«Es un hombre. No una mujer…».
Cuando los prácticos de Kan confirmaron que bajo los intestinos del cadáver no existían órganos femeninos, pero sí la castaña de la virilidad, el consejero enmudeció. Lentamente, tomó asiento y pidió a Cí que continuara.
Con voz preocupada pero firme, Cí afirmó que el origen de la muerte provenía de la herida inferida en el pulmón. Sus bordes no presentaban las típicas retracciones e induraciones rosadas que se producían cuando la carne era cortada aún viva, cosa que tampoco sucedía en los muñones de los tobillos, ni en la sección del cuello, ni en el tajo que había desprendido su sexo, pero tenía la certeza de que el origen del fallecimiento estaba en el pulmón porque éste aparecía colapsado, como si hubiera sido perforado por algún objeto afilado.
En cuanto a la causa de la herida, Cí descartó la intervención de un animal. Era cierto que en el pulmón habían escarbado con saña, como intentando llegar hasta el interior de sus entrañas, pero en el exterior no aparecían ni arañazos ni mordeduras. No había ni el más mínimo rasguño a su alrededor, nada que indicara la presencia de una bestia. Además, aunque las costillas aparecían quebradas, lo hacían de forma limpia, casi cuidada, como si las hubiesen roto con algún tipo de tenaza. Con independencia de cómo se hubiera producido, parecía que el asesino buscaba algo en su interior. Algo que, aparentemente, había conseguido encontrar.
—¿El qué? —le interrumpió Kan.
—Lo ignoro. Quizá el extremo de una flecha, cuya punta se partió al intentar extraerla. Puede que estuviese forjada en un metal precioso o que contuviera alguna marca identificativa, no lo sé, pero lo cierto es que el asesino se ocupó de eliminar cualquier detalle que pudiera incriminarle.
—Como las amputaciones…
—Con su proverbial prudencia, el maestro Ming apostó por una mujer perteneciente a la nobleza, cuyos pies deformados hasta la miniatura habrían delatado su condición. Y, sin embargo, precisamente ésa era la baza con la que el asesino pretendía confundirnos. Porque, ¿qué otra cosa si no habríamos pensado de un cuerpo suave y femenino, con pechos y formas de mujer?
»El asesino mutiló cuanto pudiera indicar su verdadera condición. Cercenó la cabeza para impedir su identificación, serró sus grandes pies, que lo habrían delatado como hombre, para hacernos creer que se trataba de una mujer noble y amputó la zona de su tallo de jade y sus bolsas de las semillas de la fertilidad. Sin embargo, ladinamente, dejó intactos sus senos femeninos. Y a buen seguro habría conseguido su propósito de no haber reparado en el tamaño de sus manos, desproporcionadamente grandes, aunque suaves y delicadas como las de una mujer.
—Pero, entonces, no entiendo… —Kan sacudió la cabeza—. Tallo de jade… senos de mujer… Si no es una cosa ni la otra, ¿qué clase de monstruo es?
—Ningún monstruo, consejero de los Castigos. Ese pobre desgraciado sólo era un eunuco imperial.
Kan resopló como un búfalo. Pese a no ser habitual, la existencia de eunucos de aspecto afeminado era algo conocido en la Corte, sobre todo, entre aquellos cuya castración había tenido lugar antes de la pubertad. Apretó los puños con rabia y se maldijo por no haber contemplado esa posibilidad. Si había una cosa que Kan odiase más que la rebeldía, era que alguien se revelase más astuto que él. El consejero miró a Cí como si éste fuera el responsable de su propia ignorancia.
—Podéis marchar —le espetó—. No necesito nada más.
* * *
De regreso a la academia, Ming interrogó a Cí.
—Por más que lo pienso, aún no comprendo cómo dedujiste…
—Fue durante vuestra intervención —le contestó Cí—. Cuando mencionasteis que habría sido fácil reconocer a la mujer por sus pies deformados y que por tal razón el asesino se los cercenó…
—¿Sí? —Le miró sin entender.
—Como vos mismo señalasteis, el vendaje de los pies es una costumbre relativamente moderna, extendida sólo entre la nobleza. Algo que, obviamente, Kan conoce. Por tanto, era de suponer que ya hubiese interrogado a todas las familias acaudaladas sobre la desaparición de alguno de sus miembros. Si con posterioridad os pidió consejo, debió de ser porque, tras sus investigaciones, no sacó nada en claro.
—Pero lo del eunuco…
—Como dijo Kan, el muerto no era ni hombre ni mujer… Fue algo inconsciente, una imagen relampagueante. Al poco de mi llegada a Lin’an tuve la desdicha de presenciar la emasculación que le practicaron a un chiquillo cuyos padres anhelaban convertirlo en eunuco imperial. El muchacho murió desangrado sin que pudiera hacer nada por él. Aún puedo verlo como si hubiera ocurrido ayer…
* * *
Durante el resto del trayecto, Ming permaneció en silencio. Su rostro serio y sus mandíbulas apretadas hicieron recelar a Cí. Antes de acudir a la Corte, Ming le había anunciado su propósito de expulsarle de la academia. Ahora temía que su revelación sobre el eunuco hubiera herido su orgullo e influyera negativamente en su decisión. Se acordó del día en que ayudó a Feng en la aldea y las nefastas consecuencias de aquella colaboración. Enmudeció.
Poco antes de llegar a la academia, Ming le informó de que debía ausentarse. Le dijo que regresaría a la noche y entonces hablarían. Cí prefirió no preguntar. Le cumplimentó y se encaminó solo hacia el edificio con la convicción de que aquélla era la última vez que cruzaría sus puertas. Se disponía a entrar cuando, nada más verle, el criado que vigilaba la entrada salió a su encuentro, lo agarró del brazo y sin darle tiempo a que replicara lo condujo corriendo hasta el jardín. Cuando Cí le preguntó qué sucedía, el hombrecillo enrojeció.
—Vino a verte un hombre extraño. Dijo que era tu amigo, pero parecía un borracho. Al decirle que no estabas, se enfureció y comenzó a gritar como un energúmeno, así que lo despedí sin miramientos. Mencionó que era adivino, no sé qué de una recompensa y que volvería al anochecer —le susurró—. Pensé que deberías saberlo. Me caes bien, chico, pero yo de ti intentaría evitar determinadas compañías. Si los profesores te ven con ese hombre, no creo que les agrade.
Cí enrojeció. Xu le había encontrado y parecía dispuesto a cumplir su amenaza.
Todo había acabado. Aquella misma tarde recogería sus pertenencias y abandonaría la ciudad antes de que las cosas se complicasen más. Había intentado alcanzar su sueño, pero no lo había conseguido. Ming iba a expulsarle de la academia y pretender lo contrario sólo posibilitaría que Xu le chantajeara o le denunciara. Miró el cielo nublado antes de maldecir su suerte. Todo cuanto había soñado desaparecía para siempre. Sus anhelos se oscurecían como la bruma grisácea de la ciudad.
Ya en sus aposentos, mientras recogía sus pertenencias, le sobrevino el recuerdo del juez Feng. Desde el mismo día en el que le acogió como discípulo, Feng no sólo le había instruido con honestidad y sabiduría. También se había convertido en el padre que le habría gustado tener.
Recordó el día en que, acuciado por la enfermedad de Tercera, acudió a su antiguo palacete. En aquella ocasión se preguntó qué habría sido del juez, pero luego había optado por olvidarle. Al fin y al cabo, renunciar a su encuentro se le antojaba lo más digno que podía hacer. Feng no merecía que un fugitivo le mancillara.
Deambuló por la academia por última vez. Contempló las aulas desiertas y entristecidas, como contagiadas de la pesadumbre que le aplastaba a él, testigos mudas de un intento vano e ilusorio, de un sueño del que ahora le tocaba despertar. Al pasar por delante de la biblioteca, contempló los volúmenes que descansaban en sus atriles esperando impacientes a sus dueños, deseosos de ser abiertos para compartir la sabiduría que habían recopilado de los ancestros. Los contempló con envidia y luego se despidió.
La calle empezaba a dormitar. Un reguero de somnolientos seres anónimos pululaba como un desorganizado enjambre en el que, pese al desconcierto, cada individuo sabía a dónde ir. Todos parecían tener un refugio. Todos menos él.
Se echó la saca al hombro y comenzó a andar sin destino. Caminaría hasta encontrar una carreta o un bote que le llevase lejos, a una vida distante, a una vida infeliz. Volvió un momento la cabeza para contemplar la que había sido su casa, suplicando en su interior para que de alguna de las ventanas surgiese una figura que le llamara. Pero nadie apareció. Para su sorpresa, al girarse de nuevo, se dio de bruces con un soldado imperial, escoltado por otros tres igual de armados que él.
—¿El lector de cadáveres?
—Así me llaman —balbuceó Cí al reconocer a uno de los guardias presentes durante su examen en la Corte.
—Tenemos orden de que nos acompañes.
Cí no se resistió.
Le trasladaron a la prefectura provincial a pie. Una vez allí, sin mediar palabra, le enfundaron una capucha y lo subieron a un carro tirado por mulas que le condujo durante un largo trecho por las calles de Lin’an. Durante el trayecto hubo de soportar los insultos y las burlas de los transeúntes, que se apartaban al paso de la comitiva, pero poco a poco el griterío se fue debilitando hasta convertirse en un murmullo que desapareció en el momento en el que el carro se detuvo frente a un enorme portalón. Cí apreció el chirrido de unos goznes junto a unas voces que no alcanzó a comprender. Luego, el carro reemprendió la marcha otro trecho hasta que se detuvo de nuevo y lo hicieron descender. Seguidamente, lo condujeron por un suelo empedrado que más adelante se transformó en una rampa resbaladiza. Cí comenzó a oler a moho, a frío y a suciedad. Sin saber por qué, presumió que no saldría vivo de allí. Finalmente, percibió el sonido de una cerradura antes de que un empujón le hiciera avanzar un par de pasos. La cerradura sonó de nuevo. Luego, todo enmudeció. Cuando se imaginó solo, se desprendió de la capucha que cubría su cabeza. En ese instante, escuchó los pasos de un cortejo.
—¡De pie! —ordenó una voz.
Los ojos de Cí se agazaparon ante una antorcha que amenazaba con quemarle las pestañas. Sólo cuando el soldado se apartó, comenzó a vislumbrar la negrura de la mazmorra donde le habían confinado. Una sala en la que no existían ni puertas ni ventanas. Tan sólo paredes de roca cubiertas de mugre que apestaban a una pegajosa y extraña humedad. Frente a él se percibía una gran sala de cuyos muros pendían cadenas, tenazas y otros instrumentos de tortura. Finalmente, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, logró distinguir una figura gruesa parapetada tras un grupo de centinelas. Poco a poco, el hombre se acercó.
—Volvemos a encontrarnos —celebró el consejero Kan.
Cí no pudo evitar un escalofrío. Inspiró con fuerza al advertir las cadenas y tenazas que reposaban sobre un banco y se maldijo por no haber huido antes. A lo lejos, un grito desgarrador aumentó su recelo, provocando que sus manos temblaran.
—Sí. Una coincidencia —ironizó.
—Arrodíllate.
Cí se preparó para lo peor. Sus rodillas se clavaron sobre el suelo y su cabeza descendió hasta mojarse en un charco, a la espera del golpe definitivo. Sin embargo, en lugar de eso, otra figura se adelantó. Cuando el resplandor de las antorchas alcanzó a iluminarle, advirtió la presencia de un hombre delgado de aspecto enfermizo y mirada inquietante. A un palmo de sus ojos, contempló las puntas curvadas de unos zapatos negros labrados en oro y pedrería. Lentamente, su vista ascendió por la túnica de brocado rojo, siguió temerosa por el cinturón de madreperla y continuó trepando hasta detenerse incrédula en el extraordinario collar dorado que colgaba de su pecho. Un escalofrío le invadió. El sello que en su extremo refulgía más que el oro era el sello del emperador.
Cerró los ojos y agachó la cabeza. Contemplar al Hijo del Cielo significaba la muerte si se hacía sin su autorización. Pensó que el emperador deseaba contemplar personalmente su ejecución. Apretó los dientes y esperó.
—¿Eres tú a quien llaman el lector de cadáveres? —Su voz sonó quebrada.
Cí enmudeció. Intentó tragar saliva, pero su garganta estaba seca como si hubiera engullido una cucharada de arena.
—Así me dicen, honorabilísimo emperador.
—Levántate y síguenos.
Unos brazos ayudaron a un Cí aún sobrecogido por lo que estaba sucediendo. De inmediato, un cortejo de guardias armados seguidos de una cohorte de ayudantes rodearon al emperador Ningzong, el cual, flanqueado por el consejero de los Castigos, emprendió la marcha a través de un tenebroso pasillo. Cí, escoltado por dos centinelas, le siguió.
Tras avanzar por un angosto sumidero, la comitiva desembocó en una estancia abovedada en cuyo centro descansaban dos ataúdes de pino. Varias antorchas crepitaban en la oscuridad, extendiendo su lúgubre luz sobre los cuerpos que permanecían dentro. Los centinelas se apartaron, dejando solos al consejero y al emperador. Kan hizo una seña y los guardias que custodiaban a Cí lo condujeron hasta ellos.
—Su Alteza Imperial requiere vuestra opinión —dijo Kan con cierto tono de rencor.
Cí buscó el permiso del emperador. Advirtió que su demacrado semblante era una capa de cera untada sobre una calavera viviente. El mandatario lo autorizó.
Cí se acercó al primer féretro. El cuerpo pertenecía a un varón de edad avanzada, su complexión era delgada y sus miembros alargados. Advirtió que los gusanos habían invadido su rostro hasta desfigurarlo por completo y devoraban su vientre a través de una brecha cuyo aspecto le resultó familiar. Estimó que llevaría muerto unos cinco días.
Permaneció en silencio. A continuación, se dirigió al segundo ataúd, un varón más joven y en un estado de descomposición similar. Las larvas asomaban por los orificios naturales y cubrían la herida que se abría sobre su corazón.
Sin duda, ambos hombres habían perecido a manos del mismo asesino. El mismo que había acabado con el eunuco del día anterior. Se lo comunicó a Kan, pero el emperador le interrumpió.
—Dirígete a mí —le ordenó.
Cí se humilló ante él. Al principio no se atrevió a hablar, pero poco a poco, conforme la sangre regresó a sus venas, adquirió el valor para mirarle y se atrevió a confirmar con voz firme que su vaticinio se apuntalaba sobre las insólitas coincidencias que presentaban todas las muertes.
Lo más importante era que en los tres casos la última causa de los fallecimientos obedecía a una única clase de herida: la que aparecía abierta en el torso y extrañamente excavada después. Por la amplitud de la hendidura y la apariencia de sus bordes, daba la impresión de que habían sido causadas con el mismo objeto, alguna especie de cuchillo de bordes curvados, y todas con el mismo propósito: extraer algo de su interior. Pero esto tampoco tenía demasiado sentido. Una flecha podía partirse, pero difícilmente sucedería en dos ocasiones seguidas, y menos aún, en tres. Curiosamente, en ninguno de los cuerpos se apreciaban indicios de resistencia o de lucha. Por último, era preciso señalar lo que a su juicio resultaba más turbador: pese al hedor de la putrefacción, todos desprendían una leve pero intensa fragancia a un perfume similar.
Sin embargo, también existían diferencias. Tanto en el caso del eunuco, como en el del cuerpo contenido en el primer ataúd, el asesino se había esforzado en eliminar cualquier detalle que pudiera facilitar su identificación: con el eunuco, amputándole el sexo, los pies y la cabeza, y con el cadáver del primer féretro, desfigurando su rostro con decenas de cortes que habían favorecido la proliferación de los gusanos.
—Pero si prestáis atención al tercer cuerpo, advertiréis que, pese a la acción de las larvas, conserva el rostro casi intacto.
El emperador dirigió su cadavérica mirada hacia el punto que señalaba la mano quemada de Cí. Asintió sin comentarios y le pidió que continuara.
—A mi juicio, tal hecho no se debe ni a un descuido ni es fruto de la improvisación. Si atendemos a las manos, advertiremos que las del más joven presentan las callosidades y suciedad propias de un desheredado. Sus uñas están astilladas y las pequeñas cicatrices de sus dedos nos hablan de un trabajador rudo y de baja extracción social. En cambio, las del eunuco y las del anciano son delicadas y están cuidadas, lo que nos conduce a establecer su alta posición.
—Interesante… Proseguid.
Cí asintió con la cabeza. Se detuvo un instante para aclarar sus ideas y señaló de nuevo al cadáver más joven.
—En mi opinión, el asesino, o bien se vio sorprendido por alguna circunstancia que le acució o no le importó que se pudiera identificar el cuerpo de un pobre obrero al que tal vez ni su madre fuera capaz de reconocer. Sin embargo, se preocupó bien de evitar que esto mismo sucediera con los otros dos, pues conociendo la identidad de los muertos, podríamos hallar un vínculo con su ejecutor.
—Así pues, vuestro veredicto…
—Ojalá lo tuviera —se lamentó Cí.
—¡Os lo advertí, Majestad! ¡No puede leer en los cuerpos! —intervino Kan.
—¿Pero puedes sacar alguna conclusión? —le preguntó el emperador. Su rostro no reflejaba ningún sentimiento.
Cí apretó los dientes antes de contestar.
—Siento defraudaros, Majestad. Supongo que vuestros expertos acertaron al aventurar que estos asesinatos obedecen al designio de alguna secta maléfica. Quizá, de haber dispuesto de los materiales precisos, podría haberos sido más útil. Pero sin pinzas ni vinagre, sin sierras ni químicos, difícilmente me atrevería a aventurar más de lo que hasta ahora he sugerido. Estos cadáveres presentan tal grado de putrefacción que lo único deducible es que ambos crímenes fueron cometidos en fechas cercanas. Por la extensión de la corrupción, primero murió el anciano y después el obrero.
Ningzong se atusó los exiguos bigotes que colgaban transparentes a ambos lados de sus labios mientras permanecía un rato en silencio. Finalmente, hizo una señal a Kan, que se acercó a él como si fuera a besarlo. El emperador murmuró algo y la faz de Kan cambió. El consejero miró a Cí con desprecio y se retiró acompañado de un funcionario.
—Bien, lector de cadáveres, una última cuestión —susurró el emperador—. Antes mencionaste a mis jueces. ¿Hay algo que aún no hayan hecho y que quizá debieran hacer? —Señaló a dos miembros de su séquito ataviados con túnicas verdes y bonete que aguardaban alejados.
Cí contempló sus rostros circunspectos. Parecían del tipo de funcionarios que despreciaban a los médicos. Supuso que a él también.
—¿Lo han dibujado? —señaló al joven cuyo rostro aún era reconocible.
—¿Dibujado? No entiendo.
—En un par de días sólo quedará el cráneo. Yo de ellos elaboraría un retrato lo más preciso posible. Tal vez lo necesiten para una futura identificación.
* * *
Salieron de las mazmorras y se trasladaron a una sala contigua. Era una estancia austera, pero al menos olía a limpio y no pendían cadenas de las paredes. El emperador no llegó a entrar. Comentó algo a un oficial de pelo blanco y piel cetrina, quien asintió una y otra vez. Luego Ningzong se retiró escoltado por todo su séquito, dejando a solas a Cí con el oficial al que acababa de instruir.
Una vez cerradas las puertas, el oficial se acercó a Cí.
—El lector de cadáveres… curioso nombre. ¿Lo elegiste tú? —Lo examinó de arriba abajo mientras giraba a su alrededor.
—No. No, señor. —Cí observó sus pequeños ojos vivarachos brillar bajo unas cejas pobladas.
—Ya. ¿Y qué significa? —El hombre de cabello blanco siguió girando alrededor de Cí.
—Imagino que se refiere a mi habilidad para observar los cadáveres y comprender las causas de la muerte. Me lo pusieron en la academia donde estudio… donde estudiaba —se corrigió.
—En la Academia Ming… Sí. La conozco. Todo el mundo la conoce en Lin’an. Mi nombre es Bo —le confió con gesto afable—. El emperador acaba de asignarme a ti como oficial de enlace, lo cual significa que, a partir de ahora, cuanto necesites y averigües deberás comunicármelo a mí. —Se detuvo frente a él—. Presencié tu intervención de ayer, durante el examen del eunuco… He de reconocer que me dejaste impresionado. Y, por lo visto, al emperador también.
—No sé si es algo de lo que deba alegrarme… Su excelencia el consejero de los Castigos no parecía muy complacido.
—Ya. —Vaciló, pensando en cómo continuar—. Este caso lo lleva personalmente Kan, pero la idea de consultarte ha procedido del emperador. El consejero es un hombre seco, disciplinado, férreo, un hombre a la vieja usanza. Un guerrero acostumbrado a masticar piedras y beber fuego. —Sonrió condescendiente—. En palacio se dice que su educación fue tan estricta que en su niñez nunca lloró, aunque yo apostaría a que nació sin lágrimas. Kan asistió al padre del emperador hasta su muerte y con el tiempo se ha convertido en uno de los consejeros más fieles del emperador Ningzong. Es íntegro. Quizá excesivamente rígido, e incluso en ocasiones tal vez pueda parecer retorcido, como esos árboles que crecen encorvados y que ya jamás se pueden enderezar. Pero es de fiar. Respecto a lo que mencionas, que no se ha mostrado complacido con tus nuevas funciones, al parecer no le gustó tu actitud cuando empuñaste el puñal y abriste el vientre de esa mujer sin su autorización. Si hay algo que Kan no tolera, diría más, si hay algo que le encoleriza, eso es la soberbia. Y tú ayer traspasaste una frontera que pocos han sido capaces de desandar.
—Supongo que sí… —Se preocupó—. Lo que no he comprendido es lo de que vos seáis mi oficial de enlace y eso de que cuanto averigüe… ¿Qué es lo que tengo que averiguar?
—La pericia que demostraste ayer cautivó al emperador, quien ha considerado que podrías sernos de utilidad. Descubriste hechos que los jueces de palacio ni siquiera fueron capaces de sospechar. —Guardó silencio, como si de repente dudara sobre la conveniencia de continuar. Miró a Cí, tomó aire y prosiguió—: En fin. He sido autorizado, así que presta atención. Lo que voy a contarte debes escucharlo como si no tuvieras lengua. Si hablas de ello con alguien, nada en este mundo te salvará. ¿Lo has entendido?
—Seré una tumba, señor —lo pronunció y al punto se lamentó de lo desafortunado de la metáfora.
—Me alegra oírlo —suspiró—. Desde hace unos meses, el peor de los males habita en Lin’an. Algo que se esconde y amenaza con devorarnos. Quizá aún es débil, pero su peligro es de una dimensión inabarcable. Letal como una invasión, terrible como una plaga, y mucho más difícil de derrotar. —Se mesó la perilla cana que brotaba de su piel cetrina.
Cí no entendía nada. De las palabras del oficial Bo parecía desprenderse que sus sospechas se concentraban en algún ente sobrenatural, pero, desde luego, los tres cuerpos que él había examinado habían sido asesinados por alguien muy concreto. Iba a decírselo cuando Bo se le adelantó.
—Nuestros alguaciles se esmeran en vano. Establecen conjeturas, persiguen indicios que parecen conducirles a otros más oscuros, y cuando nuestros jueces creen haber encontrado a un sospechoso, o bien éste desaparece o aparece asesinado. —Se levantó y volvió a pasear por la estancia—. Tu intervención de anoche hizo que el emperador determinara involucrarte en la investigación. Lamento si te han sorprendido los modos, pero era preciso actuar con prontitud y discreción.
—Pero, oficial, yo sólo soy un simple estudiante. No entiendo cómo podría…
—Estudiante, tal vez, pero simple, desde luego que no. —Lo miró como si lo juzgara—. Hemos indagado sobre ti. Incluso el emperador habló personalmente con el magistrado de la prefectura, el mismo que avaló tu presencia durante el examen de ayer y que, por lo visto, es íntimo amigo del profesor Ming. El magistrado tuvo la bondad de desvelarnos muchos de tus logros en la academia, e incluso mencionó que estabas compendiando una serie de tratados forenses que dicen mucho de tu capacidad de organización.
Cí sintió el peso de la responsabilidad.
—Pero ésa no es la realidad, señor. La gente se hace eco de los éxitos porque su repercusión se extiende como una mancha de aceite, pero a menudo olvidan mencionar los fracasos. Decenas de veces he equivocado mi vaticinio, y en cientos de ellas sólo aporté datos que hasta un recién nacido habría podido averiguar. Me paso el día entre cadáveres. ¿Cómo no voy a acertar? La mayoría de los casos que pasan por la academia obedecen a asesinatos burdos, a arrebatos de celos, a peleas de cantina o a disputas por tierras. Cualquiera que preguntara en el entorno de los fallecidos sería capaz de emitir un veredicto sin ni siquiera asistir al entierro. Sin embargo, aquí no nos enfrentamos a un asesino cualquiera con el seso nublado por el vino. La persona que ha perpetrado estos crímenes es alguien no sólo extremadamente cruel: sin duda, su inteligencia supera a su maldad. ¿Y vuestros magistrados? Ellos jamás consentirán que un recién llegado, sin estudios ni experiencia, les diga cómo actuar.
—No obstante, ninguno de nuestros jueces reveló que la mujer muerta era en realidad un eunuco…
Cí calló. Le enorgullecía que en la Corte valoraran sus conocimientos, pero temía que, si se involucraba demasiado, acabaran descubriendo su condición de fugitivo. Su rostro habló por él.
—Olvida a los magistrados —insistió Bo—. En nuestra nación no hay lugar para los privilegios. Somos justos con quienes desean progresar, con quienes se esfuerzan, con quienes demuestran su valor y su sabiduría. Hemos sabido que tu sueño es presentarte a los exámenes imperiales. Unos exámenes a los que, como bien sabes, cualquiera puede acceder independientemente de su procedencia o de su estrato social. En nuestra nación, un labriego puede llegar a ser ministro, un pescador, juez, o un huérfano, recaudador. Nuestras leyes son severas con quienes delinquen, pero también premian a quienes lo merecen. Y recuerda esto: si vales más que ellos, no sólo mereces tener derecho a ayudar. También tienes la obligación de hacerlo.
Cí asintió. Presentía que nada le libraría de un compromiso emponzoñado del que le sería difícil escapar.
—Entiendo tu perplejidad, pero, en cualquier caso, nadie pretende abrumarte con una responsabilidad que realmente no tendrás —continuó el oficial—. En la Corte hay jueces válidos a quienes no deberías subestimar. No se trata de que encabeces una investigación. Tan sólo que aportes tu visión. No es tan complicado. Además, el emperador está dispuesto a ser generoso contigo y, en caso de éxito, te garantiza un puesto directo en la administración.
Cí titubeó. Un ofrecimiento así era más de lo que jamás hubiera podido soñar. Sin embargo, seguía pensando que era un regalo envenenado.
—Señor, ¿puedo hablaros con franqueza?
—Te lo exijo. —Extendió las palmas de las manos.
—Quizá los jueces de palacio sean más inteligentes de lo que creéis.
Bo enarcó una ceja que arrugó la delgada piel de su frente.
—Ahora quien no comprende soy yo.
—La propia justicia de la que habláis. La que castiga y la que premia, y que se ve reflejada en el Catálogo de méritos y deméritos…
—¿Te refieres a la puntuación con la que legalmente se califica la bondad o la maldad de los hombres? Parece justo que, si castigamos a quien comete un crimen, también premiemos a quien hace el bien. ¿Qué tiene que ver eso con los magistrados de la Corte?
—Que este mismo rasero se aplica igualmente a los jueces. También ellos son recompensados cuando emiten dictámenes justos, pero duramente castigados si equivocan su veredicto. No sería la primera vez que un juez es expulsado de la carrera judicial a consecuencia de un error.
—Desde luego. La responsabilidad no sólo se mueve en una dirección. La vida de sus procesados depende de ellos. Y si yerran, han de pagarlo.
—En ocasiones, incluso con su propia vida —subrayó Cí.
—Dependiendo de la magnitud del error. Es lo justo.
—Entonces, parece lógico que teman emitir un juicio. Ante un caso peliagudo, ¿por qué arriesgarse a un veredicto erróneo? Mejor callar y salvar el pellejo.
En ese momento se abrieron las puertas y Kan entró en la sala. El consejero avanzó con gesto serio, ordenó a Bo que se retirara y después de mirar a Cí por encima del hombro se situó a su lado. Sus cejas fruncidas y sus labios apretados hablaban por sí solos.
—A partir de hoy quedarás bajo mis órdenes. Si necesitas algo, antes deberás pedírmelo. Se te proporcionará un sello que te franqueará el paso a todas las estancias de la Corte, a excepción del Palacio de las Concubinas y de mis aposentos privados. Podrás consultar nuestros archivos judiciales y tendrás acceso a los cadáveres si fuera necesario. También se te permitirá interrogar al personal de la Corte. Todo, siempre, con mi autorización previa. El resto de los detalles podrás discutirlos con Bo.
Cí notó galopar su corazón. Eran tantos los interrogantes que se cernían sobre él, tantas las dificultades y los posibles peligros que necesitaba tiempo para pensarlo.
—Excelencia —se inclinó Cí—. No sé si estoy capacitado…
Kan entornó los ojos y le arrojó una mirada fría.
—Nadie te lo ha preguntado.
* * *
Caminaron a través de las mazmorras en dirección al archivo imperial. El consejero de los Castigos avanzó rápido, como si quisiera librarse cuanto antes de Cí. Poco a poco, la humedad y las estrecheces fueron desapareciendo para dar paso a unas galerías embaldosadas. Cuando alcanzaron la Sala de los Secretos, Cí enmudeció. En comparación con la biblioteca de la universidad, aquel archivo era un gigantesco laberinto cuyos límites parecían acabar en el infinito. Ante él, miles de estanterías plagadas de legajos ocupaban cualquier rincón por el que se pudiera transitar. Cí siguió a Kan entre angostos pasillos abarrotados de volúmenes, manuscritos y pliegos que ascendían hacia el techo hasta llegar a un pequeño vano por el que apenas se filtraba la tenue luz de la mañana. Kan se detuvo frente a una mesa lacada en negro sobre la que descansaba un legajo solitario. Cogió una silla y tomó asiento, dejando a Cí de pie. Ojeó un rato el documento con parsimonia y finalmente permitió que Cí se sentara.
—He tenido ocasión de escuchar tus últimas palabras —comenzó Kan— y quiero dejarte algo claro: que el emperador te brinde esta oportunidad no significa que yo confíe en ti. Nuestro sistema judicial es inflexible con quienes lo corrompen o lo violentan, y nuestros jueces han envejecido estudiándolo y aplicándolo. Tal vez tu vanidad te lleve a especular sobre la valía de estos magistrados, tal vez los veas como ancianos anquilosados, incapaces de ver más lejos de donde alcanzan a orinar. Pero te lo advierto: no oses poner en duda la capacidad de mis hombres o haré que te arrepientas antes de que ni siquiera puedas pensarlo.
Cí simuló aceptar sus palabras, aunque en su fuero interno estaba convencido de que, si esos mismos jueces hubieran demostrado su valía, él no se encontraría ahora allí. Prestó atención a Kan cuando éste le mostró el contenido de las páginas.
—Se corresponden con los informes de las tres muertes: los de la primera investigación y también los de la segunda. Aquí tienes pincel y tinta. Consúltalos sin límite y luego escribe tu opinión. —Sacó un sello cuadrado y se lo entregó—. Cada vez que tengas que acceder a alguna dependencia, preséntalo a los centinelas para que lo impriman en los correspondientes libros de registro.
—¿Quiénes practicaron los exámenes? —se atrevió a preguntar.
—En los informes encontrarás sus firmas.
Cí echó un vistazo.
—Aquí sólo figuran los magistrados. Me refiero a los exámenes técnicos.
—Un wu-tso como tú.
Cí frunció el ceño. Un wu-tso era el término despectivo empleado para denominar a los que practicaban las mortajas y lavaban a los muertos. No quiso discutir. Asintió y continuó con el legajo. Al cabo de unos instantes, lo apartó a un lado.
—Aquí no consta nada sobre el peligro del que me habló el oficial de enlace. Bo mencionó una terrible amenaza, un mal de dimensiones inabarcables, pero aquí sólo se habla de tres cadáveres. Ni un móvil, ni una sospecha… Nada.
—Lo siento, pero no puedo suministrarte más información.
—Pero, excelencia, si pretendéis que os ayude, necesitaré saber…
—¿Que me ayudes? —Se acercó a un palmo de su cara—. Parece que no has entendido nada. Personalmente no me importa en absoluto si descubres algo o no, de modo que haz lo que se te ordena y, de paso, ayúdate a ti mismo.
Cí apretó los puños y se mordió la lengua. Volvió su vista hacia los informes y comenzó a repasarlos. Cuando terminó, los cerró con un carpetazo. Allí no había nada. Hasta un labriego podría haber escrito aquello.
—Excelencia —se levantó—, necesitaré un lugar adecuado para examinar a fondo los cadáveres y que trasladen todo mi material allí. A ser posible, esta misma tarde. También que localicen a un perfumista. El más reputado de Lin’an. Necesito que presencie hoy la inspección que he de practicar. —No se inmutó ante el gesto de sorpresa de Kan—. En el caso de que se produzcan nuevos asesinatos, deberán informarme de inmediato, independientemente de la hora o el lugar del hallazgo. El cuerpo no podrá ser tocado, trasladado o limpiado hasta que yo no me persone. Ni siquiera un juez podrá moverlo. Si hay testigos, se les detendrá y se les separará. Igualmente, será convocado el mejor retratista disponible. No de esos que embellecen los rostros de los príncipes, sino uno que sea capaz de plasmar la realidad. También necesito conocer cuanto se sepa de ese eunuco: qué cargo ocupaba en palacio, cuáles eran sus gustos, sus vicios, sus flaquezas y sus virtudes. Si tenía amantes masculinos o femeninos, si mantenía lazos familiares, qué posesiones acumulaba y con quién se relacionaba. Necesito saber qué comía, qué bebía y hasta cuánto tiempo pasaba en las letrinas. Me será de utilidad un listado de todas las sectas taoístas, budistas, nestorianas y maniqueístas que hayan sido investigadas por ocultismo, hechicería o actos ilícitos. Por último, quiero una relación completa de todas las muertes que se hayan producido en los últimos seis meses en extrañas circunstancias, así como cualquier denuncia, desaparición o testigo que, por raro que parezca, pudiera estar relacionado con estos asesinatos.
—Bo se ocupará de todo.
—También me resultaría práctico un plano del palacio en el que se identifiquen las distintas dependencias y sus funciones, así como aquéllas a las que puedo acceder.
—Intentaré que un artista te elabore uno.
—Una última cosa.
—¿Sí?
—Necesitaré ayuda. No podré resolver esto solo. Mi maestro Ming podría…
—Ya me he ocupado de ello. Alguien de tu confianza, espero.
El consejero se levantó, dio unas palmadas y aguardó. Al poco se escuchó un chirrido al final de un corredor. Cí dirigió su mirada hacia el punto de luz sobre el que se recortaba una silueta espigada que avanzaba hacia ellos. Entornó los ojos, pero no la distinguió. Sin embargo, conforme se acercaba, la figura se fue aclarando hasta resultarle familiar. Cí supuso que se trataría de Ming. Sin embargo, un escalofrío le sacudió la espalda al advertir que el rostro sonriente correspondía a Astucia Gris. Por un instante enmudeció.
—Excelencia, disculpad mi insistencia —dijo, finalmente—, pero no creo que Astucia Gris sea la persona más adecuada. Preferiría…
—¡Ya está bien de exigencias! Este juez se ha hecho acreedor de mi confianza, cosa que aún no has logrado tú, de modo que menos hablar y más trabajar. Compartirás con él cualquier descubrimiento, del mismo modo que él lo hará contigo. Mientras dure esta investigación, Astucia Gris será mi boca y mis oídos, así que más te vale colaborar.
—Pero este hombre me ha traicionado. Él jamás…
—¡Silencio! ¡Es el hijo de mi hermano! ¡Y no hay más que hablar!
* * *
Su antiguo compañero aguardó a que Kan se retirara. Luego sonrió a Cí.
—Volvemos a encontrarnos —dijo.
—Una desgracia como otra cualquiera. —Cí ni le miró.
—¡Y cómo has cambiado! Lector de cadáveres del emperador… —ironizó. Cogió el legajo y se sentó.
—En cambio, tú sigues apropiándote de lo que encuentras. —Le arrebató los informes que acababa de coger.
Astucia Gris se levantó como un relámpago, pero Cí se enfrentó a él. Sus narices casi se rozaron. Ninguno se apartó.
—¿Sabes? La vida está llena de coincidencias —dijo Astucia Gris mientras retrocedía con una sonrisa en los labios—. De hecho, mi primer encargo al llegar a la Corte fue investigar la muerte de aquel alguacil. El que examinamos juntos en la prefectura. Kao…
Un escalofrío recorrió a Cí.
—No sé a qué te refieres —logró balbucear.
—Es curioso. Cuanto más averiguo sobre ese alguacil, más extraño me parece todo. ¿Sabías que había viajado desde Fujian en busca de un fugitivo? Por lo visto, había una recompensa de por medio.
—No, ¿por qué habría de saberlo? —titubeó.
—En fin, tú procedes de allí. O, al menos, eso es lo que mencionaste en la academia el día de tu presentación.
—Fujian es una provincia grande. Cada día llegan desde allí miles de personas. ¿Por qué no se lo preguntas a ellos?
—¡Qué suspicaz, Cí! Si te lo comento, es porque somos amigos. —Sonrió falsamente—. Pero no deja de ser una coincidencia curiosa…
—¿Y sabes el nombre del fugitivo?
—Aún no. Por lo visto, el tal Kao era un tipo reservado y apenas habló del asunto.
Cí respiró. Pensó en callar, pero resultaría sospechoso no mostrar interés.
—Es extraño. La judicatura no ofrece recompensas —dijo para disimular.
—Lo sé. Quizá la oferta procediera de algún hacendado privado. Ese fugitivo debe de ser alguien importante.
—Tal vez el alguacil encontrara alguna pista y se planteara apropiarse él de la recompensa —sugirió Cí—, o tal vez la cobró y por eso fue asesinado.
—Tal vez. —Pareció valorarlo—. Por lo pronto, he enviado un correo a la prefectura de Jianningfu. En dos semanas espero tener el nombre del prófugo y su descripción. Atraparlo será como quitarle una manzana a un niño.