacionarle con Kao. Mientras tanto, debía concentrarse en descubrir lo que sucedía en la Corte. Si resolvía el caso, tal vez disfrutara de una oportunidad.

Astucia Gris sorbía la sopa con la avidez de un cerdo. Cí apartó el platillo y se alejó de él, pero éste le siguió. Acababan de confirmarles el traslado de los cadáveres a un depósito en las mazmorras y ninguno deseaba perderse la oportunidad de estudiarlos antes de que la podredumbre avanzara. Cí apremió el paso. Sin embargo, cuando llegó a la estancia, comprobó que el instrumental que había solicitado aún no había llegado. Bo, el oficial de enlace, dijo ignorar cualquier orden al respecto.

Cí maldijo a Kan. Se apoderó del sello que le franqueaba la entrada y sin aguardar a que Bo le diera permiso, le anunció su intención de trasladarse personalmente a la academia, sugiriéndole que le acompañara. No esperó su respuesta. Simplemente, abandonó la sala y se marchó. El oficial le siguió. Por fortuna, Astucia Gris no le imitó.

En la academia, mientras Bo se ocupaba de que un criado trasladase el instrumental, Cí buscó desesperadamente a Ming. Lo encontró en su despacho, encorvado sobre sus libros. Sus ojos estaban enrojecidos. Cí presintió que había llorado, pero no lo mencionó. Tan sólo se inclinó ante él y le pidió que le atendiera con un ápice de su misericordia.

—¿Ahora me necesitas? —le reprochó—. Toda la academia sabe que el emperador te ha contratado como asesor. El lector de cadáveres… «El soberbio joven que superó a su estúpido maestro…», eso es lo que ahora murmuran. —Sonrió con amargura.

Cí bajó la cabeza. El tono de Ming destilaba un halo de resentimiento, pero fue sólo un parpadeo que se evaporó de inmediato dejando espacio a un poso de tristeza. Se sentía en deuda con aquel hombre acabado, la persona que le había acogido y enseñado a cambio de nada. Quiso contarle que le necesitaba, que había demandado su presencia en palacio, pero que no le habían dado opción. Iba a decírselo cuando se presentó el oficial reclamando su regreso.

—Se hace tarde —le advirtió.

—Ah, ya veo a lo que has venido… —dijo Ming al reparar en el criado cargado con el instrumental y la cámara de conservación.

Cí frunció los labios.

—Lo siento. Debo irme… —musitó.

—Vete, sí.

Los ojos de Ming volvieron a empañarse, pero esta vez Cí sintió que no lo hacían por rencor, sino por lástima.

Cuando Cí llegó al depósito, Astucia Gris ya no estaba. Según le informaron, el joven se había marchado tras una breve inspección de la que no había trascendido nada. Cí decidió aprovechar su ausencia para completar su examen. Se disponía a ordenar el instrumental cuando advirtió que junto a la puerta de la estancia aguardaba un hombrecillo bien vestido de aspecto asustadizo. Al preguntar a Bo, éste le aclaró que era el perfumista que había solicitado. Se llamaba Huio y era el suministrador oficial de palacio.

Cí lo saludó, pero el hombrecillo no se enteró. Sus ojillos temblaban pendientes de la espada que sostenía el centinela de la entrada, como si temiese que fuera su cuello el que peligrara. Cí lo advirtió, pero no logró tranquilizarle.

—¡Le repito que no he hecho nada! —aseguró—. ¡Se lo expliqué a los guardias que me detuvieron, pero esos salvajes no me escucharon!

Cí comprendió que realmente el hombrecillo desconocía el motivo de su detención. Antes de que pudiera explicarle lo que sucedía, Bo se le adelantó.

—Obedece a este hombre —le dijo señalando a Cí—. Y si quieres conservar la lengua, mantén la boca cerrada.

No hizo falta que dijera más, porque el hombrecillo se postró gimoteando a los pies de Cí, rogándole que no le mataran.

—Tengo nietos, señor…

Cí lo levantó con cuidado. Huio temblaba como un perrillo asustado. Cí lo calmó.

—Sólo necesitamos que nos deis vuestra opinión sobre un perfume. Sólo eso.

Huio lo miró incrédulo. Cualquiera en su sano juicio sabía que los guardias imperiales no detenían a nadie para pedir consejo sobre aromas, pero las palabras de Cí parecieron tranquilizarle. Sin embargo, cuando el oficial abrió la puerta y el hombrecillo contempló los tres cadáveres putrefactos, se derrumbó como un saco de arroz.

Cí lo espabiló con las sales que habitualmente empleaba para reanimar a los familiares de los asesinados. Huio dio un respingo y gritó hasta cansarse. Cuando la voz se le quebró, Cí le explicó cuál sería su misión.

—¿Sólo eso? —Aún desconfiaba.

—Sólo distinguir el perfume —le aseguró Cí.

Le explicó a Huio que, por fortuna, los gusanos aún no habían invadido los bordes de las heridas, tal vez repelidos por el propio perfume. Luego le mostró cómo usar las hilas de alcanfor para combatir la fetidez, pero el hombrecillo las rechazó. Huio aspiró una bocanada de aire y se adentró en el depósito. Cí se las colocó y le siguió. El hedor anegaba la sala y se aferraba a la garganta como un asqueroso vómito. Huio dio una arcada al advertir el festín de moscas y gusanos que pululaban sobre los cuerpos, pero avanzó, tembloroso. Sin embargo, antes de llegar, negó con la cabeza y salió de la sala espantado. Cuando Cí le alcanzó, ya estaba vomitando.

—Es… es espantoso —logró decir entre espasmos.

—Por favor, intentadlo de nuevo. Os necesitamos.

Huio se limpió la boca e hizo ademán de coger las hilas, pero finalmente las dejó. Esta vez entró decidido, armado con unas pequeñas astillas de bambú. Una vez frente a los cuerpos, las frotó contra los bordes de las distintas heridas, las introdujo en unos frasquitos y salió corriendo del depósito. Cí le siguió y cerró la puerta al salir.

—Ahí dentro es imposible respirar —suspiró Huio—. Es el hedor más repugnante que haya olido jamás.

—Yo le aseguro que no —contestó Cí—. ¿Cuándo podremos saber algo?

—Resulta difícil de predecir. En primer lugar, debería discernir entre los restos de perfume y el hedor de la corrupción. Y si lo consigo, habría de compararlo con los miles de aromas que se venden en la ciudad. Es algo muy complicado… —balbuceó—. Cada perfumista confecciona sus propios perfumes. Aunque provengan de esencias similares, se mezclan en secretas proporciones que alteran la composición final.

—Visto así, no es muy alentador.

—Sin embargo, he advertido una peculiaridad… un detalle que tal vez facilite la tarea. El simple hecho de que, tras varios días, aún permanezcan restos de perfume nos habla sin duda de una altísima concentración unida a un excelente fijador. Quizá no sea determinante, pero por la combinación de la fragancia —destapó uno de los frascos y lo acercó a su nariz—, podría aventurar que no se trata de una esencia pura.

—¿Y eso significa…?

—Que tal vez tengamos suerte. Por favor, dejadme hacer mi trabajo. Quizá en un par de días obtenga alguna respuesta.

* * *

El posterior examen de los cadáveres aportó a Cí un dato relevante que había obviado en su primera inspección. Además de las terribles heridas comunes en el pecho, el anciano presentaba en la espalda, bajo el omoplato derecho, una herida circular, del diámetro de una moneda, cuyos bordes se apreciaban desgarrados y vueltos hacia afuera. Apuntó sus observaciones y continuó la exploración.

La ausencia de marcas de defensa era indicio de que las víctimas no habían opuesto resistencia a su asesino, lo cual a su vez implicaba que o bien las víctimas fueron sorprendidas o bien conocían ya a su verdugo. En cualquier caso, era algo sobre lo que debería meditar. Finalmente, descubrió un detalle hasta entonces inadvertido: las manos del cadáver del más anciano, el que tenía el rostro desfigurado, presentaban una extraña corrosión que partía de los dedos y se extendía por las palmas y el dorso. Era una ulceración fina y uniforme que sólo afectaba a la parte externa de la piel, cuyo aspecto, pese al avance de la putrefacción, era más blanquecino que el del resto del cuerpo. Parecía como si las hubiera atacado algún polvo ácido del color del caolín. También advirtió la presencia, bajo el pulgar de la mano derecha, de lo que parecía ser un pequeño tatuaje rojizo con forma de llama ondulada. Tomó un serrucho y seccionó el miembro a la altura de la muñeca. Luego pidió que lo introdujeran en hielo y lo guardaran en la cámara de conservación. Echó un último vistazo y salió afuera para respirar.

Al poco se presentó Bo acompañado por el artista que debía elaborar el retrato de uno de los cuerpos. Al contrario que el perfumista, el pintor ya había sido advertido de lo espinoso de su tarea, pero, aun así, al entrar en el depósito, exhaló una exclamación de terror. Cuando se repuso, Cí le señaló el rostro que debía reproducir y las zonas que debía interpretar para que se asemejaran a su apariencia en vida. El hombre asintió. Sacó sus pinceles y comenzó a trabajar.

Mientras el artista avanzaba, Cí leyó con detenimiento los informes que acababa de entregarle Bo. En ellos constaba que el eunuco asesinado, de nombre Suave Delfín, había comenzado a trabajar en el Palacio de las Concubinas el día de su décimo cumpleaños. Desde entonces, había prestado sus servicios como vigilante del harén, acompañante cordial, músico y lector de poemas. Su extremada inteligencia le había hecho merecedor de la confianza de los responsables del erario, quienes le asignaron el puesto de ayudante del administrador cuando cumplió los treinta años, cargo en el que se había mantenido hasta el día de su muerte, a los cuarenta y tres años de edad.

A Cí no le extrañó. Era habitual y conocido que los eunucos resultaban los candidatos idóneos para administrar el patrimonio de palacio, ya que, al carecer de descendencia, no se veían tentados a derivar recursos para su propio beneficio.

El informe señalaba que una semana antes de su desaparición, Suave Delfín había solicitado permiso para ausentarse de palacio alegando una llamada de su padre, el cual había enfermado repentinamente. El permiso le había sido concedido, motivo por el que su desaparición no había despertado sospechas.

Respecto a sus vicios o virtudes, las notas sólo apuntaban hacia un desmedido amor por las antigüedades, de las cuales poseía una pequeña colección que custodiaba en sus habitaciones privadas. Por último, se consignaban las actividades que desempeñaba a diario y las personas a las que frecuentaba, principalmente, eunucos de su misma condición. Sin embargo, no constaba nada sobre las pruebas practicadas al cuerpo.

Cí guardó el informe junto al plano del palacio en el que figuraban marcadas las dependencias en las que se alojaría mientras durase la investigación. Observó que la habitación que le habían asignado lindaba con el Palacio de las Concubinas, al que, recordó, tenía prohibido acceder. Recogió sus útiles y echó un vistazo al boceto que estaba rematando el retratista. Sin duda, debía de ser un profesional reputado, pues había recogido hasta el último detalle del rostro del fallecido. Le sería de gran ayuda. Le dejó trabajando, pidió a Bo que encargara a un ebanista la fabricación de una pica de características determinadas y se marchó.

Durante el resto de la tarde se dedicó a recorrer las zonas del palacio por las que se le permitía deambular.

En primer lugar, inspeccionó el exterior, un recinto de planta cuadrada de unos treinta y seis li de perímetro protegido por dos murallas almenadas cuya altura estimó que excedería la de seis hombres dispuestos uno sobre otro. En sus esquinas, cuatro torres de vigilancia flanqueaban las cuatro puertas ceremoniales que, orientadas según los puntos cardinales, facilitaban el acceso al palacio, puertas que por su grosor juzgó inexpugnables para cualquiera que las intentara franquear.

Tras el paseo, se internó por el frondoso cinturón de jardines que guarnecía el lugar. Mientras caminaba, se dejó bañar por el jaspeado torrente de verdes intensos, de tonalidades esmeraldas, del musgo húmedo y brillante como recién barnizado, del olivino pardo y la tenue manzana, de los turquesas suaves y desvaídos entremezclados en un exuberante cuadro que hería la vista de tanto esplendor. El aroma fresco y penetrante de los ciruelos, los melocotoneros y los jazmines le limpió del hedor pútrido que se había adherido a sus pulmones. Cerró los ojos e inspiró con fuerza. Sintió que la vida entraba de nuevo en él.

Se concedió tiempo para disfrutar de los macizos de peonías, que se alternaban gozosos con otros de orquídeas y camelias, y admiró los bosquecillos de pinos y bambúes salpicados de riachuelos, estanques, puentes y pabellones. Pensó que aquel lugar reunía todo lo que un hombre podría anhelar.

Finalmente, tomó asiento junto a una formación rocosa artificial que imitaba las pequeñas crestas de una cordillera. Allí, acompañado por el trinar de los jilgueros, desplegó el cuadernillo que se adjuntaba al plano del palacio. Comprobó que se trataba de la sección del código penal reguladora de las obligaciones que afectaban a cuantos obreros permaneciesen en los palacios imperiales tras la finalización de sus trabajos diarios. En ellas se especificaba la hora de shen, el periodo comprendido entre las tres y las cinco de la tarde durante el cual los mencionados trabajadores debían presentarse ante el oficial encargado de comprobar sus identidades. El mismo oficial era el responsable de verificar que la salida del palacio se efectuaba por las mismas puertas por las que habían accedido. Si haciendo caso omiso de estas disposiciones, alguno de los obreros permanecía voluntariamente en el palacio, incurriría en la pena de prisión durante el tiempo ordinario y sufriría la muerte por estrangulación.

Cí no entendía la razón de aquella advertencia. El sello que le habían entregado le facultaba no sólo a deambular por las dependencias marcadas, sino también a pernoctar en la habitación que Kan le había asignado. Tal vez su hospedaje fuese sólo provisional o tal vez hubiera de tener más cuidado.

No pudo evitar un estremecimiento.

La normativa continuaba haciendo especial mención a los horarios. Según refería, ningún obrero externo podía permanecer en palacio una vez expirado el turno laboral. Si se descubría lo contrario, los inspectores de trabajo, oficiales responsables, soldados y porteros procederían de inmediato a su búsqueda, informando del hecho al emperador. Respecto a la servidumbre propia de la Corte, aquellos que no se presentaran puntualmente para el desempeño de sus obligaciones o bien cesaran en ellas antes de plazo quedarían sujetos a la pena de cuarenta golpes por día de ausencia. Por último, especificaba que, si el hallado culpable fuera un oficial civil o un militar, la pena impuesta se aplicaría en el grado superior inmediato, sin exceder en ningún caso de sesenta golpes y un año de destierro.

Cerró el cuadernillo. Quiso pensar que nada de lo allí reseñado guardaba relación con él. De repente, todo el esplendor de los jardines no le pareció sino una extraordinaria pero desoladora prisión.

Se levantó y se encaminó hacia los edificios de la Corte exterior erigidos más al sur, en los que se ubicaban las oficinas de la rama ejecutiva del gobierno. Había procurado memorizarlos, de modo que intentó recordar su posición. A la entrada se situaba el Consejo de Personal o Li Bu, dedicado a asuntos como la graduación y distribución de funcionarios. A continuación, se ubicaba el Consejo de Rentas o Finanzas, también llamado Hu Bu, a cargo de los impuestos. Después, más hacia el interior, estaba el Consejo de los Ritos, encargado de supervisar las ceremonias, oposiciones y protocolos estatales. A su lado se encontraba el Consejo del Ejército o Bing Bu, que administraba los asuntos militares. El Consejo de los Castigos, dirigido por Kan, controlaba las cuestiones judiciales y se situaba en el piso superior, junto al Consejo de Trabajos, también llamado Gong Bu, responsable de los proyectos de obras públicas como avenidas, canales y puertos. En el mapa se detallaba la ubicación de las distintas oficinas especializadas en temas menores, como agricultura, justicia, banquetes imperiales, sacrificios imperiales, recepciones diplomáticas, establos imperiales, vías fluviales, educación y talleres imperiales, pero Cí fue incapaz de identificarlas.

Frente a la entrada principal, decidió comprobar su conocimiento del recinto. Mostró su sello al centinela, quien, tras anotar su nombre y la hora, le franqueó el paso. Cí atravesó el enorme recibidor central y comprobó con el mapa lo preciso de su recreación. Luego se dirigió hacia el inmenso siheyuan, el patio porticado que establecía la frontera con la Corte interior, donde se erigían el Palacio de las Concubinas y el Palacio Imperial.

Observó desde la puerta la majestuosidad de ambos palacios, cuyas habitaciones, unas doscientas según el plano, quedaban ocultas hacia la fachada interior. En ellas se alojaban, además del emperador, sus esposas y concubinas, los eunucos y un destacamento permanente de la guardia imperial.

Volvió su vista hacia el mapa. Según parecía, en el ala oriental, frente al Palacio de las Concubinas, estaban ubicados los almacenes y las cocinas, y en el ala opuesta, los establos y las caballerizas. Imaginó que las mazmorras se situaban bajo éstos, aunque debido al laberinto que trazaban los sótanos, fue sólo una suposición. Por último comprobó que los dos palacios de verano —Fresco Matinal y Eterno Frescor— quedaban alejados de su vista, en el ala septentrional. Una vez satisfecho, sacó el informe que le habían suministrado para compararlo con sus propias notas. Tras leerlo apretó los dientes.

Hasta aquel momento, sólo podía presumir de una única certeza: la de enfrentarse a un asesino extremadamente peligroso y de una inteligencia superior, cuya habilidad para disfrazar sus crímenes rivalizaba con su crueldad al cometerlos. No mucho más. Contaba a su favor con el descubrimiento de la naturaleza masculina del eunuco, un hallazgo que esperaba que desconociera su ejecutor, pero en su contra jugaban un par de asuntos difíciles de controlar. Por un lado, el absoluto desconocimiento del móvil que había guiado al asesino, dato que, dada la avanzada descomposición de los cuerpos, se revelaba necesario averiguar. Por otro, la manifiesta hostilidad de Kan, para quien su presencia parecía ser más una carga que una solución. Pero esos dos inconvenientes apenas representaban un grano de arroz si se comparaban con el que él juzgaba más peligroso: tener de compañero de pesquisas a una rata como Astucia Gris.

Se dirigió a sus aposentos para reflexionar con tranquilidad.

La habitación era una estancia limpia provista de una cama baja y una mesa de estudio. No necesitaba más y agradeció las vistas al patio interior que le proporcionaba la única ventana. Tomó asiento para reordenar sus ideas y comenzó a trabajar. Desafortunadamente, sus mayores expectativas pasaban por los progresos del perfumista y la distribución del retrato que había ordenado realizar. Y en ambos casos, los resultados no estaban garantizados ni dependían de él. Se lamentó por ello. Detestaba quedar en manos del azar.

Abrió la cámara de conservación que había hecho traer del depósito y extrajo la mano que había cercenado al cadáver para examinarla a la luz del sol. Se fijó en que las yemas de los dedos parecían haber sido atravesadas por decenas de agujas hasta convertirlas en una especie de fu hai shi, la rugosa piedra pómez de Guangdong. Juzgó su origen como una corrosión antigua, pero no se atrevió a aventurar más. Luego se fijó en las uñas. Bajo ellas parecía haber unos fragmentos negros similares a astillas. Sin embargo, al extraerlas y presionarlas, comprobó que se deshacían, pues en realidad eran pequeños restos de carbón. Guardó de nuevo la mano y se dedicó a pensar en los extraños cráteres que el asesino había practicado sobre las tres heridas principales. ¿Por qué las habría perfumado? ¿Por qué habría escarbado de aquella brutal manera? ¿En verdad buscaría algo o, tal y como habían sugerido Ming y el magistrado, responderían a un rito o a un instinto animal?

Se levantó y cerró la carpeta de un manotazo. Si pretendía avanzar, tenía que interrogar a las amistades del eunuco Suave Delfín.

* * *

Un oficial informó a Cí de que encontraría a Lánguido Amanecer en la Biblioteca Imperial.

El mejor amigo de Suave Delfín resultó ser un joven eunuco de aspecto aniñado cuya edad no superaría los diecisiete años. Aunque sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, su voz sonaba templada, y sus respuestas, serenas y maduras. Pero cuando le preguntó por Suave Delfín, su tono cambió.

—Ya le dije al consejero de los Castigos que Suave Delfín era muy reservado. Es cierto que pasábamos mucho tiempo juntos, pero hablábamos poco —respondió.

Cí obvió preguntarle a qué dedicaban su tiempo. En cambio, le interrogó sobre la familia de Suave Delfín.

—Casi nunca los mencionaba —respondió aliviado al comprobar que no le responsabilizaba de su desaparición—. Su padre era un pescador del lago, al igual que los de muchos de nosotros, pero a él no le gustaba reconocerlo y solía fantasear al respecto.

—¿Fantasear?

—Exagerar, imaginar… —le explicó—. Cuando se refería a su familia, lo hacía con respeto y admiración, pero no por piedad filial, sino con cierta presunción. Como si descendiese de gente rica y poderosa. Pobre Suave Delfín. Él no mentía por maldad. Lo que le sucedía es que odiaba la miseria de su juventud.

—Comprendo. —Ojeó por encima sus notas—. Según parece, era muy cuidadoso con su trabajo…

—¡Oh, sí, desde luego! Siempre apuntaba lo que hacía, se pasaba las horas muertas repasando sus cuentas y siempre salía el último. Se mostraba orgulloso de haber progresado tanto. Por eso despertaba tantas envidias. Y por eso me envidiaban a mí.

—¿Envidias? ¿De quiénes?

—De casi todos. Suave Delfín era guapo y suave como la seda. Y también rico. Era ahorrador.

A Cí no le sorprendió. Eran muchos los eunucos que ascendían en la Corte y se hacían con una pequeña fortuna. Todo dependía de su trabajo y de la habilidad en el elogio y en la adulación. Sin embargo, cuando Cí se lo hizo notar, el joven eunuco no estuvo de acuerdo.

—Él no era como los demás. Sólo tenía ojos para el trabajo, para sus antigüedades… y para mí. —Rompió a llorar.

Cí intentó consolarle, pero no lo logró. No quiso insistir. Si lo necesitaba, volvería a interrogarlo. El muchacho iba a marcharse cuando algo acudió a la mente de Cí.

—Una última cosa —le señaló—. Dijiste que Suave Delfín despertaba envidia en casi todos…

—Así es, señor —lagrimeó.

—¿Y en quién no, aparte de ti?

El joven eunuco miró a los ojos de Cí como si le agradeciera aquella pregunta. Luego bajó los suyos.

—Lo siento. No se lo puedo decir.

—No tienes nada que temer de mí —se extrañó Cí.

—A quien temo es a Kan.

* * *

Mientras reflexionaba sobre la complejidad de su situación, Cí se encaminó hacia las habitaciones en las que había residido Suave Delfín hasta el día de su desaparición. En su calidad de ayudante del administrador, éstas se ubicaban cerca del Consejo de Finanzas, en el piso superior.

Encontró la puerta custodiada por un centinela de pocas palabras que, no obstante, le franqueó el paso tras anotar su nombre en la libreta de registro y verificar la legitimidad del sello imperial. Una vez dentro, Cí comprobó que, en efecto, Suave Delfín era un ferviente devoto del orden y la pulcritud. Los diferentes libros de su despacho, todos dedicados a la poesía, no sólo estaban alineados con maniática precisión, sino que además habían sido forrados con papeles de seda de idéntico color. Nada en la habitación estaba dispuesto al azar: los trajes, perfectamente doblados y apilados en el interior de un arcón impoluto; los pinceles de escritura, tan escrupulosamente limpios que hasta un recién nacido podría haberlos chupado; o las varillas de incienso, ordenadas según su tamaño y olor. Sin embargo, sobre la mesa se advertía un elemento discordante: un diario dejado caer descuidadamente, abierto por la mitad. Cí preguntó al centinela si alguien había tenido acceso a las dependencias tras la desaparición del eunuco y éste, tras consultar el libro de registro, contestó que no. Cí entró de nuevo y se dirigió a la siguiente habitación.

La segunda estancia era un amplio salón cuyos tabiques parecían haber sido invadidos por un ejército de antigüedades. En la pared de entrada, decenas de estatuillas de bronce y jade de las dinastías Tang y Qin estaban clasificadas con etiquetas que ilustraban su insigne procedencia. Lindantes con el muro exterior y flanqueando la ventana que miraba al Palacio de las Concubinas, cuatro jarrones de delicada porcelana de Ruzhou exhibían su níveo esplendor. Frente a ellos, en la pared opuesta, refinadas pinturas de paisajes montañosos, jardines, ríos y puestas de sol brillaban sobre lujosos lienzos de seda. Sin embargo, en la cuarta pared tan sólo se exhibía un lienzo primorosamente caligrafiado que coronaba el acceso a la última estancia. Se fijó en él. El texto era un poema de trazos vigorosos y firmes que progresaban de derecha a izquierda como un armonioso desfile de lirismo y destreza. Se fijó en los numerosos sellos rojos, que señalaban a sus anteriores propietarios. Le atrajo la forma ligeramente curvada del bastidor, el cual miró con atención.

Juzgó que su valor resultaría incalculable. Seguramente demasiado oneroso incluso para un eunuco próspero como Delfín.

Finalmente, se adentró en la tercera estancia, un dormitorio presidido por un lecho envuelto en gasa, perfumado con generosidad. El edredón se ajustaba a las esquinas con exquisitez, como una mano a un guante. Las paredes, pulcras, se hallaban guarnecidas con lienzos de seda bordada. Nada en aquellas estancias estaba dispuesto al azar.

Nada, excepto el diario de Suave Delfín.

Volvió a la primera sala para examinarlo.

Se trataba de un volumen de finas hojas de papel decorado con flores de loto. Tras comprobar que estaba completo, se enfrascó en su lectura sin prisas, buscando cualquier indicio que le resultara útil. Curiosamente, el diario no hacía mención alguna a su desempeño laboral, dedicándose exclusivamente a asuntos personales. El eunuco desgranaba sus sentimientos hacia el joven Lánguido Amanecer, del cual parecía estar profundamente enamorado. Hablaba de él con delicadeza y cariño, casi con la misma pasión que reflejaba cuando se refería a sus padres, a los que mencionaba prácticamente en cada página.

Cuando lo terminó, frunció el ceño. De su lectura se desprendía que el eunuco, pese a su agitada vida amorosa, había sido una persona sensible y honesta.

Y también podía inferirse que, de un modo u otro, había sido engañado por su ejecutor.

* * *

Al día siguiente, Cí acudió pronto al archivo. Astucia Gris pernoctaba fuera de palacio y, sabedor de que no solía madrugar, aprovechó la privacidad de la mañana para comprobar los asuntos en los que había trabajado Suave Delfín antes de morir.

Según comprobó en los legajos, desde el último año el eunuco se había ocupado de la contabilidad correspondiente al comercio de la sal, uno de los monopolios que, junto a los del té, el incienso y el alcohol, controlaba en exclusiva el estado. Cí no estaba familiarizado con los asientos mercantiles, pero, por simple comparación con los reseñados en años precedentes, comprobó que existía un descenso constante y pronunciado en los balances. La merma podía obedecer a fluctuaciones del mercado o tal vez a un enriquecimiento ilegítimo que, de alguna forma, justificaría la valiosísima colección de antigüedades que había acumulado Suave Delfín.

Para verificarlo acudió al Consejo de Finanzas, donde le confirmaron que el montante total de transacciones había disminuido debido al avance de los bárbaros del norte. Cí comprendió. De un modo u otro, todos los habitantes del imperio habían sufrido en sus carnes las consecuencias de la invasión de los Jin. Tras haber sido contenidas durante años, las tropas Jin habían avanzado hasta ocupar el norte del país. Desde entonces, las relaciones comerciales se habían resentido, y más aún en los últimos años, cuando a pesar de los pactos y los tributos, sus ejércitos amenazaban con proseguir su expansión. Agradeció la explicación al funcionario y emprendió camino hacia el depósito. Quería limpiar los cadáveres para comprobar su evolución.

Antes de descender a las mazmorras se pasó por las cocinas y los establos para proveerse de los suministros que había encargado a Bo. Una vez satisfecho, se dirigió a la antecámara del depósito. Al entrar le invadió una náusea. Desde allí podía mascarse el hedor a corrupción. Imaginó que las hilas de alcanfor apenas lo paliarían. Aun así, se las colocó y comenzó a trabajar. Justo en ese momento apareció Bo.

—Me retrasé, pero aquí la tienes. —Le mostró la pica que le había encargado.

Cí examinó con detenimiento el asta, sopesó su masa y comprobó el diámetro y su alineación. Asintió satisfecho. Era exactamente lo que necesitaba. La dejó a un lado y continuó con los preparativos. En una cacerola de terracota introdujo una gran cantidad de hojas de cardo blanco y vainas de jabón de judías. Las prensó y les prendió fuego, pues el humo combatiría el hedor. Seguidamente, preparó un cuenco con vinagre, inhaló unas gotas de aceite de semillas de cáñamo y mordió un trozo de jengibre fresco. No podía hacer mucho más. Aspiró una bocanada de aire y con el resto del material entró en la sala dispuesto a afrontar el último examen.

Pese al lavado practicado el día anterior, los gusanos se habían vuelto a reproducir e infestaban los cadáveres. Rápidamente sofocó las ascuas con el vinagre para que el humo se expandiera y comenzó a elaborar el enjuague definitivo. Mezcló el resto del vinagre con estiércol fermentado hasta conseguir una papilla viscosa que diluyó con agua, luego embadurnó una paleta de madera y utilizó la mixtura para arrastrar las larvas y los gusanos. Finalmente, completó la limpieza vertiendo varios baldes de agua sobre los cuerpos. Sintió asco al percibir bajo sus pies el grasiento charco de sangre, insectos y podredumbre, pero apretó los dientes y comenzó la inspección.

En el eunuco y en el cadáver desfigurado no hizo hallazgos relevantes. En ambos, la corrupción había avanzado ennegreciendo la piel hasta desprenderla de los músculos, y en muchas zonas se veía acartonada. Sin embargo, sobre el rostro del hombre más joven, el mismo del que había mandado elaborar un retrato, descubrió una miríada de diminutas señales tan pequeñas como semillas de amapola. Cí limpió con esmero las zonas de piel mejor conservadas y las examinó con atención. Las minúsculas cicatrices parecían antiguas y se veían diseminadas por todo el rostro como pequeñas quemaduras o picaduras de viruela, con la única excepción de unos extraños cercos cuadrados alrededor de ambos ojos. Lo apuntó en su cuaderno y esbozó una imagen en la que replicó el patrón. Comprobó que esas mismas marcas estaban presentes en las manos. Finalmente, cogió la pica.

No estaba seguro de que su idea funcionase, pero aun así avanzó hacia el cuerpo mutilado del anciano. Empuñó la pica y apuntó su extremo hacia el cráter abierto en el pecho. Luego, con sumo cuidado, fue introduciendo el asta, buscando algún camino que permitiese su progreso. Cuando la pica cedió ante la presión, exhaló un rugido de satisfacción. Poco a poco, como si se deslizara por un pasadizo secreto, el extremo de la pica fue penetrando en el interior del cuerpo, inclinándose hacia abajo y hacia el exterior. Cuando detuvo su progreso, Cí pidió a Bo que le ayudase a dar la vuelta al cadáver. Al hacerlo, comprobó que el extremo de la pica aparecía por la herida abierta en la espalda, confirmando sus sospechas. No se trataba de dos heridas diferentes, sino de una sola, con entrada y salida. Iba a extraer la pica cuando un brillo en su extremo llamó su atención. Con cuidado, cogió unas pinzas y separó el fragmento brillante de la sangre reseca. Al examinarlo con cuidado, determinó que se trataba de una esquirla de piedra. No supo identificar su procedencia, pero la guardó como prueba.

—Necesitaré otro cadáver —le dijo al oficial.

Bo le miró con preocupación.

—Conmigo no cuentes —respondió.

Cí rio y Bo respiró al comprender que no era preciso matar a nadie. Lo que a Cí le urgía era un cuerpo muerto para comprobar su teoría. Sin embargo, cuando Bo le propuso conseguirlo en el cementerio de Lin’an, Cí se negó en redondo. Se acordó del adivino.

—Tendremos que encontrarlo en otro lugar —le apremió.

De entre su material sacó dos grandes pliegos de papel: uno mostraba el dibujo de una figura humana por su parte ventral, y el otro, la misma imagen por su parte dorsal. Ambos esbozos se veían completados con una serie de puntos negros y blancos que salpicaban de forma precisa las distintas partes de la anatomía. Bo se interesó por ellos.

—Los utilizo como plantilla. Los puntos negros señalan los lugares que resultan mortales en caso de ser afectados por una lesión o herida. Los blancos indican los propensos a ocasionar un gran mal. —Los extendió en el suelo y dibujó el lugar exacto y la forma de las heridas.

Cuando concluyó, limpió la pica, cogió los dibujos en los que había bosquejado las heridas del anciano y, tras autorizar la inhumación de los cadáveres, abandonó el palacio en compañía de Bo.

* * *

El Hospital Central era una especie de granja atestada de moribundos que pasaban a diario de los camastros al cementerio como huevos al canasto. Cí había pensado que sería el lugar idóneo para practicar con un cuerpo, pero el director del sanatorio les informó de que los últimos fallecidos ya habían sido retirados por sus familiares. Bo sabía que Cí pretendía comprobar las heridas que produciría una pica al atravesar un cuerpo humano. Por eso, cuando Bo sugirió emplear a un enfermo como sustituto, Cí no dio crédito. El oficial argumentó que el voluntario que accediese a su propuesta recibiría un entierro digno y una compensación para sus familiares, y aunque Cí se negó, Bo ordenó al director que difundiera la propuesta. Para asombro de Cí, el director aceptó sin poner reparos.

Recorrieron sala por sala en busca de candidatos, que Cí descartó por demasiado sanos. Finalmente, el director les propuso a un hombre quemado que se debatía entre la vida y la muerte, pero Cí lo rechazó, alegando que sus quemaduras alterarían los resultados. Continuaron hasta una estera próxima en la que yacía un obrero con el color de la muerte pintado en su rostro. El hombre había quedado aplastado a causa de un derrumbamiento y agonizaba. Cí contempló cómo el dolor le consumía en sus últimos instantes. También lo rechazó. Entonces Bo se percató de que Cí jamás aceptaría su planteamiento. Se dio la vuelta y salió del hospital contrariado.

—No sé ni cómo me he atrevido a pensarlo —dijo Bo, arrepentido.

—¿Y las ejecuciones? —respondió Cí.

Le propuso a Bo emplear el cadáver de un condenado.

* * *

El responsable de la prisión de extramuros, un militar cuajado de cicatrices, pareció disfrutar con la idea de atravesar a un muerto.

—Precisamente esta mañana estrangulamos a uno —se felicitó—. Sabía que en el pasado se emplearon presos muertos para experimentar los efectos de la acupuntura, pero nunca me habían propuesto algo semejante. En fin, si es por el bien del imperio, al menos esos criminales servirán para algo.

Les condujo hasta el lugar donde yacía el cuerpo del infortunado. El responsable del presidio les informó de que la ejecución pública había tenido lugar el día anterior en uno de los mercados, pero después había sido trasladado al patio de la prisión y desde entonces permanecía expuesto para escarmiento de los demás reos. Lo encontraron tirado sobre la tierra, vestido y hecho un guiñapo.

—Ese cabrón violó a dos niñas y las arrojó al río. La turba le apaleó —justificó.

Cuando el militar le preguntó si necesitaba que lo desnudaran, Cí respondió negativamente. El anciano había sido asesinado vestido y él pretendía reproducir los hechos de la forma más fidedigna posible. Sacó los dibujos y comprobó la posición de las heridas. Luego prendió sobre la camisola del cadáver una pinza de bambú señalando el lugar donde tenía que clavar la pica.

—Será preciso incorporarlo —señaló.

Entre varios soldados consiguieron izar el cuerpo y pasarle una soga bajo los hombros que aseguraron bajo una viga. Finalmente, el cadáver colgó como un monigote. Cí lo miró. Cuando aferró la pica no pudo evitar sentir pena por el criminal. Sus ojos entreabiertos parecían desafiarle desde más allá de la muerte. Cí enarboló la lanza. Pensó en las niñas asesinadas y descargó la pica sobre el cadáver con todas sus fuerzas. Sonó un chasquido y el madero penetró en el cuerpo como si trinchara un cerdo. Sin embargo, se enganchó a mitad del recorrido y no lo traspasó.

Cí maldijo entre dientes. Extrajo la pica y se dispuso a repetir la operación. Tensó cada uno de sus músculos y volvió a pensar en las niñas. Esta vez la descarga fue más violenta, pero tampoco logró atravesarlo. Sacó la pica y escupió al suelo.

—Pueden bajarlo. —Pateó una piedra con rabia. Meneó la cabeza de un lado a otro.

No dio explicaciones. Simplemente, agradeció la colaboración y dio por concluido el ensayo.

* * *

El resto de la tarde lo empleó en aclarar sus ideas, cosa que pudo hacer hasta que Astucia Gris lo encontró. El cachorro de juez le preguntó por sus avances, pero Cí no dudó en mentirle. No estaba dispuesto a dejarse engañar otra vez.

—Según parece, ese Suave Delfín era un hombre honesto —le contestó Cí—. Sólo vivía para su trabajo, pero no he indagado mucho más. ¿Y tú? —simuló interesarse también.

—¿Quieres que te sea sincero?

Cí recordó la última vez que su rival le aseguró lo mismo. Pensó que aunque se tratara de su propio padre, Astucia Gris le mentiría igual.

—Este asunto es un regalo envenenado —farfulló Astucia Gris—. No tienen ni idea. Nos ceden un caso sin pies ni cabeza y, como no saben resolverlo, pretenden que nosotros parezcamos los ineptos.

—Sin pies ni cabeza, nunca mejor dicho —ironizó sin ganas Cí—. ¿Y qué tienes previsto hacer?

—He pensado acelerar el otro asunto. El del asesino del alguacil. Lo he madurado bien y no voy a permitir que esos ladinos salpiquen de mierda mi carrera.

Cí también se aceleró. Pese a su temor, intentó averiguar más sobre sus intenciones. Le preguntó si es que habían llegado noticias nuevas de Fujian.

—Al contrario, la valija se está retrasando. De hecho, ayer llegó un correo que esperábamos desde hacía seis días. Por esa razón he decidido acudir yo en persona. —Hizo una pausa—. Te lo aseguro. Necesito un primer éxito inmediatamente. No voy a parar hasta resolver el asesinato de ese Kao.

—Pero ¿y las órdenes de Kan? —intentó disuadirle.

—He hablado con él y no me ha puesto impedimentos. —Sonrió—. Ventajas de ser familia. Tendrás que arreglártelas solo.

Cí se arrepintió de haberle preguntado. Hasta aquel instante había albergado la esperanza de que las pesquisas de Astucia Gris resultaran infructuosas, pero ahora estaba seguro de que el joven juez averiguaría que, en realidad, él era el fugitivo a quien perseguía el alguacil asesinado. Le preguntó cuándo partía.

—Salgo esta noche. Cuanto más tiempo permanezca aquí, más fácil será que me etiqueten de fracasado.

Cí no supo si alegrarse. Por un lado, dispondría de más tranquilidad para trabajar en los asesinatos, pero hablar de tranquilidad cuando ésta dependía de la investigación de Astucia Gris se le antojó una necedad.

—Buena suerte —le dijo.

Nunca había deseado un «buena suerte» tan hipócrita. Tras despedirse, se levantó para dirigirse a su habitación. Tenía muchas cosas en las que pensar.

«Ninguna buena», se lamentó.